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Contra los mitos antineoclásicos españoles

Russell P. Sebold





Siempre que pienso en el llamado renacimiento de interés en la literatura setecentista española durante los últimos años, me asalta con persistencia una pregunta alarmadora: ¿Podemos hablar ya de un renacimiento general de interés por la literatura española del siglo XVIII? Por más que quisiera contestar que sí, tengo que hacerlo negativamente. Y lo hago así porque en la reciente crítica dieciochesca observo algo que me parece grave.

Se han publicado estudios valiosos. Sin embargo, los que nos ocupamos del setecientos hemos seguido, por decirlo así, dando hachazos al tronco de este siglo, al mismo tiempo que nos esmerábamos en regarle las raíces y podarle las ramas. Hemos desatendido en gran parte lo neoclásico, es decir, la poesía y el teatro del XVIII propiamente dicho, dedicándonos a estudiar, ya sean obras dieciochescas en que se siguen de cerca modelos literarios del Siglo de Oro, ya otras, también del XVIII, pero que en cuanto a su plan y ejecución son precursoras directas de formas literarias del XIX, ya, finalmente, obras del mismo período que caen fuera de los cotos de los géneros neoclásicos. Ciertas obras setecentistas -la Vida, de Torres Villarroel, por ejemplo, o las Noches lúgubres, de Cadalso- pueden interpretarse de modo adecuado sólo en el contexto de sus antecedentes o consecuentes literarios. Mas no hay todavía ningún estudio detenido de una obra neoclásica española en el que se unan la sólida erudición histórica, la aceptación de las premisas literarias neoclásicas y la sensibilidad característica de dos procedimientos críticos modernos.1 Creo que un requisito indispensable de cualquier trabajo crítico firme, siquiera como hipótesis inicial, es el de guardar respeto al concepto que el autor de la obra que se estudia tenía o podía tener de ella. Según el neoclásico inglés Alexander Pope: «A perfect judge will read each work of wit/With the same spirit that its author writ» (Essay on criticism, II). Una obra neoclásica tiene que leerse en el contexto histórico y artístico del Neoclasicismo, y sólo en tal contexto ha de juzgarse, y juzgarse con sensibilidad.

Sólo así sabremos algún día qué limitaciones para el proceso creativo y qué libertades -palabra quizá sorprendente aquí- se siguen de la observación de las reglas neoclásicas en la composición poética y dramática. Sólo así sabremos el valor artístico que pueda alcanzar una obra neoclásica, y sólo así, con más motivo, si en tal obra puede lograrse esa especie de valor.

Desgraciadamente, al hablar de obras neoclásicas españolas todavía se acostumbra empezar por saltarse a la torera su armazón neoclásica, como si se tratara de un espantoso muro coronado de púas que había que salvar con garrocha: y luego se estudia meticulosamente algún pequeño arrabal prerromántico o realista de la obra. Por ejemplo: después de distingos bastante equívocos, el autor de un reciente artículo sobre ciertos rasgos realistas de unos cuantos poemas de Meléndez Valdés no puede dejar de hacer la significativa concesión de que «lo anacreóntico es en Meléndez una constante». La única conclusión a que puede llevar esto es sencilla, pero apremiante: No se puede avalorar debidamente ningún movimiento literario sin manifestar cierta simpatía provisional hacia aquello que es en él constante.

Mas primero hace falta destruir ciertos mitos antineoclásicos que hacen huir corriendo a lectores y críticos del jardín de Lesbia para buscar el abrigo de un peñasco romántico o abadía gótica. Quisiera examinar aquí la validez y origen de ciertos estribillos críticos tan anticuados como los términos afrancesado y seudoclásico, los cuales siguen impidiendo el estudio sereno del neoclasicismo español.

Creo que nadie podrá objetar a un movimiento literario las influencias extranjeras que sobre él hayan podido actuar. Desde el punto de vista más aceptado por la erudición tradicional, la historia de los movimientos literarios europeos casi no es más que la de un repetido intercambio de influencias. En nuestro caso, lo grave es que las obras de consulta no se limitan a presentar lo que haya de francés en el neoclasicismo español como influencia; al contrario, lo presentan como siniestra e ineluctable causa. Las etiquetas que los historiadores de la literatura ponen a lo neoclásico español no suelen apartarse mucho de fórmulas como «seudoclásico a la francesa», ejemplo sacado de uno de los ensayos de Juan Valera,2 que aún puede leerse en los manuales en variantes como «seudoclasicismo afrancesado».

