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Crónicas desde Segobriga (12). Perdone usted que le enterremos

Juan Manuel Abascal Palazón

[Publicado originalmente en El Día de Cuenca, 5 de noviembre de 2004, p. 16.]

Bajo el pórtico meridional del foro de Segobriga apareció el 11 de noviembre de 2003 una preciosa escultura. Había sido enterrada con todo cuidado para ocultarla a los ojos de los transeúntes y quienes lo hicieron procuraron dejarla allí con todo mimo, haciéndola descansar cuidadosamente en una fosa excavada al efecto, para que perpetuara bajo tierra la fama que se le arrebataba en la superficie. Su mano derecha, delicada y labrada con finura en el mármol, no sufrió el más mínimo daño pese a soportar todo el peso de la escultura en este improvisado ataúd; los pliegues de su túnica mantuvieron la tersura que el artista les dio en su día y las proporciones de pies y mano aún permitían reconocer la figura de un adolescente al que su posición social había proporcionado la gloria de ver su estatua sobre un pedestal en la plaza de Segobriga.

La escultura de nuestro anónimo personaje cumplirá pronto los 1.800 años, pues su estilo permite reconocer fácilmente una obra de comienzos del siglo III de nuestra era. Honrado un día por los ciudadanos, su efímera fama terminó cuando las circunstancias obligaron a retirar su imagen y a condenarlo al olvido eterno bajo una capa de tierra en un lugar muy transitado de la ciudad. Sobre él pasarían durante décadas, durante siglos, las gentes de Segobriga; pronto se perdería el recuerdo de este sepelio pétreo y con él también el del personaje.

¿Quién era aquel individuo y qué pudo ocurrir para que se llegara a esta situación? No deberíamos extrañarnos de que una vieja escultura, maltrecha y con elementos ya perdidos por el paso de los años, fuera retirada de su emplazamiento y acabara troceada formando parte de un muro; nos sobran los ejemplos de ello. Sin embargo, pese a la pérdida de la cabeza, no parece que nuestra estatua hubiera estado mucho tiempo expuesta a las inclemencias del tiempo ni que acusara un deterioro que justificara su retirada. De haber sido así, no se hubiera puesto ningún cuidado en su traslado ni se habría realizado este simbólico sepelio en el foro, sino que cualquier horno de cal se habría tragado sus restos.

De la contemplación de la pieza y de su lugar de hallazgo se desprende que estuvo muy poco tiempo expuesta al público, que fue retirada con delicadeza y que representaba a un joven. A la memoria viene inmediatamente la suerte que corrieron algunas estatuas e inscripciones de efímeros emperadores romanos y miembros de su familia de la primera mitad del siglo III. Aupados al trono de Roma a veces por la fuerza y con la ayuda del ejército, su fama se extinguía con su asesinato o un golpe de Estado y pocas veces terminaba en el lecho; algunos de ellos, tras un apresurado disfrute de la dignidad imperial, recibían de forma postrera la condena de sus actos por parte del Senado romano, que acarreaba lo que en su día se llamó la damnatio memoriae, el borrado o anulación del recuerdo, la supresión de la memoria mediante la retirada de sus imágenes y el repicado de las inscripciones que contenían su nombre.

El emperador Heliogábalo tenía unos 18 o 19 años cuando fue asesinado y sufrió esta condena senatorial, Alejandro Severo rondaba los 27 años, el joven Máximo andaba cerca de los 23, etcétera. De tratarse de la imagen de un monarca caído en desgracia, no sería difícil poner nombre a esta estatua. En estos casos, los dirigentes de las ciudades del Imperio romano, y entre ellos los segobrigenses, habrían recibido instrucciones para proceder a la retirada de los símbolos públicos del monarca condenado tras su muerte. Desconocidos y lejanos para la mayor parte de los ciudadanos, la orden de la retirada de sus imágenes sería recibida con indiferencia y con sorpresa en algunas comunidades, que se limitarían a cumplirla con las reservas que imponía convertir en trozos la imagen de un emperador.

Si nuestro personaje era uno de estos monarcas condenados tras su muerte, la supresión de su recuerdo se ejecutó de forma contundente enterrando su imagen bajo tierra pero, eso sí, tratando de no deteriorarla por aquello de no atentar contra la dignidad imperial. Entre las explicaciones posibles ésta es hoy la más probable. En todo caso, el relato pormenorizado de lo ocurrido se fue a la tumba con la estatua.

Que la gloria es pasajera es algo evidente; el mundo antiguo, y no solo el presente, nos da continuas pruebas de ello.

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