De ángel de luz a estúpida (El triste destino de la amada romántica)
Marina Mayoral Díaz
Universidad Complutense, Madrid
En la literatura
española es Espronceda quien fija los rasgos
característicos de la mujer deseada por los poetas
románticos: «ángel puro de
amor»
, «ángel de
luz»
, «manantial de
purísima limpieza»
... La belleza, indispensable en
el objeto erótico masculino, no permite distinguirla de la
amada poética de otras épocas. En cuanto a la pureza,
a su carácter de ser inmaculado, virginal y angélico,
contaba con antepasados tan prestigiosos como la «donna
angelicata»
.
Lo peculiar de la
amada romántica, lo que le confiere una innegable
individualidad y originalidad es el camino que recorre hasta su
desaparición como objeto de deseo. En ese camino se pueden
distinguir dos trayectorias: una que va desde el «astro de la mañana luminoso»
hasta el «estanque de aguas
corrompidas»
esproncediano; y otra que conduce desde la
«rizada cinta de blanca espuma»
y la «onda de luz»
a la imagen
de la estúpida silenciosa del romanticismo tardío de
Bécquer.
El ideal erótico romántico llevaba en su misma concepción un germen de destrucción. La donna angelicata puede mantener incólume su atractivo porque el amor que inspira no llega nunca a realizarse carnalmente, ni siquiera aspira a ello. Se mueve en los dominios del espíritu y es por tanto compatible con la pureza del objeto que lo inspira. El sacrificio de la carne permite a los amantes disfrutar del deleite espiritual.
En el romanticismo se produce también esta situación cuando la muerte libera a la amada de las servidumbres del tiempo humano. La amada muerta no sólo es pura, bella e inalcanzable, sino que no envejece. Mantiene de ese modo para siempre su poder de atracción sobre el poeta. Así sucede en la poesía de Pastor Díaz o Pablo Piferrer entre los románticos españoles o de Novalis en Alemania.
Por el contrario, la posesión lleva aparejada la pérdida de la pureza y con ella una de las condiciones indispensables para ser objeto erótico. De ahí las reiteradas advertencias que el poeta hace a la mujer e incluso su condolencia ante su triste destino.
En tono de proverbio, como palabras dictadas por la sabiduría de la experiencia, dice Espronceda en El estudiante de Salamanca:
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Y ya con el característico desgarro romántico en el «Canto a Teresa»:
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Esta concepción de la mujer fue seguida punto por punto por los poetas menores del romanticismo español: Gregorio Romero y Larrañaga, Salvador Bermúdez de Castro, Gabriel García y Tassara, Francisco Zea, y Gil y Carrasco entre otros. D ice Romero y Larrañaga:
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Enrique Gil y
Carrasco al evocar en «Sentimientos perdidos» las
figuras de las mujeres que pasaron por su vida, las ve como una
procesión de tristísimos fantasmas quejumbrosos que
bendicen los años de «ignorancia»
, que debemos interpretar
como años de inocencia, es decir, la época en la que
no conocían el amor:
El proceso de degradación es muy claro en el «Canto a Teresa»: de cristalino río, a torrente de color sombrío para acabar siendo estanque de aguas corrompidas. O, ya sin metáforas, en «A Jarifa»:
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Creo que hay que entender ese «toqué» en sentido literal: no se trata de una ilusión que se desvanece al acercarse sino de una realidad que se destruye al ser poseída.
Este paradigma se repitió hasta el hastío en los poetas menores. Así lo encontramos en Bermúdez de Castro:
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O sea: amargadas, muertas o putas. Esas eran las opciones. La visión de este triste destino lleva a Manuel de Cabanyes a renunciar a la nupcialidad, a la posesión física de la mujer que ama. A la manera de los amadores del dolce stil novo, pospone para después de la muerte la unión con la amada:
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La memoria de la amada le servirá de consuelo en su triste vida y en la agonía que precederá a más felices tiempos:
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Sólo la
Muerte puede evitar el proceso de degradación de la amada,
como vemos en la poesía de Pablo Piferrer y de Nicomedes
Pastor Díaz, que se mantienen siempre en el estadio de
idealización. La Muerte puede incluso rescatar del «fétido fango»
a la infeliz
Teresa para dejarla en nuestro recuerdo como el «blanco lucero»
que iluminó la
juventud del poeta.