En los comentarios hechos desde este punto de vista se ha seguido un patrón convencional. Se halla uno de los primeros de dichos comentarios en el llamado «manifiesto romántico» español, o sea, el prólogo que puso Alcalá Galiano al Moro expósito, del Duque de Rivas; comentario que por hallarse en tales páginas no pudo menos de ejercer una influencia extraordinaria en la crítica posterior. Alcalá Galiano llega a su avaloración del Neoclasicismo arguyendo así: Los franceses del siglo XVII copiaron su teatro y poesía de los de la Antigüedad; por eso los españoles, al copiar las obras seiscentistas francesas, ahogaron la musa nacional «dedicándose a sacar copias de copias».3 En la historia de historias de literatura nunca ninguna idea ha pasado tan directa y frecuentemente de libro a libro. El ejemplo más reciente se encuentra en una historia de la literatura española escrita en inglés e impresa en 1961: «... the age called neoclassic is characterized... by imitation of French and classic models». El lector de este pasto ritual se forma da trillada imagen mental de una época poblada por Fedras, Andrómacas y Británicos de tercera mano, cuya falta de relieve se alivia tan sólo con unas cuantas odas pastoriles también de tercera mano. Ante tales «datos», naturalmente, nadie quiere darse la molestia de coger tales libros del estante.

Mas se nos presenta una curiosa contradicción cuando los historiadores de la literatura llegan a identificar los modelos concretos de los neoclásicos españoles. En la poesía lírica, por ejemplo, los historiadores no nos señalan las obras de Malherbe, Boileau, Jean-Baptiste Rousseau, Houdar de la Motte ni Voltaire, sino las de Garcilaso, fray Luis de León, Rioja, Quevedo y Esteban Manuel de Villegas. Esta misma contradicción ha venido repitiéndose en diversas formas desde la publicación de la historia De la littérature du midi de l'Europe, de Simonde de Sismondi, en 1813. Sismondi ve en la Poética, de Luzán, un intento de «mettre à la place de la littérature nationale une littérature étrangère». Pero de poetas que siguieron los preceptos de Luzán, dice luego Sismondi que ellos «s'efforcèrent de réunir le génie de l'Espagne à l'élégance classique».4

Esta contradicción central de los manuales se hace todavía más evidente cuando se recuerdan ciertos datos fundamentales sobre el neoclasicismo español. ¿Dónde están esas tragedias y comedias en que están tan servilmente imitadas obras teatrales de la Antigüedad o las imitaciones francesas de éstas? Casi no existen. De autores de cierta importancia, sólo cinco tragedias de tema clásico antiguo vienen fácilmente a la memoria: la Virginia, de Montiano, que no fue inspirada por una tragedia anterior, sino por las páginas de Tito Livio, y otros historiadores romanos sobre esta heroína;5 la Lucrecia, de Moratín padre; el Numa, de González del Castillo, y el Idomeneo y el Pítaco, de Cienfuegos. Exceden en número, con mucho, a estas tragedias otras de temas nacionales, como Ataúlfo, Florinda, Guzmán el Bueno, Hormesinda, Munuza, Pelayo, Don Sancho García, Raquel, Numancia destruida, La condesa de Castilla y Zoraida. Incluso hay un «procedimiento nacional» para ciertas adaptaciones y traducciones de obras teatrales: según explica García de la Huerta en la Nota que precede a su Agamenón vengado, no se adaptó esta tragedia directamente de la Electra, de Sófocles, sino de la adaptación renacentista española de Hernán Pérez de Oliva.

¿Por qué se considera La mojigata, de Moratín, como ejemplo capital de la imitación de un modelo francés? El Tartuffe, de Molière, pudo influir en ciertos detalles escénicos de la comedia de Moratín. Pero tanto Tirso como Calderón tienen comedias acerca de hipócritas femeninas, de las cuales Moratín toma mucho, incluso el nombre de su protagonista Clara.6 Paradójicamente, en los mismos manuales en que se tilda al siglo XVIII de época servilmente imitadora se pone en duda el valor de La mojigata porque, según se explica allí, la «imitación» de Moratín no se acerca mucho a su «original».

Si se pasa del teatro a la poesía, las Fábulas, de Iriarte, por ejemplo, no son de ninguna manera una imitación servil de las de La Fontaine. Iriarte introdujo más innovaciones técnicas en el género apológico que cualquier poeta desde Esopo, incluidos Fedro y La Fontaine: preceptos literarios como moralejas, episodios enteramente originales; cuarenta metros diferentes, algunos de estos no usados desde la Edad Media, etc. Son infinitas las diferencias entre la poesía setecentista de Francia y la de España: el soneto, que casi desapareció de la poesía francesa durante el siglo XVIII, fue una de las formas más frecuentadas por los poetas neoclásicos españoles.

