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ArribaAbajo- XX -

¿Me quieres?

-Mucho.

-¿Cuánto?

-Como... desde aquí a Barcelona.

-¡Bah! Yo a ti, como... desde aquí a Barcelona dándole seis vueltas al mundo. ¿Cuántas veces piensas en mí al día?

-Muchas. ¿Y tú?

-Una.

-¡Oh!

-Sí, no interrumpida, dormida y despierta. Sueño contigo. Si vieses anoche, ¡qué sueño!

-Cuenta.

-¡Cá! ¡imposible!... ¡loco el sueño!

Alza los ojos en una traviesa evocación. Coqueta, espera mi curiosidad -que yo domino. Temo sus escapadas de anoche a lo osado (con que en ésta empieza) en el diálogo que quise eterizarle de alma... La veo tras el cristal, alumbrada por el reflector de aceite de la lampistería. El sitio es toda una elección de experta, como cuanto piensa, como cuanto dice -dándose el caso de parecer yo el inocente conducido por sus mañas.

Tumbado en el canapé, sin más que retrepar un poco la cabeza al respaldo; tumbada o sentada ella en el diván del interior, hablamos por las dos listas de persiana, viéndonos por el vidrio desde las narices. Menos mal que he comprobado que el vidrio no se puede descorrer; es un ventanillo poco más grande que el del fondo de los coches, donde encuádrase la faz de Sarah como un vivo retrato fantástico.

La veo languidecer de su emoción dichosa y dejar pegada al vidrio la mejilla. En seguida, vuelve la boca y aplasta sus labios al cristal...

Es un beso... son largos besos mirándonos... Así se me despidió anoche también.

-¿Ves?... -díceme luego- ¡A través del cristal, ¡sin romperlo ni mancharlo!

Y suspira.

Pide más -liberada de impurezas con el catecismal recuerdo. Yo consiento. Juego nuevo -besos nuevos que tienen una infantil travesura digna de una excitadora exquisita. ¿Cómo no confesar que me marean?... El vidrio se entibiece entre las bocas mientras los ojos se clavan..., parece que tocan en él, los labios, otros labios entregados y prohibidos... que tocan en su tersura marfil de dientes...

Pero una vez, cuando ella aguarda con los rojos labios en capullo, ávidamente pegados al plano diáfano, tras de haberlo limpiado los dos del velo de aliento que acaba siempre anublándolo, al ir a acercarme retírase lenta y queda sólo en el cristal el pico agudo de la lengua, más roja que los labios...

-¡Ah!... ¡Sarah!!

Un desencanto indifinible se apodera de mí, haciéndome abatir al respaldo la cabeza. Una ilusión, nacida apenas, ha muerto: la de este juego que me estaba al menos pareciendo el de la espontaneidad de los instintos en una vida salvajemente virgínea...; y han roto mi encanto la voluptuosidad aprendida..., lo artificioso, lo perverso, lo monstruoso en una niña de falda corta...

Ella toma mi esquivez por un desfallecimiento de dulzores, y bajando a la persiana, me habla. El ruido del agua, del barco, se confunde con el soplo de su voz. Yo no sé lo que me dice, y la corto al fin:

-Tú... Sarita... ¿has besado muchas veces?

-¡Oh! ¡yo!! -respóndeme enojada, al exabrupto.

Sorprendida de la pregunta -enojada y sorprendida más, acaso, del diminutivo del nombre que he vuelto a darla en una rabia.

Y en otra rabia, en otra inverosímil e histérica violencia irritada, dulce sin embargo su irritación, como resarcida de antemano por el daño que va a hacerme, como contenta si no ¡yo qué sé!... de darme un argumento contra su puerilidad... me arroja:

-Pues, sí... ¡he besado!... tú podrás creerme siempre una chiquilla... ¡Sarita!

Enmudece, y una exasperada curiosidad me invade por esta alma extraña; le pregunto y... pónese a referirme en dulce tono, que tiene fierezas mal ocultas en el gesto humilde por hacerse perdonar, una historia cínica. Miro casi espantado sus ojos inclinados, caídos al borde del vidrio mientras cuenta... fue hace un año. Al salir de Cuba. Un francés -dueño de un ingenio inmediato a la finca donde vivían ella y su madre, en tanto el padre en Madrid. Observaba Sarah que miraba él desde el balcón de su casa, con gemelos. Además, era visita. Cuando iba a verlas el francés, frecuentemente, la madre, obstinada sin cesar en seguir tratándola como muchacha por no vestirla de largo, la echaba de la sala..., y ella marchábase a esperarle al jardín... Así, poco a poco, se fueron encontrando... se hablaron... se besaron...

-Besos al pasar -concluye Sarah-; porque mamá no quería que yo quisiese al francés, que era un hombre como tú, de treinta años... Y además porque... porque... ¡yo no sé!... ¡él iba siempre en las siestas!... porque tendría celos...

-¡Tu madre!

-...¡Sí, yo creo que aquel francés era el «novio» de mamá!

Este final, me aturde más que si la hubiera oído que se dio al francés ella misma. No he visto tal afable carencia de sentido moral en nadie.

-Sí, lo creo -insiste-, ¡mamá me odia desde entonces!... ¡si tú supieses cuánto sufro!

Múdame el asombro en rápida piedad el asomo de dolor. La desgracia de la niña sin ternuras, con esta condesa arlequina, háceme pensar cuánto en su vida pasional concentrada podría una dulce dirección haber creado una alma hermosa. La figura del padre se me aparece en su perpetuo sarcasmo de burla, como la de un vencido..., como la de un vencido por la idiotez de Charo. Es la niña con quien hablo un híbrido engendro monstruoso..., sí, sí, decididamente monstruoso -del gran corazón de don José y de la nunca bien reída muñeca con medias escarlata... Y cae en mi mente con plena imposición el tremendo error de los hombres que desdeñan y aun condenan toda intelectualidad en la mujer, en las madres que han de darles a sus hijos herencias de educación bien fatales. ¡Cuánta razón siempre Lucía!

Sólo que está Sarah demás hecha a su desgracia para que puedan inquietarla sus dolores, y plácida, contenta, diríase, de la oportunidad de confianzas lascivas en que la ha lanzado la confesión del francés, díceme volviendo a nuestros besos:

-Díme, Andrés... ¿y por qué me preguntabas eso?... Ya ves, a ti ¡por el cristal!... Se conoce que eres listo.

Sonríe en la sombra. Mi curiosidad se cruza del afán de recorrer la extensión de arrestos de este espíritu, al que no podrán llevarle ya los más feroces diletantismos del mío ninguna perversión.

Doy por sabida de ella mi respuesta, e interrogo, nada más, sencillamente:

-Oye... ¿no hicisteis el francés y tú... más que besaros?

-¡Oh!

¡Qué me oyó!

Brusca, se ha separado del cristal, en el ímpetu que fulminan su boca, sus ojos. Ha sido tremendo el efecto. Llora. La veo casi perderse en las tinieblas, agobiarse sobre el blanco pañolillo que sus manos alzan... Y veo por último acercarse al vidrio el pañuelo delante de sus ojos, mientras se lamenta herida:

-¡Oh! ¡Andrés!... ¡tú no me quieres!... ¿Por qué, di, entonces, me lo has dicho? ¿Por qué subiste aquella mañana a buscarme?... ¿te llamaba yo? ¡Pudiste haberme dejado en paz con mi pena... y no para decirme ahora eso... eso!... ¡como a una sinvergüenza!!

Llora más, agitada de sollozos, sin mirarme... Siento remordimientos y empiezo una sentida arenga de idealismos, entre disculpas y protestas, gozoso de haber tocado un átomo de alma bajo la concreción horrible de indiferencias rotas de un mazazo. Mas, cuando mi fe se inflama en su silencio, juzgándolo dominio mío logrado al fin; cuando mi discurso va llegando casi a una sentimental elocuencia, la faz de Sarah reaparece sonriente en el cristal, y escucho:

. -¡Comprendo que hubieses pensado eso por ti, porque te adoro! ¡te adoro!... ¡Ah, qué listo tú!.. pero al francés... y mira, te voy a decir una cosa que se me ocurrió esta mañana. Verás. Como me gusta hablarte viéndote los ojos, y como con tanta gente en la cubierta tú no podrías entrar sin peligro aquí (donde además estaríamos a obscuras, y no debe ser, claro está), pensé que podremos hablar solos de día en la biblioteca. No sé si habrás reparado: la biblioteca cae al frente del pasillo de mi camarote... el de la izquierda del piano, ¿sabes?... Nunca hay nadie. Un cuchitril. Tu puedes ir a buscar libros cuando mi madre esté arriba. La camarera, ya ves, nos guardará; es la que nos lleva las cartas... ¿quieres?

¡Ni me atendía! Mientras yo peroraba elocuente, dialogaba ella con sus antojos de niña-mujer que se muere por besos de unos labios sin estorbos de cristales. Me invade entonces la rabia del ridículo, y la persuasión absoluta de mi impoderío para el bien; y me gana al mismo tiempo, desde el corazón a la frente, el ansia de ser malvado, de ser feroz en lo perverso, de ser la esencia misma de la monstruosidad canalla ante lo inocentemente monstruoso. -A partir de aquí, yo no sé ni lo que hablo ni de qué hablo, ni qué demoniaco espíritu me presta su charlar de fácil seducción que hechiza a Sarah. Sólo sé que, entre palabras muy dulces, galantísimas, bien sonoras, hemos rehusado ella y yo, por baladíes, las entrevistas en la biblioteca, y hemos hablado del camarote 15... cuyo llavín tendré yo. Sólo sé que, al separarnos esta noche, ella me despide con este coloquio de llanezas estupendas:

-Y dime, ¿no es mejor anochecido? Por la siesta nos verían.

-Sí. Tienes razón. Anochecido. Entonces, pasado mañana, cuando hayamos pasado Singapoore.

-¡Ah!... Y dime, ¿piensas bajar en Singapoore?

-¿Por qué no?

-¿Como en Port-Said? ¿como en Colombo?... ¿por tu cuenta?... Pues no, niñito.

-¿Por qué no? ¡Qué tontería!

-Sí, tontería. Te lo prohíbo. Si bajas, con nosotras. Tú te piensas, Andrés, que no oí...: la orquesta, la egipcia de Port-Said..., la tú sabrás qué de Colombo... ¡Tontería! y en tanto ¡justo!, nosotras en el vapor, como de palo... ¡Buena tontería nos dé Dios, y qué... poca tenéis los hombres!

Pone un beso en el cristal, y escapa. No sé por dónde. Ni la siento abrir, ni pasar por las cubiertas.

Salgo poco después de mi escondrijo, y como veo gente en tertulia hacia el puente, acércome a la borda, dando tiempo a que partan las señoras... El espectáculo del agua, batida por la marcha, me distrae... las fosforescencias magníficas de este golfo de Bengala.

La noche es obscura, pero el mar se alumbra por sí propio. Flores de plata suben de su fondo, y tiemblan y se deshacen en estrellas. Arde en cada arista del oleaje una llama. Salta luz. Parece que el mar, tranquilo, sereno en torno, es un manto negro que va rasgando a su marcha el Reus..., rasgándolo en jirones que descubren antros de fantástica y ardiente argentería... Las madejas de luz surgen, flotan, se destejen a los lados... A veces toda la banda corre por una onda de lívido fuego azul, que da la ilusión de un buque salamandra corriendo por un incendio de luna...

Las damas se han marchado. Sigue insólitamente la tertulia de hombres. -Decídome a ir en busca de mi ancho canapé de sueño, recordando que el capitán nos anunció, a la salida de Colombo, el cruce con otro trasatlántico de la Compañía, el Isla de Mallorca, próximamente para la media noche, antes de la llegada a Singapoore. Sin duda esperan éstos comprobar hasta qué punto fue preciso el augurio del capitán.

Les oigo hablar, cuando llego; mas no de barcos... El camarero me tiene solícito la almohada en un canapé, y yo me tumbo, escuchando. Es un picoteado de frases agrias entre el relojero y el tenientito, de frente uno a otro en el corro de sillones donde veo también al indio, al comandante, al doctor de a bordo, al señor que hace el gallego del Margaux, a Enrique tomando un chin-cocktail. Por la lumbrera sube la claridad de los que juegan al tresillo. Se habla de Pura. Se habla de la madre Pura.

Se habla de las dos con un cruel desgarrar de tigres.

-¡Por supuesto, la dio usted el beso! -dice el comandante.

-¡Oh, no, no! -salta en galán el tenientito, que encuentra un poco fuerte el descaro-; me va usted a perdonar, mi comandante, pero no la di el beso. Es que así, en el velador, al doblarme... como ella tiene tan hueco el pelo en la oreja...

-¡Vaya, señor!... Y como la madre no estaba...

-Que no, mi comandante.

-¿La madre?... ¡Bah! -vuelve a intervenir el relojero mortificado aunque habla en la alegre confidencia-. La madre no estorba, ¡qué diablo!

El tenientito se agita, intranquilo... Se tose en el corro. Hay aquí lo que suele en los corros darse con frecuencia; dos impulsivos y uno que se divierte en excitarlos -y es éste el comandante. Aprovechando el silencio hostil, por malignidad o curiosidad, o por ambas cosas juntas, anima al relojero:

-La chica debe ser también de oro..., y nadie como usted para saberlo, amigo.

-¡Regular! -responde el aludido petulantemente.

-Una mañana -insiste el comandante- le he visto a usted vagar por junto a su camarote.

-¡Sí... recuerdo!...¡me saludó usted!... Pero, no, ¡nada! -añade importante y perdonador el relojero-, en los camarotes de señoras solas... no se entra... no debe entrarse... está prohibido.

-Hombre bueno, ¡no digo que... tanto!

Vacila, el novio desdeñado. La duda le enardece, en la atención general. Prorrumpe últimamente:

-¿Tanto?... Mire usted, quizás no...; pero, quién sepa por quién; en Colombo comimos juntos... la madre, la niña y yo... Y admitido que la madre... ¡igual que una marmota!... En fin, a qué hablar, mi comandante..., ¡me da asco, asco... lo que se dice asco, de las dos!

Ha hecho un movimiento, tirando la punta de un puro, cuya lumbre se esparce al choque en la cubierta, y se ha vuelto con arrogancia en el sillón, como quien definitivamente huye de indiscreciones molestas... Mas, no ha contado con que, lento, extrañamente firme y amenazador en el tranquilo aspecto de su figurita menuda, se ha levantado el teniente y le toca el hombro con dos suaves palmadas:

-Conque, asco, ¿eh... amigo relojero? -le dice.

-Pues, oiga... mal se compagina -añade calmando con un ademán el de los demás de levantarse-, mal se compagina, que la señorita Pura... tan despreciada por usted... le hayan mandado a freír espárragos en cuanto se me puso en la frente. La señorita Pura... Porque ha de saber usted que ella es una «señorita», en toda la extensión de la palabra, y usted... ¡un perfecto mamarracho, querido relojero!

Ahora sí, nos hemos levantado todos, al insulto proferido seco y fuerte...; todos, menos el relojero... que aplanado en su sillón y pálido como la paja... limítase a balbucir:

-¡Ah, usted!... ¡oh, usted... dice!... no sé a qué viene... ¡yo!...

-Digo -termina el tenientito retirándose-, que no le doy a usted una bofetada, porque me da asco... asco... así, literalmente.

Entonces, al tornarse el jovencillo a su asiento, es cuando el relojero hace, siquiera por mínima respuesta a la indignación de los demás ante tanta vileza y cobardía, una leve intención de irse a él...; pero basta a contenerle el brazo del indio, que interviene con bufas recomendaciones de paz...

Calla la reunión, vuelto cada cual a su sitio. El tenientito saca con tranquilidad la conversación del Isla de Mallorca, que va, por lo que advierto, debían de estar viéndolo éstos en el horizonte, rato hace.

Mi mudo entusiasmo por la conducta de mi colega en armas, se entristece un poco, luego, cuando la trama del pensamiento me lleva a imaginar que, ciertamente, tendrá más que temer la honra de Pura en las probables contingencias de sus relaciones con este defensor audaz y caballeroso, que si las hubiese seguido con el hueco e inhábil relojero y a pesar de sus difamaciones estúpidas... Brota ante mí la triste sombra de la mujer padeciendo igual escarnio bajo el tiránico poder del caballero y del canalla, y veo por un segundo al tenientito como un símbolo de la horrenda confusión social en muchas cosas. Esto que ha mentido en intención el uno, de la hija infeliz de la madre inocente, lo hará el otro sin mentirlo y sin decirlo -y todos le seguirán estrechando la mano, allá, en Manila, cuando ellas lloren...

