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Diálogo quinto.

EL QUINTO.
                                                                      Et mon fils est-il mort! Ah, mon Diu! quel
sacrifice! Et la dessus elle tombe sur son lit.
Tout ce que la plus vive douleur peut faire,
et par des convulsions, et par des evanouis-
sements, et par un silence mortel, et par des
cris étouffés, et par des larmes amères, et
par des élans vers le ciel, et par des plaintes
tendres et pitoyables, elle a tout éprouvé.
                                                                   
   (¡Mi hijo!... ¡mi hijo es muerto! ¡Oh, Dior
mío! ¡qué sacrificio! Y diciendo esto, cae
desplomada sobre su lecho. Todo lo que el
más vivo dolor puede hacer, por convulsio-
nes, por deliquios, por un silencio mortal,
por ahogados gritos, por lágrimas amargas,
por alzar las manos, los ojos y el corazón
al cielo, por quejas tiernísimas que desgar-
raban el alma; por todo ha pasado, todo lo
ha sentido, todo lo ha agotado hasta las
heces!)
                              MADAME DE SEVIGNÉ.


     -¡Otra quinta decretada! - exclamó el conde de Viana, tirando sobre la mesa un periódico que leía. - He aquí, marquesa, un gran mal que hace preciso la necesidad de precaver otros mayores. ¡Pobres campesinos! ¡Como si no os bastasen vuestra miseria y afanes! ¡Oh, triste mundo, amiga mía, triste mundo!

     -Pero, conde, - contestó la marquesa de Alora, - si algún argumento fuerte existe contra aquellos que se empeñan en demostrar lo infeliz y miserable de la suerte del campesino, es éste cabalmente: el terror y desesperación que infunde en los pueblos el anuncio de una quinta. En efecto, nada es comparable a la agonía con que los padres dicen de un hijo suyo: «¡Ya le toca meter mano en cántaro!» Todo el mundo sabe los sacrificios que hacen los mozos para libertarse de ser soldados: se han herido y han emponzoñado sus heridas para hacerlas aparecer como úlceras; se han arrancado dientes, y ha habido mozo que se ha cortado un dedo para lograr su objeto. Toda esta repugnancia se equivocaría el que creyera que fuese contra el estado militar. Tampoco prueba miedo; porque el valor es innato en el hombre, es una virtud primitiva, y se encuentra en toda su consistencia en el campo, adonde no ha llegado la molicie y enervamiento de las cultas ciudades. No originan tampoco esta repulsión los trabajos, porque más pasan en su afanosa existencia; no la causa su manutención, porque el soldado se nutre mejor que el campesino, que en verano sólo gusta y apetece gazpacho; no el vestiry porque el soldado está bien vestido; no la tristeza de la vida militar, pues es conocido que no hay nada más alegre que el soldado, nada hay más gozoso que esas bandadas de gente joven y sin cuidados, que llevan la vida harto más ligeramente que su mochila, y que cuando fuera del servicio se entregan libremente a sí mismas, hacen rebosar estrepitosamente su alegría en cantos, bailes, juegos, cuentos y chanzas. Nada de esto, pues, produce ese inmenso dolor y angustia que se esparce por los pueblos al anunciarse el sorteo; sólo se funda en la pena de la ausencia y en verse arrancados de su tierra y de la vida que aman, de su hogar y de sus cariños. Para no cambiar su situación, les parecen pocos todos los sacrificios. De lo demostrado resulta bien claro que miran su situación como feliz.

     -Diga usted que la aman; pero no deduzca de esto que la crean feliz.

