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De cuyo nombre no quiero acordarme

Alfredo Baras Escolá





De todos son conocidas las diversas propuestas acerca de la frase inicial del Quijote1. Se echa en falta, sin embargo, un análisis estrictamente lingüístico de las seis palabras del título, tanto en su contexto como dentro de la obra completa de Cervantes y de las normas sintácticas y léxicas de su tiempo; es lo que nos proponemos hacer en estas líneas.

Aún hoy se asume el estado de la cuestión sintetizado por Ángel Rosenblat: convirtiendo el no me acuerdo inicial de los cuentos en no quiero acordarme, Cervantes habría trasmutado «la anodina deficiencia de la memoria, real o ficticia, en un acto de voluntad, lleno de misterio»2.

Pero la construcción sintáctica (no) querer acordarse de era sobradamente conocida y usada en los ss. XVI y XVII. Hemos extraído del CORDE (Corpus Diacrónico del Español) de la Real Academia Española, a título de ejemplo, más de cincuenta citas3 no cervantinas anteriores al Quijote. En ellas se multiplican las variantes (querría/ quiero acordarme, me querría/ quiero acordar, quieras/ quieres acordarte, quieras te acordar, te quieras/ quieres acordar, querer/ quería/ quiera/ quiere/ quiso acordarse, se ha querido/ quería/ quiera/ quiere/ quiso acordar, nos queríamos acordar, queréis acordaras, os queréis acordar, se querían/ quieren/ quisiesen acordar, se queriendo acordar); no faltan las oraciones negativas -incluso en primera persona-, y también son frecuentes el hipérbaton y los componentes intercalados, en prueba de su uso. Desde la cita más temprana del Caballero Cifar hasta la variante de la Pícara Justina, en ninguna se dan los usos perifrásticos que quieren ver en el Quijote no pocos cervantistas4; es más, en los raros usos personales de querer + infinitivo recogidos por el Instituto Caro y Cuervo5, esta perífrasis vale "ir a, estar a punto de", e indica actos en que falta una decisión consciente, como caer o morirse, no así acordarse (al igual que "estar próxima a suceder una cosa" en oraciones impersonales y no personales, del tipo quiere llover o el sol se quería poner, de donde tal vez proceda este uso). Por el contrario, todas las citas del CORDE con querer + acordarse carecen de tal sentido y expresan un evidente y deliberado acto de voluntad, como si de ella dependiera en buena medida el recuerdo más que del inconsciente, igual que en casos actuales; dejemos esta cuestión a la Psicología del lenguaje. Abundan los ejemplos del corpus académico en que alguien solicita a Dios o a un superior quiera acordarse de él; en que se invita a hacerlo a quien olvida sus obligaciones; o en que con no quiero/ querría acordarme un yo soberano se niega a recordar. Variemos ahora el punto de vista. De 16 casos anotados con negación en cualquier persona, 8 refieren a realidades desagradables o vergonzosas; 7, a acciones positivas -a veces onerosas- a que alguien está obligado (religiosas, políticas, familiares o de honra); 1, a un rasgo de generosidad; en estas oraciones aún sería menos posible que en las afirmativas cualquier uso perifrástico. No bastan para hacernos dudar los ejemplos a lo que me quiero acordar, según que me quiero acordar, con que alguien se esfuerza por traer a la memoria datos imprecisos o casi olvidados, como en «a lo que yo me sé acordar» del Quijote (I, 25, 127r), no del todo coincidente con a lo que se me acuerda (15, 62r y 39, 231r)6. Siempre está por medio una decisión voluntaria y consciente.

