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Dámaso Alonso, mi maestro

(Conferencia en Vigo el jueves 10 mayo de 1990)

Fernando Lázaro Carreter


De la Real Academia Española



No me resulta fácil distanciar la figura de Dámaso Alonso para hablar de él con objetividad. Fue para mí alguien tan próximo, tal habitual, que aún me resisto a aceptar que nos falte a quienes sirvió de guía intelectual y, en muchos aspectos, humano. Hacen bien los gallegos en recordarlo en homenajes como este, pues gallego se sintió siempre, aunque nacido en Madrid. Y no pocos rasgos de su carácter los hemos atribuido cuantos lo conocimos a sus raíces galaicas.

Ha sido, es, uno de los españoles más importantes de nuestro siglo. Como lingüista, como crítico e historiador literario, como escritor. Y como gran estimulador de vocaciones. Lo vi por vez primera en mi Zaragoza natal, hará pronto medio siglo; vino a hablar de San Juan de la Cruz, con ocasión del centenario. Estudiaba yo segundo curso de Filosofía y Letras; mi vocación era firme pero inconcreta. Aquella lección suya me bastó para decidirme: sería filólogo; pero, además, a su lado, donde él estuviera.

Ya el tercer año lo cursé en Madrid. No con él; fue la primera desilusión. Había que esperar a cuarto curso; y no para escucharle enseñando literatura. Era titular de otra disciplina, Filología Románica, cátedra en que había sucedido a don Ramón Menéndez Pidal al jubilarse éste en 1939. No podía enseñar literatura; las dos cátedras que entonces había estaban cubiertas, y una de ellas por alguien que no le perdonaba sus propias frustraciones, y que, además, poseía gran poder político. Dámaso Alonso, por otra parte, se sentía a gusto explicando Filología Románica, porque, alguna vez me lo dijo, no eran susceptibles de denuncia las teorías sobre la diptongación o la doble d cacuminal.

Lo alcancé, por fin. Tenía él entonces cuarenta y siete años, en pleno vigor de su inteligencia. Era asiduo, cumplidor riguroso de sus deberes, pero sin excesos. Atravesaba raudo, pequeño y casi rechoncho, por entre los escolares, y entraba en el aula sin mirarnos. Su gesto no era cordial. Si antes de medio minuto no había cesado el ruido en el aula, se enfurecía. No era raro que ese furor se resolviera pronto en una sonrisa exculpatoria. Comenzaba enseguida a llenar de vocales o consonantes latinas la pizarra, y a explicar su descendencia en las lenguas romances. Y aquello, que, dicho así, puede parecer carente de atractivos, se convertía en un fastuoso espectáculo de claridad, inteligencia y orden expositivo. Era lo de menos la cuestión tratada; lo importante consistía en la transparencia, en el rigor a la hora de admitir una prueba, de fortalecer una hipótesis o de destruirla. Y el calor que en todo ello ponía, como si el orbe entero girase en aquel momento alrededor de la palatalización de la k inicial en francés antiguo o de la ley de Darmesteter sobre las vocales contrafinales.

Todo aquello cesaba apenas el bedel asomaba anunciando la hora. Dejaba la tiza, se sacudía la chaqueta extendiendo más la mancha de yeso, y desaparecía aún más veloz que a la entrada. En vano intentábamos algunos retenerlo; resolvía nuestras preguntas sin detenerse, porque, se excusaba atropelladamente, no quería perder la camioneta. Se trataba de un pequeño vehículo que iba y venía entre la Moncloa y la Facultad, trasladando profesores. Y ya no sabíamos nada de él hasta la clase próxima.

Pero algunos sí que sabían: los poetas. No podíamos competir con ellos los aprendices de filólogos. En mi curso estaban Carlos Bousoño, Rafael Morales, el malogrado Bartolomé Llorens... Eran los privilegiados, que Dámaso Alonso recibía en su casa de Chamartín, alentaba, orientaba, y, de quienes, si no peco de malicioso, leyó por encima los ejercicios de examen.

Acabado el curso, fui a verlo a su reducto del Consejo de Investigaciones Científicas, con la pretensión de que me dirigiera la tesis doctoral. No sé por qué, estaba de un humor endiablado. «Pero ¿tú crees que es decente doctorarte a tu edad?; eres aún un crío, y tienes que madurar». Me disponía a salir de su despacho como si realmente hubiera cometido una travesura de crío, y me detuvo su voz: «¿Habías pensado el tema?». Se lo dije; meditó un momento y me señaló una silla frente a él: «Siéntate». Una hora más tarde, salía a la calle con el esquema de mi trabajo doctoral casi trazado, y una alegría inmensa en el alma: iba a trabajar, por fin, con Dámaso Alonso. Diez meses después, era doctor.

Fue muy duro para mí el año 48. Su prestigio se había hecho universal en el mundo de habla española. De antes de nuestra guerra civil eran su edición de las Soledades de Góngora (1927), algunos estudios sobre el cordobés, y el gran libro La lengua poética de Góngora (1935). Pero dos años antes, en 1933, en la revista «Cruz y Raya», había publicado el que sería uno de los ensayos más influyentes, más citados, más repetidos de aquella época: el titulado «Escila y Caribdis de la literatura española», en el que, bajo la inspiración de Ortega y Gasset, arrumbaba la imagen tópica de que era el realismo el rasgo determinante de nuestras letras, y colocaba a su lado, con importancia no menor, la expresión de una idealidad exaltada. Entre esos dos polos, Escila y Caribdis, y no alrededor de uno solo, había transcurrido y transcurría el arte verbal de España. Múltiples trabajos sobre escritores antiguos (Gil Vicente, Erasmo, Fray Luis de León, Carrillo de Sotomayor) y modernos (Bécquer, Aleixandre, García Lorca...) habían convertido ya a Dámaso Alonso en el joven e indiscutible maestro de nuestra Filología. Y América lo reclamó aquel año de 1948, ofreciéndole un periplo de conferencias, que resultaría triunfal. Pero había que sustituirlo en la cátedra casi todo el curso. Me encargó que lo hiciera, a mí a quien me consideraba demasiado bisoño para el doctorado. Y así tuve que pechar, con su sombra enorme gravitando sobre mi terror, intentando remedarlo ante alumnos que eran compañeros míos, con diferencia de un solo curso.

