Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Defensa de la retórica barroca

José Antonio Hernández Guerrero


Universidad de Cádiz



Sobre la teoría retórica y sobre la práctica oratoria de la época barroca los historiadores defienden opiniones diversas y, a veces, opuestas. Mientras que algunos autores como, por ejemplo, Fumaroli afirman que el siglo XVII, es «heredero del Renacimiento, y en Europa es la Era de la Elocuencia»1, otros estudiosos, como Spang2, Martí3 y Rico Verdú4, señalan que, en esta época, se produce una decadencia generalizada en el campo de los estudios retóricos y, en consecuencia, en el ámbito de los discursos oratorios.

Nosotros opinamos que no se pueden formular juicios tan generales ni tan categóricos, y estamos convencidos de que es necesario hacer una nueva lectura de la teoría y de la práctica de este período, aplicando unos nuevos criterios interpretativos y renovando las medidas valorativas. Es cierto que, sí comparamos el número y la originalidad de los manuales publicados durante este siglo XVII con los editados el siglo anterior, hemos de concluir que, efectivamente, la cantidad es menor y la originalidad es más escasa. Pero deducir, a partir de estos datos, que la calidad en las enseñanzas retóricas es más endeble y que la oratoria está vacía nos parecen unas conclusiones algo precipitadas.

Aunque es cierto que muchos críticos e historiadores de la Literatura Española han caído en el papanatismo al juzgar las obras de los Siglos de Oro, hemos de reconocer que también constituye una frivolidad catalogar de manera global y categórica todas las creaciones de esa época como enfermas, ruinosas, esclavas, pusilánimes, por emplear los procedimientos retóricos y los recursos poéticos.

En esta ocasión centramos nuestros análisis en los dos ámbitos que acabamos de señalar: en los tratados teóricos de Retórica y en los discursos oratorios.




ArribaAbajoLos tratados teóricos de Retórica

En nuestra opinión, es al menos una exageración afirmar que el siglo XVII -Spang5- termina con una total degeneración de la teoría retórica; que es un bache profundo, que sólo se superó en el siglo siguiente, en el que la disciplina experimentó una sustancial, aunque efímera, revitalización. Para medir la calidad de las obras de Retórica hemos de tener en cuenta la intensa y la extensa influencia que ejerció la Ratio Studiorum de los jesuitas y el resurgimiento de la Segunda Sofística en Italia, ya a finales del siglo XVI.

Como ya es sabido, los jesuitas habían desempeñado un importante papel en el Concilio de Trento y, desde finales del siglo XVI, su sistema de enseñanza -definido en la Ratio Studiorum- gozaba de un extraordinario prestigio: concedía la primacía al estudio de las Humanidades y, entre todas sus disciplinas, consideraba a la Retórica como la más noble de todas ellas.

Su influencia se hizo patente, no sólo en el ámbito de la enseñanza, sino también, en la práctica de la oratoria, especialmente, como es fácil de suponer, en la predicación sagrada. Ésta fue, a mi juicio, una de sus contribuciones más destacadas durante el siglo XVII: no podemos olvidar que esta modalidad del discurso era la más extendida y la más cultivada. La oratoria judicial apenas alcanzaba algún interés y la deliberativa era prácticamente inexistente.

La Ratio Studiorum fue adoptada en 1600 por la Universidad de París. Los jesuitas franceses, intentando superar la querella entre ciceronianos y anticiceronianos, en la línea iniciada por la Contrarreforma, adoptan en su Retórica la imitatio multiplex.

Es cierto que se trata de una corriente asianista, basada en Séneca y en los Padres de la Iglesia, que confiere una importancia peculiar al uso de los «colores» (a las descripciones e, incluso, a los recursos patéticos...) y a la varietas ingeniorum (al juego de palabras), pero, no podemos olvidar que su objetivo último era permitir que cada orador, partiendo de una amplia gama de modelos, creara su propio estilo de discurso.

Pero es que, además, como indica Fumaroli6 esta Retórica, marcadamente ecléctica, se caracteriza por reunir cuatro rasgos fundamentales: dejaba a un lado elementos racionales, se apoyaba en rasgos sensoriales e imaginativos, que, combinados de manera diferente en cada caso por el particular ingenio del orador, permitía la adaptación del discurso a cada tipo concreto de público.

