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Del «teatro primitivo» a «primer teatro clásico»: Lucas Fernández y Gil Vicente en las producciones de «Nao d’amores»

Julio Vélez-Sáinz


Universidad Complutense de Madrid



La recepción del teatro prebarroco a lo largo del siglo XX ha sido complicada. A comienzos de siglo compañías como La Barraca representaron junto a obras de Félix Lope de Vega (Fuenteovejuna, 1932; Las almenas de Toro, 1934; y El caballero de Olmedo, 1935), de Pedro Calderón de la Barca (el auto de La vida es sueño, 1932) y Tirso de Molina (El Burlador de Sevilla, 1934) un buen número de obras de teatro del XVI como la Fiesta del Romance (que incluía el paso La tierra de Jauja de Lope de Rueda, 1933), los Entremeses (1932) y, ya por separado, El retablo de las maravillas de Miguel de Cervantes (1933), y la Égloga de Plácida y Victoriano de Juan del Encina (1933). Si bien posiblemente la actitud de Federico García Lorca para con el teatro renacentista sería la de considerarlo una suerte de teatro imperfecto, primitivo o naíf (Huerta Calvo, 2006: 31)1, la amplia presencia de estos textos en el repertorio de los barracos indica una percepción de cierta igualdad en el estatus canónico de unos y otros. Esto mismo se hace notar en aventuras teatrales como la de José Estruch en Uruguay quien, en homenaje a La Barraca, pone en escena Los comediantes de Maese Pedro (1951), en la que se incluye la Égloga VII de Juan del Encina, el villancico dialogado El gallo zangorromango del Cancionero Musical de Palacio (Herrero, 2013: 189-197)2 o La cueva de Salamanca de Cervantes (Herrero, 2013: 217-219).

En la posguerra, encontramos autores de teatro prelopesco que continuaron ética y estéticamente con el proyecto nacional en una suerte de combinación de evasión e ideologización. En los años cincuenta contamos con obras de Cervantes, Juan de la Cueva, Juan del Encina, Lucas Fernández y de Lope de Rueda; amén de La Celestina y de adaptaciones de textos narrativos de don Juan Manuel y Joanot Martorell. En las décadas siguientes, que Manuel Muñoz Carabantes describe como de «crisis y decadencia» (1992), se encuentran casi las mismas obras de Miguel de Cervantes, Juan del Encina, Lucas Fernández, Lope de Rueda, las mencionadas adaptaciones del infante don Juan Manuel y Joanot Martorell, amén de algunas novedades medievales (Gómez Manrique, Alfonso Martínez de Toledo, Juan Ruiz) y renacentistas (Bartolomé de Torres Naharro y Gil Vicente). En los ochenta contamos, aparte de las consabidas adaptaciones, con montajes de obras de Baltasar del Alcázar, Miguel de Cervantes, Rodrigo de Cota, Juan del Encina, Lucas Fernández, Hernán López de Yanguas, Lope de Rueda, Bartolomé de Torres Naharro, Alonso de la Vega, Gil Vicente y Cristóbal de Virués.

Dos de los autores que más aparecen en escena son los que trataremos en el presente artículo, pese a que su repercusión en las tablas tiene mucho que ver con el contexto. En cuanto a Lucas Fernández, la única obra que tiene una cierta presencia escénica a lo largo del XX es el Auto de la Pasión, cuya popularidad viene favorecida por su carácter religioso. La primera representación de la que tenemos noticia tiene lugar en la Semana Santa de 1939, a cargo de las Organizaciones Juveniles y Cuarteto Palou (Muñoz Carabantes, 1992: 77)3. En los cincuenta encontramos una puesta en escena llevada a cabo por el Grupo Experimental de la Real Escuela Superior de Arte Dramático, el día 5 de abril de 19544, y dos montajes más en la temporada de 1958: el Teatro Experimental Universitario (TEU) de Oviedo preparó un montaje para el Viernes Santo de 1958 (Concurso de Teatro Universitario en las Fiestas de Primavera y Semana Santa) y el día 31 de marzo tuvo lugar, en el teatro Infanta Beatriz, la memorable versión dirigida por un joven Miguel Narros, con decorados y vestuario de José Luis Sánchez y dirección de escolanía de Ángel de Urcelay. En esta, el respeto escrupuloso al ritmo versal, unido a unas correctas ilustraciones musicales, impecablemente ejecutadas, convirtieron al Auto de la Pasión en un ejemplo de «cómo interpretar el teatro medieval castellano» (Marqueríe, 1958: 6)5. Aparte de estos tres montajes, encontramos una absoluta ausencia de puestas en escena en el resto de la década, aunque habrá cinco montajes en los años sesenta6. Durante los años setenta, el teatro de Lucas Fernández desaparece de las tablas hasta 1979, año en que se presenta Juglares y comediantes, con dramaturgia de Carlos Ballesteros, una pieza que incluía romances de juglaría y textos del salmantino, entre muchos otros autores. Diez años más tarde, tuvo lugar una representación logroñesa con adaptación y dirección de Ricardo Pereira y vestuario de Izquierdo y Aranda7.

