Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

Siguiente

De la «verdad insinuada» a la «poesía como un arma». Sobre el discurso autopoético en Miguel Hernández1

Sabrina Riva

El sentido de la literatura es imaginarle un sentido al mundo y, por lo tanto, al escritor que la escribe.

Abelardo Castillo. Ser escritor.



El proyecto poético hernandiano presenta diversas modulaciones, jalonadas estas tanto por las lecturas, amistades y círculos intelectuales que frecuenta el autor, como por la decisiva coyuntura socio-política que debió atravesar: la Guerra Civil y su posterior encarcelamiento. De esta forma, luego de un primer poemario, Perito en lunas (1933), caracterizado por el uso prolífico de imágenes vinculadas al imaginario gongorino, y una segunda propuesta poética, El rayo que no cesa (1936), en el que se acusa el impacto y la admiración de Hernández por la «poesía impura» de Pablo Neruda y Vicente Aleixandre, nos encontramos con una escritura de singular tono épico. Piénsese particularmente en Viento del pueblo (1937), creada en más de una ocasión para ser recitada en las trincheras. Abandonado hacia el tramo final de su obra, dicho tono se morigera en El hombre acecha (1939) y Cancionero y romancero de ausencias (1938-41), en mayor medida este último, poemarios en los cuales percibimos una evolución hacia un estilo y unos asuntos de marcado carácter intimista2.

Sin duda el acontecimiento histórico que constituye una bisagra en el modo de concebir la poesía para el poeta de Orihuela es la Guerra Civil. De hecho, casi no se encuentran manifestaciones escritas de índole crítica, o al menos con intención de desarrollar cavilaciones metatextuales, antes de tal suceso. En este sentido, solo hallamos algunos textos en los que propone de modo esquemático y sintético su concepto del poema y ciertas reflexiones a propósito de la recepción de Residencia en la tierra de Pablo Neruda. La mayor parte de los textos autopoéticos hernandianos, como ya se dijo, son coetáneos al enfrentamiento bélico. No está de más mencionar, asimismo, que una vez concluido este, Hernández solo escribirá poemas, desprovistos de elementos referidos a su proyecto estético, y cartas a sus familiares y amigos.

Ahora bien, es preciso indicar qué entendemos por «textos autopoéticos». Señalada por Rubio Montaner la necesidad de incorporar las «poéticas de autor» en la teoría de la literatura, denominación esta última que se le debe a dicha autora, podemos establecer junto a Arturo Casas, en principio, que se trata de un dominio teórico sumamente desdibujado, debido al hecho de que se articula a través de un discurso fragmentario y de espesor poco preciso, tanto en el aspecto metalingüístico como conceptual. Según dicho autor, los lectores no tendrían problema en identificarlo como:

un dominio borroso en el que se incorporaría una serie abierta de manifestaciones textuales cuando menos convergentes en un punto, el de dar paso explícito o implícito a una declaración o postulación de principios o presupuestos estéticos y/o poéticos que un escritor hace pública en relación con la obra propia bajo condiciones intencionales y discursivas muy abiertas.

(210)



Por supuesto, esta clase de declaraciones no solo puede desplegarse en textos de creación. Según Vodidka -citado por Casas- habría que distinguir entre «poéticas implícitas» y «poéticas explícitas». Las primeras serían las incorporadas dentro de la obra literaria. Las segundas, aquellas que se presentan en manifiestos, prólogos, reflexiones teóricas, etc. (214).

Nuestro interés se centrará en algunos ejercicios metatextuales de Hernández -textos introductorios a sus producciones literarias, la transcripción por escrito de un discurso pronunciado en un acto y textos en prosa de carácter crítico-, dejando a un lado las llamadas «poéticas implícitas» y la profusa correspondencia que este mantuvo con su familia y allegados. Merced a su lectura, además, intentaremos deslindar y analizar la aparición de, por lo menos, tres formas distintas de concebir la poesía, de las cuales la central es aquella que surge como síntoma de la guerra, junto con el motivo recurrente de la «poesía como arma».