     -Conde, mala es la causa para cuya defensa se acude al sofisma, y lo es lo que acaba usted de decir. ¿Qué otra cosa puede hacer amar una situación sino la felicidad que brinda? Para probar a usted todo este apego al hogar, a la familia, a sus amores, referiré a usted un suceso acaecido poco ha, y que me ha referido mi doncella con todos sus más mínimos pormenores, por haber acontecido en su familia. Lo contaré con la escrupulosa exactitud que pongo en cuanto le refiero, porque la más pequeña fioritura, el más mínimo adorno poético, le privaría quizá de su sello de verdad, de su pureza genuina popular, lo que quitaría a mis cuadros su autenticidad, y daría lugar a que me dijese usted con su sonrisa incrédula: «Compone usted novelas, amiga mía; las compone usted sin querer, engañándose a sí misma; es usted como el escultor, que con un poco de barro hace un santo». Nada de eso; soy un vulgar daguerreotipo: el que no quiera ver las cosas según yo las presento, es, o bien porque tiene la ligera y desdeñosa mirada del disipado mundano, que nada profundiza, o la fría y amarga mirada del misántropo, que aja las flores sobre que se posa.

     -Tiene usted - dijo el conde sonriendo por corazón una rosa sin espinas.

     -Y usted quiere ajarla.

     -¡Oh! No. Quisiera regarla con las aguas de la fuente de Juvencia. Pero cuénteme usted lo que me ha anunciado.

     -Tacha el mundo - principió la marquesa - de extremos a las angustias y dolores del amor de madre.

     -Y lleva razón, opinó el conde. Todo lo que es apasionado en el hombre, aunque sea el santo amor de madre, necesita un freno. MARÍA al pie de la Cruz, ni se arrancaba el cabello, ni se despedazaba el pecho. Señora, señora, todos los días rezamos HÁGASE TU VOLUNTAD. ¿Es sincero este acatamiento, si en seguida nos rebelamos violentamente contra esa misma voluntad? Esos dolores descompuestos no son cristianos, señora.

     -Por descabellado que sea ese amor, es bello y simpático, conde.

     -Ese dolor denominado extremos es insensato como un suicidio, amiga mía; y esas madres, energúmenas de amor, merecerían que se les muriesen sus hijos para enseñarles así lo que es un dolor real.

     -Conde, ¿ha olvidado usted que tuvo madre?

     -¡No lo permita Dios! Venero la tierra porque ella la pisó, la respeto porque en ella yace su cuerpo, y ansío por el cielo porque en él me aguarda su alma pura; pero eso no quita...

     -Que lo que en ella admiró a usted, le encantó y hirió de gratitud, en otras lo quiera motejar. AMOR NO DICE BASTA, conde.

     -Marquesa, esa bella expresión es sólo aplicable al amor divino.

     -Siempre me contradice usted, conde. ¡Si viera usted cuánto lo siento!

     -No lo sienta usted, amiga; una pausada nube que mitiga algo los brillantes rayos del sol y refresca algo la tierra con una templada lluvia, hace provecho.

     -¿Y por qué hace usted una nube en mi cielo?

     -Para que su demasiada pureza y brillo no le hagan creer imposibles las borrascas y tempestades. Mas... prosiga usted; no volveré a interrumpirla.

     La marquesa volvió a anudar su relato en estos términos:

     -No hay corazón que no hubiese partido la vista del cuadro que se ofrecía en una de las casas del lugar de V..., en que se había verificado el sorteo aquel día. Echada sobre un colchón que habían puesto en el suelo, yacía una infeliz mujer, a quien sostenían en sus brazos dos hijas suyas deshechas en lágrimas; de rodillas a su lado, y apretando contra las suyas sus convulsas manos, estaba un hermoso joven, su hijo, que había sacado del cántaro el número fatal que lo hacía soldado. Su padre, sentado sobre una silla baja en el rincón más oscuro del cuarto, torcía entre sus trémulas manos su sombrero, y no llegaba a hacer retroceder las lágrimas, que cual gotas de acíbar destilaba su corazón y surcaban sus atezadas mejillas. Dos muchachos pequeños lloraban a gritos, repitiendo:

     -¡Benito es soldado, y madre se va a morir!

     Esta escena de dolor acerbo se hizo aún más desgarradora al entrar desatentada una joven que se echó sollozando sobre el lecho de la infeliz madre, exclamando:

     -¡Tía, tía, tía de mi alma, ya se acabó mi boda! ¡ya se va a ir! ¡y ya no quiero yo sino morirme! ¡Benito! ¡Benito! ¿quién puso esa cédula, esa sentencia de muerte en tu mano?