Una congoja de menosprecio a mí mismo se me alza en el pecho con la imagen de «mi novia», y me prometo respetarla, contra toda su procacidad maligna, no menos cándida, en el fondo, que esta ingenua «pesca del marido» de estas Purita y su madre. Las citas de la biblioteca, y menos las del camarote -¡ah!, ¡qué intentaba yo!-, no deben llegar nunca, pese a mis arranques necios de ganarle en ceguedades locas a tal loca criatura. Habrá de conformarse con la lampistería, y habrá de seguir siendo una inversa conquista difícil, original, la mía en Sarah: la de la pureza forzosa a través de todas sus ansias insensatas por dejar de serlo.

Y otra imagen aún se me aparece en resplandores: ¡Lucía! -Lucía, que podrá haberse equivocado al elegir al hombre de su amor, que podrá quizás, quizás, no haber podido elegir, en la social limitación femenina, al que en realidad la mereciese...; pero que es la mujer noble, la mujer inteligente, la mujer fuerte, dueña de sí propia y de su suerte y en sí propia consolada en su desdicha..., ¡nunca por sus instintos a merced de los demás!

Media hora más tarde, desfila ante nosotros el Isla de Mallorca, como un castillo agujereado de luces.

El Isla de Mallorca y el Reus se saludan con sirenas, con faroles que suben y bajan allá por la obscuridad del mar...




ArribaAbajo- XXI -

Gran oficina de memorialistas, el Reus. Dondequiera hay gentes escribiendo, por el comedor, por el fumadero, impidiendo las partidas de tresillo y de ajedrez; por la cubierta, en sillas, con tinteros de muelle, no bastando los de a bordo. Al arribo de los puertos se impone la breve comunicación con los ausentes queridos, cuyo recuerdo nos renueva y embuenece a todos en la misma onda de ternura. Tengo en el bolsillo mis cartas, y veo desde la borda, a través de una ventana de la saleta, cómo escribe Enrique. Su enérgica faz de rubio domador, creyérase que va a inundarse de lágrimas. Yo medito cuán lejos de él estarán aquellas sus teorías de «práctico sensualismo», entregado ahora el corazón a su madre, a sus hermanas...; y sin embargo, también ellas son mujeres que parecían incluidas en su generalidad. Con sólo que adivinase que pienso esto determinadamente, me daría una bofetada, y se la daría yo a él en caso inverso... ¡Pobres mujeres! ¡Cuánto tiene de irreflexivo y salvaje el modo como os tratamos!... para cada uno, santas su hermana, su madre; brutas de pechos y muslo de lujuria las otras... que son, no obstante, madres y hermanas de los demás...

Huyo del pensamiento volviendo a contemplar el maravilloso espectáculo de fuera. El más bello del mundo -según el capitán. Encanta, efectivamente, como una magia. Conforme navegamos hacia Singapore, nos van rodeando y estrechando los islotes, los flotantes vergeles de tierra roja de coral y de fina y varia vegetación de parque. Los lagos, es decir, las extensiones de mar en que se ensanchan los canales, son verdes, verdes en su calma dilatada, verdes de un verde lívido y fantástico, como las fosforescencias de los ojos felinos. El cielo es verde, decididamente verde en su pálida transparencia de ensueño. Acá y allá, por las islas, cerca, lejos, se ven floridas colinas de la tierra de coral, por cuyas faldas bajan, entre fronda, las casitas de madera, hasta grupos de ellas sumergidos en el agua, sobre estacas... Aldeas divinas... Rústicas Venecias deliciosas.

Doblamos una punta, y un buque hundido asoma su bauprés y las crucetas inclinadas de los palos. Tiene por señal de aviso faroles encendidos, aunque no ha hecho el sol más que ponerse. Está así hace años. Ya había hablado de él el capitán en la mesa. -¡A su vista voy figurándome los Pascuales, las Auroras, las Charos que yacerán dentro del casco inmenso dignificados por la muerte! ¡Cuántas veces el morir nos torna respetable una vida estúpida!

«Excelentísima señora condesa de Fuente-Fiel»..., leería entre los nombres de los náufragos cualquier lector de periódico si nos hundiésemos; y soñaría, antes que esta bufa partiquina repintada, cualquier augusta heroína de leyenda, como D'Annunzio en sus retratos del Vinci.

Vuelvo los gemelos a la proa. La rada enorme de Singapoore se desenvuelve, rodeada enfrente por más islas. Vamos siempre entre piraguas, entre blancas velas, entre vaporcitos que cruzan por todas partes. Un mar bien animado.

-¿Vas con nosotras, eh?

¡Oh, Sarah!

Póneseme cerca, y asesta sus gemelos. Detrás llegan las damas, Alberto, don Lacio, que suben engalanados para el desembarco. Lucía trae un traje malva de crespón, y un sombrero lleno de gasas y rosas, que la hace elegantísima. Son del grupo también Pascual, Aurora y Enrique, y Pura y su madre con el teniente. Fue Sarah esta mañana en el almuerzo la que decidió pérfidamente la comida en restorán... «¿Qué, mamá, no comeremos en tierra? -lanzó- ¡estoy hastiada de esta mesa de conservas!» -«¡Sí, sí!... ¿quiénes iremos?...: ¡guerra a los pavos! ¡suscripción!» -clamó al punto don Lacio. Y no pude menos de suscribirme.

Consiste la pena de don Lacio, y lo dice ahora relamiéndose, en no comer pescados frescos... ¡en el mar!

El puerto es vasto. Lo enfilan los anteojos. Se pierden en el crepúsculo sus muelles lineados de grandes, buques, de grandes navíos de vela, sin fin... Es indudablemente el más importante puerto comercial de la Malacea, acaso del extremo Oriente, el de esta ciudad que asoma tras las frondosas colinas, aquí saltadas por chalets, por pequeños reductos, por observatorios marinos... Fondeando en medio de las aguas verdes descubrimos un crucero español...

-¡Allí, allí, miren... la bandera nuestra! -dice Lucía.- El Don Juan de Austria.

Y este nuestra ha saltado orgulloso en sus labios; y esta bandera roja y amarilla, tan lejos de la patria, crúzanos de una devoción de patriotismo casi santa... Don Lacio, Alberto y el comandante se descubren. Yo también -todos los hombres; saludan las señoras con los pañuelos, mientras se dan el bienhallados el Austria y el Reus, de largo, con gallardetes que izan y arrían en los mástiles... Conoce Lucía los buques, en su calidad de hija de almirante y cosmopolita gaditana que ha vivido en Francia y Nueva-York, amiga de los mares... Ha visto en mis ojos una lágrima y se enjuga otra al descuido... ¡Cómo se quiere a España, fuera de España!... Y fuese un miserable quien creyese que yo no abrazaría a Lucía, en este instante, como a una hermana predilecta... La efusión y la pureza del abrazo se han donado en nuestros ojos.

Nos tapan el Austria otros buques. Minutos después, estamos atracando en un estrecho hueco que dejan en la muralla dos barcos de alto bordo. Vemos pronto la amenaza de los cerros de carbón, cargado aquí por chinos..., por chinos altos, macilentos, obedientes al látigo del capataz. A la derecha, en la explanada, entre la multitud, pasean inglesas; y de pronto, entre ellas, divisamos una bellísima dama cuya gracia inconfundible nos hace exclamar:

-¡Española!

En efecto, vémosla dirigirse a un bote del Austria, con el señor que la acompaña. -El cónsul, tal vez, y su mujer.

Poco después, tres coches, cuyos cocheros nubios nos dicen a todos «papá», nos llevan a Singapoore, por anchas carreteras bordeadas de arbustos y que tienen a su izquierda los frondosos cerros de las villas, y a su derecha las dársenas y no sé qué otras invasiones muradas del mar. Al subir, barqueros chinos, con sus piraguas cargadas bajo un puente, nos han ofrecido nácares y caracoles de todas formas, y cajas y lindos armaritos de maque, a buen mercado... Esto motiva una pequeña detención para que Charo y Pascual, que todo lo compran, lleven a bordo sus conchas y armaritos.

Cuando llegamos a la población, a pesar de estar cerca, se ha encendido la luz eléctrica. Los crepúsculos son tan claros como cortos en estas latitudes. Dejamos los coches, con el deseo de andar. Hemos embocado a Singapoore por el barrio indígena. La calle, tortuosa, está formada, por tenduchos desastrados en los bajos de las casas estrechas, altísimas, viejas, sucias -perforadas sin orden por míseras ventanas. Un olor a fiera, a menagérie, llena el aire. La mayor parte de las tiendas son zapaterías, cordelerías, y muchas familias chinas comen arroz a las puertas.

Todo le choca a Pura. La bella muchacha es imprudente, con sus risas locas, con sus entretenimientos y su verdadera falta de educación, que trae asombrada a Aurora. Primeramente se ha acercado a un grupo de chinos para verlos comer con los palitos, inclinándoseles materialmente en el hombro, riéndoseles en las narices. Luego se ha detenido a ver a otros que fuman opio en su largo tubo y su anafrillo de ascuas, tumbados como cerdos, y nos ha mostrado entre los dedos la coleta de uno, llamándole el Guerra... El chino, incorporado, la mira fosco, sin atreverse a protestar...

-¡Qué bruta! -me dice al lado Sarah, en su condición de comedida hija de condesa que sabe tratar a las gentes.

Mas no paran aquí los desafueros de Pura, que ya empiezan a alarmarnos. Bajo un globo voltaico está adosado a la columna, inmóvil, un policeman vestido de blanco, un gigantesco nubio como vez y media don Lacio, que es el más alto de nosotros. Todavía aumenta su estatura una especie de peludo y monumental chacó de medio metro. Atraída Pura por su talla enorme y por sus rizosas barbas, pónese a decirle a gestos que es guapo, que le gusta... El nubio, grave con su gravedad britanizada, al principio, sonríela pronto... Y yo estoy viendo al fin que abraza a la muchacha, despierto, dentro de su uniforme, en africano por las carantoñas andaluzas... y estoy viendo que mi bravo y minúsculo teniente de Cazadores, interpuesto al cabo cuando ya el nubio se anima, vuela por los aires sin que le valgan para el coloso los arrestos con que dejó tamañito al relojero...

Mediamos oportunamente, y una regular reprimenda del novio y de la madre templan a la revoltosa.

-¡Qué bruta! -díceme Sarah otra vez.

Y don Lacio corrígeme al oído:

-¡No! ¡qué... consonante con menos letras!

La involuntaria ironía que le resulta, para su hija, múevenle a piedad.

Por un momento dudo si este frecuente ridículo del lado serio de los hombres nace de una falsa posición nuestra o de una real insensatez de las mujeres. A tratarse en vez de un policeman de una policewoman, aun sin ser tan arrogante, cualquiera de nosotros hubiese hecho más que Pura...; más, bastante más..., lo que en Port-Said, lo que en Colombo -a ser posible. Y súbitamente, la reticencia que anoche estimé en Sarah de repugnante osadía, se me aparece con un sentido nuevo de queja justa y terrible que me aturde...: «...Y mientras, nosotras al vapor..., ¡como de estuco!»... Igual en la inconsciente boca podía significar: «...¡sedlo vosotros! ¡sed honrados! ¡si hemos de serlo nosotras también!»...

Cuando menos, bajo ahora la cabeza y niégome el derecho a abominar de Sarah, de Pura, si son abominables. ¡Lástima que no pueda transferírselo a estas incoloras vírgenes del coronel, que aun antes que buenas parecen tontas!... ¡lástima que... Mas, no: ¡Lucía! ¡Siempre Lucía!... la buena, la noble, la virtuosa inteligente en plena conciencia del bien y del mal, y de su amable desprecio a todos.

Nos guía, nos sirve, nos salva Lucía de la humana vergüenza de no entendemos entre humanos -con su inglés. Háblasele a unos chinos que nos ofrecen cars como los de Colombo. Útil y dulce, bella y audaz, perpetuamente flotando sobre lo tosco en un indulgente sonreír de diosa resignada, la ven mis ojos en verdad como la diosa-mujer de ignoro cuál nueva religión que habrá de redimirnos a los hombres de impureza, de tiranía, de hipocresía, de vandalismo...

Dos a dos montamos en los maqueados y ligeros cars. Conmigo ha subido don Lacio. Parten los chinos al trote, entre las varas, tirando, por la gran plaza que tiene en sus lejos de jardín de encanto la amplitud inglesa, francesa, rusa... desconocida en España, como si siempre al construir nos faltase tierra. Hermosa, la población europea; pero sin carácter. Aleccionado por Lucía, a la cual acompaña Alberto, su car, seguido de todos los otros, recorre las principales calles... pasa ante los mejores edificios, la Iglesia protestante, la Logia masónica, el Palacio del gobernador..., y por el Botánico, un paseo como el Retiro, abandonado ya, a las nueve de la noche... El aire diáfano se agita en brisa entre las risas de la leve y charolada cabalgata sin caballos. Asómbranos cómo los chinos, largos y enjutos, trotan tanto, resisten tanto. No se duelen de sus piernas, trotan, trotan, lanzándose también entre ellos gritos jubilosos como relinchos.

Es que el olor de las flores, el aroma plástico y meloso que ni en el buque desde Colombo nos ha vuelto a abandonar, embriaga a todos. Piensa don Lacio que están estos jacos indo-chinos compensados de la fealdad de sus mujeres con la espléndida hermosura de sus noches. Las estrellas lucen a miríadas, infinitas, como tachonazos de lumbre. Los árboles olorosos, a nuestro alrededor, están aureoleados a millones por luciérnagas con alas, como estrellas fugitivas...: el fulgor que forma este polvo volante de estrellas sobre las copas de algunos es tan fuerte, que da sombra a los coches... Y óyese el rumor del mar.

Por último, entre los esteros que fórmanle al parque como estanques las saladas aguas, nos vuelven a la población los chinos y nos dejan ante la escalinata de un Hotel.

Todo facilidad, con Lucía. La mesa se nos sirve en un salón donde las aspas de un gran ventilador eléctrico, debajo de la araña, sustituyen con ventas: al viejo típico panká. Comemos frutas, mangostanes de una deliciosa pulpa en corona de ajos dentro de una especie de casco de granada...; lanzones como perfumados bombones de una goma exquisita... Luego, durante la cena, se alegra Charo, de champaña..., y junto a ella, frente a mí, admírame ver tan niña, tan cándida, tan absolutamente despreocupada de su Andrés, al diablito de Sarah -que bebe también, no obstante, como si se quisiera ahogar algo de la misma ansia de besos y de abrazos que me ha encendido a mí en la sangre la noche voluptuosa...

La trata en pitusilla el comandante, que ahora no la enoja:

-¿No has comprado una muñeca?

-No. No la he comprado. China. ¡Con este correr!... Y cuando salgamos será tarde.

Apártase atrás las melenas, de la sien, diciéndolo -tan inocente con el dolor de la muñeca no comprada, que nadie pudiese sospechar qué otro juego de muñeca soñaba conmigo anoche.

La larga sobremesa, aquí encerrados, pasada un poco la explosión alegre de los vinos, empieza a fastidiarnos. No hay que pensar en el buque. Es la una. Saldrá al amanecer. Debe encontrarse aún en el trajín de los carbones... Y como Pura, que antes ha venido siempre en el car con el novio y que ahora vuelve a sus sandias imprudencias, vagando a su lado «distraída» se lo lleva a un gabinete contiguo, la rígida pescadera tose, y Enrique propone pasear la población, hasta la vuelta al barco. Se acepta.

Otros chinos de otros cars nos toman a la puerta. Enrique monta conmigo. Sin embargo, no tratándose esta vez sino de matar el tiempo, bajamos a menudo, a ver jardinillos, fuentes..., y trocamos las parejas en los coches. He ido en un trayecto con el coronel, luego con la famosa pescadera, mantenida al lado en la perfecta corrección de su ya bien ganada señoría... Últimamente llegamos a una pagoda... Y está abierta, pese a la hora.

Es un recinto de murallas, llenos sus lienzos de letras chinas. El lienzo principal rómpese al agobio de una portada en atrio que soporta una gran torre cuadrangular de cuatro cuerpos en disminución, de pura arquitectura indígena muy recargada de adornos y relieves, y separados los cuerpos entre sí por voladas cejas. Nos recibe el guardián. Dentro hay un espacioso patio donde crece a su sabor la hierba, y un templete central sobre cuadradas columnas que dejan entrada por todas partes. Sin embargo, hay que descalzarse para pasar, y renunciamos, en gracia al pudor de las señoras... no sin grandes risas de Charo al imaginar el cuadro del descalzamiento general... Y «medias también»... por el suelo, pues no hay bancos. -Vamos dando la vuelta en el interior de la muralla, investigando lo que más podemos en el obscuro laberinto de columnas, y no logramos divisar más que una cabra sagrada que come en una espuerta.

Don Lacio, reclinado, le improvisa la oración:

«Virgen cabra, madre de Brahma; virgen rabuda, madre de Buda, venga a nos, el tu pienso...

La cabra hace:

-Béeee...

