Costumbrismo y magia: un curioso manual sobre «La mágica blanca» de 1833
David T. Gies
Universidad de Virginia
Es posible que
hablar de costumbrismo como fija categoría
literaria en la primera mitad del siglo XIX sea un acto
inútil. Como ha indicado José Escobar, el
término no se usa hasta finales del siglo en España y
no figura en el Diccionario de la Real Academia
Española hasta 1956 («Literatura» 195-196). Sin
embargo, ya para el mismo Larra, el costumbrismo es un
género «enteramente moderno» (reseña del
Panorama de Mesonero, 1836) algo que confirma tanto
Escobar como Álvarez Barrientes al demostrar que aunque el
término crítico es relativamente moderno, el
fenómeno que describe aquel término surge en
España y en Europa ya en el siglo XVIII. Es harto
difícil hoy en día leer lo que opina Montesinos sobre
el costumbrismo -«la historia del
costumbrismo es simple, o al menos yo no hallo en ella grandes
misterios»
(Costumbrismo y novela, Castalia,
1960; cit., por Romero Tobar, 398)-,
porque todavía existen grandes misterios. Estamos más
de acuerdo con Inman Fox, que ha escrito que «La autoridad de Montesinos ha generado, a su vez,
juicios sumarios que niegan al costumbrismo romántico el
interés literario, si no el documental, y la voluntad
artística de sus cultivadores»
(348). Romero Tobar
indica que las varias tendencias del costumbrismo son «semillas de contradicción y de
complejidad»
(Panorama 429), observación
que cuadra más con nuestras perspectivas modernas.
Estoy de acuerdo con las afirmaciones de estos críticos: el costumbrismo trasciende el valor documental que se le adjudica, y no sólo posee, como sugiere Fox, pleno valor artístico, sino que, bajo su aparente simplicidad, esconde una rica y fecunda complejidad. Si por una parte, y como implica Romero Tobar, el costumbrismo posee un elemento de evaluación científica de la realidad (lo que equivaldría al aspecto documental mencionado), por otra, voy a sugerir que se enlaza con formas de creación artística, tales como la comedia de magia que pueden, a primera vista, parecemos no ya distintas sino en directa contradicción con lo que entendemos bajo el término genérico «costumbrismo». Por eso, quisiera ver cómo funciona el costumbrismo en aquella zona que se encuentra entre el espectador teatral y el escenario, es decir, quiero estudiar un fenómeno a la vez mimético y anti-mimético relacionado con el teatro de magia. Para hacer esto, vamos a comentar un curioso manual sobre la magia, titulado La mágica blanca descubierta, o bien sea Arte Adivinatoria, con varias demostraciones de física y matemática, publicado en Valencia en 1833.
Escobar declara, acertadamente, que los postulados del costumbrismo ya estaban formados en 1828-1829, antes del pleno costumbrismo de Mesonero, Estébanez o Larra («El artículo de costumbres» 377). El autor costumbrista observa, describe, escribe y -cómo no- evalúa la realidad que le rodea. Será en parte una prolongación de la postura científica-documental dieciochesca, pero en esta época, en esta coyuntura de tiempo e ideología, otros escritores también se empeñan en revelar verdades. Esta época es la época del auge del teatro de magia en la península, género que nadie medio cuerdo acusará de ser costumbrista. Pero sabemos que el teatro como objeto de observación costumbrista capta la atención de escritores como Mesonero y Larra en los primeros años de la década de 1830. La visión del teatro es por ende legítimo objeto de análisis costumbrista. Escribe Enrique Rubio que:
(133, 135) |
Si es cierto que el costumbrismo refleja una realidad circundante, veremos cómo el teatro de espectáculo y de magia cumple en su parte esta misma misión y -más importante para nuestra hipótesis- cómo el libro ya citado sobre la magia blanca subvierte aquella misión. Mis conclusiones serán poco ortodoxas y muy tentativas, pero espero por lo menos ofrecer algo nuevo a nuestra comprensión del fenómeno costumbrista.
