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Decir entre versos: Ángela de Acevedo y la escritura femenina en el Siglo de Oro

Teresa Ferrer Valls





Cuando hace unos años sentí la curiosidad de acercarme a las obras de teatro escritas por mujeres en el Siglo de Oro (y no hablo de hace mucho más de diez años1), el panorama de estudios y ediciones al alcance del lector curioso o del investigador era bastante pobre, y la mención de escritoras en las historias de la literatura se reducía a los casos más conocidos de Teresa de Ávila, María de Zayas o sor Juana Inés de la Cruz, y poco más. De las obras dramáticas escritas por mujeres ni se hacía mención, ni tan siquiera de la única comedia conservada de María de Zayas. Recuerdo que un colega de la profesión, en uno de esos congresos en los que aprovechamos para comentar proyectos e intereses, me trató de persuadir del intento con la buena intención de evitarme la lectura de obras de dudosa calidad. Di por sentado que conocía estas obras dramáticas. Aun así, mi curiosidad de investigadora y, por qué no decirlo, mi condición de mujer, me llevó a seguir con mi proyecto. Por otro lado, a esas alturas de mi trayectoria yo ya había superado hacía tiempo mi romántica visión de estudiante que se acerca a la carrera con la idea de que le servirá de trampolín para sumergirse en la lectura de todo aquello que le gusta, y había entrado en la dimensión -o perversión- profesional que me impulsaba a interesarme no sólo por los textos sino por el contexto y las circunstancias de los que surgen, en definitiva, por la realidad que los alentó. Y para cumplir este propósito todos los textos sirven y se convierten en material útil para el historiador de la literatura, en el sentido más clásico del término, tanto los de mayor valor estético como los menores. Así que, sin sentirme desalentada por la idea de la hipotética menor calidad de los textos con que pudiera encontrarme, seguí adelante con el propósito de tratar de responderme a la pregunta: ¿Qué quisieron decir aquel puñado escaso de mujeres que, a contracorriente, se asomaron al teatro, no sólo en actitud pasiva de público o como lectoras, sino como autoras? Para comenzar a indagar en el tema, había que acudir entonces, y todavía hoy resulta imprescindible, a pesar de la existencia de algún catálogo más moderno, a los eruditos Apuntes para una biblioteca de escritoras españolas desde el año 1401 al 1833, de Manuel Serrano y Sanz, publicado a principios del siglo XX2. Aunque se trata de un catálogo, y el propósito de Serrano y Sanz no fue la edición de textos, aun así incluyó ocasionalmente fragmentos o transcripciones completas de alguno de los textos que inventarió. Aquí leí por primera vez la única obra dramática de María de Zayas que se conserva, La traición en la amistad. Hasta hace poco la única edición moderna de esta obra era la de Serrano y Sanz, realizada a partir del manuscrito de la misma conservado en la Biblioteca Nacional. La lectura de la obra de Zayas no sólo no me desanimó, sino que la encontré tan interesante que me llevó a ir reuniendo obras conservadas de otras autoras, llamando mi atención especialmente las de aquéllas que se habían inclinado por el teatro profano, dado que éste, aun dentro de sus convenciones, permitía a sus autoras un mayor margen de maniobra en la presentación de tipos femeninos y situaciones dramáticas. En realidad, hay que advertirlo ya, son muy pocas las obras conservadas de autoras dramáticas, y se vinculan sustancialmente a los nombres de Ana Caro de Mallén, María de Zayas, Leonor de la Cueva y Silva, Feliciana Enríquez de Guzmán, Ángela de Acevedo o sor Juana Inés de la Cruz. Hay que añadir que, de alguna de ellas, como es el caso de Leonor de la Cueva o María de Zayas, tan sólo se conserva una comedia. De manera que el panorama de textos con el que contamos es, como puede verse, escaso.

Por contrapartida, en los últimos diez años, se ha avanzado bastante en el conocimiento y difusión de estas obras. Los estudios feministas avivaron el interés por la escritura de mujeres y, en este sentido, en el campo de la literatura del Siglo de Oro también se han visto impulsados los estudios que tienen en cuenta la perspectiva de género en el análisis de los textos literarios y se interesan por las obras escritas por mujeres. Hay que recordar, por ejemplo, dentro de este contexto, la Breve historia feminista de la literatura española, coordinada por Iris Zavala3 o los trabajos pioneros de Lola Luna sobre la figura de la dramaturga Ana Caro Mallén, cuyas dos obras, El conde Partinuplés y Valor, agravio y mujer, editó4. Es sintomático de ese nuevo interés la creación de colecciones como la de la Biblioteca de Escritoras de la editorial Castalia, o la inclusión, en la reciente Historia del teatro español, dirigida por Javier Huerta y publicada por la editorial Gredos (2003), de un capítulo dedicado al teatro escrito por mujeres, a cargo de Fernando Doménech. En los pocos años transcurridos desde que comenzara a interesarme por la obra de las dramaturgas barrocas, se han realizado ediciones, de mayor o menor calado crítico, de la mayor parte de sus obras5. En lo que se refiere a Ángela de Acevedo, recientemente Teresa Scott Soufas editó sus tres obras, junto con las de otras dramaturgas, y poco después vio la luz la edición de dos de sus tres obras a cargo de Fernando Doménech6.

Incluso hace poco he tenido noticia de la puesta en escena por parte de un grupo de teatro del Siglo de Oro de la Universidad de Brigham Young (USA) de su obra El muerto disimulado, algo que probablemente hubiera asombrado bastante a su autora, pero que en cualquier caso resulta representativo de ese interés generalizado que ha despertado la escritura de mujeres, patente también en la proliferación de congresos y seminarios sobre el tema en los últimos años.

Con todas las prevenciones que se puedan tener hacia las modas en los estudios literarios, a las que en cualquier caso todas las épocas están sometidas, es justo reconocer que a veces, como es el caso, nos ayudan a recuperar textos literarios o a enfocarlos desde otras perspectivas, y contribuyen a que podamos comprender mejor la realidad, siempre reinterpretable, de la que surge el texto literario, obligándonos a hacer inventario y, a veces, a ampliar eso que se ha dado en llamar el canon literario.

A pesar de todo el interés que hoy día despiertan, lamentablemente los textos escritos por mujeres con los que contamos son, como he dicho, muy pocos. Las causas principales hay que buscarlas en el contexto social y cultural de la época, que es preciso esbozar como paso previo para comprender mejor en qué grado estas mujeres, por el mero hecho de tomar la palabra, vulneraban el limitado horizonte de expectativas que la sociedad de la época preveía para la mujer. Para responder a la pregunta de qué suponía en el siglo XVII para una mujer acercarse a la escritura es preciso reconstruir cuál era el discurso dominante sobre la mujer. Para ello hay que indagar fundamentalmente en la literatura moral y sobre todo en los tratados educativos orientados a la mujer7. Desde el discurso moral dominante se constreñía a la mujer al ámbito doméstico. El humanismo, con Erasmo a la cabeza, convirtió el matrimonio en piedra angular sobre la cual alzar el edificio de una ideal república cristiana, reglamentando el papel de la mujer dentro del hogar, no sólo como organizadora de la casa y del trabajo dentro de la casa, sino como educadora de sus propios hijos. Esa nueva preocupación dio lugar a la proliferación de tratados sobre el matrimonio y sobre la educación de la mujer. Pero el interés por la instrucción de la mujer entre los humanistas cobra sentido en tanto en cuanto se hace a la mujer depositaría de una tradición patriarcal que debe transmitir a los hijos. Por eso la educación que se preconiza para la mujer es una educación vigilada, de contenido ético-religioso fundamentalmente, y orientada a su aplicación en el seno de la familia. A pesar de lo que podía tener de innovador el discurso humanista, el ámbito al que estaba abocada la mujer era el de lo privado y el espacio público quedaba reservado al hombre.

Todos los tratados educativos insisten en la descripción de un modelo ideal de mujer cuyas cualidades son la modestia, la castidad, el silencio, la obediencia al varón y la dedicación a la administración de la casa y al cuidado de los hijos, una mujer consagrada a la lectura, cuando ésta se contempla como algo recomendable, de obras piadosas, y alejada de la lectura de la literatura de ficción. Obviamente, a pesar de la validez general, si nos acercamos a estos tratados podemos encontrar diferencias entre ellos. Así, Erasmo o Luis Vives (aun condenando la lectura de literatura de ficción para la mujer), se muestran más dispuestos que otros tratadistas posteriores a contemplar un tipo de educación más amplia para la mujer cristiana, que puede llegar a incluir, aparte de textos sagrados y de devoción, el aprendizaje del latín o la lectura de ciertos textos clásicos (de Séneca, Cicerón o Platón, por ejemplo8). Puestos a señalar matices, incluso entre Erasmo y Vives, podemos encontrar variantes de posición, siendo Vives más estricto que Erasmo en sus exigencias morales para la mujer y en la condena de cualquier tipo de placer y de adorno, desde los cosméticos y las joyas a los perfumes, vestidos o peinados. En este sentido, respecto a la opinión que a Erasmo debió de merecerle la Instrucción de la mujer cristiana (1523) de su amigo Vives, tenemos el precioso testimonio que proporciona una de sus cartas al humanista valenciano: «Lo que dices me parece bien, sobre todo lo referente al matrimonio. Sin embargo, si quisieras moderar ese fervor, serían más suaves ciertas cosas. En lo del matrimonio te has mostrado duro con las mujeres; espero que serás más blando con la tuya. Y de los afeites, dijiste demasiado»9.

A partir de La perfecta casada (1583) de fray Luis de León, que estaba llamado a convertirse durante generaciones en el tratado de educación femenina de mayor difusión, será difícil encontrar menciones, si es que se encuentran, a un horizonte de lecturas para la mujer que no se ciña exclusivamente a las obras de devoción, lo que supone también un cambio de posición en el tema respecto a las ideas de Erasmo o Vives. En cualquier caso, y a pesar de los matices que podamos encontrar, o de la mayor o menor insistencia en determinados aspectos, el silencio (que a nosotros nos interesa especialmente para comprender mejor el alcance transgresor que supone para la mujer de la época tomar la palabra), será una de las principales virtudes que se elogiara en la imagen de mujer cristiana ideal que se va a ir diseñando en los tratados de educación femenina.