Al año siguiente, me preparé para otra vibrante filípica suya. Le dije que me disponía a opositar a una cátedra universitaria. «¿Cuántos años tienes?» «Veintiséis». Se me escabulló farfullando improperios. Pero el día de la votación pública, allí estaba a mi lado. Al dar los cinco jueces mi nombre, no me felicitó. Me amonestó simplemente: «Cuando salgas al extranjero, no digas que eres catedrático de Universidad. A tu edad no se es catedrático en ninguna Universidad seria del mundo». Me quedé cortado, y sólo acerté a replicar: «¿Renuncio?». «¡Qué vas a renunciar!», me contestó; e hizo un pronóstico acerca de lo que sería mi futura actividad universitaria, que no puedo repetir. Creo que no he cumplido con su profecía, pero aquellas inolvidables palabras suyas fueron, más que los votos, las que me hicieron ser le que he sido: antes que nada, un profesor.

No he contado todo esto como mera ilustración anecdótica, y, menos, referida a mí. He querido narrarlo sólo porque lo considero clave de la personalidad de mi maestro; clave consistente en la exigencia. Nada concedió nunca a la improvisación, a la revolera fácil como decía. Era un espectáculo verle trabajar, trepar veinte veces cada tarde por la empinada escala de la biblioteca para consultar un dato que le constaba, pero que era preciso asegurar; o acribillar de interrogantes y hasta improperios el libro o la revista que leía, porque el autor desbarraba. O examinar un trabajo que se le presentaba, y devolverlo con un escueto: «Rehazlo; puedes hacerlo mejor».

Exigencia, minuciosidad, rigor en todo, pero compatible con una distensión del vivir, que lo hacía disonar del ambiente ascético que le había rodeado en el Centro de Estudios Históricos en que se formó, donde era herejía una palabra que rompiera el silencio, y escándalo que una gota de tinta cayera al suelo. Donde la austeridad, el comedimiento, la cordura y la moderación constituían mandamientos inquebrantables. Dámaso Alonso era de otra madera: amaba la vida. No sólo recorría el camino de la sabiduría, sino el del arte. Y éste no pasa por tan ásperos escollos. De los sabios del Centro pasaba a casa de Vicente Aleixandre o a la Residencia de Estudiantes. Con Rafael Alberti o García Lorca ambulaba por el Madrid insensato y confiado de la anteguerra. Después, siempre fiel a la casa de Aleixandre, reunía en la suya para hablar de poesía y mil asuntos entre libaciones generosas a Luis Rosales, Leopoldo Panero, Carlos Bousoño, Muñoz Rojas, Gonzalo Torrente... Y, muchas veces, discípulos suyos andábamos con él por el Madrid que seguía siendo insensato. Recuerdo una noche helada; habíamos firmado con una editorial el compromiso de escribir los dos una Historia de la Literatura, y hasta habíamos cobrado un anticipo. Decidió que debíamos gastárnoslo. Y allá, por la Cibeles, mientras discutíamos los planes de la acción nocturna, quiso que improvisáramos un soneto al alimón. Propuso el primer verso; yo añadí el segundo. Inesperadamente me confesó que no podía seguir: no le salía nada. Hasta que cayó en la cuenta y me dio un empujón enfadado: es que mi endecasílabo tenía doce silabas. Anduvimos mucho aquella noche. Era un incansable andarín, con un paso siempre rápido de velocípedo. Ya casi ochentón, se jactaba al llegar a la Academia de haber venido andando desde su remoto Chamartín. No escribimos nunca aquel libro, y hubo que devolver el anticipo; pero no aquella larga y gozosa noche.

Un conocido trabajo suyo se titula «Ligereza y gravedad en la poesía de Manuel Machado». La mirada del crítico sigue en él a la del hombre, para descubrir y exaltar esas dos cualidades en la obra del hermano de don Antonio: ligereza y gravedad. Las dos tensiones que se disputaron en perfecto equilibrio el alma de Dámaso Alonso, y sin las cuales no creo que haya persona perfecta. La ausencia de gravedad produce frívolos; la gravedad sin ligereza causa tristes seres aburridos. Nadie más alejado que él de esos extremos. Ni frivolidad ni tedio: simplemente humanidad que entreveraba el trabajo denodado con cesiones a los deleites del alma y de los sentidos. Y allá en el fondo, habremos de verlo, una preocupación dramática por el destino que aguarda, si es que aguarda, tras la muerte.

Su obra lingüística ocupa un espacio mucho menor que la consagrada a la literatura, y se produce durante un período de tiempo bien delimitado. Menéndez Pidal había abordado ambos campos de trabajo, lenguaje y literatura, y a ellos se consagraron también quienes habían de ser otros maestros de Dámaso Alonso, en especial Américo Castro. Sus más tempranas publicaciones, desde los diecinueve años, son de orientación exclusivamente literaria. El primero de tema idiomático, será la reseña de un libro de Eva Seifert sobre las proparoxítonas en galorrománico, escrita a los veintiséis años. Seguirá un importante caudal de estudios literarios en torno a Góngora, en torno a su centenario de 1927. En 1928, se doctora con una tesis en que combina sus dos destrezas, sobre la «Evolución de la sintaxis de Góngora», que será luego, muy ampliada, su famoso libro de 1935. No se ha aplicado mucho en todo ese tiempo a cuestiones lingüísticas: unas nótulas etimológicas sobre «nabija», «llanta» y «pelaire», y unas breves observaciones sobre interesantes advertencias que algunos gramáticos ingleses del siglo XVI hicieron sobre la pronunciación castellana.