En cuanto a las primeras reflexiones de Hernández sobre la poesía y el ejercicio poético, las mismas aparecen en textos no publicados en vida del autor como «Mi concepto del poema» y «Fórmulas»3. Estos coinciden con la etapa de mayor preocupación formalista del poeta, la del primer libro, en la que la asimilación de las técnicas compositivas áureas, en especial las de cuño gongorino, posibilitan el diseño de un poemario caracterizado por el hermetismo y la acentuada artificiosidad.

El poema es definido en el primer escrito mencionado como «una bella mentira fingida. Una verdad insinuada» y luego se explicita que «solo insinuándola, no parece una verdad mentira» (2113)4. Es decir, la poesía es pensada como una forma de ficción, en consonancia con una discursividad moderna, diseñada a partir -según Laura Scarano- de «tres matrices: concepción trascendentalista del arte, ideología carismática del artista y autonomía de la obra, con la consecuente postulación de un lector minoritario y la desvinculación de la praxis artística con respecto a la praxis vital» (citado en Romano: 16)5. De este modo, Hernández pone de manifiesto su gusto, durante ese período, por una poesía sugerente que, apartada de cierto confesionalismo romántico y de acuerdo con el estilo que adopta, como ya dijéramos, hermético y de un artificio hiperbólico, construye un modelo de lector sumamente activo, dispuesto a develar los secretos del poema. Tales concepciones poseen una estrecha conexión con las recomendaciones a los poetas, que esboza en la segunda mitad del texto: «Guardad, poetas, el secreto del poema: esfinge. Que sepan arrancárselo como una corteza» (2113).

Asimismo, de los fragmentos citados se desprenden otras dos notas distintivas: la confianza en las posibilidades de representación de la palabra y la aparición de un tono didáctico, que recorre la mayor parte de los textos autopoéticos hernandianos, a pesar de que el poeta se adscriba a diversas formas de pensar la poesía, conforme evoluciona su proyecto estético. Por un lado, el poema instaura una verdad creada mediante este tipo de textualidad, pero que -según se infiere de los dichos de Hernández- aún no cuenta con demasiados devotos: «Con el poema debiera suceder lo que con el Santísimo Sacramento... ¿Cuándo dirá el poeta con el poema incorporado a sus dedos, como dice el cura hostia: "Aquí está DIOS" y lo creeremos?» (2113). Por el otro, el uso de la segunda persona plural y del modo imperativo configuran un destinatario colectivo al que se interpela, y que se hace explícito, los poetas; a los cuales se les aconseja -en paralelo a la «insinuación de la verdad»-, no «ilustrar emociones» sino la tarea «de propagar emociones, de avivar vidas» (2113).

Con respecto al texto «Fórmulas», publicado a modo de tríptico a partir de la edición de las Poesías completas de Sánchez Vidal en 1979, el mismo presenta en clave poética, si se quiere de tenor conceptista, disquisiciones respecto de tres ideas, en el siguiente orden: feminidad, poesía y altura. Suerte de parodia de un texto instructivo, la fórmula en la que se intenta perfilar cómo hacer un poema, emplea nuevamente el modo imperativo, esta vez en singular, y repite algunas de las concepciones ya desarrolladas. Se apela a los poetas para que se coloquen ante las cosas y se apoderen de estas «para crearlas otra vez, presentándolas bajo el carácter de su ilustración inesperada» (2124). Es decir, se confía en la construcción de una realidad propia dentro del poema, regida por un singular estatuto de verdad, y estas cavilaciones se encuentran en estrecha ligazón con algunos de los juicios esbozados por poetas de la generación del '27. Por ejemplo, aquellos presentados por Federico García Lorca en su conferencia «La imagen poética de don Luis de Góngora». Allí este sostiene:

Naturalmente, Góngora no crea sus imágenes sobre la misma naturaleza, sino que lleva el objeto, cosa o acto a la cámara oscura de su cerebro, y de allí salen transformados para dar el gran salto sobre el otro mundo con que se funden. Por eso su poesía, como no es directa, es imposible de leer ante los objetos de que habla. Los chopos, rosas, zagalas y mares del espiritual cordobés son creados, son nuevos.