Ya en La instrucción de la mujer cristiana Vives advertía respecto a la doncella:

«No pasa tanta necesidad la doncella de ser bien hablada, como de ser buena y honesta y sabia. Porque no es cosa fea a la mujer callar, y es muy fea no conocer el bien y abominable obrar el mal. Aunque por esto no vitupero ni desalabo el bien hablar [...], sino que alabo el silencio como más útil al vivir honesto, y máxime adonde no es muy necesario el hablar, el cual nunca puede ser necesario a la doncella, sino cuando o el callar perjudica a su bondad o el hablar le aprovecha»10.


En Los coloquios matrimoniales, obra de influencia erasmista, que gozó nada menos que de once ediciones entre 1550 y 1589, Pedro Lujan escribía:

«Cosa es de notar y de donaire ver que muchas mujeres presumen de decidoras, y graciosas y mofadoras, el cual oficio no querría' yo que lo deprendiesen, ni menos que lo usasen, porque lo que en los hombre llamamos gracia en las mujeres llamamos chocarrería [...]. La mujer que tiene gravedad no sólo no ha de boquear, ni pensar las cosas ilícitas y deshonestas, más las lícitas y honestas si no son muy necesarias, porque la mujer jamás yerra callando y muy poquitas acierta hablando»11.


Pero fue fray Luis de León, en La perfecta casada, quien con mayor rotundidad y aspereza exhortó a la mujer al silencio:

«[...] es justo que se precien de callar todas, así aquellas a las que les conviene encubrir su poco saber, como aquellas que pueden sin vergüenza descubrir lo que saben; porque en todas es, no sólo condición agradable, sino virtud debida, el silencio y el hablar poco [...]. Porque, así como la naturaleza [...] hizo a las mujeres para que encerradas guardasen la casa, así las obliga a que cerrasen la boca»12.


La recurrencia a la virtud del silencio en la mujer es, con mayor o menor insistencia y pequeños matices, constante en los tratados educativo-morales dirigidos al público femenino. Los tratados médicos, por otro lado, venían a respaldar esa construcción ideológica que establecía espacios diferenciados para ambos sexos. Uno de los escritores que mayor influencia ejerció en España con sus doctrinas biológicas y médicas fue Juan Huarte de San Juan, quien en su Examen de ingenios para las ciencias (1575), se refería a la naturaleza fría y húmeda de la mujer, frente a la del hombre, caliente y seca: «Y así es en conclusión de todos los filósofos y médicos -escribía-, que si la simiente es fría y húmida, que se hace hembra y no varón, y siendo caliente y seca, se engendrará varón y no hembra». Según Huarte, representante de las corrientes médicas en boga en la época respecto al tema, «la frialdad y la humidad son las calidades que echan a perder la parte racional, y sus contrarios, calor y sequedad, la perfeccionan y aumentan». De donde concluye «pensar que la mujer puede ser caliente y seca, ni tener el ingenio y habilidad que sigue a estas dos calidades, es muy grande error». Desde esta perspectiva, si la mujer llega a alcanzar algún saber es como «don gratuito» de Dios (caso de algunas mujeres bíblicas), pues «quedando la mujer en su disposición natural, todo género de letras y sabiduría es repugnante a su ingenio». Huarte llega a dedicar uno de los capítulos de su tratado a ofrecer instrucciones para que los padres puedan conseguir que sus hijos nazcan varones, instrucciones que van desde la forma de alimentarse a la de realizar el «acto carnal»:

«Los padres que quisiesen gozar de hijos sabios y que tengan habilidad para letras han de procurar que nazcan varones; porque las hembras, por razón de la frialdad y humidad de su sexo, no pueden alcanzar ingenio profundo. Solo vemos que hablan con alguna apariencia de habilidad en materias livianas y fáciles, con términos comunes y muy estudiados; pero, metidas en letras, no pueden aprender más que un poco de latín, y esto por ser obra de la memoria [...]. Por tanto se debe huir deste sexo y procurar que el hijo nazca varón, pues en él solo se halla el ingenio que requieren las letras»13.


Así pues, según las teorías médicas de la época, la mujer quedaba excluida por su supuesta constitución biológica del saber y del conocimiento, y por tanto condenada, como en los tratados educativo-morales, al silencio.

Juan de Zabaleta en sus Errores celebrados (1653) muestra un juicio bastante representativo de la tendencia moral dominante en su época sobre la mujer. Por un lado Zabaleta se engolfa en una acalorada defensa del matrimonio, en aras del orden social y moral, y del bien económico: «La casa sin mujer propia está manca, nada se hace en ella como debe hacerse. Parece cosa imposible que en un cuerpo tan delicado como el de una mujer haya alma tan trabajadora. Innumerables son las obras menores que hay en una casa: todas las manda la mujer propia si es rica; en todas sirve si es pobre [...]».

A pesar de que Zabaleta juzga los trabajos aparejados al funcionamiento de la «casa» como menores, insiste en el valor que la «buena mujer» tiene en el gobierno de la casa: «Cuanto un marido desperdicia en la calle, restaura la mujer gobernando la casa [...]. Glorioso pedazo de reino es la propia mujer, en ella halla el marido quien le halle y le obedezca [...]. Provecho y honra halla en su mujer un hombre. Corona es la mujer del marido».

Zambullido en su defensa del matrimonio, Zabaleta llega a censurar a los hombres que maltratan a sus esposas: «Quéjanse de las mujeres los hombres y son los hombres los que hacen de condición áspera y dificultosa a las mujeres. Trátanlas como a trasto que sobra». Pero hay que advertir que la defensa del valor de la mujer dentro del matrimonio que hacen Zabaleta y otros moralistas es de orden pragmático y se funda en un concepto de relación vertical entre esposo y esposa:

«Al mejor esclavo del mundo es menester sufrirle mil imperfecciones, ¿qué mucho será sufrirle algunas a la mujer propia siendo de mucho más provecho que esclavo? [...]. A mujer, sea la que fuere, se ha de tratar con cariño, porque sea la que fuere es comodidad y conveniencia. Yo no digo que con las mujeres se vive sin alguna molestia, pero afirmo que sin ellas no se vive. La soledad de la vida soltera tiene descomodidades de muerte»14.


Sin embargo Zabaleta, con el mismo calor que defiende la función de la mujer que acata el papel para ella diseñado dentro del ideal de matrimonio cristiano, condena a la mujer que incumple ese papel, para dedicarse, por ejemplo, a la poesía:

«Juntemos, pues, ahora las propiedades de la poesía con los defectos y propensiones de una mujer y veremos lo que resulta. Miedo me da pensarlo. En la poesía no hay sustancia; en el entendimiento de una mujer, tampoco: muy buena junta harán entendimiento de mujer y poesía. La necesidad de las proporciones obliga a poner en la poesía muchas palabras o impropias o forzadas o sobradas. La mujer, por su naturaleza, no sabe poner nada en su lugar; mírense cuál estarán sus palabras en las dificultades de la poesía. El oficio de la poesía es fingir, el ansia de la mujer es maquinar; darle por obligación la inclinación es echarla a perder. Cuando la poesía es sátira, es murmuración, es chisme. La mujer naturalmente es chismosa, si le añaden la vena de poeta, no parará de hacer sátiras con que ande chismando al mundo las faltas ajenas. Cuando la poesía es lisonja, es estrago de los entendimientos. Lisonja en labios de mujer hace más daño que lisonja; porque de un hombre se puede presumir que inventa las perfecciones que pinta, pero de una mujer, como es menor su capacidad, se piensa que pinta las perfecciones que halla [...]. De suerte que la mujer que es poeta jamás hace nada, porque deja de hacer lo que tiene obligación, y lo que hace, que son versos, no es nada. Habla más de lo que había de hablar, y con más defectos y superfluidades. Añade otra locura a su locura. [...] ¡Buena debe andar su casa! ¿Cómo ha de andar casa donde, en lugar de agujas, hay plumas y en lugar de almohadillas, cartapacios? [...] También apostaré que si estando escribiendo ve que se le cae un hijo en la lumbre, por no levantar la pluma del papel, le socorre tarde o no le socorre [...]. La mujer poeta es el animal más imperfecto y más aborrecible de cuantos forman la naturaleza»15.


Discúlpeseme la extensión de la cita, pero ilustra mejor que cualquier explicación hasta qué punto la mujer que tomaba la pluma transgredía, por el hecho mismo de hacerlo, la norma impuesta por el discurso moral dominante. En estas circunstancias, la ostentación de humildad en muchos escritos femeninos, y especialmente en los prólogos, va más allá del debido tributo al tópico literario y se convierte en una exigencia social para la mujer, que vive en ocasiones dramáticamente en conflicto entre su deseo de escribir y la modestia para la que ha sido educada. Como he escrito en otro lugar, en la pluma femenina la justificación de la escritura y las declaraciones de humildad, que muchas veces encubren o preceden a la defensa de una opción firme y decidida, no son un mero tópico, sino el síntoma de un conflicto entre deseo y modestia16. Más allá del tópico de modestia en el que se inscribe, la declaración que cierra La margarita del Tajo, comedia de Ángela de Acevedo dedicada a Santa Irene, revela, como en otras autoras de la época, una necesidad de justificación nacida de la contradicción entre el ansia de expresión y dé reconocimiento como autora y un código de comportamiento social que exigía a la mujer silencio y recogimiento:

«Así el poeta la acaba,
y advierte, que para ella,
ni pide perdón ni víctor,
sea mala o sea buena;
pues no la escribió, Senado,
en gracia o lisonja vuestra,
sino por la devoción
de la Santa portuguesa»17.