A estas citas podríamos añadir otras más de Cervantes: «Advierte en que yo nunca he visto tu rostro, ni quiero vértele; porque, ya que se me acuerde de mi ofensa, no quiero acordarme de mi ofensor ni guardar en la memoria la imagen del autor de mi daño», responde Leocadia en La fuerza de la sangre al caballero que la ha deshonrado (f. 128r). Pese a su claridad y evidencia, nunca ha sido puesta en relación con la que nos ocupa. Igual sentido recto, en la atribuida Conquista de Jerusalén, cuando Erminia ruega a Tancredo «de mí quieras acordarte»7; o en Quijote, II, 45, 171r: «a no olvidársele todo aquello de que quería acordarse, no hubiera tal memoria»; incluso el desenlace de 1615 reitera: «Este fin tuvo el ingenioso hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo» (II, 74, 279v), en estricta simetría y con igual valor pleno que al comienzo de la obra, por más que se haya añadido una razón con frecuencia mal interpretada: no cabe entender en la omisión que el protagonista de Cervantes careciera de patria chica o que lo fuera cualquier lugar de la Mancha; si el historiador arábigo se negó a dejar constancia puntual del topónimo, muy distinta fue, como luego se verá, la actitud del segundo narrador al sugerirlo.

Podría suponerse que la novedad de la frase cervantina estuviera justamente en su posición inicial. Sin embargo, ya en 1557 Gonzalo Fernández de Oviedo, poco antes de comenzar el capítulo primero del Libro XXII de su Historia general y natural de las Indias, revela al lector su voluntad de no querer acordarse de ciertos aspectos que va a narrar después, si pudiera evitarlos. Es improbable que no haya menciones similares en cabeza de otros relatos supuesta o realmente verídicos.

Recapitulando, Cervantes no crea ninguna expresión propia, ni la dota de un nuevo sentido perifrástico de uso personal, ni siquiera la sitúa por vez primera donde la encuentra el lector: pero al emplear la vieja fórmula castellana con su valor de siempre en la obertura del Quijote, ya está marcando desde entonces con su ayuda el tono de una forma desacostumbrada de contar historias, llámese perspectivismo, relativismo o realidad oscilante. Lo cual no implica rebajar la originalidad del narrador, sino intentar describirla en sus justos términos.

Llegados a este punto, convendrá que nos preguntemos por qué Cervantes puede negarse a recordar un topónimo. Desde luego, no por capricho, sin un motivo concreto, porque esto jamás ocurre en ningún otro ejemplo. Solo caben dos posibilidades: o por razón del significado o del significante. En el primer caso incluiremos las leyendas acerca del paso del autor por la Mancha y su encarcelamiento en el Toboso o Argamasilla de Alba, debido a cierta comisión sin especificar o a la cobranza de los diezmos del Priorato de San Juan respectivamente, cuando no a un lance amoroso o a otras circunstancias análogas8; si la tradición de que el Quijote se empezó a escribir por tales motivos y en estos lugares estaba «de cuerpo presente» en 1905 según Mariano de Cavia9, júzguese cómo se habrá de encontrar cien años después. De no admitir tales supuestos, habrá que contar con la existencia de un tabú lingüístico sin posible eufemismo. Como pronto veremos, todo apunta en esta segunda dirección, fugazmente atisbada por Rodríguez Marín10. Volviendo a las ocho citas desagradables y negativas -todas en primera persona del singular- de no querer acordarse en el corpus, al menos tres de ellas (de Fernández de Oviedo, Villalón, López de Úbeda) están aludiendo a algo que no se quiere narrar: es decir, a un cien por cien de los ejemplos que coinciden en todo con el pasaje cervantino les corresponde exactamente el mismo sentido que venimos defendiendo; este hecho, tratándose de muestras aleatorias, nos parece en alto grado significativo.

