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ArribaAbajoCuentos


«Instantáneas. Marineda»

(Las Provincias, 7-VII-1892)

5 de julio de 1892.

Sr. Director de Las Provincias,

Se ha publicado un libro que se titula Cuentos de Marineda. Su autor, la señora Pardo Bazán, es una de nuestras mejores plumas, pero... en otros géneros. Si aquí la crítica, a lo menos por parte de la mayoría fuese verdadera, a estas horas ya se habría convencido a doña Emilia de que, siendo ella mujer de mucho talento y muy conocedora del idioma, debe escribir, sin duda; pero no cuentos. No es un águila en la novela larga, pero allí se defiende menos mal con tal cual descripción, si no muy poética, vigorosa y exacta.

La rapidez que el cuento exige, la intensidad inventiva que en él es necesaria, son dificultades insuperables para la señora Pardo, que tiene el ingenio a propósito para otras cosas.

Los Cuentos de Marineda... casi nunca son cuentos; son prosaicas divagaciones alrededor de un pie forzado, que desde el principio preocupa a la autora y al lector, como una traba literaria, como un acróstico o cosa por el estilo.

En cuanto a lo de Marineda es una debilidad que hay que tolerar.

Otros novelistas han fundado ciudades en la geografía imaginaria de las letras; pero no como la señora Pardo Bazán se empeña en dar títulos de ciudad a su Marineda.

En estas cosas cualquiera puede bautizar... pero el confirmar... es cosa del obispo, o sea el público.

Marineda está bautizada y confirmada por la misma diaconisa, o papisa.

Petaca minuta, como dicen que dijo un célebre ministro.

CLARÍN




Revista Literaria

(Los Lunes de El Imparcial, n.º 9.649, 26-III-1894)

Cuatro palabras respecto de los Nuevos Cuentos de doña Emilia Pardo Bazán. En general, y ya lo he dicho en otra parte, merece esta famosa escritora que se la anime a cultivar este género, en el cual, son muchos menos los escogidos que los que se creen llamados. De algún tiempo a esta parte, y en los cuentos particularmente, noto en el estilo y lenguaje de la Sra. Pardo Bazán más naturalidad que antes, más sencillez, menos tecnicismos y neologismos y más corrección, fuerza y gracia. Entre estos cuentos que ahora escribe, hay algunos, como El Niño de san Antonio, de hermosa y patética invención. Otros varios me han sorprendido agradablemente por su ingeniosa idea y feliz desempeño.

Los defectos que en general se notan se deben en gran parte a las condiciones de publicación a que obedecen generalmente estos opúsculos. Los periódicos populares piden cuentos, y hacen bien; pero hacen mal en dos cosas: primero, en pedírselos a todo el mundo. Yo he leído por esos papeles cuentos de generales, de capitanes, de banqueros y hombres de sport, y si no recuerdo mal, La Correspondencia hasta ha publicado alguno de D. Matías López o del marqués de Comillas. Segunda cosa en que hacen mal los directores de periódicos: en exigir a los verdaderos cuentistas que sus cuentos sean siempre muy cortos, muy cortos. Los de doña Emilia se suelen resentir de esta inconveniencia, de esa tasa antiartística. El cuento muy corto a la fuerza, se amanera, toma cierta tirantez geométrica, cierta sequedad en que todo se suele supeditar al rasgo ingenioso, a una ocurrencia final. No se da tiempo a la poesía, al carácter, a la rêverie, a la descripción; la exposición se precipita, se parece a los datos de un problema; se va a la solución como a la de una charada. El cuento, siempre así, fatiga al lector y al autor. Lo que ha sido una buena idea, llegará a convertirse en una plaga.

Pero de todas suertes, a la Sra. Pardo Bazán siempre habrá que contarla entre los pocos, poquísimos autores, de cuentos realmente literarios que tenemos.

[...]

CLARÍN




Palique

(El Heraldo de Madrid, n.º 2.453, 29-VII-1897)

«A los postres de una comida de aldea, de las que se prolongan y degeneran en sobremesas interminables...» (Liberal, núm. 6.498).

En Galicia suceden cosas muy raras; las comidas se prolongan, es decir, después de pasar el tiempo que deben durar... se hace que todavía duren. Pero al prolongarse ¡ay, amigo! Degeneran, y ¿en qué? En sobremesas.

Yo creo que la sobremesa no es comida prolongada, ni una degeneración de la comida.

También creo que una comida de muchos platos es larga, pero no prolongada, pues no dura más de lo que debe. Y que mientras se sigue comiendo no se está de sobremesa, ni al dejar de comer y seguir charlando se experimenta degeneración. Y además, a los postres no se está de sobremesa, pues los postres son parte de la comida.

¡No parece sino que doña Emilia nunca comió a manteles!

El cuento de donde saco esto, se llama Las cerezas... y allá van enganchadas unas en otras, como suelen

«...al servirle un frutero de cristal»

¿Se puso perdido el cura? ¡Claro! Creería que tenía que comerse el frutero.

«...negreando, de tan maduras, las últimas cerezas».

Cerezas, que no son negras, sino coloradas, y negrean...

Tampoco yo las quiero y comprendo que al cura se le «cubrieran de amarillas las siempre coloradas mejillas».

«...la larga calle de castaños que rodea como un cinturón de sueltos cabos flotantes el soto».

¿Cómo han de parecer un cinturón unos cabos sueltos? ¿Y en qué imaginación cabe que los castaños parezcan cabos sueltos flotantes?

Esos cabos no tienen atadero.

«Tienen las condiciones y también las virtudes...»

¡Pero si las virtudes también son condiciones!...

Es lo que tienen estas pícaras cerezas.

Tira usted de una... y sale una docena.



[...]

CLARÍN




Palique

(Madrid Cómico, n.º 784, 26-II-1898)

Con la mayor buena fe, me pongo a leer un cuento, de la Sra. Pardo Bazán, titulado «Barbastro».

Empieza así: «Aquella discreta viuda que acostumbraba referirnos cada jueves una historia de elección conyugal masculina...».

No comprendo. Lo de elección conyugal, puede pasar, previas ciertas explicaciones; pero elección masculina ¿qué quiere decir? ¿Quién elige ahí, el macho o la hembra? ¿Es que elige el varón, y por eso es la elección masculina, por el que elige? ¿o es que se elige a un varón, y elige, por consiguiente una mujer? Por otra parte; parece que se puede elegir, para lo conyugal, entre lo masculino y lo femenino. ¡Vade retro!

«Y en los paseos que dábamos por las inmediaciones, sucedió que una tarde nos detuvimos...». Detengámonos. En los paseos que ustedes daban se detuvieron una tarde. No puede ser. Refiriéndose a los paseos, en general, no puede usted decir que en ellos una tarde... En uno de los paseos debió usted decir.

«Cuyo denso arbolado rebasaba de las tapias y desafiaba las nubes». Señora ¿cómo quiere usted que la hagan académica, si desprecia así el diccionario de la casa?

Rebasar, según la ex-Valverde, es «pasar navegando más allá de un buque, cabo u otro punto».

Y nada más. Luego, académicamente, los árboles no pueden rebasar de las tapias.

Pero supongamos que también se puede rebasar por tierra, y sin permiso de la Marina ni de Cheste; de todas suertes, nunca sería el verbo rebasar el más propio para decir que los árboles eran más altos que las tapias; lo cual, por cierto, no tiene nada de particular. Lo que es extraordinario es que el arbolado desafiase las nubes.

Señora, no lo creo. Ni en la ex-virgen América, ni en el lejano Oriente, hay árboles así, y mucho menos en Galicia donde jamás se han visto esos bravucones forestales.