Incluso cuando acuden a modelos franceses, no por eso creen los neoclásicos amenazada la identidad de la literatura nacional. Al contrario, sienten robustecida la personalidad de las letras patrias y encuentran afirmada su propia conciencia de hispanidad al darse cuenta de que doscientos años antes España fue árbitro y fuente del gusto literario de toda Europa, señaladamente de Francia. Es sabido que los críticos dieciochescos fueron los primeros en subrayar la enorme deuda del teatro clásico francés con el español. Mas, por si fuera poco, los neoclásicos españoles creen descubrir en el pasado literario nacional los orígenes del tan célebre esprit y sencillez de la literatura clásica francesa. «Creyendo la transmigración de las artes tan firmemente como cree la de las almas cualquiera buen pitagorista -escribe Cadalso en su Carta XLIX-, he creído ver en el castellano y latín de Luis Vives, Alonso Matamoros, Pedro Ciruelo, Francisco Sánchez, llamado el Brocense; Hurtado de Mendoza, Ercilla, fray Luis de Granada, fray Luis de León, Garcilaso, Argensola, Herrera, Álava, Cervantes y otros las semillas que tan felizmente han cultivado los franceses de la última mitad del siglo pasado, de que tanto fruto han sacado los del actual». Así los neoclásicos disponen de dos sendas para volver a «lo antiguo nacional», según lo llama Cadalso: van a la historia y literatura nacionales por temas, versificación, léxico y sugestiones para el estilo; van a la literatura francesa a buscar ejemplos instructivos de cómo se ha podido adaptar el antiguo estilo hispánico a las exigencias de los tiempos nuevos.

El estudio del estilo clásico francés suple la falta de un lazo vivo con la antigua gloria literaria nacional: estudiando el estilo francés no se hace más que recoger el fruto de una semilla hispánica trasplantada a otro terreno y cultivada allí con el más delicado esmero, mientras que en España misma se agostaba esa planta durante la horrible sequía del ultrabarroco de los últimos años del siglo XVIII y los primeros del XVIII. Nunca se acaba de comprender que en la terminología del pensamiento de tendencia clásica imitar quiere decir «copiar» sólo cuando se habla de la relación entre lo literario y lo extraliterario, pero que quiere decir «emular» cuando se trata de la relación entre dos obras literarias, el modelo y la obra escrita bajo la influencia de éste. Así Horacio, en su Arte poética, da el siguiente consejo a los Pisones: 'Revolved, pues, oh Pisones, / Las obras de los griegos noche y día»; pero pocos versos después aclara la cuestión explicando a los mismos que 'El sabio imitador con gran desvelo / Ha de atender, si observa mi mandato, / A la Naturaleza, que el modelo / Es de la humana vida y moral trato; / De cuyo original salga copia / Con la expresión más verdadera y propia'» (traducción de Iriarte). Y según Juan Pablo Forner: «El copiante nunca sale de las huellas de su original, y por lo mismo nunca le debe su arte un paso más en la práctica. El émulo, o llamémosle imitador, se pone al lado de aquellos a quienes desea emular y, siguiéndoles a la par por la misma senda, tal vez los deja atrás».7 Según he señalado en otros lugares, ya antes del Neoclasicismo imitar tenía estos dos sentidos para Torres Villarroel, gran emulador de Quevedo en los sueños, y para el gran crítico de la oratoria sagrada ultrabarroca, el padre Isla, «predicar a la francesa» no quería decir afectar los asuntos, el léxico y las construcciones de modelos franceses, sino sólo hablar clara y persuasivamente. Y así entienden el verbo imitar los poetas y dramaturgos neoclásicos al ir a buscar en el estilo de la literatura francesa esa huella hispánica señalada por Cadalso. Por ejemplo, en el prólogo de su tragedia Pelayo, Jovellanos confiesa que «antes, y al tiempo de escribirle, leía muchísimo en los poetas franceses. Confiesa más: procuré imitarlos».8 Entiéndase emularlos porque luego Jovellanos indica haber tratado de «observar cuidadosamente la pureza del idioma», y principalmente porque escoge un héroe español por los cuatro costados y escribe sobre éste en verso tan español como el romance heroico, huyendo de componer versos pareados sobre algún Británico o Aquiles resucitado a lo Racine y de todo lo que vulgarmente se cree típico del neoclasicismo español.