Obsérvese que Cervantes aseguró no querer acordarse de un nombre11, y nunca haber olvidado un lugar, como cuando Teodosia, en Las dos doncellas, habla de su patria, «un principal lugar desta Andalucía cuyo nombre callo (porque no os importa a vos tanto el saberlo como a mí el encubrirlo)» (f. 192v); así también, al revelar Andrés en La gitanilla: «Soy hijo de Fulano (que por buenos respectos aquí no se declara su nombre)» (f. 11r); o al ocultar de igual modo al protagonista de La fuerza de la sangre, «(que, por ahora, por buenos respectos, encubriendo su nombre, le llamaremos con el de Rodolfo)» (f. 126v). En estos tres casos la mención del topónimo o del apellido redundaría en descrédito del personaje, siempre un noble de linaje conocido, por lo que hay que omitir, fingir o mudar el nombre. Al no darse los anteriores motivos, afirma don Juan de Gamboa: «jamás supe ni quise encubrir mi nombre» (Señora Cornelia, f. 225r). Frente al deseo de preservar nobles patrimonios, otras veces ha de ocultarse algo bajo o degradante. Al asegurar Tomás Rodaja en El licenciado Vidriera «que el nombre de su tierra se le había olvidado», uno de los caballeros estudiantes que le interrogan sospecha que «no es por falta de memoria habérsete olvidado el nombre de tu patria» (f. 111v); más bien le avergüenza nombrar un pueblo de campesinos, como delatan su atuendo, su nombre de pila y apellido. En castigo por haber incendiado el templo de Diana, se prohibió nombrar al pastor Eróstrato (Quijote, II, 8, 27v-28r); acaso Cervantes no descubriera al falso Avellane da por igual razón de damnatio memoriae. Y, junto a los nombres propios, no cabe duda de que abundan los comunes poco elegantes. Según teoriza un Cipión gramático en el Coloquio de los perros: «Ése es el error que tuvo el que dijo que no era torpedad ni vicio nombrar las cosas por sus propios nombres, como si no fuese mejor, ya que sea forzoso nombrarlas, decirlas por circunloquios y rodeos que templen la asquerosidad que causa el oírlas por sus mismos nombres» (f. 251r). Así ocurre en dos citas del Quijote solo en apariencia idénticas: «no sé yo para qué nombro asno en mi boca, pues no se ha de mentar la soga en casa del ahorcado» (1, 25, 128v); «Mi asno -respondió Sancho-, que por no nombrarle con este nombre, le suelo llamar "el rucio"» (II, 33, 131v). Queda claro que en la primera frase del relato también se oculta un topónimo evitable por análogo motivo, si bien quizá algo diferente de los expuestos.

No hace falta identificar el nombre de ese lugar ni desentrañar ningún acertijo. Ya lo hizo Cervantes al final del capítulo LII y último del Quijote de 1605 -antes de pensar en una Segunda Parte-, cuando se transcriben los epitafios compuestos por los «académicos de la Argamasilla, lugar de la Mancha»12; es de suponer que si tanto don Quijote como Sancho Panza reposan en el lugar donde vivieron y murieron, éste ha de ser el citado. Así lo han entendido generaciones de cervantistas y los primeros lectores, empezando por Avellaneda. En efecto, el autor del Quijote apócrifo, no contento con llamar a la patria de don Quijote 27 veces Argamesilla -creando así una variante inexplicable nunca más registrada, quizá por eufemismo-, añade en una ocasión: «Yo, señores, hablando con debido acatamiento de las barbas honradas, soy natural de mi lugar, que, con perdón, se llama Argamesilla de la Mancha»; repárese en la irónica respuesta: «Por Dios -dijo otro-, que entendía que vuestro lugar se llamaba otra cosa, según hablastes de cortésmente al nombralle»13. Avellaneda usa otras dos veces la fórmula con perdón antes de atreverse a pronunciar el propio Sancho Panza los nombres vulgares de sí mismo y de su mujer14. Y diez más Cervantes: tres al nombrar asno o borrico; una, puercos y mancebía; y las restantes, en desmentidos o insultos15.

