Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

De la prensa periódica1

José Mármol

Teodosio Fernández (ed. lit.)





Cuando, proscriptos de nuestra tierra natal, tomamos por primera vez la pluma de escritores públicos, nos reconcentramos en nosotros mismos para hallar en la conciencia la solución de esta cuestión: ¿Por qué la prensa periódica, que ha seguido el torrente de la revolución en estos países del Plata, no tiene el crédito, ni ha revestido el carácter serio y casi sacerdotal que le corresponde por los objetos de su misión?

«Porque ha llegado a suceder con la prensa, nos respondimos entonces, como con el culto de algunas religiones, cuyos sacerdotes a fuerza de prácticas absurdas y de principios fanáticos le han enajenado los prosélitos y traídole el desprecio de los que piensan. Desde que el dinero y la influencia han abierto para algunos el camino del cielo, los demás han despreciado la venalidad de los que vendían lo más sagrado. Desde que en un periódico consagrado a la salud de la patria, al triunfo de la revolución, se descubre la especulación mercantil sobrepuesta a los demás intereses, lo tomamos en la mano con el desprecio de cosa que lo merece. Nos parece ver en el redactor al mal apóstol, con el bolsillo en la siniestra para atesorar en él el precio que le dan por la patria, por la revolución, por el crédito de sus compatriotas.

Y no puede ser de otro modo, cuando al establecer un periódico en el terreno inestable de una república conmovida, que busca su equilibrio y su nivel político, se le quiere dar el carácter de imperecedero. Es verdad que cuantos más meses, cuantos más años dure, tantos más centenares de pesos habrá obtenido el especulador; pero también es verdad que para llegar a la virilidad habrá cubierto el periódico su vida de mil bajezas, de mil contradicciones; habrá cedido el paso y la vereda a más de un ser despreciable; habrá estudiado el gesto y la mirada del que manda y plegado a ella el pensamiento del periódico; habrá halagado los intereses extranjeros de alguna nación a quien tal vez no estimaba, y era tal vez la irreconciliable enemiga de su patria; habrá, en fin, escrito y publicado el reverso de su verdadero pensamiento, y puesto cadena de siervo a sus más sentidas convicciones.

Y no puede ser de otro modo, repetimos, cuando al llegar a nuestras playas, o un lazaroni de Nápoles o un alpargatero murciano, ha hallado bueno establecer una imprenta, como otros de los suyos establecer un puesto en el mercado o una pulpería en una esquina. ¿Qué dignidad puede entonces exigirse a la prensa que dirige un proletario que lo fue toda su vida sin levantar los ojos? ¿Qué amor a un suelo en que no nació, en que es extraño a todas las cuestiones que se profundizan en su seno, y en que sólo piensa permanecer mientras lo explota, como en otro tiempo hubiera explotado una veta de plata potosina o de oro mexicano?

Por ese camino, y bajo tales auspicios, se han formado esas colecciones de papel impreso que, después de una larga vida, están ahí en un pueblo vecino como cadáveres hediondos de cuerpos vivos que se llamaron Lucero, Gaceta Mercantil.

Un periódico no puede ser una cosa durable en el estado actual de nuestra sociedad, si es que el patriotismo y el bien sentido interés político del momento le dan origen. Muy pronto habrá cambiado la situación que le dio vida, y el redactor debe entonces retirarse como todo el que completa una misión delicada, dictada por la conciencia en estado de pureza y de inspiración generosa.

No puede ser tampoco un periódico el púlpito de una predicación constante y lógica.

No cambiar es absurdo y atrasado: el hombre y las cosas de una sociedad como la nuestra, conmovida en lo más hondo de sus cimientos, son en su superficie siempre agitada lo que en la espalda de los mares la nave o el yerbazo, juguete de las corrientes y mareas. Los hombres y las ideas de hoy, buenas y salvadoras, son generalmente malas y peligrosas mañana, según las distintas situaciones, según las diversas peripecias de esa vida agitada y variante que constituye el estado normal de los pueblos revolucionados; y el escritor, como el hombre de Estado, como el pueblo mismo, tiene entonces que cambiar de voz y de discurso en ese foro inmenso que se llama prensa.