Al llegar aquí los que gritan afrancesamiento se acogerán al argumento de que la indumentaria de las obras neoclásicas era a menudo española, pero que su credo literario era francés. Alcalá Galiano fue uno de los primeros en recurrir a esta idea para justificar el uso del mote afrancesado: asevera que la escuela neoclásica no es sino «la francesa, vestida de la dicción y estilo de los antiguos y buenos escritores castellanos, pues su teórica es la de nuestros vecinos durante los siglos XVII y XVIII».9 Aquí quisiera hacer una pregunta sugerida por Moratín en La comedia nueva: ¿Inventaron la poética los franceses? No me explico que las reglas de la poesía puedan considerarse como algo extranjero en ningún país que comparta la herencia cultural grecolatina. Tampoco veo explicación al hecho de que ciertos personajes mitológicos o clásicos sean españoles cuando Góngora los menciona en sus poesías, y franceses, siendo lo mismos personajes, al nombrarlos Luzán, Porcel o Meléndez Valdés en sus versos.

Queda un refugio más en el que intentarán guarecerse los que se empeñan en sostener el afrancesamiento de las letras dieciochescas españolas.

-Claro que las reglas no son de invención francesa -dicen-, pero durante el siglo XVIII el mundo literario español estaba invadido por un «aristotelismo afrancesado».

Así, entre otros, razona, en su introducción, la autora inglesa de un conocido estudio sobre los antecedentes setecentistas del romanticismo español. Ticknor,10 Fernández González11 y, a partir de ellos, todos los demás historiadores señalan el Art Poétique de Boileau como una de las fuentes principales de la Poética de Luzán. Por ejemplo, en un diccionario de literatura publicado hace pocos años se dice que la Poética de Luzán fue «influida por Boileau y por Muratori»; y en una reciente historia de la poesía lírica española se afirma que «la doctrina de Boileau informa al neoclasicismo español a través de la Poética de Luzán».

Ahora bien, como se sabe, Luzán era un erudito honrado que jamás tomaba prestada una idea sin indicar la fuente de ella; y en vista de esto quisiera introducir unos datos estadísticos bien extraños sobre sus citas de autoridades poéticas. Las cifras que se indican representan en conjunto las citas de todas las autoridades francesas; por lo que toca a autoridades no francesas, aquí sólo doy totales de las citas de autores representativos, difiriendo hasta el ensayo siguiente el recuento estadístico de las referencias a todas las autoridades poéticas que Luzán consulta. Luzán cita o parafrasea a Aristóteles ciento noventa y una veces; a Horacio, sesenta y ocho veces; a los españoles Cascales y González de Salas, diecisiete y trece veces, respectivamente, y a Boileau, sólo seis veces -lo repito-, a Boileau sólo seis veces. Paradójicamente, Boileau aparece mencionado siete veces en las cinco páginas que el autor de una de las más conocidas historias modernas de la literatura española dedica a la Poética de Luzán. En toda la Poética de Luzán sólo hay unas ochenta citas de autoridades francesas en total, lo cual quiere decir que sólo Aristóteles está citado con una frecuencia más de dos veces mayor que todos los teóricos franceses de la poética. Por otra parte, el número de citas correspondientes a Horacio exclusivamente llega casi a igualar la suma de referencias hechas a todas las autoridades francesas juntas. ¿Es éste un «aristotelismo afrancesado»?

A estos datos pueden añadirse otros igualmente significativos. Luzán describe y comenta casi toda la poética española desde el fragmento que se ha conservado del Arte de trobar de Enrique de Villena hasta las poéticas del XVII, teniendo honda conciencia de estar escribiendo dentro de una tradición hispánica a la par que occidental (¿Por qué casi nunca se lee directamente a este eminente erudito y crítico, escritor que cualquier nación occidental se preciaría de contar entre los suyos? ¿Por qué no hay ediciones económicas de la Poética de Luzán, en colecciones populares, al alcance de alumnos y meros aficionados a la literatura?).12 Iriarte tradujo el Arte poética de Horacio al castellano y cita o parafrasea el Essay on criticism de Alexander Pope en varias obras suyas, sobre todo en Los literatos en cuaresma. Meléndez Valdés pensaba escribir un estudio comparado sobre las poéticas de Aristóteles, Vida, Horacio, Pope y Juan de la Cueva.13 El Art poétique de Boileau ni siquera se tradujo al español antes de 1787, en que Juan Bautista Madramany y Carbonell publicó su versión en Valencia.

