Debían llevar un nombre
Marin Sorescu
Traducción al castellano de Catalina Iliescu Gheorghiu
Eminescu nunca existió.
Sin embargo existió un hermoso país
a la orilla de un mar
donde las olas hacen nudos blancos,
como la barba enredada de un rey,
y aguas como árboles derretidos
donde la luna anida arremolinada.
Y, sobre todo, existieron unos hombres sencillos
que se llamaban Mircea el Viejo, Esteban el Grande,
o simple y llanamente: pastores y yunteros,
a quienes les gustaba recitar,
al anochecer, poemas alrededor del fuego,
«Miorița», «El lucero», «Epístola tercera».
Pero como siempre oían
en sus rediles a los perros ladrar,
salían a batallar contra los tártaros,
contra los ávaros, los hunos, los polacos
y los turcos.
En el tiempo que les sobraba
entre dos guerras,
estos hombres hacían con sus flautas
caños
para las lágrimas de las piedras enternecidas,
de modo que corrían ríos de elegías
por los montes de Moldavia y de Valaquia,
y de la Tierra de Bârsa y de la Tierra de Vrancea,
y de otras tierras rumanas.
Y existieron unos bosques profundos
y un joven que conversaba con ellos,
preguntándoles ¿por qué se mecen sin brisa?
Este joven de ojos grandes,
del tamaño de nuestra historia,
pasaba apesadumbrado
del libro cirílico al libro de la vida,
sin dejar de contar los álamos de la luz, de la justicia,
del amor,
que siempre le salían impares.
También existieron unos tilos
y dos enamorados
que sabían aunar todas sus flores
en un beso.
Y unas aves o unas nubes
que les rondaban en lo alto
como llanos alargados y movedizos.
Y como todas estas cosas
debían llevar un nombre,
un solo nombre,
se las llamó
Eminescu.