Esta Retórica, siguiendo la tradición más clásica, parte del supuesto de que el factor determinante en el proceso de comunicación es el receptor. Es cierto que los jesuitas utilizaron con profusión las descripciones acompañadas de «recursos fónicos», «morfo-sintáticos» y «léxico-semánticos», pero no perdamos de vista que esta «Retórica de los colores» iba unida a técnicas de autopersuasión -de uso frecuente en los Ejercicios espirituales-, de lo que resultaba, en palabras de Fumaroli, una especie de «sofística sagrada»7.

Muchos autores no han tenido en cuenta que la importancia que la Ratio Studiorum concede a esta disciplina parte del supuesto de que la Retórica no se reduce a unas pocas definiciones normativas ni a largas listas de figuras, sino que la considera como el núcleo que proporciona sustancia, como la base que aporta consistencia y como el eje que centra y dinamiza todo el plan de estudio.

La Retórica que propone la Ratio Studiorum abarca tres partes principales: los preceptos del hablar: la corrección gramatical, el estilo: la belleza literaria y la erudición: la calidad y la cantidad de los contenidos y de la información del discurso y, sobre todo, el conocimiento de un amplio repertorio de tópicos que pudieran impresionar a su auditorio. Este texto orientador, que tanta influencia tuvo en toda Europa, reconoce la importancia de todas y de cada una de las operaciones retóricas clásicas: la invención, la disposición, la elocución, la memoria y la acción.

Por otro lado hemos de tener en cuenta que en el Colegio de Roma, desde finales del siglo XVI, los profesores de Retórica mantenían, por encima de las inevitables tendencias «barrocas» de las diversas Asistencias nacionales, una norma ciceroniana latina que era más exigente y más fiel a las tradiciones del Primer Renacimiento. Nos encontramos, según Fumaroli8, «en un universo en el que Cicerón es el rey de la Retórica, regina animorum, la llave del sistema de las artes».

Apoyándose en los principios teóricos y en las orientaciones didácticas de la Ratio se publicaron varios tratados que insistían en el equilibrio ciceroniano entre la expresión y el contenido, y que tuvieron una amplia difusión.

En 1612 y en 1617 dos profesores de Retórica del Colegio de Roma, los jesuitas padre Reggio y padre Strada, publican sendas obras -Orator Christianus y Proluciones Academiae- que, si bien son de signo diferente, tienen en común la base ciceroniana sobre la que apoyan todas sus normas. El Orator Christianus del padre Regio, destinado a la elocuencia sagrada, propugna en la predicación un término medio entre la austeridad de raíces cristianas defendida por San Agustín, y brillantez y el calor de la elocuencia sofística. La búsqueda de un equilibrio formal preside también las Proluciones Academiae del padre Strada, si bien va dirigida a la elocuencia profana y, concretamente, a una élite cultural, circunstancia que aparta esta obra de los tratados escolares clásicos.

Las dos obras combatían en Italia tanto las tendencias asianistas como las senequistas y se arrogaban el mérito de ser herederos de Bembo y de Sadolet. Es cierto que este arte neo-latino, cuyos modelos pretendían ser clásicos, había sido iniciado por un humanista francés: Marco Antonio Muret.

En Francia lo habían secundado los poetas neolatinos y los profesores del Colegio Real. Du Vair y Vavasseur -otorgaron a Cicerón el papel de maestro del «judicium» y criticaron tanto el estilo sobrecargado como el abuso del «genus demostrativum». Partidario del aticismo, Vavasseur lo define como escrito claro, simple elegante, desprovisto de adornos superfluos y, por el contrario, acorde con el asunto tratado9.

También en Inglaterra y, parecer, por influencia de los puritanos10, la Retórica la utilizaron cada vez más los oradores sagrados, tanto para construir sus sermones como para comentar las Sagradas Escrituras; numerosos pasajes bíblicos sirven a John Smith para definir las figuras retóricas en su libro Los misterios de la retórica (1657). En la misma línea se hallan la Centuria Sacra (1654), de Thomas Hall, y la Elocuencia sagrada, o arte de la retórica tal como está trazado en las Sagradas Escrituras (1659), de John Pridaux.