(63)



Luego, hacia el final del texto, a medio camino entre el tradicionalismo religioso y la modernidad poética, Hernández vuelve sobre el asunto de considerar a Dios en el poema, en tanto «recipiente» del «Principio de la creación». Es por esto que sugiere al poeta: «Propague sospechas entonces de que dentro de aquella presencia de hostia está Dios, el Principio de la creación, accidente suyo, después de lo cual puede servirlo».

La publicación en edición española, en 1935, del poemario de Pablo Neruda Residencia en la tierra tiene un decidido impacto en el campo artístico de la época6. Hernández no solo adopta en esos momentos los principios básicos de la poética nerudiana en su propia obra, sino que elabora algunos comentarios críticos sobre el libro en un artículo del diario El Sol, fechado el 2 de enero de 1936, y denominado «Residencia en la tierra. Poesía 1925-1935.-Pablo Neruda». Ciertas consideraciones que manifiesta en esa reseña se repiten y se profundizan en otro texto en prosa, «Pablo Neruda, poeta del amor», en el que, además, se da cuenta de la amistad que por ese tiempo Neruda y el poeta de Orihuela comenzaban a consolidar.

La reflexión que Hernández realiza sobre el poemario nerudiano se inicia con la siguiente declaración: «Ha llegado este libro a mis manos, y su lectura -repetida inagotablemente- se graba para siempre en mi sangre» (2152). Es decir, está atravesada por sus impresiones subjetivas, por lo que su escrito no lleva a cabo un análisis crítico riguroso de la obra en cuestión. Plagada de comentarios elogiosos y expresiones hiperbólicas, la reseña, no obstante, se encuentra estructurada a partir de cinco subtítulos que intentan condensar los núcleos de sentido de los que se hablará, en especial, las temáticas y los modos de poetizar del escritor chileno. Los mismos son: «La forma», «El solitario poeta», «El corazón», «Las cosas» y «El tiempo y la muerte».

En cuanto a «La forma», mediante una analogía -aquella que compara la voz de Neruda con un «clamor oceánico»- Hernández justifica el uso de versos de largo aliento y la libertad compositiva, ya que las cree consustanciales al quehacer poético de dicho autor: «La voz de Pablo Neruda es un clamor oceánico, que no se puede limitar; es un lamento demasiado primitivo y grande, que no admite presidios retóricos» (2152). Luego, subrayando las diferencias con otros poetas, y por qué no, la novedad de la propuesta nerudiana, aconseja al lector: «Busca en otros la sujeción a lo que se llama oficialmente la forma. En él se dan las cosas como en la Biblia y el mar: libre y grandiosamente» (2152). El escritor alicantino, entonces, comienza a alejarse de una concepción formalista de la poesía -expresiones como «clamor» y «lamento demasiado primitivo» así lo sugieren- y, siguiendo de cerca la evolución del grupo del '27, a insistir respecto de su gusto por una «poesía humana», próxima, en este caso, a la retórica del «desborde» propia del neorromanticismo de la época.

Otra característica del artículo que comienza a acentuarse a partir del segundo apartado, «El solitario poeta», es la concatenación de citas de Residencia en la tierra, solo interrumpidas por brevísimos comentarios a manera de conectores entre los diversos fragmentos, que agregan matices sobre la idea inicial. En este caso, aquella por la cual se advierte un sentimiento de soledad profunda en la persona de Pablo Neruda poeta, reconocible, al mismo tiempo en sus versos: «Esa queja de su soledad está manifiesta en toda su poesía de insatisfecho, tremendo y desengañado sensualismo» (2153).

«Las cosas» y «El tiempo y la muerte», reflexionan acerca de las temáticas desarrolladas por el poeta chileno. Si bien se deja en claro desde el inicio que Neruda no prescinde de ningún elemento, «es un enorme río desbordado, que todo lo arrastra con su corriente turbia y tormentosa», se destacan, como es obvio a partir del paratexto, el tiempo y la muerte, núcleos de sentido del libro, pero de los cuales Hernández no hace mayores juicios críticos.

