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ArribaAbajoEl Luisón

En aquel suburbio asunceno de hace mucho tiempo, vivía el vecindario humilde sobre la calle arenosa, con sus «lotes» divididos por setos vivos de feroces e infranqueables amapolas. En la esquina había un almacén, dando frente a la Peluquería «La Elegancia - Desinfección Formol», con sus dos sillones instalados en un cuartito minúsculo, que en días de calor se trasladaban afuera, a la sombra de un apretado y siempre verde mango, cuyo tronco ofrecía apoyo al parduzco espejo.

Todo el vecindario se conocía y charlaba de las cosas de siempre. Existía entre todos una amistad simple, rutinaria, no tan a flor de piel para ocultar murmuraciones subterráneas, como la costumbre de ña Carlota de comerse las gallinas ajenas que se metían en su patio, o los amores de Jacinta, esposa de embarcadizo, con el «turquito caré» que le surtía de todo a crédito, y nunca cobraba, por lo menos en efectivo.

Pero de esta Sociedad simple estaba radiado Don Félix, el zapatero remendón. Vivía solo en un rancho enorme y destartalado. Cocinaba su propia comida y mientras la olla humeaba eternamente sobre el brasero, él parecía pegado a su banquito, a su trincheta y a su lezna.

Pálido, casi espectral, tenía una fama temerosa. Se murmuraba que era «Luisón», y nadie, aun el más voluntarioso, podía ocultar cierta aversión cuando tenía delante suyo al zapatero. Éste, con su mirada triste, de extraños y desteñidos ojos azules, callaba, remendaba zapatos y vigilaba su olla vaporosa sobre el fuego de carbón.

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Nadie sabía nada de su vida. Todo lo que se conocía de él era su soledad y su triste fama. Era, sí, el tolerado culpable de muchos terrores nocturnos, de aquellos que recorren el espinazo con el frío reptar del miedo, cuando un aullido rasga la noche y los oídos, y puebla la imaginación de horrendos banquetes fúnebres.

Lo dicho. Don Félix era temido, y tolerado. Hasta que llegaron aquellos días fríos de agosto. Lo que era el rutinario miedo de todas las noches creció en forma alarmante. «Algo» innombrable, aponchado en sombras, salía cada noche de la casa de Don Félix y se alejaba por la calle arenosa. A su paso, las decenas de perros del vecindario armaban una tremenda, aullante baraúnda infernal. En cada animal empavorecido podía adivinarse las distintas tonalidades del miedo, del pavor, del misterio, de la voluntad sometida a un par de ojos feroces, brillantes como brasas.

Aquello duró casi quince días. El vecindario trajo a un cura, solicitándole que exorcizara al zapatero. El cura se negó -por miedo, dijeron los vecinos- y entonces empezó la represalia, tímida, cobarde, pero atormentadora. Desde todos los ángulos de los patios desiertos, por la mañana temprano, por la siesta, y al anochecer, llovían piedras sobre la casa del zapatero. Éste, inmutable y callado, vigilaba su comida pero no trabajaba, pues nadie se acercaba ya a solicitar sus servicios de remendón. Hasta que cierto día un proyectil fue más certero y le ocasionó una mala herida en la cabeza.

La noticia cundió. Don Félix, el Luisón, se había herido, pero de la herida no manaba sangre. Don Félix era seco como un cadáver.

Hay en el corazón de toda mujer una extraña mezcla de curiosidad y vocación maternal. Y así se sintió Narcisa cuando supo lo de la herida del zapatero. Joven y linda, asediada por los muchachos del barrio, hizo a un lado los apasionados torrentes de amor que abrumaban su juventud,   —30→   y dejó que su corazón sintiera lástima. Conocía a Don Félix. Le dolía oscuramente su soledad, y participaba de la vaciedad de cielo brumoso que había en la mirada del zapatero. Se sintió llamada, y fue. Llevó la botellita de tintura de yodo, y comprobó que de aquella cabeza lastimada sí manaba sangre, roja, común y dolorida. Curó y vendó la herida, encendió el fuego apagado y dio alimento al herido.

Y se hizo el milagro. Desde aquella noche no hubo más terrores ni aullidos. Narcisa había hecho el milagro. La maldición se había disipado por la fuerza del amor y la ternura.

Pero ésta es una historia real, no un cuento. Si hubiera sido tal, Narcisa se habría casado con Don Félix. Pero no, se casó con otro, y nadie sabe si fue feliz o no. Tampoco Don Félix fue del todo dichoso, pero fue menos huraño, se hizo de amigos, emergió un poco más de su abismo de soledad, y hasta aprendió a sonreír, pero claro, con cierta tristeza...



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ArribaAbajoLa cita

Roberto creyó haber discado bien, pero salió un número equivocado. Y allí empezó todo.

Aquella voz que amablemente le dijo: «Equivocado, señor», una voz sin rostro, anónima hasta la exasperación, puro sonido, le trajo misteriosas sensaciones. Y trató de seguir la conversación.

-Disculpe, señorita. No quise molestar. Creo haber discado bien...

-Suele suceder, señor -replicaba la voz.

-La línea suele estar recargada a esta hora...

-Bueno, razón para que no se culpe, señor -detrás de la voz amable, Roberto adivinaba un atisbo de sonrisa buena, paciente, femenina.

Y del tema de la línea recargada pasaron a otros, con cautela, probándose, como dos desconocidos, hombre y mujer, que van a salir a bailar su primera pieza, y los pies no se acomodan al ritmo que surge y vibra en la orquesta.

A los 20 minutos Roberto ya había declarado que era soltero (cierto), que tenía 32 años (mentira, tenía 38) y había averiguado que ella tenía 25 años (?), que era morena, y también soltera.

A la media hora...

-Sería para mí tanta satisfacción conocerla...

-¿Después del primer llamado...? Oh...

-Es que... se vive hoy tan de prisa...

-Sí. Pero qué pensará de mí...

-...que es una chica moderna...

Y consiguió la cita.

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-Estaré allí a las cinco. Llevaré un traje ambo, pantalones grises y saco obscuro... y ah... corbata verde.

-Lo reconoceré, Roberto (ya se habían intercambiado los nombres). Yo llevaré minifalda azul a motitas blancas. Y botitas blancas.

Fijaron la concurrida esquina céntrica, la hora, y se despidieron. Ya al colgar, Roberto se dio cuenta que no había preguntado con qué número estaba hablando.

Cuando colgó el tubo telefónico, Roberto sintió una sensación de alegría. Solterón, un poco triste y gastado, prisionero de su solitaria vida de pensión familiar, muchas veces había soñado con una compañía permanente, una casita suya y una mujer, también suya.