«Se desparramaban en fino rocío, resplandeciendo a los postreros rayos del sol».

Niego también ese rocío vespertino. El rocío es... el rocío; y si el agua siempre que se presenta en gotas menudas la llamásemos, sin más, rocío, estábamos perdidos. Verdad es que el diccionario llama también rocío a las gotas menudas que desparramamos artificiosamente... pero eso no son más que artificios de la poética dueña Quintañona que preside el inventor del Dante.

«Gentiles estatuas blanqueaban allá entre las frondas, y el palacio erguía sus escalinatas...».

Una escalinata erguida es como el río de pies de Fernández y González.

Erguir es poner derecha una cosa, levantarla. Se comprende lo de la torre erguida, y otras cosas así, ¡pero una escalinata! Por una escalinata que se yergue... no hay quien suba. «Los suntuosos estanques». Legalmente se puede llamar a un estanque suntuoso pero... nadie llama así a los estanques.

«Con esa cortesía algo almidonada de los que han residido en América largo tiempo».

Yo creo que por aquí se generaliza demasiado el almidón americano.

¿Cómo es que un señor tan correcto, tan británico, se ha casado con esa torota?

Llamar británico a un español que ha residido largo tiempo en América, por lo correcto, por lo almidonado... no me parece conforme con el derecho político internacional.

De esa manera, señora, las palabras, por capricho del escritor, pueden significar cualquier cosa.

¡Y lo de torota! Pudo llamarla torote... o vaca brava, ¡pero toros hembras no los hay!

Pero en fin, dejémonos de crítica... analítica, como llaman a esto los cursis, y digamos de una vez en qué consiste el cuento de doña Emilia.

Un indiano vuelve rico a su tierra: quiere que una posesión que tiene sea de forma oval, pero como la propietaria de cierto prado, que se mete por el huevo, impide que se realice este ensueño, el indiano, para que pueda tener la quinta la forma oval, se casa con la aldeana, feísima, tosca, borracha, torota, propietaria del prado.

Un cuento así no debería llamarse... Barbastro... «Reblandecimiento».

No mucho más verosímil que el cuento de doña Emilia es el furor bélico que le ha entrado a muchos españoles. Si Barbastro se casa con un diablo, se condena a un infierno doméstico, por el capricho de que la verja de su quinta pueda tener la forma de un huevo, estos patriotas hablan de arruinar a España, de dejarnos bombardear... porque el honor nacional siga siendo tal y como lo tenemos establecido en las zarzuelas del género serio.

Por leer mal y sin provecho, sin poder digerirla, la historia de la antigua Grecia, muchos griegos modernos llevarán a su patria a un mal paso. La historia de España, escrita, como lo está, en portugués, puede producir males semejantes. Ni las Termópilas son siempre Termópilas, ni en Covadonga está ya Pelayo, sino un abad que no llevará el pendón a la frontera.

Nada más fácil que armar la de San Quintín, por un quítame allá ese plenipotenciario; pero no se sabe ahora quien podría hacer un Escorial para celebrar la victoria.

No hagamos política internacional de comedias, que es muy peligrosa. En un drama, cualquier motivo es bueno para que se oiga murmullos y los comparsas anden a cintarazos.

Pero en el terreno... y en el mar, la guerra cuesta cara. Bombardear, cuesta un sentido, y ser bombardeado, otro.

Cada cañonazo arruina a una familia, y si es de los gordos, a un pueblo. Y no me refiero al pueblo donde cae la bala, sino al pueblo de donde sale.

Todos esos cañones grandes se disparan por la culata, por lo mucho que cuestan sus disparos. Para reducir a cenizas a Nueva York, ¡oh! españoles, necesitabais haber sudado mucho oro, trabajando todo un siglo. De aquella falta de sudores viene esta falta de pólvora.

CLARÍN




Palique

(Madrid Cómico, n.º 22, 3-III-1900)

Se van poniendo de tal manera las cosas en nuestro mundo literario (una mala maleta), que hay que ir economizando o eparkando, como diría un supernacional... afrancesado, la fama de los escritores que algo valen.

Hace tiempo, yo censuraba a ciertas personas que, ahora, comparadas con las notabilidades que nos quieren encajar a golpes de bombo, resultan eminencias.

Además, no falta quien se aprovecha de los reparos que se pone a lo que escriben autores notables para apoyar exageradas y nada respetuosas censuras, en que se pretende aniquilar el crédito de esos autores.

Por esto, cada vez he de mirarme más, siempre que tenga que decir algo contra cualquier escritor de mérito; y he de decirlo con salvedades, distingos y toda clase de atenuaciones, eufemismos y demás cumplidos; y sobre todo, en tales casos, prescindiré de toda intención satírica, de toda broma y de cuanto puede mortificar al literato de quien hable.

Hoy se trata de doña Emilia Pardo Bazán, de la cual yo he dicho en este mundo mucho bueno y algo malo. Doña Emilia tiene defectos; yo he hablado de ellos mil veces (y de sus méritos diez mil); pero siempre se debió sobrentender que para mí, esa señora tiene positivo talento, cultura excepcional en mujer española, y que no hay que contarme entre los libertarios de pluma que quieren echarla por los suelos, como se dice vulgarmente, así como a otros escritores también notables, aunque tampoco perfectos.

Doña Emilia publica un cuento titulado «Justiciero», y yo voy a permitirme escandalizarme con la doctrina de ese cuento.

Partidario como soy del arte por el arte; del arte como pura forma, es claro, que al censurar el cuento por su doctrina, dejo aparte el valor artístico; por esta vez no se trata de crítica literaria.

La misma doña Emilia, entre muchos otros, ha dicho que lo inmoral no está sólo en lo pornográfico; que hay muchos más mandamientos que el sexto. Es verdad. Por eso, encuentro inmoral el cuento «Justiciero», aunque nada hay en él deshonesto, en el sentido en que se suele entender este epíteto.

Entendámonos. No es que yo crea que el cuento, en sí, puede ser inmoral. Nadie ni nada puede ser inmoral más que las personas individuales. Tampoco creo que la autora lo haya escrito con mala intención, con propósito inmoral. Lo que hay es que, a mi ver, la teoría ética que el cuento supone es contraria a la moral; pero sin que esto demuestre malicia, sino errores en quien inventó el cuento.

Y el caso es éste.

Un hombre honrado, trabajador, fiel en sus tratos como él solo, arriero de oficio, coloca un hijo suyo, de pocos años, en una casa de comercio. Una noche, el hijo se le presenta..., «¿A qué vienes? -dice el padre- ¡Tú has robado!». En efecto, el chico ha robado a su principal unos 190 duros.

«¡Quién va a fiarse en adelante del padre de un ladrón!» -exclama el arriero- el cual manda a su hijo que salga con él de casa; y de noche, en la soledad del campo, sin darle tiempo para nada, le dispara un tiro de revólver entre ceja y ceja. Y se para a observar que ya no rebulle aquella mala semilla.

Así acaba el cuento.

¡Horror!

¡Un padre que mata a un hijo disparándole un tiro en la frente, porque el hijo, un muchacho, ha robado 190 duros!

Todo estaría bien, o por lo menos mediano, si se pudiera decir que doña Emilia sólo se había propuesto pintar un tipo, un carácter, una aberración moral; describir un lance trágico sin aprobar la conducta de tal padre; sin tesis, en fin. Pero no hay tal cosa.

Doña Emilia aprueba el crimen del arriero, que ella, por lo visto, no considera crimen.