     La pobre madre había perdido el sentido. Esta desolación era la misma en otras seis casas del lugar.

     Pero admire usted conmigo una cosa, conde, y es la bella resignación del pueblo. En medio de este violento estado de aflicción, no se le oía ni una queja contra el Gobierno, ni un anatema contra la institución, ni una maldición al estado militar: sus quejas eran contra su mala suerte; el acriminado era el número.

     Partió Benito, y no es posible pintar la pena de aquella madre, ni el dolor de su novia Rosa, aquella joven que, como todas las de los pueblos, tenía en su corazón aquel profundo amor, que es el primero y último de su vida; aquel amor, que resume sobre el mismo objeto, el amor, al amante, al marido, al padre de sus hijos y al compañero de su vejez; amor exclusivo, que hace improfanado, puro e inmaculado el corazón de la mujer perfecta.

     -¡Oh! Inculque usted esas ideas a las jóvenes, - exclamó el conde, - para que miren con hastío las novelerías que han viciado el ideal de la mujer y torcido las nociones sobre su destino. La joven, cual una suave planta, no se debe criar sino a la sombra de su madre; no debe florecer sino para su marido; no debe perfumar sino el hogar doméstico, e invertir toda su savia en criar bellos los frutos que Dios le asigne.

     -Este tipo que tan bien bosqueja usted - repuso la marquesa - no se halla, por lo regular, en las novelas, pero sí en el pueblo, que miramos como incivilizado y prosaico.

     -¿Sabe usted - dijo el conde sonriendo - que el pueblo tiene en usted un amigo mucho mejor que Proudhon?

     -¡Pues ya lo creo! - contestó la marquesa. - Hay en mi favor todo lo que va de un verdadero a un falso amigo. Pero proseguiré mi relato; se acerca la hora de la tertulia, hora en que será interrumpida mi relación, si no la he concluido. Benito llegó con el corazón muerto a la capital de provincia en que debía reunirse al regimiento. Pronto se disipó su tristeza entre aquellos festivos y alegres compañeros; pero no el ansia por su pueblo, el profundo apego a su amor y a su familia. Desde la primera noche tuvo Benito una muestra de la poesía y música de sus camaradas, pues habiéndose proporcionado una guitarra, a la que faltaba mucho para poder ser tenida por de Pagés, empezaron a cantar, ya a una voz, ya en coro, un sin número de coplas de este género:

                                  Soldado soy de a caballo:
Lo que quieras te daré;
Pero en tocando a casaca,
No quiere mi coronel.
   Cuatro cuartos me da el rey,
Y con ellos como y bebo,
Le pago a la lavandera,
Y siempre tengo dinero.
   Pensamiento tuve, niña,
De servir al rey Fernando;
Desde que vi tu hermosura,
Dije: que le sirva el diablo.
   Con un pie en el estribo
Y otro en el aire,
Se despide un soldado
De su comadre.
   Mano a la rienda,
Se despide un soldado
De su morena.


     Algún tiempo después llegó la orden para el embarque de las tropas destinadas a la Habana, rebajando dos años de servicio a los que quisiesen ir allá. Con ansia aprovecharon los quintos la ocasión que se les brindaba de acercar la época deseada de volver a sus hogares. Todos estos voluntarios fueron conducidos a un puerto de mar a aguardar el día de su embarque. Allí fueron alojados en un cuartel. A poco, fuese el calor de la estación que lo originase, o fuese un mal estacional, estalló entre la tropa una oftalmía de mala especie. Siendo el mal contagioso, fueron los soldados extraídos del cuartel y repartidos en alojamientos; prudente medida que concretó el mal en los primeros atacados: éstos fueron conducidos al hospital. Entre ellos iba Benito, que era uno de los que con más intensidad había acometido el mal. Estaban los pobres pacientes al cuidado de un cirujano joven, que, además de ser hábil, tenía y demostraba un profundo y tierno interés por sus enfermos. Entre ellos, Benito era el que más le movía el corazón: su buena índole, su hermosa figura, todo en él atraía la simpatía.