Aquella voz, un poco arrastrada pero suave, a la manera de un sonoro dulce de leche, había creado en su mente una imagen de mujer sencilla, sensata, complaciente, hacendosa, de manos hábiles para coser primorosas cortinas para las ventanas y para podar los rosales del jardín... Y esperó con impaciencia la cita.

Perla, cuando colgó el tubo, sintió una cálida sensación de alegría. Todavía era joven, pero la vida no le había tratado bien.

Roberto, el de la llamada equivocada, le gustó. Ya no andaba detrás de príncipes azules, sino de un marido bueno, de grandes pies bien posados en tierra, que viviera en soledad para apreciar mejor la compañía, y que tuviera gustos sencillos, como una casita propia, con un jardín y muchas cortinas vaporosas en las ventanas...

A ese hombre ella le podía ofrecer aún mucho. Se sabía bastante linda, sensata, complaciente, hacendosa, y   —33→   loca por tener un hogar donde dedicarse a los quehaceres domésticos...

Pero a la vera de las ilusiones, siempre camina la duda, como una sombra pegajosa y molesta. Y Roberto se decía:

-¿Y si fuera un loro la Perla esa...? ¿Una solterona anteojuda y flaca...? Al final de cuentas, la voz no es todo...

Por su parte, Perla también razonaba cautamente:

-¿Y si no fuera más que un don Juan...? ¿Algún vejete aventurero y con compromisos...?

Nunca se encontraron. Para verla primero, Roberto llevó un traje azul con corbata gris.

Pero Perla también pensó lo mismo. No llevó la minifalda a motitas, sino traje sastre color salmón.

Hoy, de vez en cuando, en la soledad de su cuarto de pensión, Roberto trata de memorizar un número telefónico. Y Perla se sobresalta cada vez que suena el teléfono, esperando que sea una llamada equivocada.



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ArribaAbajoLa trampa

«Ruego al padre del alumno Raúl Ortiz (h), se sirva presentarse el día de mañana en horas de clase, por motivos que guardan relación con la conducta del niño. La maestra». La seca citación estaba escrita con prolija letra pedagógica, en el bastante sucio cuaderno de deber de Raulito (hijo).

Raúl (padre) requirió a Raulito (hijo) el motivo de esta llamada. Y por toda respuesta, el chico se echó a llorar desconsoladamente.

Un poco temeroso de encontrarse con una maestra como la que le había tocado a él mismo en el quinto grado, bigotuda, solterona y malhumorada, Raúl (padre) se encaminó a la Escuela, y solicitó una entrevista con la maestra de Raulito (hijo) y cuando ella, durante el primer recreo, lo recibió en la antesala de la Dirección, tuvo una agradable sorpresa. La maestra ni era solterona, ni bigotuda, aunque sí malhumorada, cosa que no podía ocultar ni siquiera detrás de sus ojos celestes y la inocencia juvenil de su boca.

-Señor Ortiz -dijo la joven maestra, sin preámbulo alguno-. Su hijo es una calamidad. Viene con los cabellos largos y despeinados. Trae siempre las uñas sucias y el guardapolvos imposible. En el barro de sus zapatos se puede estudiar la historia de la Tierra...

Avergonzado, Raúl (padre) bajó la cabeza. Y la maestra prosiguió implacable:

-Y sus deberes, señor, parecería que escribe con una mano y con la otra se come una empanada y se me ocurre   —35→   que a veces se confunde y se come el lápiz y escribe con la empanada, tan grasientas están las hojas... Dígame, señor... ¿No puede venir más limpio, más aseado a la Escuela...? ¿No podrían ayudarle a hacer mejor sus deberes...? ¿No le obligan en su casa a estudiar sus lecciones? ¡Ciertamente, su hijo es una calamidad, señor!

Raúl (padre), humillado, atinó una explicación.

-Señorita, usted tiene toda la razón del mundo -dijo-, trataré de remediarlo. Es que nos vemos tan poco con Raulito. Soy contador público en dos empresas. Regreso recién por la noche, y si no lo encuentro dormido, está en la calle, vaya a saber con quién. Pero le prometo que me ocuparé...

-Si usted no tiene tiempo... ¿Qué hay de la madre? -preguntó la maestra.

Raúl (padre) la miró tristemente.

-Soy viudo, señorita -aclaró-. Estamos solos, o casi. Nos atiende una cocinera vieja, que sólo ve con un ojo y cojea de la derecha.

Los ojos celestes y límpidos de la maestra se llenaron de lágrimas. La boquita, antes severa, pareció torcerse en un puchero infantil.

-Oh, lo siento tanto, señor -dijo la maestrita, con voz temblorosa, mientras recogía con un dedito rosado una lágrima que le corría por las mejillas-... He sido tan injusta con usted y con Raulito. Me he estado burlando del dolor de mi prójimo... -giró la cabeza con un airoso revoloteo de sus cabellos rubios y se puso a llorar quedamente.

A esta altura, el corazón de Raúl (padre) ya estaba reducido a maleable arcilla. Trató de hablar con voz de muy hombre, pero le salían gallitos enternecidos.

-No se angustie así, señorita -pidió-. Nadie le culpa. Usted no lo sabía...

-Me duele tanto ese pobre niño... -suspiró ella desde atrás de la cristalina cortina de sus lágrimas, y prosiguió- ¿Me deja ocuparme de él...? Conozco su casa.   —36→   Vendré por las mañanas. Por supuesto, cuando usted no está...

-Pero señorita...

-No. No. Soy su maestra. Su educación es de mi competencia. Lo quiero como una cuestión personal... y para corregir una injusticia...

Con la lengua absolutamente enredada, Raúl (padre) intentó dar las gracias, y se marchó.

Dos meses después, la dulce maestrita escribía una esquela a su mamá:

«Querida mamá. El truco de la maestra enojada resultó. Anoche Raúl solicitó mi mano. Se la di, desde luego. Nos casamos el mes que viene. Si piensas regalarme algo, que sea una docena de jabones de baño. Son para Raulito, Marta».



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ArribaAbajoCinta grabada

-Yo no soy güeno para contar caso y sucedido, don...

-Y má toavía, cuando hablo castellano me parece que voy arrastrando la palabra, medio a remolque del guaraní que tengo en mi cabeza.

-...Sí, es cierto que hace mucho yo era maestro de Escuela, pero eso era ante, cuando para ser maestro no se necesitaba ser má leído, sino meno ignorante que el prójimo...

-...por lo demá, ese su aparatito me pone un poco nervioso don, porque parece cosa de payé1.

