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ArribaAbajoCapítulo III

Trocada en sosiego la inquietud pasada, las cosas volvieron a su orden primero, recobrando la fiesta la turbada alegría. Los nuevos entrantes tomaron su lugar, según y conforme a su calidad y condición, logrando al fin la dueña Bermúdez el verse presidiendo la banda de aquellas palomas, no tan blandas y obedientes como ella quisiera.

El buen Antúnez, el usurero honrado, también fue de los entrados de antuvión, buscando medio, si no para hallar el perdido envoltorio, al menos para dar parte de todo a María, y conferir con ella qué artes podrían trazarse, para recobrar cosa de tanto interés. Él, pensando tan ahincadamente en ello, manifestaba a los que le conocieran su flaco, cuánto esmero ponía aquel vampiro de la hacienda ajena, para ver aprobadas sus cuentas, y que las diese su amo y señor don Lope por de buena data.

Así que, ganando un lugar, y deslizándose por aquí, y pasando por acullá, haciéndose el poste a veces, afirmándose otras, y siempre mejorando de puesto, ello es que al fin se puso a tiro silencioso del objeto de su viaje, término y blanco del correo perdido, la hermosa María. Esta, que en algún intervalo se procuró tiempo para leer el billete, ya se miraba por él instruida de la venida de su amante a Algeciras, y de cuan próximamente habría de llegar oculto a la aldea. Así que al punto que el perdidoso le habló de su desgracia, la morisca le consoló con la noticia de que ya el papel estaba en sus propias manos, que no fue menos que volver el alma al cuerpo de aquel pobre, y restañar la herida por donde sospechaba él que perdiera su hacienda, y con ella la vida.

Ya iba el usurero, como quien por el sedal busca el pez, a preguntar de dónde vino el hallazgo del billete, para introducir al punto la petición de su bolsa perdida, sus papeles y apuntamientos; tal iba a preguntar, cuando de pronto o como viniendo de los cercos huertos, se dejaron oír las puntadas más blandas y dulces, y el instrumento más celestial que aquellos habitadores habían oído; tal era la extrañeza y la dulzura de la música.

-Alto allá -dijo para sí el soldado-; esto que suena es arpa, y quien la toca, fuera de ser de los diestros, ha cursado mucho por los castillos y torres góticas de la Alemania.

Entre tanto, cesando de sonar sola y señera el arpa, sus tonos llegaron de nuevo a la fiesta, casados con razones de esta




Balada


      ¡Ay de mí!
¡Ay de mí, dulce tesoro!
Por ti sólo a quien adoro
      dejo, sí,
gloria, lid, clarín sonoro.

      El laurel,
el laurel de la victoria
no borró, no, nuestra historia,
      ni amor fiel
nunca, nunca en mi memoria.

      El azul,
el azul de bellos ojos,
y la taz de albores rojos
      a un gazul
no le curan sus enojos.

      Que de allá,
que de allá región tan fría
con ilusa fantasía
      volará
al jardín de Andalucía.

      ¡Ay Dios!, quién,
¡ay Dios!, quién un sol no deja,
por besar, con blanda queja
       de su bien
una mano por la reja.

      Tú, clavel,
tú, clavel, con tus dos soles
me hallarás en tus crisoles,
      el más fiel
de los nobles españoles.



Cuáles fueron los pensamientos y contrarias resoluciones que estos acentos levantaron en los ya recelosos e inquietos corazones de las diversas personas del festejo, no es cosa que se sujetaría a fácil explicación: basta decir que María esperaba, que el soldado reía, que amenazaba Muley, que Gerif se inquietaba, el usurero temía, y que todos, ya curiosos, no ansiaban por mejor cosa que ver con los ojos aquella persona que tan bien halagaba los oídos con su canto y su destreza.

Muchos se dispersaron diligentemente por ver quién primero introduciría aquel cantor en el festejo; pero aunque tantos corrieron y rondaron la casa, fue vana toda diligencia, y así se volvieron como habían ido.