Entonces don Lacio se sobrecoge: ¡cómo! es cabra y bala como borrego... Las cabras, según él, hacen estremecidamente:

-Bé, bé, bé...

Entáblase discusión, entre risotadas -temiendo yo que vamos a dar todos en la cárcel por irreverentes. Gracias a que le pone fin Pascual, imitando el trémulo -Bé, bé, bé... de las cabras, tan a la perfección, que la divina cabra le contesta con toda claridad:

-Bé, bé, bé...

Una ovación a Pascual termina el incidente; y salimos -orgulloso don Lacio de lo que llama nuestro diálogo con los dioses, para calmar la iniciada irritación de Aurora por haber hecho la cabra, «el burro», Pascual... En cambio, Pura, a quien la oración le ha caído en gracia, no cesa de repetir...

«Virgen cabra, virgen cabra...»

Sigue el paseo, barrio chino adelante. A mitad de una calle, igual que todas desierta, por tres altas ventanas oímos música... música singular, sartenera, del país... Ya ha hecho parar don Lacio, que marcha al frente; y están las damas alarmadas, creyendo en... la orquesta de Port-Said. Pero si lo es, vive el cielo que indecente -en tal casucón cuya fachada se inclina roñosa y sucia para hundirse. Baila, alguien, arriba; una silueta salta proyectada por la luz en la pared frontera; la curiosidad de lo indígena en su propia salsa nos excita; pero es el caso que estos chinos de los cars no saben más inglés que dos docenas de palabras para uso de las calles, y Lucía no los entiende. En vista de ello, repítese la previa indagación de Port-Said. Se destacan don Lacio y el húsar..., vuelven a bajar...

-¡Un baile!

¡Bravo, a él!... Realizada con pena la tenebrosa ascensión por un recto y larguísimo tramo de escalera poco más cómoda que la de un albañil, invadimos un miserable camaranchón colgado de telas rojas y dividido en dos por una mampara de petates... Los chinos nos reciben con un silencio estupefacto. Descansan ahora. Uno, en medio, viste túnica y caperuza de augur y le llegan a mitad del pecho las guías lacias del bigote. Además, las chinas están detrás de los petates y sólo asoman por encima las cabezas.

Inquirimos. El asombro de ellos y el asombro nuestro es igual, en el silencio de intimidad perturbada. Mas, puesto que si no nos invitan a nada tampoco nos echan, permanecemos, en pie, en grupo, esperando.

Arde en una cazuela una especie de aceite nauseabundo, delante del augur. Suena a golpe de gong-gong la música, que no vemos; coge el chino dos puñales, y después de rociar el piso de borujones de papeles rojos, pónese a danzar a grandes saltos.

-¡Juegos de manos! -opina alguien en el grupo.

-¡Sí, sí, un juglar!

Pero las risas, la gozosa posesión que pronto establecemos sobre la siempre severa y silenciosa concurrencia, tórnase luego en un histérico terror de las señoras, de Purita sobre todo... El augur, furioso ya como un energúmeno, agita a cada brinco los grandes puñales por el aire, cae sobre los papeles rojos, clavándolos de un golpe sobre el piso de madera, y los va encendiendo en la cazuela, sin dejar de bailar, sin dejar de saltar, frenético, espantoso... Luego los agita encendidos, y es milagro que no ardan cien veces las túnicas de los concurrentes, el techo de reseca nipa, el suelo de viejas tablas que botan bajo los pies como teclas de piano...

Y su furor aumenta. Los agudos puñalones pasan descompuestos cerca del grupo...; y una congoja, un casi desmayo de susto, al fin, de Pura, nos obliga a partir... a tomar de nuevo la escalera alumbrándonos con fósforos... Sólo ahora logra entender Lucía a los cocheros, con gran esfuerzo, ¡horror!... que es un agonizante a quien exorcisan, según el culto búdico... Debió de hacerles una gracia muy grande nuestra gozosa irrupción de turistas.

Vamos subiendo a los cars. En el barullo, siento de pronto a Sarah en el mío. Un abanico que, apenas en marcha, ella deja caer hábilmente, nos detienen lo preciso para que nuestro cochero-caballo tenga ya que ir siempre tras de los otros. La orden se ha dado, al Reus, en retirada; y el designio de la chiquilla lo veo bien claro..., es decir, lo siento en plena boca (ya que no puedo verlo bien en la semioscuridad de la carretera), con el calor de la suya al beso largo, mortal, interminable... en que sus brazos me ahogan sin obstáculos de vidrio...

Ésta es nuestra salida de Singapoore, siguiendo a los otros cars algo distantes, mientras trota el indio entre las varas, advertido o no advertido de los besos... ¡qué importa!...

Del beso, porque no es más que uno, ansioso, sin término, en que Sarah contra mi hombro se muere...




ArribaAbajo- XXII -

Con el ajetreo de anoche, que nos salvó siquiera del carbón, ha habido sujeto que no ha dado rumor de sí (como llámale Pascual al despertar) hasta las tres de la tarde. El relojero pinta el cartel de la función -rodeado de un grupo de mirones- en tertulia con la india y con el indio y con la miss, con la otra india del doctor Roque y con éste, quienes han formado rancho aparte desde el día de la francesa; Lucía y yo acabamos por sentarnos con ellos, lejos del grupo de la proa, donde está Sarah leyendo folletines -Lucía por hablar en inglés con la miss, yo por ver pintar... y por oírle acaso el inglés a Lucía.

No, no, pinta bien este relojero. Tiene el cartón orlado de alegorías, con los felices apuntes que ha ido tornando de Singapoore, de Colombo..., bajo una vista de aquellos anchos lagos del canal. ¿Por qué, si es un demostrado badulaque, pinta bien y toca no mal el violín?... Sin duda la pintura, en la categoría de copista, y la música en la de ejecutante, son artes inferiores.

Se tutean, él y la india, en voz baja: son novios...

¡Ah, el amor en veloz competencia con las máquinas!... recuerdo aquello de Campoamor, también en viaje: «... era tuyo en Valdemoro y en Aranjuez ya eras mía»... De rato en rato ella tiende la mano sobre la caja, que él tiene delante de una silla, para indicarle el matiz de las letras que va haciendo... «Esto en azul»... «Esto en rojo»..., y los brillantes chispean en sus dedos amarillos, flacos... Tal vez hace él combinaciones de tisis y de brillantes, que le infundan corteses y halagadoras esperanzas. Lo indudable es que entre la dulce fealdad gualda de la joven, la presencia de su padre, los diamantes gordos «sin trampa ni cartón» (don Lacio) y la rociada del teniente, han hecho del bello relojero una segunda edición de novio correctísimo con vistas a la iglesia.

-¡Esto en negro! -dice la joven.

Es el nombre de Pura. Odio femenil de rivales satisfechas en que ha venido tranquilamente a reducirse la escena de la otra noche, tras dos días de comentario general... En efecto, hasta el relojero y el teniente se hablan, después de una sumisa explicación, ayer mañana, dada por el primero, y que fue para él una nueva rastrería.

Queda terminado el programa a la hora de comer, y se cuelga encima del piano. Hay últimos ensayos sueltos de música, entre la comida y el lunch de las ocho, e inmediatamente se procede, en el comedor, al ensayo general.

Vemos con asombro que el programa es enorme, cinco números de canto, dos de piano a cuatro manos, dos con el violín, las dos piezas y unos juegos de manos que ha brindado el doctor Roque.

Concluidas las piezas a las doce, todavía falta que ensayar la romanza de la india y el número que Charo le acompaña al violinista... La concurrencia sigue, pues, en el salón, por las mesas, cuando Sarah pasando junto a mí, me desliza:

-¡Sube!

Y se filtra a la cubierta.

No mucho después, subo.

Tal vez llevaba ella la esperanza de que nos encontraríamos solos, como media hora antes, en que pudo, al menos, darme un rápido beso feroz, de los suyos; pero hay gentes, dormitando, aquí y allá, y me espera donde siempre.

No hago falta yo, abajo, ni ella. Quiere pues la charla del cristal. Mas apenas he instalado mi canapé en el hueco de la lampistería y nos hemos saludado, siento dos que llegan, cubierta abajo, por estribor. Se sientan.

Pero se han sentado tan cerca, en dos mecedoras allí encontradas, que no los separan de mi cabeza más que las cuerdas del torno. No los conozco, a la semisombra, mas sí por la voz: Pascual, Enrique.

-Quiero hablar con usted largamente -ha dicho fúnebre Pascual.

Y mientras ellos, en un grave silencio de espera, durante el cual el exconserje ofrécele un cigarro de picado al húsar -cosa que me tranquiliza respecto a la buena armonía de la entrevista; y mientras ellos lían y encienden despacio el cigarro, en prólogo de mayores lentitudes, oigo tras la persiana la voz de Sarah, que los ha oído también:

-¡Maldita sea!... ¡Adiós, Andrés... ¡es tarde!

Yo no puedo imitar a Sarah (que se salva por la puerta del otro lado), sin que al moverme me delate... Además, intrígame qué cosa tenga que decirle a Enrique el buen Pascual, que empieza así:

-He tenido un anónimo.

-¡Ah!

-O mejor dicho, dos. Uno en Colombo. Otro que me han entregado hoy, de la correspondencia de Singapoore. Yo digo que serán de a bordo, porque ¿quien me conoce a mí en estos pueblos?

-¡Claro hombre!... Y ¿qué dicen?

-No, no, traen el sello... mire, de color ladrillo -Enciende un fósforo y lee en el sello, con trabajo-: Straits Settlements-Singapoore. -Ahora que yo también creo que puede haberlo escrito alguno del Reus. Porque ¿quién me conoce a mí...?

-¡Pues! ¿quién duda, Pascual?... ¿y qué dicen?

-¡Oh, don Enrique, una infamia!... Verá usted... de mi señora.

Suenan torpemente los gruesos dedos en la caja de cerillas. Pascual, a pesar de nuestra grande amistad con él, no ha podido prescindir de llamarnos don Andrés, don Enrique, por un sentimiento invencible de «clase», de respeto, de guardia civil licenciado. Enciende y lee:

-El de Colombo: «Vigila a tu mujer, animal.» ¿Le parece a usted, qué palabra?...

-¡Vamos, siga, que va a quemarse!

-No, si no dice más. Y éste el de hoy: «El querido de tu mujer es el capitán, ¡ah borrico!». Tampoco dice más. ¿Le parece a usted, Don Enrique, qué palabrotas?... Vamos, le digo que más le vale a éste que no descubra quién es, porque lo tiro al agua de cabeza como tres y dos son cinco.

Enrique respira y ríe... Ha cogido los anónimos y examina la letra a la luz de otro fósforo.

-¡Yo digo que sea el relojero! -dice Pascual como en consulta.

-Cá, hombre... ¡Y sea quien sea!... ¡no haga caso! Chismes y cuentos. Rompa usted eso. ¿Usted no ve cómo se habla de Pura, de la condesa...? ¿eh?.... de la condesa de Fuentefiel, nada menos... ¡nadie está libre!

-Bien, pero... mi señora... ¡Ah, don Enrique!... soy muy desgraciado... Por eso le digo a usted que es el relojero... que sabe naturalmente cosas de mi señora... como paisano... Y mire, como luego aquí le han echado de la tertulia porque le quiso pegar el teniente..., el hombre...

-Justo,... envidias... rabias... Sin embargo; eso fue anteayer... Y en Colombo...

-Ya traía la mala sangre de Port-Said, créame usted, don Enrique. Allí bajó con nosotros... por estorbarme... ¡Y mi señora le despreció! no le hizo caso maldito... ¡él se imaginaba!

-¿Ve?... Eso debe de satisfacerle con respecto a su señora.

-Ah, sí, mi señora... pero es la cuestión que mi señora... ¡Ah, don Enrique!... ¡soy muy desgraciado!... Mi señora ya tenía una niña cuando... cuando... ¡Son historias, don Enrique!... ¡Yo soy muy desgraciado!...

Está qué rabia por hablar del senador, por expansionarse con alguien, a plena confidencia, a plena alma, este bruto de recónditas ternuras. Pero Enrique, hábil en su extraña situación, le contiene:

-Oiga -dice rápido fingiendo no haber apreciado sus anhelos-: más bien el indio... ¿sabe?... ¡El indio! La cosa está muy clara...: una invención en que lo toman por instrumento de venganza contra el capitán..., rabioso el indio desde lo de su francesa... y también por él, a quien le tocó del capitán un rapapolvo... ¡Sí, el indio!

Pascual repite súbitamente persuadido:

-¡Sí, el indio!

Y yo también exclamo en mis adentro sin dudarlo: «¡sí, el indio!». Y cuando no sé qué admirar más, si la sagacidad de Enrique o la buena fortuna que le depara un hecho sobre que apoyar con toda lógica para Pascual una desorientación, me admiran aún hasta el colmo su aplomo, primero, y en seguida la inconcebible y sandia ingenuidad del exconserje.

-¡El indio! -ha repetido triunfante el húsar-. ¿No se lo dice a usted el hecho de mezclar en el cuento al capitán?... El relojero, otro cualquiera, me hubiese indicado a mí..., que al fin soy amigo de ustedes. ¡Bah, bah... el capitán que apenas si les dice buenos días!... Rompa usted eso, ¡y allá que el indio se las vea si le duele su francesa! Todavía la llevan encerrada.

Pascual no está convencido. Masca, mueve su gran cabeza bobina dolorosamente. Y es ahora cuando él lleva al otro polo mi estupefacción:

-Mire usted, don Enrique..., si aquí dijesen que usted... ¡pse!... no me importaría, que bien sé que es nuestro amigo, y que está el día entero con nosotros, y que baja al mismo tiempo a acostarse tranquilo en mi litera de encima...; porque bien sé que usted, en fin, no tiene en el barco escondites, como los puede tener el capitán... cuando mi señora baja a bañarse, por ejemplo, quedándonos a usted y a mí esperándola hechos unos papanatas.

Una risa que Enrique disimula entre toses, oculta la mía. Si no, me descubren.

-Mire usted, don Enrique -insiste con su voz terneril de bajo el exconserje-; mi señora... mi señora... ¡ella es fría, en verdad... pero, caramba, que tanto, desde Barcelona!... ¿Es que... el capitán... Y mi señora... ¡porque si no, no se explica! Mejor fuese que no le hubieran mentado, y así no hice caso del primer anónimo... Pero al decir el de hoy «el capitán»... Verá usted: yo había observado cosas del capitán, de mi señora... aunque se creen que uno es tonto: en Aden ¿se acuerda?... fue donde compré este anillo del topacio...; pues, bueno, yo quise comprarle al mismo, para mi señora, unos aretes de perlas, y pedían caro...; seguí al moro, esperando que bajase el precio cuando no le diesen más, y advertí que el capitán, aquí detrás de la saleta, le tomaba los aretes... «vamos, para su señora» -pensé; y figúrese mi pasmo de que al otro día veo salir... a la mía con ellos. «Vamos, una fineza» -pensé; y como se lo dije un poco escamado, y ella me aseguró que los traía de España... Y además no volvieron a juntarse ella y el capitán, que por entonces no nos dejaba, me quedé contento... siquiera... de haber evitado... ¡Y figúrese usted, don Enrique, ahora mentarme al capitán, después de aquello!... al capitán, precisamente... Y no a usted, que bien sé que es nuestro amigo.

Hace punto el narrador.

Enrique exclama:

-¡Hombre! ¡hombre!

Pascual añade convencido:

-El capitán y mi señora lo que han tomado a usted es por tapadera... ¡y nos la están dando de primo, creáme!

Sin duda Enrique muérdese los labios, por no romper a carcajadas. Yo, al menos, me los muerdo. Además, algo de aquella rabia fugaz contra Aurora, contra el capitán, que me mostró el día de la horquilla, debe volverle, puesto que le oigo abandonar a Pascual en su creencia, en su ira mansa ya vista inofensiva:

-¡Demonio, demonio!... Y tal vez sea cierto!... y... ¿cree usted... que estamos haciendo los primos?... ¡Ah, las mujeres!

-¡No me cabe duda! -contesta el infeliz transportando su ternura hasta casi un remordimiento por la extensión del ridículo al amigo incauto.

Y la comunidad de desgracia, que se diría que consuela, llévale a la confidencia francamente:

-¡Yo soy muy desgraciado, don Enrique!... Yo me casé con mi señora por salir de ruinas y por sacarla a flote, cuando mi señora tenía una niña... de un senador..., de otro... naturalmente... ¡historias, qué quiere usted!... Y ahora que esperaba verla cambiada con este viaje... para vivir como Dios manda y con cariño... ¡mire usted!... ¡igual que en Salamanca!... ¿Y qué hago yo? ¿No estoy atado?... Porque, sí, es muy sencillo en los dracmas del teatro: «ésa te engaña ¡hala con ella!...» Porque, sí, yo podría haberme casado por... conveniencia..., pero llegué a quererla, ¡se lo digo!... Y si usted viese cómo cambian las cosas cuando uno quiere... ¿Qué hago?... ¿la cojo?... ¿le doy de trompadas?... Ni, ¿qué hago con el capitán, tampoco? ¿lo cojo?... ¿lo tiro al agua de cabeza?...