El título del cuento lo dice: «¡Justiciero!» ¿Justiciero? ¡Animal!

Sí, animal; menos que eso. ¿Es esa la justicia para la señora Pardo? No lo creo. No debe de haberse fijado en lo que ha hecho al titular «Justiciero» ese cuento.

Un padre, por lo pronto, no tiene derecho de vida y muerte sobre su hijo.

Un padre, que usurpa atribuciones que en un pueblo civilizado, moderno, son de la justicia social, no tiene derecho de castigar con la última pena un delito que la ley castiga con mucho menos rigor. Lo que hace ese arriero es... sencillamente un asesinato.

Y dejo aparte el olvido absoluto del sentimiento paternal.

¿Opina doña Emilia que el padre de familia tenga derecho a matar a sus hijos?

¿Opina que es justicia castigar un robo cometido por un adolescente y un robo de ciento noventa duros, con pena de muerte?

Si en la realidad se encontrara doña Emilia con un arriero que hubiera hecho lo que hace el de su cuento, ¿le llamaría justiciero? No lo creo.

Si por tal le tenía, es claro que no consideraría delito el crimen por él cometido; y como las leyes lo castiga, doña Emilia, en vez de denunciar al arriero asesino encubrirá su crimen...

¡A dónde puede llevarnos la literatura extraviada!...

Es claro que no; es claro que doña Emilia no tendría por justiciero a un criminal semejante...

Todo ello no ha sido más que una falsa imagen, una falta de naturalidad literaria; se ha ido por el efectismo a la moral arbitraria, improvisada. Lo que en el papel le pareció a doña Emilia hermoso, justo, le parecería fiero, cruel, feo, en la vida...

Por donde venimos a parar, aunque yo casi me contradiga, en que el defecto del cuento probablemente más cae en la jurisdicción de las letras que en la de la moral y el derecho.

El arriero de la señora Pardo no es de carne y espíritu; es de cartón.

Y un arriero de cartón puede matar todos los hijos que quiera.

Porque también serán acartonados.

CLARÍN








ArribaAbajoApéndice


Prólogo

(La cuestión palpitante, Madrid, Imprenta Central a cargo de V. Sáiz, 1883, págs. VII-XX. Fragmento, págs. XIV XX)

[...] Y ya es hora de dejar el naturalismo y hablar de la escritora ilustre que con maestría lo defiende, no sin muchas salvedades, necesarias por culpa de las confusiones a que ya me he referido.

No necesita Emilia Pardo Bazán que yo ensalce sus méritos, que son bien notorios. Los recordaré únicamente para hacer notar el gran valor de su voto en la cuestión palpitante. Hay todavía quien niega a la mujer el derecho a ser literata. En efecto, las mujeres que escriben mal son poco agradables; pero lo mismo les sucede a los hombres. En España, es preciso confesarlo, las señoras que publican versos y prosa suelen hacerlo bastante mal. Hoy mismo escriben para el público muchas damas, que son otras tantas calamidades de las letras, a pesar de lo cual yo beso sus pies. Aún de las que alaba cierta parte del público, yo no diría sino pestes, una vez puesto a ello. Hay, en mi opinión, dos escritoras españolas que son la excepción gloriosa de esa deplorable regla general: me refiero a la ilustre y nunca bastante alabada D.ª Concepción Arenal y a la señora que escribe LA CUESTIÓN PALPITANTE.

La literata española no suele ser más instruida que la mujer española que se deja de letras: todo lo fía a la imaginación y al sentimiento, y quiere suplir con ternura el ingenio. Lo más triste es que la moralidad que esas literatas predican, no siempre la siguen en su conducta mejor que las mujeres ordinarias. Emilia Pardo Bazán, que tiene una poderosa fantasía, ha cultivado las ciencias y las artes, es un sabio en muchas materias y habla cinco o seis lenguas vivas. Prueba de que estudia mucho y piensa bien, son sus libros histórico-filosóficos, como, por ejemplo, la Memoria acerca de Feijoo, el Examen de los poetas épicos cristianos, el libro San Francisco y otros muchos. De la fuerza de su ingenio hablan principalmente sus novelas Pascual López y Un viaje de novios. Esta última obra ha puesto a su autora en el número de los primeros novelistas del presente renacimiento. Pero la señora Pardo Bazán emprende en LA CUESTIÓN PALPITANTE un camino por el que no han andado jamás nuestras literatas: el de la crítica contemporánea. ¡Y de qué manera! ¡con qué valentía! Espíritu profundo, sincero, imparcial, sin preocupaciones, sin un papel que representar necesariamente en la comedia de la literatura que se tiene por clásica, al estudiar Emilia Pardo lo que hoy se llama el naturalismo literario, así en las novelas que ha producido como en los trabajos de crítica que exponen sus doctrinas, no pudo menos de reconocer que algo nuevo se pedía con justicia, que algo valía lo que, sin examen y con un desdén fingido, condenan tantos y tantos literatos empalagosos y holgazanes, que no piensan más que en saborear las migajas de gloria o de vanagloria que el público les concede, sobrado benévolo.

Es triste considerar que en España la buena fe, la sinceridad apenas han llegado a las letras. La misma afectación que suele haber en el estilo y en la composición de las obras de fantasía, la hay en el pensar y en el sentir: como se habla con frases hechas, se piensa con pensamientos hechos. Y no hay nadie que a los académicos hueros, que no se avergüenzan de vestir un uniforme a fuer de literatos, los silbe sin piedad y ridiculice con sátira que quebrante huesos. La literatura así es juego de niños o chochez de viejos. Se ha recibido aquí el naturalismo con alardes de ignorancia y groserías de magnate mal educado, con ese desdén del linajudo idiota hacia el talento sin pergaminos. Crítico ha habido que ha llegado a decirnos que nos entusiasmamos con el naturalismo, porque... ¡hemos leído poco! Que nada de eso es nuevo; que ya en Grecia, y si se le apura, en China, había naturalistas; que todo es natural sin dejar de ser ideal, y viceversa, y que en letras lo mejor es no admirarse de nada.

LA CUESTIÓN PALPITANTE demuestra que hay en España quien ha leído bastante y pensado mucho, y sin embargo, reconoce que el naturalismo tiene razón en muchas cosas y pide reformas necesarias en la literatura, en atención al espíritu de la época.

Emilia Pardo es católica, sinceramente religiosa; ama las letras clásicas, estudia con fervor las épocas del hermoso romanticismo patrio, y con todo reconoce, porque ve claro, que el naturalismo viene en buena hora porque ha sabido llegar a tiempo. Se puede combatir aisladamente tal o cual teoría de autor determinado; se puede censurar algún procedimiento de algún novelista, las exageraciones, el espíritu sistemático; pero negar que el naturalismo es un fermento que obra en bien de las letras, es absurdo, es negar la evidencia.

Sabe la autora simpática, valiente y discretísima de este libro a lo que se expone publicándolo. Yo sé más; sé que hay quien la aborrece, a pesar de que es una señora, con toda la brutalidad de las malas pasiones irritadas; sé que no la perdonarán que trabaje con tal eficacia en la propaganda de un criterio, que ha de quitar muchos admiradores a ciertas flores de trapo que pasan por joyas de nuestra literatura contemporánea. Nada de eso importa nada. La literatura vieja, que todavía viste calzón corto en las solemnidades, y baila una especie de minué al recibir y apadrinar a los que admite en sus academias, tiene el derecho a las manías de la decrepitud. Nuestros escritores pseudo-clásicos, que se pasan la vida limpiando y dando esplendor a la herrumbre del idioma, me recuerdan a cierta pobre anciana de una célebre novela contemporánea. Ya perdido el juicio, vive con la manía de la limpieza, y no hace más que frotar cadenas y dijes para que brillen sin una mancha, como soles. Nuestros literatos clásicos, que son los románticos de ayer, suspiran con el hipo del idealismo mal comprendido, y faltos ya de ingenio para decir cosa nueva, se entretienen en lucir sus alhajas de antaño y limpiarlas una y otra vez, como la pobre vieja. En paz descansen.