Que nos disculpen los naturales y amigos -lo somos todos los lectores- de ambas Argamasillas manchegas, la de Alba y la de Calatrava. En honor a la verdad, el nombre propio estaba cargado de ecos escatológicos, como tantos otros topónimos; recuérdense Fuenterrabía, Mérida o Braga16. Habrá que traer a colación la cita ajena de Quevedo en sus Gracias y desgracias del ojo del culo: «dijo el otro: "El señor don Argamasilla cuando sale chilla"»17, con el sentido de las voces embadurnarse, emplastarse, plasta o zurullo18. Si Cervantes no quiso acordarse por tal razón del nombre, éste ya habría ensuciado antes de desaparecer las voces contextuales lugar y la Mancha; y no deja de estar en sintonía con los capítulos XX y XLVIII-XLIX de 1605, en que Sancho y Don Quijote hacen sus necesidades, o con el XVII, donde el primero comenzó «a desaguarse por entrambas canales» (f. 70v), con los suspiros del asno y otras alusiones no menos frecuentes19. En tal caso, una frase tan venerable y siempre leída con unción se contaría entre los comienzos más procaces de la literatura universal. Entre los nombres peyorativos con que son denominados los naturales de ciertos pueblos, como «los cazoleros, berenjeneros, ballenatos, jaboneros», junto con «otros nombres y apellidos que andan por ahí en boca de los muchachos y de gente de poco más a menos» (Quijote, II, 27, 106v)20, no se hallan los rabaneros o vecinos de Argamasilla de Calatrava; aunque tal apelativo no consta por entonces, en caso de existir podría haber sugerido un rabo omnipresente en las alusiones al trasero: como en arrabal, Fuenterrabía, rabadán, calle del Rabanal, rabel, Ravena. Estos seudoderivados aparecen en el romance de Juan de Salinas «En Fuenmayor, esa villa»21, donde un falso topónimo inicial es asociado con el trasero. Algo similar ocurre al final de un romance de Góngora: «Buenas noches, gran señor / del pueblo de Gruñimaque, / y tan buenas, que el doctor / no os ronde los arrabales»22. O en un soneto atribuido («Hay entre Carrïón y Tordesillas dos lugares / de dos vecinos tan particulares / que en su particular tienen cosquillas»), cuyo primer terceto reza: «Ser quiere alcalde de una y otra aldea / Gil Rabadán; pero reprocha alguno / que aprieta a los rabeles el cerrojo»; todo él está repleto de claras alusiones tanto a la homosexualidad como al campo semántico de lugar (arrabales, villas, término, campos, alcalde)23. Cervantes mismo, en la cita ya aducida del Coloquio, hace usar a Cipión por honestidad la voz colas en lugar de rabos. Por supuesto, iguales referencias sirven tanto para el uso erótico como para el metabólico que puede apreciarse en el Quijote. Al comienzo de estas obras burlescas siempre hay un ambivalente topónimo, citado o aludido -en este caso, la omisión consigue resaltarlo aún más-, cuyo contexto certifica el doble sentido malicioso, hasta el punto de hacernos dudar si se cumple o no el sentido literal: en las poesías satíricas es mero pretexto para el equívoco, mientras que en el relato la acción ha de sostenerse sobre un escenario real aunque al mismo tiempo muy sugerente.

Otra coincidencia más acerca de los epitafios argamasillescos de don Quijote, Sancho Panza y Dulcinea, por extraño que parezca no desprovistos de doble sentido escatológico. En poesías burlescas era frecuente asociar de igual forma el mal olor de los excrementos con el de un cadáver enterrado o a punto de serlo, mediante equívocos con uso recurrente24.

Es cierto que el primer Quijote fue acabado por su autor en Valladolid, donde había llegado con su familia después de enero de 1603 y antes de septiembre de 1604. Con argumentos más que convincentes, como es bien sabido, Marcel Bataillon25 sugirió que los supuestos académicos de Argamasilla ocultarían los nombres de poetas reales conocidos de Cervantes en las academias vallisoletanas. De ser esto así, el narrador habría encubierto un topónimo (Valladolid) descubriendo otro (Argamasilla); en otras palabras: estaría revelando al final de su obra el enigma propuesto al comienzo. Pero ¿qué tienen ambos lugares en común para establecer su identificación? Responder a esta pregunta requiere olvidar por un momento el punto de vista lingüístico para hacer una incursión en la historia literaria.

