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«Clarín» y la novela poética

Mariano Baquero Goyanes





Que el XIX es el siglo de la novela en España nadie parece dudarlo. Tras el paréntesis del XVIII, en que el género narrativo brilló por su ausencia -en general, el XVIII fue un siglo dado más al didactismo que a la imaginación, ya fuese ésta novelesca, dramática o lírica-, sobreviene en el último tercio del XIX una floración novelesca, admirable y sorprendente1.

Y, sin embargo, en los años finiseculares parece iniciarse la descomposición del género; decadencia que, creciendo peligrosamente, nos ha llevado a la crisis actual. La generación de 1870 crea la novelística española. La de 1898 crea el ensayismo en su aspecto más noble y decisivo. Pero la novela se les va de entre las manos a sus nombres, y sólo uno, Pío Baroja, merece ser llamado auténtico novelista.

Los géneros novelescos, que tuvieron vigencia en la Edad de Oro, no admiten continuación en los siglos siguientes. Los libros de caballerías, las novelas pastorales, moriscas, picarescas, bizantinas e italianizantes a la manera cervantina, tendrán sustitutos, pero no continuaciones. Son géneros que se inician y se acaban de puro perfectos. La tan nacional novela picaresca, dígase lo que se quiera, fue un producto genuinamente barroco, y ni Torres Villarroel, ni los naturalistas decimonónicos o los actuales, logran más que remedos o géneros próximos, pero en los que ya no existe pícaro, sino barniz picaresco. Y es lógico que así suceda, puesto que el pícaro fue un sujeto dable en un determinado tiempo. (A los pícaros actuales o a los hampones de Galdós y Baroja les faltan muchas características de los pícaros barrocos; les falta, sobre todo, el medio social, nacional, en el que alentaron sus predecesores, medio que les dio contorno y autenticidad).

Los comienzos de la novela decimonónica son de inspiración extranjera. Walter Scott crea la novela histórica y surgen imitadores en toda Europa. En nuestra península no alcanzó demasiados éxitos este género y su mejor exponente es El Señor de Bembibre, de Gil y Carrasco, valorable más por la delicada visión del paisaje que por la trama argumental y la fuerza narrativa. El costumbrismo engendra la novela de Fernán Caballero. Valera, con su Pepita Jiménez, y, sobre todo Pereda, recogen y perfeccionan la técnica de Cecilia Böhl de Faber. En realidad, el máximo interés de Pepita Jiménez no está en la fina pintura del ambiente andaluz, sino en el conflicto psicológico que informa la obra.

La novela decimonónica se logra cumplidamente con el naturalismo. No vamos a detallar las vicisitudes y triunfo de la nueva doctrina, introducida teóricamente por la Pardo Bazán en su Cuestión palpitante y combatida por Valera en sus Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas. Sí es interesante anotar cómo Clarín en su prólogo a la obra de la escritora gallega, decía que el naturalismo era una especie de oportunismo, presintiendo que la moda se agotaría pronto y sobrevendría una reacción2. Es precisamente esta intuición de Clarín la que queremos comentar.

Sabido es que la misma Pardo Bazán, en su última época, abandonó, ligeramente, la técnica naturalista y creó unas novelas de tipo fantástico-idealista. Tales La Quimera y La Sirena Negra,

Leopoldo Alas, pese a su devoción por Zola y a sus obras de tipo naturalista -no tan exacerbado como la crítica literaria nos ha querido hacer creer- comprendió, desde el primer momento, que el naturalismo sería una moda tan efímera como todas las revoluciones literarias.

Es indudable que la nueva técnica de novelar abrió horizontes insospechados y vitalizó un género literario. Pero cuando el lector comienza a acusar el cansancio de las formas naturalistas y se ensayan nuevos procedimientos, se provoca una sensación de crisis y desasosiego. La generación del 98 no tuvo auténticos novelistas, porque se encontró, precisamente, ante ese momento de desconcierto. El cansancio del naturalismo parecía que iba a desembocar en un tipo de novela idealista, pero no a la manera renacentista, en que los personajes eran criaturas literarias, movidas por simple ventolera de intriga y enredo, pero sin verdadero resorte humano. El nuevo idealismo en que se refugia la novela es de tipo psicológico-religioso.

Sobreviene un discutible neo-catolicismo que enseña a mirar hacia adentro. Y como reacción contra la novela naturalista, tan dada a describir acciones exteriores, surge ahora una novela psicológica de la que es faraute el muy admirado Bourget.