¡Lo más triste es que cierta parte de la juventud, codiciando heredar los nichos académicos, adula a esos maníacos, y hace ascos también a lo nuevo, y revuelve papeles viejos, y lee a Zola traducido!

Al ver tanta miseria, ¿cómo no admirar y elogiar con entusiasmo a quien desdeña halagos que a otros seducen, y se atreve a provocar tantos rencores, a contrarrestar tantas preocupaciones, a sufrir tantos desaires, sacrificándolo todo a la verdad, a la sinceridad del gusto, esa virtud aquí confundida con el mal tono y casi, casi con la mala crianza?

Estéticos trasnochados que dividís las cosas en tres partes y no leéis novelas, y después habláis de literatura objetiva y subjetiva, como si dijerais algo: pseudoclásicos insípidos, que aún no os explicáis por qué el mundo no admira vuestros versos a Filis y Amarilis, y despreciáis a los Sarcey, a los Veron, a los Brunetière, para mandarlos a España en vuestras correspondencias de París, traduciendo sin pensarlo hasta los rencores, las venganzas y la envidia de los críticos idealistas, pero no ideales: gacetilleros metafísicos, eruditos improvisados, imitadores cursis, apóstoles temerarios, novelistas desorientados, dramaturgos enmohecidos... leed, leed todos LA CUESTIÓN PALPITANTE, que aprenderéis no poco, y olvidaréis acaso (que es lo que más importa) vuestras preocupaciones, vuestras pedanterías, vuestra ciega cólera, vuestros errores tenaces, vuestras injusticias, vuestra impudencia y vuestros cálculos sórdidos respectivamente.

De este libro dirá algún periódico, idealista por lo visionario, «que está llamado a suscitar grandes polémicas literarias».

¡Ojalá! Pero no. En España no suscitan polémicas más libros que los libelos.

Lo que suscitará este libro será muchos rencores taciturnos.

Aquí los literatos de alguna importancia no suelen discutir. Prefieren vengarse despellejando al enemigo de viva voz.

Debo añadir, que lo que más irritará a muchos no será la defensa de ciertas doctrinas, sino el elogio de ciertas personas.

¡Ojalá el que yo hago de Emilia Pardo Bazán pudiera poner amarillos hasta la muerte a varios escritores y escritoras... todos del sexo débil, porque en el literato envidioso hay algo del eterno femenino!

CLARÍN

Madrid 14 de junio.




Palique

(Madrid Cómico, n.º 219, 30-IV-1887)

[...] El Sr. Fernández Bremón no trata de libros en sus crónicas... a no ser, cuando le da la gana, hablando con él.

Se corre a la literatura cuando tiene que echar incienso a un amigo o cuando quiere hacer alarde de su habilidad de diplomático de la mala intención.

Pero se puede tener mala intención y además escribir mal. Sin embargo, no es Bremón de los que más descuidan el lenguaje. Por lo común, no le falta gramática.

Habla Bremón de la primera lectura que dio Emilia Pardo Bazán en el Ateneo. Y se ve claramente que, con la finura del mundo, quiere molestar... a los admiradores de la ilustre dama.

Y él, Bremón, que se queda con la boca abierta ante los Cuentos rápidos (ni vistos ni oídos en efecto), de Fernanflor, su Pílades, dice que D.ª Emilia es una señora gallega, distinguida por su cuna y por su talento.

Y dice Bremón: «Autora de novelas (noticia fresca), y de estudios literarios más estimables aún, la Sra. Pardo Bazán es una escritora (claro), de gran ilustración, memoria prodigiosa y conversación siempre erudita». Se ve la mala intención y la mala gramática. Si Emilia Pardo Bazán fuese de conversación siempre erudita, no habría dios (dios chico) que la aguantara; además, la erudición verdadera se hace mejor en los libros que en las conversaciones, y así sucede con la de esta señora. Por otra parte, no se sabe si Bremón quería decir que los estudios literarios son, en general, más estimables que las novelas, absurdo viejo o virginidad absurda; o si quiere dar a entender, y esto es lo probable, que los estudios literarios de esta señora son más estimables que sus novelas. Vamos, que a Bremón no le gustan las estimables novelas de esta dama.

Bremón tiene el cuidado de advertir que D.ª Emilia va a leer su trabajo en tres distintos salones. Sin duda; si son tres tienen que ser distintos.

Sigue:

«El sexo de la lectora (¡Dios mío, el sexo de la lectora! ¡apostaría que era el femenino!), la bondad de su estilo, su voz y su entonación produjeron muy buena impresión en aquel auditorio respetable».

Así, arriba Calino, ¿con que el sexo de la lectora produjo bastante impresión? ¡De modo que contribuyó al buen éxito eso que la lectora resultase hembra! Por eso, tal vez, D.ª Emilia se presentó serena. Si resulta, se diría, que siendo lectora la del sexo débil la impresión será buena; ¡pues resultará! ¡Oh Sr. Bremón! ¿y es usted el autor de aquellos graciosos y correctos romances de ciego, y de aquellas fabulillas en que yo y otros como yo salíamos en figura de insectos?

Tal vez todo lo anterior se explique por esto otro: «Hay que callarse en su presencia cuando recuerda textos, autores, o noticias de libros raros y curiosos».

Tal vez Bremón tuvo que callar en su presencia y quiso desquitarse después, diciendo estas cosas cuando ella no estaba delante.

CLARÍN




Palique

(Madrid Cómico, n.º 314, 23-II-1889)

[...] También debe de andarse con cuidado en lo de buscar críticos para los libros que van saliendo la nueva Revista titulada La España Moderna. Tengo el honor de contarme en el número de sus colaboradores; pero esto no quita ni que dé la enhorabuena al editor y director por sus buenos méritos y óptimo propósito, ni que le dirija alguna advertencia sumarísima que ampliaré en otro periódico. (Porque ¡ay! Yo, como otros varios, soy buhonero de la literatura menuda y atiendo a mis parroquianos sirviendo paliques a domicilio, de redacción en redacción, de pueblo en pueblo). El primer número de la Revista del señor Lázaro me ha parecido bien en general, y no dudo que eclipsará esta publicación a la Revista de España y al Ateneo, que ahora empieza, bajo los casi exclusivos auspicios de esos conservadores que, cuando no son ministros, se entretienen en ser hombres de genio y de vasta ilustración. Con un Ateneo dirigido por el señor Chichón, de protuberante memoria, y que copia todas las bobadas de las secciones, no se va a ninguna parte. La España Moderna, que según mis noticias tiene por consejero a tan ilustre publicista como Emilia Pardo Bazán, podrá llenar un verdadero vacío si cumple, entre otras, las siguientes condiciones: 1.º Pagar bien y a toca teja, y realizar su promesa de rechazar la colaboración gratuita. 2.º No tomar el gasto de la información indigesta, amontonada, irracional, maniática, sorda y muda y ciega, por la liebre de la erudición bien digerida, vidente, sistemática, fecunda y sugestiva. 3.º No confundir las categorías impuestas por la política con las categorías implícitas de la ciencia y del ingenio. 4.º Procurar dar amenidad constante a la colección. 5.º Exigir que sea escritor todo el que colabore. 6.º Justamente para La España Moderna, permitiendo que sección tan importante como la de la crítica de las obras literarias recientes caiga en manos de cualquiera, verbigracia, del señor Torromé, que si en él hubiera consistido, hubiese puesto en ridículo a mi buen amigo el joven y muy elocuente escritor Salvador Rueda.