«El corazón» es posiblemente la sección en la que puede observarse el tono más programático de la reseña. Allí Hernández establece, de modo incipiente, el lector modelo del poemario. Al respecto dice: «Para poder respirar la atmósfera del libro de Pablo Neruda se necesita una imaginación muy trabajada, no muy trabajosa, y un corazón de sentimiento y guitarra» (2155); realiza una abierta defensa del libro ante los «oficinistas de la poesía»; y se posiciona artísticamente: «Esta es la especie de poesía que prefiero, porque sale del corazón y entra en él directa. Odio los juegos poéticos del solo cerebro. Quiero las manifestaciones de la sangre y no las de la razón» (2156).

En este sentido, Hernández manifiesta su adhesión a un tipo de poesía destinada a representar grandes emociones, las cuales se valoran más que la orfebrería del estilo, y que llevan, en el caso de Neruda, por ahora todavía no en el de Hernández, a romper con los moldes clásicos. Una poesía, la denominada por Neruda «poesía impura», en la que se emplea una sintaxis por momentos caótica, el uso profuso de gerundios y en la que cualquier clase de objeto es susceptible de ser elevado a imagen poética7. Sin duda, el poeta español aboga por una «rehumanización» de la poesía, no solo por convicción o gusto personal, sino porque se trata del momento en el que comienza su amistad con Neruda y algunos miembros de la generación del '27, quienes lo ayudan a insertarse laboralmente en Madrid. No olvidemos que, como lo teorizara Pierre Bourdieu, «de acuerdo a la posición que él ocupa en el campo intelectual cada intelectual está condicionado a dirigir su actividad hacia una cierta área del campo cultural» (14).

Más allá de apreciaciones que el poeta de Orihuela vuelve a argüir, «Pablo Neruda, poeta del amor»8 revela, esta vez de modo transparente, el magisterio nerudiano y las relaciones que mantuvo con otros poetas de su tiempo, a través de un comentario autobiográfico primero y biográfico después. Llamándolo simplemente Pablo, dice que se sintió «compañero entrañable» de él de inmediato y expresa: «la suya ha sido una profunda enseñanza y una profunda experiencia para mí» (2165). Con posterioridad, relata las circunstancias que llevaron al escritor chileno a España, la singularidad sobrecogedora de su poesía y, en cierta forma, lo considera un escritor romántico, dado que lo acusa de un «vicio romántico»: «hablar de lo más íntimo, de lo que solo pertenece a unos cuantos seres queridos, en público» (2165). De este modo, el texto sirve al poeta para posicionarse en el campo intelectual de la época, dentro del circuito con el cual quiere que se lo identifique, es decir, junto a Pablo Neruda, Vicente Aleixandre, Federico García Lorca, entre otros, y para esbozar una mínima cavilación sobre la poesía nerudiana.

Textos de diversa índole -las dedicatorias de sus libros a Neruda y Aleixandre, un acto en un ateneo y un texto introductorio al poema «Fuerza del Manzanares»- expresan una tercera concepción de la poesía, aquella que surge como resultado directo de las experiencias del poeta durante la Guerra Civil. Es por esto que la voluntad de contextualización es un rasgo que suele caracterizarlos, más aún si lo que el escrito intenta explicar es el vínculo entre tales acontecimientos y la labor del autor. Así «Un acto en el Ateneo de Alicante», publicado en Nuestra Bandera el 22 de agosto de 1937, comienza destacando el profundo cambio que obró la guerra en la vida de Hernández: «Siempre será guerra la vida para todo poeta; para mí siempre ha sido y me vi iluminado de repente el 18 de julio por el resplandor de los fusiles en Madrid» (2228).