-¡Hombre, no!

-Ah, si no tuviese más trabajo uno que agarrarle y tirarle como a un gato... Y esta tarde, él allí... ¡allí!... solos los dos... mire usted, lo pensé... ¡y crea que a no haber sido por la idea de que hace tanta falta a bordo... de que quizás sin él nos romperíamos todos la crisma contra algún peñón!...

-¡De seguro! -dice Enrique-. O iríamos a parar a las Quimbambas, en vez de a Filipinas.

-Pues la otra -sigue Pascual-, ¡peor!... Que le pego... que me aparto de ella... ¡y llego a Filipinas, y cesantía al canto... en cuanto se entere el senador, y heme aquí sin oficialiduría en Manila y hasta sin conserjería en Salamanca..., ¡que cualquiera vuelve a aquella Diputación con aquél, no siendo para darle de trompadas!

-Oiga, Pascual, estas cosas hay que tomarlas con calma ¿sabe?... O la tremenda, y salga por donde quiera el sol, como en los «dracmas», o callarse y yo qué sé y aquí no ha pasado nada...

-¡Eso mismo digo yo! -corta Pascual, que más que consejos ha venido buscando, sin duda, alivios y la aprobación a sus conformidades. Hay gentes que necesitan dialogar, oír a otro para no embrollarse y poder oírse a sí mismos en sus mentales conflictos- ¡Eso mismo he dicho yo!... Después de todo no cabe mejor cosa que callarse, que aguantarse... ¡y fuese preferible que uno no pensase las cosas si las ha de hacer!... Aparte el cariño a mi señora, que es guapa y fina como una marquesa, aunque me esté mal el decirlo..., ¿quiere usted ayudarme a sentir, don Enrique, si la dejo... si yo encuentro en Manila un destinillo... por misericordia de Dios... por misericordia de ustedes los amigos...? ¿quiere decirme qué vida la mía, teniendo otra vez que buscármelas en casas de pendonas, como antes de casarme...? Claro, uno es fuerte, robusto... y joven aún... ¡ya comprende!... ¿Qué?... Va uno a ésas, y allá van pesetas, y a ver dónde están cinco pesetas cada día. ¡Dios sabe a cuenta de qué!... Toma uno una criadita... le roba..., se le hace a usted el ama... Se echa una querida... pero ¿y los cuartos?... Esto es caro, amigo..., y en fin de cuentas, ninguna que sirva para descalzará mi señora..., que es después de todo mujer propia, y guapa y fino su cuerpo como habrá podido repararle por las manos... ¿se ha fijado usted?... ¡Oh, oh, don Enrique, en cuanto a eso!...

Viene la gente del ensayo. Es lástima -iba entrando la confidencia en un cómico divertidísimo... Este Pascual es «un temperamento» que me explica ahora su modo de ser, a toda luz... El hombre ¡qué diablo!... es fuerte, robusto, joven aún... y...

Oigo a Aurora:

-¿Eh?... ¿Dónde se meten? La una y media... ¿No dormimos esta noche?

-Vamos, vamos, hija mía. Sí, ya es tarde. ¿Se viene usted, don Enrique?

-Sí.

-¡Vamos!

No sé cómo se aleja Pascual, pero apostaría a que le haya tomado el brazo a «su señora» por irse deleitando a través de la batista con su piel incomparable.




ArribaAbajo- XXIII -

Diciembre 24. -Nochebuena -nos ha dicho hoy el almanaque.

Y es preciso creerlo, ahogado, aquí, viendo este blanco y sutil celaje inmóvil de tormenta, viendo correr por el agua quieta las manadas de delfines que también parecen salir a respirar mientras aguardo como un ansiado bien mi segunda ducha de antes del almuerzo.

El cielo tiene una luminosidad siniestra de amenaza, sobre la calma del mar.

-¡Señorito!

-Hola, Juan. ¿Ya?

-Sí, señorito. No está compuesta la avería, pero pueden bañarse los señores en un baño de señoras. Lo ha dicho el sobrecargo.

Bajo, delante de Juan. Entro en el camarín que se me indica, y cierro. Esto de refrescarse lo solemos tomar despacio, el que le toca, con desesperación de los demás. Noto, sin embargo, que está el cuartito hecho un desastre. Los carpinteros y plomeros han interrumpido su obra, y yace el suelo lleno de aserrín, de clavos, de tacos de madera, hasta de herramientas. Arrancada la percha, sin otra silla, no sé dónde poner las ropas.

Fumo. He colgado la chaqueta en el extremo retorcido de un tubo roto, y no tengo donde soltar el cigarro. De pronto paréceme que la ducha se abre..., vuelvo la cabeza, y no: es en el cuartito vecino; veo sobre la pila, al lado de mi ducha, junto al techo, un boquete de paso de otros tubos arrancados.

Al mismo tiempo siento el resoplar de impresión de quien sufre el agua, y una femenina tos que juraría que es de Aurora... La idea de verla me asalta... a ella... ¡qué demonio!... no hay grandes traiciones de pudor con tal mujer... Y dicho y hecho, velo un tanto con la cortinilla la ventana, subo al borde de la pila y miro...

¡Ah!... está enfrente..., ninfa deliciosa... ¿quién es?... ¡No es la pescadera!... es menos gruesa... ¿Pura?... No, tampoco... menos gruesa, ésta, asimismo... cubre su cara con ambas manos. Una idea me cruza de verdadera traición... Y luego, apártome a un lado del boquete...

Mas, no, no, gran Dios... no es tampoco Lucía... ¡Lucía es más alta!...

Y como ha sido divina la visión... Y como el mal de indiscreción ya estaría hecho... vuelvo a mirar, pensando que será cualquiera de aquellas mujeres o muchachas humildes del pasaje de quienes no ha hecho aprecio nuestro orgullo... Hay, en efecto, una modesta hija de un ex-sargento, de un teniente, vestida de percales, que bien puede tener debajo de ellos esta escultura ideal.

No se mueve la figurita linda, acogida entre los líquidos hilos de la lluvia, entera y recta alzada sobre los pies muy juntos al centro de la pila, como una bella columna simétrica, como una cariátide de fuente. Goteante el pelo en obscuras sierpes que el cristalino varillaje sacude por detrás de los costados, aplástasele a la cabeza erguida para recibir en plena frente el agua, siempre protegida por ambas manos la faz. Las puntas de los codos, separados hacia mí y a la altura de los hombros, déjanme ver y ofrecen también a la frescura las puntas altivas de sus senos...

Me invade la casi casta adoración de la belleza pura, de la belleza intacta y virginal de esta ignota hija del ex-sargento, del teniente...; la noble adoración de la humana forma, en diosa de inocencia, no manchada en mí esta vez ni siquiera por aquellas vagas perspectivas de amantes proyecciones con que fuí por fin envileciendo mi admiración a la rubia desdichada... ¡Oh tú, bella modesta de quien no tengo otro recuerdo que el de tus ojos dulces, sencillos..., nunca sabrás con cuál celeste admiración ha contemplado tus hechizos un hombre!

Feliz pereza de edén, esta delicia de diosa en el baño. Su cuerpo, maravillosamente lineado, maravillosamente azul a la luz que entra oblicua y directa del cielo por la redonda ventana; su cuerpo lavado en gracia, absuelve sin embargo a la mujer que es, bien mujer, la hechicera, sumiendo sus rincones de amor, tocados de obscuro musgo, en discretas sombras que le dan la limpia pureza morena de una estatua. Sin la negrura intensa del cabello, sería perfecta la ilusión.

Ya que les quitan uno, para nosotros, han tenido al menos en el barco la atención de guardar para las damas los cuartos menos trastornados en la obra. Aquí no hay martillos por el suelo. Todo en orden. La roja colgadura de la puerta, frente al ventanillo, refleja su fulgor de sangre sobre la mitad izquierda del cuerpo gentilísimo, así repartido entre dos caricias de luz... Y humilla ahora la frente, ella, curvada un poco a recibir 1a lluvia en la espalda. Sus manos adelantan soñosas el pelo por encima de un hombro, y durante un segundo le oculta el vientre un roto velo de madejas deshechas y temblantes en el raudal de agua... Un seno de éstos, que no son en el marmóreo busto más que leves gracias henchidas, parte una de las guedejas negras, negras, que se ciñen a la carne al erguirse ella otra, vez, y queda asomando... Y... y... ¡qué veo!... ¡oh qué miro!... ¡por Dios!... ¡ella!... ¡ella!!

¡¡Es Sarah!!

¡Es Sarah!

La magia, el escamoteo en mis ojos, resulta incomprensible... ¡Sarah!... ¡Sarah!... y sí, bien, Sarah... la niña... ¡esta mujer!... La estoy viendo sonriosa, con los labios apretados, con los ojos cerrados, entregada libre ahora la faz a la violenta frescura... Su cuerpo harto me ha dicho con rizosas falacias de inocencia cuánto es flor, madura fruta su joven carne tropical..., cuánto es injusto el tormento de máscara infantil a que la tiene forzada por no confesarse declarada vieja la condesa.

¡Ah, cuerpo de lumbre, linda y pequeña ninfa ardiente por mitad celeste, por mitad encarnada, cómo te besa enamorada la luz de arriba abajo con pálidos clarores azules en las sombras purpúreas de las rosas! ¡Cómo me enciendes al fin todo en llama del fuego recordado de tus besos!

De pronto, Sarah... ¡mi novia!... cierra la ducha. Salta de la tina.

Yo he huido la cabeza... temiendo ser visto.

¡Mi novia!

¿Por qué dice el corazón la frase de otro modo?

Cuando vuelvo a mirar, la veo envuelta en un esponjoso ropón como un manto de níveos crisantemos. Con los brazos fuera, se enjuga el pelo en la toalla. Luego, veloz, se coge, se anuda el pelo, como quien espera en su camarote arreglarse más despacio; tira el ropón, se ciñe el blanco y breve corsé sobre la carne, mojada en perlas: se pone por toda ropa una falda, sin camisa, sin enaguas, y en seguida una blusa de batista..., y sale.

Bajo yo.

Mis ojos, mi sangre están fulminados.

No debo ver más hoy a esta chiquilla... a esta preciosa mujercita... ¡ya sí que no lo dudo!... si no he de invitarla yo mismo a... un disparate.

Poco después, alguien pasa, al contiguo baño.

«¿Aquí, señora?»

«Aquí. Ésa es el agua caliente. Y la ducha.»

«No, no, Yo quiero baño, a placer... Hasta luego.»

El gran Pascual.

Maldita la gana que tengo ahora de asomarme.

Me desnudo todo lo aprisa que puedo; tomo mi ducha, todo lo larga posible, para calmar mi interna y loca sed de Sarah- y voy a mi camarote.

El húsar, que acaba de despertar, quiere referirme el coloquio de anoche, y yo le corto manifestándole que lo escuché... Tengo una gana rabiosa, cuando él me pregunta qué hacía detrás del torno, de contárselo y de contarle la visión del baño..., pero me domino.

En la mesa encuentro a Sarah, niña en su disfraz infantil, que ahora hasta con la expresión la place completar... Tiene aún el pelo húmedo, suelto desde un lacito verde en la nuca... -Se ríe, se charla de cien cosas, y ni me mira... Sólo al final habla de que siendo la fiesta esta noche, esta noche sí, tendrá que vestirse de mujer... la dama del Chateau Margaux.

Y yo no sé qué chispa de sus ojos parece suplicarme que la quiera así, prometiéndome que así habré de tenerla, con galas de mujer, en el camarote 15, esta noche...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Paso el día más inquieto de mi vida. He recorrido el barco diez veces, de proa a popa. He ido observando cómo poco a poco se turba la serenidad del mar, se trueca en conchas, en espumas, en un movido oleaje, al anochecer, que nos mece bajo el cielo lleno de cirros.

El viento que iba levantándose, se calma; pero el leve balanceo sigue, a la hora de la colación con que, a ruegos del capellán, se ha sustituido la comida, a fin de celebrar la función hasta las doce, y servir después el banquete sin pecar comiendo carne.

Sarah viene a la mesa «de mujer»... Está provocadora, bellísima con su artístico peinado y su gran bata de encajes... Es tal su aspecto, que involuntariamente la llaman de usted algunos..., el capitán... Alberto... -Perdónala su madre en gracia a que se le ha ocurrido ponerse sobre el pelo una diadema de brillantes de la cual se hacen elogios... Es de Charo, también; sin esto no hubiéramos sabido que tiene tan rica joya, tan rica bata... «para andar por casa en Cuba»...

-¡Ah, yo podría vestir con mis baúles diez comedias!...

Y sin embargo, un desastre, la función. Menos a la francesa, se ha invitado al pasaje entero, que desborda en la cubierta donde se está celebrando... porque al ir esta tarde a quitar las mesas del comedor, se vio que había que desatornillar además las sillas, y prefirió el capitán que se subiese el piano. El mar se mueve, y hay mucha gente que, si no mareada, está angustiosa. Además, en el escenario improvisado con lonas junto al puente, y adornado con banderas, arrojan los balances a los actores y actrices unos contra otros.

Unido esto a su torpeza y sosería, no se puede oír a Pura. A lo mejor se interrumpe para quejarse en alta voz de los balances... Viene después la parte lírica. A Sarah se le aplaude la intención de su


«Ma fenêtre, helas, est fermée,
et ne s'ouvrirá que pour lui...»

Yo, pienso que esta ovación picaresca es una sanción anticipada de todos mis insensatos antojos... Decididamente hay una idiotez general que nos empuja a lo enorme. -Luego aplauden a Lucía calurosamente. Gusta también el relojero. Y se entra en la segunda parte con Chateau Margaux, deslucida, a pesar de la gracia infinita de Sarah, por Enrique, medio mareado... Yo detrás de la escena, donde hago las veces de transpunte, según van subiendo las actrices vestidas por la escalilla de proa, siento de pronto que Sarah, al salir, me da un beso ávidamente, en un momento de propicia soledad...

Vuelve la segunda parte musical y duran todavía al dar las doce los pobres juegos de manos del doctor... del doctor Roque, que aburre a todos, y a quien se abandona al fin, camino del banquete. Y es aquí, es ahora cuando el buque se serena, lo cual al fin desborda la alegría mal tenida en la función... ¡Todo un festín!... Se vota un pláceme al jefe de cocinas... Los corchos del champaña, saltan... Se bebe, se brinda, se grita... Al amanecer hay alegres grupos por todos lados, por el comedor, por el fumadero, por la cubierta en plena extraordinaria iluminación... allí también, junto a la saleta.

No ha podido Sarah decirme su rabia de no hablarnos esta noche, más que con una frase del brindis de Traviata, copa en alto, cantándola y llenándose de espuma..., entre la confusión de alegrías:


Il segreto per esser felice
so io per prova
Pinsegno agle amici...

¡Ah, la osada!... Mas, ¡qué importa!... de quienes la escuchamos, de quienes la aplaudimos... dos nada más la hemos comprendido su audacia; Lucía y yo, que nos miramos de un modo singular... de sorpresa... de vergüenza...




ArribaAbajo- XXIV -

El mar de la China recobra sus fueros de mal genio y mueve nuestro barco, dejando de ser el cristal inconmovible que hemos corrido casi sin cesar desde la Arabia. Sin embargo, lo mueve discretamente, como para advertirnos nada más, como para volver al bello azul cobalto de Sicilia diciéndonos que siempre es uno y el mismo. Los celestes presagios de tormenta, se han borrado, y el sol traza su senda de luz en las olas.

He vuelto yo también esta tarde a desear lo sencillo, tras el sueño inquieto de la mañana entera en que ha rendido la fiesta al pasaje. Enrique acaba de contarme que a las tres «durmió a Pascual, y que terminó la noche... con aurora». Hubo además sus borracheras, sus escándalos, sobre cubierta -lo supo él, que es el hombre de las observaciones: dos se pegaron, y en la saleta, a obscuras, parece que llegaron a entrar Pura y el tenientito, encontrándose allí dolorosamente sorprendidos con un durmiente que había vomitado las trufas y el champaña...

He vuelto a desear lo sencillo con el instintivo asco profundo que en la fatiga de vinos y deseos dejan las báquicas lascivias de los demás. Casi una repugnancia de cada átomo de mi ser en ansia de purificaciones..., y huyendo de las gentes, de Sarah, de la niña-mujer que fue asimismo en la hipócrita bacanal mi tentación y mi martirio, he buscado en este extremo de la popa, junto a mi limpio cañón enfundado, al pie de la corredera que sigue dando vueltas en la estela, otras castas y anchas compañías de las verdaderas almas de niña que son las olas en sus rumorosos juegos del silencio... Ellas bullen, saltan, se tocan, se lanzan espumas...