Junto a la tópica declaración de modestia, sin embargo, Ángela de Acevedo exhibe en muchas ocasiones, como enseguida veremos, un orgullo de autoría respecto a la propia obra y una defensa del valor de su escritura. Pero el de sor Juana Inés de la Cruz sigue siendo para mí, a pesar de los años transcurridos desde mi primera lectura del texto, el más desgarrador testimonio del conflicto entre el deseo de conocimiento y de expresión y la presión social y del propio medio religioso al que pertenecía. No por ser hoy bastante más conocidas dejan de ser impresionantes sus propias palabras:

«[...] desde que me rayó la primera luz de la razón, fue tan vehemente y poderosa la inclinación a las letras, que ni ajenas reprensiones -que he tenido muchas- ni propias reflejas -que he hecho no pocas- han bastado a que deje de seguir ese natural impulso que Dios puso en mí: Su Majestad sabe por qué y para qué; y sabe que he pedido que apague la luz de mi entendimiento, dejando sólo lo que baste para guardar su ley pues lo demás sobra, según algunos, en una mujer; y aun hay quien diga que daña»18.


La evidencia de estar optando por una alternativa a contracorriente conduce a una clara conciencia sobre el significado del acto mismo de escribir, que también se manifiesta en otras autoras. Las reflexiones en torno a la propia escritura, la conciencia de la autoría, la reivindicación del propio esfuerzo y del derecho a ocupar un lugar en un espacio literario reservado a los hombres son frecuentes en los escritos de mujeres en la época. También Zayas, con una expresión menos torturada, manifestaría su anhelo de conocimiento al referirse en el prólogo «Al que leyere», incluido al frente de sus Novelas amorosas y ejemplares (1637), a su propia «inclinación» confesando «que en viendo cualquiera [libro] nuevo o antiguo, dejo la almohadilla y no sosiego hasta que le paso». En el mismo prólogo expresaba la defensa de su escritura: «Quién duda [...] que habrá muchos que atribuyan a locura esta virtuosa osadía de sacar a luz mis borrones, siendo mujer, que en opinión de algunos necios es lo mismo que una cosa incapaz [...]».

E insistía en su opinión, vertida también en varios lugares de sus novelas, de que la falta de intervención de las mujeres en la cultura era fruto de una educación mermada intelectualmente: «¿qué razón hay para que ellos sean sabios y presuman que nosotras no podemos serlo? Esto no tiene a mi parecer más respuesta que su impiedad o tiranía en encerrarnos y no darnos maestros. Y así, la verdadera causa de no ser las mujeres doctas, no es defecto del caudal, sino falta de aplicación, porque si en nuestra crianza, como nos ponen el cambray en las almohadillas y los dibujos en el bastidor, nos dieran libros y preceptores, fuéramos tan aptas para los puestos y para las cátedras como los hombres [...]»19.

También Feliciana Enríquez, sintió la necesidad de defender su derecho a la palabra en su «Carta ejecutoria», incluida al publicar en 1627 su Tragicomedia de los jardines y campos sabeos. En la «Carta ejecutoria» Feliciana imagina una querella presentada contra ella por los Poetas Cómicos de España ante el Consejo Real de Poesía. La primera de las acusaciones que, según imagina, los poetas dramáticos vierten contra ella no tiene que ver con planteamientos de orden estético, que también aparecen en la Carta, sino con su identidad sexual: «que siendo mujer y no pudiendo hablar entre poetas, había tenido atrevimiento de componer la dicha Tragicomedia»20. La autora se defiende de la acusación apelando a la autoridad reconocida de otras mujeres cultas, antiguas y modernas, a la búsqueda de un paradigma literario propio en el que situarse y desde el que justificarse. Esta línea de defensa, que se basa en la mención de nóminas de mujeres insignes por su cultura, su valor o su firmeza, es recurrente en los escritos femeninos (la hallamos en la Respuesta de sor Juana a sor Filotea de la Cruz o en el mencionado Prólogo de Zayas, y también se hace presente en algunas comedias, como en La firmeza en el ausencia de Leonor de la Cueva o Valor, agravio y mujer de Ana Caro)21.

Como testimonio de esa conciencia de la escritura y del conflicto que, en el caso de la mujer, iba aparejado a ella, quedan también las alusiones a la propia obra, muy frecuentes en el caso de Ángela de Acevedo, que la autora hace por medio del recurso al comentario metateatral, puesto en boca de sus personajes, alusiones que provocan en ocasiones, como apuntaba Lola Luna al observar la utilización de este mismo recurso por parte de Ana Caro, un efecto de distanciamiento irónico respecto a la propia escritura22. Así, en El muerto disimulado escuchamos al criado Papagayo lamentarse: «¡No es cosita de cuidado, / señores, el enredillo / [...] ¡Qué diablo de poeta / maquinó tantos delirios!» [p. 48]23. Y en Dicha y desdicha del juego el criado Sombrero maldice la idea de la autora de incluir en la comedia a un padre inoportuno, que persigue a su hija con sus aprensiones respecto a su honor, y que además es codicioso: «Malhaya la fantasía / del poeta endemoniado/, que aquí este viejo ha encajado» [p. 14]. En alguna ocasión, la conciencia de la «osadía» que para la mujer suponía la escritura, como muestra de «vanidad», defecto censurable cuando a la mujer se la educaba en un ideal de modestia y silencio, se revela de manera sesgada, habitualmente en escenas protagonizadas por los criados24. Así, en Dicha y desdicha del juego, el criado Tijera, que primero se muestra temeroso de la calidad de sus versos frente a los compuestos por su amo, acabará perdiendo la vergüenza y recitando su copla, reconociendo que «es desvergonzado todo el poeta» [p. 36]. De algún modo, en el terreno burlesco, el gracioso reproduce distorsionadamente el conflicto entre el ideal de modestia y el deseo de reconocimiento, entre el silencio y la opción de la palabra.

Estos comentarios metateatrales traducen también a veces cierto orgullo por parte de una autora que aprovecha la voz de sus personajes para hacer guiños al público y conducirlo hacia la valoración positiva de su habilidad para enredar la trama o mantener el suspense. En El muerto disimulado Lisarda inquiere al público: «¿En qué comedia se han visto / más extrañas novedades,/ ni enredos más excesivos» [p. 44]; mientras Dorotea, en la misma obra, desafía al público a que adivine la salida a tanto enredo: «Yo apuesto que en hora y media / nadie (según lo imagino) / ha de dar en el camino, / que lleva aquesta comedia» [p. 8]. Por otro lado, en Dicha y desdicha, por boca de Rosela, se induce al espectador a enjuiciar elogiosamente una escena al advertir: «¡Que no hay comedia que traiga / semejante paso escrito!» [p. 32]. Mientras en La margarita del Tajo, por boca del criado, se alaba la jornada que está a punto de finalizar: «fue muy buena esta jornada» [p. 20].

Otras veces la autora hace guiños al público ponderando su propio manejo del lenguaje, como cuando tras escuchar a su amo describir a la dama de la que se ha enamorado y las circunstancias de su encuentro, el criado Etcétera le replica aconsejándole concisión, en una intervención que apunta irónicamente, más allá del parlamento del amo, a la pericia de la autora que lo ha creado, y cuya habilidad literaria el criado, más pragmático y menos culto, no sabe valorar:

«Bien pudieras,
señor, en mi nombre mesmo25
decir todo lo demás,
para decirlo de menos;
y no estar con letanías,
digresiones y progresos,
hipérboles, elogios,
y otros encadenamientos,
que son invención prolija
de los poetas modernos,
para pulir sus razones
y hermosear sus conceptos.
¡Para una comedia aquí
brava relación tenemos!».

[p. 7]                


Sirviéndose del gracioso y de su visión burlesca respecto a la expresión pasional de su amo, Acevedo se inscribe a sí misma, con cierto orgullo, como había hecho también Ana Caro26, entre los poetas modernos.

Si por un lado, a través de intervenciones como éstas Ángela de Acevedo trata de llamar la atención del público sobre la valía de su obra, su capacidad de invención, su manejo del lenguaje, o la supuesta originalidad en el tratamiento de la trama, lo cierto es que en ocasiones el lector, al menos el lector moderno, puede tener la impresión de reiteración, bien por impericia, bien por inseguridad de la autora en su capacidad de construir una trama cuyos entresijos resulten claros al lector o al espectador. Este defecto en la construcción dramática se hace especialmente patente a través de las reiteradas explicaciones de los diferentes personajes, encaminadas bien a aclarar una situación que contribuye al desarrollo del enredo, bien a sintetizar lo acaecido hasta ese momento, o bien a desvelar las verdaderas intenciones que mueven a los personajes. Así ocurre en la comedia El muerto disimulado, en donde los parlamentos de diferentes personajes se acumulan en el tercer acto para insistir en la aclaración de los hilos que mueven el enredo, o en Dicha y desdicha del juego, en donde escuchamos, también en el tercer acto, en boca de varios personajes la narración de las circunstancias que han llevado a Felisardo a perder a su hermana en una apuesta de juego [p. 54]. La inseguridad o la desconfianza en la capacidad de su público o lector lleva a Acevedo a incurrir así en frecuentes repeticiones, de las que a veces la autora muestra ser consciente, ironizando sobre ello por boca del gracioso, como ocurre en Dicha y desdicha del juego, en donde el criado Sombrero se apresta a interrumpir a su amo, cuando se dispone a hacer narración del modo en el que ha sido arrebatado por los aires por el Demonio y posteriormente salvado de sus garras por la Virgen, episodio que ha sido representado en escena, y además ha sido narrado también por el propio criado: «Detente, señor, no aspires / a relaciones ahora, / que ya todos, como les dije, saben...» [p. 54].