-Sí, ya tengo sabido que vino por acá un gringo loco que andaba por el monte apuntando la cosa esa hacia el canto de lo pajarito. Y el canto se quedaba enrollado allí en esa cinta. Igualito que el verdadero. Me parece nomás, don, que lo gringo andan tan encimado por allá por su tierra, que ya no hay lugar para lo pájaro. Y entonce enlatan y llevan en esa cinta lo ruido del monte, como la leche que traía el gringo que te digo que era una cosa seca, pero le ponía agua y salía leche de vera, y le repartía a lo mita-í2 que venían de la Escuela...

-...medio me da miedo nomá que lo que sale de mi boca se quede enriedado allí, don. Parece una payesería, le digo. Se me hace que el buen Ñandeyara3 quiere que lo que el prójimo dice má bien se quede en el corazón ajeno, y si se queda ajuera un restito, que se lleve el viento. Pero en ese su carretel se queda todo, hasta un pedazo de yo mismo porque yo es cierto que soy un viejo ya bien arrugado, don, pero yo también soy mi recuerdo y mi ahora.

-...Soy del 904. Bastante viejo ya, o sea que vine cuando el Partido Colorado se cayó del poder. Allá por el 22, ya me peleaba en Ca-í Puente, con mi pañuelo por mi   —38→   cuello. Mucha gente se murió allí caraí4. Me jui en el Chaco en el 32, con uniforme y sin pañuelo. No le quiero ni contar eso.

-Lo hombre moruno y bajito venían y se metían en el monte, a pelear con nosotro, pero era gente que venía de la montaña de pura piedra, y no conocía el monte que siempre es traicionero. Alguno de ellos se moría de sé, porque nosotro no aposicionábamo en lo pozo de agua y defendíamos tal como si era la teta de nuestra tierra. Suelo soñar que estoy otra vé allí, en la trinchera, haciendo centinela de retén, oyendo toda la noche la lamentación de algún boliviano perdido por el monte:

-«¡Agüita, paraguayito!» gritaba, pero no había nada que hacer y era mejor dejarle que se muera, y que no pase lo que le pasó al Cabo Lesme, que se puso cristiano y le dio agua a un boliviano que ya estaba seco como una raja, y el hombre tomó su agua y encima le metió una bala en la barriga a Lesme, en puro descuido nomá. Después, en la Revolución del 47 yo ya no estaba má para pelea, y sabía que en la guerra hay má sujrimiento que ventaja. Entonce dije que no nomá cuando vinieron para reclutarme. Me pegaron con arreador hasta que mi carne dijo basta, pero no era yo, sino mi carne, y me caí medio muerto y sin sentir má nada. Me jugaron mucho, pero igual no me jui. Sabía lo que era la Revolución, peor que con los bolivianos, porque uno le puede matar a su pariente sin saber nada, y cuando uno sabe eso, el corazón se descolorea, igualito que mi pañuelo viejo del 22. Y no me jui nomá...

-...qué quiere que le diga, caraí. Usted me paga para que diga casos y sucedidos. Yo soy un caso. Un caso largo. Y no tengo la culpa de que mi vida venga caminando por encima de pelea y sujrimiento. Uno vive asegún dispone Nuestro Señor o la política, y quién soy yo para ponerme a hacer un camión para mí solo. La cosa son como son y hay que aguantarse y acomodarse y andar como lo   —39→   lo otro quieren, con la esperanza de salir vivo o con el miedo de quedarse muerto. Así es, señor...

-...me recuerdo de mucha cosa, pero me cuesta un poco sacar todo ajuera. Y encima, me parece un poco forzado andar diciendo lo que le sucedió a la gente que ya no está má. Es como usar la palabra para desenterrar a lo finado.

-...eso dice Usté, que viene de la Capital, y porque no tiene lo año que yo tengo. La muerte es el fin natural, dice Usté. Eso sé bien, pero acá es otra cosa. Mire un poco el valle, parece poca cosa. Mire, el camino de tierra, que viene de no sé de adónde, parece que quiere agarrarse un ratito a nuestro poblado, pero se va siguiendo hasta lejo, cortando monte que ya no me acuerdo y bañado que ya no sé má. Parece poca cosa el valle, don, pero tiene gente que no piensa como Usté, con el debido respeto. Nosotro sabemo aquí que la muerte no es el fin natural, sino que es parte de la vida. Así es. Se acuesta con las mujeres y anda escondida abajo de lo poncho de los arribeño. La muerte, como el camino, se aposenta de noche en el poblado, y de día sigue hacia adelante, para venir otra vé de noche. Se va y viene, y para que no se pierde puntea el borde del camino con la crucita de alguno que se descuidó demasiado, y se quedó finado allí mismo para su mal...

-...es como si la muerte vive con nosotro. Y de tanta costumbre se hace amiga, un poco que se le mira de reojo, pero amiga. Y si le digo que alguna vece se siente madre, no me va a creer. Sí, señor se siente madre y lleva un mita-í, liado en su rebozo negro. Un angelito para el cielo, don. Por eso en lo velorio de lo angelito la mujere lloran y lo hombre traen su arpa y su guitarra y aperitan toda la noche. Así es el valle, caraí guazú... Buscamo en nuestro sujrimiento un motivo de guitarra para lo hombre y de alegría para el cielo. Al meno...

-...y ya que hablamo de eso, caraí, ahora me recuerda de la Aparicia Peña, que era la má linda cuñataí   —40→   del valle. Era linda y decente hasta má no poder, y eso amerito yo mismo porque en aquel tiempo yo era mozo como ella, y me entreveraba un poco también con lo embobado que salían de siesta a buscar la huella de su pie en la arena, para recoger un puñadito y hacer un escapulario que mientra se tiene abajo de la camisa, le obliga a la moza a pensar por uno.

-Vivía con su mamá, solita, lado en un rancho que toavía se ve por allá por el borde de la Isla Guazú. De su papá no había noticia que se tenga que creer, aunque me recuerdo que la vieja del valle decían que el hombre era uno de eso de después de la Guerra grande recorrían la campaña sembrando hijo.

-...y no me ponga esa cara, don. Así era, de seguro te digo.

-La guerra terminó con lo hombre, y lo pueblo y poblado como éste eran todo de mujere. Entonce venía el hombre, venía de lejo y se iba lejo, pero se quedaba un día apena, dejaba un hijo y llevaba para su bastimento y ya se iba. De eso ahora no se habla mucho, tal como si el silencio puede borrar el pecado, pero a mí se me hace nomás que pecado por pecado, má grande pecado hacía la mujere que no encargaba, ma que sea para tener alguien para ponerle el nombre de tanto de la familia que se murió en la Guerra. Así nació la Aparicia Peña. Peña por parte de su mamá, y nada má...