He traído tal vez la esperanza de Lucía, en sus diarias visitas a la rubia. Algunas tardes las he visto juntas aquí, mirando cómo el sol despliega sus crepúsculos grandiosos. Me hiciera bien hablar con ambas de las aguas y del cielo..., me hiciera bien hablar con ella noblemente de lo que ella ¡la humana! querrá quizás reprocharme del brindis de Traviata...

Y me admira, viendo cómo la corredera da vueltas, sin haber perdido una mientras marcha el Reus, mientras dormimos nosotros, como igualmente según su condición son inmutables e incesantes las tendencias en las almas: la misma, Lucía, a través del medio corruptor del buque, que el día que la vi arribar en el blanco esquife en Barcelona: la misma, sonriosa y gentil... imperturbable -como esta corredera, como esta hélice tampoco fatigada en su girar, como este pobre corazón que todos llevamos en el pecho y que late segundo por segundo en sueños y en las vigilias desde el nacer hasta la muerte... ¡La misma, como un cuerpo de alma que guarda en sí propio la firmeza de su fin y su destino!

¡Pobre corazón!... tú lates... lates... en tanto cruza el alma los mares varios de la vida... Yo querría verte ahora y tocarte con mis labios, diciéndote que sigas, que no te canses aún, que no haces vivir en mí completamente a un miserable...

Doblo hacia él la frente y quédome pensando, aquí abrumado sobre el ruedo de maromas, que no me será ya muy difícil eludir, en los cuatro días que de viaje restan, la estúpida provocación de Sarah. Cáusome a mí propio el efecto, en el vuelo de pesares nobles, de la cansada ramera que resiste por hastío y por una mezcla de desprecio y de piedad la testaruda invitación de un jovencillo al cual puede darle desdicha sin recibir nada nuevo... ni la poesía de su pudor. -Sarah, ese jovencillo; y su pasión, vicio procaz bien limitado, bien exaltado por mi indiferencia de hombre, de «ramera», a su aparente niñez... Son iguales nuestras ansias cuando ella me las infunde con la boca... Y ambos quedaríamos probablemente en el mismo tedio después de los abrazos... Sí; noto ahora, con horror de ese alma de muñeca, que ni un momento hase preocupado del porvenir..., de boda..., de adónde iré... de todo eso que teme y trata de afirmarse siquiera en juramentos la amorosa que se entrega...

Oigo la hélice, y veo su palpitación de espuma. Percibo con mi mano diestra mi corazón. Mi corazón y la máquina van moviendo en mi ser y en el buque la misma monstruosa confusión de cosas y de almas... Yo también llevo un rincón de Lucía, de altezas, en el pecho casi ridículo entre tanta escoria de la carga.

Éntrame el afán de ver las máquinas, ya que no puedo mi corazón. Una curiosidad que no había tenido en veinticinco días de a bordo, cuando tantas necedades me absorbieron.

Bajo a la entrecubierta.

Entro en la galería.

El foso de las máquinas tiene frente a un almacén su acceso, cerca de las cocinas. Paso a él.

En la baranda de la escalera de hierro que va descendiendo adosada a sus paredes de cisterna, deténgome a considerar la negra profundidad. La inflada manga de lona de un ventilador baja oscilante por el hueco, desde la lumbrera de la cubierta de segunda. Abajo, entre el rojo resplandor de luces artificiales, veo una biela poderosa que hace girar un volante...

Y vuélvome de pronto. Me llaman desde el pasillo. Llega a mí la vieja camarera de las cartas... con otra.

-¡De parte de la señorita!

Vase furtivamente la camarera, y rompo el sobre:

«Esto es horrible. Ni ayer ni anteayer hablamos. Ven a la biblioteca».

¡Oh, Dios!

Una impresión francamente repulsiva me toma con la idea de esta chiquilla errante y sola por el barco como una gata atormentada de lujuria.

Mi impulso es no ir.

¡Sarah! ¡Oh, escondido cuerpo grácil de estatua... ¿qué importa tu material pureza si te faltan la gracia del amor y la inocencia..., si aun para ser aquella otra india estatuilla te faltan hasta su docilidad y su dulzura cuanto te sobran el descaro y la doblez?...¡Ah, sí, sí tú me haces sentir, rara virgen, la infamia de la ramera -que al menos tiene una moneda por disculpa-, con tu limitada solicitación de placer en mi carne!... Siento bien lo que es ceder sin voluntad, en tu asedio repugnante..., y debes conformarte, sin saberlo, con haberle dado a un hombre, acaso la primera, esta extraña sensación!

Pero... ¿por qué sin saberlo?... La imagen de Lucía pasa en niebla llamándome cobarde... Al menos realizaré este empeño, de la empresa alta, en la biblioteca... ¡Sabré decirle a Sarah cómo es horrible, esto sí, una flor de virginidad abriendo en vicio!...

Desisto de las máquinas. Salgo y cruzo galerías. Está arriba todo el mundo. Huele siempre en nuestra cámara a las flores que enloquecen... sampaguitas. -Vacilo en el comedor, tomo el pasillo de la izquierda del piano y reconozco la biblioteca enfrente, por dos pequeños estantes.

Las tres puertas de camarotes del pasillo están cerradas. La «biblioteca» es un tabuco a cuyas cuatro paredes se aspa con los brazos. Tiene como una docena de libros. Los miro: El arte de creer, de Augusto Nicolás, ¿Se opone la fe a la razón?, por X, La Europa salvaje, por Flit... Comprendo que los pasajeros la ignorásemos. En otra tabla están las obras de Julio Verne, y al lado ¡menos mal! una lujosa edición de La Divina Comedia... Alcanzo el tomo del Infierno y hojeo los magníficos grabados de Doré: el texto, a dos mitades, está en español y en italiano...

Un ruido, me torna; una puerta, del camarote de al pie, ha sido abierta... Y Sarah, de un salto cae en mi pecho.

-¡Mi Andrés!

No me ha dejado decir ni su nombre..., me estrecha, me estruja, me busca la boca... se muere estremecida en el beso ávido, largo, interminable...

-¡Sarah!... por... Dios... que pueden venir...

-¡No! ¡Nadie!

Y en la huida de mis labios, los busca otra vez, con los suyos, colgada de mi cuello... sin término, sin fin... Luego, a su peso y a la dulce cobardía de que va llenándome el ardiente contacto de su cuerpo, caemos desfallecidos en el beso sobre el pequeño diván... Artera, o realmente por la violencia desbrochada, veo su garganta y la curva de su seno moreno y firme... Me doblo y lo muerdo..., y entonces grita, en grito ahogado, quedándose desmayada en abandono...

-No, mira, Sarah... -digo de pronto levantándome, trémulo, frenético-, arriba, en el camarote, ¿sabes?... Tengo la llave en el mío... ¡Sube después de comer!

Ella, solloza y suspira, la espalda contra el respaldo... Tiene el pelo en madeja, y un blanco peinador lleno de gasas la cubre.

-¿Sabes? -insisto.

Y cogiendo el tomo del Dante, por precaución de disculpa, salgo.

Pero me alcanza, ligera, y me da otro breve beso de dominio, diciéndome aprisa en seguida: -Baja la llave, y ponla en un candelabro del piano. Avísame tocando el vals que tocas tú... ¿Qué número es?

-El 15.

En cuanto cierra el camarote, donde he visto una dorada cama igual que la del de arriba, subo a la cubierta en busca de Enrique, que está con un grupo de hombres. Llámole aparte y le digo que «han soltado a la francesa... en furia»; que vengo de hablarla y de quedar con ella para la alta noche en el... si el... «¡Buena guardia!» -me interrumpe en lenguaje militar, dándome el llavín. Vuelvo a bajar y lo pongo en el piano... en un hueco del dorado candelabro cuyos colgantes de vidrio vibran unas notas de mi vals...

No pienso..., y sin embargo, existo. Todo para lo brutal, ciego y loco, sin que haya otra reflexión que me dé vueltas sobre las vagas impresiones de las láminas del Dante, que hojeo aquí en el solitario sitio de nuestras tertulias de la noche, más que ésta: «¡Qué más da!... Selo tú, si ha de ser alguno el primero fatalmente»... Y una confusa y baja conciencia en donde está también desnuda Sarah, según la vi en la ducha, como estas bellas condenadas de Doré, me afirma ahora con bestias complacencias que ella intacta vale más que la francesa, que Aurora, que Pura, que la estatuilla de Colombo y que la egipcia de Port-Said... Bastante más que todas estas hembras de placer del Reus y de los puertos... en la gama tan diversa de mujeres en cuyo centro están las vírgenes tontas del coronel y en cuyo extremo de idealidad y excelsitud está Lucía. De una mujer a una mujer hay, pues, más diferencia que de un sapo a una Diosa. Por eso se puede decir de ellas todo lo necio y lo grande con razón.

«Lasciati ogni speranza».

¡Oh! ¡Es simbólico para mí también ahora el libro de los símbolos!

Bien, sí: io lascio... -buena o mala, he aquí la aplicación de mi acústico italiano a la boca de otro infierno de indignidad.

Y sigo mirando los santos del Infierno. Compláceme también mentalmente con escarnio el calambur.

La campana.

A comer.

Llego el primero. Van llenándose pronto las mesas.

Sarah no está. Nadie hace caso... Claro, oh... «la chiquilla!»... Pura, enfrente, muestra hoy singular melancolía al lado del teniente. Esto, de ésta, sí, parece preocupar a las amables malicias.

Yo pienso que tal vez las dos vírgenes locas del pasaje han venido en misteriosa competencia por dejar de serlo..., ¡y que no se han ganado mucha delantera!

Sarah, llega. Nadie la hace caso. Solamente el comandante la coge en mimo por la barba.

-¿Dónde andas?

-Oh... ¡ahí!... acabando de arreglarme.

Sonríe, con los ojos bajos, dejándose agitar la barbilla por el paternal comandante. Por mucho que sea de éste el perverso agrado en su paternidad, no podrá comprender el sentido del «acabando de arreglarme»... dicho para mí. Viene tan perfumada, que desde el frente de la mesa me ha dado el olor de su chipre, de su ilán, aun en este comedor que sofoca de perfumes. Y no la miro, por complacerla no viéndola más en traje de chiquilla; por seguir imaginándola como en la ducha; por recordar mejor la brava esquela que volvió con la camarera a enviarme hace un rato:

«He visto el camarote. Tarda tú un poco en ir. Yo estaré dentro, encerrada. Para no exponerme a contestar o abrirle a otro, llama con las uñas. Quiero que me encuentres de mujer, para que hablemos sin que te parezca más la chiquilla. Llevaré ropa de mamá, y la diadema... como en Chateau Margaux. ¿Te gusté?... Tendré que vestirme dentro: por eso te digo que tardes..., pero no mucho. Rompe esto.»

Sin mirarla, la observo, la siento: no cesa de beber agua con hielo. Siento además a Lucía, como si me contemplase grave a intervalos: me ha dirigido la palabra y he debido contestarla torpe...

Pasa junto al piano el doctor Roque al terminar la comida, con dos botellas, una copa y tres cucuruchos de papel, anunciando que va a hacer el escamoteo del agua y el vino, y otros que no le salieron anoche. Hay quien desfila, pero queda, entre muchos, la gente de nuestra tertulia, invitada con predilección... Unos minutos después, no veo a Sarah. Y yo me escamoteo también y voy a esperar en la cubierta.

Pésame en seguida, porque dudo si la reunión del comedor la entorpecerá al tener que pasar ocultando la bata del Chateau Margaux, o si ya la habrá subido esta tarde... En la duda, aguardo un rato más. Estoy realmente temblando como un ladrón. Nunca he sido hábil para estos subterfugios..., temo que van a vernos... Y llega don Lacio, renegando del doctor y de sus juegos y hablándome después de la cuestión del día: Purita. -Sus bromas tienen la amarga compasión inmensa con que parece cruzar por la vida, jocoso y resignado..., tienen en esta hora para mí, sobre todo, un filo de acero que me toca el corazón... Afortunadamente vienen a llamarlo de parte del doctor que quiere que le vea sus juegos.

-No le invito... ¡Feliz, querido!-me dice. -¡Pídale a Dios que acorte mi tormento!

Va.

¿Es que en las situaciones horribles hay frases con un sentido de adivinación dolorosa o es que mi angustia se lo encuentra a lo insignificante?... El ruego en broma, me llena de amargor... Yo puedo, en verdad, librarle de posibles tormentos harto más reales que el del médico... Mi voluntad parece que va a determinarse al asesinato de una honra de más valía que la de Sarah..., al frío y aleve asesinato de la honra de un vencido donde yo asestaré la puñalada final.

Y sin embargo, me levanto, marcho, voy al fin... aunque no va ya en mi cuerpo tembloroso el amante... más que debajo del miedo y la ignominia del ladrón y el asesino. Llego a la puertecilla de la escalera...

-¡Oh!!

-Qué... ¡Andrés!

Lucía y yo acabamos de encontrarnos.

Nunca sabré decir por qué he tenido este pánico de sorpresa... ante ella... Nunca sabré decir qué ha leído en mi semblante... Ella, en la puertecilla, yo un paso atrás, en la cubierta, nos miramos. Luego sonríe indulgente, investigando alrededor cualquier otra silueta fugitiva, adivinando mínimamente lo que le sería imposible concebir en toda su inverosímil realidad.

-¡Oh, Andrés!... ¿qué tiene?... Diríase que soy... una conciencia.

-¡Lucía!

Ella sigue, con su alma valiente y generosa:

-... aquélla... ¡a quien no ha querido usted continuar hablándole de Sarah!... Adiós -añade buena aún, amiga, hermana, consejera; déjela bajar... hay ya ojos en el salón que echan a ustedes de menos.

-¡Ah!... ¡yo... Lucía...! ¡Sarah no está aquí!

Y como ella se encamina a los sillones donde con pérfida alegría veo aún, abierto bajo la ampolla de la luz el tomo del Dante, yo la sigo, y nos sentamos.

He logrado recogerme a la astucia, en el trayecto breve.

-Mire -digo-: leía esto.

La admirable mujer, serena siempre, no estima mis palabras. Yo no oso insistir, en vergüenza que háceme bajar los ojos... Va a decirme algo y le temo..., le temo a su solemne pausa de compulsaciones.

-Andrés... perdóneme si intervengo en cosas cuya mayor responsabilidad es al fin mía, determinada por mi inducción en la voluntad de usted hacia una chiquilla insensata... Sería yo mala amiga si no le advirtiese lealmente lo que ni usted ni ella pueden advertir; lo que nunca advierten hasta el momento irremediable aquellos a quienes les importa; lo que no han advertido tampoco de ellos Pura y su novio, aunque como usted sabe lo comenta en torno de ambos todo el barco... Pues, bien, el escándalo del día, no es uno, son dos, a bordo: Sarah también... Anoche, tras el telón del fondo, alguien les vio a ustedes... la vio a ella tomarse confianzas excesivas...

-¿Quién?

-La india, desde la escena misma, donde Sarah retrasó su entrada. La que hoy se lo ha dicho a todo el mundo.

Un bochorno inmenso me invade. No me queda otra mental actividad que la memoria, para recordar que ella me dio efectivamente el beso al salir, junto a la bandera replegada de la puerta... Por no caer ante Lucía de rodillas, por no decirla si no en una brusca confesión dónde y cómo me está Sarah esperando, prefiero confiarme a un expiativo silencio, y exclamo, anonadado, extinguido:

-¡Lucía!... ¡Oh, Lucía!... ¿me cree usted muy despreciable?

-No -responde amarga-. Antes yo la imprudente, que le lancé a una empresa imposible con una chiquilla loca... ¡con una loca indomable! Sin mí, Andrés, ella habría rabiado a su solas, mas no estaría en evidencia: quiso usted no hacerla caso... ¡Y habría sido mejor!

Alzando la frente, que se ha inclinado también hacia su pecho, me mira dulce y pregúntame, recogiendo para sí la misma desolación de mi alma:

-¿Me cree usted muy imprudente, Andrés?

-¡Oh!

No he podido contestar más, con un calofrío de asombro a la inmensa bondad y a la amplísima comprensibilidad de esta mujer. Con mi exclamación ha ido mi mano a coger la suya, estrechándola, de dorso, sobre el bambú del sillón que ella tiene empuñado... No me doy cuenta del contacto, más que como de una caricia infinita y apasionadamente fraternal que ella acepta con llaneza... Sólo después de algunos segundos desliza de bajo la mía la mano, y dice vaga:

-Por fortuna la edad de ella, y el respeto quizás a su padre, y a usted mismo, Andrés, han contenido la murmuración en los límites de una pueril ligereza..., de una precoz perversidad de la muchacha frente a la pasiva perplejidad de un hombre puesto por la inconsciencia en situación difícil... Sin embargo, me atrevo a aconsejar a usted que no prolongue estas dobles ausencias de usted y de Sarah entre las gentes... La maledicencia está ahora mismo allí abajo más despierta contra Sarah que para las prestidigitaciones de doctor.