No podemos repasar aquí la historia de la comedia de magia en España, cosa que ya han hecho brillantemente, entre otros, Joaquín Álvarez Barrientos y Ermanno Caldera. Baste recordar que su recepción pública fue extraordinaria y que su influencia sobre otros géneros teatrales (especialmente sobre el drama romántico) fue notable (ver Gies, «Don Juan Tenorio» e «Inocente estupidez»). La comedia de magia y el costumbrismo no parecen coincidir ni en su misión ni en su resultado. El teatro de magia elabora un mundo fantástico, casi onírico; el costumbrismo es más «real». Pero el costumbrismo como movimiento literario es realista porque está de acuerdo consigo mismo, es decir, porque los lectores comparten la misma realidad que intenta describir el autor. Este lector presta «realidad» a lo que lee porque la realidad exterior, experimentada, está de acuerdo con la realidad ficticia. Le da una exactitud referencial. Si coinciden estos dos mundos -el interior de la ficción y el exterior del mundo plástico- en suficientes detalles, la ficción se convierte en realidad, en verdad revelada y confirmada. El teatro de magia parece ser la antítesis del costumbrismo porque intenta esconder verdades, es decir, esconder el cómo de ciertas acciones o transformaciones o vuelos que el público sabe perfectamente ser falsos, imposibles y nada reales. El público, incluso el público más ingenuo, sabe que las velas no se encienden de por sí delante de don Simplicio, que la tierra no se abre para que salgan cuatro músicos, o que Cupido no reside en la cachiporra que un cíclope deja abandonada en un banco, cosas que pasan en La pata de cabra. Sin embargo, ¿qué pasa si y cuando el lector o el espectador comparte esta realidad con el autor? ¿Qué pasa si y cuando el espectador llega a creer (desea creer) que lo que ve en las tablas es la verdad?
El autor del
manual, La mágica blanca descubierta, cita a
Virgilio para defender lo que va a hacer -revelar verdades.
Escribe: «Félix qui potuit rerum cognoscere
causas»
, y es precisamente esto -«conocer
causas»- lo que le inspira a escribir el libro. Y así
lo hace. El libro explica, con detalle, los «misterios»
que «son el embeleso y asombro de cuantos
inteligentes»
(VII), misterios con nombres como «El
cuadro mágico», «La cocina militar»,
«El palacio y el oráculo mágico»,
«El anillo magnético», «Sombras
chinescas» y «Fantasmagorías». Aficionados
y estudiosos de la comedia de magia de la época
reconocerán en estos títulos algunos de los trucos
más espectaculares de aquellas obras teatrales.
Ahora bien, aunque
el autor proclama dirigirse al lector inteligente, es obvio que el
público que ve esta magia no debe ser tan listo porque, para
tener éxito, varias ilusiones tienen que contar con la
ingenuidad y a veces la franca estupidez del espectador. Caso
contado es el que se llama «El pañuelo marcado,
cortado y compuesto», donde no sólo se cuenta con un
cómplice escondido («un
compañero que está detrás del tapiz»
64) sino también con un ignorante en el público.
Así lo explica el autor:
(65) |
De esta manera, el
engaño queda asegurado. Otro ejemplo es el del engaño
del faisán de las Indias, «encaramado sobre una botella, canta de repente,
sin ensayo preliminar, todas las arias que se le
manden...»
(101), pero la realidad de este engaño
es bastante prosaico y depende una vez más de la ingenuidad
del público. Así se explica:
(101-102) |
Y este
público no sólo es ingenuo y quiere ser
engañado, sino que puede ser francamente peligroso: la
descripción de la ilusión que se titula «Puestos tres cuchillos en un cubilete, salta uno
de ellos a voluntad de los espectadores»
, comienza
sencillamente, «Se piden tres cuchillos a
diferentes espectadores...»
(107).
El libro contiene un amplio muestrario de trucos e ilusiones que sirven para engañar al espectador. Muchos son juegos de naipes, experimentos científicos y semejantes cosas que distan de ser de interés teatral. No obstante, otros revelan los secretos escondidos detrás de algunas de las ilusiones más admiradas por el público teatral de aquellos años. Entre estos juegos pueden contarse las luces que se apagan automáticamente («La vela simpática» se llama aquí), fuegos que se producen espontáneamente, la aparición y desaparición de individuos por medio de escotillones («La desaparición de un muchacho» es caso concreto), la transformación de un cuadro en otro, vuelos, el uso de la linterna mágica, la cabeza que habla (que recuerda «La redoma encantada» de Hartzenbusch) y otras cosas por el estilo.