-¿La cuñataí? Güeno, era cosa para no terminar de ponderar. Ya no me recuerdo cómo era su cara, pero cuando pienso por ella, todavía se me despereza aquí en mi corazón la brasita que todavía me queda de mi año de mitä-ruzú...

-Lo domingo, cuando se iba ella en la misa del pueblo, sabía llevar como nadie su rosario de coral y filigrana encima de su typoi almidonado, y su zarcillo de tre pendiete y su anillo de ramale como sólo la gente de ante sabía hacer allá por Luque. Ella mostraba con orgullo esa   —41→   su prenda, que hasta ahora no sé cómo su mamá salvó de lo cambá de don Pedro II, que padeciendo ha de estar en el Purgatorio como decía mi mamá, y se hacía la señal de la crú para sacarse la suciedá de la boca y de la cabeza.

-Ella ya andaba por la época de ayuntarse, y má toavía asegún lo linda que era. Y se puso de novio por ella el hijo de don Calaíto Florentín, o sea Celso, que era un muchacho guapo y trabajador, sin má vicio que su gallo de riña, que él sabía manejar para que siempre gane honradamente, o sea sin veneno en la espuela.

-...por aquel tiempo, llegó recién un curita italiano, pa-í Yobani, que por su propia mano arregló la Iglesia del pueblo que se caía y andaba loco procurando aprender un poco de guaraní, seguro que para entenderse con la gente, el pobrecito. Pa-í Yobani, aparte de ser pa-í, asegún se decía escribía libros. No tengo sabido de qué clase, pero preguntaba mucho de todo, y siempre estaba apuntando alguna cosa en su libretita que sabía tener siempre en la borsiquera de su sotana. Así andando el pa-í Yobani, le conoció a la mamá de Aparicia Peña, que según se sabía, era hija de una familia de categoría de Ybytimí, que se quedó sola y desamparada por la guerra, y el pa-í le visitaba y no terminaban de hablar y recordar y de apuntar en la libreta, sino cuando empezaba a ser de noche, y el pa-í Yobani se iba...

-Güeno. Así la cosa, la Aparicia que ya estaba anoviada del todo con Celso, empezó a tener barriga grande. Como usté oye, don, se le abultaba la barriga tal como si encargaba un mita-í. Celso, con el cuchillo en la cintura, andaba loco preguntando por el nombre del desgraciado que le hizo el hijo a su novia. Pero nadie sabía dar noticia, ni ella misma, que juraba por todo lo santo que era Mita-cuña toavía. Pero nadie podía creer eso, mirando su barriga. Ni su mamá, que le mandó salir de su casa, a la vista de todo el vecindario de nuestro poblado...

-Me recuerdo bien de ese día. Ella gritaba que era   —42→   inocente, y su mamá que le rempujaba ajuera, llorando ella también, seguro que de penar por su hija y también por su orgullo herido. La Aparicia agarró entonce el camino. Y la vecindá decía: «ahora que no tiene casa, de seguro tiene que ir a pedirle protección al hombre que le perjudicó», y le siguieron en bandada por el camino, como perro que siguen al güey que llevan a la carneada. Ella se jue derecho a la Iglesia. Y entonce la gente se miraba, se hacía la señal de la cruz y decía: «Había sido el pa-í Yobani». Y encima, todo empezaban a calcular la barbaridá de tiempo en tiempo que el pa-í sabía estar en la casa de la Aparicia.

-...no faltó el güey corneta que se jue corriendo para llevarle la noticia a Celso. Y cuando era ya tardecita, se le vio a Celso que se iba cruzando por la plazoleta de la Iglesia, arrastrando a su mamá vieja que se colgaba de su ropa y le lloraba que no haga eso que iba a hacer. Entonce él le rempujó a su mamá y siguió su camino. Y la vieja se quedó allí tirada y arrancando a puñado su cabello y gritando que el que le mata a un pa-í está condenado a siete eternidade en el infierno del Demonio. Celso llegó a la iglesia y llamó al pa-í, y con el cuchillo en la mano tal parecía a uno de su gallo tan mentado, todo temblando de gana de matar. Pa-í Yobani salió y caminó hacia Celso, con lo brazo abierto, no sé si para mostrar que estaba desarmado, o para ser una crú viva para apagar la maldá de Celso. Pero de nada le valió al pa-í Yobani su brazo abierto en crú a no ser para acomodar mejor su corazón para recibir la puñalada. El pa-í se cayó en el suelo, y Celso, gritando como loco que era ya, corrió y se metió por el monte. Le encontraron un mé despué. Pero nunca se ha de saber si se murió por su propia mano, o de arrepentido, porque cuando le encontraron estaba casi todo comido por la hormiga.

-Pa-í Yobani no se murió enseguida, y siete día pasó en agonía. Vino el Obispo de Villarrica para verle, y trajo   —43→   un doctor suizo que andaba por la Cordillera del Ybytu-ruzú apuntando lo nombre de la planta del monte. Pero pa-í Yobani se murió nomás del todo luego.

-La noche que se murió el pa-í Yobani, le encontraron a la Aparicia muerta por su propia mano colgada de la viga mayor de la sacristía.

-Mucho tiempo se quedó má el Obispo y el doctor. Le llamaba a la gente en la Iglesia y preguntaba y apuntaba todo. Siempre así, don, y despué, un domingo hizo misa, y le habló a la gente. El pa-í Yobani era inocente -dijo el Obispo-. Y lo mismo Aparicia, porque el doctor revisó su cuerpo que ya estaba finado y allí no encontró un mita-í, sino una enfermedá que yo no me recuerdo su nombre, y es un tumor con una bolsa de agua que crece en la barriga, y tal parece un cosa de mujer que está encargando...

-Como le digo, cara-í, la muerte y la vida son tan juntita que parece que camina sobre lo mismo pieces.

-Así es desde siempre. Usté dice que la muerte es el fin. Cierto es eso, pero también la muerte es el comienzo y el medio, todo junto de una vé. Nadie no quiere nacer para morirse, pero desde que uno es parido el ángel de la guarda ya viene de luto, por si acaso nomás. La muerte está en todo, don. En la espuela del gallo y en el corazón inocente que guarda su amor bajo el typoi. Galopea encima del pingo del caudillo y forma fila entre la gente en lo día de votación. Nunca se duerme, porque siempre está alerta y manotea y agarra apena la caña se sube en la cabeza, o el pie retobado pisa el fleco del poncho del semejante. La muerte siempre ronda cerquita de la gente, como perro que espera una sobra de la vianda de la vida, o sino como arribeño pendenciero que llega a un baile y pide para bailar una polka partidaria, que es la polka de la muerte, porque pone miedo en el corazón de lo músico y afila el cuchillo de lo contrario...