Desde el tiempo en que escribió Voltaire sus famosos consejos a un periodista, mucho ha cambiado el objeto y el carácter de éste. Aún no había entonces, la Revolución Francesa, reducido todas las cuestiones a la cuestión política, todas las ideas a la idea de la patria, todas las pasiones a la pasión de la libertad. El celoso absolutismo del poder vedaba al pensamiento del pueblo el entrar, como la mirada curiosa del que pasa, en el misterio del gabinete. Las ciencias, la literatura y las artes eran entonces los asuntos predilectos de la prensa, porque sólo leían los hombres de ciencia, los letrados y los artistas, en ese siglo XVIII en que la filosofía escéptica, la imitación de las literaturas modernas y la reforma política constituían la influencia que dominaba la literatura. Pero ¿qué tenía que ver el pueblo con esas cosas que ni las entendía, ni mejoraban su condición, ni aligeraban el peso de sus gabelas, cuyo producto hacía más blandos y voluptuosos los cojines de los magnates?

La palabra de Mirabeau en la tribuna de los Estados Generales fue la reformadora del código de Voltaire, la que abrió nuevas sendas al escritor público, la que puso en su mano la tea de la libertad democrática, en vez de la antorcha de la sabiduría y de la erudición.

Este cambio verificado en el mundo europeo se comunicó más tarde al Nuevo Mundo, cuando el dulce calor de la libertad y de las ideas revolucionarias atravesó el Atlántico. Pero, en medio del cataclismo público, la prensa se extravió primero, y se prostituyó más tarde entre nosotros, por las pasiones de unos, por la venalidad de otros, por la inexperiencia de los más».

Así nos respondimos a nosotros mismos al empezar nuestra carrera literaria; y el estudio y la experiencia vinieron luego a confirmarnos en aquellas ideas y a descubrirnos otras fuentes del mal que lamentábamos: fuentes que brotaban de las arbitrariedades de los gobiernos, por una parte, de la ignorancia de los pueblos, por otra.

En el Imperio del Brasil y en la República Chilena, donde la libertad del pensamiento no sólo está escrita, sino practicada y respetada, vimos a la prensa periódica subir a la altura de su misión y a la ley que la protegía removiendo en gran parte los obstáculos que se oponían a la reforma social.

En la República Argentina, la libertad de la prensa dejó de existir con el nacimiento político de Rosas, y se prostituyó entonces convirtiéndose en apologista de la dictadura.

En la República Oriental, esa misma libertad de imprenta, acordada al pueblo desde 1830 como uno de los más bellos privilegios de la nueva existencia que acababa de conquistar con su sangre, no ha existido, sin embargo, sino en los tiempos de la presidencia del general Rivera; y después de ellos, la prensa no se prostituyó como en la República Argentina, porque no ha habido tiranos a quienes cortejar con tipos empapados en la sangre de sus víctimas, pero se vulgarizó, se hizo rapsodista y perdió ese colorido local que da su interés a la prensa en todas partes donde los actos del poder y los defectos de la sociedad pueden pasar libremente por el escalpelo del periodista.

Para comprender palpablemente lo que decimos, hágase la experiencia de tomar cualquiera de nuestros periódicos: córtese el título y las dos o tres columnas editoriales, contraídas siempre a hacer la oposición a Rosas, y dígase después si es posible atinar con el pueblo del mundo en que el periódico ha sido impreso. Las nueve décimas partes de él se componen de fragmentos copiados de un centenar de diarios extranjeros, en la parte política, y de producciones extranjeras también en la parte literaria con que amenizan el periódico. ¿Y será esto por culpa de sus redactores? No, por cierto. Difícilmente país alguno de la tierra ofrecería, en relación a su población, número igual de inteligencias superiores al que ha tenido Montevideo al frente de sus periódicos en los últimos diez años. Los señores Varela y Alsina, por ejemplo, son más que periodistas, son verdaderos publicistas, verdaderos hombres de ciencia y de literatura. Sus escritos son modelo de probidad política, de pensamientos sociales y de erudición literaria, y a veces su mismo mérito los ha hecho incompatibles con la prensa periódica, tan fugaz, tan transitoria y estrecha por su naturaleza y por sus fines. Pero ni ellos, ni ningún otro, han podido evitar un mal que se entraña en el estado de este país, opreso por una situación violenta que tiraniza las instituciones, que ha trastornado el orden normal y progresivo de la sociedad, y que, sin embargo, es una situación hasta cierto punto necesaria, por tener que defenderse con ella de otra situación infinitamente más terrible y ruinosa.

¿Con qué llenar, pues, las páginas de un periódico político, desde que sus fuentes naturales, es decir, la política del gobierno que preside el país en que se escribe ese periódico, están exhaustas o vedadas a la discusión pública de la prensa?

Las relaciones extranjeras, las cuestiones públicas, los principios constitucionales en lucha siempre con las demasías de los gobiernos, las acusaciones parlamentarias y las defensas ministeriales, las leyes y la ejecución de las leyes, los presupuestos en discusión, los estados financieros en estudio, la ley y el pueblo, el legislador y el gobierno, la nación y el resto del mundo, he ahí las fuentes caudalosas donde bebe la savia de sus meditaciones políticas el escritor público en todas partes. Pero donde nada, nada absolutamente hay de todo eso, ¿qué podrá hacer un periodista aun cuando la naturaleza y el estudio hayan puesto el genio y la instrucción en su cabeza?