Su aplicación intensa a la Lingüística derivará de su nueva situación docente que le supuso la Cátedra de Filología Románica de Madrid y en el Instituto Cervantes del C.S.I.C. La guerra había dejado en situación muy precaria los estudios idiomáticos en España, y él ocupaba puestos desde los que siente la necesidad de restituirlos. Es entonces cuando los realiza y los impulsa. Había quedado truncada la tarea ingente del Atlas Lingüístico que había acometido don Tomás Navarro Tomás: era una sistemática exploración del habla viva de toda la Península, recogiendo en cada mapa las palabras se emplean en cada lugar para nombrar un mismo concepto. Mientras esa empresa se reanudaba, que al fin se reanudó, era preciso realizar averiguaciones dialectales más minuciosas, hacer más tupida la red de regiones y poblaciones escrutadas. Era muy poco lo que se sabía de la realidad lingüística de la nación. Dámaso Alonso, desde su cátedra y desde el Consejo, orientó un conjunto impresionante de tales estudios, fértilmente secundado por colegas como Manuel García Blanco y Rafael Lapesa.

Pero los cultivó él mismo. Al enfrentarse con su actividad de lingüista, había tomado conciencia de la precariedad de los conocimientos, como consecuencia de la escasez de datos. Y, por contra, con teorías que explicaban fenómenos complejos partiendo de la ignorancia de los hechos concretos. Esto lo sacaba de quicio porque atentaba contra su sentido de la exigencia y de la veracidad. Un solo ejemplo; en 1956, un dialectólogo alemán, H. Lüdtke, había publicado un libro sosteniendo la tesis de que la Península Ibérica constituía una curiosa excepción en el modo de transformar el vocalismo latino. No entraré en detalles, que serían inoportunos aquí; Dámaso Alonso desmantela su teoría fundándose, sobre todo, en hechos del gallego y del portugués que Lüdtke no había considerado. En el correctivo que le aplica, está entera su concepción del trabajo lingüístico. Creo, le dice, que «se ha dejado deslumbrar por la belleza del posible descubrimiento, y ha procedido con notable arrebato teorizante y falta de rigor». «A un lado está la rigurosa y metódica recogida de datos; al otro, la interpretación teórica. Ésta es imposible sin aquélla... Si pensamos en Galicia y en el aspecto fonético, podríamos decir que está por hacer casi todo». «Sin conocimiento de la realidad lingüística, actual o histórica, las teorías revolucionarias no serán más que jaulas, mejor o peor construidas, pero sin pájaro».

Esto es lo que nos inculcaba, y lo que practica él desde 1940, el primero de su docencia como catedrático en Madrid. Ese mismo año, la publicación de un resonante tratado del máximo romanista, Walter von Wartburg, sobre la fragmentación de las lenguas romances por acción de los distintos pueblos germanos que invadieron el Imperio, con consecuencias para explicar la diptongación en esas lenguas, le dará pie para uno de sus principales estudios, en que si asiente a las hipótesis del sabio suiza, no lo hace sin reticencias y correcciones importantes. Se sucede una serie notable de trabajos sobre fenómenos fonéticos neolatinos (sobre la ü, en especial) o estrictamente peninsulares. Dos poseen especial importancia: el dedicado a la metafonía (el hecho de que la -i final que aparece en el latín feci, por ejemplo, haga que la e se transforme en i: castellano hice, portugués fiz, catalán fiu, etc.), y, sobre todo, el que explica la igualación de b y v en la Península, y que ya debería haber desterrado la aberración de quienes pretenden que Barcelona debe sonar de diferente modo que Valencia. Aquel extenso y definitivo estudio prueba que la igualación de los sonidos que distinguía el latín medieval, afectó al sur de Francia y a toda España, «de mar a mar», con unos pocos restos de la antigua distinción al sur, al este y al suroeste. Habría habido, tal vez, un influjo vasco en el castellano, pero en las restantes lenguas españolas y del sur de Francia, se hace forzoso pensar en una costumbre articulatoria de los antiguos habitantes prerromanos, de los cuales, los vascos eran sólo una parte.

No puedo omitir aquí la alusión a la constante presencia que tienen en la obra del gran lingüista las hablas de este Occidente peninsular. El gallego y el portugués son continuamente aducidos como testigos en los trabajos dedicados a ámbitos románicos más amplios; pero fueron objeto de atención exclusiva en monografías como la dedicada al galleguísimo enxebre, de casi imposible equivalencia castellana, cuya etimología demostró sin que quepa duda: es un derivado del latín seperare, forma vulgar de separare, que dio xebrar, y más concretamente del adjetivo seperem. El estudio del reparto geográfico de esa voz y de otras hermanas, no sólo en Galicia, sino en los territorios aledaños es una pieza maestra de nuestra dialectología.

Dice en él: «El idioma gallego se revierte por todas partes fuera de los límites políticos de Galicia». En ellos, en efecto, esta lengua libra seculares y pacíficas escaramuzas con las vecinas; el asturiano al norte y el leonés más al sur. Gustó mucho Dámaso Alonso de explorar esas zonas conflictivas -él procedía de la ría del Eo-, con aportaciones memorables como las que dedicó al sabugo, es decir, al saúco entre Galicia y Asturias, con las formas bieteiro o biouteiro o biauteiro, y varias más en dicha zona, cuya etimología resulta obvia desde que la estableció doña Carolina Michaëlis: son derivados del latín benedictu o benedictarius, en virtud de las benditas propiedades medicinales que se atribuyen a esa planta. Hasta aquí llegó la gran investigadora; Dámaso Alonso prolonga su estudio con la precisión de las áreas que cubren las diversas formas dialectales en tierra galaica y astur, completada con estupendas informaciones sobre las creencias populares acerca de las vitudes casi mágicas del saúco en los diversos lugares, como sudorífero, anticatarral y cicatrizante; preserva, además, a las vacas contra las figas; ahuyenta culebras y lombrices, cura el moquillo de los perros... En este famoso estudio, Dámaso Alonso muestra cómo la más estricta investigación idiomática puede convertirse en un apasionante y divertido relato.