     El facultativo vio con profundo dolor que la oftalmía del pobre quinto era casi incurable, y que mientras los demás se iban restableciendo y uno después de otro saliendo del hospital, el mal de Benito se hacía más intenso e incurable. En la angustia que le produjo el estado del enfermo pasaron algunos días, sin que el humano facultativo participase sus temores al desgraciado joven, amenazado en la primavera de su vida, de no ver más la luz del día, de no ver más los objetos de su cariño, de hallarse en todo su vigor inútil, en toda su lozanía marchito, en toda su hermosura desfigurado, y que, destinado a ser el amparo de sus padres, de su mujer y de sus hijos, estaba expuesto a no hallar para sí mismo otro que el de la caridad pública.

     No obstante, el mal, ese enemigo encarnizado, algún tiempo después se aferró en un ojo, experimentando el otro algún alivio.

     -Señor, - dijo un día Benito al facultativo, - todos los demás mozos han curado y han salido del hospital: ¿es mi mal peor que ninguno, que alivio no hallo?

     -Sí, hijo, - respondió tristemente el cirujano; - es peor tu mal. Dios sabe cuánto me he afanado por curarte. Alivio tienes; pero...

     El facultativo, compadecido, se detuvo.

     -Pero... ¿qué? - preguntó el quinto.

     -Hijo, - contestó pesaroso el cirujano, - me temo que... que pierdas un ojo.

     -¿Que me quede tuerto? - exclamó el quinto.

     -Cuanto he podido he hecho inútilmente para precaverlo, - contestó el facultativo.

     Pero ¡cuál sería su asombro cuando, al pronunciar estas palabras, vio estallar en Benito la más apasionada, la más expansiva explosión de alegría!

     El cirujano creyó por un instante que el paciente se había vuelto loco.

     -¡Señor! ¡señor! - exclamaba. - ¡Bendito sea Dios! ¡Bendito sea usted mil veces, que no me ha curado! ¡Señor, soy un infeliz; pero así tuviese los tesoros del mundo para remunerar a usted el beneficio!

     -Pero, hombre, ¿has perdido el juicio? - exclamó el cirujano. - ¿Con que te alegras de perder un ojo? ¿Te estás burlando de mí?

     -No señor, no señor, - contestó el quinto; - pero ¿no está usted viendo que me iré a mi casa?

     El conde y su amiga permanecieron callados algunos instantes bajo la emoción que sentían, admirando tan patente prueba del santo amor a la familia y al hogar, y compadecidos de la amargura de una situación, de la que salen con júbilo, aun a costa de tan terrible desgracia.

     -Ha probado usted plenamente su aserto, marquesa, - dijo al fin el conde; - y puesto que el soldado español es alegre, dócil, honra el estado militar, respeta el derecho del país al llamar a sus hijos bajo su bandera, y a pesar de esto, todo sacrificio le parece poco para eximirse de mudar de estado, es porque efectivamente son en su corazón profundos y apasionados el amor a la familia y al lugar de su nacimiento. El lance que ha referido usted ya lo sabía. Benito es sobrino de mi capataz en V..., y dio la casualidad de estar yo allí este otoño a fines de vendimia, cuando regresó Benito a su casa.

     -¿Y fue inesperadamente? - preguntó con ansiosa curiosidad la marquesa. - ¿Sorprendió mucho a su familia?

     -Supe todos los pormenores de su vuelta por mi capataza, que es tan sumamente amiga de hablar, que cuando ha agotado toda materia y exprimido todo asunto, vuelve a decir lo que ha dicho ya, como sucede en las Cortes.

     -Cuente usted, pues, esos detalles, conde; no puede usted creer lo que me complacerá en ello.