Como todo recién llegado a la nueva Corte pinciana, también Cervantes -aunque había vivido en la ciudad siendo niño- hubo de experimentar una serie de incomodidades a las que no estaba acostumbrado en Madrid, Toledo o Esquivias, especialmente los olores: el río Esgueva, adonde iban a parar todas las inmundicias, rodeaba Valladolid como a una isla, haciéndola nauseabunda hasta para un vecino del siglo XVII: de nada servía dragar periódicamente este albañal, porque sus aguas solían estancarse; muchos edificios habían sido construidos con mezcla de barro y estiércol, al decir de Quevedo26; y no solo se arrojaban los excrementos a la calle, como en cualquier otra ciudad española, sino que sus característicos lodos eran pegajosos y espesos, muy similares al yeso (aquí sinónimo de argamasa)27, según fueron descritos por Tomé Pinheiro da Veiga en 1605, recién impreso el Quijote28. Poco antes, en varios poemas compuestos hacia 1603, Góngora había hecho célebre el lugar común: «¿Vos sois Valladolid? ¿Vos sois el valle / de olor? ¡Oh fragantísima ironía! / A rosa oléis, y sois de Alejandría, / que pide al cuerpo más que puede dalle», comienza uno de siete sonetos, tres de los cuales van dedicados a Esgueva o Esguevilla29; tal vez la enemistad del joven Quevedo con Góngora fuera originada por la letrilla «¿Qué lleva el señor Esgueva? / Yo os diré lo que lleva», en que es enumerado equívocamente cuanto arrastra su corriente (compárese de paso el señor Esgueva con el señor don Argamasilla30). Ningún otro lugar se identificaba de manera tan directa, multiforme y completa con la materia fecal, pese a los constantes esfuerzos del ayuntamiento por mejorar la higiene. Podrían añadirse burlas similares en el propio Quevedo, en Espinel, Espinosa, Bartolomé Leonardo de Argensola, Salas Barbadillo, Vélez de Guevara, incluso en el vallisoletano Suárez de Figueroa: casi todos los poetas, con muy raras excepciones31. Es un tópico de corta duración, ya que viene a coincidir con los cinco años del establecimiento de la Corte en Valladolid entre 1601 y 1606, y aparece en autores procedentes de Madrid, Castilla la Nueva o Andalucía que acaban de trasladarse a la ciudad. Todas estas circunstancias se ven cumplidas en el primer Quijote de Cervantes -cuya casa de Valladolid, una de las de Juan de las Navas, en el Rastro, sabemos documentalmente que se asomaba al puente de piedra sobre el maloliente Esgueva32-; a fines de 1604 ya era lugar común casi obligado.

Quede para otro momento dilucidar a cuál de las dos Argamasillas ya citadas se refiere la primera frase de la obra; por ahora bastará con haber intentado probar que éste y no otro es el topónimo en que pensó Cervantes, y que no fue su voluntad hacer una alusión genérica a la Mancha. En esencia, no se trata sino de una broma escatológica con implicaciones narrativas más profundas.