Como suele ocurrir con otras escritoras del período, de Ángela de Acevedo apenas si tenemos datos que nos permitan reconstruir su biografía, aunque los pocos que conservamos la ubican en un entorno social aristocrático y cortesano, que debió de facilitar su relación con el mundo de las artes e incluso con el teatro, amparado por el patrocinio de Felipe IV. Acevedo era de origen portugués, nacida en Lisboa, según se cree a comienzos del siglo XVII. Su padre sirvió como hidalgo en la Casa Real, y la propia Ángela de Acevedo estuvo al servicio de Isabel de Borbón, esposa de Felipe IV. Se casó en Madrid con un caballero de origen noble y al enviudar se retiró, junto con una hija, a un convento de religiosas, donde murió. De esta autora se conservan, como ya he apuntado, tres obras dramáticas. El muerto disimulado es una comedia que puede adscribirse al género bien conocido de las de capa y espada, con unas situaciones de enredo llevadas hasta el límite. Dicha y desdicha del juego y devoción de la Virgen es una obra que desde el mismo título pone de manifiesto la hibridez de asuntos que toca, pues aun teniendo planteamientos dramáticos de comedia de capa y espada, con una intriga amorosa en la que repercute de manera decisiva la afición desmedida al juego de uno de los personajes masculinos implicados en la trama, la obra se encuadra dentro de un marcado discurso de exaltación mariana, más propio de los dramas religiosos que de las comedias profanas. Su tercera obra dramática pertenece al género hagiográfico, es, por utilizar la terminología de la época, una comedia de santos: se trata de La margarita del Tajo que dio nombre a Santarem, y en ella la autora dramatiza la leyenda de Santa Irene de Portugal, origen del nombre de la ciudad de Santarem. Todas se suponen publicadas en vida de la dramaturga, aunque ninguna lleva lugar ni fecha de impresión, y entra dentro de lo posible, como se ha supuesto, que fueran representadas en la corte durante la etapa en que Acevedo sirvió a Isabel de Borbón, que fue esposa de Felipe IV entre 1615 y 164427.

En general se puede decir que las obras de Acevedo muestran la asunción por parte de la autora de un código teatral establecido, pero que instrumentaliza para intervenir, desde su propia experiencia de género, en el discurso moral dominante acerca de la mujer. Su intervención, como en el caso de otras dramaturgas, no entraña obviamente en esta época la elaboración de un discurso alternativo y coherente que oponerle, pero sí la réplica a determinados supuestos en los que se funda el discurso patriarcal. La denuncia de la violencia contra la mujer en los casos de honor, la reivindicación de la consideración del deseo de la mujer a la hora de elegir marido, la solidaridad entre mujeres, la denuncia de las conveniencias sociales y familiares que convierten en objeto de transacción mercantil a la mujer por medio de las dotes o la defensa frente a las tópicas acusaciones de debilidad y falta de firmeza, son algunos de los temas frecuentados por estas autoras. Las obras dramáticas escritas por mujeres se convierten, así, en una especie de teatro de tesis en el que el mensaje se llega a hacer verdaderamente explícito, y se repite con machacona insistencia. En otro lugar ya he tratado del modo en que las dramaturgas barrocas utilizan las convenciones de un código teatral establecido para intervenir en el discurso masculino dominante sobre la mujer28, en esta ocasión voy a fijar mi atención en la construcción de los personajes femeninos, en particular de las damas, en la obra de Ángela de Acevedo, y en la relación que se establece con los personajes masculinos. Como vamos a tener oportunidad de comprobar en el análisis, la autora construye personajes femeninos ejemplares que tienden a mostrar en mayor o menor medida la interiorización del discurso moral dominante sobre la mujer, pero que al mismo tiempo se convierten en contestación a algunos de los tópicos tradicionalmente asumidos en la época sobre su sexo (la inconstancia o la falta de valor, por ejemplo). Por contraste, los personajes masculinos se erigen en contraejemplo de las virtudes de las damas y exhiben muchas veces esos mismos defectos que el discurso moral dominante atribuía a la mujer. Así, según los casos, pueden ser volubles, violentos, incapaces de dominar el deseo y de someterlo a la razón, o simplemente faltan a sus deberes como hermanos, hijos o maridos, e incluso a sus deberes respecto a la religión. Las situaciones dramáticas imaginadas por la autora, sin enfrentarse abiertamente al discurso moral dominante sobre la mujer y su relación respecto al varón, ponen de relieve las grietas que en el modelo ideal de relación hombre-mujer puede ocasionar un comportamiento masculino desviado, del que siempre significativamente se presenta a la mujer como víctima.

El muerto disimulado se abre con una escena que se vuelve a repetir en alguna otra ocasión en la obra dramática de Acevedo: se trata de la violenta persecución de una mujer, en este caso Jacinta, por parte de un varón, en este caso don Rodrigo, su padre, quien, con una daga en la mano, amenaza a su hija con matarla si se opone a contraer matrimonio. Jacinta se enfrenta a la autoridad paterna, dispuesta a sacrificar su propia vida en defensa de su libertad: «que es menos riguridad / que yo a sus fieras manos muera / que ver que tirano quiera / quitarme la libertad» [p. 1]. El padre, violento en un primer momento, cambiará de inmediato de estrategia, reconociendo «que a veces muestra el remedio / más que el rigor la blandura», lo que no le impide comparar la figura de los padres con la de Dios, y apelar a la debida obediencia de los hijos: «que aquel hijo que disgusta / a su padre y no se ajusta / a su querer, no es buen hijo» [p. 2]. La escena plantea el tema, tan recurrente en la comedia de la época, de la libertad de elección de marido para la mujer, aunque en este caso Jacinta no desee casarse sino permanecer soltera. Por su parte, el padre de Jacinta ve en el matrimonio de su única hija un paso necesario para la conservación del patrimonio familiar, y está dispuesto a admitir como yerno a un hombre pobre, siempre que sea noble [«que siendo noble y honrado /yo haré rica su persona», p. 3], dejando en manos de su hija la libertad de elegir marido, concesión que no duda en calificar de «privilegio no pequeño». Es éste el momento en que la autora aprovecha para censurar, por boca del padre de Jacinta, la presión familiar que los padres ejercen sobre sus hijas: «que muchos padres prolijos / nunca fían de los hijos / semejante desempeño» [p. 3].

A pesar de su estrategia de aparente «blandura» con su hija, en aparte don Rodrigo expresa a la criada su decisión de imponer su voluntad: «que mi gusto ha de observar, / que o Jacinta ha de casar, / o Jacinta ha de morir». Cuando la criada comunique a su ama el propósito de su padre, Jacinta replicará con sorna: «¡Siempre me viene a matar!» [p. 3]. La verdadera razón por la que Jacinta rechaza cualquier casamiento tiene que ver con la principal cualidad con la que Acevedo diseña éste y muchos otros de sus personajes femeninos: la firmeza. Jacinta quiere permanecer fiel a la memoria de Clarindo, con el que se había dado en secreto palabra de matrimonio y que, según cree, ha sido asesinado. Por eso rechaza como pretendiente a don Álvaro, amigo de Clarindo, al que califica de indiscreto y vanidoso, y de quien además sospecha, con razón, que ha sido el asesino de su amado. Jacinta, sin oponerse abiertamente a su padre, por la obediencia a que se siente obligada, desplegará toda una estrategia de disimulo, muy habitual en la comedia del Siglo de Oro, que le permitirá ir zafándose del matrimonio que aquél ha concertado con don Álvaro. La constancia de Jacinta se verá resaltada por la reaparición de su amado Clarindo, a quien todos creen muerto, y que regresa disfrazado a Lisboa, intentando «hacer experiencia», como «muerto disimulado», «de su firmeza y constancia», y a la vez vengarse de don Álvaro, su agresor [p. 21]. El avance de la acción mostrará a Clarindo la firmeza de su amada en mantenerse fiel a su memoria, aun enfrentándose a su padre. El descubrimiento en el último momento de la. verdadera identidad de Clarindo hará posible el matrimonio entre ellos, neutralizando el enfrentamiento con el padre, satisfecho ya de ver casar a su hija.

Si Jacinta se muestra dispuesta a enfrentarse, aunque indirectamente, a la autoridad paterna, Beatriz, la hermana de don Álvaro, vive amedrentada por el carácter violento de su hermano. Ella misma se define como mujer de condición «medrosa», lo que la empuja a huir de su casa y a refugiarse en casa de Jacinta y de su padre. A pesar de que tanto don Rodrigo, el padre de Jacinta, como don Álvaro, el hermano de Beatriz, tratan de imponer su voluntad, la posición de don Álvaro resulta más extremada, y ejemplifica una situación reiterada por la autora en sus otras obras, y que le sirve para censurar la codicia familiar que impide a la mujer elegir marido a su gusto. En esta ocasión es don Álvaro el que rechaza a Alberto, pretendiente de su hermana, por ser pobre, mostrándose ciego y sordo a la opinión de su hermana, convencido de «que en Beatriz no hay gusto propio» [p. 47]. Esta posición contrasta con la de don Rodrigo, dispuesto a aceptar el marido que elija su hija, aunque no, como hemos visto, a aceptar su decisión de no casarse. Don Rodrigo intervendrá para tratar de convencer a don Álvaro de que escuche la opinión de su hermana, considerando que, además, el galán es de sangre noble. En realidad el debate sobre la libertad de elección de la mujer se plantea, en ésta y en las otras dos obras que trataré, desde la perspectiva del lugar social en el que se ubica su autora: la mujer puede elegir por amor, siempre que su elección no contradiga su «calidad» social. Así lo verbaliza don Rodrigo: «No hace desigualdad / la pobreza en la sangre y calidad» [p. 29].

