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ArribaAbajo ¿Dónde queda la espada mágica de don Quijote?

Alfred Rodriguez


Marie M. Smeloff



The University of New Mexico

En el capítulo 18 de la Primera Parte del Quijote, dialogando don Quijote con Sancho, éste último bastante mohíno aún por el recién ocurrido manteamiento, el protagonista, quizás con la intención inmediata de levantar el ánimo de su escudero, sugiere que el signo de su vida aventurera mejorará sensiblemente cuando tope con una espada de características especiales, mágicas:143

... de aquí adelante yo procuraré haber a las manos alguna espada hecha por tal maestría, que al que la trujere consigo no le pueden hacer ningún género de encantamientos; y aun podría ser que me deparase la ventura aquella de Amadís, cuando se llamaba 'el Caballero de la Ardiente Espada', que fue una de las mejores espadas que tuvo caballero en el mundo, porque, fuera que tenía la virtud dicha, cortaba como una navaja, y no había armadura, por fuerte y encantada que fuese, que se le parase delante.



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El hecho es que este tipo de 'adelanto de acción', con algo de 'trailer' cinematográfico, no es un caso aislado. Viene a ser, en efecto, el tercero de una serie que ocupa al lector durante los primeros capítulos de la segunda salida quijotesca (10-21).144 Ello consiste en la evocación adelantada de la consecución, por parte de don Quijote, de un elemento/artefacto/instrumento de especiales virtudes y vinculado, por definición, a un personaje procedente de sus lecturas caballerescas. El lector, para cuando el protagonista dice lo citado más arriba, recordará el bálsamo de Fierabrás y el yelmo de Mambrino (Riquer, pag. 99, nota 8, y pag. 100, nota 14).

En el capítulo 10, tras el encuentro con el vizcaíno y en espacio de pocas líneas, don Quijote se compromete a componer el indicado bálsamo y a no descansar hasta conseguir de algún caballero una nueva celada, recordando concretamente el yelmo de Mambrino. En el capítulo 17, en la venta, maltrecho tras el encontronazo con el arriero, cliente de Maritornes, el protagonista compone, de hecho, el bálsamo, cuyas 'grandes virtudes', adelantadas en el capítulo 10, nos proveen de uno de los momentos más cómicos de la Primera Parte. En el capítulo siguiente, como se ha indicado, don Quijote vuelve, por tercera vez, a indicar su búsqueda de un especial instrumento caballeresco, una espada, con suerte la propia de Amadís de Grecia (Riquer, 161, nota 5).145 En el capítulo 21, tras el descorazonante episodio de los batanes, don Quijote topa, efectivamente, con el yelmo de Mambrino, del cual procede a posesionarse.

Pues bien, en lo que resta de la Primera Parte nunca cristaliza en acción concreta el hallazgo de la espada especial, no menos anunciada que el bálsamo y el yelmo. En cierta medida, el lector, tras concretarse en acciones determinadas la consecución de éstos -la del último, del yelmo, muy pocos capítulos después de anunciarse el nuevo proyecto- anticipa una acción para la cual, y valga el término, ha sido condicionado. Es más, su anticipación respecto a este último proyecto anunciado, tan estudiadamente paralelo a los anteriores, podría hasta considerarse   —121→   intensificada, adrede, por tratarse del elemento caballeresco de máximo relieve146.

Ahora bien, siempre puede contestarse a la pregunta que fija los parámetros de nuestra indagación con conjeturar que a Cervantes se le olvidó, sencillamente, lo que había anticipado al lector respecto a la espada. Resulta imposible, desde luego, rebatir del todo semejante respuesta, porque lo conjetural sólo requiere, para subsistir, la condición interrogativa; pero sí cabe recordar que a Cervantes no le faltó memoria para concretar en acción lo del bálsamo a los siete capítulos de haberlo anunciado y de hacerlo, respecto al yelmo de Mambrino, justo a los once. En este caso, además, arguyen contra el siempre-a-mano lapsus cervantino, los indicios ya señalados de una estudiada elaboración: a) que se trate de tres 'cosas' fuertemente relacionadas entre sí, tanto por su carácter caballeresco como por su vinculación nominal; y b) que devengan en apropiadas acciones, y en el orden apropiado a su mención en el texto, los primeros dos estudiados anticipos.

Si convencen los indicios de una estudiada elaboración cervantina, elaboración que no puede menos que conducir al lector a esperar un no muy lejano encuentro quijotesco con su añorada espada, y si éstos consiguen debilitar lo suficiente la noción de un Cervantes meramente olvidadizo, entonces se precisa indagar, ya seriamente, la que pudiera haber sido la intención del novelista. Al concluir que Cervantes deja adrede incompleto un pequeño ciclo de 'acciones' que ha montado como tal dentro de los primeros capítulos de la segunda salida de su héroe, no cabe pensar sino que ello va dirigido a desengañar al lector, usando este término, por el momento, en su acepción, lata y vigente, de lo que nos ocurre, en general, cuando se nos incumple lo anticipado, lo que ya damos por hecho.147

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En su artículo seminal, el profesor Haley (160) nos aclara cómo Cervantes (con sólo ocultar, de momento, la verdadera identidad de Maese Pedro), se queda con el lector, aleccionándole, así, acerca de la ilusión que es todo lo literario. Algo parecido lleva a cabo el genial novelista respecto a éste mediante la jugada, tan adrede preparada, que acabamos de analizar. A nivel estrictamente estético, la lección es casi insoslayable: el creador, el que maneja los hilos (por seguir en algo el ejemplo de Maese Pedro), nos engaña a voluntad, porque eso es, precisamente, la creación literaria; y la verdad de ello, en la que no caemos porque ésa, precisamente, es la capacidad hipnotizante de la palabra escrita, de la literatura, nos lo revela aquél, cuando quiere, mediante el desengaño.

El escritor barroco, filosóficamente inclinado a la demostración de la deleznable inseguridad de la realidad de este mundo, es, desde luego, el más predispuesto a este proceder. Si las metáforas vida/sueño y vida/teatro son sus más destacados medios literarios de asentar esa radical inseguridad, la propia literatura, en cuanto 'engaño', pasa también a ser una gran metáfora barroca mediante el 'desengaño'; es decir, cuando opta por reflejarse   —123→   a sí misma en su artificioso proceso de creadora de engañosas y manipuladas 'realidades,' mostrando los hilachos de su envés, por usar la imagen cervantina.

¿Dónde queda, pues, la espada mágica de don Quijote? Pues queda ahí, en ese limbo de estudiado 'desengaño' con el que Cervantes le muestra barrocamente al lector los desengañadores hilachos de su propio envés.


Obras consultadas

Campoamor, J. M. «La espada de don Quijote», Anales Cervantinos 35-36 (1987-88): 113-16.

Cervantes, M. de. Don Quijote de la Mancha. Edición de M. de Riquer. Barcelona: Editorial Juventud, S. A., 1971.

Dudley, E. «Don Quijote as Magus: The Rhetoric of Interpolation», Bulletin of Hispanic Studies 49 (1972): 355-68.

Haley, G. «The Narrator in Don Quijote: Maese Pedro's Puppet Show», Modern Language Notes 80 (1965): 145-65.

McGaha, M. D. «Fuentes y sentido del episodio del 'yelmo de Mambrino' en el Quijote de 1605», Cervantes, su obra y su mundo. Editado por M. Criado de Val. Madrid: EDI-6, S. A., 1981.

Murillo, L. A. «La espada de don Quijote (Cervantes y la poesía heroica)», Cervantes, su obra y su mundo. Editado por M. Criado de Val. Madrid: EDI-6, S. A., 1981.