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Crónicas desde Segobriga (13). El agua que trae la vida

Juan Manuel Abascal Palazón

[Publicado originalmente en El Día de Cuenca, 12 de noviembre de 2004, p. 20.]

Desde el punto más alto del Cerro de Cabeza del Griego, emplazamiento de Segobriga, se extiende hacia el norte un horizonte de suaves lomas que en octubre y noviembre ofrecen una paleta de colores ocres entre barbechos y tierras recién labradas para recibir las lluvias del otoño. En las crestas de esas lomas se dividen las cuencas fluviales del Tajo y el Guadiana, señal inequívoca de que nos encontramos ya en tierras casi manchegas y que hemos salido de las llanuras castellanas.

Por aquí el agua es un bien precioso, como lo fue en la Antigüedad, y de su uso en Segobriga sabemos cada vez un poco más. Al pie de la ciudad, por su lado meridional, los escarpados riscos mueren en el curso del Gigüela, que escurre sus aguas hacia la provincia de Ciudad Real; sin embargo, este cauce apenas sirvió para el abastecimiento de la ciudad en época romana debido a la diferencia de altura con el núcleo urbano, por lo que hubo que buscar otras fuentes alternativas.

Con el fin de dotar al municipio de un caudal potable regular se construyó un acueducto que recorre más de tres kilómetros desde el manantial hasta los depósitos urbanos y que explica el desarrollo de la ciudad. Segobriga no hubiera sido nada sin ese abastecimiento constante; emplazada en un cerro elevado, rodeada de tierras de secano y de un tupido monte bajo, su existencia fue posible gracias a la puesta en funcionamiento de esa conducción y a las obras de infraestructura que se realizaron en su cabecera.

El acueducto tiene su origen en el cercano pueblo de Saelices, en el que unas galerías talladas en la roca sirvieron de punto de captación; el cauce salía, y sale aún, a la superficie en la Fuente de la Mar, donde comenzaba la construcción externa por la que el agua circulaba dentro de una tubería de plomo. Este sistema permitía salvar la complicada topografía hasta llegar a la ciudad y aseguraba la presión del caudal, avivada por un desnivel de algo más de 16 metros.

Cuando se visita Segobriga se pueden ver repartidos alrededor del monte un total de seis aljibes que en su día sirvieron para almacenar el agua entrante y repartirla después por las distintas zonas de la ciudad. No se hicieron para recoger agua de lluvia, sino como parte de un sistema concienzudamente planeado para garantizar el mantenimiento de los recursos hídricos en este emplazamiento. Aún hoy uno de esos antiguos aljibes romanos sigue prestando servicio en la infraestructura de riego del Parque Arqueológico.

Con ese agua los segobrigenses consiguieron poner en funcionamiento varios conjuntos de termas públicas y disponer de caudal en zonas habitadas. Los numerosos rastros de conducciones de entrada y cloacas de evacuación dejan ver que el agua estaba presente en la ciudad, ofreciendo una imagen muy distinta de la que hoy podemos percibir en el silencio de las ruinas. Ese mismo caudal llegaba también a las viviendas situadas fuera del perímetro urbano, justamente donde se concentraba la mayor parte de la población, y estuvo también al servicio de los campos, donde pudo mantener una pequeña zona de regadío.

Por las calles y los campos de Segobriga se oyó hace dos mil años el correr del agua y al pie de la ciudad el Gigüela encajonado en el escarpado del cerro refrescaba el oído de los ciudadanos. Durante varios siglos aquellos rumores sembraron la tranquilidad entre los segobrigenses y convirtieron el entorno en un paisaje con vegetación. Segobriga tuvo futuro porque tuvo agua y su acueducto trajo la vida a estas tierras que el verano sofoca mientras cantan las chicharras.

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