Si Jacinta representa la firmeza, y con ella Acevedo contesta al tópico de la inconstancia de la mujer, y Beatriz se muestra por su carácter «medroso» más dispuesta, aun juzgándola injusta, a aceptar la voluntad de su hermano, con la tercera de las damas protagonistas de esta comedia, Lisarda, la autora nos presenta, a una mujer que, disfrazada de varón, le sirve de instrumento para discutir el tópico de debilidad y falta de valor como cualidad aparejada al sexo femenino. Lisarda, que pretende vengar la muerte de su hermano Clarindo, es consciente de que el disfraz varonil le permite mayor libertad: «De aqueste traje me valgo / para la venganza mía / con más libertad buscando / de mi hermano el homicida» [p. 11]. Pero, además, con su traje de varón Lisarda, convertida en Lisardo, saldrá en defensa de otro hombre con su espada, y será aceptada como un hombre con tan sólo cambiar de imagen. Para la sociedad es la apariencia, no la esencia, la que crea la identidad sexual, presupuesto que la propia Lisarda pone en cuestión y que subrayan los comentarios de su criado Papagayo: «no hace el nombre macho o hembra [...] /porque hay mujeres Lisardos, / y hay también Lisardas hombres» [p. 11]. Como hombre Lisarda defenderá de la violencia de don Álvaro en dos ocasiones a Alberto, el pretendiente de su hermana Beatriz, impidiendo que lo mate y mostrándose más hábil con la espada que el propio don Álvaro, a quien hace perder la suya. Además Lisarda censura las sospechas a que don Álvaro, obsesionado por el honor, somete a su hermana Beatriz, y cuando ésta desaparezca de la casa, y don Álvaro amenace con matarla, Lisarda le replicará defendiendo su inocencia [«es presumpción temeraria / inferirse en ella culpa», p. 14], acusando a don Álvaro de ser el causante de su temerosa huida por sus «escrúpulos» de honor y su carácter violento. La posición que exhibe Lisarda respecto a la obsesión por lavar con sangre su honor, que una y otra vez escenifica don Álvaro, la verbaliza al tratar de hacerle comprender que «aquesta llaga / no se cura así» [p. 17]. Para don Álvaro el amor es motivo de reacciones violentas que tienen que ver con la defensa del honor o con los celos, que le han llevado a intentar la muerte de Clarindo, su mejor amigo. Para Lisarda el amor cura de la violencia. Así, cuando don Álvaro le explique, tratando de justificar su agresión a Clarindo, que «no hay amigo siendo amante», Lisarda le replicará: «en mi hay experiencia contraria, / pues con amor no hay enemigo» [p. 16]. Consecuente con lo expuesto, Lisarda, enamorada de don Álvaro, el agresor de su hermano Clarindo, acabará perdonándolo, intercediendo ante el hermano por su vida.

En realidad, ninguno de los tres conflictos planteados, en los que se ven inmersos los personajes femeninos, se resuelve a través del enfrentamiento, y la autora deja, como en sus otras obras dramáticas, que la solución llegue desde fuera. En la comedia que ahora nos ocupa el desenlace es tópico desde el punto de vista teatral y viene propiciado por la revelación en el momento final de que Clarindo no ha muerto realmente: así las cosas, Jacinta no tiene que llevar al extremo su enfrentamiento con el padre «tirano» ni la defensa de su «libertad», Lisarda no necesita vengar la muerte de su hermano, puesto que está vivo, y puede casarse con el que hasta ese momento creía su asesino, don Álvaro, y éste, arrepentido de su acción, acaba accediendo súbitamente a que su hermana se case con su amado Alberto. Como ocurre muchas veces con la comedia del Siglo de Oro, el género permite destilar - so capa de entretenimiento y bajo la apariencia de un tratamiento frívolo de los conflictos amorosos-, ciertas dosis de crítica hacia las convenciones sociales de la época, mayor o menor según los autores. En el caso de la comedia que nos ocupa, durante el transcurso de la acción la autora pone el dedo en la llaga al apuntar a determinados tópicos y costumbres de la sociedad de la época, que afectaban directamente a la mujer por su situación de dependencia respecto al varón, transitando de ese modo por los límites de la denuncia. La aceptación de rasgos de carácter tópicos atribuidos a la mujer, simplemente por el hecho de serlo, es contestada con la creación de personajes femeninos que muestran que una mujer puede ser firme como Jacinta o valerosa y guerrera como Lisarda o incluso temerosa como Beatriz. El golpe final de mano con el que se cierra la comedia, convencional y ortodoxo, no puede hacer que olvidemos de repente las situaciones de dependencia en las que Acevedo nos presenta a los personajes femeninos y los conflictos respecto a su libertad a los que esa dependencia les conduce.

En la segunda de las obras de Acevedo que trato, Dicha y desdicha del juego y devoción de la Virgen, la acción aparece protagonizada por dos hermanos, María y Felisardo. Como en la obra anterior, la acción arranca con una escena violenta, que pone de relieve la obsesión de Felisardo por el honor. Espada en mano, Felisardo aparece a medio vestir persiguiendo una fantasía: entre sueños ha imaginado que un hombre entraba en la casa, «sagrado del honor templo», a robar a su hermana, y ha reaccionado determinado a «quitar la vida / a quien me quita el sosiego» [pp. 2, 3]. El falso altercado ha sorprendido a la devota María rezando en su oratorio. Ante ella y su criado, Felisardo expone la causa de su preocupación: aunque nobles, se encuentran arruinados por la afición al juego de su difunto padre, motivo por el cual Felisardo no puede dotar a su hermana, ni para casarse ni para entrar en un convento. A pesar de que reconoce que su hermana es discreta, hermosa y virtuosa, teme por su honor, «que con pobreza al honor /siempre le amenazan riesgos» [p. 5], Acevedo aprovecha el momento, como en otras ocasiones, para lamentar, esta vez por boca del criado, que el mundo no sepa apreciar las «prendas» de una mujer, y tan sólo se valore su fortuna:

«¿Las prendas ya no se estiman?
[...]
¿Puede haber mejor empleo
para un hidalgo, si es rico,
que el hallazgo de un sujeto
con las prendas de tu hermana?».

[p. 5]                


La pobreza de Felisardo será también un obstáculo para que don Nuño, el codicioso padre de Violante, la amada de Felisardo, lo acepte como yerno. A partir de este momento el conflicto está servido, y Acevedo lo desarrollará situando a los personajes protagonistas en dos espacios claramente diferenciados: el espacio de los personajes femeninos, sobre los cuales planea significativamente la protección de la Virgen, y el de los personajes masculinos, cuya falta de dominio sobre las pasiones y los vicios los hará presa fácil del demonio. Recordemos que la obra, aunque con planteamientos de comedia, tiene una clara intención devota y de exaltación mariana.

De entre los personajes femeninos destaca por su carácter ejemplar doña María, la hermana de Felisardo. Su primera aparición nos la sitúa ante su rasgo fundamental como personaje, su devoción a la Virgen. Su criada advierte enseguida que es la oración «el empeño continuo de mi señora» [p. 4]. Como es bien sabido, la figura de la madre como personaje está prácticamente ausente del teatro barroco, y en este sentido la obra que trato no es una excepción29. Pero aunque ausente como personaje, su influencia sobre sus hijos queda destacada en los parlamentos que nos sitúan en los antecedentes de la trama, en los que se pone de relieve que ha sido la madre quien ha inculcado a sus hijos su devoción por la Virgen, encomendándolos a ella en el momento de su muerte. Aun como figuras que no intervienen en la trama y tan sólo aparecen al narrarse los antecedentes y causas de la ruina familiar, los padres de Felisardo y María son situados por la autora en esos dos espacios moralmente diferenciados a los que me refería antes: el padre, responsable por su afición al juego de haber echado a perder la «Casa, /que un tiempo gozó los fueros / de ser la Casa más rica / que había en aqueste pueblo» [p. 6]; la madre, devota de la Virgen, atenta al bienestar espiritual de sus hijos, y víctima del vicio del padre, muerta por el «sentimiento» ocasionado por esta situación.

Las escenas en las que asistimos a las reacciones diseñadas por la autora para el personaje de María nos la muestran como una mujer ejemplar, que se comporta de acuerdo con el discurso moral dominante. Así, se apresura a tapar su rostro, ordenando a su criada que haga lo mismo, cuando es abordada en la calle a la salida de la iglesia por el indiano don Fadrique: «lugar a su confianza / no demos: tápate» [p. 17]. A pesar de la atracción amorosa que de inmediato siente por don Fadrique, se niega a que la acompañe a casa y rechaza sus «lisonjas» con aparente desdén: «Yo de amor entiendo poco [...] / y solamente me importa / no hacer en mi casa falta» [p. 18]. Más tarde, cuando don Fadrique, tras haber mostrado interés por María, cambie de objetivo amoroso, decidiéndose por una dama más rica, la reacción de María será la de lamentarse, y refugiarse en su oratorio [p. 32]. La actitud de María ante la adversidad se sustenta en su confianza en el «auxilio divino» que neutraliza su capacidad de rebeldía ante cualquier situación. Entre ella y su criada se produce un diálogo en el que doña María le recrimina su desenvoltura al facilitar sus señas al criado de don Fadrique, diálogo que pone de relieve posiciones encontradas:

«D.ª MARÍA
¿Tú habrías de ser tan fácil
con hombres desconocidos?
ROSELA
La gente hablando se entiende.
D.ª MARÍA
En doncellas es prohibido.
ROSELA
¿Si no hay quien por ellas hable?
D.ª MARÍA
De Dios les vendrá el auxilio».

[p. 28]                


Como suele ocurrir en otras obras escritas por mujeres, las criadas mantienen actitudes más libres, mientras las damas se nos muestran presas de su condición social. Una escena similar tiene lugar en la misma obra entre Violante, la segunda dama protagonista, y su criada. A diferencia de María, Violante es rica, y además ama al hermano de María, Felisardo, a quien su padre, don Nuño, rechaza por su pobreza. El diálogo entre Violante y su criada Belisa muestra de nuevo posiciones contrapuestas. A la denuncia de la criada respecto al encierro a que son sometidas ambas por don Nuño («en un cartujo convento / no habrá menos libertad»), Violante responde con la discreción exigida a una dama de su condición social:

«Aunque el albedrío aprueba
tu queja contra mi padre,
como a la razón no cuadre,
la obligación la reprueba;
juzga el apetito enfado
de mi padre la asistencia,
pero dice mi obediencia
que estoy muy bien a su lado».

[p. 11]                


Sin embargo, a pesar de esta respuesta convencional, Acevedo no construye el personaje de Violante sobre el mismo patrón ejemplar con el que diseña el de la resignada María. Violante verbaliza en varias ocasiones su rebeldía contra el padre, al que tacha de «inhumano», maldiciendo que la codicia sea el norte de los tratos matrimoniales:

«¡Mal haya el primero, amén,
que haciendo al gusto violencia,
busca al casar conveniencia
más que la del querer bien!».