El teatro vicentino, al no contar con el apoyo homilético del Auto de la Pasión, no tiene tantas puestas en escena, aunque algunas son de gran interés. Hasta los sesenta, encontramos un total de dos representaciones de la Tragicomedia de don Duardos8: la primera, con dirección de Huberto Pérez de la Ossa y escenografía y figurines de Víctor María Cortezo, se representó en el Teatro María Guerrero de Madrid del 21 al 24 de mayo de 1942; la segunda, con dirección de Luis Balaguer, adaptación de Dámaso Alonso, acotaciones escénicas de José María Pemán y escenografía de Lorenzo Cherbury, se representó en el Teatro María Guerrero de Madrid el 20 de febrero de 1961 (Ciclo de Teatro Universitario)9. Un espectáculo que aunaba fragmentos de varias obras bajo el título de Silva Vicentina hizo una gira durante el verano de 1965; la dirigió Francisco Ribeiro10. El Auto de la Sibila Casandra se representó en Barcelona, a cargo de José Romeu Figueras, entre septiembre y diciembre de 1968, dentro del marco del VIII Ciclo de Teatro Medieval11. La creación del Festival de Almagro supuso que varias de las obras de Gil Vicente se estrenaran en este privilegiado marco a partir de los tiempos de Alberto de la Hera en el puesto de Director General de Teatro. En 1979 encontramos un don Duardos de la compañía Rinconete y Cortadillo, con adaptación de Carmen Martín Gaite (Muñoz Carabantes, 1992: 414-15)12. Finalmente, en 1984 se estrena la magnífica Lisboa 1500..., una dramaturgia sobre textos de Gil Vicente interpretada por el Teatro Ibérico de Lisboa (Muñoz Carabantes, 1992: 423)13. Como vemos, frente a las desmesuradas cifras de puestas en escena de Calderón, Lope o Tirso, el número de representaciones de Gil Vicente y de Lucas Fernández, es prácticamente anecdótico.

Frente a esta escasez escénica, uno de los aspectos más interesantes de la vida teatral en el nuevo siglo ha tenido que ver con la recuperación del teatro clásico español del Renacimiento, el cual abarca un rico tesoro todavía muy poco explorado por nuestros teatreros. Las comedias de Lucas Fernández y Gil Vicente se podrían enmarcar dentro de un grupo de obras que, surgidas en un contexto que va desde la publicación del Cancionero de Juan del Encina (1496) a la publicación del Índice de Fernando de Valdés (1559)14, presentan una serie de características comunes: un interés en la comedia como género dramático por excelencia; una práctica representacional y escénica que parte de Plauto, de Terencio y sus comentaristas; un estilo de hacer comedia concreto, basado en las farsas y géneros menores, que se combinaría fértilmente, ya con Gil Vicente, Torres Naharro y el Encina de la segunda época, con las corrientes dramáticas europeas.

Sin duda, se intuye una corriente teatral contemporánea que, si bien no es mayoritaria, ni nace en realidad con vocación de mayoría, sí que pretende estabilizar la teatralidad prebarroca en nuestras tablas. Quizá el mejor ejemplo de esta, sea la Compañía Nao d'amores, dirigida por Ana Zamora, sin duda una de las luminarias de la escena contemporánea y a la que dedicamos el artículo; aunque también podemos mencionar los esfuerzos de, entre otros, Manuel Canseco y de Teatro Dran. Este resurgimiento tiene mucho que ver con un proceso de ampliación del canon que tiene lugar, primero, gracias unos agentes culturales (que diría Pierre Bourdieu) que son independientes para ser, posteriormente, retomado por instancias académicas y gubernamentales.

