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Esta cita está tomada del original de la novela gótica española más celebrada: Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas. Dicha colección de cuentos fue adaptada de la obra francesa, en dos tomos, Les ombres sanglantes, gelerie funèbre de prodiges, escrita en 1920 por P. Cuisin. La elección no resulta casual, pues esta colección se ha considerado hasta la actualidad (Juan Ignacio Ferreras, 1973; Rafael Llopis, 1974; Felipe Pedraza, 1981) como la única representante española del género de la novela gótica. Esta consideración se encuentra sujeta a matices que precisaré a lo largo del estudio.

 

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Davis Gies (1988: 60) así lo defiende: «El gusto por la fantasía macabra y por lo gótico, en los años inmediatamente anteriores al pleno florecimiento del Romanticismo, marca toda la época y deja profundas huellas en el período siguiente. Este interés, claro está, no apareció de repente en los albores del Romanticismo, pero es evidente que la creciente división entre el control racional ilustrado y la libertad emocional romántica llega a ser una de las características más notables de esta coyuntura histórico-estética».

Similar opinión manifiesta Luis Alberto de Cuenca (1995: 145): «No es raro percibir un gusto muy marcado por la fantasía y el terror en las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del siglo XIX. Se trata de una especie de preludio de lo que será más tarde el Romanticismo en su época de pleno florecimiento. La transición del lenguaje poético ilustrado al discurso romántico pasa por un idioma intermedio que podríamos llamar "gótico"».

 

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El implacable juicio del tiempo y una reciente corriente en auge, entre la que pretendo incluir este trabajo, han venido a demostrar lo equivocado de aquellas primeras aseveraciones mantenidas durante siglos, porque la novela gótica es algo más, como afirmara André Breton, que un sueño sadomasoquista concebido por las mentes irracionales. Importantes críticos de todas las latitudes, allá por mediados del siglo pasado, comenzaron la ardua tarea de desempolvar libros viejos, arrinconados en bibliotecas, leídos por casi nadie y olvidados por casi todos, convencidos de que la historia de la literatura occidental necesitaba de una pieza más en el rompecabezas que ayudara a entender muchos movimientos literarios; que buscara detrás del canon aquella otra literatura de raíz popular, inseparable de la culta, y siempre en constante dependencia. A los históricos y precursores Lévy, Varma, Killen Summers, o Tarr, les han seguido en las últimas décadas Botting, Punter, Sage, Kilgour, Clery, Davenport-Hines, Davis, Ellis o Frank, entre muchos otros investigadores de prestigio que han dirigido su atención creadora a una época que necesitaba de un estudio pormenorizado, sin mediatizar, libre de prejuicios actuales y pasados y, sobre todo, con una seria base metodológica y un objetivo preciso y claro.

 

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La fórmula de la novela gótica viene a coincidir con la definición que de esta ha pretendido realizar la crítica. Quizás la más interesante sea la que propone F. Frank, en un ensayo más reciente, The First Gothics: A Critical Guide to the English Gothic Novel (1987). Frederick Frank (1987: 437) ofrece nueve elementos que integran el gótico clásico que García Iborra (2007) traduce como: 1. Contención claustrofóbica; 2. Persecución subterránea; 3. Invasión sobrenatural; 4. Arquitectura y objetos de arte que cobran vida; 5. «Posiciones extraordinarias» y situaciones letales; 6. Ausencia de racionalidad; 7. Posible victoria del mal; 8. Artilugios sobrenaturales, artefactos, maquinaria y aparatos demoniacos; 9. Un constante devenir de interesantes pasiones.

 

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El corpus gótico clásico está compuesto por cerca 5.000 obras (aunque Summers en 1941 cataloga unas 2000 entre las publicadas en Europa y EE. UU. entre 1790 y 1820, otros estudios más recientes como Frank, (1987: IX) y Potter (1997: 2) ofrecen estas cifras) de las que se conservan alrededor de 1.200, lo que atestigua el indudable éxito de este subgénero literario; de ellas apenas una docena han sido estudiadas con rigor científico por la crítica especializada. Nosotros, sin perder de vista esta realidad, nos centraremos en las novelas cumbres, no solo por ser las que cuentan con un mayor número de análisis teóricos, sino porque en su conjunto asumen los rasgos característicos que el resto de las novelas adoptarán como formulaicos y por lo tanto tenderán a imitar.

 

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Rubio Cremades (1997: 614) analiza con cierta precisión la recepción de la novela gótica en nuestro país en el siglo XIX aunque reduce exclusivamente este movimiento a las aportaciones de la literatura extranjera «Salvo en contadas ocasiones, la novela de terror española solo es capaz de recoger los elementos o motivos aportados por autores extranjeros. Incidencia tardía y de escasa productividad, tal como se puede constatar a través de repertorios bibliográficos referidos a la periodicidad de dichas traducciones».

 

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Desde este punto de vista considero el género gótico como fenómeno cultural o estético (Miles 1993; Keane 1995) y al mismo tiempo como historia y cultura (Botting, en Punter 2000).

 

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Este aspecto se desarrolla con profundidad en López Santos 2010.

 

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Los primeros contactos tienen que ver con la asimilación de una nueva estética y aparecen representados por un conjunto relativamente amplio de novelas de finales del siglo XVIII que se apoyaron en los tímidos pero firmes ecos que, desde Francia, patrocinaban un nuevo movimiento literario. Los poetas lúgubres, junto a los preceptos de la teoría burkeana de lo sublime, se dejaron sentir en aquellos últimos años de dicho siglo, favoreciendo un segundo momento evolutivo, que heredaría muchos de los elementos que habían comenzado a forjarse y consolidarse en esta primera etapa, como el abandono de lo sobrenatural, la presencia constante de la religión, la preponderancia de situaciones y escenas macabras o el peso de lo que hemos dado en denominar «lo terrorífico arquitectónico». Estas primeras obras reflejan el conflicto expreso que heredó la literatura de este período convulso y que no viene sino a responder a la oposición tajante y apenas reconciliable que se dio entre el respeto a las normas ilustradas y los escarceos con la nueva estética que privilegiaba el mundo gótico en su vertiente más terrorífica y funesta. Esto es, dichas novelas se debaten a menudo entre los principios dogmáticos de moderación, claridad y mesura, que todavía condicionaba el mundo artístico ilustrado o la temática neoclásica y los nuevos preceptos estéticos regidos por la sublimidad que inclinan la redacción hacia lo lúgubre, sombrío y tenebroso que pueda existir tanto en el mundo como en el alma humana, aunque principalmente en aquel. A pesar de que no se pueda hablar de un conjunto de novelas propiamente góticas, estos primeros contactos demuestran y confirman que el cultivo y el gusto por lo gótico comenzaron a producirse con anterioridad a la oleada de traducciones, con las primeras manifestaciones novelescas del siglo XVIII.

 

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Para un conocimiento mayor de estas dos tendencias de la novela gótica véase López Santos 2008; López Santos y López Santos 2009.