[p. 26]                


Por medio de Violante, Acevedo traslada al lector el debate entre el propio deseo, el libre «albedrío», y las exigencias sociales y morales a las que se ve sometida una dama de «calidad». El debate se plantea de nuevo a través del diálogo entre señora y criada. Cuando Belisa, la criada, recuerda a Violante que acatar la voluntad de su padre la puede llevar a tener que «decir sí» a un matrimonio no deseado, la respuesta de Violante se ceñirá de nuevo a un discurso moral aprendido:

«VIOLANTE
[...] diré con la boca "sí",
y con el corazón "no".
BELISA
El "sí" a penar te condena.
VIOLANTE
El "no" en vergüenza me sale.
BELISA
Ésta en el rostro más vale
que en el corazón la pena.
VIOLANTE
Pues mi decoro procura,
en este trance tan fuerte,
más sujetarme a la muerte
que no a la desenvoltura».

[p. 27]                


Sin embargo, a pesar de esta inicial determinación a mantenerse fiel a un comportamiento social aprendido, Violante acabará rebelándose contra el matrimonio que su ambicioso padre ha tratado con el rico indiano don Fadrique («el albedrío lo impugna»), y huirá de casa con sus joyas, desoyendo la advertencia de su criada sobre el peligro en que pone su «decoro» [p. 41]. La decisión de Violante pone de relieve esa cualidad con que Acevedo gusta de adornar a sus personajes femeninos: la firmeza. Violante desde el comienzo rechaza la idea de olvidar el compromiso de matrimonio secreto contraído con Felisardo y su amor por él. Cuando la criada intente persuadirla de que quizá un nuevo pretendiente como el indiano, apuesto y además rico, le haga olvidar a su amado Felisardo, Violante le responderá con convicción, mediante un juego de palabras, despreciando la «apariencia» del nuevo candidato («no amo el que bien me parece /me parece bien el que amo»), e insistiendo en su propósito de no mudarse: «Si el amor pudiera darme / otro corazón, no dudo; / mas con éste no me mudo, / y es imposible el mudarme» [p. 26]. Por ello finalmente, defenderá con firmeza ante el pretendiente buscado por su padre su intención de permanecer fiel a Felisardo verbalizando su rebeldía: «El gusto / no es razón que se cautive; / la voluntad no se fuerza, / la elección de amor es libre» [p. 52].

Frente a las cualidades de los personajes femeninos, presentados como ejemplares, los personajes masculinos exhiben vicios y defectos, que se convierten en causa de la infelicidad de los otros personajes, y especialmente de las damas vinculadas a ellos por lazos familiares. Don Nuño, el padre de Violante, es codicioso, y se muestra dispuesto a avasallar la voluntad de su hija, imponiéndole un marido rico que no desea. Su ambición le lleva a desatender la inconveniencia de un matrimonio de desigual calidad, siendo él mismo quien toma la iniciativa de ofrecer la mano de su hija al indiano don Fadrique, cuya nobleza no es mucha, a pesar de su riqueza. El propio don Fadrique reconoce «las desigualdades / que hay de su sangre a la mía» [p. 20], y hasta el criado se asombra de las prisas del viejo por entregar a su hija: «¡reventando está de suegro!» [p. 21]. Por su parte el rico indiano exhibe el defecto que el tópico de la época achacaba a la mujer, la falta de firmeza, y su personaje es construido por la autora como réplica al de Violante. Así, don Fadrique, que ha estado a punto de perecer en un naufragio durante su viaje de regreso de América y ha hecho a la Virgen el voto de casarse, si llegaba a salvo a Oporto, con la primera mujer noble, honrada y pobre que se cruzara en su camino, se encuentra al llegar a la ciudad con María a la salida de la iglesia. María es honrada y pobre, y además bella, y Fadrique, enamorado de inmediato, se muestra dispuesto a cumplir su promesa y casarse con ella. Sin embargo, en su camino se cruza el ambicioso don Nuño, que le ofrece la mano de su hija Violante quien, además de hermosa, noble y virtuosa como María, es rica. La nueva situación hace que don Fadrique olvide rápidamente el voto hecho a la Virgen. El criado definirá su principal defecto: «El no ser constante» [p. 23].

Si don Fadrique como personaje se contrapone por su inconstancia a la firmeza de Violante, el tercero de los personajes masculinos protagonistas aparece construido por oposición a su hermana María. Si ésta, por su carácter ejemplar y su firme devoción a la Virgen, cuyo nombre ostenta, evoca la figura de la madre, su hermano Felisardo perpetúa el vicio del padre, la afición al juego, y a pesar de su escrupuloso sentido del honor, que se materializa desde la primera escena, será capaz de jugarse a las cartas a su propia hermana ante don Fadrique, tratando de hacerse con toda su riqueza y obtener así del codicioso padre la mano de Violante. Felisardo, tras perder a su hermana en el juego, no sólo es capaz de abandonarla a su suerte, huyendo de la ciudad avergonzado de sus actos, sino que será capaz de invocar la ayuda del Demonio, a pesar de las advertencias de su criado («¿Qué es eso, calabaceas?»), y de renegar de Dios, a cambio de las riquezas que le ofrece el Demonio. Tan sólo su negativa a renegar de la Virgen, fiel a la devoción inculcada por la madre, lo salvará en el último momento, cuando ya el Demonio lo arrebata «por el aire» [p. 43]. De nuevo la solución llega desde fuera, en esta ocasión de la mano del auxilio divino, en el que tanto confía doña María, siempre metida en su oratorio: «porque el medio / mejor que aquí se tiene / es buscar en la Virgen el remedio» [p. 46].

Por su parte, el otro galán, el indiano don Fadrique, es presentado por la autora no sólo como inconstante, sino también como incapaz de dominar sus pasiones, uno de los defectos con que la autora gusta de construir a sus personajes masculinos. Así, tras vencer en el juego, cegado por el deseo de venganza contra Felisardo, que ha pretendido quitarle la mano de Violante y su fortuna, encamina sus pasos a casa de doña María decidido a cobrar su ganancia: «a su casa voy por ella / por lograr su hermosura». Con guasa el criado se burlará de su amo, que ha rechazado a María como esposa, incumpliendo la promesa hecha a la Virgen, pero se apresta a gozarla como «amiga»:

«Para, señor, casarte
con ella, en cumplimiento de tu voto,
no quiso el amor darte
ni siquiera una onza de devoto,
¿y hoy tan grande afición
para ofendella? ¡Brava devoción!».

[p. 46]                


Don Fadrique, como no podría ser de otro modo, sorprende a María dormida en su oratorio, y al aproximarse a ella con la intención de forzarla, las palabras pronunciadas entre sueños por la dama provocan el arrepentimiento del potencial violador: «Mira que es bárbaro arrojo, / advierte que es gran maldad / que sea mi honestidad / de tu apetito despojo» [p. 50]. Acevedo gusta de presentar a personajes femeninos en situaciones extremas, buscando intencionadamente la identificación de su público con quienes son presentadas como víctimas propiciatorias de los deseos de los varones. En este punto la autora se deja llevar en más de una ocasión por la pendiente del melodrama. Si a Violante la escuchamos referirse enfáticamente al supuesto día de su boda con un pretendiente no deseado como aquel en el «que se representará la lastimosa tragedia de mi vida» [p. 31], a María, ante su inminente violación, la oímos pronunciar entre sueños, en alarde numantino, palabras como éstas: «¡Basta, don Fadrique, basta!, / o de la vida me priva; / pierda yo alientos de vida, / no los candores de casta» [p. 50]. Palabras que conjuran milagrosamente el deseo de don Fadrique, quien repentinamente transformado, percibiendo la influencia de la Virgen tras el discurso de María, despierta a la heroína de su sueño para pedirla, cumpliendo por fin con su voto, en matrimonio.

Tal como Acevedo construye su obra dramática, el trasfondo religioso se materializa en el enfrentamiento entre la Virgen y el Demonio. Los defectos de los personajes masculinos son campo abonado para los manejos del diablo que utilizará la codicia de don Nuño, la desesperación de Felisardo y su debilidad ante el juego, o la inconstancia de Fadrique y su falta de dominio sobre su pasión, para desestabilizar el mundo de los humanos y atraerlos al mal con el objeto de vencer a la Virgen. Frente a los personajes femeninos el Demonio tan sólo podrá reconocer su impotencia: nada puede contra la devota María, ni contra Violante y su constancia, pues, como sentencia el maligno, «en llegando a querer / ni un demonio divierte la mujer» [p. 25]. Nada puede tampoco contra la divinidad, valedora de las mujeres, y representada precisamente por otra mujer, la Virgen, pues como reconoce: «contra mi cautela / María es vigilante centinela» [p. 25].

Si en la obra que acabamos de ver se entremezclan planteamientos de comedia profana y planteamientos de drama religioso, con la tercera de las obras de Acevedo, La margarita del Tajo que dio nombre a Santarem, nos hallamos plenamente ante un drama hagiográfico, en cuyo centro la autora sitúa a una mujer cuyo proceso de martirio se consuma precisamente por la situación a la que la conducen las intrigas y los deseos desatados de los personajes masculinos: primero del heredero del gobierno de Nabancia, Britaldo, y después de su propio maestro y confesor, el religioso Remigio. Por medio de Britaldo, Acevedo construye un personaje masculino que falta a sus deberes en diversos frentes. En primer lugar, falta a su deber como esposo, pues el mismo día en que contrae matrimonio se enamora en la iglesia de la monja Irene. La falta de firmeza de Britaldo se ve subrayada por el hecho de que, a diferencia de lo que sucede con otros personajes femeninos de las obras de la autora, a Britaldo sus padres le dieron libertad para elegir esposa, como él mismo reconoce ante su criado: «a mi libertad, / un privilegio le dieron; / que rara vez a los hijos / conceder los padres vemos». El largo parlamento de Britaldo en este punto sirve a la autora, una vez más, para denunciar los matrimonios de conveniencia, y a los padres que conciertan «el estado de sus hijos / por el interés midiendo [...] sin primero examinar / la inclinación del sujeto», motivo de toda suerte de desgracias: «Por eso se ve en el mundo / tanto enfado y desconsuelo / tanta tristeza y desdicha, / y al fin tantos descontentos» [p. 4]. Cuando Britaldo se disculpe ante su criado culpabilizando al dios Amor de ser el responsable de su mudanza, el criado le replicará burlón echando por tierra sus elucubraciones sobre el poder del pequeño dios tirano, no viendo en su cambio de inclinación amorosa más misterio que «lo propio es cierto que enfada / y se apetece lo ajeno» [p. 7]. De nada servirán las objeciones del criado sobre un amor que no duda en calificar de sacrílego, subrayando con ello otro de los frentes en el que Britaldo falta a sus deberes, en este caso para con Dios: «lograr tu amor no es posible, / por no hacer un sacrilegio [...] ¡Con una esposa del cielo!» [p. 8].