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-Y así es, caraí. Yo sé otro sucedido de este valle, si me quiere oír.

-Pero si ya está bien nomás, me voy a mi rancho, y si usté es generoso como me dijo, me da lo que me corresponde, que me está haciendo falta un poco de yerba para el mate y alguna fariña para el pirón-kyrá...




ArribaAbajoEl arribeño

-Me da risa ese su aparato, don. Sí, oí lo que dije ante. Es medio como mirarse en el espejo. En el espejo está otro que es uno mimo. Diferente pero igual. Y así sale lo que dije de ese rollo de su grabador. Cosa que parecen salir de la garganta de un desconocido, que soy yo, y que estoy ahí adentro.

-Es como si usté me carneó el alma y guardó un pedazo adentro de su valijita que habla.

-Es poderosa la cencia, carajo digo. Ahora todo se hace de la cencia, hay que fijarse.

-Entonce, me parece que el hombre es la mitá él y la mitá cencia, como el que se sienta en su auto, y hace andar el motor y viajar. Se ve má el auto que el hombre. Y el tipo má parece un prisionero que un dueño.

-Alguna vece, suelo pensar que la cencia es una cosa viva que se alimenta de uno, chupando lo que tenemo de naturaleza. Y entonce la cencia engorda y uno se pone flaco, y el fin del mundo ha de venir cuando sea todo cencia, y del hombre quede solamente lo güeso.

-Usté pregunta difícil, señor. ¿Qué necesita má el hombre? Vaya uno a saber eso. Cada uno sabemo dónde nos pica má. Le puedo decir una sola palabra. Por ejemplo pan.

-¿Projundidá?

-Cuando no hay pan, la única projundidá es el hambre. Te apreta la barriga de necesidá y te apreta tu corazón de coraje y te apreta tu cabeza de rabia. Nadie no es cobarde cuando tiene hambre, ni es justo tamién.

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-¿Qué quiero ser yo? No sé. Ya soy demasiado viejo para querer ser alguna cosa. Hay momento que uno se da cuenta de que su camino ya se terminó, y entonce no se pide má camino, sino una sombra para descansar, y para mirar hacia atrá, esperando que de a uno venga llegando lo recuerdo, para darle una manito de pintura, con lo colore que salen de aquí del corazón, ate de que entren en nuestra cabeza y se reciban allí de nostalgia.

-Sí. Le entiendo don. La libertá tamién es un camino. Pero el único que conoce ese camino de punta a punta es el arribeño. Todo lo demá en su debido tiempo procuramo tamién caminar hasta siempre, pero apena nos quedamo un ratito, de nuestro pie salieron raíse, y allí nomá nos quedamo.

-Pero el arribeño no. Siguió caminando. Caminando siempre. Porque no tiene casa. Y no teniendo casa, uno es má libre.

-No señor, usté erra. El arribeño no es el hombre rempujado por la miseria, como dice usté. En la miseria uno se cae cuando no hay remedio, y el arribeño es arribeño por su propia voluntá.

-Claro que yo hablé con mucho arribeño...

-No, señor, no habla de libertá, porque se me hace que no tiene alcance para entender de todo eso.

-Pero tamién no habla del aire que respira, porque uno no se anda preocupando tanto e las cosa que forma parte de uno.

-¿Desprecio...? Y a lo mejor un poquito, don. Pero el arribeño no se hace caso, y si te descuidá se ríe. Yo conocí la risa del arribeño. Es como la risa del sabio, que llega hasta uno galopeando sobre el redomón caprichoso de la burla. Así se ríe él, como se ríe el «pa-í» cuando le hablamo del Señor de la Buena Muerte, o como se ríe el doctor cuando le hablamo del payé o del cólico cerrado.

-Para mí que el arribeño nace así como es, igual que uno que nace rengo de su pierna. Una vieja guayaquí que   —46→   allá por Villarrica se domesticó en casa de familia, cuando yo era mita-í, me solía decir que cuando la mujer se ayunta con el hombre, cuando la luna le alumbra, el hijo que va a tener no es el hijo del hombre, sino el hijo de la luna, o sea el arribeño, que siente la llamada de una mamá muy linda y muy lejo de él, y sale por los camino a buscar y buscar hasta que se muere. Entonce la luna lleva su cuerpo muerto. Por eso nunca nadie no vio a un arribeño muerto. Al meno, eso decía la vieja.

-¿...una historia...? No me recuerdo de nada. Los arribeño no tienen má historia que el camino, y encima del camino, él y su guitarra.

-Tamién el viento no tiene historia. Llega, refresca y se va. Nadie no le pregunta de dónde viene ni adónde se va, porque eso es su naturaleza. Así tamién es el arribeño, un viento con alma y con garganta para cantar. Su querencia es el camino, y si te descuidá él es el camino mimo.

-...ahora que decí, algo me recuerdo, y no crea que le boleo para que me pague lo que me dijo. Mi mamá me contaba que allá por el valle de Altos, donde el monte parece venir cayendo despacito hacia el Lago Ypacaraí, vivía una mujer extraña que había venido de la Rusia blanca, parece que perseguida de alguna revolución. Ella mandó hacer para su casa en un lugar alto de la cordillera esa. Y la casa no miraba hacia el camino como corresponde, sino hacia la bajada del valle, hacia el lago que allá lejo brillaba de día con el sol y de noche con la luna. La casa daba su espalda al camino, tal como si su dueña tamién andaba queriendo dar su espalda a la gente, y vaya uno a saber a qué recuerdo.

-La casa era toda de piedra, y tamién toda de piedra era la cerca que puso a su enrededor, y de hierro su portón. Nadie no entraba allí, a no ser mi mamá, pero solamente hasta el otro lado del portón donde le daba la ropa para lavar.

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-Por eso mi mamá sabía má que todo. Y me contaba que la rusa blanca no vivía allí sola, sino con un sirviente, que se notaba que era sirviente porque cuando ella le hablaba él tenía que mirar por el suelo, y no hablaba nunca. Decía que sí y hacía lo que se le mandaba.

-Yo le vi tamién. Era un hombre grande, barbudo y feo. No le miraba ni le saludaba a ningún vecino cuando cada ocho día bajaba a San Bernardino, con su bolsa en el hombro. La gente tamién no se le arrimaba mucho, porque mi mamá ya había andao contando por ahí que la rusa esa tenía una pieza llena de santo que no eran cristiano, y la crú que usaba tenía un brazo má de lo debido, y cuando hacía la señal de la crú hacía al revé, como queriendo ofender al verdadero Jesucristo.