¿Cómo hemos llegado a tener ideas tan inexactas, pero tan persistentes sobre el neoclasicismo español? Cánovas del Castillo, que en su juventud frecuentaba círculos románticos, hace notar, en uno de sus ensayos, que seudoclasicismo, es un término polémico forjado por la escuela romántica para «apellidar a su contendiente», la escuela neoclásica.14 También durante la polémica romántica la voz afrancesado dejó ya de servir únicamente para indicar las afiliaciones lingüísticas, sintácticas y políticas de los autores, para pasar a ser a la vez sinónimo despectivo de clásico (adjetivo con que entonces se designaba lo que nosotros llamamos neoclásico). Esto se ve quizá con mayor claridad en el juicio que hace Alcalá Galiano del neoclásico inglés Alexander Pope. Según Alcalá Gallano, Pope es «hombre de la escuela francesa»;15 avaloración que espantaría a siete generaciones de ingleses (entre ellos a Byron, que prefería los versos de Pope a los de cualquier otro poeta), sobre todo cuando se recuerda que fue justamente del canto tercero del Essay on Man de Pope, del que tomaron Rousseau y otros franceses del XVIII muchas de sus ideas «románticas» sobre el hombre y la soledad. Se sostiene tal sustitución de clásico por afrancesado en la tácita insinuación, convertida ya en artículo de fe, de que los franceses fueran los inventores de las reglas. Pope compuso una poética, y, lo que es más, la compuso en versos pareados (rima en realidad tan típica de la poesía inglesa como de la francesa): así, sin más ni más, vino a ser «hombre de la escuela francesa». Son incontables las confusiones que han resultado de textos polémicos en que los románticos usaron el vocablo afrancesado como mero sinónimo de clásico o seudoclásico, sin intención directa de subrayar afectaciones lingüísticas ni deslealtades políticas.

También Mesonero Romanos, en un artículo de 1842, señala el prejuicio polémico de que estaban impregnadas las nociones sobre los «clásicos», en boga durante la época romántica. Refiriéndose a la reputación, entonces en baja, de las obras de los Moratines, dice: «Hoy, que por espíritu de reacción... se afecta desdeñar todo lo que no sea delirios del genio, las obras de los Moratines no son apenas conocidas por los que más les critican».16 Y de esta afición, exclusiva, romántica, a los «delirios del genio» -romanticomanía, según la llama el mismo Mesonero en otro ensayo más conocido- nacieron esos juicios globales sobre el Neoclasicismo que siguen repitiéndose cuando en un manual o estudio panorámico de la poesía resulta imposible no aludir al menos a un movimiento de tan larga vida. Me refiero a lugares comunes como el de tachar de prosaica la poesía del setecientos. Si se supiera cuáles fueron los extraños criterios estéticos que sirvieron de base para la primera formulación de tales avaloraciones, no se repetirían jamás sin realizar, previamente, un nuevo y libre examen de toda la poética y poesía setecentistas. Ejemplo de tan curiosos criterios estéticos son las palabras de Alcalá Galiano al explicar el «prosaísmo» de la poesía de fray Diego González como consecuencia, en parte, de que éste tomó por modelo a fray Luis de León y «su estilo prosaico en lo general»17 -¡«estilo prosaico», el de la poesía de fray Luis de León!

El periodista oohocentista Manuel Silvela, o «Velista», que fue el primero en intentar rehabilitar la reputación del teatro neoclásico,18 achaca la formulación de las ideas primitivas sobre el drama neoclásico, que irónicamente aún guardamos, a críticos románticos que carecían en absoluto de la preparación, serenidad y voluntad esenciales para analizar de modo imparcial los valores literarios del siglo anterior. «Velista» descubrió que algunos de estos románticos como Agustín Durán no poseían ni los rudimentos más sencillos de la cronología literaria.19

Y al leer hoy los escritos de críticos como Durán, me asombro de las muchas deformaciones de los hechos, que implica su tendencia a la generalización. Por ejemplo, en su célebre Discurso sobre el teatro, Durán desarrolla la teoría de que, debido a la frecuentación de temas mitológicos y clásicos se produce en el «género clásico» un materialismo anticristiano, mientras que en el «género romántico» se expresa la heroica espiritualidad del Cristianismo. Naturalmente, Durán no menciona los asuntos nacionales de la mayor parte de las piezas neoclásicas españolas, y sobre tan débil generalización apoya la conclusión de que «el teatro clásico procede del sistema social y religioso de los antiguos griegos y romanos».20