El tercero de los aspectos en los que Britaldo incumple con un modelo ideal de comportamiento afecta a sus deberes como hijo. La autora plantea un diálogo entre padre e hijo en que se debaten posiciones encontradas. Ante las acusaciones del padre («ciego, loco, sin juicio, / del apetito llevado / las vanidades seguís»], Britaldo defenderá una vez más su falta de responsabilidad sobre sus sentimientos amorosos, culpabilizando al tirano dios Amor de su comportamiento, e incluso rozando el terreno de la heterodoxia religiosa al hacer prevalecer el poder de Amor sobre el del «Dios verdadero»:

«Mas mi voluntad no es mía,
que la tiene cautivado
el ciego Amor (que por eso
le llaman el dios tirano,
pues la libertad del hombre
habiendo privilegiado
el Dios verdadero, quiso
cautivarla este dios falso)
y así la razón no puede
valerme en aqueste caso».

[p. 30]                


El padre, Castinaldo, abogará por el poder de la razón, apuntando a la falta de dominio sobre la pasión como responsable de los males de su hijo: «Poderosa es la razón, / y en el mundo abreviado / del hombre es sol que ilumina» [p. 31]30. Pero Britaldo se mostrará impasible ante los argumentos paternos («viva mi gusto; / primero soy yo»), y Castinaldo no podrá más que resignarse: «¿Qué puede un viejo cansado / decir, a quien la fortuna / ha dado un hijo tan malo?» [p. 31].

En réplica al personaje de Britaldo, la monja Irene exhibe un comportamiento ejemplar. En su primera aparición sobre el escenario la encontramos, como subraya la acotación, «con un libro en la mano». Su maestro Remigio la observa desde lejos, mientras la monja, absorta en su lectura, no se percata de su presencia: «de aplicada no atiende / más que al estudio, que curiosa emprende» [p. 14]. La escena nos presenta a una mujer inclinada al estudio, cuyo «ingenio milagroso» provoca la admiración de su maestro («es rara cosa / que al juicio soberano / junte también Irene el ser curiosa», p. 14), y su satisfacción («el discípulo diestro / es la dicha, sin duda, del maestro», p. 13). A pesar de que por medio de esta escena la autora se adhiere al elogio de la mujer inteligente y «curiosa», dedicada al estudio, sin embargo no podemos olvidar que el personaje de Irene está construido sobre el patrón de mujer ejemplar de los tratados morales de la época, y por ello su inclinación se orienta hacia el estudio de los textos sagrados, mostrando desprecio hacia los libros de asuntos profanos, cuyo «fruto» no alcanza más allá de sus «flores»:

«¡Oh ciega vanidad
de los libros curiosos y profanos,
pues la curiosidad
no halla en ellos sino consejos vanos;
sacando los lectores
a su inútil lición por fruto flores».

[p. 13]                


En consecuencia con su discurso, el libro que estudia Irene es la Biblia, y en concreto un episodio narrado en el libro segundo de «Los Macabeos». Resulta relevante que Irene, al ser interrogada por su maestro sobre su lectura, muestre interés justamente por el pasaje del martirio de los siete hermanos macabeos y de su madre: «en lo que más me recreaba / era ver de unos hijos / con su madre los ánimos tan fijos» [p. 14]. En la tradición religiosa católica la madre de los macabeos evoca una imagen de mujer fuerte y valerosa, aferrada a su fe, hasta el punto de asistir en el mismo día a la horrible tortura y muerte de sus siete hijos, infundiéndoles ánimos para que se enfrenten al martirio sin renegar de su fe, y muriendo tras ellos como mártir. De nuevo, como en la obra analizada anteriormente, llama la atención esta referencia a la figura de la madre y su relevancia en la formación de sus hijos, que la convierte en piedra angular sobre la cual se alza el edificio de su fe, que les conduce a su glorificación como mártires. Resulta significativa la elección de esta imagen como modelo en el que se fija la monja Irene, que aspira a una muerte como mártir, ya que anticipa lo que el desarrollo de la acción depara al personaje. En el imaginario femenino, preñado inevitablemente en la época de imágenes religiosas, narraciones como la de este episodio de la historia de los macabeos, en el que se destaca el papel de la madre enfrentándose al rey Antioco con coraje en defensa de su fe, aun a costa de perder a sus hijos, servían de sustento a la creación de un paradigma propio de imágenes de mujeres relevantes a través de las cuales responder a acusaciones como la de la debilidad de su sexo, tema que, como hemos ido viendo, interesaba especialmente a nuestra autora. Aunque esta línea de defensa, que se fundamenta en la mención de figuras femeninas relevantes en la historia, puede evocar los tratados profeministas de tradición medieval31, es interesante observar hasta qué punto, en los escritos de mujeres, no tan sólo se echa mano de figuras femeninas ya consagradas por la tradición, sino que, desde la propia experiencia de género, se pueden ir seleccionando, reinterpretando o incorporando otras nuevas a la lista de mujeres relevantes. Las figuras femeninas que se entresacan de la historia clásica o reciente, o de las escrituras sagradas o de las hagiografías, pueden servir a sus autoras para expresar muchas veces puntos de vista alternativos o matizados o para canalizar a través de ellas la defensa de determinadas aspiraciones, como es el caso de la selección por parte de Acevedo de la leyenda hagiográfica de la monja portuguesa Irene que le sirve de cañamazo al argumento de su obra teatral, pero que le da pie también a introducir cuestiones sobre las que aporta su propia perspectiva de género, cuestiones que tienen que ver con el lugar que ocupa la mujer, al menos la mujer de cierta posición social, en la sociedad de su época en relación con el hombre.

Junto a la imagen bíblica de la mujer fuerte, y madre, cuyo papel es fundamental en la educación de sus hijos que, como acabamos de ver, evoca la monja Irene a través de la figura de la madre de los macabeos, resulta significativa otra que evoca Remigio, el maestro de Irene, cuando aconseja a la monja entregarse a la oración para obtener el auxilio divino a la hora de enfrentarse con Britaldo, emulando a Judit, quien, antes de proceder a la decapitación del general asirio Holofernes, se encomendó a Dios. Resulta llamativa la evocación de esta otra imagen de fuerte heroína bíblica, que libera a su pueblo de la tiranía, asesinando al hombre que previamente ha seducido. El relato bíblico otorga protagonismo a la mujer y la escena se prestaba por ello a formar parte de ese paradigma de heroínas a través de las cuales expresar, sin salirse de la ortodoxia moral y apoyándose en muchos casos en los textos sagrados, aspiraciones y reivindicaciones en relación con su propio sexo. El mismo tema, por ejemplo, fue tratado con gran fuerza y dramatismo por la pintora Artemisia Gentileschi en dos cuadros en los que se representa el acto mismo de la decapitación de Holofornes a manos de Judit, auxiliada por una sirvienta32.

El comportamiento de Irene en La margarita del Tajo, se parangona, en su ejemplaridad, con conocidos casos de mujeres bíblicas. Irene, como Judit, confía en la oración y en el auxilio divino, y está dispuesta a morir, como la madre de los macabeos. Frente a la pasión de Britaldo, el auxilio divino le llega a Irene en forma de ángel que, disfrazado de galán, expulsa con su espada a Britaldo del convento, cuando ronda a la ventana de la monja. Aconsejada por el ángel, quien le desvela las intenciones de Britaldo, la monja se enfrentará a Britaldo, no sin antes pedir consejo a su maestro Remigio y encomendarse a Dios, como Judit, para obtener su auxilio. Las palabras de Irene, quien, de acuerdo con la conducta ejemplar exigida a la mujer, se muestra humilde a la vez que firme y desdeñosa con los agasajos de Britaldo («en vos exceso publican / y en mi la modestia agravian», p. 37), neutralizan aquí, como antes las palabras de doña María en Dicha y desdicha del juego, los deseos del galán, que repentinamente reconoce su error y la protección divina de que goza Irene («ya sé que del cielo sois», p. 40). Los argumentos de Irene son coincidentes con los del prudente padre de Britaldo en su elogio de la razón frente al deseo: «Mucho puede una pasión, / mas una pasión no basta / para rendir el valor, / si la razón se adelanta» [p. 40]. La última escena del Acto II finaliza con el vítor a la razón entonado al alimón por la monja y por su frustrado galán.

