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Se tradujeron cuatro de sus novelas (Gaston de Blondeville, 1803 (1826) no se tradujo al español probablemente por distanciarse de la línea conservadora que caracterizaba a esta y ahondar en el componente sobrenatural) de las seis novelas que escribió, «lo que indica que el lector español pudo tener un conocimiento bastante completo de la producción de Ann Radcliffe» (Roas 2006: 83). Algunas de estas traducciones fueron reeditadas en varias ocasiones: de Julia o los subterráneos del castillo de Mazzini ( A Sicilian Romance, 1790), se conocen seis impresiones desde las primeras valencianas (1818, 1819 y 1822), pasando por la edición francesa (1829), así como la que encontramos como parte integrante del volumen colectivo Mañanas de primavera (1837) y hasta 1840, fecha en que, de nuevo, Cabrerizo la publica incluida en su «Colección de novelas». El confesionario o los penitentes negros (The Italian, 1797) conoce, sin embargo, hasta nueve ediciones entre 1821 y 1861 (1832, 1835, 1836, 1838, 1843, 1855, 1856). A esta hay que añadir las traducciones de Adelina o la abadía en la selva (Romance of the Forest, 1791) publicadas en 1830 y 1833 (con el título, esta última, de La selva o la abadía de Santa Clara), junto con las dos ediciones de Los misterios de Udolfo (The Mysteries of Udolfo, 1794), que pese a tratarse de su novela cumbre aparecen en fecha más tardía que las anteriores y en un menor número de reediciones, en concreto tan solo en tres ocasiones, en 1832 y 1854, sin olvidar la de 1848 que aparece incluida en una versión más breve y en forma de cuento dentro de la novela de El Castillo de Kolmeras de Mma. de Genlis.

 

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Apoyo dicho argumento, sin embargo, en las reflexiones de Joaquín Álvarez Barrientos (1991), quien ha dedicado una parte de su estudio a matizar el concepto de la originalidad en la traducción para aquel período de entresiglos. No duda en manifestar de manera tajante que gran parte de «las traducciones de novelas (no todas desde luego) no son en realidad tales traducciones sino obras originales en el sentido de que presentan algo que es nuevo en el panorama y en la historia de la literatura española» (Álvarez Barrientos 1991: 207). A lo novedoso de la obra se añaden determinadas alteraciones que el autor considera oportuno efectuar; «estos cambios que realice el traductor connaturalizándola, la convertirán en expresión de las costumbres y del carácter nacional, y harán de ella casi un original». «De esta forma eran originales los traductores que, reescribiendo la historia, la adaptaban al medio español, pero también preparaban a los españoles para lo que venía desde fuera y a los propios escritores para componer obras nuevas» (Álvarez Barrientos 1991: 209). La razón es plausible; el concepto de traducción de este período se distancia más que visiblemente del actual. La traducción se entiende como "imitación", una obra base que el traductor puede modelar a su antojo de acuerdo a «los usos, costumbres, hábitos en los modales asociados a un pueblo» (Barrientos 1991: 200). Esta misma tendencia la defiende Joaquín Marco (1969: 124) al afirmar que «Las supresiones, añadidos o sustituciones de los traductores tenían como objetivo acomodar las obras al contexto español en razón de criterios morales, ideológicos, literarios o nacionalistas». Mas no se trataba de un caso aislado sino que era «la manera corriente y generalizada de actuar» (Álvarez Barrientos 1991: 202), pues hasta el editor Mariano de Cabrerizo indica específicamente en su Prospecto a la colección de novelas que los traductores suprimían y realizaban cuantas variaciones consideraran oportunas para acomodarlas «a nuestras leyes, a nuestras costumbres o a nuestro gusto».