A la misma zona de frontera gallego-asturiana se refiere otra fundamental monografía que precisa el modo como se diferenciaron los nombres de los meses junio y julio, que tendían a confundirse allí, al igual que en otras partes de la Romania. Otra vez el reparto de las distintas soluciones diferenciadoras da lugar a observaciones y a hipótesis de impresionante rigor.

En otras varias ocasiones aplicó Dámaso Alonso su talento a estas hablas occidentales. Sin descuidar, claro, otras zonas peninsulares. No puedo ni siquiera aludir a los títulos consagrados a ellas, pero no debo omitir uno verdaderamente extraordinario: «En la Andalucía de la E», subtitulado «Dialectología pintoresca». En él descubre un fenómeno extraño: en muchos lugares del oriente andaluz, el plural se señala con la abertura de la vocal final de la palabra. Frente al castellano pesetas, en aquella área se dice pesetä; pero no sólo eso: en las palabras agudas terminadas en consonante, esta consonante desaparece, y la vocal final se unifica en e. Y así, es posible oír:

-¿Qué té ehtá uhté? ¿Qué tal está usted?)

-Igüé, iho, o mé mé. (Igual, hijo, o más mal)



La descripción y explicación de tan raros fenómenos alterna en el trabajo con la narración de las peripecias que acontecieron al maestro por pueblos donde le negaban que aquello ocurriera allí, que allí se hablara de tan fea manera, y que él descubría en los mismos que lo negaban, tal vez escuchándolos en la taberna mientras disimulaba su espionaje tomándose media botellita de Moriles. «¡Qué vino!», apostilla con entusiasmo. Siempre ligereza y gravedad, hombre y sabio siamesamente juntos.

Junto a ese gran conjunto de estudios lingüísticos, habían ido brotando, mucho más abundantes, los dedicados a la Literatura. Los primeros se desarrollan en un período bastante breve; aparecen con una intensidad particular durante los años cuarenta y cincuenta. Ya no publicará más apenas, a partir de la sexta década, en que se siente inesquivablemente solicitado por el arte verbal.

Me resulta imposible concentrar en unos pocos minutos el panorama de lo que son más de cuatrocientos títulos que Dámaso Alonso dedicó a la teoría, a la historia y a la crítica literarias. Me limitaré a bosquejar con cierta aereidad lo que ha sido su máxima aportación en tales dominios, y por la que se le recuerda y se le recordará en todas las miradas retrospectivas que se dirijan a tales disciplinas. Me refiero, claro es, a su cultivo de la Estilística.

Dámaso Alonso se formó en lo que ahora denominamos positivismo. Los hechos literarios -obras, géneros, autores- se enfocaban desde una perspectiva externa y documental: ediciones, argumentos, biografía, fuentes, escuelas, imitadores; y, como remate, un juicio de valor no fundamentado, que el crítico o historiador establecía desde la más absoluta subjetividad. Pero todo esto, que constituye una magna aportación de la erudición decimonónica al conocimiento de las literaturas, dejaba intacto el problema central de por qué un poema, una novela o un drama poseen una fuerza con-movedora para los lectores, que no poseen los textos extraliterarios.

Varios movimientos críticos se alzan en Europa y en América, desde principios de siglo, contra aquel deambular, sabio pero periférico, en que los estudios literarios consistían, para atacar el fondo de la cuestión. Es decir, con el intento de desvelar lo que no pocas veces se llamó el «misterio» estético. El más temprano de tales movimientos se produjo en Alemania en los muy primeros años del siglo, y fue éste que denominamos Estilística. Había sido influido por el pensamiento del filósofo italiano Benedetto Croce, y tuvo su primer promotor el gran filólogo germano, que luego sería gran hispanista Karl Vossler, el cual había heredado la convicción romántica de grandes compatriotas suyos, como Herder y Humboldt, de que cada lengua es un gran depósito que almacena la actividad secular del espíritu del pueblo que la habla. No sería, pues, un sistema de signos indiferente y despegado de los hablantes, sino, por el contrario, una emanación del alma colectiva, resultante de cómo ven sus usuarios el mundo, de cómo lo ordenan, clasifican y jerarquizan, y también de cómo han atravesado la historia con sus peculiares creencias y conmociones.

Croce, que participaba de tal hipótesis -hoy no del todo olvidada-, aplicó su atención, no al pueblo como conjunto, sino al individuo, al modo como cada uno de nosotros nos relacionamos con nuestro propio idioma, de qué manera es éste el instrumento que consciente o inconscientemente nos sirve para ex-presarnos, es decir, para manifestar lo que está «preso» en nuestra alma. En esa ex-presión consiste el arte, según Croce. Y en tal sentido, son artistas no sólo los grandes escritores, sino cualquiera de nosotros: todos nos ex-presamos por medio de la palabra, y el gran artista se diferencia de nosotros, los hablantes vulgares, no por la naturaleza de la expresión, que es la misma, sino por el grado de estima que merece la suya. Normalmente, un alma rica producirá expresiones más capaces de sorprender y atraer que la de una persona ordinaria. Pero siempre en lenguaje radiografía a quien lo habla, que se ve obligado a «crearlo», casi como si lo inventara, en cada acto elocutivo.