En consonancia con lo que venimos diciendo, no hay que dejar de advertir que todos estos textos se estructuran a partir de una primera persona singular, inclusive en el caso de las dedicatorias la misma aparece interactuando con el «tú», y que tales usos se corresponden tanto con una determinada toma de posición artística y política que el autor quiere dejar asentada, ese «yo» instaurado en una coyuntura concreta, como con -por momentos- los quehaceres de un cronista que tiene contacto directo con los hechos históricos. La dimensión ética de ese sujeto se encuentra interpelada en todos los casos. Recordemos que «la ética de Hernández se resuelve, por un lado, a través del compromiso del hombre que continúa fiel consigo mismo, que indaga en su existencia..., por otro, mediante la fidelidad a una misión social e incluso una ideología, como trovador civil y épico de la contienda fratricida» (Pérez Bazo).

«Un acto en el Ateneo de Alicante» es un texto autopoético particular debido a que se trata de la transcripción por escrito de las palabras que Hernández pronunciara en una presentación pública. Por lo que, la radicalidad comunicativa de este texto reside en que fue recitado. A modo de didascalias se colocan entre paréntesis y en cursiva, y solo hacia el final, algunas acotaciones que reponen acciones llevadas a cabo por el poeta mientras habla. Por ejemplo: «Miguel Hernández lee un relato de aquel acontecimiento» o «Hernández, entre el entusiasmo del público, recitó algunas de sus poesías de guerra» (2229). De este modo, se alternan la voz en primera persona del poeta con una voz en tercera de procedencia desconocida, pero, como resulta obvio, perteneciente a un sujeto que estuvo presente en el acto.

La mayor parte del escrito, no obstante, prescinde de las aclaraciones antes mencionadas y narra los episodios más significativos en la vida de Hernández luego de comenzada la guerra. Se declara «soldado de la España» y coloca como hecho inaugural de la «tragedia española» a la muerte de García Lorca. Circunstancia en la que se superponen los dos planos fundamentales de su existencia por ese entonces, la contienda bélica y la poesía, la muerte del poeta andaluz es la que -en sus palabras- lo empuja «irresistiblemente contra sus asesinos en un violento deseo de venganza» (2228). Esta es, por cierto, una nueva declaración de afinidad para con dicho poeta, con el que, no lo olvidemos, Hernández intentó trabar amistad en diversas oportunidades.

El siguiente tramo del texto se diferencia del primero no solo porque hace alusión a sujetos en vida y en pleno uso de sus fuerzas, sino también porque los mismos son soldados, hombres comunes individualizados por Hernández con su nombre y apellido o apodo, con los cuales estableció cierta complicidad. Cada uno de los párrafos, entonces, se inicia con una referencia temporal y despliega un comentario acerca de su vida reciente: desde sus comienzos como cavador de trincheras hasta el momento en el que expresa que hizo «vida de poeta por los frentes y poco de soldado» (2228).

Si bien en «Un acto...» no se manifiesta explícitamente que el ejercicio de la poesía pueda considerarse un accionar que producirá cambios a nivel social, el hecho de que Hernández lea poemas en el frente, en la reunión, y de que participe de tales presentaciones puede interpretarse en tal sentido, más aún si pensamos que por ese tiempo el poeta concibe su literatura ya no «como meta sino como instrumento o medio: un medio de transformación de la sociedad» (Riquelme: 187).

«La poesía como un arma», breve texto introductorio a su poema «Fuerza del Manzanares» y editado en la misma fecha y publicación que «Un acto...», refuerza y legitima lo planteado con anterioridad. Desde el título la palabra aparece definida como un instrumento de lucha, sentando así las bases de lo que luego se denominará «poesía social», dado que dicho paratexto anticipa el poema de Gabriel Celaya llamado «La poesía es un arma cargada de futuro». En ambos casos se postula:

la adecuación del signo a su función representacional, no ya como reproducción mimética decimonónica… sino como corporización lingüística de una función específica del lenguaje, la indicial y comunicativa, a partir no tanto de lo que la escritura puede decir, sino de lo que esta hace al decir.