Muley, disimulando el mal reprimido coraje que le hervía en el pecho, venciéndose por aclarar sus sospechas, o reprimir las muestras de su cólera, se acercó al estropeado ya medio sano, y en voz baja le dijo:

-Mira, soldado; en todo lo que aquí se pasa hay algo de oculto, que conozco y no alcanzo: si yo me hubiera dejado ir a la mano de mi enojo, ya hubiera descendido el castigo, antes que la discreción mía quisiera satisfacerse de las artes que aquí se juegan; pero puesto que mi discreción ha hablado, quiero oírte decirme qué mensajes tienes con Zaida, con María quise decir, y quién puede ser esa persona que cantó poco ha.

El soldado escuchó sin la menor turbación del mundo hasta el fin el razonamiento de Muley, y sin dar importancia ni a lo que oyó, ni a lo que él decía, respondió:

-María, como se llama -y no Zaida como tú mal nombraste-, es mi bienhechora, y los agradecidos con los bienhechores tenemos ciertas obligaciones que no se pueden revelar. No sé, aunque bien sospecho, quién sea ese cantor que tanto te asusta; pero puesto que tú hablaste de discreción, yo la tengo bastante para no afirmar sino aquello que no sé ciertamente y sin duda alguna; mas siendo cierto que entrambos somos discretos, callémonos y soseguémonos, que, o yo me equivoco mucho, o la voz de ese cantor, de oírla hemos, no tan lejos y más a orilla de nosotros.

Y haciendo una breve pausa el soldado para dirigir la vista hacia donde aguzaba las orejas el gozque que al lado tenía, volviéndose con aire maligno y de triunfo a Muley, que le miraba con dos ascuas de vidrio que no con dos ojos, le dijo a este riéndose:

-Hele ahí, Muley.

Y todos revolvieron la vista hacia las puertas de los huertos, y vieron llegar airosa y sosegadamente, mitad de caballero y mitad de camino, al mancebo más bizarro que pintarse pueda la imaginación. El talle era galán, la estatura aventajada, el rostro hermoso, y con una gravedad en él, y tal autoridad en su frente, que bien mostraba, con todo de estar en sus floridos años, los cargos de cuenta que habría desempeñado. Una ropa corta de fino paño pasada por los hombros le cubría hasta la rodilla; las calzas eran a la francesa, que solían llamar de Francisco I, y las botas eran de gamuza de Flandes: todo mostraba que venía del lado allá de Europa, y cuando no, bastaría a certificarlo su arpa pequeña que traía en la mano, y ayudando a sostenerla por los hombros con una banda encarnada.

-Caballeros y doncellas -dijo-, no os parecerá descortesía que un pasajero, que a la dicha camina por aquí haya osado turbar vuestro regocijo con su presencia; pero bien se podrá perdonar a un español que vuelve de tierras extrañas el deseo de gozarse en los festejos de los suyos, y mucha nobleza me muestra este aparato para que no confíe hallar agasajo en vuestra cortesía.

-Caballero -le repitió el anciano Gerif-, seáis el bienvenido; y puesto que nos honramos con vuestra persona, bien os podéis regocijar en este concurso cuanto cumpla al gusto vuestro, pues el valor de vuestra persona nos paga colmadamente favor tan corto.

Muley hubo de reportarse de nuevo con la hospitalidad concedida por el tío al incógnito pasajero, y rabioso y despechado cuanto más se veía obligado al disimulo, se derribó otra vez sobre el arrimo de las columnas, atalayando como un neblí desde el cielo, cuanto pasaba en derredor suyo.

Nuevo y mayor aliento tomó el festejo con la llegada del caballero, necesitándose de la turbación agradable de los sones, de los acentos y de la blanda algazara del festejo, para que María pudiese esconder, bajo la fuerza del disimulo, las más contrariadas impresiones que probaba en aquel punto. Ella, clavando los suyos en el entrado, no hacía sino seguir el corriente de cuantos hermosos ojos había en el concurso, que unos por curiosidad y otros por afición, todos se fijaban en el caballero; pero María miraba en él algo más que no un viajero vulgar.