ArribaAbajoResurgimiento de la Segunda Sofística en Italia

Para elaborar un juicio sobre la Retórica del siglo XVII, hemos de valorar también el nuevo auge de la Segunda Sofística en Italia, ya a finales del siglo XVI, con la consiguiente pugna entre los estilos aticistas y asianistas (que, en definitiva, resulta ser el mismo enfrentamiento entre Renacimiento y Barroco).

El asianismo, más ampuloso y más apropiado para los grandes auditorios, fue especialmente cultivado por los oradores sagrados, mientras que el aticismo, propio de grupos más restringido, se refugió en los círculos eruditos, como divertimento aristocrático11.

Un ejemplo significativo de esa tendencia asianista en el siglo XVII lo constituyen las Dicerie sacre (1614) en las que su autor, Giambatista Marino (1569-1625), subordina cuestiones propias de la oratoria sagrada a un ejercicio de virtuosismo sofístico12. El asianismo marinista se desarrolló ampliamente en Italia durante este siglo y fue especialmente cultivado por determinados escritores, algunos novelistas, casi todos ellos antiguos alumnos de los jesuitas (Loredano, Manzini, Minozzi...).

Frente al estilo ecléctico que habían aprendido en los Colegios, practican una oratoria virtuosita que, en palabras de Fumaroli13 acaba convirtiéndose en una «histeria retórica».

El marinismo llega a uno de sus momentos cumbres con la obra del ex-jesuita Enmmanuele Tesauro titulada Panegirici sacri (1633), en la que aparece el gusto senequista por la «agudeza»14. En opinión de A. Battistini y de E. Raimondi15, con Tesauro, la Retórica se convierte en una Semiótica antropológica, pero datada de contenidos muy precisos.




ArribaAbajoLa Retórica en España: conceptismo e ingenio

Como ocurría en otros países, también en España disminuyó la publicación de tratados (García Berrio, 1980: 209) y la enseñanza de la Gramática y de la Retórica estuvo, prácticamente en la totalidad de los casos, en manos de los jesuitas16.

Pero en la Ratio Studiorum, la Gramática y la Retórica se consideraban como un medio para estudiar las Sagradas Escrituras. La mayoría de los tratados retóricos compuestos por jesuitas resultaba sen un compendio de análisis de textos y progimnasmas, e incluían extensísimas listas de figuras.

El tratado más conocido de los escritos por los jesuitas españoles fue el del padre Cipriano Suárez, De Arte Rhetorica que, aunque sigue pautas marcadas por Aristóteles y por Cicerón, pretende elaborar una «Retórica cristiana», guiada por la fe, que hiciera innecesario el estudio de los autores clásicos.

En la misma línea de Suárez, y con un carácter eminentemente práctico, se hallan los textos del padre Bravo -De Arte Oratoria- y del padre Bartolomé Alcázar -De Ratione Dicendi-17. Según Antonio Martí (1972: 234), «el problema de la Retórica en este siglo XVII se centra en el conceptismo. Aunque este movimiento no afectó excesivamente a los predicadores -no olvidemos, embargo, al predicador de la Corte, Paravicino (Spang, 1984: 42)-, los preceptistas de la predicación y los retóricos en general sí tomaron enseguida parte en la controversia».

Uno de sus más claros exponentes teóricos es la obra Agudeza y arte de ingenio del jesuita aragonés Baltasar Gracián (1601-1658), una obra que, aunque en principio, no está destinada a la predicación, alcanzó un éxito considerable entre los predicadores. Señala Correa (1982) que la postura de Gracián con respecto al conceptismo en la oratoria sagrada sufrió una visible evolución: si al principio le profesaba una gran admiración, posteriormente pasó al más profundo desengaño. Pero algunos críticos defienden que la influencia de este libro en la predicación del siglo XVII fue considerable18.

Nosotros, siguiendo a García Berrio, creemos que la influencia conceptista no fue tan grande en la práctica oratoria: «al menos en los años de la primera mitad del siglo XVII, las diferencias fundamentales entre concinatoria y poesía se mantuvieron estables: Por más que se exageren las tintas, alentadas sin duda por la anomalía real en el comportamiento festivo -casi corral de comedias- de predicadores y público en los sermones; lo cierto es que la predicación venía obligada a guardar unas últimas formas de recato piadoso, reducidas al mínimo si se quiere, que no eran obligatorias para la poesía» (García Berrio, 1980: 210).