Estas compañías se han dedicado, en primer lugar, a representar el teatro o los textos parateatrales del tardomedievo. Nos encontramos con espectáculos de Nao d'amores como el Auto de los Reyes Magos (2008), el Misterio del Cristo de los Gascones (2007), la Dança de la muerte/Dança da morte (2010, en coproducción). Más allá del grupo de Ana Zamora, se debe mencionar también el monólogo sobre el Corbacho de Alfonso Martínez de Toledo, representado por Rafael Álvarez, «el Brujo» (1999); Querellas ante el dios Amor, espectáculo sobre textos teatrales de los siglos XV y XVI con dramaturgia de Manuel Canseco (Teatro Galileo, 2004); o las últimas múltiples representaciones de La Celestina15. Frente a un relativo olvido de Juan del Encina con respecto a épocas pasadas, emerge la obra dramática de Lucas Fernández, a quien rescatan, tanto el citado Manuel Canseco en su puesta en escena miscelánea, como Nao d'amores en Farsas y églogas (2012), una obra en repertorio que incluye piezas profanas (la Comedia de Brasgil y Beringuella, el Diálogo para cantar, la Farsa o cuasicomedia de una doncella, un pastor y un caballero, y la Farsa o cuasicomedia de Prabos, Antona y un soldado) y obras maestras de su teatro religioso (el Auto de la Pasión, a la sazón, la más representada de las obras del salmantino).

Los espectáculos intentan combinar las formas dramáticas comunes al medievo (representación/auto/égloga/farsa/moralidad/diálogo) e, incluso, hacen referencia a los espacios teatrales típicos de la Edad Media: los espectáculos semi-juglarescos (como las Querellas) se presentan en la calle, los profanos y religiosos se presentan en el templo (como el Misterio del Cristo de los Gascones que se montó en la Iglesia de San Justo), y los cortesanos (como los momos) sirven para el contexto escénico de la Tragicomedia de don Duardos en la versión de Ana Zamora (2006)16. No obstante, todavía quedan muchos géneros del teatro medieval por explotar como la poesía de apariencia dramática al estilo de la Égloga de Francisco de Madrid o los espectáculos cortesanos como los momos, por ejemplo, la Momeria consertada de Francesc Moner. Aunque hay textos religiosos medievales que han sido representados con aplauso, como las Coplas de Vita Christi de Fray Íñigo de Mendoza y El Auto de la Pasión de Alonso del Campo, incluidos en el montaje del Misterio del Cristo de los Gascones de Nao d'amores, es cuestión de tiempo el que lleguemos a ver representaciones del llamado Auto pastoril navideño o de El Auto de la huida a Egipto.

Con respecto al teatro renacentista de inspiración europea, podemos destacar el espectáculo Los mercenarios (1979), adaptación de Mariano Cariñena sobre la Comedia Soldadesca17; las tres versiones de Nao d'amores de obras del portugués Gil Vicente (Auto de la Sibila Casandra, Auto de los Cuatro Tiempos y Tragicomedia de don Duardos, estrenados en 2003, 2004 y 2006 respectivamente18) y de la Comedia llamada Metamorfosea de Joaquín Romero de Cepeda (2001); y la revisitación de Teatro Dran a la Comedia Himenea de Bartolomé de Torres Naharro (2010)19. Los espectáculos recalcan la caracterización como dramaturgos cortesanos y poetas de autores que tocan todos los géneros del momento. Con respecto al portugués, no han quedado en el olvido sus piezas tempranas de carácter pastoril y religioso en la forma del Auto de la Sibila Casandra (2003), ni las moralidades (Trilogías das Barcas) de las cuales se ha visto el Auto de los Cuatro Tiempos (2004), ni las comedias y tragicomedias como la Tragicomedia de don Duardos (2006). En cuanto a Lucas Fernández, se combina su teatro profano y el religioso20.

Como hemos mencionado, la compañía más importante de teatro prebarroco es Nao d'amores, fundada en 2001 y dirigida por Ana Zamora. Zamora, de ilustre apellido de raigambre filológica, pertenece a esa casta de nuevos teatreros que combinan con gracia las exigencias de la erudición con las necesidades estéticas y prácticas de «hacer» teatro. Podríamos destacar, al menos, tres directrices temáticas en sus puestas en escena. Primero, una intencionalidad que procura que las obras sirvan como espejo de vivencias personales, de modo que en las tablas se presente una versión estilizada de su biografía. Segundo, un abierto intento de enfatizar, por medio precisamente de esta «realidad» latente tras las representaciones, la modernidad de los autores del «arte viejo». La tercera línea estaría relacionada con una reflexión de carácter práctico acerca de los juegos de identificación entre intérpretes y público, inherentes al hecho teatral, y la función totémica de los títeres, que se usan en varias de estas obras.