¡Mucho cuidado, señor Lázaro! ¡Mucho cuidado, doña Emilia! Por ahí se va a abrir las puertas a los Aramises, Cartones, Juanes Ranas, Carreras y otra gente nueva.

En cambio, me parece de perlas ver a tan estudiosos e inteligentes jóvenes como el señor Altamira analizando, en modesto examen-reseña, libros de la índole del titulado Sociología, debido al ilustrado profesor señor Sala.

De todas suertes, y como no hemos de reñir por Cánovas más o menos, doy la enhorabuena al empresario de La España Moderna.

Último consejo: debiera suprimirse el grabado de la portada. Aquella alegoría con tan pocas narices no conduce a nada práctico.

Y, sobre todo, pagar bien y con formalidad. Esa es la fija.

CLARÍN




Palique del Palique

(Para todo el mundo. Biblioteca semanal, cómica, ilustrada, con ribetes de seria, 15-V-1889. Recogido en Palique, en la sección Paliques, con igual título, Madrid, Victoriano Suárez, 1894, págs. 207-212)

[...] Mi amiga, doña Emilia Pardo Bazán, siempre benévola y parcial en mi provecho cuando se trata de mis humildes papeles, reconoce que la seriedad de las cosas ha de ir dentro, y que la formalidad, ella misma lo dice, es cosa formal; pero añade que pierdo no poco para con muchos por tanto paliquear; que si no fuera por eso me tendrían por un doctor en estética, no; y que lo que es ella me tiene... etc., etc. Muchas gracias; pero ni lo de doctor en estética me seduce, ni yo he de escribir jamás para dar gusto a cierta clase de aficionados a quien228 detesto, no para nada, sino porque son tontos más o menos instruiditos. Esto de llamar tontos a muchos, ya sé que es cosa antigua, y que en París la última moda entre ciertos críticos de lo que se titulaba antes la goma, es hacerse vulgo, pensar como el burgués y reírse de los Flaubert, los Goncourt (ya parecieron los hermanos Goncourt) y demás románticos realistas que se reían o ríen de los burgueses, pero yo entiendo, como los diputados dicen también, aunque no siempre con exactitud, que efectivamente, ahora y siempre, y sea moda lo que quiera, hay muchos tontos, y que lo son los que se meten a pedir cotufas en el golfo y que todos escribamos lectorem delectando, pariterque monendo, y largo y tendido y citando todo lo que sepamos y pueda hacer el caso, aunque no tengamos gracia, ni seriedad, ni intención, ni fuerza, ni trastienda... ¡Ah, la trastienda, mi simpática doña Emilia! Hace falta mucha trastienda; una trastienda que sea un almacén de muchas más cosas de las que se ven en el escaparate. El verdadero crítico ha de ser además de un literato un hombre (macho o hembra); y cuando los demás literatos (o literatas) crean que los está estudiando como tales, debe estar analizándolos en cuanto hombre también.

[...]

CLARÍN




Revista mínima

(La Publicidad, n.º 4255, 30-X-1889)

[...] Otra novedad es Morriña, la última novela de mi querida amiga doña Emilia Pardo Bazán. Doña Emilia es una Tostada, quiero decir que escribe sin cesar y con facilidad pasmosa. Otros nos dan su novelita por año (y dar es), pero ella las publica por semestres. Además de Morriña, que nos entrega ahora, tiene ofrecidas otras cinco o seis obras de imaginación; entre ellas una que se titula Una cristiana, cuyo título ha despertado mi curiosidad. Tengo yo vivos deseos de conocer el cristianismo de una mujer pintado por la insigne Pardo Bazán.

Menéndez y Pelayo pasma por lo mucho que lee, no se sabe cómo tiene tiempo para tragarse y digerir a lo rumiante tanto libro; doña Emilia, que también lee mucho, pasma por lo mucho que escribe... y lo mucho que viaja. A Menéndez Pelayo ya se le ha descubierto que lee comiendo... y soñando, mientras duerme; a doña Emilia va a haber que descubrirla que escribe en el tren. Además de las novelas que publica y anuncia, trae entre manos traducciones, historias serias y largas de la literatura, y más cosas todavía; bueno, pues con todo eso, nunca se está quieta; y bien se conoce por las cartas que envía a la prensa madrileña, ora desde Carlsbad, ora desde Nuremberg, etc. Su carta de Nuremberg es muy hermosa; gráfica, curiosa, lacónica, ceñida al asunto. Carta de viajero ilustrado. La de Carlsbad nos da una triste noticia: que Emilio Zola, el autor de La joie de vivre le tiene miedo a la muerte, un miedo cerval, tanto como su héroe Lázaro. Y doña Emilia añade que Zola despierta a medianoche bañado en sudor frío, gritando: «¡Hay que morir!». Tras de lo cual, doña Emilia compadece a Zola y sigue adelante.

Permítame mi buena amiga un ligero palmetazo de dómine cariñoso; si yo fuera Zola, y leyese la carta de la novelista española, le dirigiría la siguiente fraterna que traduzco del francés:

«Amiga y compañera: ¿Por dónde sabe usted esas flaquezas mías, que si las tengo son de fijo una triste enfermedad? ¿Por mis amigos? No, probablemente. ¿Por los murmuradores? Probablemente sí. Y entonces, si usted es cristiana, y además me estima, ¿por qué cuenta a sus lectores mis lacerías? Si no es vedad lo que usted dice, ¿por qué decirlo? Y si es verdad, ¿por qué no callarlo? Pero hablemos de otra cosa: de literatura. He repasado Gil Blas para evacuar la cita del canónigo que comía perdiz y decía: "Ay ama que bueno es Dios". En Gil Blas no hay tal perdiz, ni tal exclamación, ni tal canónigo. Donde he visto algo parecido es en una comedia de vuestro Tirso, Don Gil de las calzas verdes, donde he leído eso de "Ay ama que bueno es Dios", pero no lo dice un canónigo, sino un clérigo, lucio, grave, carilleno; y lo que come no es perdiz sino un capón. Usted ha convertido el capón en perdiz, no sé por qué manjar, y el clerigón en canónigo, pero si se pueden admitir estos ascensos ¿por qué quitarle a Tirso, un español, lo que es suyo y dárselo a Lesage? Y a propósito, tengo grandes deseos de conocer la historia de la literatura española que está usted escribiendo. B. S. P., Emilio Zola».

No me diga doña Emilia que esta carta es inverosímil; porque también Zola, a pesar de su candidez o genio, tiene sus malicias, que hay que perdonarles, sobre todo, cuando tiene motivos para ser mal intencionado.

Pero ¿y Morriña? Se me dirá.

Pues Morriña, como el Primer choque, no la he leído todavía. Pero la he visto, y puedo decir que es un tomo elegantísimo, con unos grabados que honran al artista y a los editores; en fin, digno estuche de obra salida de manos tan primorosas como son las manos blancas, que no ofenden, de la ilustre Pardo Bazán.

Dejo, pues, el hablar de Morriña, para cuando la haya leído; y entonces también diré algo de la última novela de Pérez Galdós La Incógnita. Esta la he leído, pero no cabe juzgarle con probabilidades de acierto, sin conocer su continuación Realidad que aún no se ha publicado.