Las consecuencias de este psicologismo novelesco iniciado en Francia -madre de tantas modas literarias en el XIX: naturalismo, simbolismo, parnasianismo, etc.- alcanzan su máxima trascendencia en la desnovelización lograda por Proust, atento sólo al fluir de su tiempo, de su lenta biografía espiritual.

¿Presintió Clarín esa crisis de la novela? ¿Influyó la decadencia del género en nuestro tiempo, todo ensayos y tentativas? Así parece indicarlo un interesante artículo suyo, titulado La novela novelesca, incluido en su obra Ensayos y revistas.

Primeramente fue publicado en el Heraldo, y es una carta al director de este periódico, sobre una encuesta abierta acerca de ese género literario, la novela novelesca, iniciado o recreado por M. Prevost: «Novelesca, no en el sentido de una más amplia fábula, sino de mayor expresión de la vida del sentimiento»3. La cuestión del retorno a la novela novelesca -Los tres mosqueteros- surgió en Francia por cansancio del naturalismo malo. Clarín propone leer obras maestras de todos los tiempos: «Yo acabo de leer, v. gr., El Ramayana, que, traducido en prosa, es para mí una gran novela novelesca. ¡Qué nuevo, qué hermoso, qué simbolista, qué fin de siècle me ha parecido el poeta! ¿No quiere M. Prevost sentimiento?»4.

Como modelo de novelas novelescas cita algunas obras históricas de Renan5. Luego se ocupa de la joven literatura, surgida en oposición al naturalismo: «Lo mismo que sostuve entonces el derecho a la vida del naturalismo, sostengo hoy el derecho a la vida de esas otras cosas que doña Emilia [Pardo Bazán] llama merengadas y natillas, y que son nada menos que la literatura psicológica y particularmente estética»6. De estas líneas y de las que siguen- en las que reprueba Clarín a la escritora gallega su alarde de falta de sentimiento se desprende una imagen de una Pardo Bazán, cerrada furibundamente en su naturalismo -lo que no es verdad, recordando La Quimera y La Sirena Negra- como si aún sintiera el orgullo de ser su descubridora en España, o, por lo menos, su teorizadora.

Clarín no cree que el naturalismo, en los buenos autores, pueda cansar, pero en las novelas contemporáneas echa de menos la poesía, lo lírico, lo musical: «La novela contemporánea, si bien con excepciones, es poco poética, aunque sea obra de grandes estilistas. Le Rève, de Zola, es algo poética, y podría serio mucho más; Madame Bovary, a no ser el final, que es pura poesía... Pepita Jiménez y El Amigo Manso y Marianela son algo poéticas. Pero ¿qué es la novela poética? No lo puedo explicar, a lo menos en pocas palabras; pero estoy seguro de que sería muy bien venida. De esta novela, que tendría mucho de lo que pide Prevost, más que otras cosas, sacaríamos impresiones parecidas a ese perfume ideal que dejan los Heder de Goethe; el Reisebilder, de Heine; Las Noches, de Musset; cualquier cosa de Shakespeare... y el hábito ideal de Don Quijote»7.

En realidad, Clarín nada más dice de la novela poética, pero resulta curioso el hecho de que, habiendo empezado a hablar de la novela novelesca -tipo Dumas-, llegue a exaltar la novela poética, que parece ser su antítesis. Alas en este ensayo es más intuitivo que teorizador, pues, en este aspecto no deslinda, con claridad, los límites de una y otra novela. Cualquiera puede darse cuenta de que novela novelesca y novela poética nada tienen de común. Mientras que aquélla cuida la acción y sólo la acción, sin preocupaciones estilísticas, sociales, morales, etc., la novela poética trata de provocar en el lector una emoción semejante a la que produce la poesía. Creemos que este es, precisamente, el quid de lo poético en el teatro y en la novela. Existe una emoción novelesca, dable en géneros de gran dignidad literaria, pero dable también en el folletín. Pero existe una emoción poética excepcional, que sólo encontramos en muy raras producciones literarias, ajenas a la auténtica poesía, es decir, a la expresada en versos, ya exista rima o no.