Con respecto al primero de los puntos, en la entrevista que se encuentra a continuación de este artículo, Ana Zamora define su teatro como una representación de su biografía. La directora entiende, pues, la literatura no solamente como mímesis sino como algo parecido a lo que Wilhelm Dilthey define como la erlebnis de los autores, su experiencia personal21. Esta se articularía a partir de los juegos conscientes con los que la gente de teatro intenta confundir al público por medio de fundir sus máscaras poéticas y sus vidas. Por ejemplo, se ha destacado la erlebnis como aspecto escritural fundamental para entender la obra del Fénix de los ingenios, autor barroco del que más se recalca su actitud autoconsciente a la hora de hablar de sí mismo, de modo que su biografía forma parte de su producción en algo parecido a lo que Stephen Greenblatt llamaría self-fashioning (1980). En este caso nos encontramos ante una directora (y una compañía) que reflejarían sus experiencias personales en la producción de su obra. De este modo, algunas de sus obras más antiguas, como la Comedia llamada Metamorfosea de Joaquín Romero de Cepeda o incluso su puesta en escena del don Duardos vicentino, presentarían imágenes de un amor juvenil cuya temática cercana al amour fou permite que los personajes representen en escena sentimientos universales del juego erótico juvenil. Estas son, claro, representaciones de iuventute. La Comedia llamada Metamorfosea, esta ópera prima de amores no correspondidos, se representó dos días en el Patio de Fúcares, con extraordinaria acogida de crítica y público que le valió un Premio José Luis Alonso de la Asociación de Directores de Escena de España (ADE) a su directora. Tras la Comedia llamada Metamorfosea encontraríamos el Auto de la Sibila Casandra, obra que, para Zamora y su grupo, mantiene una cierta complementariedad dramática con la primera hasta el punto de que se contempla la posibilidad de representarlas al alimón. En el dossier de la Comedia llamada Metamorfosea se destaca que «podrá verse en dos formatos diferentes» (Dossier de la «Comedia llamada Metamorfosea», 2013: 3). De esta manera, el primer formato descrito dispone esta última pieza como una suerte de introducción o loa del Auto de la Sibila Casandra en un espectáculo de dos horas de duración, lo cual permite la integración de las dos únicas obras que no formaban parte de su repertorio disponible22. Se busca con ello una representación conjunta de dos textos del siglo XVI, en la que «fusionamos lo sacro y lo profano, lo cortesano y lo popular, lo estilizado y lo rústico... en lo que supone una original regresión al renacimiento peninsular» (Dossier de la «Comedia llamada Metamorfosea», 2013: 3). La continuidad vital está servida. Como nos indicó Ana Zamora en la entrevista que acompaña este artículo:

«La Sibila Casandra es el paso siguiente, es el "que no me quiero casar". Yo me acababa de separar. En todo hay algo biográfico. Por eso me río mucho cuando la gente habla de arqueología, porque se trata de un teatro que responde a una necesidad de un momento concreto. De hecho, ese "armazón" de vida real detrás de los montajes es fundamental para lograr la comunicación con el espectador. Todo está alambicado y agarrado sobre necesidades personales».


Su puesta en escena del Auto de la Sibila Casandra tendría, pues, mucho de obra de madurez, de plenitud. Es un paso lógico, pues, el desarrollo, en los años siguientes, de obras de carácter religioso como el Auto de los Cuatro Tiempos o el Misterio del Cristo de los Gascones, las cuales incidirían en esta relación de madurez con la escena. En ellas pasamos del eros al thanatos, al eterno conflicto de la muerte. De entre todo el repertorio «de madurez» de Nao d'amores destaca, sin duda, su acercamiento a las Farsas y églogas de Lucas Fernández, un texto cuya situación en la vida de la segoviana tendría un difícil lugar, pero que, a la par, tiene un marcado carácter biográfico pues la edición canónica hasta la fecha de estas farsas es la de su abuela María Josefa Canellada (Fernández, ed. 1976)23. Las locuras pastoriles de las Farsas presentan una visión atávica del teatro frente a los delirios cortesanos de un Gil Vicente, de modo que, para Zamora, Fernández nos susurra al oído verdades universales. A la par, su acercamiento a las Farsas procura tener en cuenta tanto el teatro profano del salmantino (utiliza las Farsas de Brasgil y Beringuella, o la Farsa o cuasicomedia de una doncella, un pastor y un caballero) como las piezas religiosas (acaba con el Auto de la Pasión), así, el espectáculo procura una visión total de la obra del salmantino.