-El sirviente ese bajaba a San Bernardino y se iba derecho hasta el almacén de don Güilen, que era almacenero alemán. Llega nomá, entregaba un papelito y don Güilen le cargaba su bolsa de bastimento. Cuando el sirviente se iba, don Güilen guardaba el papelito adentro de un libro grande y negro que tenía en su escritorio, y hacía todo eso con mucho respeto, igual que si el papelito era una reliquia y no lo que era, simplemente una lista de galleta y azúcar.

-La rusa esa salía poco de su casa, le digo, y cuando salía era sobre un caballo tordillo fino y arisco como un parejero. Mi mamá solía decir que a la mujer esa le gustaba má salir de siesta, para que nadie le vea, digo yo, especialmente cuando agarraba el camino arenoso que bajaba al lago, y metía espuela lo mismo que si estaba loca, y el tordillo volaba más que galopeaba, y echaba espuma por la boca y se manchaba de sangre adonde la espuela le castigaba su costado.

-Los vecinos murmuraban cuando le oían pasar, y uno decía que la rusa se iba perseguida por un espíritu y otro decía que no, que era ella la que corría persiguiendo alguna cosa que ella sólo veía.

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-En una de esa salida se cruzó con el arribeño. Y ella, la que nunca hablaba con nadie, le habló al arribeño, seguramente porque le vio con su guitarra y le gustaba la música, digo yo.

-A su pedido seguramente, él, sentado sobre una piedra, se puso a cantar. Y ella escuchaba, sentada ahí arriba de su montado, que se quedaba quieto como si era de piedra.

-Yo no sé qué pasó después. Mi mamá jura que ella no continuó su paseo, sino que se bajó del caballo y volvió a su casa, acompañada por el arribeño. Y dice que entraron en la casa, y que alguna gente que pasaba en eso día por el camino, de noche, oían que adentro cantaba el arribeño, y má hacia afuera, entre el matorral, al sirviente ese que te dije, aullaba como un perro.

-Seguro que alguna cosa terrible pasó en eso día, y le podemo ir a preguntar y poner tamién ahí en su valijita que habla lo que puede contar mi compadre, Mártire Acosta, que en ese tiempo era Alcalde policial en Altos. De la rusa no se llegó a saber má nada, pero mi compadre está convencido que ella nadó y nadó hasta la mitá del lago, y allí se entregó a esa boca del infierno por donde el diablo chupa el agua y también a los que se acercan. Al arribeño le encontraron muerto, con el espinazo quebrado y al lado de él su guitarra todo pisoteada. Y un poco má lejo, tamién el sirviente estaba muerto, con un agujero de bala en su frente. Pero no era suicidio, porque el revólver no había cerca del finado. Y se pensó que fue su patrona, la rusa.



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ArribaAbajoCastración

Sábado al atardecer. El sol se había ido llevándose el insoportable viento norte que traía las vaharadas de calor del Chaco, empujando arena que se metía entre la ropa, en las narices y en los ojos.

El pueblo de Posta Acuña entraba casi abruptamente a su calma crepuscular de todos los días. Las campanas de la Iglesia habían llamado a oración y en medio de la penumbra se veían a las últimas rezadoras apresuradas y arrebujadas que cruzaban la Plaza -una manzana de pasto reseco- rumbo al cumplimiento de sus deberes religiosos. Alrededor de la Plaza, y de la Iglesia que era su centro, se alzaban los caserones viejos como el tiempo, con sus recovas ya obscurecidas. Sólo había una mortecina luz en el edificio nuevo de la Alcaldía policial, que rompía la simétrica monotonía de pilares y corredores. Al lado, el «Palacete Municipal», con recovas y pilarones pero remozado, y donde también tenía su despacho el Juez de Paz, ya había cancelado sus actividades del día.

En la esquina norte, donde funcionaba el depósito de la Acopiadora, cerrado desde el mediodía, el ir y venir de innumerables carretas que estuvieron trayendo toda la semana su carga de algodón, tabaco, maíz y soja, había dejado en la calle de tierra una mezcla de barro removido, orina, bosta y derrame de semillas, que una silenciosa y paciente pareja de japoneses paleaba a un remolque plano tirado por un tractorcito que parecía de juguete. «Abono», decía el vecindario con asco, y se negaba a consumir los enormes melones y sandías fertilizadas de tal manera,   —50→   lo que por otra parte ponía contento en el corazón del japonés que, mientras embarcaba sus productos en el camión que los llevaría a la Capital, sentenciaba: «palaguayo no gusta melón, no gusta sandía; palaguayo no loba melón ni loba sandía». Aquello, por cierto, había llegado a oídos del Alcalde policial, mi ahijado, que hizo detener al japonés «por ofender a la raza» y de paso le confiscó una radio a transistores.

El tractorcito se alejó arrastrando su fétida carga, y poco después la gente empezó a salir de la Iglesia. Eran ya apenas sombras que se deslizaban en las sombras. La noche parecía cerrarse sobre sí misma, tendiendo una gruesa colcha de silencio sobre el pueblo. Pero era sábado. No habría ese precioso silencio, espeso y tonificante que yo había venido a buscar de la Capital. Primero fueron los altavoces de la Casa Parroquial, rotundos como puños que aplastaban mi deseado silencio pastoral. El locutor, a voz de cuello, invitaba «a la juventud sana del pueblo» a un «Cóctel dansant» y anticipaba gazmoñamente que la cantina sólo serviría Coca Cola. Poco después, apoyaba esta invitación al «sano esparcimiento» con música rock. Casi de inmediato, los altavoces de la Seccional entraron en la competencia enfrentando a la polka partidaria, como un gallo de pelea sonoro, con la música rock. Poco después, el locutor lanzaría un respetuoso saludo a las dignas autoridades del pueblo, para empezar luego con las dedicatorias de polkas y guaranías a los notables de Posta Acuña, a sus gentiles hijas y a las distinguidas matronas. Por último, un poco más lejos, otro juego de rechinantes bocinas empezaba a funcionar desde el «Local Social» del «23 de Agosto F. B. C.», invitando al vecindario «sin distinción de clases» -decía- a acompañar el día siguiente domingo a «los once leones del pueblo» que irían a competir en Posta Irala llevando sobre sus espaldas el lema de «vencer o morir».