En cuanto a los elogios que esta primera parte ya merece... bien puede esperar para ello quince días el autor de Fortunata y Jacinta, que tiene en casa provisión de laureles por muchos años.

CLARÍN




Palique

(Madrid Cómico, n.º 367, 1-III-1890)

[...] Pero en fin, suponiendo que hubiera América:

Por lo visto, los españoles que escriben para esta tierra creen que «Verdad del lado de acá, error del lado de allá del Atlántico» (V. Pascal-Becerra).

Lo digo, no sólo porque los académicos se atreven a ser murmuradores y decir uno por otro en sus correspondencias pasadas por agua; la misma D.ª Emilia

Pardo Bazán, mi ilustre amiga, declara en su reciente libro (excelente por mil conceptos), titulado Por Francia y por Alemania, que ella es misogalla en esa obra, no porque le salga del corazón el misogallismo, sino porque... como escribe principalmente para América le parece oportuno, a fin de apretar los lazos del españolismo intercontinental, misogallar un poco.

Para las gentes de escasa cultura debo advertir que eso de misogalla es la terminación femenina del adjetivo misogallo. Bueno; y que misogallo no tiene nada que ver con la misa del gallo, y que tampoco quiere decir medio gallo. Vamos a explicar lo como había que explicarle a Sancho lo de la grama y lo de la tica, que era lo que no entendía él. Aquí la tica no es el miso, pues miso es aquí como en misantropía, que viene del griego misansropía, odium hominum, odio de los hombres... Eso de mis no es para llamar al gato, como se ve, sino para expresar odio; pero no apresurarse, no se crea que, así como a Eurípides enemigo de las mujeres, D.ª Emilia quiere que se la llame la que odia a los gallos; no es eso, señores, no es e so. Aquí nos canta otro gallo. ¡Hay que ser eruditos, amigos, hay que ser eruditos! Estos gallos de que se trata son aquellos a quien aludían, según Suetonio, los Romeros Robledos del tiempo de Nerón, que andaban escribiendo por las paredes cuando se sublevó Vindex: «A fuerza de cantar, Nerón ha despertado a los gallos». Estos gallos eran los galos, los franceses.

No pido perdón a nadie, porque en esta materia de etimologías hay que darlas pesadas o no darlas.

Tenemos: que el misogallismo de D.ª Emilia quiere decir «odio a los franceses».

Y la ilustre escritora declara que pinta las cosas de Francia con colores negros... cuando escribe para América, pero que ella siente otra cosa.

Sí, sí ya sospechaba yo que la insigne hablista no siempre escribe con toda sinceridad.

Pues mire Ud.; opino que lo mejor es decir lo que se piensa... a los Romanos, a los de Éfeso, y a las cinco partes del mundo.

CLARÍN




Revista mínima

(La Publicidad, n.º 4541, 27-VIII-1890)

[...] Ha muerto Rodríguez Rubí. Si los periódicos han hablado poco de él no ha sido por escrúpulos de crítica. Sus comedias, que generalmente son malas, valen más que los dramas de esos Canos, Novos, Dicentas, etc., etc., que los gacetilleros del día han puesto por las nubes. Rubí no merecía la gloria de que quisieron rodearle los admiradores que tuvo, pero tampoco la indiferencia con que hoy se da y se oye la noticia de su muerte. Si se tratara de juzgar ya a Rubí con toda frialdad y sin comparaciones, yo sería el primero en regatearle méritos; pero al ver que la muerte de un autor dramático que tantas veces aplaudió el público pasa poco menos que inadvertido para la prensa que se llama literaria, pienso en la triste condición del ingenio en este país de entusiasmos irreflexivos y de olvidos crueles. Además, lo que sobre todo irrita es la injustísima desproporción entre unos y otros casos análogos.

Si Rubí era el poeta de una generación poco delicada de gusto, si la mucha fama que tuvieron por algunos lustros ciertas obras de este autor no podía sancionarla la posteridad, si el lenguaje de muchas de las comedias de Rubí y el argumento y composición de las mismas no resisten a un análisis algo severo; en cambio podrían invocarse para que fuera más lamentada su muerte y más comentado su trabajo ejemplos anteriores como el de Fernández y González, no más correcto, no más delicado, corruptor en mayor escala de nuestra literatura popular, y que a pesar de esto, por su popularidad, por su fecundidad y otras circunstancias que en cierto grado también concurrían en Rubí recibió desde el féretro un homenaje de admiración y cariño sólo debido en rigor al genio, que él no tenía.

En fin, lo menos que se podría hacer para honrar dignamente la memoria de Rodríguez Rubí sería publicar en las revistas algunos trabajos serios, detenidos, acerca de su teatro. ¿Habrá quién lo haga?

Lo dudo.

Lo que no falta es quien pida ya las vanidades de que el muerto se ha despojado.

Fabié quiere el sillón académico de Rubí.

Y se lo disputa D.ª a Emilia Pardo Bazán. La lucha del histerismo y del cretinismo.

CLARÍN




Palique

(Madrid Cómico, n.º 393, 30-VIII-1890)

[...] Ha muerto Rodríguez Rubí, y como si cantara.

Apenas se ha hablado de él: y hasta los mismos restos dispersos de su generación, que tanto le alabó y aplaudió algún día, le dejan desaparecer como si se tratara de un Barzanallana menos.

¿No lo han notado ustedes? Se han hecho necrologías de Rubí en lo que de menos era el poeta; lo más importante que se le encontraba era el haber sido ministro de Ultramar. Y es que hoy los chicos listos tiran a eso, a Becerras y Fabiés.

En otro país, a estas horas los periódicos populares, las revistas, etc., habrían consagrado artículos y más artículos serios; propiamente literarios, a estudiar el carácter del teatro de Rubí.

Aquí no entendemos de eso: o noticias desdeñosas, o bombos absurdos, oficiales y de pura apariencia.

Rubí valía mucho menos que creyeron muchos gacetilleros de antaño; convenido. Da risa leer, verbigracia, los elogios que le tributan algunos extranjeros, inspirados probablemente por algún amigo de Rubí; pero al fin y al cabo escribió, entre muchas malas, algunas comedias entretenidas, de relativa discreción, algo intencionadas; fue asiduo en el trabajo, y en suma un literato.

Y ahora se habla de él como se podría hablar del fallecimiento del barón de Covadonga, senador de la Universidad de Oviedo y que escribe tubo con b (tubo, pretérito de tener), o de la prematura muerte de Fabié, ese alquimista.

El cual, porque conoce las hierbas aromáticas, catárticas, narcóticas y eméticas, ya se cree con aptitud para ser académico y ocupar la vacante de Rodríguez Rubí.

Mal hace, por carta de más, Fabián Fabié en aspirar a tanto honor.

Pero peor hace, por carta de menos, Doña Emilia Pardo Bazán en pretender la misma honra disparatada.

¿Para qué quiere Doña Emilia ser académica?

¿Quiere que la llamen la Latina? Pues se lo llamarán sin que se meta entre tantos hombres.

¿Cómo quiere que sus verdaderos amigos le alabemos esa manía? Más vale que fume.

¡Ser académica! ¿Para qué? Es como si se empeñara en ser guardia civila, o de la policía secreta.

CLARÍN




Palique

(Madrid Cómico, n.º 412, 10-I-1891)

(..) Doña Emilia Pardo Bazán, que a veces tiene conatos de emular a Pereda, nos describe el traje de un montañés gallego con estas señas: «semejante a la vestimenta de los bretones y vendeanos...». Permítame usted, señora; pero esa manera de pintar me parece poco nacional y de poco color local.