(Scarano 1995: 223)



Asimismo, hacia el final de esta autopoética -verdadera declaración de principios- se desarrolla un discurso de claro diseño maniqueísta, que encierra su postura radical ante la causa: «Vivo para exaltar los valores puros del pueblo, y a su lado estoy tan dispuesto a vivir como a morir» (2227).

Las dedicatorias de sus libros Viento del pueblo y El hombre acecha, a Vicente Aleixandre y Pablo Neruda respectivamente, bajo la forma de la misiva, aunque atravesadas por un profundo lirismo, marcan dos etapas distintas en la relación de Hernández con la guerra. Mientras en la primera, escrita al calor del primer año de combate, formula su conocida definición del poeta como «viento del pueblo» -la función del mismo como intérprete o medio por el cual dicho pueblo se expresa-, destaca la proximidad de los acontecimientos y la urgencia de la participación en la lucha, en la segunda el tono es más apesadumbrado, ante la evidencia de la muerte y el hambre que lo rodea, aunque Hernández no deja de confiar en la venida de un tiempo más próspero. En la primera presenta el rol del poeta como un hecho precipitado por las circunstancias históricas: «Hoy, este hoy de pasión, de vida, de muerte, nos empuja de un imponente modo a ti, a mí, a varios hacia el pueblo» (550). En la segunda, en cambio, transcurridos ya dos años desde que escribiera la anterior, si bien predomina el escepticismo, el poeta confía en que el pueblo finalmente logrará sus deseos: «Pero mira el pueblo que sonríe con una florida tristeza, augurando el porvenir de la alegre sustancia. Él nos responderá» (647).

Si acordamos con Mangone y Warley -desde un punto de vista amplio- en que se podría definir al manifiesto como a una singular clase de escrito en el que «se hace pública una declaración de doctrina o propósito de carácter general o más específico» (18), no hay duda de que los textos hasta aquí considerados pueden, de una forma u otra, agruparse bajo tal concepto. Expresiones de «La poesía "como un arma"» del tipo (refiriéndose a la poesía) «En la guerra, la escribo como un arma, y en la paz será un arma también aunque reposada» (2227), entre muchas otras posibles, así lo confirman.

A modo de conclusión podemos sostener que a pesar de la brevedad, la escasez y la variedad de los marcos genéricos textuales de las autopoéticas hernandianas estudiadas, que van -como dijéramos- de una presentación pública de Hernández a las dedicatorias de sus libros a Aleixandre y Neruda, las mismas nos han permitido reconocer al menos tres concepciones distintas de la poesía elaboradas por el autor, que se corresponden con diferentes momentos de su obra poética, demostrando de esa forma la coherencia interna de su proyecto estético.

Las primeras cavilaciones del alicantino en torno al concepto de poesía están vinculadas con la idea de que el escritor debe hacer de su poema una «esfinge», es decir, debe crear un entramado poético de «verdades insinuadas», que se presente como el digno recipiente del «principio de la creación». Se afianza de este modo la creencia en la autonomía de la praxis literaria propugnada por la vanguardia. Esta es la modalidad elegida por el poeta en su primer libro, Perito en lunas, y en algunas de las composiciones de El rayo que no cesa.

En los años próximos a la llegada de Pablo Neruda a España, se presentan los primeros cambios. Hernández aboga entonces por una poesía que tiene por principal finalidad la representación de grandes emociones y que se despreocupa por la filigrana del estilo, o lo que es lo mismo, apuesta por la de «rehumanización» de la poesía. Bajo el declarado magisterio de Neruda y Aleixandre, adhiere a los requerimientos de la «poesía impura» y escribe algunos de sus poemas de El rayo que no cesa y del ciclo de poemas sueltos previos a Viento del pueblo, inclusive ciertas piezas de este último poemario, en ese nuevo registro.

Sin abandonar ciertamente el caudal metafórico adquirido hasta esos momentos, el impacto que el contexto histórico opera en su obra y en su vida provoca la evolución de su escritura hacia otros modos de concebir la poesía y la función del poeta: ahora las emociones que se intentan plasmar son las del pueblo, en especial, las del pueblo en esa coyuntura precisa, mediante el empleo de un discurso maniqueo, que entiende la palabra como un instrumento más de combate. Él no solo participa del enfrentamiento bélico sino que recita sus poemas en el frente. Los ejemplos más representativos de tales ideas son sus poemarios Viento del pueblo y, aunque ya no con la convicción de los primeros meses, El hombre acecha.

