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Durante el siglo XIX los pintores se inspiraron en la literatura y los escritores trataron de imitar a los pintores. Por lo tanto, existe una relación estrecha entre las artes, motivada por la reacción decidida contra el realismo que propició la vuelta a algunos modos románticos. Se produce una síntesis entre la literatura, la pintura y la música; y la arquitectura, la pintura y la escultura.

 

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Utilizamos la edición de la novela: José Asunción Silva, De sobremesa, en Obra completa, Madrid, Colección Archivos, CSIC, 1990, coord. Héctor H. Orjuela: De sobremesa, p. 232.

 

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Para alcanzar esas revelaciones, el artista necesariamente ha de poseer una gran sensibilidad y una rotunda ansia de plenitud. También sentirá una irresistible inclinación por la búsqueda del Ideal y cierta necesidad de exotismo y de voluptuosa pureza. El artista ejercerá también un dandismo rebelde y distante en persecución de una estética de la intuición singular. Este retrato podría responder al de José Fernández de Andrade.

 

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Baudelaire, Ch., Le peintre et la vie moderne, en Oeuvres complètes, Paris, Robert Laffont, 1980, p. 791.

 

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La angustia de Fernández es similar a la de Darío en Prosas profanas (1896) y a la de Casal en el conjunto de su obra. Ese concepto de la angustia es recreado literariamente a partir de las corrientes europeas de pensamiento representadas por Kierkegaard y Schopenhauer.

 

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Vid. María Zambrano, Filosofía y poesía, México, Fondo de Cultura Económica, 1987. «El poeta tiene lo que no ha buscado y, más que poseer, se siente poseído. Por eso el poeta no parece un hombre, o si él es un hombre, entonces es el filósofo el que parece inhumano [...]. La Filosofía es incompatible con el hecho de recibir nada por donación, por gracia. Es el hombre, el que saliendo de su extrañeza admirativa, de la angustia o del naufragio, encuentra por sí el ser y su ser. [...] Y el poeta es fiel a lo que ya tiene. No se encuentra en déficit como el filósofo, sino, en exceso, cargado con una carga, es cierto, que no comprende».

 

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Aníbal González en su libro La novela modernista hispanoamericana, Madrid, Gredos, 1987, incluye un interesante ensayo que lleva por título Retratos y autorretratos: el marco de acción del intelectual en «De sobremesa». En dicho ensayo, el autor estudia el detalle simbólico del marco y el acto de enmarcar en esta novela -el texto leído del diario es también un marco para la ficción- y explica el carácter parergonal de ese marco, según expresión de Derrida y tomando el concepto de Kant, quien definió el paraergon como un compuesto de lo interior y de lo exterior, o todo aquello que marca la frontera entre lo que constituye la obra de arte y lo que no pertenece a la obra, por ejemplo, los marcos de los cuadros o los vestidos de las estatuas.

 

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El «plan» de Fernández obedece a esa necesidad de crear una forma que contenga la vida propia. Ese proyecto no hace sino subrayar la incapacidad para diferenciar la acción y la contemplación, la vida de la literatura. El plan es la primera misión trascendente que se propone José Fernández, la segunda es la búsqueda de Helena. Entre las dos no existe relación, lo cual es indicio de la dispersión y la confusión entre voluntad y realidad que sufre el protagonista.

 

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El doctor Charvet, que representa la acción y la visión diáfana del mundo real, le recomienda el abandono del pensamiento y la contemplación, así como del exotismo y la voluptuosidad:

«-Qué falta hace entre los tesoros de arte que ha amontonado usted en su vida una mujer, no una querida [...]. Cásese usted, amigo mío [...]. El matrimonio es una hermosa invención de los hombres, la única capaz de canalizar el instinto sexual», De sobremesa, p. 310.

Unas páginas antes, el doctor Rivington le había recomendado también acción y praxis: «[...] prefiera usted la acción al sueño inútil, busque usted desde mañana a la joven, cásese con ella y será usted muy feliz», De sobremesa, p. 287.

 

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Fernández vive periodos de furia sexual comparable a la de Don Juan. Dos aspectos lo diferencian de él: Fernández ama y además posee antepasados, al contrario que el mítico Juan. Para nuestro protagonista la salvación es el Ideal encarnado por Helena, ansía salvarse gracias a ella y la invoca como si de una divinidad se tratase:

«Estoy harto de la lujuria y quiero el amor; estoy cansado de la carne y quiero el espíritu [...] Si sobre mi cuerpo crispado de voluptuosidad se pasearon manos buscadoras y lascivas, si pedí el olvido a todas las embriagueces de todas las orgías, si rodé como un borracho por la escalera vertiginosa del vicio, fue porque no te había visto todavía. Ten piedad de mí».