La banda roja que sujetaba el arpa y un anillo que le vio brillar en la siniestra mano, le bastara a probar que tenía delante a don Lope, si ella ya con su vista no hubiera recogido aquella galana figura, para conferirla con el retrato que llevaba en su corazón, sacando de todo en claro que quien se hallaba delante era verdaderamente su antiguo y fiel amante, tantas veces pregonado por la fama en Italia y Alemania, y tan altamente estimado por el emperador Carlos V. Para mayor placer suyo, pues ya sin duda alguna estaba bien segura de quién era, hubo de oírle las endechas siguientes, que al mismo son del arpa cantó el caballero, vencido de tanto encarecimiento como se le hacía:




Endechas


   Galán que te marchas,
por muerto te cuenta,
que amores ausentes
no hay cosa más muerta.

   Son, sí, los amantes
una vida entera,
dos cuerpos y un alma
que un nudo los sella.

   Pero en los dos ellos
hay tal diferencia,
que muere el que es ido,
y vive el que queda.

   Acaso el estante,
porque bien parezca,
duelos por tres días
al ido celebra.

   El lienzo a los ojos
acerca o aleja,
mojado por ellos
en llanto de fuerza.

   Por cumplir se viste
las tocas más negras,
tocas que al domingo
en galas se truecan.

   Memorias pasadas
se van como niebla,
finezas del día
sol es que penetra.

   Y airoso mancebo
que el coso pasea,
y tercia la capa
y ronda la reja.

   Terceras mediando
(mal hayan terceras)
los ganados juros
del ausente hereda.

   Las glorias presentes
el olvido engendran,
fabrican mudanzas
las nuevas ternezas.

   Y en tanto el ausente
gime, llora y pena,
y en acento triste
cantando se queja:
Mal haya quien fía
en mujer que queda.



La intención que el cantor dio a los últimos versos tan ahincada, el acento tan blando, y las circunstancias tan claras, que María, sin estar más en sí, dejó asomar a sus ojos las lágrimas más tiernas y de más amor y ternura; pero acaso al volver la cabeza, y al encontrar la airada vista de Muley, que ni un átomo perdía del canto ni de las lágrimas, fue tal el susto que sobrecogió a la ya tan combatida amante, que temerosa y confundida se sintió tomar de tan cruel desmayo, que apenas tuvo tiempo de dejarse caer en los brazos de las doncellas que alrededor estaban.

De un salto se hubiera puesto a los pies de la hermosa el rendido caballero, si su voluntad no hubiera impedido un brazo vigoroso que le sujetó, así como sucedió el desmayo, y se preparaba para acercarse a la desmayada.

-¿Quién sois vos? -gritó con voz de tigre Muley-. ¿Quién sois vos para venir a turbar los festejos de la gente principal, y poner asechanzas a las esposas de quien vale más que vos?

-¿Quién ha de ser -dijo el usurero, que conociendo a su amo, quería así ganarle sagazmente el ánimo-, quién ha de ser, sino, el noble caballero don Lope Zúñiga Dávalos Guzmán y Pacheco, heredero ricamente en estos contornos, señor de las villas de Alchor y Ferreyra, merino que fue de la reina, paje del rey, comandante de su tercio, querido del emperador, y...-no se oyó más; pues Muley, con un bote que tiró a don Lope, principió el estruendo más espantoso.

Don Lope, que verse sujetado, apostrofado, desasirse, tirarse a fuera, y poner una daga en la mano, todo fue uno, no hubiera escapado de alguna grave herida del furioso golpe de Muley, a no llevar vestido bajo la ropa un fuerte jaco milanés. Reparado así tal golpe, la revuelta comenzó encendidamente pues los moriscos a una voz decían:

-Favor a nuestro príncipe Muley, muerte a los castellanos.

Don Lope, aunque sin espada, manejaba la daga tan viva y diestramente, que en derredor de su persona parecía haber abierto ancho foso en cuanto alcanzaba su brazo armado, que le ponía a cubierto de los más briosos; pero el furor de Muley le estrechaba mucho, y su peligro crecía a cada instante. Los cristianos viejos que allí se encontraban, prevenidos por la mano, y no dispuestos para tal revuelta, apenas podían desembarazarse de la multitud morisca, y de la estrechez del lugar. En esto, que todo fue obrar en un átomo de tiempo, se oyó la voz del soldado que dijo:

-Hermano Cigarral, la curación que principió María conclúyala el peligro de mi amo y señor.