Fig. 1

Fig. 1. Farsas y églogas, dirigida por Ana Zamora, Compañía Nacional de Teatro Clásico-Nao d´Amores, Teatro Pavón, Madrid, 2010.
Fotógrafo: Ceferino López. Foto cortesía de Nao d´Amores

Frente a la teatralidad quizá acartonada de Lucas Fernández, la directora entiende que el portugués Gil Vicente presenta una concepción escénica muy fluida. No en vano Nao d'amores ha representado tres obras de este autor: el Auto de la Sibila Casandra, el Auto de los Cuatro Tiempos y La tragicomedia de don Duardos. En todos ellas, Zamora y su equipo exploran los aspectos menos conocidos de la obra y los intentan conectar con sensibilidades contemporáneas, lo que, como hemos mencionado, es otro aspecto al que se presta especial atención en la praxis de Nao d'amores. El uso constante de estas obras como espejo de preocupaciones y sensibilidades contemporáneas es un intento de destacar la actualidad del «arte viejo». Quizá el ejemplo más claro sea el pasaje que abre el don Duardos. En la obra, los amores de Camilote y Maimonda, una mujer macho de las muchas que pululan por nuestro folklore nacional, y las desmesuradas alabanzas del «caballero» para con su «dama» seguramente quedan, por el agudo contraste que presentan, convertidos en un parangón cómico. El texto es como sigue:

CAMILOTE
¡Oh Maimonda, estrela mía!
¡Oh Maimonda, frol del mundo!
¡Oh rosa pura!
¡Vos sois claridad del día!
¡Vos sois Apolo segundo en hermosura!
Por vos cantó Salamón
el cantar de los cantares namorados:
sus canciones vuessas son,
y vos le distes mil pares de cuidados.

(Vicente, ed. 1996: 192; vv. 109-120)                


El parlamento tiene en el original un sentido lúdico que queda claro en los términos de comparación escogidos para la fea Maimonda: la estrella (posiblemente proveniente de los cancioneros), la flor y la rosa (posiblemente provenientes del Cantar de los Cantares24). Maimonda, ha de conectarse, probablemente, con aquella figura de mujer hombruna que tanto aparece en la tradición ibérica; sería una visión actualizada de la mítica serrana ya evocada por el Arcipreste de Hita o de la «mujer fuerte» del folklore, vellosa, fea y lujuriosa, de la cual el refrán decía: «con dos piedras me la saluda, que no con una» (Correas, 1967: 563b). Maimonda sería, pues, una verdadera fémina al revés, auténtico marimacho, muy alejada de las delicadas damas de los libros de caballerías, una «mujer de pelo en pecho» como lo sería la Aldonza Lorenzo cervantina (Cervantes, ed. 2005: 47; nota 76) -y como ésta, forzuda, de voz estentórea, y además muy lúbrica (Redondo, 2007: 227-248)-. Ahora bien, en el montaje de Ana Zamora, Camilote y Maimonda, personajes de carácter abiertamente cómico, son convertidos en una representación del amor homoerótico, bajo una visión indudablemente moderna. Pese al uso interesado de la fuente, no parece una lectura forzada, sino una manera de otorgar al original un nuevo sentido, en los años en los que la discusión sobre la realidad social del matrimonio homosexual colmaban las portadas de los periódicos y las conversaciones del público. De hecho, los queer studies destacan, precisamente, la importancia de este tipo de personajes como los modelos clásicos de discusión sobre la masculinidad (Velasco, 2000: 69-78).