En un artículo titulado Poesía, Espronceda sostiene de manera semejante que los románticos son descendientes más auténticos de Homero y Virgilio, que los neoclásicos, porque aquellos cantan hazañas de sus propios antepasados. Introduciendo la sátira, Espronceda llega a la misma conclusión que Agustín Durán: «Al ver a Homero cantar el sitio de Troya; a Virgilio, la fundación de Roma, parécenos oírles decir a la posteridad: 'Cantad como nosotros..., cantad vuestras Troyas, vuestras Romas, vuestros héroes y vuestros dioses. ¿Tan estéril ha sido vuestra naturaleza, que para presentar ejemplos de valor y virtud tenéis que retroceder veinte siglos?'».21

El exagerado nacionalismo de los románticos españoles no es difícil de comprender. En política, el Romanticismo fue un intento de restablecer en cada país su primera identidad psicológica y social, la cual había de indagarse en la historia medieval. De ahí un nuevo comienzo: por razones tanto políticas como literarias, Larra proclama «la joven España».22 Varios neoclásicos fueron, en efecto, políticamente afrancesados, y en la España del siglo XVIII se habían naturalizado muchas instituciones del ancien régime francés. Pero quizá el ataque de los románticos a los neoclásicos fuera principalmente motivado por las dudas de aquellos en cuanto a su mismo derecho de proclamar una «joven España» literaria.

Es sabido que vinieron del extranjero muchos estímulos importantes del movimiento romántico español en cuanto movimiento más o menos organizado; y al ir a copiar la rebeldía literaria del romanticismo francés, por ejemplo, los románticos españoles casi no pudieron copiar más que formas externas, porque se encontraron con que, en literatura, «la joven España» ya estaba proclamada antes de ellos, y justamente por los eruditos y neoclásicos del XVIII. Tomás Antonio Sánchez publicó el Poema del Cid en 1779, cincuenta y ocho años antes que los franceses publicaran la Chanson de Roland; Nicolás Fernández de Moratín y Meléndez Valdés compusieron deliciosos romances históricos muchos años antes que el Duque de Rivas; los dramaturgos neoclásicos sondearon lo más hondo de la Edad Media para escribir tan sólo sobre el rey don Pelayo tres tragedias. Desde la composición de El melancólico, a Jovino de Meléndez (elegía cuya composición fecha Demerson en 1794), existe un nombre autóctono español para la emoción romántica, ese mal du siècle que posteriormente hemos quedado en llamar por término arbitrario dolor cósmico: Meléndez habla ya de «...este fastidio universal que encuentra / En todo el corazón perenne causa». Alberto Lista debió asombrarse al leer el «manifiesto romántico» de Alcalá Galiano y encontrarse con una colección de reglas «románticas», casi todas las cuales se hallan también en la Poética de Luzán.23 Debió asombrarse Lista al leer la descripción que hace Agustín Durán de una «nueva» técnica para crear un «protagonista ideal», la cual no es nada más que el concepto aristotélico de la «imitación universal» bajo otro nombre.24 Por fin, los románticos usurparon la premisa mayor de la poética clásica y neoclásica, del que el Arte y la Naturaleza son una misma cosa (idea muy reforzada en el siglo XVIII por la tendencia sensualista y naturalista de todo el pensamiento de la Ilustración).


Those rules of old discovered, not devised,
Are nature still, but nature methodised:
Nature, like liberty, is but restrain'd
By the same law which first herself ordain'd.


(Pope, Essay on criticism, I).25                


Y ratificamos esta usurpación de modo muy indebido al poner la etiqueta de prerromántico a las observaciones liberales de Feijoo sobre las reglas en El no sé qué -ideas que son comunes a todos los países occidentales durante la época neoclásica, y que así no salen de ningún substrato romántico español, como se ha dicho tantas veces.26

Parece que los románticos se valieron del principio más elemental de la propaganda, procurando probar que los neoclásicos habían sido remedadores vulgares y antinacionales para sugerir que ellos mismos eran originales y archinacionales. Nuestros prejuicios antineoclásicos derivan de una polémica nunca resuelta. Podemos aceptar con tanto entusiasmo como se quiera la crítica romántica positiva, pero debemos distinguir minuciosamente entre la crítica negativa y la positiva de los románticos. De otra forma seguiremos, anacrónicamente, aliados con estos en una polémica olvidada y ya sin sentido.