¿Qué quería expresar Clarín con ese término suyo de novela poética? Recurramos a la comparación y tal vez así podamos manejar el concepto en su exacto valor. Fijémonos en el teatro poético: Lorca, Rabindranath Tagore y, en otro aspecto, Gil Vicente, representante, más bien, de la poesía dramática que del teatro poético. Consideremos que el poeta puede encarnar sus sentimientos no sólo en la delgada voz de la poesía, del verso, sino que puede expresarlos a través de otras categorías literarias: el teatro, la novela y el cuento. Este último género, por su brevedad, gemela de la del poema -brevedad que le permitía a Azorín considerar que el cuento es a la prosa lo que el soneto a la poesía-, por su vibración instantánea, está muy próximo a la poesía.

El teatro ofrece el inconveniente del diálogo que, pese a todas las estilizaciones y barroquismos, en verso o en prosa, siempre tendrá excesivo calor humano, siempre será un difícil instrumento poético. También la novela ofrece sus dificultades y el siglo XIX la llenó de preocupaciones religiosas, sociales, políticas, etc., para que pudiera resultar buen material poético.

Y es el retorno a un más puro novelar el que aconseja y pide Clarín. Hacer de la novela un como género épico, primitivo, libre del lastre de tanta tortura, de tanta congoja, de tanta inquietud social. Lograr con la novela emociones semejantes a las que produce la buena poesía.

No discutamos ahora, la licitud o bondad de ese hibridismo poético-novelesco, ni la conveniencia de transfundir un género en otro. Además, no es eso, tampoco. Clarín no preconiza una novela con tema novelesco y ropaje poético. No, no es lo mismo novela poética que novela escrita en prosa poética. Los experimentos de este género suelen ser poco afortunados.

Como excepciones: Bécquer, con sus Leyendas, en magnífica prosa poética; Rubén Darío, con sus fastuosos poemas en prosa y sus muy discutibles cuentos; Miró, con sus novelas no-novelescas y el milagro de su densa prosa, que sin ser poética -en el sentido blando y musical que ha tomado el término- no es tampoco estrictamente narrativa.

Por otro lado, pensemos en la que pudiéramos llamar novela poemática. El Quijote caería bien dentro de este tipo, mucho mejor que en el de novela poética, como pretendía Clarín. En nuestros días se acercan a esa concepción de la novela obras como La muerte en Venecia, de Tomás Mann, verdadero poema en prosa, y El hombrecillo de los gansos, de Jakob Wassermann, estructurada como una gigantesca sinfonía.

Tal vez la novela poética que vislumbrara Clarín está aún sin aparecer. Desde luego, la generación inmediata intentó nuevas fórmulas novelísticas, pero pocas veces se acercó al ideal de Leopoldo Alas. Azorín logra narraciones menores con emoción poética, extranovelesca -recuérdese, por ejemplo, La lucecita roja-, pero no llega nunca a ser un decidido novelista. Miró es un extraño poeta en prosa, sin imaginación novelística, un maravilloso escritor, pero no un creador de acciones. Pérez de Ayala, excesivamente cerebral, seca toda la posible ternura de sus obras. (Por ejemplo, su malogrado cuento El profesor auxiliar, de tema encantador, pero desprovisto de la necesaria emoción).

¿Y Clarín, intuitivo de la novela poética, cultivó ese género? Muy lastrado de naturalismo, pero muy personal, se acercó probablemente a él, y en algún caso, como en Doña Berta, lo logró cumplidamente. Esa narración suya es distinta de todo lo escrito en España en su tiempo. Se trata de una novela concebida poéticamente, en la que el delicado lirismo emana de la misma trama, narrada sencillamente, sin ningún efectismo. Esta es la gran virtud de la novela poética. La emoción lírica debe suscitarse, no por el lenguaje o la florida descripción, sino por medios estrictamente novelescos, puramente narrativos. En Doña Berta vibra una intensidad emocional, expuesta con una técnica singularísima, sorprendentemente moderna. Acción narrada en tempo lento, de suavidad casi musical.

Clarín logró con esta obra -la que más apreciaba- ese cumplido ideal de la novela poética.

Otros cuentos suyos participan también de parecidas características. Pipá, con su lirismo agrio, pero humanísimo, a lo Goya, a lo Valle-Inclán; El dúo de la tos, La conversión de Chiripa y basta el muy popular Adiós, Cordera, este último con una tesis demasiado pronunciada, para ser exactamente poético.

En la crisis actual de la novela no sabemos el valor y la eficacia que la fórmula de Clarín podría tener. Sólo hemos querido estudiar un curioso aspecto de la novelística española de finales del siglo XIX.





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