El segundo texto vicentino al que Nao d'amores insufla un aire indudablemente moderno es el Auto de la Sibila Casandra. La obra es una de las más destacadas por la crítica vicentina, recordemos que Israël Salvator Révah advierte: «la lecture la plus superficielle de la piéce révèle un sens étonnant de la construction, une construction qui n'est d'ailleurs pas seulement théâtrale, mais encore plastique et musicale» (1959: 168). La lectura del Auto de la Sibila Casandra de Ana Zamora es bastante convencional, en cuanto reconoce genéricamente la obra como una mezcla de sátira moral, escenas cómicas, intriga doméstica y escenas religiosas. Así, la versión convierte al auto en un híbrido de moralidad, comedia y misterio, en el cual se complementan dos estratos: el litúrgico, y el cómico y profano. Casandra, la protagonista, cuestiona la misma institución matrimonial frente a argumentos como el carácter sagrado del matrimonio, las cualidades morales de Salomón, las joyas, el «servicio amoroso».

Fig. 2

Fig. 2. Auto de la sibila Casandra, dirigida por Ana Zamora, Nao d´Amores, Espacio Santa Clara, Sevilla, 2003.
Fotógrafo: Chicho. Foto cortesía de Nao d´Amores

Este auto tiene un especial interés para Zamora principalmente por ser el primer texto feminista de la historia del teatro español. En el dossier del montaje se lee: «Pero el Auto de la Sibila Casandra es, además, la primera obra peninsular en tratar un tema abiertamente feminista. No en vano en ella se habla del derecho de la mujer a elegir libremente su destino al margen de convenciones sociales» (Dossier del «Auto de la Sibila Casandra», 2013: 3). Zamora fundamenta su visión en un artículo de Melveena McKendrick, quien en su Woman and Society recalca la habilidad del portugués para la confección de un personaje que se escapa a las rígidas estructuras genéricas. Para esta, el auto es «one of the most interesting of the early Spanish plays and the first in which the theme of active feminism appears» (1974: 45). Casandra forma parte de una serie de personajes femeninos que se utilizan dentro de una discusión sobre la naturaleza de la mujer, muy presente en la tradición misógina medieval, tardomedieval y renacentista, en la que se analiza, entre otros aspectos, la bondad natural de las mujeres (como en el personaje de Brazaida en el Grisel y Mirabella de Juan de Flores) o los términos del amor cortés (como en el caso de la Marcela quijotesca25). El interés de Gil Vicente recae en los límites del contrato matrimonial a partir de:

«endowing his portrait of Casandra, consciously or unconsciously, with what might be called motivational depth. It is not only a psychological richness unusual for its time but also an enigmatic, open-ended quality [...] Casandra has what today would be called a neurotic obsession about marriage [...] Casandra is arrogant [...] But at the same time she is afraid of life and of what it entails in the way of compromise, emotion, passion [...] Her disinclination to commit herself is generalized and part of her very make-up She has found the ideal solution: without commitment or sacrifice, without losing her purity, she can become a mother, the mother of God».


(McKendrik, 1974: 48-50)                


Como personaje cercano a las reverberaciones hispánicas de la Querelle des femmes, Casandra responde a los argumentos convenciones sobre los «joies de mariage» y proclaman su «libertad exenta». Los regalos que le ofrecen (anillos, pulseras, una mina de oro) son símbolos de esclavitud, las promesas de servicio que le hacen son respondidos con argumentos de carácter profeminista relativos a los dolores del parto (argumento de matrorum), el gimoteo de los críos, el envejecimiento precoz o la crueldad de los hombres, que son animalizados en su discurso como «medio galinas» (Vicente, ed. 1996: 86; v. 28) o «leones / y dragones / y diablos verdaderos» (Vicente, ed. 1996: 92; vv. 280-282). Nos encontramos, como destaca Stephen Reckert, ante un texto que «constituye una implacable desmixtificación y desmitificación del código amoroso cortesano, que pretende o finge ignorar las consecuencias más frecuentes del amor en la vida cotidiana. No sorprende que esta pieza haya sido considerada la primera del teatro peninsular en tratar un tema abiertamente feminista» (1996: XIII).

Los sueños de libertad de Casandra se esfuman ante la visión de la moralidad navideña. Tras proclamar su convencimiento de haber sido ella la virgen elegida para ser madre del Salvador, Isaías le demuestra que la susodicha virgen será notable por su humilitas y porque no se ha de llamar Casandra, sino María. Zamora resuelve la situación y, de paso, el telos de celebración navideña de la obra, con un romance: «Oh, qué chapado plazer / que nos vino Dios a ver» ausente de la obra original y sacado del Cancionero de Segovia.