El mal, pues, que hemos asignado a la prensa política tiene su origen, como se ve, no en los escritores, sino en la situación que atraviesan, porque en ella faltan la acción política y la libertad de imprenta por una parte, y por otra, el espíritu y el hábito de la discusión pública sobre los intereses sociales.

En literatura, ¿cómo llenar tampoco las páginas de un periódico en una sociedad en quien no se han formado todavía los gustos, ni difundídose los medios de crear y fomentar una literatura nacional; en una sociedad educada con la literatura europea, habituada a su historia, a sus costumbres y a su modo de ser, y que halla estrechos y descoloridos los cuadros que de vez en cuando le presenta la imaginación americana, porque todavía esa sociedad no ha podido darse cuenta de su naturaleza, de su historia, de sus pasiones, de sus hábitos, de su existencia en fin tan diferente, tan nueva y tan dramáticamente superior a la existencia europea; en una sociedad, por último, que no ha reconocido y clasificado aún la literatura como una «carrera», como una «profesión» social, y que recibe una producción americana como una cosa huérfana, sin porvenir y sin nombre, que viene a mendigar un momento de su pasajera atención.

¡Situación triste, pero desgraciadamente tal cual la pintamos!

Todos nuestros periódicos juntos, políticos y literarios, por años enteros, no son otra cosa más que un prolijo inventario de los periódicos y las obras de otros países. Y, sin embargo, no hay que alucinarse: Montevideo, la Francia, el Brasil, el Paraguay, cuantos elementos figuran o estén por figurar en las cuestiones de esta región de América, no son más que cauterizaciones de momentáneo alivio en la grande úlcera que roe y devora las entrañas de nuestra sociedad.

Es la prensa; es la predicación diaria, y sostenida por ella, de la moral cristiana, de la libertad, de la justicia y del orden, la que habrá de dar a los pueblos del Plata el espíritu y la forma de una sociedad civilizada. Destronar los caudillos que se combaten hoy, no es si no cortar efectos de una gran causa que quedará existente.

Esos caudillos no son otra cosa que la expresión franca y candorosa de nuestro atraso público, y es ilustrando a los pueblos que dejarán de reproducirse los caudillos.

¿Y quién hará esa enseñanza sencilla, lenta, que lleve en la instrucción la verdad, y en ésta la conciencia del derecho y del deber al mismo tiempo? ¿Serán las universidades y las academias? No, por que éstas no forman sino literatos, y a los pueblos no pueden educarse para tales. «En un pueblo de literatos no habría jamás una verdad reconocida, sino un millón de verdades en discusión», decía el Cardenal de Richelieu, a quien siglo y medio después vino a repetir Mr. de Lammenais. Será la prensa, y únicamente ella, quien se encargue con el tiempo de la ilustración de nuestros pueblos, empezando por darles el baño religioso y moral del cristianismo para purificarlos de ese lodo de escepticismo que los cubre. Ha faltado la luz de Dios en la conciencia de ellos, y con ella se ha extinguido en su alma el amor, la fraternidad y la unión, la fe y la esperanza, que brotan luego la paz y la justicia entre los hombres; y de la paz y la justicia, la libertad y la grandeza humana; porque es en el código santo del Evangelio donde están refundidas todas las nociones generatrices de la civilización, la gloria y la felicidad de los pueblos.

El Plata, en otro tiempo centinela avanzado de la regeneración del continente, hoy se halla lejos, muy lejos del resto de la América; y en parte alguna de ella la prensa tiene una misión más santa que llenar. Y a través de los inconvenientes de su existencia actual es preciso abrirle camino, para que dé un paso adelante, aun cuando más no sea, en la prosecución de su destino.

Emprender la tarea de una publicación periódica, original, americana, bajo las formas más difíciles de la literatura: la poesía, la novela, la historia y la política del momento, es cosa cuya responsabilidad puede pesar mucho sobre nosotros, porque nosotros «solos» la emprenderemos. Pero, permítasenos este rasgo de franqueza: tenemos más confianza en nosotros mismos para poder cumplir lo que prometemos, que la que nos inspira el público para costear los gastos de nuestras publicaciones.

De todos modos, sea cual sea el éxito de este periódico, no desmayará en nosotros la conciencia de la necesidad de otro semejante y más feliz, si el éxito del nuestro es desgraciado.





Indice