El manual no falta
de crueldad en servicio del engaño: en un juego, se mata a
un canario («se le sofoca
apretándole con el dedo índice y con el
pulgar»
); en otros se decapita a una paloma, se despluma
a una gallina viva, y en otro más se fusila a una
golondrina. Otros demuestran su crueldad en forma de bromazo, como
notamos en el siguiente ejemplo:
(251) |
El libro es evidentemente una traducción de un original en francés. Y recordemos que fue un francés -en realidad, un grupo de franceses- los que transformaron el teatro español durante los años veinte. Juan de Grimaldi, Juan Blanchard, autores y traductores, directores de escena, pintores y otros individuos entrenados y educados en la nación vecina, llegaron a Madrid e iniciaron una auténtica revolución en la manera de representar y presentar dramas al público español. Como director de escena Grimaldi conocía perfectamente bien los nuevos avances que llegaron a las tablas francesas antes de verse repetidos en los escenarios de otras capitales europeas. Estas novedades no sólo se aplicaron a las comedias de magia sino, como han notado Ermanno Caldera y otros, también a las obras románticas que comenzaron a verse en Madrid a partir de 1834. En la descripción de «Objetos opacos fantasmagóricos», el autor del libro en cuestión describe un escenario que perfectamente podría aplicarse a dramas como Don Álvaro, El trovador, Alfredo, o Don Juan Tenorio:
(171) |
Dicha fantasmagoría forma, como es bien sabido, parte del trasfondo de imágenes que dominan el teatro de magia y el teatro romántico de la época
Es más: al
final del manual, el autor incluye una curiosísima
sección que relata dos ejemplos de la magia blanca, una que
se llama «El órgano que toca por
sí mismo, serpientes artificiales, pájaros
mecánicos, autómatas, jugadores de dados»
y
otro que él llama sencillamente «Juego
extraordinario». Son en realidad dos cuentos costumbristas
(¿existirá un «cuadro de costumbres
mágicas»?), demasiado largos para repetir aquí,
pero que dan una idea de cómo se mezclan elementos de
teatro, prosa y manual de operaciones científicas. Los
cuentos se relatan en primera persona, tienen personajes varios,
ambientación, detallada descripción de casas y
jardines, y acciones. Pero lo que nos interesa ahora es un breve
trozo del segundo cuento que enlaza lo que venimos entendiendo de
costumbrismo con los elementos del teatro de magia y del teatro
romántico. En la siguiente descripción, abreviada
aquí, una vez más se oyen ecos de la comedia de magia
o prefiguraciones de escenas de Don Álvaro, de
El estudiante de Salamanca (en particular, de la cuarta
parte) o del final del Tenorio.
(302-303) |
Luego explica detalladamente cómo se llega a producir el efecto, pero asegura al lector de su manual que no es más que magia y por eso, sujeto a leyes naturales, no a fuerzas sobrenaturales. Desmitifica el proceso al asegurar:
(316-317) |
Me pregunto, sin embargo, ¿por qué se tradujo y se publicó esta obra en 1833? ¿Qué había en la sociedad española, o en el mundo teatral de esta época, que hizo necesaria la presentación de un libro que revelara secretos que algunos -por lo menos directores de escena- querrían mantener ocultos? Sospecho que tiene que ver con el costumbrismo, es decir, con la nueva manía de levantar velos -de «conocer causas» en palabras de Virgilio- y de documentar el cómo y el por qué de la sociedad actual. El autor costumbrista trata de revelar secretos sobre la sociedad en que vive -hacer ver la maquinaria social de su existencia, su construcción social. La Enciclopedia sirvió esta función en la Europa científica e ilustrada. El autor del manual sobre la magia blanca busca la maquinaria de su existencia, busca lo real. El costumbrismo puede ser (para estar de acuerdo con Mesonero) una dialéctica entre lo que es y lo que fue, o puede ser una dialéctica entre lo que es y lo que parece ser. Está claro que la literatura costumbrista no es la realidad, sino un simulacro de la realidad, fabricada por técnicas literarias y una conciencia artística para producir un efecto literario. ¿Será posible que el traductor de este libro quiera desterrar de las tablas españolas tanta influencia francesa por revelar los secretos de la maquinaria que produce la ilusión teatral? ¿Será posible que la traducción y publicación de este libro sea un acto ideológico, un tiro más en la eterna guerra entre el pasado y el futuro que caracteriza el movimiento costumbrista, dividido, según Javier Herrero, en dos tendencias opuestas, una autoritaria y otra libertaria (210-211)? ¿Será posible que La mágica blanca descubierta sea obra auténticamente subversiva por desear no sólo revelar verdades sino transformarlas?
Hemos empezado
diciendo que uno de los aspectos del costumbrismo es el de la
documentación de lo real, hijo, como observó Escobar,
de la investigación científica del siglo XVIII;
dirige pues una mirada analítica hacia lo real, una mirada
que aspira a esclarecer sombras. Los objetos del género
costumbrista son, como se ha establecido claramente por la
crítica, no los individuos, sino tipos, hábitos y
rituales sociales. Entre ellos, el texto a que me refiero analiza
uno específico, el teatro. Pero la nueva mirada costumbrista
no puede aceptar las sombras mágicas, y ve, tras la
costumbre aparente de la escena, otra costumbre más
profunda, la del truco o engaño. Ambos aspectos del
costumbrismo se entrelazan aquí, el romántico que
sueña y el ilustrado que revela. Con su penetrante
concentración la razón revolucionaria se enfrenta con
un costumbrismo romántico que intenta seducir al
público con su retórica de sombras. Por eso, podemos
estar de acuerdo con Joaquín Marco, para quien el
costumbrismo es «mezcla de modernidad,
vetustez, germanía, ironía zumbona y
artificiosidad»
(136). En otras palabras, es la
magia.