Un último rasgo destaca al respecto de la lectura modernizante de Zamora. En sus aspectos visuales, musicales y coreográficos, la estructura de la obra en el montaje se establece a partir de un juego kinésico de simetrías en el que nos encontramos con cuatro personajes femeninos (Casandra y otras tres sibilas, tías suyas, todas vestidas de campesinas) que se oponen, a partir de danzas y cantigas que puntúan la acción, a cuatro figuras masculinas en traje de pastores (Salomón con los profetas Abraham, Moisés e Isaías). Los mismos actores representan alternativamente a las tías sibilas y a los profetas. Este proceder tiene varias consecuencias. Si, por un lado, se limita a tres el número de actores (con los réditos económicos que esto conlleva), la decisión está, a la vez, fundamentada en su lectura de la obra. Al ser iguales los argumentos que presentan sibilas y profetas a favor del matrimonio, los personajes pueden ser representados por los mismos actores.

Otro punto a destacar en la praxis de Nao d'amores es la utilización de títeres en sus obras, cuya inclusión tiene consecuencias de carácter teórico-dramático en cuanto subraya el problema de la identificación entre títeres y humanos. En su entrevista, Zamora estableció que uno de los fundamentos de sus puestas en escena es el juego con las identificaciones del público a partir de la figura del títere. Para ella, el títere no representa necesariamente una barrera para la identificación con el público: este puede conectar con aquel igual que con un actor; o incluso mejor, puesto que los títeres tienen una función totémica. El títere del Misterio del Cristo de los Gascones es, quizá, el más claro ejemplo de esto. El espectáculo combina textos de Gómez Manrique (Lamentaciones fechas para la Semana Santa, Representación del nacimiento de nuestro señor), de Alonso de Campo (Auto de la Pasión), de Diego de San Pedro (Pasión trobada y Siete angustias de nuestra señora) y de Fray Íñigo de Mendoza (Coplas de vita Christi). El Cristo yacente llamado de los gascones es una curiosa escultura románica, realizada en madera policromada y con brazos articulados, que según la tradición trajeron viajeros gascones sobre una yegua ciega, que murió repentinamente a las puertas de la iglesia de San Justo de Segovia:

«El Santo Cruçifixo de Sathiuste es un cruçifixo que le truxo una yegua blanca, quebrados los hojos. En su seguimiento venían unos gascones de tierra de Gascuña, que como en aquellas partes oviese siete lugares, cada cual lo quería para sí. Acordaron de ponelle ençima de esta yegua y ponelle a do parasse, y vino la yegua a parar en Santhiuste, iglesia do hizieron esta parrochia».


(Ruiz de Castro, 1988: 7)                


Estas eran unas figuras articuladas construidas para las ceremonias de Semana Santa. De origen mallorquín se extendieron por toda la península de modo que encontramos ejemplos en Bercianos de Aliste de Zamora y en Villacencio de los Caballeros en Valladolid. En Segovia hay aportes documentales que prueban una tradición de representaciones de Semana Santa desde, al menos, el XVI. Así en el Comentario sobre la primera y segunda población de Segovia se incluye una mención a que «En esta çiudad hay una calle que nonbramos Cal de Gascos. Esta calle poblaron gascones y dellos tomó el nonbre. Eran obligados a representar cada año la pasión de Nuestro Señor» (Ruiz de Castro, 1988: 7). Asimismo, Nao d'amores tiene otras obras en las que es importante la presencia de los títeres como el Auto de los Cuatro Tiempos. En ambos casos el títere que se presenta tiene una función totémica que explota los aspectos religiosos y tribales de la sociedad. Como Zamora indica en la entrevista antes mencionada: «Cuando te acercas al teatro religioso te das cuenta de que llevamos más de dos mil años hablando con Dios por medio de un trozo de madera». Estos títeres adquieren una función todavía más totémica si tenemos en cuenta que su aspecto proviene de la iconografía tradicional del mundo románico, no sanguinolento en oposición al mundo del Barroco. Una vez más, nos encontramos con una característica del mundo simbólico medieval y renacentista que puede comunicar con el espectador contemporáneo de manera más clara que el complejo orbe de la muerte del Barroco: el thanatos aparece esencializado, sus representaciones son asépticas y, por ello, universales.