Nada digo.

Lucía insiste:

-¡Haga usted, Andrés, que Sarah baje!

-¡Oh, Lucía!... Sarah... no estaba aquí... no está en la cubierta- ¡Y como es la única parte de verdad que puedo decir de lo indecible, lo he dicho firmemente!

-Baje usted, al menos. Es lo mismo.

Voy a obedecer... pero vuelvo a sentarme. He tenido el impulso de pedirla que me acompañe también... como guardia de la débil voluntad y de la vida miserable que bien podrían torcer su marcha desde el comedor al camarote... ¡Ah, únicamente al lado de esta luz de alma podré sustraerme a la atracción del cuerpo en fuego que va de cierto sufre y llora en su misteriosa prisión! Sí, yo querría ir siquiera a avisarla... ¡Y no sabría resistir sus besos mi débil voluntad, mi vida miserable!...

-Lucía... ¿quiere usted que no nos preocupemos más de esa chiquilla?... Ni para forzarme yo ahora mismo en dar inútiles satisfacciones... ¿a qué? Yo estoy con usted... con Aquélla a cuyo lado se está siempre en ambiente de respeto... Y mire, me están viendo: también hay gentes aquí... allá... allá...

Confía en mi decisión, después de lo que ella cree fracaso de las suyas, y yo, míseramente dichoso del alto concepto que de mí conserva con sólo haber sabido callar, la oigo en triste y sencilla complacencia hablarme del mar, de la luna que vemos por tercera vez menguante en nuestras noches del viaje, como un arete que no alumbra, perdida entre luceros. Luego conversamos del término del viaje mismo: hemos visto pasar tantos pueblos y tantas gentes y tantas cosas desde la borda, que se diría que estamos en otro mundo... en otro mundo fabuloso de este extremo de la Tierra adonde vamos llegando, habiendo en suma andado menos, que en cualquier tarde madrileña de paseo por el Retiro. La paradoja de lo simple nos abruma, y adquirimos la noción de que le hemos tornado afecto al barco, que tendremos que dejar ya dentro de tres días... Hay una melancolía de todo lo que acaba, que nos lleva, pudiera decirse, con sorpresa, a reparar en nuestros destinos diversos... ella va a Iligan, en la isla de Mindanao, no a Ilo-Ilo como me dijo no sé quién en Barcelona...: yo iré a las órdenes del general Rey, a quien vengo recomendado, no, sé adónde... mas ¿por qué no quizás a Mindanao, centro de la guerra también con los moros y los indios?... Nos hace callar no sé qué dilatada visión de tristezas, de guerra, de peligros... de lo terrible y lo heroico que veo por fin en este instante ante la proa del Reus.

La campana de a bordo da las siete y media. Crúzame lejana, hundida, la imagen de la desesperada esperando. La había olvidado ya.

¡Sarah!

Partió de la mesa a las seis. Llorará... se habrá cansado... En el comedor suena música hace rato. A nuestra espalda, por la lumbrera del fumadero, sube alguna vez el tintineo de las monedas del tresillo.

-¿Qué leía usted? -díceme Lucía rompiendo su abstracción y tomando del inmediato canapé el enorme libro abierto.

Bajo el papel de seda que protege cada lámina, veo el hermoso grabado en que Doré presenta plenamente desnuda una mujer.

-¡Oh, Dante! -dice Lucía volviendo el transparente para mirar el pasaje de Francesca.

He dominado un ademán de volver las hojas, cual si la contemplación del blanco cuerpo, que coge toda la plana, pudiese revelarle cómo evocaba yo el de Sarah en la ducha... La artística desnudez de los amantes está impregnada todavía, para mis ojos, de lujuria; pero no la contempla Lucía así, en su alma altísima: le evoca a ella arte, nada más.

-He visto en París -la oigo- el famoso cuadro con este mismo asunto, de Archer Ary. Paolo toca más delicadamente aún a Francesa, ante el negro torbellino que arrastra sus desesperaciones... Aquí también está, precisamente, la estrofa más hermosa del poema.

-Sí... «Caí como un cuerpo muerto cae».

-¡Oh, pero en italiano!... Oiga. Usted lo entiende:


«Cuando leggemmo il disiato riso
esser bachiato da cotanto amante,
questi, che mai da me mon fia diviso,
la bocca mi bació tutto tremante:
Galeotto fu'l libro è chi lo scrisse:
quel giorno piá non vi leggemmo avante
Mentre che l'uno spirto questo disse,
l'altro piangeva si, ché di pietade
i'venni men cossi com'io morisse
è caddi, come corpo morto cade.»

-¡Ah!! -he exclamado alzándome del libro, casi del hombro de Lucía, casi de haber sentido su aliento, en el encanto del nada sentir; con la avidez también de aquellos versos pronunciados en tutto tremante canto de entusiasmo por la boca divina que no he visto...; y al reclinarme atrás llevando en el corazón en congoja un dardo de arte... del arte del poeta, y del arte de la intérprete de su sentir, maravillosa..., otro ¡Ah! de una brusca emoción indefinible arranca en mi garganta la blanca y calma silueta diabólica que está detrás mirándonos a ambos... ¡Sarah!!

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

¡Sarah, rígida, terrible con su impasibilidad violenta, a un paso de nosotros!

Lucía se ha apartado de mí con un instinto de terror.

-¿Leyendo? -dice Sarah.

La chiquilla nos domina. Se acerca y mira, sobre la falda de Lucía, la estampa de Doré.

-¡Oh! -hace a su vez cubriéndose púdica la cara entre las manos.

Y sin decir nada más, absolutamente nada más... gira, marcha lenta el poco espacio que hay a la escalera, en su actitud de niña avergonzada... Y desaparece...

Yo la he seguido en la sombra de los ojos todo el odio... todo el odio de su impávida faz sonriente, de trágica, de cómica increíble...

-¡Oh, Andrés! -exclama Lucía solamente, interrogándome, aterrada de mi espanto, más que del suyo.

-¡Sí!... -le confieso; ella esperaba... me esperaba. ¡Ah, la chiquilla!...

-¿Dónde?

-Me esperaba, me esperaba... Desde que usted llegó... cuando yo iba miserable a... ¡me esperaba!

Y mientras yo callo y lucho y voy tal vez a resolverme a contar dónde esperaba, para darle a Lucía la franca idea de mi situación, y acaso del peligro de calumnia para ambos por los celos de la horrible..., oigo vagamente la voz de Sarah, por la lumbrera abierta, entre los ruidos del buque... Me levanto y miro...: está de pie, junto a la mesa donde juegan Alberto y su padre... Le habla a éste desde enfrente... Y no puedo entender... La indiferencia del diálogo en las sonrisas, en el seguir don Lacio mirando y echando sus cartas, podría tranquilizarme, pero... De pronto ha dicho ella algo a Alberto, y sale. -Algo muy astuto y tremendamente inocente... puesto que él se ha alterado... Y termina trémulo su baza... Y se levanta al fin...

-Oh, Lucía... ¡Adiós!... Viene... ¡viene!

-¿Quién? -pregunta la que ha seguido con desorientado afán mis ansias.

-¡Él!... ¡Alberto!... ¡su marido!

-¡Ah!!

-Ella le habló... no sé qué maldad... que haya... ¡adiós!

Pero Lucía me detiene, casi por el brazo:

-¡Siéntese!... ¿qué nos importa?

Yo obedezco... Oírnos en la escalera pisar. Se ha inclinado ella al libro y vuelve a leer, serenamente, con una tranquila dignidad a la que en vano querría restarle un ápice lo que tiene de mañoso, esta repetición de la lectura:


«...questi, che mai da me non fia diviso,
la bocca mi bació tutto tremante...

Y se interrumpe para mirar a Alberto, para decirle «¡hola!»... Y termina:


«Galeotto fu'l libro è chi lo scrisse:
quel giorno piu non vi leggemmo avante.»

-¡Qué lees!

-Dante. El Infierno.

Él se inclina tratando de comprender en lo escrito el sentido que no pudo coger del todo en la voz. En seguida ve el grabado, y clava en mí una mirada rabiosa.

-Oh, qué estampas... ¡qué libro!... ¿De usted?

-No, del barco -respondo. -¿No lo ha leído?

El simple hecho de no ser mío, parece calmarle un poco.

-De todos modos -dice en severa reconvención a su mujer, desdeñando contestarme- no me parecen estas láminas las más propias para... para... Ven, Lucía; haz el favor... ¡con el permiso de usted!

Quítale el libro, que deja en el sillón; la alza, y llévasela del brazo por la escalera.

«¡Con el permiso de usted!» -ha repetido ella poniendo en la frase toda la digna cortesía que él me trocó en desprecio.

Esto, al menos, me confía en que confía ella en su honradez y en su altivez para no temerle...; me borra al instantáneo impulso de seguirlos... ¡ah, porque si este hombre tocase a esa mujer... no sé... yo no sé...!

Sólo sé que sé ahora, como Bécquer, «¡por qué se muere y por qué se mata!»...




ArribaAbajo- XXV -

Días vanos -ayer, anteayer. No ha podido Sarah hacer mejor. No he vuelto a verla: mareada (¡ella!) en su camarote. Sigue mareada, en su prisión voluntaria de odio -aun hoy que quiere el mar despedirnos menos bravo enfrente de las tierras filipinas.

Mareado Alberto (él sí), pidió a sus celos ridículos la fuerza para estar constantemente al lado de Lucía; y sigue constituido en tardío y fosco vigilante que la irrita, dentro de la inalterable cortesía con que ella le habla a todos... a mí también.

Un barco que llega es una casa en mudanza. Se despierta y no se piensa más en ese arraigo de profunda intimidad que está en la habitación. Han hecho las camas, las camareras; mas por las puertas abiertas las he visto inundadas de cajas, de maletas, de cabás que aguardan allá abajo mientras aquí arriba esperamos con el espíritu fuera del mar.

Se recoge cada cual a su egoísmo. Las caras y los trajes son otros. Diríase que otra vez la mayoría nos desconocemos, relegada anticipadamente a recuerdo transitorio esta familiar comunidad de un mes, ante la vida nueva presente a nuestros ojos.

Sólo restan los afectos mantenidos de esperanza: la india con su relojero -que ya han hablado de boda, casi; Aurora junto a la condesa, cuya amistad quiere sin duda conservar para Manila... Amistad de la gobernadora... nuevo afán de otros capitanes de a bordo y de otros Enriques que la afirmen «en la buena sociedad», puesto que éstos irán el uno a España, el otro, a la isla de Joló. Han terminado afablemente «sin trompada», la pescadera y Enrique: él no charla hoy con Pascual, sino acá y allá con el grupo volante de hombres donde ahora está don Lacio.

También, más triste, la pobre Pura, sola con su madre, se da cuenta de cómo a cada instante los arreglos de equipaje apartan de su lado al tenientito; en el grupo de don Lacio brinda ahora cigarrillos el despierto tenientito, de su pequeña pitillera de frac, con monograma... Hay cosas de un viaje de un mes que no puede olvidarse en una vida.

Yo, igualmente las llevo: ardientes y penosas como la de esa Sarah infeliz, que allá abajo llora y odia mis noblezas, y vagas e infinitas como las de esta mujer con el nombre de Lucía, que ha pasado por mi lado en fantasma de intangible felicidad...

Acércaserne el comandante. Estalla de risa. Viene de donde don Lacio, con fúnebre gravedad, le está proporcionando una maravilla de negocio a un comerciante, excompañero de tresillo. El comandante me lo cuenta interrumpiéndose con carcajadas. Consiste en explotar la producción de lanas, sin dehesas, ni ganados ni pastores... «Una ganadería de perros de lana». Sabe don Lacio que abundan en Manila, y no tendrán más que comprar... quinientos, seiscientos... poniéndoles un local donde acudan por la noche... soltándolos de día a fin de que se mantengan al merodeo por las calles...: y cada tres meses... ¡zas! la esquila.

Voy con el comandante, que no cesa de reír.

Don Lacio informa a su interlocutor, que escucha como un bobo.

-El toque en los negocios, don Cástor, es inventar... ¡lo nuevo! y esto no se le había ocurrido a nadie... El huevo de Colón. ¿Me quiere decir por qué no ha de aprovecharse en trajes la lana de los perros?

-Tendrán ustedes que sacar patente -interviene el tenientito.

Las risas acaban de escamar al comerciante, y se escurre, se nos deshace la reunión... Se desliza con su calma figurita de besugo y su gorra de ensaimada y su negro bigotito de caricatura tudesca.

Pasamos con frecuencia cerca de islotes desiertos, llenos de bosque, como macetas flotantes, que no nos llaman la atención. Apenas si distraen un rato nuestro afán del término del viaje en que empezará otra vida...

La campana llama al comedor. Última comida la de esta tarde, triste como todo lo último.

Bajo. No falta un pasajero, y adviértese no obstante esa disociación de los espíritus que no anima las conversaciones. El capitán llega a la mitad. Yo observo. Pura apenas toca los platos, junto al novio: he visto una lágrima en los ojos de ella... Es Aurora la que está posesionada de toda su importancia, llevando el tono de la charla alrededor nuestro, con aires de princesa de zarzuela. Hasta Pascual se permite sus intervenciones.

De pronto se mueve una de las colgaduras cerca del piano y aparece Sarah..., llega, se sienta. La hablan, y responde con su niña melancolía de enferma, con los ojos bajos. Yo me inquieto, pero acaba por parecerme su presencia menos violenta que su sillón tétricamente vacío. Luego come ávidamente, sin haberme mirado ni una sola vez. La chiquilla... ¡la mujer tan horriblemente desairada! se engañó... ¡oh, comprendió! al encontrarme con Lucía. -¡Comprendió quizás en su horror y en su instinto de celosa más de lo que nosotros comprendíamos de nosotros mismos!

¿He inspirado realmente a Lucía... -¡Oh, cómo su serenidad me desorienta! He creído aún que mira si miro a Sarah... ¡prohibitiva, ansiosa!... y no hace más que sonreír su faz tranquila y cortés igual que el día aquel que aquí comimos la primera vez al salir de Barcelona.

El coronel, Alberto, el comandante, se informan de hoteles. El capitán da como indiscutiblemente mejor el Hotel de Oriente, en un hermoso barrio de extramuros, y luego, mas ya en inferior categoría, la Fonda de España, al extremo de la Escolta. Todos muestran, naturalmente, preferencia hacia el mejor.

-¿A cuál irá usted, capitán? -pregúntame Alberto.

Su pregunta es tan inopinada, tan brusca..., que yo sorprendo las más secas y toscas tenebrosidades de sus torpes celos. Quiere saberlo para ir a otro. Podría jugar fácilmente con su argucia, pero la idea de forzar a Lucía a una mala fonda, o de aparecer en la de ellos prolongándole esta mortificación casi injuriosa del marido en mi proximidad, me hace contestar sincero, ante la atención un punto a mí suspensa de Sarah, de Lucía -que me están ambas mirando:

-A cualquiera, menos al de Oriente.

Paréceme en seguida haberme ceñido con sobrada displicencia, casi de menosprecio, a la fiscal pregunta del fiscal, y explico:

-¡La misma concurrencia excesiva suele hacer incómodos los grandes hoteles!

He acertado con una sonrisa de indiferencia o de humildad que place a Alberto.

Dícenos el capitán que vamos cruzando los promontorios de entrada de la bahía... Muchos van a las ventanas, otros a la cubierta. No se espera al fin el café, por ver Manila. Solo que a dos o tres, que no nos hemos movido, nos noticia el capitán que aún no veríamos nada: la bahía es enorme, y habremos de navegar horas todavía antes de descubrir el puerto, y aun las costas de estribor...

-De la derecha; ¿sabe? -búrlaseme don Lacio.

Como Sarah permanece, retardándose en los postres, después que han partido su padre y el capitán, yo hago tiempo, tomando café a cucharaditas. Desea sin duda una explicación que yo no debo esquivarle sin rayar en lo implacable..., tal vez una reconciliación... Mas, no. He aquí que parte hacia su camarote sin mirar, saludando sólo al comandante con una inclinación de cabeza.

¡Me odia! Es cuanto deseaba decirme, y me lo ha dicho así.

No volvería jamás a obtener sus amabilidades.

¡Y qué extraña cosa tiene este absoluto de lo jamás que ahora me entristece!