Además de Gracián, debemos recordar a otros tratadistas españoles relacionados con la Retórica: Luis Alfonso de Carballo, Bartolomé Jiménez Patón, Francisco Cáscales, Francisco Novella, Jacinto Carlos Quintero, Agustín de Jesús María, Francisco Alfonso Covarrubias y Jiménez Patón19.




ArribaAbajoEl movimiento Antirretórico

Hemos de reconocer que en este siglo se desarrolla un movimiento antirretórico en Francia20 que se reforzó con la creación de la Academia (1635)21, la obra de Fenelón22, de Pascal23. En Inglaterra según Corbett (1971: 612), el cultivo de la Retórica durante el siglo XVII sufrió un cambio de influencias: sobre el ideal renacentista italiano se había impuesto el rígido clasicismo francés.

Pero, junto con la preocupación por las reglas y debido al auge de un estilo recargado -que favorecía el desarrollo del ornato-, cobró un extraordinario relieve un estilo más sencillo, caracterizado por la brevedad, por la concisión y por la sobriedad expresivas.

Impulsaron esta línea, de un lado, el interés por la creación de un «estilo científico» -no debe olvidarse la preocupación por la ciencia, especialmente alentada por Bacon- y, de otro, la labor de la Royal Society, en su búsqueda del estilo expositivo idóneo y del perfeccionamiento de la lengua inglesa, Hobbes, Thomas Blount, Abraham Cowley, Locke y, posteriormente, en Portugal24 donde los románticos y luego los positivistas protestaron contra España y contra los efectos de su dominación cultural en la Península Ibérica. Se muestran contrarios a los lujos formales, por los vestidos y por las joyas. El ropaje, no sólo pesa y encubre, sino que oculta y, en los ardiles de esta operación, los críticos ven sólo argucias, falsedad y vanidad.




ArribaLa práctica retórica

Por otro lado hemos de reconsiderar la valoración de la práctica retórica de este siglo -especialmente en el ámbito de la oratoria sagrada- que, efectivamente, está estrechamente vinculada al Barroco, sobre todo en Italia y en España, pero que, en manera alguna, podemos considerarla como vacía, exclusivamente efectista, fatua, frívola o superficial.

Es cierto que el Barroco supuso una nueva «literaturización» de la Retórica que se traduce en el auge de un estilo recargado, bien por su densidad conceptual, bien por un amplio desarrollo del «ornato», pero también es verdad que la «densidad conceptual» y el desarrollo del «ornato» -los procedimientos decorativos- poseen una singular fuerza explicativa, expresiva, comunicativa e, incluso, persuasiva.

Pese a sus numerosos detractores, esta preocupación esteticista prevaleció durante todo el siglo y, en algunos casos, se extendió hasta comienzos del siglo siguiente. También se produjo una «retorización» de la literatura, cuyas composiciones se valora también por su «elocuencia» (Fumaroli, 1984: 23 y ss.; Aguiar e Silva, 1972: 12), por su fuerza persuasiva de los discursos, por su poder comunicativo25.

Podemos decir que, en líneas generales, el estilo que usaron los jesuitas en sus predicaciones fue bastante rebuscado26 y, a veces dan la impresión de que se fían más de la técnica que de la inspiración divina27.

Es cierto que la oratoria de este siglo insiste mucho más en la ilustración deleitosa, en la sensibilización y en sentimentalización de los mensajes que en la fuerza persuasiva de los argumentos racionales para doblegar la voluntad. Se trata, en definitiva, de una actitud muy barroca que pretende impresionar y mover deleitando, persuadir más que de convencer desde con pruebas racionales.

Pero a partir de este análisis, no podemos concluir que la Retórica tenga una finalidad exclusivamente decorativa, sino que emplea unos procedimientos diferentes apoyados en unos presupuestos distintos: los oradores están convencidos de que las sensaciones y los sentimientos poseen mayor fuerza persuasiva que los argumentos racionales. Si la Retórica se centra en la Elocutio, es porque el docere se logra mejor mediante el delectare28.

El propósito fundamental de Góngora fue elaborar un mundo de belleza absoluta, estilizando los elementos ofrecidos por la realidad o substituyéndolos por otros de superior eficacia estética. Para ello se valió de un aristocrático lenguaje culto que, a pesar de las protestas que suscitó, no representaba una novedad absoluta, puesto que no era en el fondo sino la intensificación de los recursos de la retórica renacentista.