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Desconsolado, me iba a dormir o a tratar de hacerlo, cuando observé que de la alcaldía policial salía Casiano, mi ahijado, para su primera ronda nocturna, seguido por los dos soldaditos que llevaban al hombro sus larguísimos fusiles cuyos caños se alzaban al cielo como antenas. Como era sábado, Casiano se había puesto el uniforme de reglamento y las botas altas que yo le había regalado, de las que tan orgulloso estaba. El revólver bajo el cinturón, cruzado sobre el ombligo, y la fusta en la mano derecha. Su aspecto era bastante marcial, considerando que en los días de semana su atuendo consistía en un desteñido pantalón de faena, un saco pijama y zuecos con plantilla de madera. Y el revólver, claro está.

Como todos los sábados se dirigió a la Casa Parroquial donde empezaba a reunirse la juventud sana. Jamás entraba al local. Entraban sí los dos gendarmes con la orden de «controlar todo», mientras él se quedaba afuera, en las sombras, pero no tanto, erguido, con las piernas abiertas y golpeando una y otra vez las botas con la fusta, como un tigre irritado que menea la cola. Después saldrían los soldaditos a murmurar: «Parte Sin Novedad», lo que significaba que no habían escuchado hablar de política, y el trío se marchaba a continuar su ronda. Por esta vez adiviné que Casiano pasaría por la casa de Prudencio Genes, Presidente del «23 de Agosto», para arengar a los once leones que allí estaban concentrados. Después, los soldaditos continuarían solos su ronda, lo que es un decir, porque generalmente iban a sentarse a «cuatrerear» en algún matorral obscuro y a darse un banquete con las galletas que en abundante provisión llevaban en los bolsillos. Por su parte, Casiano recalaría en el Callejón del arroyo, en el rancho de Marcela-í, la ciega que había perdido los ojos un Domingo de Gloria cuando le estalló en la cara un «petardo brasilero», y a quien Casiano había tomado «bajo la protección de la autoridad», lo que también es un decir.

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Milagrosamente logré conciliar el sueño en medio de la baraúnda de los altavoces. En realidad, me dormí hipnotizado por el entrecruzarse de cháchara y música, tanto que cuando a la medianoche en punto el ruido cesó de golpe, también yo desperté repentinamente. El silencio era tan completo y más opresivo que la batahola anterior que no pude volver a dormir. Cerca de la madrugada, pero aún lejos de la aurora, los gallos empezaron a cantar en interminable cadena que ora se acercaba, ora se alejaba. «Anuncio de cambio de tiempo», diría a la mañana ña Pastora, mi ama de casa, mientras me servía el mate. Tendía el oído para identificar los diferentes cantos de gallo. El canto largo y quejumbroso del «Purutué» gordo y macizo, «de raza para comer», el corto como un latigazo del gallo de riña, y el gorgoteante del pollo que ensayaba sus primeros gritos de desafío. Y de pronto, un sonido distinto, grito, alarido, infinito terror sonoro que terminaba en una gárgara de sangre. Acaban de matar a alguien, pensé, y con esa idea fija permanecí con los ojos abiertos hasta el amanecer.

Lo que me dijo ña Pastora al traerme el primer mate fue la noticia de que habían matado a don Aparicio Leguizamón, el dueño de la Acopiadora, y el hombre más rico del pueblo. Le habían degollado mientras dormía, me contó, y agregaba el detalle espeluznante de que el cadáver mostraba claras huellas de que el matador había intentado castrarlo, sin lograr su objetivo sino a medias.

La primera consecuencia del drama fue que el equipo del «23 de Agosto» casi suspende su viaje a Posta Irala. Aparicio Leguizamón era el Presidente Honorario del Club, honor que alcanzó donando el amurallamiento completo de la cancha que, desde luego, ostentaba el nombre de «Estadio Aparicio Leguizamón». A última hora se decidió que el «23 de Agosto» se presentara a jugar llevando cada jugador un crespón negro. Además, se guardaría en la cancha un minuto de silencio.

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A media mañana, hora del tereré, apareció por mi casa Casiano. Lucía todavía el uniforme de la noche anterior, en homenaje a la gravedad del caso, imaginé.

Me informó que ya tenía detenidos a tres sospechosos. Pero se veía a las claras que se encontraba desconcertado, cosa que me confesó después del segundo tereré. Dijo también que bien le vendrían algunos consejos. «Mirá, Paíno, vos sos leído y tenés tu 'desarrollo' por lo bien leído que sos y todo eso. Sé que tengo que proceder, pero no quiero ser arbitrario», me dijo. Por «desarrollo», palabra que se había quedado pegada a su vocabulario, él entendía todo lo susceptible de crecer por el esfuerzo, desde la estructura de un puente hasta la inteligencia humana. Y el «no quiero ser arbitrario» era su latiguillo permanente. Lo oí la última vez cuando ordenó a uno de los agentes a que fuera a detener a los dos primeros borrachos que encontrara en la calle. «No quiero ser arbitrario pero la Alcaldía necesita una manito de pintura», me dijo, y el día siguiente los dos detenidos estaban dándole a la brocha.

A mí me interesó antes que nada el muerto. Era un «hijo del pueblo de primera generación». Su padre, un poco después de terminar la Guerra del Chaco, había venido a instalarse a Posta Acuña con un diploma de «Idóneo Dental de Primera» y un torno a pedal. No le fue muy bien en ese pueblo, donde el dolor de muelas se curaba con buches de poderosa caña blanca, hasta que realizó la primera empastadura de oro. Su paciente, que había empezado el tratamiento con los dientes feamente cariados, lo terminó luciendo una resplandeciente sonrisa dorada. Pronto, tener oro en los dientes fue señal de elegancia y poderío económico entre los hombres y de distinción entre las mujeres. El dentista hizo dinero, compró el local y anexo al Consultorio, fundó la Acopiadora. Cuando murió, el Consultorio había desaparecido y Aparicio, su hijo, heredó la Acopiadora.

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Mejor comerciante que el padre, prosperó y amasó una fortuna. A sus grandes depósitos convergían, se pesaba, tasaba y pagaba toda la producción de diez leguas a la redonda. A su manera, trataba de ser justo en el peso y en el pago, y le gustaba poner acento sobre esa justicia suya, cuando sentenciaba a quien quisiera oírle que «en mi zona de acopio jamás se murió de hambre ningún campesino».

Le requerí a mi ahijado alguna información sobre sus sospechosos detenidos.