Como en la obra anterior, también en ésta la autora establece dos espacios éticos claramente diferenciados: uno de ellos guiado por la razón y la prudencia, en el que sitúa a Irene, a la esposa y al padre de Britaldo; el otro sometido a la pasión, en el que se mueve el propio Britaldo, pero también Remigio, el maestro, y Banán, el consejero. El camino al martirio de Irene se ve jalonado por las pasiones de los hombres pues, una vez neutralizado Britaldo, Irene tendrá que enfrentarse al monje Remigio, en quien la belleza y virtud de la monja ha despertado el deseo: «¡Qué bizarra es, qué airosa! [...] / ¿Os alborotáis deseos?» [p. 33]. Merece la pena destacar que Acevedo gusta de mostrar ante el público las dudas y motivaciones de sus personajes, a través de los soliloquios y apartes, dotándolos así de ciertos matices psicológicos. Así, por ejemplo, escuchamos la confesión por parte del monje de su deseo amoroso, culpabilizando, como antes Britaldo, al dios Amor de su incapacidad para controlar la pasión, y asistimos a la manifestación de sus escrúpulos de conciencia, expresados ante el público en forma de soliloquio con su «pensamiento» [pp. 41-43] o por medio de la réplica en eco a través de la cual se revelan sus remordimientos [pp. 56-57]. Por otro lado, Acevedo no elude la visualización en las tablas de la escena en que el monje declara su amor a la religiosa, situación que da pie a una nueva exhibición de ejemplaridad por parte de Irene, quien, de acuerdo con un código establecido de comportamiento, aparentará primero no comprender las palabras de Remigio, para acabar rechazando y reprendiendo abiertamente a su maestro, recordándole sus votos: «¿Así ha de hablar / un hombre, sin respetar / el temor que debe a Dios?» [p. 44]. Este rechazo desencadena en Remigio un deseo de venganza que le lleva a maquinar un plan para desacreditar a Irene, administrándole un bebedizo que la hace parecer preñada a los ojos de todos. El gracioso, por si el público duda, describirá con sorna al personaje: «El monje es muy buena pieza» [p. 59]. Esta situación precipita el trágico fin de Irene. La autora se recrea en la persecución injusta a la que se ve sometida la heroína en la escena en que muestra a la monja «muy llorosa, aplicando un pañuelo a los ojos», como precisa la acotación, en el momento de su expulsión del convento, entre voces que desde «dentro» censuran su deshonesta conducta [p. 53]. La furia de Britaldo, desencadenada por la convicción de que la monja le ha negado a él los favores que, en vista de su embarazo, ha otorgado a otro, le hacen ordenar su muerte. El agente del asesinato de Irene será el consejero Banán, personaje con el que Acevedo nos muestra otra de las caras de la pasión albergada en un personaje masculino, la codicia, pues, a pesar de juzgar la muerte de Irene «bárbara acción e impía», Banán acaba aceptando el encargo de Britaldo de asesinar a la monja, a cambio de la riqueza y el poder que éste le ofrece, anteponiendo su interés a lo que la razón le dicta: «mi conveniencia es primero» [p. 51]. Una vez más la divinidad se manifestará por medio del Ángel para reconocer las «aflicciones» de la monja, anunciarle su muerte y la «corona» de mártir, que Irene recibe gustosa: «Irene, tus aflicciones / el cielo benigno ve /para darles la corona / que llegan a merecer» [p. 54].

Aunque el protagonismo en esta obra es indudablemente para la perseguida monja Irene, que sigue, como la madre de los macabeos, la vía del martirio, hay que destacar la relevancia que la autora da al personaje de la esposa de Britaldo, Rosimunda. Aunque no es frecuente en el teatro de la época que la esposa traicionada adquiera protagonismo, aquí la autora le otorga un papel relevante, que en la leyenda hagiográfica no se le concede, al igual que ocurre con el padre de Britaldo. En ambos casos, la relevancia dada en la obra a estos personajes refuerza la imagen negativa de Britaldo, como esposo y como hijo. Rosimunda es presentada por la autora, al igual que otras damas de sus obras, como una mujer ejemplar, esta vez en el papel de esposa. Su propio marido la define como noble, hermosa y honesta, y ella misma se define como leal, honesta, recatada, noble' constante y firme [p. 9]. Su primera reacción, ante la actitud distante que Britaldo mantiene hacia ella consiste no tanto en desconfiar de su esposo, como en temer que sea su esposo quien, infundadamente, desconfíe de ella, momento que aprovecha la autora para denunciar las sospechas a que se ven sometidas las mujeres por parte de los varones: «que a veces, contra razón, / se arma una mala sospecha» [p. 10]. La sola idea de que Britaldo pueda desconfiar de su honestidad conduce a Rosimunda al desmayo. La autora pone especial cuidado en presentar a Rosimunda como víctima, y en poner de relieve la relación de afecto que mantiene con su suegro, solidario con Rosimunda, la buena esposa, y enfrentado con Britaldo, el mal hijo. La visión de la mujer como víctima la expresa la criada al hacerse eco del sufrimiento de su señora:

«¿Cómo no se compadece
el cielo en la pena nuestra,
viendo que el hado se muestra
tanto contra estas cuitadas?
¡Oh mujeres desdichadas,
qué mala es la estrella vuestra!».

[p. 9]                


La sentimentalidad explícita y extremada, que tanto agrada a la autora, se manifiesta en escenas como la del desmayo de Rosimunda, en brazos de su criada y después del suegro, alterada por la idea de que su marido se le muestre esquivo, o en la escena del enfrentamiento entre el padre, Castinaldo, y su hijo, que finaliza con el llanto del padre, consolado por la nuera, Rosimunda [p. 31]. La autora -subraya, por medio de las acotaciones, la gestualidad expresiva que quiere imprimir a estas situaciones y que se revela de manera significativa en la larga escena que enfrenta a la esposa, Rosimunda, con la monja Irene, a la que Rosimunda cree amante de su marido. La reacción humilde de la monja y el significativo pacto de amistad que sellan finalmente las dos mujeres, convencida la esposa de la inocencia de la monja, se expresa a través no sólo de las palabras, sino de los gestos y movimientos, que van siendo minuciosamente acotados por la autora: «Híncase de rodillas», «Llora», «Va a levantarla», «Va a postrarse y la detiene», «Abrázanse» [pp. 25 y 26].

Ángela de Acevedo nos presenta en esta obra una vez más a dos personajes femeninos mostrándolos como víctimas de los personajes masculinos: Rosimunda de su esposo, Irene de los deseos del poderoso Britaldo y de su maestro el monje Remigio, y finalmente víctima de la codicia de Banán, quien tras asesinarla, arrojará su cuerpo al Tajo. Tanto Rosimunda como Irene expresan reiteradamente su confianza en el auxilio divino, que acaba manifestándose, como en Dicha y desdicha del juego, en forma de apariciones e intervenciones milagrosas a través de las que se manifiesta la protección que la divinidad dispensa a las mujeres y los errores en que incurren los hombres. La apoteosis final, propia de un drama hagiográfico, con la aparición del cuerpo de Irene, en medio de las aguas milagrosamente retiradas del Tajo, flanqueada por ángeles que entonan cantos sobre su inocencia y martirio, precipitará la confesión de culpabilidad de Britaldo, Remigio, y Banán y su decisión de purgar sus pecados viajando a Tierra Santa, mientras Rosimunda se retira a esperar el regreso de Britaldo a un convento y su criada, significativamente, decide renunciar al matrimonio con el criado y meterse monja.

En sus tres obras dramáticas Ángela de Acevedo canaliza su denuncia mostrando situaciones en las que las mujeres se convierten en víctimas de padres, hermanos, maridos, o maestros y consejeros espirituales. Vistas en conjunto, en las tres obras los personajes femeninos reaccionan ante estas situaciones, aun dentro de un comportamiento ejemplar, de modo diferente: desde la resignación total de personajes como María en Dicha y desdicha del juego o Irene en La margarita del Tajo, a la sutil rebeldía sustentada en el disimulo como estrategia por la que opta Jacinta en El muerto disimulado. En ninguna de las tres obras, sin embargo, la solución dramática viene propiciada por el enfrentamiento abierto por parte de las mujeres a la autoridad y el poder que sobre ellas poseen sus padres, esposos, hermanos o maestros, aunque algunas de ellas lleguen a verbalizar sus discrepancias y su disgusto ante situaciones de sometimiento, especialmente respecto a la autoridad paterna, y apelen al «libre albedrío» y a la defensa de su «libertad». La solución que Ángela de Acevedo idea para los conflictos dramáticos en que se ven envueltos los personajes femeninos es siempre externa a ellos: bien es fruto de un cambio repentino de situación, propiciado por la revelación de la identidad oculta de uno de los personajes, como ocurre en El muerto disimulado, bien es consecuencia del auxilio divino en el que confían ciegamente las protagonistas, como ocurre en Dicha y desdicha del juego y en La margarita del Tajo. Tanto en La margarita del Tajo como en Dicha y desdicha del juego Acevedo utiliza el discurso religioso dominante sobre la mujer para mostrarnos casos de mujeres que, a pesar de haber interiorizado el discurso moral en que manifiestan haber sido educadas, y cumplirlo a pies juntillas, se convierten en víctimas de los hombres, poniendo así de relieve que la teoría llevada a la práctica crea situaciones de conflicto de las que siempre en estas obras se presenta como víctima a la mujer. Aun cuando no llegue a fraguar una verdadera actitud de rebeldía que se convierta en desencadenante de la solución dramática de los conflictos, resulta evidente la voluntad de la autora de denunciar ciertas situaciones y tópicos de la sociedad de la época con respecto a la mujer. Así en sus obras podemos encontrar la condena de la violencia ejercida contra la mujer en nombre del honor, de la autoridad familiar o del deseo sexual, la censura del atropello de la libertad de elección en el matrimonio y de la utilización de la mujer por parte de sus familiares como objeto de transacción por medio de las dotes o el cuestionamiento de tópicos como el de la vanidad e inconstancia o la falta de capacidad para el estudio en la mujer. La denuncia de esas situaciones y tópicos es como la punta del iceberg o el comienzo de un discurso alternativo todavía no fraguado y fragmentarlo, pero en cualquier caso crítico. Un discurso incipiente elaborado desde una posición social privilegiada, pero al mismo tiempo desde una condición de género marginal, un discurso que surge además desde dentro mismo del discurso religioso, apostillándolo, pero sin contradecirlo, cosa que no debe extrañar en una época en que la religión formaba parte de la vida y de la sustancia ética de las personas y podía convertirse fácilmente en medio de expresión de sus ansias y afanes. Como ya apunté en otro lugar, vistas en conjunto, las obras dramáticas escritas por mujeres revelan una voluntad por parte de sus autoras de, aupadas sobre las convenciones que el teatro les ofrecía, alzar su voz para convertir sus obras en vehículos de expresión de sus opiniones sobre determinados temas que afectaban a la mujer contestándolos o reinterpretándolos desde su propia óptica. Los textos dramáticos escritos por mujeres, y entre ellos los de Ángela de Acevedo, aportan así la visión de la experiencia propia sobre el discurso dominante, una experiencia desde el otro género, y su voz, su «decir entre versos», aun lleno de contradicciones, merece la pena ser escuchado.





 
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