Quizá no se nos haya ocurrido poner en tela de juicio la validez de la crítica romántica, por parecernos las ideas de los románticos un sólido y poderoso argumento en favor de la noción corriente de que la literatura española es por su naturaleza popular y nacional. Hemos tendido a ver en el Neoclasicismo -según lo describen los críticos románticos y posrománticos- la excepción que confirma la regla del nacionalismo como rasgo clave de las letras españolas. Mas ésta es una aplicación muy incorrecta del criterio de nacionalismo, porque por ella nos vemos inconscientemente obligados a elevar a premisa de toda nuestra crítica una actitud antineoclásica, y a olvidar el sencillísimo hecho de que lo mismo hay una manera neoclásica que otras -barroca, romántica o realista- de tratar temas nacionales.

Quisiera referirme por unos momentos a ciertas ideas corrientes sobre el teatro setecentista, las cuales pueden servirnos de ejemplo concreto en cuanto a deformaciones históricas totales causadas por la aplicación tendenciosa del criterio de nacionalismo, junto con el prejuicio antineoclásico. Nos han dicho Cotarelo y Mori y otros historiadores que el vulgo dieciochesco rehuía las representaciones de piezas teatrales neoclásicas porque no hallaba en ellas nada que satisficiese su gusto teatral tradicionalista. Se nos ha dicho también que el vulgo corría en tropel al teatro cuando se representaban obras de Valladares, Zavala y Zamora y Comella, porque estos dramaturgos, siendo los últimos continuadores del teatro de Lope y Calderón, escribían para el gusto popular y nacional. En su reciente libro sobre el Neoclassic drama in Spain, John A. Cook ha probado, mediante las entradas de teatro registradas en las últimas décadas del siglo XVIII, que tanto las piezas neoclásicas como las de la llamada escuela de Comella gozaban de series de representaciones repetidas de tres a trece veces más largas que las comedias del Siglo de Oro puestas en escena durante la época neoclásica: lo más frecuente era que estas últimas desapareciesen del cartel después de una noche o dos. Cook llega a la conclusión de que el vulgo se negaba a amparar las comedias del Siglo de Oro porque había cambiado enteramente su gusto en cosas del teatro.27 Ésta fue una revelación sorprendente, pero aún estamos lejos de comprender del todo los motivos de la impopularidad de la comedia del Siglo de Oro hacia fines del setecientos. Es que durante las últimas décadas del siglo XVIII había en España un «vulgo neoclásico», y éste patrocinaba igualmente las piezas de Iriarte y Moratín o las de Comella y Valladares porque todos estos dramaturgos fueron neoclásicos.

Comella elogió públicamente a Moratín como el «reformador del teatro español».28 Comella cultivó el género neoclásico del melólogo -o «escena trágica unipersonal con música-, al que pertenece el Guzmán el Bueno de Iriarte. La escuela de Comella trata con frecuencia los mismos temas que los dramaturgos normalmente considerados como neoclásicos: Valladares, por ejemplo, tiene una comedia titulada Las bodas de Camacho, tema y título de la única obra teatral de Meléndez Valdés. Valladares y Zavala y Zamora son autores de novelas sentimentales de tipo rousseauniano, muy dieciochesco, nada tradicionales.29 Por lo general, los dramaturgos a lo Comella observan en sus comedias las tres unidades y los otros preceptos neoclásicos. Así, Valladares defiende una de sus piezas porque «estos episodios... no se oponen a que el drama guarde religiosamente las tres unidades de tiempo, lugar y acción».30

Estos dramaturgos «nacionalistas» toman muchos de sus argumentos directamente de comédies larmoyantes francesas, de traducciones francesas de comedias sentimentales inglesas, y de novelas sentimentales inglesas y alemanas de la segunda mitad del siglo XVIII.31 Es significativo que los personajes de una típica comedia llorona de Valladares llevan los nombres Milord Beltom, Duling, Bustin, Morgan, Lady Beltom, etc. Y teniendo presente la conocida insistencia de Diderot, en sus Entretiens sur le fils naturel, en las ventajas técnicas de buscar «l'objet principal» de la comedia en «les conditions» antes que en «le caractère» y así de llevar a la escena a «l'homme de lettres, le philosophe, le commerçant, le juge, l'avocat, le politique, le citoyen, le magistrat, le financier, le grand seigneur» y también a «toutes les relations: le père de famille, l'époux, la soeur, les frères», es ilustrativo repasar los títulos de las obras teatrales -las plagiadas y las originales- de la escuela de Comella: El comerciante de Burdeos, El casado avergonzado, El usurero celoso, La madrastra, El violeto universal, Las lágrimas de una viuda, La familia indigente, El tutor celoso, etcétera. Han desaparecido casi enteramente los largos títulos del teatro del Siglo de Oro y de la primera mitad del siglo XVIII, que Iriarte satirizó con el gracioso título burlesco: Amor, honor, valor y venganza, vivir muerta y morir viva, y escándalo de la Arabia. Otro indicio de lo popular de la comedia neoclásica de tipo sentimental en España durante los últimos años del XVIII es el que sólo Valladares escribió dos imitaciones de la famosa comedia llorona de Jovellanos, El delincuente honrado, llegando incluso a robar el nombre del juez, don Justo de Lara, de la obra de Jovellanos, para ponérselo al juez de una de sus imitaciones.32