Eso estaría bien para dicho en una nota de una traducción francesa de su cuento de usted. Y lo más gracioso es que después D.ª Emilia sigue señalando las diferencias del traje gallego y el traje bretón.

Pues dispénseme otra vez, eso es como si un novelista ruso hablando de una briska nos dijese: «este vehículo es parecido a las calesas que se usaban en España, sólo que tiene las ruedas así o asá...».

Estas nimiedades supondrían muy poco en un escribidor cualquiera; pero como D.ª Emilia ya es modelo, y con justicia, de la forma clásica del estilo, conviene señalar en ella el menor descuido. No, no se puede pintar así, por pluma española que para españoles ante todo escribe; puede reclamarse contra tales procedimientos por ley de extradición literaria.

Otra cosa. En el mismo cuento que he leído lo de gallegos y bretones, veo que D.ª Emilia usa como corriente el adjetivo piriforme.

En el Diccionario de esa Academia que tanto respeta la señora Pardo Bazán, y de la cual quiere ser miembro (o miembra, que diría M. del Palacio, el de la rea), en ese Diccionario no hay piriforme que valga.

Yo no censuro, consulto. ¿Cree D.ª Emilia que está bien empleada la palabra? ¿qué debe usarse? Ella, D.ª Emilia, es muy aficionada a los neologismos de su invención, contra la idea de Víctor Hugo que decía que eran indicio de impotencia. Pero en buena hora; invente palabras D.ª Emilia o admita inventos de otros.

Piriforme ¿qué quiere decir?

Por el contexto se saca que significa «en forma de pera». Está bien. De pirum, pera. Está bien.

Pero, si no fuera por el contexto, podría creerse que quería decir «en forma de fuego». Así podría decirse: Jehová se presentó en la zarza a Moisés en visión piriforme (En griego hay pirimorfos: forman ignis habens, que tiene forma de fuego).

Y según la Academia, este neologismo sería más conforme con la índole del idioma, porque de pirum, pera, la Academia no admite ningún compuesto ni derivados, y en cambio de pur (pir), fuego, admite muchos; v. gr., Pira, pirexia, pírico, pirita, piróforo, piropo (granate), piromancia, pirosis, piróscopo, etc., etc. Y en cierto modo, se explica que todo lo que sea pir se aplique a fuego, y no se admita que haya esta forma para las cosas que tengan relación con la pera.

Pera y pirum se parecen mucho, pir y fuego no; los compuestos de pera que se quisieran inventar y los derivados (peral, perada, peraleda, peralejo, en el Diccionario) no necesitan ir a una lengua sabia para formarse, y el pir se deja para el fuego en los vocablos sabios, generalmente técnicos.

Y perdone la Sra. Pardo este palique plumbiforme.

Mi tesis es que para hacer neologismos hay que tener... muchas cosas en cuenta.

[...]

CLARÍN




Palique

(Madrid Cómico, n.º, 7-III-1891. Recogido en Siglo pasado con el título «No engendres el dolor», Madrid, Antonio R. López, 1901, págs. 53-60)

Llegó la hora cogí la pluma de hacer pesetas, como un pendolista de billetes de Banco de iniciativa individual, la pluma de falsificar cincuenta pesetas de literatura jocosa, de esa que no le gusta ahora a Doña Emilia Pardo, porque sopla de vendaval... rasqué el ingenio... y nada.

[...] ¡Ay! No se puede ser romántico, ni nervioso, ni sensitivo.

Hay que ser naturalista, como doña Emilia Pardo, y tener una salud de roble, como dicha señora, salud que se haga hasta antipática de puro sana; y hay que tomar con mucho calor las quisicosas de la vecindad literaria; por ejemplo, empeñarse en que le hagan a uno monje de clausura, o académico, o por lo menos que se lo hagan a la señora Arenal, que es lo que ahora pide doña Emilia, por aquello de que... pobre que pide por Dios, pide por dos.

La sensiblería no lleva a ninguna parte; por lo cual, en otra ocasión demostraré a la voz de marras que tengo derecho, y en cierto modo deber de engendrar el dolor, dentro de ciertos límites, porque... ahora que es de noche y va a amanecer no se me ocurren argumentos [...].

CLARÍN




La novela novelesca

(El Heraldo de Madrid, n.º 157, 4-IV-1891. Fragmento. Recogido en Ensayos y Revistas (1888-1892), Madrid, Manuel Fernández y Lasanta, 1892, pp. 137-157)

Sr. D. José Gutiérrez Abascal, director de El Heraldo de Madrid.

Mi distinguido amigo y compañero: Por segunda vez me honra El Heraldo pidiéndome algunas notas acerca de un tema literario [...]

Doña Emilia Pardo Bazán, cometiendo un tropo que tiene bastante novedad, y que consiste en tomar el autor de un libro por el que le pone un prólogo, decía aquí mismo, no hace muchos días, curándose en salud, que ella consideró el naturalismo, cuando lo expuso y defendió, como una especie de oportunismo. Doña Emilia es muy dueña de prescindir de mi humilde personalidad, usando también de cierto oportunismo; pero lo cierto es que, en el libro de doña Emilia, La cuestión palpitante, donde se dice eso de oportunismo naturalista es en el prólogo, que está firmado por el que suscribe; y los prólogos suelen ir delante de lo demás; de modo que, aunque doña Emilia después haya dicho eso mismo, que no lo recuerdo, al fin y al cabo lo dije yo antes. Y así debió entenderlo el distinguido literato D. Luis Vidart, que en un artículo de la Revista de España me atribuye la paternidad del calificativo y la teoría correspondiente, que es lo que importa. Por supuesto que antes que yo y que doña Emilia, si lo dijo también, lo habrán pensado y dicho otros muchos, y no hay por qué darse tono con el hallazgo; pero a mí, por tratarse ahora de lo que se trata, me importa consignar que originalmente he calificado hace diez o doce años de oportuna, no de exclusiva, la tendencia naturalista, y esto me autoriza para afirmar ahora que puede haber otra oportunidad nueva para otra cosa nueva, sin que demuestre esto contradicción y ligereza por mi parte.

Lo mismo que sostuve entonces el derecho a la vida del naturalismo, sostengo hoy el derecho a la vida de esas otras cosas que doña Emilia llama merengadas y natillas, y que son nada menos que la literatura psicológica y particularmente estética.

La ilustre escritora gallega ha declarado, en uno de sus últimos folletos, que ella no es hembra de sentimiento; y aunque ya lo habíamos conocido, dicho y lamentado, todavía a mí me causó disgusto la demasiado ingenua declaración; porque si doña Emilia creyera que el tener sentimiento es cosa buena, de moda, no hubiera hecho alarde de carecer de tal excelencia. Pero, en fin, esto pase, porque sólo nos importa desde el punto de vista de lo que ganarían nuestras letras con que la única literata de verdad con que contamos tuviera, además de inteligencia, corazón. Lo que no puede pasar es el desprecio que doña Emilia muestra a las tendencias espirituales y religiosas de la nueva generación literaria, a esas tendencias que con tan elocuentes palabras tomó en consideración Dumas en la citada carta, ya traducida por El Heraldo.