     -Un año había trascurrido desde la salida de los quintos; pero la pena de la madre y de la novia de Benito estaba viva como el día en que partió. Las penas que no tienen remedio levantan la palabra IMPOSIBLE como una barrera a toda esperanza, y la ponen sobre el corazón como una losa sobre su sepulcro, que halla entonces en su misma inmovilidad la quietud del hielo. Pero, la pena que muestra una lejana esperanza al través del temor de otras penas mayores, suscita y acrecienta inquietas y amargas olas en el mar de angustia que inunda el corazón.

     Así era que la familia del quinto, que creía que se había embarcado para la Habana, estaba reunida en la mayor congoja en una de las tormentosas y lúgubres noches con que tan anticipadamente se anunció el otoño de este año. La lluvia caía en tan gruesas gotas, que no parecía sino que las hubiesen cebado las nubes para arrojarlas cual proyectiles a la tierra. El viento hacía alarde de su fuerza invisible y de su inconsistente poderío, lanzaba su lúgubre grito de guerra, y arrancaba las tejas que cubren las casas, así como el soberbio insolente derriba el sombrero del humilde que no se le quita; en el silencio de la noche nada respondía a sus bramidos, sino algún lejano trueno. De cuando en cuando dibujaba un relámpago su marcha con agudos rasgos de fuego en las negras nubes, y toda esa tormentosa agitación de la naturaleza hallaba un eco fiel en los corazones de aquella angustiada familia. La madre...

     -¡Ya me hago el cargo! - interrumpió al conde la marquesa. - ¡Ay! Que el dolor no halló lecho más blando que el corazón de una madre, y así lo hizo su preferente morada.

     La pobre MARÍA, - prosiguió el narrador, - postrada ante el CRUCIFIJO y una imagen de la VIRGEN DEL CARMEN, rezaba el Trisagio en voz ahogada y temblorosa.

     Cuando hubo concluido el cántico, exclamó:

     -¡Ay, Dios! ¡Mi pobre hijo que ahora está en la mar, en la mar que dicen se traga más navíos que el año días!... ¡MARÍA SANTÍSIMA DEL CARMEN! ¡Tú que has salvado tantas vidas de navegantes que a tu amparo se acogieron como almas de pecadores que tu intercesión buscaron, SANTA MADRE DE DIOS, oye los clamores de otra madre! ¡JESÚS! ¡SEÑOR! ¡Cuantos años me quedan de vida daría por tener a mi hijo a mi lado! No puedo pediros tamaño milagro; pero sí os pido que le salvéis de esta borrasca que desamparado del mundo entero, estará pasando! ¡Salvadlo, SEÑOR, por las lágrimas de vuestra Madre, salvadlo!

     -¡Salvadlo! - repitió toda la familia sollozando.

     -¿Para qué pedir el ir a América? - gimió su prima Rosa, - ¿Para qué exponerse sobre esa mar que no es amiga de nadie?

     -¡Ese hijo me va a matar! - exclamó MARÍA. - Pues lo que estoy pasando es peor que mil muertes.

     -¡Pues ya se ve que te quitará la vida, no él, sino tú misma! - dijo el padre. - Desde que las Indias son Indias, ¿no han ido y venido allá los españoles como voy y vengo al cortijo? ¡Pero de juro que se ha de ahogar Benito! Se te metió en la cabeza, y lo que a ti se te mete en la cabeza ni con un barreno de pólvora sale.

     -Calla, Martín, - contestó su mujer, - que estás haciendo de tripas corazón, y tan muerto estás como yo. ¡Jesús! - añadió, tapándose el rostro con ambas manos, herida su vista por el repentino fulgor de un rayo, al que siguieron los cortados y repetidos estallidos con que revienta el trueno cuando está la tormenta sobre nuestras cabezas.

     Las muchachas se pusieron a rezar el SANTO, SANTO, SANTO, y MARÍA dejó caer abismada su cabeza sobre una silla en que ocultó su rostro, gritando:

     -¡Hijo mío, hijo mío!

     En este instante llamaron ala puerta: uno de los niños fue a abrir.