-El que agarré primero -me dijo- es Pánfilo Sosa. Hay ciudadano que van a dar testimoño que amenazó de muerte al Aparicio. No le recibió su carga de tabaco porque se enfardó mojado. Su maíz también se quedó en la carreta porque estaba picado. Pánfilo se puso loco de rabia. Si no entregaba su carga no iba a poder pagar la Fianza Agrícola. Yo le pregunté al Pánfilo si era cierto que él profirió amenaza de muerte, y no negó. Pero niega que él sea el matador. Pensaba matarle -me dijo-, pero a lo hombre, en algún caminito sin desvío, mano a mano lo dó, para darle ocasión de morirse a lo macho, o sea haciéndole un favor especial al Aparicio, que no era macho, porque no e de macho acogotar al pobre, y a él particularmente, porque no quería que su hija venga a servir de criada en casa de Aparicio, que ya tenía tre muchachita de servicio, una ya de siete mese de encargue, seguro que del patrón, que todo saben que anda loco por tener familia, porque Anselma su esposa e amachorrada sin remedio, asegún sabe todo el pueblo.

-También está bajo sospecha Mártires Parede -continuó mi ahijado-. Vos sabés, Paíno, que el anticomunismo del Aparicio tenía un gran «desarrollo» y cumplió con su deber de cristiano cuando vino a denunciarme que Mártires escuchaba de noche Radio Moscú. Hicimo un allanamiento en su rancho y le pillamo con la mano en la masa o sea con el oído en su radio. Mártires se defendió   —55→   diciendo que él no buscaba Radio Moscú sino Radio Moscú le buscaba a él porque aunque movía la abuja de la radio lo mismo salía Radio Moscú y que él no tenía la culpa si los rusos ponían arriba un satélite que servía para que salga Radio Moscú en todo lo numerito de su radio. Malicié que quería joderme y le traje detenido a él y su radio. Mártires salió en libertad a pedido del Pa-í Jacinto pero su radio se quedó en custodia como cuerpo del delito, y para salir de un compromiso aproveché y le nombré depositaria a Marcela-í porque yo ya tengo el aparato que le secuestré al japonés boca sucia. Mártires es sospechoso porque el pa-í Jacinto me comentó que él no estaba enojado conmigo, porque la autoridá es la autoridá y tiene su derecho, pero que Aparicio iba a pagarle alguna vez la yaguareada y lo 25 yagatanazo de plano que le aplicamo antes que aparezca el Pa-í Jacinto.

-También le tengo en remojo para que se ablande en el calabozo a Calaíto Insfrán -siguió informando Casiano-, era jugador del «23», el mejor número 9 de todo el Departamento, pero hizo la disparatada de entrarle de noche a lo yacaré a una criada del Aparicio. Le pillaron y allí terminó su carrera. Le echaron del cuadro y él se fue a Asunción a probarse en Cerro Porteño, pero no pudo ficharse porque don Aparicio ya compró su pase y el pobre se rabiaba de balde porque tiene que esperar dó año para ser declarado jugador libre, y últimamente le andaba preguntando al Juez de Paz si era legal que un muerto sea dueño de un jugador.

Pidiéndome que «pensara un poco sobre el desarrollo de este delito», se levantó para marcharse, agradeciendo el tereré.

-Le tengo que esperar al Juez de Paz para iniciar junto el interrogatorio de rigor -me dijo y se despidió, pero no se fue. Se quedó pensando, con la mirada perdida en la lejanía, dando golpecitos a las botas con la fusta. Luego se volvió a mí.

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-Lo que no «encuadra» en este «desarrollo» -me dijo refiriéndose a los acontecimientos- es una cosa. La castración. Castrar a un tipo, sí, y después matarle, es legítimo. Pero matar y después castrar parece cosa de individuo sin juicio en su cabeza.

Luego continuó reflexivamente, como hablando para sí mismo.

-Lo más peor que se le puede hacer a un sujeto es eso, porque es quitarle lo hombre que tiene. Es igual de insulto que quitarle el revólver cuando gallea o pisarle su pie cuando baila. Sí, Paíno, castrar al prójimo es lo último que hay. Pero para que sienta su castigo, el castrado tiene que estar vivo y seguir vivo pero monflórito. Es castigo de hombre a hombre, y para hombre vivo no para hombre muerto. Porque allá a la final el buen cristiano mata cuando hay necesidá o obligación pero no se ceba en el muerto. Y eso es lo que pienso de mis tré detenido, que son bastante macho para castigar un perjuicio, pero no así.

Cuando se fue mi ahijado, fui a la cocina a buscar a ña Pastora.

-Aparicio era un caraí bastante renegado en su casa -me informó-. Cuando Anselma, que era Reina coronada del «23», afilaba con él, él le puso un hijo. Ella se asustó y dejó que el Aparicio le lleve a ña Froilana que le hizo el aborto y le mató mal mal, y entonces se pilló todo. Aparicio no quería casarse pero el Delegado de Gobierno es Paíno de Confirmación de Anselma, y le obligó nomá acumplir su compromiso de hombre. Pero todo se quedó por ahí nomá, porque el aborto le dejó güera a la Anselma, y como el hombre no es completo si no pone familia, puso de lado a la Anselma y trajo para criada tré muchacha biensana y en estado de merecer y concebir. Así e la cosa y Anselma no quería má ni salir con vergüenza de mostrar su cara ni para irse a la Iglesia.

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Más tarde, fui al entierro de Aparicio. Habían depositado el ataúd a la vera de una fosa abierta, sobre dos sillas que algún alma previsora había arrastrado a lo largo del «acompañamiento». Se iniciaron los discursos. El Juez de Paz, el Presidente de la Honorable Junta Municipal, el Presidente del «23 de Agosto» y finalmente el cura que ensalzó la generosidad del difunto, donador del edificio de la Escuela Parroquial.

Mientras el torneo oratorio se desarrollaba miré la Viuda. Alta, morena, garbosa. Grandes pechos bajo el ropaje negro de enlutada. Cintura estrecha que se ensanchaba en una cadera generosa. «Toda una hembra a quien me gustaría ver parir a la luz de la luna sobre el arenal del arroyo», pensé. Pero era estéril, castrada. ¿Castrada? También ella. Y con su desgracia silenciosa insultada a diario por la fecundidad de tres jovencitas que llenaban sus narices con el olor fértil del sexo, íntegro y sano; y sus oídos en la noche, con el rumor denso de la fecundación. «Una de ellas ya está de siete mese de encargue», había dicho uno de los detenidos.

Miré sus manos color azúcar quemada. Fuertes, de dedos largos, fáciles de convertirse en garras. «La castración no es cosa de macho», había dicho mi ahijado, y se puso a medio camino de la verdad.

En aquel momento las nervudas manos de Anselma tomaban un terrón de tierra y lo dejaban caer sobre el ataúd. Miré a Casiano y vi que tenía los ojos fijos en aquellas manos. Empezaba a caminar por la otra mitad. Ya llegará a destino sin mi ayuda, me dije, y me alejé sintiendo en los oídos el desagradable rumor de las paletadas de tierra cayendo sobre el féretro.