Son también de tipo neoclásico las comedias heroicas de la escuela de Comella. Aunque estas piezas se prestan a la acción más extravagante e increíble, en ellas se suelen observar las tres unidades.33 Los argumentos de estas comedias heroicas se robaban de traducciones y adaptaciones francesas de dramas heroicos ingleses Restoration y neoclásicos, y de drames o comédies héroiques francesas originales. Por ejemplo, el Aben Saíd, emperador del gran Mogol de Valladares es un plagio, escena por escena, del Aben-Saíd, empereur des Mogols (1735) de Jean le Blanc, el cual es a su vez un plagio de la tragedia heroica Aureng-Zebe, or the Great Mogol de John Dryden. Es interesante, con respecto a esto, cierta observación de «Velista» sobre los protagonistas de Comella: «sus héroes no tienen patria».34

Lo irónico, más aún: lo trágico, de todo esto queda claro: la crítica se ha aliado con neoclásicos plagiarios para probar que los neoclásicos originales jamás gozaron de popularidad con el gran público. El autor de uno de los libros de donde tomé los datos ya citados sobre la observación de las tres unidades en las obras de la llamada escuela popular, hace la siguiente afirmación contradictoria, procurando convertir a Valladares en otro Lope: «[Valladares] nunca se sometió a los preceptos del arte, deseando tan sólo halagar los gustos y bajas pasiones del pueblo». Y la autora del aludido estudio sobre los antecedentes dieciochescos del romanticismo español estudia como creaciones originales del genio autóctonamente romántico español más de media docena de piezas de la escuela de Comella, para las cuales yo he descubierto fuentes neoclásicas francesas directas.35 ¿Puede ser tan odioso para españoles e hispanistas el adjetivo neoclásico?

En conclusión, seudoclasicismo es una palabra forjada al fuego de la polémica y debe rayarse en los manuales y estudios críticos. En la historia literaria española, el término neoclásico deberá interpretarse en su sentido más riguroso: «nuevo clasicismo español». Garcilaso fue recomendado como modelo de poetas lo mismo por Feijoo que por Luzán. Gerardo Lobo imitó a Garcilaso muchos años antes que el Neoclasicismo fuera movimiento organizado. Se escogieron los versos de Garcilaso como una de las autoridades textuales del monumental Diccionario de Autoridades, publicado por la Academia antes de 1740. En efecto: es posible que, a no haber sido por la labor creadora y crítica de los neoclásicos, ni conociéramos hoy la poesía de Garcilaso, la cual llevaba ciento siete años sin volver a imprimirse cuando se reeditó en 1765. Lo mismo la poesía de fray Luis, que llevaba ciento treinta años sin nueva edición al reeditarse en 1761. Lo mismo la poesía de otros clásicos españoles. El español orgulloso de su herencia literaria tiene una enorme deuda con sus neoclásicos.

Afrancesado es, la mayoría de las veces, mote político mal aplicado a la literatura: quizá deba aplicarse únicamente a ciertos abortos de la escuela plagiaria de Comella. Los neoclásicos son sencillamente nacionalistas modernos que han sabido vencer la perjudicial patriotería que Feijoo llamaba «pasión nacional». Por la aplicación tergiversada de normas críticas convencionales nos hemos privado del placer de leer las producciones de un movimiento literario muy sophisticated que sabía ser a un mismo tiempo nacionalista con desenfado, y cosmopolita. La confusión de Alcalá Galiano al tratar de sostener la tesis del afrancesamiento de las letras setecentistas españolas es un elocuente testimonio de la orientación española del cosmopolitismo de la escuela neoclásica: «... cuando se iba la literatura cada vez más afrancesando..., un tanto inglesando, y por la fama de Metastasio..., italianizando, entonces mismo... [los españoles] más que antes miraban por la gloria y la conservación de los escritos de los antiguos ingenios españoles».36





 
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