Sin embargo, subo a la cubierta, y mi pena, de la misma laya pero enormemente más honda y ancha, se me aumenta a la vista de Lucía. Casi no he osado acercarme a la fila donde la hace centinela Alberto...; me he quedado a la otra punta. Quiero hablarla, oír un rato su voz por última vez, y no hallo la frase de trivial galantería que pudiese disculpar mi aproximación, un tanto expresa, por detrás de ambos en la hilera de la borda... Esta necesidad de buscar motivos, disculpas, ¡oh! revélame al fin que siento por esta extraordinaria mujer más que amistad... ¡sí, sí, de una vez y bien sentido con mi dolor de arrancamiento!... ¡que yo la adoro!! -¿Atorméntala quizás la misma lucha?... No habla apenas. Llévase a los ojos con frecuencia los gemelos, como para esconder ternuras de llanto... Me interesa vivaz la observación y veo efectivamente ante nosotros la línea desierta de las aguas, en la bahía extensísima...; sólo detrás quedan ya lejanas las costas de su acceso; una pregunta, un problema -de tortura: -«¿alza tanto el anteojo por ocultar en realidad ternuras de sus párpados... o es que sencillamente se busca más aquello que aún no se ve y que se espera?» Por la justa respuesta a la pregunta simple creo que daría años de mi vida..., y no puedo encontrarla, y me atormento... Y veo volar el buque por la bahía tranquila donde le quisiera parar... ¡Ah Sarah, Sarah, si sufres... ¡harto te está vengando el amor!

Parto de aquí. Me alejo por la cubierta. Un premioso antojo de adiós a estos sitios que he recorrido con ELLA, me lleva a bajar escalas, a subir escalas, hacia la popa... Por aquí la he conducido del brazo... Ya no está la joven viuda en la cubierta de segunda, sino allá, en la nuestra, esperando el desembarco al lado de la condesa de Fuentefiel.

La pobre corredera, sigue; sigue dando vueltas, y la hélice, y también mi corazón. El cañón está desenfundado, y un marinero al pie, dispuesto al disparo de arribada en cuanto divise el puerto. Contemplo largo rato cómo izan las grúas, de las bodegas abiertas, los racimos de baúles. Ya no es para volverlos a guardar, como los sábados, cuando los sacaban a fin de surtirnos de ropa las maletas.

Recuerdo repentinamente que en la mía debo de haber encerrado el libro de D'Annunzio anotado por Lucía en inglés, y miro al cielo en gratitud del motivo que por fin me proporciona para hablarla. Parto como un rayo. Cruzo el barco. Llego al camarote y pierdo justa media hora en revisar el equipaje. Últimamente, hallo el libro, en la caja del ros.

Subo. Es tal vez la última vez que subo esta escalera... ¡Ah, cómo me persigue horrible el concepto último... su sensación!

Lucía y Alberto se han sentado con los demás, por última vez, en el sitio habitual de la tertulia. Lucía está en el centro, con la condesa y Aurora.

-¡Oh Lucía! Un libro de usted. He estado a punto de robarla.

Me mira, y yo no sé qué sorpresa y quizás qué miedo de doble sentido halla en mi frase ingenua. Ha sido un instante de íntimo terror de gratitud en que me ha pasado su alma. Baja los ojos y dice:

-¡Ah! ¡era igual!... Gracias, Andrés.

Suena en sus labios mi nombre... a caricia.

No dice más. Yo me siento. Alberto le coge el libro y lo hojea. En el semblante de Lucía sigo mientras sus emociones... si no es la ilusión de las mías lo que sigo: ha temido un instante ella que yo pueda haber puesto algún imprudente papel entre las hojas; ha confiado inmediatamente en mí, y hase puesto a hablar con Charo de trajes... perfectamente dominada, serena... No tengo luego ni tiempo de reprocharme esta estúpida tendencia mía a pensar que tenga ella que dominarse... Como Charo háceme intervenir en su conversación de modas, Alberto se levanta y toma casi brutal a Lucía del brazo:

-¡Ven, hay que acabar de arreglar las maletas!

Y se la lleva.

El húsar, en cambio, me lleva a mí.

-¡Tiene celos! -me dice. -¡Vamos, que la francesa de aquella noche!...

-¡Por Dios, Enrique! -le atajo. -No he dicho jamás a esta mujer nada. Palabra de honor ¡mi palabra! -repito golpeándome el pecho, según me ha parado el disgusto.

Y él no duda. Ha visto brotar en mis labios nuestro juramento militar, por segunda vez, como bajo una bandera.

Pensando a continuación que hallamos podido también Lucía y yo ser la hablilla del buque, se lo pregunto:

-No. Nadie. Antes Sarita... ya sabe, con su beso. Y habríasela yo computado al 15... si no fuese una bebé.

-¡Bah!

Descubrimos las costas, por los faros.

Media hora después, suena el cañonazo..., que conmueve y pone al pasaje en movimiento. Hay quien sube sobre cubierta sus maletas, como si se tratase de bajar de un tren en cuanto pare.

Las luces de Manila se divisan, y los barcos anclados... Es una hermosa noche, soberana, de estrellas como fuegos, de aromas como mieles. Cuando suenan las cadenas del Reus, y nos dejan inmóviles, suben de las lanchas, en vez de aquellos mercaderes del camino, jóvenes y señoritas españolas, cuyos trajes, completamente blancos, les da una elegancia ligera, de mariposas... Sólo traen a la cabeza, ellos, sombreritos de paja o gorras blancas, también, según no son o son militares; ellas pamelas adornadas con rosas... Son las diez. Vienen a recibir el buque de España, paseando, sin conocer a nadie... Apenas algunos saludan al capitán, y un grupo a don Lacio y su familia... en cortesana recepción del gobernador que ha vuelto a la respetabilidad de su saqué negro, como los demás a nuestros uniformes. Le veo serio por primera vez, grave... Y son los primeros que desembarcan, en bote especial, con algún carruaje que les espera para conducirlos al Gobierno...

-¡Adiós! ¡Adiós!

En la prisa, en el barullo, en mi permanencia de estatua junto al portalón, insensible a cuanto no sea volver los ojos en busca de Lucía..., noto tarde, cuando ya el bote se aleja de la escala, que no sé cómo Sarah habrá pasado junto a mí sin saludarme, sin que sea la suya una de estas manos que yo he estrechado maquinal.

Espero. Los agentes de desembarco van reclutando gente. No quiero ser yo el que se separe de Lucía como de mí Sarah. He de verla. «¡Adiós! ¡adiós!»... Y estrecho manos. «Se queda aún... ¡adiós, capitán!»... La india, el relojero... Dos tenientes... el tenientito... «¡Adiós!»... Arriba he visto a Pura abrazando a su padre. Sale otro bote. Va en él la familia del coronel. La afluencia crece. Las cajas y maletas lo entorpecen todo, alrededor, por la escala... Miro enfrente los faroles del muelle, del río... el Pasig. El doctor de a bordo me dice que son de la Luneta, un hermoso paseo de la playa, las hileras de luces que contornean la ciudad.

-Hasta después, hasta mañana, hasta pronto -me dice Enrique, que al partir me abraza, en este buque de nuestra afectuosa amistad- ¿se empeña usted en no ir al Oriente?

-No sé. ¡Veremos! -le digo. -Realmente tengo ganas de soledad, tras el barco.

Baja Enrique.

En la portada de la galería aparecen Lucía y Alberto. Ella mira, buscándome entre la confusión. He elegido mal sitio. Van a pasar al otro lado de la gente. ¿Debo ir?... ¡Ah! de pronto me ve Alberto y vuelve la cabeza; su ademán, casi su tirón de fuga, advierte a Lucía de mí... Es ella ¡brava!... la que se ha desenlazado del marido y se me acerca... serenísima, tendiéndome la mano:

-Adiós, ¡Andrés!

-Adiós, ¡Lucía!

No hemos dicho más, antes que llegue el marido, pero su mano, mi mano, se han estrechado... ¡oh, Dios mío, con qué rápido afán de angustia se han estrechado nuestras manos!

-Capitán, ¡hasta más ver! -díceme en seguida Alberto con una frialdad que me subraya el cariño... la amistad valerosa de Lucía.

Miro, y aún la veo abajo saludarme con el pañuelo, breve.

El bote sale. Un bote expreso para los dos.

¿Por qué la sombra de la noche me la roba tan pronto?...Veo en el agua la silueta obscura del bote... confúndese con otras después... Miro y ya no sé dónde está... dónde estará nunca... ¡nunca!

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

-Adiós, capitán... y usted perdone si en algo hemos faltado.

No es a mí, es al del buque... es Pascual que se despide. Mi capitán ha tenido la atención de acompañar al portalón a Aurora. Pascual añade:

-Ya sabe usted: Hotel de Oriente... por si nos quiere mandar.

No me ha visto, y quédome envidiando a este idiota Pascual que va al Hotel de Oriente... que aún podrá mirarla... que aún podrá comer en la misma mesa que ELLA algunos días,...




Arriba- XXVI -

Por la regia escalera de un palacio de madera de un rey de este país... donde parecen todos reyes y todo provisionalmente magnífico, llego al salón. Tocan el piano; otros leen, otros charlan... Y siento el horror de encontrarme alguien del barco, y, aun sin esto, el de ser recibido por ELLA... en visita. No entro; despido al bata. Iré a la habitación, cuyo número le escuché al portero... ¿Imprudencia?... ¡oh!

-¿18? -cerciórome- De este piso.

-Sabe, señor.

Doy vuelta a la galería, siguiendo la numeración descendente; llego..., toco con tanta timidez que no se me contesta. ¿Se habrá acostado?... Miro el reloj: las diez... El desierto corredor, más alumbrado por la clara luna del patio que por las discretas lámparas, lleno de puertas, me hace el efecto de pertenecer a otro buque colosal. Por un instante, dudo. ¿No es gran indiscreción la mía?... Mi corazón late... Vuelvo a llamar.

-¿Quién?

¡Su voz!... ¡Sus pasos!...

La llave suena. La puerta se entreabre... ELLA, un poco inundada de sorpresa, tarda en acabar de conocerme, con mi blanco uniforme, con mi blanca gorra de galones.

-¡Andrés!

-¡Lucía!...buenas noches.

Su acento ha sido franco, apenas tocado del asombro; pero, mi aspecto debe de ser de tal torva emoción cobarde, que vacila, que casi ha hecho leve el ademán de cerrar. Y no se mueve, ni para salir al salón ni para dejarme paso.

-¡Oh, usted!... ¿cómo le va?... Creí no verle... He leído en El Comercio que partía mañana para Imús, con su batería... ¡Creí no verle y lo habría sentido!...pero... mi marido... ¡Alberto, no está!

-Ah, Lucía... perdón. No he querido partir sin saludarla. Perdone mi imprudencia. No he podido antes ni a otra hora. Sólo quería esto: decirla adiós. Y tiéndole la mano. Su mano esta yerta..., suelta la mía y abre y me invita a entrar con resuelto acento que es ya el suyo:

-Pase, Andrés.

Y apenas he obedecido, hallándome en la penumbra de la especie de gabinetillo que forman a este extremo de la vasta estancia dos biombos, por cuya cima nos llega un suave resplandor, añade, parada, tras la puerta:

-¡Ya ve usted! A veces complácese la fatalidad en prestarle equívocos aspectos de recato a la amistad! Charo y don José acaban de marcharse. Me han dicho que al venir, en el Puente de España, encontraron a usted y le hablaron de nosotros... Ellos le han dicho que Alberto embarcó anteayer para Iligan, en el Lezo...; y yo le mentiría a usted si le ocultase que temía y esperaba su visita.

-¿¡Temerla!?

-Sí. ¡Habría de tener por fuerza este viso de imprudencia peligrosa, para los demás, en su modo de buscarme, en mi modo de recibirle... si no he de arrostrar la imprudencia aún mayor, y cierta desde luego, de recibirle en el salón, ante conocidos, o de no recibirle dejándole alejarse con la idea: de que estas cuatro paredes y esta soledad hubieran bastado al fin para hacerme desconfiar de su hidalguía y de mi nobleza!

-¡Oh, Lucía! ¡Lucía!!

Me estremece, me fascina de sacratísimo respeto.

-¡Ahora, ni aun aquí!... ¡no hay luz! -dice indicando al techo, y guiándome.- Pase. A toda intimidad... ¿qué importa?... Dispensará un poco este desorden de hotel... Está hecho e instalado con los pies: un camaranchón donde podría efectivamente haber el gabinete y el dormitorio y el ropero que simulan los biombos; y vea la lámpara en la alcoba... no pensando quizás que se haya de recibir a nadie desde que anochece.

Es tan honda la estancia, en verdad, ampliamente ventilada por tres ventanas donde penden stores de paja y seda, que el octógono fanal de vidrios perla no envía sino muy débil su luz al lado allá de los biombos ni a este opuesto extremo a donde hemos entrado y donde hay un libro, sobre una de las mecedoras situadas en el cuadro de luna de la última ventana que tiene alzado el stor.

Yo he visto al pasar una bañera de jaspe artificial llena de agua y de pétalos de flores..., un tocador lleno de pomos... Y sigo viendo a la luz del fanal, una de estas aparatosas camas imperiales filipinas, cuya blanca gasa recogida en el testero muestra sobre las sábanas blanquísimas los almohadones y los cilíndricos rollos también enfundados de blanco y tendidos desde la cabeza a los pies...: un no sé cuál perfume de hermana envíanle a mi corazón el lecho cuyo cuadrado dosel semeja el de un altar de pureza..., el traje, la falda de Lucía, que es toda a la luna de una casi quimérica blancura azul.

-¡Qué noches! ¡qué espléndidas! -la oigo.- ¡Qué país éste de terror y de hermosura!... ¡cómo lo encontramos! En un mes, de España a aquí, hemos podido arribar sin saberlo al extranjero. ¡La guerra dicen que se extiende aún más de cuanto se dice!... El martes llegó el Álava, de Mindanao, con la mujer y los hijos de un capitán herido en Fuerte-Briones. Están en el hotel... Cuentan cosas terribles: los rebeldes sitian a Iligan, y las familias españolas se han refugiado en la costa. Por eso, Alberto, sin más remedio que marchar a su destino, no ha podido llevarme. ¿Y usted embarca mañana?

-A las nueve -respondo apartando los ojos de la ventana, donde he reconocido la gran plaza de la fachada principal. Al frente, por encima de los altos edificios, piérdese la vista en marismas de esteros y boscajes y en un plano horizontal al fin como de agua. Luces rojas, verdes, blancas, de barcos sin duda, brillan en el fondo de la noche.

-A las nueve, repito -a las siete habré de estar en el cuartel: vea que no hubiese podido mañana despedirme. Yo no volveré a Manila.

Guardo silencio, y ella dobla la frente. Pensamos ambos sin duda en la guerra, en lo ignoto del destino.

Por unos instantes oímos el gritar de los niños que juegan en la plaza cuidados por las malayas, el rodar de los minúsculos coches de esta ciudad de los innúmeros coches y caballitos de juguete. Algunos alitactacs de los que circundan a miríadas las copas de los árboles, voltijean con su fosfórea luz en la ventana. Quiero volver a nosotros, apartando al mismo tiempo de las tristezas de la guerra el pensamiento de Lucía.

-No han salido..., no la he visto, en la Escolta, en la Luneta...

-No. Apenas.

-Menos a usted, cien veces he encontrado a todos los del barco. También a Alberto, una mañana en Malacagnan... cuando fue sin duda a presentarse al general.

-¿Se saludaron? -pregunta vivamente.

-No; fingió no verme. Fue en la antesala. Había varios. Yo lo hubiese deseado por... por ganarme en su confianza la venia de esta visita..., que no ha tenido más remedio que tener por último un sarcasmo de traición y de secreto... ¡tiene usted razón; qué ironías de la suerte!

Sonríe con un gesto de forzada clemencia a su marido. Luego dice, amable:

-Lo he sentido, aunque se lo agradezca a usted, por la violencia que le ha impuesto... ¿donde se aloja?

-Hotel de Australia.

¿Confortable?

-Pasable. Intramuros. La ciudad vieja es una cárcel. Aquí al menos tiene aire, espacio... lo menos que se le puede pedir al espléndido país de la hermosura.

-Oh, eso sí. Aquí me gusta estar, a esta ventana, de noche... Mire -dice alzándose- no podemos quejamos por cielo.

En la ventana, a donde me asomo también, señala con largo ademán del brazo la inmensa bóveda azul llena de luna y de estrellas. Aspiramos brisa, infinito. Es un aire que emborracha de tibiezas y perfumes. Los árboles de la plaza tienen cada uno su aureola movediza de luciérnagas, que van, que pasan, se juntan, se dilatan, tejiendo velos de luz. Durante un rato charlamos de esta obsesión de los aromas. Yo no sé qué flores, qué plantas las tienen; las rosas, las magnolias, las sampaguitas, los cafetos... Cree Lucía que todo, los plátanos, las piñas, las mangas... hasta el vino que nos traen quizá de España en toneles olorosos...

