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Crónicas desde Segobriga (14). Las voces de las piedras

Juan Manuel Abascal Palazón

[Publicado originalmente en El Día de Cuenca, 19 de noviembre de 2004, p. 20.]

Conozco a algunos colegas que siguen teniendo reparos en excavar una tumba antigua. Me lo explico porque supone el más duro acercamiento de un arqueólogo hacia la realidad que estudia; es el momento en que hay que poner sexo y edad a los huesos que la paleta va descubriendo y en que hay que imaginar las ruinas como viviendas y convertir su silencio en bullicio callejero para entender y explicar lo ocurrido.

Con los años uno se acostumbra a todo y también a esto, fundamentalmente porque nuestro trabajo consiste precisamente en recrear la vida a partir de las ruinas y cada vez que hundimos nuestras manos en la tierra tenemos que poblar nuestra cabeza con escenas ideales que nos ayuden a tomar decisiones, imaginando cómo fue un determinado recinto, qué ocurrió para que se hundiera, por qué quedo enterrado, etcétera; en suma, las preguntas normales que cualquiera puede hacerse cuando visita una ciudad antigua, pero que para el arqueólogo son obligadas durante el proceso de excavación.

La experiencia ayuda a dar volumen a las construcciones y a ponerse en el pellejo del arquitecto antiguo o del maestro de obras que levantó un edificio, pero en ningún sitio se aprende a recrear el sonido del paisaje o a poner voces dentro de los edificios, lo que podríamos llamar personalizar las ruinas.

En los últimos diez años, en Segobriga hemos tenido la suerte de encontrar numerosas evidencias para recrear diferentes espacios urbanos y para acercarnos a su sonido original. Retucenus, el fabricante de tejas, o el escribano Hyginus, por citar solo algunos ejemplos, han ido dando vida a algunos recintos y han permitido situar sus siluetas fantasmales en diferentes escenarios de la ciudad.

Sin embargo, a medida que avanzan los trabajos, se van quedando por el camino retazos de historias personales menos evidentes que serán incógnitas para siempre.

Me viene a la memoria una moneda de oro que apareció el año pasado en una modesta vivienda del final de la época romana cerca de la entrada de la ciudad; no sabemos cómo se llamaba el dueño de aquella casa, pero no vivía rodeado de lujos; pisaba en un suelo de tierra batida y las paredes de su morada indican que no andaba sobrado de recursos. Esa moneda de oro debía ser su bien más preciado si no constituía su ahorro de años de trabajo y, sin embargo, la perdió. Su extravío es evidente porque gracias a ello hemos podido recuperarla en la excavación. ¡Cuántas vueltas daría aquel hombre por su casa!; ¡cuántas veces barrería y cribaría el polvo que pisaba con la esperanza de encontrarla!; sus maldiciones, sus gritos o su sollozo se fueron con él a la tumba y formarán parte siempre del ruido de la ciudad.

Pronto cumplirá quince años la muñeca de marfil de Segobriga; es decir, hará quince años que vio la luz entre cascotes, cerámica y piedras en un sótano de lo que mucho tiempo después supimos que era el foro urbano. Ese pequeño juguete infantil anduvo en manos de una niña que vivió en la ciudad hace algo más de 1.700 años, a finales del siglo III de nuestra era, y debió ser para ella un bien precioso, pues se trataba de una muñeca fabricada en Italia o en un taller del Próximo Oriente que podemos considerar un juguete de lujo en el ambiente local de aquella época. Su aspecto actual, con los brazos perdidos ya en la Antigüedad, deja imaginar un sollozo infantil golpeando los muros de una vivienda de la ciudad el día en que la delicada pieza cayó al suelo y se partió.

Podríamos seguir contando historias personales que habría que traducir en gritos, sollozos o maldiciones a partir de otros objetos parlantes recuperados en las excavaciones, pero con ellos se nos cruzarán inevitablemente las risas, el vocerío del foro, las historias de felicidad familiar, de éxitos y logros personales, de negocios lucrativos, de días de asueto en el teatro o en el anfiteatro, de agradables paseos por los bosques del entorno, etc. El día en que en todos esos sonidos reconozcamos un coro habremos entendido por fin lo que fue Segobriga en la Antigüedad.

Mientras tanto, la belleza del paisaje y de la arquitectura de la ciudad genera hoy otros ruidos, otros susurros y otras voces de los que trabajamos en ella o la visitamos. Esos sonidos, que nos son muchos más familiares, constituyen la nueva música de esta vieja ciudad que forma parte de nuestro pasado común y en la que todos nos sentimos y somos segobrigenses.

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