Y decir esto, y arrojarse sobre las muletas, y despejarse con la una mano este ojo enfermizo, y garfiarse con la otra, y arrojar aquel negro parche, y tirar por el caballete de la una muleta, y sacar una terrible espada, y tirar del otro palo y repetir otro igual acero, fue cosa hecha antes que vista.

-En vuestra ayuda soy, y a vuestro lado me tenéis, don Lope -dijo el soldado-, acordémonos de Pormán y cierra España.

Con esto, y por esto, aquellos que parecían miembros tan doblados, enrevesados y encogidos, mostraron tal elasticidad y vigor, que abriéndose calle el soldado con tanto desenfado como bizarría, revuelta una capa al brazo, se le vio, sin saber cómo, al lado del valiente caballero, ya armado este con una de aquellas espadas de máquina que sacó el soldado.

Era de ver en tanto la confusa gritería, las lástimas de las mujeres, los parasismos de estas, los ruegos de aquellas, y los llantos y aflicciones de todas. Cuáles caían, cuáles se apresuraban por coger a hurto las puertas, buscando seguridad en la fuga, y cuáles, estas eran las más principales, formando corro alrededor de María, manifestaban querer dividir una suerte común, rogando a unos y suplicando a otros, que difiriesen para otro caso tanto encono y tanta pelea.

Dos espadas tan diestra y poderosamente manejadas pronto ladearon la victoria a la banda cristiana. Muley, a despecho de todos, contenía a los suyos, reparándose y mejorándose como más a cuento podía; pero un enemigo, con quien no contaba, le puso a la merced de sus contrarios. El pícaro gozque, como si entendiese el peligro en que se encontraban los suyos, o porque estuviese adiestrado también para jugar tales piezas, ello es que desde el comienzo de la danza, no se entretenía sino en pasar y repasar, enredar y tropezarse entre los pies de los moriscos, derribando a muchos, embarazando a no pocos, y procurando, al fin, la prisión de Muley, pues atravesándose muy al propósito a las espaldas del moro, cuando este rompía en retirada, se enredó miserablemente, y cayó en tierra sin más poderse recuperar. Todos cargaron sobre él; pero las espaldas de sus dos contrarios, ya amigables custodios, le libertaron de todo insulto.

-Levantaos -le dijo don Lope.

-No hará tal -replicó el alcalde-, sino para entregarse a merced de la justicia, tanto y más, cuanto que corren voces de venir don Fernando Muley de las costas de Berbería.

El Gerif, a cuyo desplacer tuvo principio tan grande revuelta, y que por más demostraciones que hizo no pudo apaciguarla, quiso interponer su respeto para excusar de la prisión a su sobrino; pero todo fue en balde, pues las sospechas de que andaban en tratos de rebelión, y apellidarle príncipe durante la refriega, eran capítulos de no fácil enmienda. Sin embargo, la autoridad de don Lope alcanzó el que Muley asistiese como prisión en la propia casa del alcalde, mientras él acallaba los unos, y podía prestar favor a los otros.

Hecha cata y cala de los botes, tendientes, estocadas, tajos y mandobles de la revuelta, resultó, como casi siempre, ser mayor la salva que el provecho, quiero decir, que todo se redujo a no muchos levantes de espadas y a cuatro abolladuras de cabeza. El miedo de ofender a las mujeres no permitía a los combatientes herir con el acierto que hubieran empleado a medirse cuerpo a cuerpo y en campo raso. Sin embargo, de ello, se dejaban sentir unos lamentos tan tristes, que todo el mundo creyó haber acontecido mayor desgracia; pero tales duelos y lastimerías no eran más que los sollozos de la Bermúdez y los gritos del usurero; de aquella por otras tocas que acababan de perder, y de este por mirarse roto y manchado en todas las galas.



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