     -¡Jesús! - gritó cuando hubo abierto. - ¡Padre, padre, un forastero!

     Y antes que su padre contestase, se precipitó un hombre en el cuarto, tendió rápidamente la vista, vio a MARÍA, voló hacia ella y la cogió en sus brazos diciendo:

     -¿No me llamaba usted, madre? Aquí estoy.

     Hay escenas que no pintan pinceles ni describen plumas. Todo en aquella casa lo había anonadado la alegría; en vano lanzaban las nubes sus rayos, rugía el viento sus amenazas, e inundaban los aguaceros la casa: el sol de Mayo brillaba en ella. Ya no eran súplicas, sino acciones de gracias las que se dirigían a las divinas Imágenes.

     -¡Milagro! ¡milagro! - exclamaba fuera de sí la madre.

     -¡Milagro! - repetía enajenada la familia.

     Habíase acercado a la mesa sobre que estaba el velón, y sólo entonces notó MARÍA la lesión de su hijo.

     -¡Benito! - gritó estremecida. - ¿Qué es eso?

     -Eso - contestó Benito alegremente - es que me cuesta la licencia un ojo de la cara.

     -Y no es cara, - dijo Rosa con alegría y con la exquisita delicadeza del verdadero amor.

     -¡Hijo de mi vida! ¿Has estado en campaña? - preguntó con acongojada voz MARÍA.

     -Sí, en el hospital, luchando con un enemigo mío y no de su majestad.

     -¡Ay Dios mío, Dios mío, - exclamó la pobre madre llorando amargamente, - que mi hijo ha perdido un ojo!!!

     -¿Y qué lo hace, si le queda otro? - repuso Rosa echándose a reír.

     -¡Ay, qué desfigurado está el hijo de mis entrañas!... - gemía MARÍA, retorciéndose las manos.

     -No tal, señora, - respondió Rosa con la misma alegría. - A bien que no tiene que parecer bien sino a mí, y a mí me parece hermosísimo ahora como antes.

     -¡Lisiado mi hijo! ¡Lisiado mi sol! - repetía llorando MARÍA. - Más quisiera que se me hubiesen secado mis ojos de llorar, que ver a mi Benito tuerto.

     -¡Pero, señora, si usted no se va a casar con él, sino yo, y a mí no se me importa que lo esté! - replicaba Rosa.

     -¡Ay! ¡Quién pudiera quitarse los suyos y ponértelos! - proseguía diciendo entre sollozos MARÍA. - ¡Yo que te parí con dos ojos más bellos que dos estrellas! ¡Ay! ¡Qué dolor! ¡qué dolor!!!

     -No llores, mujer, - dijo Martín a MARÍA - antes da gracias a Dios por la merced que nos ha hecho trayéndonosle. Ha poco no te atrevías a pedir a Su Majestad tamaña gracia, y ahora que cuando esperarla no podías te la concede, en lugar de agradecerla lloras por lo que queda. ¿Tú quieres las cosas sin pero y a medida de tu deseo? Pues, hija mía, eso no puede ser, porque siempre se ha dicho que

COSA CUMPLIDA...
SÓLO EN LA OTRA VIDA.

     El conde calló, y también la marquesa permaneció silenciosa y con la cabeza inclinada.

     -¿En qué piensa usted, mi amiga? - preguntó al cabo de esta pausa el narrador. - ¿He persuadido a usted al fin, con la ayuda de los hechos, de que COSA CUMPLIDA, SÓLO EN LA OTRA VIDA?

     -Me preguntaba a mí misma - contestó la marquesa - que cuál de las dos quería más a Benito, sí su madre, a quien tanto afligía su deformidad, o su novia, a la que no se le importaba nada.

     -Cada cual fue en su género el tipo más cumplido de sus respectivos amores, - respondió el conde.

     -Pues a su vez deduzca usted de esto, amigo mío, - prosiguió la marquesa, - que algo hay CUMPLIDO en este mundo, y es todo NOBLE AMOR EN EL CORAZÓN DE LA MUJER.

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