Pero hasta ahora hemos hablado sólo de uno de los caminos por los que la amada romántica desciende de su olimpo virginal. Nos falta el que la conducirá a la estupidez.
En el retrato de la amada romántica brilla por su ausencia un rasgo que las escritoras se encargaron de destacar: es hermosa y pura, pero nada se dice de su inteligencia. ¿Será acaso que los hombres las prefieren tontas?
No lo dicen los poetas, pero lo denuncian las escritoras. Oigamos la voz de María Dolores Cabrera y Heredia, que publicó un libro de versos que, si no destacan por sus cualidades literarias, son sin embargo de inestimable valor para entender la intrahistoria de la época. Refiriéndose a las mujeres que destacan con la pluma, dice con un tono en el que se adivina la triste nota de la experiencia vivida:
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Otro testimonio valioso es el de Rosalía de Castro:
Los hombres no cesan de decirte siempre que pueden que una mujer de talento es una verdadera calamidad, que vale más casarse con la burra de Balaán, y que solo una tonta puede hacer la felicidad de un mortal varón. |
¿Hasta qué punto exageraban? ¿Sería verdad a los hombres las preferían guapas y tontas?
Cuando el talento iba acompañado de belleza se soportaba, como bien claro dejó García de Tassara en su poema «El oso», donde entre bromas y verás pone de vuelta y media a Gertrudis Gómez de Avellaneda y donde finalmente acaba diciendo que le dedicará unos versos.
Cuando Espronceda
quiere halagar a Carolina habla primero de su belleza, «prodigio de hermosura»
, aunque creo
que puede entenderse como alusión a su talento la «lumbre de los astros»
que reverbera en
sus ojos.
Por su parte, Carolina en los «Los Cantos de Safo» deja clara su opinión en este punto: el talento de Safo nada puede contra la belleza de la mujer que le arrebata a su amante:
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En la
poesía de Bécquer encontramos un tipo de
relación entre el poeta y la amada en el que la
comunicación intelectual e incluso la verbal parecen
innecesarias. El ensimismamiento del poeta ante la belleza de la
mujer puede hacer creer en un primer momento que no necesita
respuesta: para adorarla «mudo y absorto
y de rodillas / como se adora a Dios ante su altar»
no
hace falta que ella responda, basta con que se deje querer. Pero
Bécquer en realidad nos está dando la versión
laica de la vivencia religiosa del silencio de Dios: se desea la
respuesta, se sufre con el silencio, pero el amor es más
fuerte que esa aparente falta de correspondencia y lleva al
creyente, al amante, a perseverar en la adoración del objeto
mudo de sus ansias.
Ese bello objeto
amado por el poeta podrá tener un corazón «dormido»
para el amor, como en el caso
del poema anterior; pero puede incluso que su corazón sea un
«nido de sierpes»
y que esa
hermosísima «estatua
inanimada»
sea «mudable y
altanera y vana y caprichosa»
. No importa. El poeta se
siente incapaz de liberarse de la atracción de su belleza:
«Es tan hermosa»
es su
justificación.
Si la maldad, la frivolidad o la insensibilidad no son obstáculos para la admiración del poeta, tampoco lo va a ser la falta de inteligencia. El poema «Tu pupila es azul y cuando ríes», desarrolla en tres estrofas lo que el poeta siente ante los ojos de la amada en tres situaciones diferentes: cuando ella ríe, cuando llora y cuando piensa.
De los dos primeros momentos se habla como de un hecho relativamente frecuente. Tal como está formulado se nos muestra como algo que el poeta ha observado en varias ocasiones:
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Al referirse al pensar, cambia la formulación y dice:
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La
conjunción condicional «si» refuerza la
impresión de que el pensar no es una actividad constante, ni
siquiera frecuente como llorar o reír, sino algo accidental
que sucede de vez en cuando. La imagen de esa perdida estrella en
el cielo de la tarde nos transmite la imagen de unos
bellísimos y serenos ojos azules, habitualmente
vacíos de expresión, a los que alguna vez asoma, como
el lucero vespertino en el cielo del atardecer, una idea. Incluso
ese adjetivo «perdida estrella»
subraya la extrañeza de la luz del pensamiento en unos ojos
femeninos.