Esto es lo que acepta Vossler, y de lo que saca obvias consecuencias literarias: si la lengua revela al individuo, el idioma peculiar de un artista será la clave para entenderlo. Su observación minuciosa, prescindiendo de las erudiciones externas de los positivistas, permitirá penetrar en el misterio de la creación de aquel artista. Permitirá responder, por fin, a la cuestión central de cómo logran seducir, emocionar, proporcionar gozo estético las obras literarias. Vossler hizo un primer ensayo del nuevo método en 1902, a propósito de una fábula de La Fontaine. Hoy se nos antoja extraordinariamente ingenuo, pero era el germen de lo que iba a ser pujante punta de lanza de los estudios literarios renovados: la Estilística, o estudio de los estilos particulares de autores, obras y escuelas.

Dámaso Alonso, que había enseñado en Berlín durante los años 1922 y 1923, es testigo de aquel gran movimiento, que iba a prender pronto también en Italia. Él lo introduce en España, sumándose enseguida a la actividad de descubrir en Góngora los rasgos más característicos de su obra; de ello versó, ya lo he dicho, su tesis doctoral, y una serie de trabajos acerca de la lengua poética del autor del Polifemo. Sin embargo, su método, su peculiar versión de la Estilística no cuaja de modo ya considerable, hasta 1942, año en que publica su decisivo libro sobre La poesía de San Juan de la Cruz. Él mismo señaló su alcance: quiere, dice, averiguar «en qué reside la fuerza de su prodigiosa virtualidad estética que aún hondamente, exquisitamente nos perturba». Y allí sienta su profesión de fe científica que tantas veces se ha repetido: «Para mí, estilo es todo lo que individualiza a un ente literario: a una obra, a un escritor, a una época, a una literatura. El estilo es el único objeto de la crítica literaria. Y la misión verdadera de la historia de la literatura -esa lamentable necrópolis de nombres y de fechas- consiste en diferenciar, valorar, concatenar y seriar los estilos particulares».

Ahí, en esa visión de las historias literarias como cementerios de hechos donde yacen datos relativos al arte, pero que no lo explican, que son ajenos a aquello en que el arte consiste, se expresa la insatisfacción que Dámaso Alonso introdujo en España acerca del método tradicional, y el estímulo para que muchos entraran por la vía de le Estilística que había abierto, y para que algunos buscáramos la explicación de los textos artísticos por otros caminos.

Con este modo, que con inflexiones personales, aplicarían también investigadores importantes, como Leo Spitzer, Amado Alonso, De Robertis Hatzfeld o Devoto, se lograba dar cuenta de ciertos efectos poéticos -porque trabajaron sobre todo con textos líricos-, dar cuenta, digo, de los efectos que un poema produce, buscando la razón en el tejido lingüístico. Son, a veces, observaciones sencillas, obvias a veces, pero que nunca antes se habían hecho. He aquí un ejemplo. Todo lector de Garcilaso y de San Juan, halla entre ambos diferencias múltiples, ésta entre ellas: frente a los versos del toledano, a que cursan con sosiego y lentitud, los del santo se apresuran con una intensa rapidez:



Buscando mis amores,
iré por esos montes y riberas,
ni cogeré las flores,
ni temeré las fieras...

A las aves ligeras,
leones, ciervos, gamos saltadores,
montes, valles, riberas,
aguas, aires, ardores,
y miedos de las noches veladores...

Frente a esta concentrada aceleración a que el lector se ve impulsado leyendo a San Juan, Garcilaso le había impuesto una marcha lenta, gustosamente sosegada:


   Por ti con diestra mano
no revuelve la espada presurosa,
y en el dudoso llano
huye la polvorosa
palestra como sierpe ponzoñosa;
    por ti su blanda musa,
en lugar de la cítara sonante,
tristes querellas usa
que con llanto abundante
hacen bañar el rostro del amante.

Dámaso Alonso dará así la explicación de esto que leyendo sentimos, buscándola en el estilo: «Garcilaso usa frecuentísimamente el adjetivo; San Juan de la Cruz muy poco. Garcilaso emplea mucho más el antepuesto que el pospuesto; San Juan de la Cruz mucho más el pospuesto que el antepuesto». Como consecuencia, añade, «aumenta la velocidad, la cohesión y la concentración de todo el período poético; resulta resaltada la función del nombre. Resaltada en dos sentidos: porque los sustantivos se adensan, se suceden con una mayor rapidez, y, aún más importante, porque el nombre aislado, desnudo, tiene que multiplicar sus valencias afectivas, recargándose al mismo tiempo de su original fuerza intuitiva, que en la poesía del Renacimiento había cómodamente abandonado a la función adjetival».

Observaciones de este tipo, a propósito de rasgos percibidos por el crítico en el lenguaje del escritor, se van combinando y tejiendo una red descriptiva formal, que atrapa o pretende atrapar las causas del sentimiento estético que causa. Obviamente, no es un método aplicable por cualquiera; incluso apenas puede comunicarse, enseñarse. Hace falta que el crítico posea una fina sensibilidad, una receptividad artística capaz de percibir los delicados estímulos que la poesía emite. Y, a la vez, una agudeza idiomática penetrante, que le permita descubrir, intuir casi, dónde están los artificios lingüísticos y retóricos que desencadenan aquellos efectos sobre el lector. Por otra parte, se trata de un método apenas reiterable; cada obra, desde una larga novela hasta un poemilla, plantea problemas diferentes; un texto literario -y esta era una enseñanza del idealismo croceano-, es una criatura única y solitaria; lo que ha permitido entrar en el recinto de una, no sirve forzosamente para penetrar en los entresijos de la vecina. No hay método único: hay que inventarlo en cada ocasión. Dámaso Alonso, que quiso ser arquitecto en su adolescencia, empleaba un término matemático para referirse a esa versátil aptitud: el ataque estilístico, en cada texto, es resultado de una «feliz idea».