En Góngora -como en Garcilaso o en Herrera- hay metáforas, cultismos, mitología pero con mayor profusión e intensidad. Con estos tres recursos capitales Góngora consigue crear un maravilloso universo poético en el que todo es, como afirma Dámaso Alonso, «un constante halago a los sentido»; para él, la belleza es ante todo sensorial, de ahí que los versos equivalgan a un espléndido cortejo de rutilantes imágenes enriquecidas por brillantes colores y armoniosas sensaciones musicales. Esta crítica, de cariz moralizante, quizás de raíz reformista, se apoya en los criterios más éticos que estético del fingimiento o de la mentira.

Si contemplamos el panorama de las letras europeas, podemos afirmar que Rabelais, Cervantes y Voltaire son verdaderos maestros por los mensajes que emiten en sus obras y por los procedimientos con los que transmiten dichos mensajes. Sus procedimientos sirven -no para decir algo que no es exactamente lo que quieren decir- sino para decir mejor -más profunda y más plenamente- lo que quieren decir. Lo cuentan de manera diferente que Homero, Ovidio, Maupassant, Flaubert y Stendhal, pero sus textos no son menos claros, menos exactos ni menos eficaces.

Podemos establecer dos tipos de escritura, dos vías diferentes -la directa y la indirecta- pero, a condición de que esta división no suponga una clasificación jerárquica ni una jerarquización valorativa.

La oscuridad y la complicación pueden ser los exponentes y las consecuencias de la ignorancia o de la torpeza del escritor, pero, también constituyen unos procedimientos de juego, de diversión, de placer e, incluso, de arte; los recursos retóricos, además de la función decorativa, poseen valores expresivos y comunicativos. La ambigüedad literaria no es vaguedad e imprecisión, no es pobreza e inexactitud, sino, por el contrario plurisignificación, sugerencia y riqueza. No podemos afirmar que todo volumen es hinchazón ni que todo brillo es ostentación.

Claro que es una obviedad «reiterar que el ornamento y el detalle deben aparecer rigurosamente subordinados a la estructura principal»; claro que el abuso de la decoración puede «cubrir el mundo de basura», pero este reconocimiento no implica que el descrédito de obras consideradas como clásicas por la críticos acreditados y por los historiadores serios.

El rechazo apriorístico de los procedimientos retóricos sin más es, al menos, una ingenuidad y una simpleza; y la limpieza de estilo no significa carencia o ausencia de recursos, sino conformidad con las posibilidades de una lengua. No se puede concluir simplemente que el arte de los poetas y de los oradores de España de este período era el arte de «decir bellamente», ni que todo intento de crear belleza conduzca y acabe necesariamente mezclándose con la exageración y con la vaciedad de una lengua retórica.

Resulta excesivamente simple y arriesgado afirmar que Apuleyo es el responsable de haber importado el estilo africano por querer expresar simultáneamente su temperamento y su condición religiosa refugiándose en una espiritualidad que resulta, como mínimo florida.

La ornamentación no es un ataque a la Edad Media y, si es cierto que el Poema de Mío Cid y la Celestina son monumentos que ponen de manifiesto la vitalidad de España, también es verdad que las creaciones de Quevedo y Góngora poseen suficiente sustancia y conservan intenso vigor para seguir siendo leídas y degustadas.

El estilo barroco, la expresión indirecta, no son sinónimos de mediocridad, ni de vaciedad, de la misma manera que la sencillez y la claridad no constituyen por sí solas los únicos criterios de calidad y de perdurabilidad. La fábula por sí sola, como instrumento pedagógico y como herramienta artística, no es, simplemente, la forma de literatura esclava y no es cierto que, desde la alegoría de Esopo, ya sea moral o satírica, las creaciones literarias se hayan movido siempre temerosas de la estupidez pública o de las condenas oficiales. La literatura y la oratoria nacen de un conflicto, de un choque, de una puesta en cuestión de la realidad: de la realidad del referente y de la realidad de la lengua. Desde una perfecta adecuación con la realidad se podrán hacer muchas tareas, pero no literatura ni tampoco oratoria.





 
Indice