Más claro
lo dijo en «Cruza callada y son sus
movimientos / silenciosa armonía»
:
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Parece un sarcasmo. Pero a mí esos versos finales me suenan más a desprecio a las listas que a burla de la tonta. Me parece que es sincero cuando asegura preferir la belleza que se deja contemplar en silencio a todas las conversaciones que puedan proporcionarle las mujeres feas por muy listas e instruidas que sean.
Y para entender
esto hay que recordar cual era la situación de la mujer en
la época de Bécquer, que puede resumirse en la
palabra ignorancia. La ignorancia más absoluta regía
las vidas de aquellas señoritas de clase media que no
podían aspirar a mantener ningún tipo de
comunicación intelectual con el hombre de quien se
enamoraban o que se enamoraba de ellas. Recordemos a título
de ejemplo lo que cuenta Emilia Pardo Bazán: una amiga suya
le preguntó a su padre si Rusia estaba al Norte. El padre,
muy enojado respondió: «A las
mujeres de bien no les hace falta saber eso»
.
Bastantes
años atrás, Vicenta Maturana instaba a sus lectoras a
cultivar el espíritu no para conseguir marido, cosa curiosa,
sino para retenerlo cuando la costumbre o los años hiciesen
desaparecer la belleza. Y así les dice: «un esposo se fastidia fácilmente de un
lindo autómata»
. E insiste: las mujeres, «si no quieren ser condenadas en la vejez a un
total olvido, es preciso que llamen al ingenio y a los talentos
adquiridos en su socorro, para que a la hermosura exterior que
atrae, se unan los atractivos del alma, que fijan y aseguran el
imperio durable y triunfador de la inconstancia y de la fría
ancianidad»
.
Nos encontramos, en este caso, con una mentalidad de tipo ilustrado que destaca las ventajas del talento sobre los dones efímeros de la belleza. Pero en contra de esa mentalidad hay otra muy extendida que considera la ignorancia de la mujer no sólo como salvaguarda de su honestidad sino como un atractivo añadido a su belleza. Demos un salto de unos años y recordemos la opinión volcada en sus obras por el gran observador de la realidad que fue Galdós. Lo que Galdós ha constata do es que el ejercicio de la inteligencia, la demostración ante la sociedad de un don que está considerado como propio del varón, no hace más felices a las mujeres y, además, rebaja su atractivo a los ojos de los hombres. Fidela del Águila le dice a Augusta Cisneros:
Nosotras, por tener demasiado talento, no hemos sido ni somos tan felices como debiéramos. Porque tú tienes mucho talento natural, Augusta; yo también lo tengo, y como esto no es bueno, no te rías, como el mucho talento no sirve más que para sufrir, procuremos contrapesarlo con nuestra ignorancia, evitando en lo posible el saber cosas. |
Y cuando Isidora
Rufete, deseosa de instruirse, le pregunta a su marido «¿qué son
mamíferos?»
, él le contesta:
Mamíferos son coles. Vidita, no te me hagas sabia. El mayor encanto de la mujer es la ignorancia. Dime que el sol es una tinaja llena de lumbre; dime que el Mundo es una plaza grande y te querré más. Cada disparate te hará subir un grado en el escalafón de la belleza. Sostén que tres y dos son ocho, y superarás a Venus. |
Entre el optimismo
de la ilustrada Vicenta Maturana que aspira al diálogo con
el hombre, y el cinismo egoísta de Miquis que sólo
busca en la mujer un hermoso animalito que lo divierta,
Bécquer representa la rebeldía romántica
contra la realidad. En el fondo, su sarcasmo, ese reconocimiento de
que la bellísima amada que lo fascina es una
estúpida, es sólo un modo de rechazar la realidad
posible, de decirnos una vez más que su amada es «un sueño, un imposible, vano fantasma de
niebla y luz»
; una hermosa forma vacía sobre la
que el poeta proyecta sus deseos, sus aspiraciones, un ideal de
perfección imposible.
Enfrentado a una realidad necesariamente imperfecta y puesto en la disyuntiva de elegir, el poeta elige a la bella estúpida. La única condición que pone para mantenerla como musa de su poesía es el silencio; un silencio que le permita a él seguir fantaseando y mantenerse al margen de la triste realidad de ignorancia y estupidez que, bajo el manto de la belleza o de la prudencia, oprimió durante siglos a las mujeres.