Muchos trabajos y libros de los años cincuenta ejemplifican esa capacidad de adaptación a las exigencias de obras muy diversas que él poseía envidiablemente. Destacaré entre todos el que publicó en 1950 con el título de Poesía española. Es un volumen de cerca de setecientas páginas, donde explora las cumbres de nuestra lírica áurea: Garcilaso de la Vega, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Góngora, Lope de Vega y Quevedo. En el vestíbulo del libro, puede sorprender una enérgica afirmación de originalidad: «No he ido a estudiar ajenos procedimientos para remedarlos; [...] los métodos empleados por mí han crecido natural y biológicamente con mi vida misma». Esto es evidente por lo mismo que he dicho: la imposible generalización de un método a todos los textos posibles, a todas las literaturas. Otro gran investigador de la misma estirpe, el vienés Leo Spitzer, hacía al final de su vida proclamaciones semejantes, y desengañaba a quien quisiera imitarle: carezco de método, venía a decir; «no existe una técnica estilística», aseguraba paralelamente Dámaso Alonso. Llegó a más: a aborrecer -ese es el verbo que usa- la «fea» palabra Estilística, entre cuyos cultivadores aparecía indefectiblemente mencionado en las bibliografías, sobre todo alemanas. Pero claro que hacía Estilística. Unas líneas antes de esa enfadada afirmación, escribe: que trata de extraer de su trabajo «consecuencias de carácter general sobre el alcance de la técnica estilística».

Se abre el fundamental libro Poesía española con un capítulo de gran importancia, escrito a contrapelo de los dogmas científicos vigentes entonces, y al que sólo desde hace pocos años se otorga el relieve que merece: por él, un Umberto Eco o un Mounin lo sitúan entre los pioneros de la moderna Semiótica. No puedo entrar en detalles ante un auditorio que no tiene porqué comprender y valorar lo que supone para los especialistas. Simplificándolo abusivamente es esto. La Lingüística ha realizado sus avances más considerables en este siglo, partiendo de una dicotomía del signo establecida por Saussure. Un signo lingüístico, una palabra por ejemplo, tendría una composición muy simple: consistiría en la asociación de un significante (lo que se oye o se ve escrito) y un significado (la cosa representada). Un vocablo como lluvia es un signo porque la serie de fonemas que lo forman va asociada para nosotros al concepto del meteoro que todos conocemos. Esa sencilla ecuación, signo= significante + significado, que puede parecernos tan obvia, sirvió de fundamento al estructuralismo, que, nacido en la Lingüística, se convirtió en dogma metodológico de las Ciencias Humanas.

Dámaso Alonso, cuando era pleno el acatamiento de tal ecuación, se reveló anticipadoramente. El significado, enseñó, no es concepto elemental, sino un organismo complejo, formado por una acumulación de cosas que se agolpan en el espíritu del hablante. En un acto concreto de comunicación, la palabra lluvia puede ir cargada de esperanza -para un labrador, por ejemplo, en época de sequía-, de temor -para un empresario de toros-, de espanto -en quienes sufren una inundación-, de júbilo -para un niño que estrena impermeable-... El significado de la palabra lluvia está, pues, formado, por múltiples significados parciales para cada usuario, en cada momento. Dámaso Alonso sienta esta afirmación, que hoy se acepta con tanto fervor como, hace cuarenta años, la ecuación saussureana: «No pasa por la mente del hombre ni un solo concepto que no sea afectivo, en grado mínimo o en grado sumo».

Era necesaria esta corrección para comprender y explicar el lenguaje de los poetas, de los creadores de imágenes, en quienes las palabras tienen forzosamente un valor personal, y en quienes los significados parciales de origen emotivo dominan siempre sobre lo asépticamente conceptual.

Los estudios reunidos en Poesía española, y otros de este gran momento creador de Dámaso Alonso, elucidan genialmente a los escritores explorando justamente en la red de significados individuales y peculiares que constituye sus versos. Y no sólo en los significados: la elección de los significantes no es casual, muchas veces, sino deliberada. Cuando Góngora escribe que, en un lóbrega caverna, revolotea infame turba de nocturnas aves, no es aleatoria la presencia simultánea de turba y nocturna, cuya sílaba común tur, en posición tónica dominante, se carga con una significación que fortalece el significado conceptual del famoso verso.

Libros de esas dos décadas son el Cancionero antequerano (1950, con Rafael Ferreres), Seis calas en la expresión literaria española (1951, con Carlos Bousoño), Poetas españoles contemporáneos (1952), Ensayos y estudios gongorinos (1955), Para la biografía de Góngora: Documentos desconocidos (1962, con Eulalia Galvarriato)... No voy a abrumarles con una interminable enumeración bibliográfica: carecería de sentido sin, al menos, un breve comentario que ya no puedo hacer. Pero sería imperdonable omisión no recordar una de las más importantes aportaciones de Dámaso Alonso a la historia de la literatura: la que, en 1954 tituló La primitiva épica francesa a la luz de una Nota Emilianense. Sucintamente es esto. Entre los historiadores franceses, gozó de máximo predicamento la teoría de Joseph Bédier, según la cual, los grandes poemas épicos de aquel país, como la Chanson de Roland, no eran anteriores a 1100, aunque se refierieran a hechos acontecidos cuatro siglos antes. Las crearon poetas de conventos situados en el camino de las peregrinaciones a Santiago o a Roma. Pero antes no había habido nada. Y he aquí que Dámaso Alonso encuentra por verdadera casualidad un documento en latín, pero español, unos veinte años anteriores a la Chanson de Roland, donde ya son nombrados los héroes de esta y de otras varias canciones de gesta posteriores. La cuestión de los orígenes de la épica quedaba revolucionada; y el nombre del maestro entró, y allí permanece, en el centro de una gran conmoción erudita en torno al problema quizá más apasionante que plantea el problema la historia literaria románica.