Esto nos conduce de forma inevitable a la supuesta fuente cervantina defendida por algunos críticos desde Rodríguez Marín y negada por otros, el romance ensaladilla que comienza «Un lencero portugués / recién venido a Castilla, / más valiente que Roldán / y más tierno que Macías, / en un lugar de la Mancha / que no le saldrá en su vida, / se enamoró muy despacio / de una bella casadilla» (vv. 1-8), impreso en el Quinto qvaderno de varios romances (Herederos de Juan Navarro, Valencia, 1592) y, por tanto, anterior a dicho año33. Suele considerarse fruto del azar la coincidencia del relato con este octosílabo casi inicial -de nuevo su posición es relevante-, sin tener en cuenta que el siguiente verso «que no le saldrá en su vida» también parece imitado en el Quijote, como sugiriera en su edición López Navío34: el valor "que nunca lo olvidará" no difiere tanto de "no quiero acordarme". Revisando el uso literal de no salir una mancha, observamos que equivale a "no poder limpiarse la mancha de una ropa". Es cierto que la expresión se debe entender en doble sentido, pero en ella se da equívoco, como en la de Cervantes, y con iguales voces (la Mancha/ la mancha). Muchas citas figuradas de mancha/ manchar suponen asimismo una acepción recta muy precisa como término comparativo, así las registradas por Autoridades: «una mancha, ca de aceite no cundiera más en un capote de velarte, ca cundirá vuestros linajes in secula seculorum» (bachiller Fernán Gómez de Ciudad Real), «echó un borrón feísimo con que manchó la plana de su vida y hizo infeliz su memoria» (fray Damián Cornejo); en un caso es de aceite, y en otro, de tinta, lo que recuerda la definición literal de mancha. «señal que queda en alguna cosa, por haber caído sobre ella algo que la muda y estraga su proprio color, como aceite, grasa, tinta, &c.». Este etcétera es lo que parece ocultarse tanto en el Quijote como en el romance anónimo, pues ya sabemos por Mijail Bajtín35 que significaría en realidad mancharse de barro u otros sinónimos aquí omitidos; nada más propio que tal mancha concreta en un lencero que vende «ruán / para cuerpos de camisa» (vv. 9-10), «holanda y hilo de pita» (v. 16), esto es, lienzos y ropa interior. Hallándose «desnudo de sus vestidos» (v. 156) el lencero portugués para acostarse con su dama, acaba siendo apaleado por el marido: «Echose por la escalera, / y quiso, por la ventana, / y, hallando apenas la puerta, / se fue en camisa a su casa» (vv. 170-173). Habría una concordancia definitiva con la Argamasilla de Cervantes suponiendo que, en su arquetípica condición de portugués -lencero, enamoradizo sin remedio a la par que inseparable de las aguas mayores36-, el frustrado amante mancha su camisa al concluir la historia, según habían anunciado los versos iniciales; otra vez se cumpliría la estructura circular del Quijote. No será necesario recordar las Gracias y desgracias quevedescas37 para confirmar el nexo camisa-mancha de excremento que se da en palominos de camisa, según definieron Franciosini, Sobrino y Stevens antes de Autoridades. Pero además irse valía, en frase vulgar recogida por Autoridades, "ventosear o hacer sus necesidades sin sentir", con cita del Viaje del Parnaso (VIII, 64v, vv. 185-186); al sentido literal de «se fue en camisa a su casa» ha de añadirse otro alusivo. Ante tal cúmulo de paralelismos en uno y otro texto -seis al menos acabamos de enumerar-, parece apresurado despacharlos apelando al simple azar. Cervantes no parece haber creado este romance anónimo, contra lo supuesto con la mayor cautela por Rodríguez Marín; no tenía tampoco por qué recordar una obra tan baladí; pero si estos versos hubieran ido a él dirigidos, sería una buena razón para no olvidarlos: baste mencionar en ambas narraciones el paso de la tercera persona en verso («que no le saldrá en su vida») a la primera en prosa («no quiero acordarme»).

Nada induce a sospechar que el lugar insinuado en la pieza satírica deba ser por necesidad el mismo cuyo nombre empieza hurtándonos Cervantes, a pesar de todo lo expuesto. Es más, el autor suele alejarse con variantes de las fuentes que está siguiendo de cerca hasta en sus obras más originales. Pero un equívoco común relativo a las heces, entre otros parentescos no casuales, refuerza la lectura propuesta del Quijote. Habrá que aguardar a un estudio independiente sobre la identidad del lencero portugués y la autoría del romance antes de confirmar los datos aquí apuntados.

Tres conclusiones parecen ciertas: Cervantes se niega deliberadamente a mencionar un topónimo que sin duda recuerda; lo hace por eufemismo, evitando alusiones escatológicas; y, como él mismo acaba por revelar, ese nombre es Argamasilla.





 
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