Depositando sus esperanzas en que el pueblo finalmente logrará sus propósitos, Hernández se posiciona como un verdadero antecedente de los llamados «poetas sociales». Como estos «se siente "apremiado" por el quehacer histórico y asume una responsabilidad social» (Scarano 1991: 147) dentro de una comunidad en plena puja ideológica. No obstante, aún antes de que termine la guerra, su escepticismo y amargura crecen, abandonando el verso cívico y el tono épico, y representando en su poesía escenas de su intimidad, concentradas en moldes y formas menudas, caracterizadas por su despojamiento y reconcentración conceptuales. Lejos está hacia el final de sus días -luego de la guerra, el hambre y su posterior encarcelamiento- de la proclama política, aunque indudablemente las esferas de lo público y lo privado nunca dejen de intersectarse en su obra.

Bibliografía

  • Casas, Arturo (2000). «La función autopoética y el problema de la productividad histórica». En Poesía histórica y (auto) biográfica (1975-1999). Actas del IX Seminario Internacional del Instituto de Semiótica literaria, teatral y nuevas tecnologías de la UNED. Madrid: Visor. 209-218.
  • Bourdieu, Pierre (1966). Campo intelectual y proyecto creativo. Traducción de José Muñoz.
  • Delgado, [en línea], http://www.cimat.mx/~skater/jmunozd/bordieuz.htm, [Consulta: 10/08/2013].
  • Debicki, Andrew (1992). «Miguel Hernández y la historia literaria». En Miguel Hernández 50 años después. Actas del I Congreso Internacional. Alicante, Comisión de Homenaje, 2 tomos, [en línea], http://www.miguelhernandezvirtual.com/xml/sections/secciones/biblioteca_virtual, [Consulta: 10/08/2013].
  • Hernández, Miguel (1992). Obra Completa. Tomo I: Poesía. Tomo II: Teatro, prosas, correspondencia. Madrid: Espasa Calpe. Edición a cargo de Agustín Sánchez Vidal y José Carlos Rovira con la colaboración de Carmen Alemany Bay.
  • Lorca, Federico García (1998). Conferencias I. Barcelona: RBA.
  • Mangone, Carlos y Jorge Warley (1994). El manifiesto. Un género entre el arte y la política. Buenos Aires: Biblos.
  • Pérez Bazo, Javier (1992). «Síntesis ética y estética de Miguel Hernández: Cancionero y romancero de ausencias». En Miguel Hernández 50 años después. Actas del I Congreso internacional. Alicante, Comisión de Homenaje, 2 tomos, [en línea], http://www.miguelhernandezvirtual.com/xml/sections/secciones/biblioteca_virtual, [Consulta: 10/08/2013].
  • Prieto de Paula, Ángel (2010). «Miguel Hernández, una recapitulación». Canelobre. Revista del Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert 56. 9-19.
  • Riquelme, Jesucristo (2010). «Miguel Hernández: pasión (de un poeta) por el teatro». Canelobre. Revista del Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert 56. 174-191.
  • Romano, Marcela (2003). Almas en borrador. Sobre la poesía de Ángel González y Jaime Gil de Biedma. Mar del Plata: Editorial Martin.
  • Rubio Montaner, Pilar (1990). «Sobre la necesaria integración de las poéticas de autor en la Teoría de la Literatura». Castilla. Estudios de Literatura 15. 183-197.
  • Scarano, Laura (1995). «Poéticas sociales desde el paradigma realista: Hacia una revisión del canon». Revista del Celehis. Año 4, N.º 4-5. 217-229.
  • —— (1991). «En torno a la "poesía social"»: Constitución de una nueva práctica poética en la España de posguerra». Revista del Celehis. Año I, N.º 1. 145-154.