Pero me he extendido ya mucho acerca del filólogo, del crítico, del historiador imprescindible. Y he tenido que silenciar mucho, si quería reservar algún espacio al creador, al prosista y, sobre todo, poeta insigne que fue Dámaso Alonso. Apenas si puedo aludir a la prosa cálida y vehemente con que expone los temas más arduos de dialectología o literatura. Y es que él nunca se ocupó de un asunto que no le apasionara. Cuando trabajaba en algo, lo amaba como si aquel problema fuera centro del Universo; no fue industrioso artesano de la ciencia, sino apasionado artista. Para trabajar, necesitaba hallarse vitalmente comprometido con lo estudiado, y así se explica que, al escribir, no emplee el lenguaje como mero instrumento de comunicación, sino como expresión viva de sus emociones, disidencias, inconformismos y gozos por lo que descubre o prueba. Aun discutiendo una etimología, es poeta, no tanto por los lirismos -alguno se le escapa-, sino por la emotividad que gobierna su escritura.

Poeta: eso fue y eso quiso ser. Empezó su vida intelectual componiendo versos, y así la terminó. Al final de ella, cuando todos los honores habían coronado su ingente obra de filólogo -Director de la Real Academia Española, Académico de la Historia, doctor honoris causa por Lima, Burdeos, Hamburgo, Roma, Friburgo, Oxford, Nacional de Costa Rica, Massachusetts, Leeds, Lisboa, Granada, Oviedo, Presidente de Honor de la Asociación de Hispanistas, Académico de la Real Gallega, dei Lincei, dell'Arcadia, della Crusca, de la British Academy, de la Bayerische Akademie der Wisseschaften...-, cuando estos y muchos más reconocimientos, repito, lo acreditaban como uno de los sabios más eminentes de nuestro siglo, él, en sus últimos años, sólo se reconocía poeta. El traidor mal de Alzheimer había destruido su memoria; llegó a no recordar nada de cuanto había hecho. Pero en sus últimos tiempos, se hacía conducir a su biblioteca, ante los anaqueles donde guardaba sus publicaciones; se iba derecho a un ejemplar de Hijos de la ira y se lo apoyaba un rato sobre el corazón; después, volvía a colocarlo con extremo cuidado. Era, en su estima, la cifra de su vida, aquello por lo que le había valido la pena vivir.

A los diecinueve años empezó a ejercitarse en la lírica. Sus más tempranos versos serán recogidos en el primer libro, Poemas puros: Poemillas de la ciudad (1921). Está bajo el justificado hechizo de Juan Ramón Jiménez, que ha instaurado como modelo la pureza, la belleza exenta de sentimentalismo. De todo aquel poemario, iba a hacerse intensamente famoso el soneto «Cómo era», sugerido precisamente por un verso juanramoniano: ¿Cómo era, Dios mío, cómo era? Y responde a una vaga espiritualidad, a una inquietud juvenil inconcreta que lo mismo puede ser la primera conmoción del amor que la extraña posesión del alma por la Poesía, la sorpresa de sentirse poeta. Tal vez no esté en la mente de todo el portentoso soneto:



   La puerta, franca.
       Vino queda y suave.
Ni materia ni espíritu. Traía
una ligera inclinación de nave
y una luz matinal de claro día.

    No era de ritmo, no era de armonía
ni de color. El corazón la sabe,
pero decir cómo era no podría
porque no es forma, ni en la forma cabe.

    Lengua, barro mortal, cincel inepto,
deja la flor intacta del concepto
en esta clara noche de mi boda,

    y canta mansamente, humildemente,
la sensación, la sombra, el accidente,
mientras Ella me llena el alma toda.

Son poemas de un muchacho sabio, que tiene bien aprendida la lección de la lírica como breve emanación de un sentimiento leve, intenso y sin historia. Esta, lo que podríamos llamar el «argumento», aparece ya más elaborada en los poemas que escribe en Cambridge entre 1923 y 1924, agrupados bajo el título El viento y el verso, que se publican en la revista de Juan Ramón , y, aún bajo su influjo; el mismo que iba a experimentar el Rafael Alberti de Marinero en tierra:



[...]Me podrían enterrar
en la ancha fosa del viento.

Oh, qué dulce descansar,
ir sepultado en el viento,
como un capitán del viento:
como un capitán del mar,
muerto en medio de la mar.

Pero Dámaso Alonso no cabía en esos límites estrechos de la pureza, de la ingenuidad poética. Su alma artística se inflamaba ante estímulos mucho más intensos, que no estaba de moda sentir: la muerte, la injusticia, el más allá... Y era muy estrecho el verso corto y medido para alojar en él el orrente emocional que le embargaba ante tales cosas. Es ya él cuando, en 1935, se pone a trabajar en la composición del poema «A un poeta muerto». Se sucede un torrente de endecasílabos, por el que corre el sinsentido de la vida que continúa estallando en el mundo cuando un gran artista acaba de desaparecer, el cual contempla lo que «fue suyo, y que sigue ya sin él». Pero no acabará el poema hasta años más tarde -entre tanto, su amigo García Lorca ha sido fusilado-, y no lo publicará hasta 1944.

Preludia ese gran poema la que va a ser obra fundamental de Dámaso Alonso Hijos de la ira, de 1944, empezada a escribir dos años antes. En ese libro, radicaliza el grito a que pugnaba por romper en la citada elegía. «Libro de protesta» -dice su autor- «escrito cuando en España nadie protestaba». Y afirma: «Protesta [...] contra todo. Es inútil quererlo considerar como una protesta especial contra determinados acontecimientos contemporáneos». Y sigue: «Es mucho más amplia: es una protesta universal, cósmica, que incluye, claro está. todas esas otras iras parciales. Pero toda la ira del poeta se sume de vez en cuando en un remanso de ternura».