Fig. 3

Fig. 3. Auto de los cuatro tiempos, dirigida por Ana Zamora, Nao d´Amores, Festival de Almagro, Almagro, 2004.
Fotógrafo: Iván Caso. Foto cortesía de Nao d´Amores

Quisiera cerrar este artículo con unas últimas reflexiones sobre lo que significa la presencia del teatro prebarroco en la escena contemporánea. En mi opinión, un estudio que describa la formación de un canon teatral debe tener en su base la crítica de sistemas de producción artística y los conceptos desarrollados por Pierre Bourdieu sobre el fin-de-siècle, modificados y reutilizados, entre otros, por Carlos Gutiérrez (2005) y García Santo-Tomás (2000). Para Bourdieu, las preconcepciones que se tienen a la hora de poner en valor una obra teatral son constructos sociales y, por lo tanto, variables. El francés sostiene que conceptos de uso constante en la historia de la recepción del arte, como buen o mal gusto, prestigio y distinción, están condicionados por factores como la educación, la clase social y el pedigrí cultural de quienes indican el valor de una obra (1984: 13, 63 et passim). Las obras de arte son bienes de consumo: pueden estar directamente imbricadas en las leyes del mercado (una pintura de Picasso o de Van Gogh se compra o vende por millones), o funcionar de forma más sutil y otorgar cierta distinción o prestigio, un capital cultural, al que las posea (por ejemplo, el asistente a un museo que es capaz de reconocer a primera vista los trazos de un Brueghel se permite pontificar sobre los significados del mismo). Para Bourdieu el prestigio se puede también medir a partir de unas reglas de mercado, siquiera invertidas puesto que las obras canónicas ofrecen un cierto capital cultural al que las conoce (1984: 56-57). El significado de las obras canónicas, de la alta cultura, cambia dependiendo de las nuevas estructuras de significación y de los posicionamientos (prises de position) de los agentes de significación dentro de éstas (Bourdieu, 1993: 30). En el mundo del teatro los agentes culturales son las compañías privadas y públicas, los críticos, los profesores, los autores de ediciones escolares, etc. Es decir, el significado de las obras cambia de acuerdo con la nueva contextualización y con los gustos de estos agentes, quienes imponen a un autor o autora sobre otro. Así, se pueden entender los nuevos sentidos de una obra que producen las continuas revisitaciones a ésta. Este capital cultural muestra que el canon es, más que un baremo universal, un elemento histórico que está siempre marcado por la producción cultural de un momento y sirve para establecer una trasmisión de ideas, una canonicidad concreta.

En el caso concreto del teatro prebarroco la distinción es clara. Como indica María Bastianes: «Al parecer, las representaciones de textos del XVI gozaban del mismo estatuto dentro del teatro clásico que las obras del Barroco con las cuales compartían cartelera. No había conciencia, por tanto, de una clara división entre ambos tipos de teatro, al menos desde el punto de vista de su puesta en escena» (2012a). Si bien la complicada recepción escénica de estos autores en el siglo XX justifica su falta de presencia en nuestras tablas, nos encontramos con un cambio en su estatus de canonicidad claramente visible. En el caso concreto de la Compañía Nao d'amores su influencia en la escena contemporánea le permite actuar como un agente cultural independiente que escoge su propio canon por sus propias razones: el valor biográfico de las obras, la capacidad de las mismas para funcionar al nivel de la erlebnis, etc. Con el teatro de Nao d'amores nos encontramos con un legado abrazado, en primer lugar, por la profesión y por sus agentes, de modo que estas obras obtienen un cierto capital simbólico que es, luego, reconocido por el capital cultural de otros agentes institucionales en función de las cargas de prestigio y novedad que estas obras transmiten. El prestigio acumulado por esta compañía ha favorecido que otros agentes culturales ya más institucionalizados como la CNTC, el Teatro de la Abadía y el Teatro da Cornuópia retomaran su canonización. Las instancias académicas y gubernamentales van, poco a poco, haciéndose eco de la calidad y complejidad de este teatro26. Dicho de otro modo, Nao d'amores (y, entre otros, Teatro Dran) funcionan como catalizadores de un cambio con respecto a la canonización de esta praxis teatral. Este cambio se observa de manera diáfana en las etiquetas críticas que se comienzan a usar para referirse a estos autores: del teatro prebarroco, o peor, teatro primitivo, de la filología tradicional se comienza a presentar la etiqueta primer teatro clásico27, que canoniza de manera mucho más clara esta rica praxis dramática, a la vez que ofrece una solución de continuidad entre esta escena y la barroca. No estamos lejos de considerar a Gil Vicente y a Lucas Fernández en toda su magnífica complejidad y con el respeto que merecen.






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