Había un pobre que tenía dos camisas, una sobre el cuerpo y otra en una pieza de tela que había en una tienda. La camisa de la tienda era para los días que repicaban gordo. No falta quien se cree más seriamente religioso que la pobre gente nerviosa e impresionable, dejando la religión para las grandes solemnidades. Sin haber meditado bastante lo que significa la ubicuidad divina, doña Emilia rompe la realidad y la literatura, en dos, una mitad se la da a Dios, y la otra al diablo. Y la del diablo, que merece menos consideraciones, es la única estropeada por el uso. Dice la ilustre dama que no tiene sentimiento: «El que quiere ser edificado, deje las futuras novelas idealistas, y aténgase a la Imitación de Cristo». Eso es; y a los demás, que los parta un rayo.

Pero ¿no hay que edificar también, si se puede, a los que no leen la Imitación? ¡Pues si esto es lo más importante, lo más arduo, lo que más arte pide! Se puede moralizar hasta en una orgía. Los grandes arrepentimientos han solido venir en medio de los grandes pecados; Jesucristo andaba entre publicanos. Por otra parte, los que han leído la Imitación y la saben de memoria, ¿no han de leer ya más que Insolaciones? Y la Imitación, con ser mucho, no es todo; hay mucho más. Nadie dirá, por ejemplo, que después de Kempis, nada enseña Schleiermacher. Si el diablo harto de carne se mete fraile, no hay que hacerle caso, porque es el diablo; pero si una juventud entera, almas de Dios, muestra cierta tendencia a la espiritualidad, a vivir de ideas santas, a gustar la poesía de lo absoluto, no nos burlemos de ella, y recordemos que por ahí empezó san Ignacio, y que ante un espectáculo naturalista se movió a la santidad un san Francisco, que, viendo la belleza podrida, se enamoró de la incorruptible.

Ya sé que doña Emilia ha estado en París muchas veces, y conoce las bromas y las farsas de los muchachos despiertos e inquietos de aquellos boulevares, y hasta sé que ha visitado el Gato Negro; pero eso no la autoriza para tenernos por tontos a los que no hemos visto ese Gato. No, señora; no tema usted que nos dejemos engañar por el primer chico de la prensa de allá que quiera hacerse notar discurriendo diabluras místicas. Es más: si usted nos dice que no nos fiemos, v. gr., de las veleidades místicas del poeta Richepin, no tenemos inconveniente en complacerla. Pero hay otros, señora, hay otros. Y aunque en el boulevard, que, según dice un crítico, a ciertas horas es místico, no hubiera más que podredumbre, esa idealidad nueva, ese anhelo sincero de espiritualidad reformada, avisada, parsimoniosa y prudente existe en otras partes: en España mismo, como lo prueban recientes escritos de nuestro insigne Menéndez y Pelayo, del estudioso y muy inteligente Rafael Altamira, y varios otros. Y ya que cito a Menéndez y Pelayo, recordaré que éste nos recordaba hace unos días, señora Pardo, el logos spermáticos de san Justino, y el alma naturaliter christiana de Tertuliano. No olvidemos, doña Emilia, el logos spermáticos, por el cual la Sabiduría Eterna derrama sobre todos los espíritus la suficiente gracia de conciencia para que puedan elevarse, por las fuerzas naturales, al conocimiento parcial del Verbo diseminado en el mundo.

«Todos los que han vivido conforme al Verbo, sigue Menéndez y Pelayo, diciendo que dice san Justino, pueden llamarse cristianos, aunque hayan sido tenidos por ateos». En eso estamos; tal es la situación del mundo; el logos spermáticos es el que ha de fecundarse si se quiere fruto de provecho. Estas enseñanzas, las palabras animadoras de Dumas, valen más que esas natillas y merengadas batidas desdeñosamente por la Pardo con la Imitación de Cristo.

Si la literatura se acerca a la piedad, dejadla ir, y no la pidáis hipoteca. Y el mejor camino para la piedad, a partir del arte, es el del sentimiento y la poesía. Con murallas de la China y abstractas y áridas discusiones de lo profano y lo religioso, viviremos, señora Pardo, en perpetuo divorcio. ¿Sabe usted por dónde veo yo que se acerca la unión de las almas nobles de uno y otro bando? Por el dulce nombre de Jesús, señora. Hay sacerdotes ahora que escriben la historia de Cristo a lo humano, sin que pierda nada de lo divino, y hay librepensadores que la escriben sin dejar de ser científicos, con la intuición de lo misterioso, de que, en efecto, está penetrada.

[...]

En España, la novela buena es cosa de muy pocos, y aún algunos de ésos suelen producirla mediana. No hay ni ha habido naturalismo en el concepto de la palabra que se ha hecho clásico. Lejos de estar hartos de exactitud científica, de novela sabia, estamos muy necesitados de todo lo que sea reflejo literario de general cultura; y en esto habla como un sabio doña Emilia Pardo Bazán, que es uno de nuestros espíritus más educados en la cultura armónica. Nuestro realismo es muy nuestro; en efecto, nos viene de raza. Pero no todo en él es flores. Nuestra novela realista de otros siglos valió mucho, en efecto; pero valió mucho menos que nuestro teatro, y que algo de nuestra lírica, y que la prosa de nuestros místicos.

[...]

La novela española, que ha sido poco psicológica, apenas ha sido apasionada, además de no ser poética. Hoy, para ser Jorge Sand al pie de la letra, es tarde; pero quiera Dios que, inspirándose en las natillas y merengadas que a doña Emilia empalagan, aparezcan novelistas, poetas, psicólogos sentimentales y piadosos, no para eclipsar, que sería difícil, pero sí para completar la obra de los Galdós, Peredas, Valeras y Alarcones. Y que no se olviden las máscaras alegres, porque también mucho es la risa en el mundo.

Concluyo, y recuerdo que no he hablado de mis ensayos novelescos, como había convenido al principio. Más vale así. Siempre es tiempo para no hablar de sí mismo. Suyo, CLARÍN.




Palique

(Madrid Cómico, n.º 433, 6-VI-1891)

Continúa D.ª Emilia Pardo Bazán discutiendo con Dios padre, o por lo menos con frailes descalzos que se presenten; y ahora le dice a Fray Conrado Muiños que no quiere hablar de cierto asunto porque está algo saturada.

No vayan a creer los principiantes, esos que leen a los críticos para aprender siempre, como ellos dicen, no vayan a creer que se puede decir buenamente algo saturada, porque se está o no se está saturada, y en esto no puede haber algo ni aún algos.

Y si a estar saturados vamos, D.ª Emilia, ¡mire usted que los demás!... ¡Saturados y aún hartos!

Pero yo soy justo, mucho más justo que la Pardo, cuya justicia en vez de espada gasta unas pinzas de dar pellizcos; y declaro que, si bien se me ha caído el alma a los pies al ver a esta señora inclinándose del lado del vulgo en reciente ocasión, de cuyo nombre no quiero acordarme, que si bien lamento que a ella la deslumbren los mismos diamantes falsos que a la turba multa deslumbran, reconozco que es, al fin y al cabo, una literata de verdad; no una artista, pero sí una literata. Comparémosla, por ejemplo, con D.ª Patrocinio de Biedma: y se convierte D.ª Emilia en un Himalaya con faldas (como es natural).

Doña Patrocinio es una de esas escritoras que yo, sin poder remediarlo, confundo con los figurines de los periódicos de modas. A más de una señorita cursi he visto meter las tijeras por un arranque sentimental de la Sra. Biedma, en vez de concretarse a recortar el patrón de un bordado de zapatillas al realce (y perdóneme D.ª Emilia, intransigente en esto de zapatillas y bordados, si me equivoco).

[...]

Recibo el siguiente anónimo, que copio sin asumir la responsabilidad:

Emilia Pardo Bazán

tiene la obsesión-Goncourt

y la manía-faubourt

(traducido) San Germán.



CLARÍN