Sería necio el intento de definir mejor o de otra manera lo que el propio autor definió tan precisamente. Al aparecer, fue un libro insólito. El silencio político impuesto a la literatura -gran parte de ella ya desaparecida o emigrada-, sólo lo sonaba en medio de él la lírica estetizante de los garcilasistas, ajenos a todo compromiso; tal vez, les resultaba imposible otra cosa. Y saltan, de pronto, estos Hijos de la ira, negadores de lo que había sido la poesía de Dámaso Alonso hasta entonces (quería apartarme, dirá luego de «la poesía pura, con una voluntaria admisión de todas las impurezas»), y de la lírica que entonces se escribía, el garcilasismo de metros tradicionales y de temas arcádicos o casi. Nada que respondiera a un país atribulado por su mayor desastre civil.

En los versos libres del libro, el autor aloja emociones, sentimientos arrebatados, lamentos, llanto casi de cólera o ternura. Lo que se llamaba impurezas, lo que el propio Dámaso había evitado hasta entonces. Todo cabe en ellos, si es sincero y sentido, la interjección, las palabras de la calle, todo lo que podía con-mover, es decir, mover con la pasión del escritor. «Yo buscaba», confesó después, «una expresión para mover el corazón y la inteligencia de los hombres, y no últimas sensibilidades de exquisitas minorías».

El libro no es anecdótico; parte de anécdotas para trascenderlas inmediatamente y elevarlas a la categoría de símbolos. De símbolos dolorosos o esperanzados de este vivir nuestro que él llama monstruoso, con la muerte acechando. En la mente de todos está el más famoso poema de aquel turbador conjunto: el titulado «Mujer con alcuza». La anécdota es esta: entró a servir en casa del poeta una criada vieja, que se despidió pronto, porque le había escrito «la señora» a quien sirvió hasta entonces que la necesitaba. Era cuanto tenía en el mundo, aquella señora murciana, cuyas joyas había salvado en la guerra. La buena de Carmen -así se llamaba- tomó el tren para Murcia, y regresó a su antiguo servicio. Una noche la llamó la señora, pero ella no la oyó. Quedó inmediatamente despedida. Poco después moría en el asilo.

Es una historia turbia, antipoética, sentimental; pero verdadera: eso pasa a los hombres y a las mujeres. La justicia flagelándonos. Y el poeta, sacudido por el patético episodio compone ese maravilloso poema, en que la anécdota se borra para dejar paso a un dolor general: el de la vejez que, en el tren de la vida, despoja de ilusión; el de la Humanidad, lanzada a un viaje sin sentido hacia la muerte:


Esta mujer yo la conozco: ha venido en un tren,
en un tren muy largo:
ha viajado durante muchos días
y durante muchas noches:
unas veces nevaba y hacía mucho frío,
otras veces lucía el sol y sacudía el viento
arbustos juveniles
en los campos donde incesantemente estallan extrañas flores encendidas.
Y ella ha viajado y ha viajado,
mareada por el ruido de la conversación,
por el traqueteo de las ruedas,
y por el humo, por el olor a nicotina rancia.
¡Oh!:
noches y días,
días y noches,
noches y días,
días y noches,
y muchos, muchos días,
y muchas, muchas noches.
Pero el horrible tren ha ido parando
en tantas estaciones diferentes,
que ella no sabe con exactitud ni como se llamaban,
ni los sitios,
ni las épocas.

Esta mujer, que se ha dormido, por fin, y que despierta en la noche absolutamente sola, y grita en la oscuridad preguntando quién conduce, quién mueve aquel horrible tren, podemos ser cualquiera de nosotros. Es, por supuesto, Dámaso Alonso, que entra por fin en el meollo del más dramático misterio de los humanos con sus libros siguientes, de 1944 también, Oscura Noticia, y Hombre y Dios, de 1955. En ellos, el escritor afronta el problema de su primera causa; así llama escolásticamente a Dios, esa incógnita radical, como dice. No he conocido a nadie con voluntad más decidida que la suya para creer; ni, a la vez, más sensible a la dificultad para creer que oponen la injusticia y la existencia del mal. Dios aparece en esos libros asediado, interrogado, amado; pero, a la vez, acusado y negado.

Aquel hombre vitalísimo, gran gozador del mundo, cuando se recluía en sí, vivía dijérase que un duelo con la divinidad para que se le revelara, para que le diera una prueba. Sus múltiples proclamaciones de amor son como un merodeo, como un halago para que exista, y sea tan bondadoso y perfecto como lo desea. Pero está lo otro, el mal ahí presente, y la muerte. Hasta en el humor grotesco de los poemas que se acogen bajo el título de Canciones a pito solo, alienta esa rebeldía, que llega a rozar en algún caso la blasfemia, así, en su «Adiós al poeta Rafael Melero» (muerto de cáncer a los 39 años):



No hay que llorarte, Melero.
Fuera llantos. Lo que quiero
es patear,
gritar que está muy mal hecho
-¡no hay derecho, no hay derecho!
y no llorar [...]

¿Qué bestia gris burriciega
trota idiota, y te nos siega
al trompicón?
¿Qué negro toro marrajo
te metió ese golpe bajo
a traición?

No lloro por ti, Melero
(mira mis ojos): yo quiero
protestar,
gritar que es un asco, ea,
y maldecir -a quien sea-,
y no llorar.

Este es, en el fondo, su gran tema, el que, desde el centro de su alma, hace latir su poesía. Cuando aún las luces de su razón brillaban algo, hace tres o cuatro años, me entregó unos versos, supongo que los últimos que compuso. El poema se titulaba estremecedoramente: «¿Existes? ¿No existes?».

Y así, con esa duda en el alma, se nos fue una fría noche de enero último a resolverla: se apeó del tren que a todos nos lleva cuando llegó a su estación de destino. Portaba en su alcuza miles de páginas bullentes de saber y de arte; y en el pecho, un corazón que amó la vida, la verdad y la justicia. Dejó tras él su inolvidable ejemplo.





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