-¿Se ha fijado?... se bebe y se respira esencia. Habrá comido un plátano dacatán, color de oro, pequeñito... tan fuerte, que hay que acostumbrarse...: duda una si está mascando cold-cream... A las mujeres, aquí, yo creo que nos sobran los perfumes: huelen siempre las ropas a sándalo sin más que los roperos...

Alza su antebrazo en un fugaz movimiento de comprobación para oler la sedilla de su blusa, y percibo, también en los volados encajes el olor a sándalo, a limones, a ilán, a té... a toda esta orgía cálida y perpetua de aromas orientales... Un beso, que yo no he dado aún en Filipinas, debe causar la ardiente sensación de otros labios de ascua -y diríase que hay una avidez de besos en las bocas de todas esas pálidas y abrasadas españolas que yo he encontrado en los lindos cochecillos...

Mas... ¿por qué he pensado esto? ¿qué ha podido en mi pensamiento, en mi faz, adivinar Lucía, que sonríe piadosa, como perdonadora, y se entra de la ventana?... Un reloj da las once, cuando voy también a sentarme junto a ella, y me detengo...: es acaso tarde para prolongar la visita... Sólo que ella, sin contar la hora, antes de concluir las campanadas, dice con tal indiferencia de descuido: «las once» como en respuesta a mi inquietud, que cierto ya de que no la contrarío, me siento.

Hay un silencio. Ambos queremos indudablemente interrogarnos de aquello que evitan nuestras curiosidades...; estamos mirándonos, en el espacio de las mecedoras frente a frente..., y ella se resuelve:

-¿Y Sarah?

-¡Ah, Sarah!

-¿Ha vuelto a verla?

-No. ¿Usted sí?

-Tampoco. Han estado aquí dos veces la condesa y don José; Alberto y yo otras dos en el Gobierno. No ha venido, no ha salido... Pregunté a su madre: -«¡Oh, no sé!... jugando... ¡una criatura!»... la mandó buscar, no pareció...

-¡Pobre Sarah!

Mírame fija Lucía, con su dominado gesto inescrutable en la sonrisa.

-¿Qué pena le queda de Sarah, Andrés? -pregúntame de pronto.

Y no sé responderla. Ni yo podría concretar en una frase la resultante emocional de mis recuerdos, asaz recientes y aún mezclados en odios y piedades a actuales impresiones, ni Lucía pudiera comprenderme sin conocer en toda su verdad la historieta inverosímil. Un afán de referírsela me invade en ansiedad de absoluciones, en plena restitución de sinceridades de la alta amiga... Pero se me ha secado la boca; tengo sed, tengo sed, tengo casi amargor en la lengua, y únicamente acierto a suplicar:

-Oh, Lucía perdóneme... ¡yo he sido un miserable!

-¿Eh? -gime ella de sorpresa.

He alzado la frente, a su queja, y advierto el excesivo rigor con que me he calificado. La lleva a juzgar demasiadamente...

-¡No!... ¡escúcheme!... ¿Quiere, Lucía? ¿Quiere oírme detalles... detalles de mi relación con Sarah, que yo le oculté a usted... ¿por vergüenza? Sí, sí, he sido al menos un poco miserable!

Sin responder, esquiva el semblante tras el abanico de palma.

Querría callar; ya no puedo. Ni ella quiso dejar de recibirme en esta absoluta intimidad, casi en este abandono, porque no me llevase para siempre la falsa idea de sus temores a mi hidalguía y a su nobleza ante un poco de soledad no mucho mayor que las de nuestras horas del buque, ni yo puedo querer dejarla con la vaga impresión de que haya sido más malvado que lo que he sido.

-¿Quiere oírme, Lucía?.... Se lo ruego. De los hechos inferirá, mejor que el juicio mío pudiera resumirla, mi respuesta a su pregunta «¿qué pena le deja Sarah?»... -No lo sé: pena de mí; pena de ella... En lo que en ella hubiese de tormento de mujer, hace falta ser mujer para juzgarlo.

-Hábleme -me invita soltando en la falda el abanico, mostrando ahora sin reservas su bella faz de espera llena de serenidades.

-Hábleme -repite dulce, sutil... con una sutil dulzura que me toca el corazón como una punta:

-¡La historia me corresponde de derecho... ¡recabo mi parte de pesar!...

Y aún termina, amarga y seria repentinamente:

-Sarah es perversa... ¿quiénes no lo somos?... Yo misma, Andrés, usted mismo... ¡no podríamos tal vez decir ahora, en nuestras conciencias, si estamos más altos que los demás o... no tan alto, contra todas nuestras voluntades y arrogancias!

Vagan sus ojos en el cielo, y yo no he comprendido... no comprendo esta súbita impresión de tristeza y ansiedad. En mi pecho, a un hachazo de franqueza formidable, se han movido mis pasiones..., mis impulsos de gritarla que la adoro. Por no coger su mano y romperla de pasión entre las mías, me las oprimo yo, violentamente...

-¡Lucía!... ¡explíqueme esa duda!! -casi la impongo.

Pero ella se recobra, y vuelve a mí los serenos ojos que dan la paz:

-¡Andrés!... una duda no tiene explicación... o no lo es. Ha pasado y se ha escondido y se ha perdido en el tumulto de ideas contrarias levantadas en mi ser, como si en todo mi ser estuviese el pensamiento al instantáneo chocar de cuanto pensarían los demás y lo que sabemos nosotros de esta amistosa entrevista. ¡Ha cruzado! ¡se ha perdido!... Ya no dudo, pues, ¡vuelta a nosotros!... ¡Hábleme, de Sarah!

Reposo y la obedezco.

Sin temor alguno al tiempo, seguro de Lucía, seguros de nosotros, empiezo lento mi narración por el beso que Sarah me dio en la mano, el día de las primeras cartas... Fue el primer secreto que esquivé a la amiga. Le cuento sus procacidades, nuestros íntimos coloquios de la noche en el cristal, y ella me cree no puede menos de creerme, y se asombra con idénticos asombros que a mí me iban invadiendo ante la íntima Sarah inconcebible... Nada reservo, ni el incidente de car en Singapoore, ni la escena de la ducha... Estoy sintiendo y pensando en alta voz, sin evitar los desprecios de mí mismo... «Sí, sí, una mujer plenamente... ¡no una niña!»...

-Un momento huí los ojos... ¡creí que fuese usted! ¡jamás me hubiese perdonado!

-¡Oh!! -hace Lucía, a un instintivo impulso de pudor que la recoge los brazos cual si en realidad yo la hubiese visto desnuda... cual si ahora lo estuviese.

Luego sonríe, vuelve a abatirse al respaldo, vuelve a entornar los párpados, y desde la sombra de la luna, más alta en el cielo -que ya le coge a cabeza, me invita:

-Siga.

Sigo. -Lento, intensamente calmoso, porque hay en toda la aparente ajena historia una honda dedicación a Lucía, y va cayendo a su alma abierta, -sin palabras de mis labios. Evoco cada acto, cada hecho, con una fuerza de relieve como no tendrían mayor por sí mismos cuando fueron sucediendo. Mi tarde de la proa, mis luchas, en la rara tentación de la osada voluntad y de la «escondida mujer en linda estatua», con los «extraños respetos a la amiga altísima, a la noble consejera»... «pura y dulce en sus vagares de fantasma por mi espíritu como un arcángel de la guarda, aun para aquella que la odió»...

Hemos oído una hora y otra hora. Ignoramos la que sea, y no nos importa. Lucía, inmóvil, atrás siempre en el respaldo, con los ojos cerrados siempre, para recoger mejor el concepto de mí que vacila en su conciencia, me escucha. Yo hablo, y hablo, y estoy inclinado adelante en la luna, y miro bien cerca, al hablar humilde, las manos de ella, inertes, abandonadas como lacias azucenas en la falda. -Es el momento en que me aguardaba Sarah en el camarote -en que yo había sufrido en la cubierta la breve presencia de su padre como un remordimiento anticipado de la inicua voluntad de ladrón y de asesino que me alzó por último, que me empujó a bajar con sarcasmo impoderoso a detener mis pies... -Detengo en cambio ahora mi narración, cruel con Lucía, pues quiero que sienta mi misma emoción casi horrible, casi deliciosa de aquel minuto..., y sólo después de comprobar, aun en la sombra, la trémula palidez de espanto de su cara, termino leve, muy bajo:

-Fue la noche, Lucía..., fue el instante aquel providencial, en que usted quedó asombrada de mi asombro y mi terror a nuestro encuentro inopinado en la escalera... ¿Recuerda bien?... Hablamos... mucho tiempo, mucho tiempo... luego me leyó la estancia que he aprendido...: «questi, che mai di me non fia diviso, -la bocca mi bació tutto tremante»... ¿Se acuerda?... eso me leía, y no hallé que fu galeotto il libro e qui lo scrise, porque besé con besos de mi alma por mis manos a sus manos, a sus alas..., ¡todo crispado de ver cómo el arcángel con un canto de amor y del infierno salvaba a aquella que tremante y disperata en otro infierno me esperaba!... ¡Yo no fuí!

-¡Ah!! -grita Lucía, triunfal..., oprimiéndome las manos, vehementísima, con sus manos que he cogido como muertas azucenas en su falda.

-¿Comprende ya la extensión de mi terror..., la demoníaca extensión, más tarde, del odio y la ira de Sarah... al sorprendernos?

-¡Oh! ¡Andrés! -gime erguida clavándome en los ojos la alegría inmensa de sus ojos; la alegría de la vuelta a la vida en su congoja mortal.

Y yo me inclino, me doblo, beso sus manos, y las suelto.

Hemos caído los dos cada cual a su respaldo. Callamos. Está entre ambos quizás el mismo sobrecogimiento repentino de una sustitución total de imágenes, de impresiones: Sarah ha desaparecido...; la luna desde el traje blanco de Lucía -de una blancura azul casi quimérica- hasta mi traje blanco; desde su frente a mi frente; desde su alma a mi alma, hace flotar la gloria desierta y blanca de claridades en que diríase que va a brotar OTRO AMOR... Todo lo anuncia: nuestra sorpresa augusta y vaga de terrores, el reposo divino de la noche, el vasto silencio de la enorme plaza desierta ya y en sombras, del hotel, de la ciudad, del mundo... No vive, con su vida profunda y misteriosa, más que lo que siendo del cielo o de los aires, anuncia los naceres de grandezas...: la luna, las estrellas y las luciérnagas de plata que tejen y destejen en los árboles sus velos nupciales de luz.

De pronto, la del fanal, se apaga.

-¡Ah! -dice Lucía irguiéndose primero, levantándose después- ¡Las dos!

La campana: del ignoto reloj da las dos.

Ella indica el eléctrico fanal, y explica:

-Siempre cortan a esta hora la corriente.

-¿Debo marchar?

Y puesto que no me he movido al decirlo, amargo, suplica ella hundida en la penumbra que la luna refleja por el cuarto:

Oh, Andrés... Sí. Los amigos nos hemos despedido: además, aunque nunca lo dudé, sé mejor desde esta noche su generosidad y su nobleza... hacia esa Sarah. Valen más, al fin, probadas, la dignidad y la honradez. Pero debe partir. Es tarde.

-¡Tarde!... ¿Tarde... con respecto a qué respetos o etiquetas, debidas a quién, por nosotros? -digo despacio, levantándome más despacio, en obediencia, sin embargo.

Y el pensamiento de que voy a salir, de que un segundo después no la veré, de que no volveré a verla más en mi vida, me da un frío de miedo que me hace arrojarle a su turbación:

-¡Olvida usted, Lucía, que habría sido igualmente tarde a las diez, que no sería, más tarde al alba, cuando yo la hubiese oído de Alberto cosas que me importan por la amiga, como a ella las de Sarah por mí; olvida que diciéndonos estas cosas, de alma a alma, estamos, un minuto igual que muchas horas, bajo la fatalidad que para las gentes condena al secreto y casi a la traición nuestra entrevista!

-¡Ah! ¡Cierto, sí! -conviene acercándose.

Mas como el asenso está en su acento y no en la voluntad, ni en el ademán que sigue temeroso sin vol ver a invitarme a que me siente, yo la miro suspensa de irresolución al lado de su mecedora..., y yo siento, profusas y no sé qué evidencias, por mi ser entero, de que si nos separásemos en este instante nos dejaríamos los dos no sé cuáles impresiones de insinceridad, de falsía, de cobardía.

Me ahoga el ansia de como ella antes a mí su vaga duda audaz perfumada de pureza... Calla, e ignoro yo adónde va a llevarme el impulso, pero me entrego a él -con rabia;

-Eran en verdad, amiga mía, un poco más grandes que yo, que usted misma, nuestros abandonos de gentil ingenuidad y de franqueza... Debían hallar un límite, y ya lo ve... acaban de encontrarlo..., ¡en lo más nimio y punto menos que previsto..., en un poco más de sombra, en un poco más de hora en el reloj, en un poco más de soledad en esa plaza!

Deténgome, porque tengo que ir recogiendo en fondos profundos de mí mis sensaciones. Separándonos tres pasos, y ella escucha con la cabeza baja, con la mano en el respaldo... un poco también en la abrumada actitud que si oyese a una conciencia,... -como ella me dijo aquella noche. Parécela, indudablemente, que lo que digo, que lo que haya de decir, lo arranco también de su carne, de su alma...

Y digo -sin más que trasladar de mi alma y de mi carne sus lamentos:

-Yo partiría, y partiría ahora con una imagen rota en mezquinos miedos: la de usted. Aquella mujer impávida que yo hubiese tenido siempre en la memoria como admirable y raro femenino paladín de todas las gallardías... ¡de todas!... de todas... incluso la de saber escuchar dueña de sí y dominada y sin turbarse ni de pasiones ni de espantos (como cualquier Sarah o como cualquier tímida) que yo, que yo, Lucía, la... la adoro...

-¡Ah! -gime, tendiendo, como a acallar mi voz, una mano y doblando a la otra la frente.

Gime... y llora. Ha caído pronto el brazo que me tendía, a lo largo de su cuerpo.

Y eran otros gemidos más de mi ser los que iban a proferir mis labios, y no renuncian:

-Aquella mujer, hubiera de quedar en mi recuerdo humana y débil, torpe o artera ella misma, para sí misma, dudando o aparentando no saber que yo no fui generoso con Sarah por nobleza y honradez... ¡No Lucía! ¡no quiero a mi vez quedar en su recuerdo con falsas galas... que usted supiera que son falsas! ¡no quiero dejar picada de hipocresías, que en la mía y en su reflexión tardasen poco en volverla odiosa, esta inolvidable entrevista de amistad... de amor, si usted lo quiere... pues que no es el amor sitio la amistad completa de toda una vida a toda otra vida... Y esa amistad total, absoluta, de cada átomo de mi carne y de mi alma, para los de su alma, y su ser... fue lo que ya en aquella noche, y más en presencia de usted, no me dejó ninguno para Sarah!

Llora. Solloza. Esconde su amor o su dolor contra el pañuelo.

-Ahora, ya me ha oído... lo que usted sabía. Ahora ya puedo alejarme seguro de que dejo en su alma con más verdad la impresión de mi nobleza, de mi grandeza... ¡Adiós!...

Parto, y mi propósito de no mirar atrás, siquiera, se entorpece, en la semisombra perfumada, por la incerteza de en cuál silla dejaría mi gorra antes. Miro, pues, a pesar mío, y veo en el cuadro de luna la silueta blanca del fantasma de mi amor vuelta hacia mí...

-¡Oh, Andrés! ¡amigo mío! -oigo que suspira.

-¡Adiós!

Es su voz su confesión -una caricia.

Entonces, voy a ella, más lento... Llego a ella, y con sólo coronar sus hombros con mis brazos, ella cae muerta de llanto en mi hombro... mientras yo beso su pelo..., santo y religioso, como se besan las reliquias... como se besa una ilusión... -porque son las almas nuestras que se abrazan y se lloran...

Las almas nuestras que sienten estrechadas un segundo la eternidad de la ausencia...; las vidas nuestras que contemplan desde un instante de horrible felicidad toda la felicidad que habrían vivido perteneciéndose, toda la felicidad de paz que no tendrán jamás robándola al marido..., que no podrían ya robarle siquiera al celoso más que esta noche quedándola en llama del horrendo no verse más desesperado...

El alma arde, y el abrasado cuerpo desfallece contra mí. Lloran los ojos silenciosas lágrimas de amor y de amargura que humedecen mi hombro, cayéndome como al corazón en espantable consuelo..., y yo siento el súbito y bien preciso afán de amarla toda y morir después... ¡esta noche!... Mis labios buscan su frente, sus ojos, bebiendo llanto..., buscan su boca, y tocan mis labios a sus labios... Es un aliento de fuegos, es un beso mortal, y yo la siento, su pecho, su busto, toda ella, y yo la ciño y la llevo borracho no sé adónde...

-¡No, Andrés!... ¡no! ¡por Dios!... Y luego... ¡mañana!... -gime, parada y crispada como en una evocación de horror.

-¡Sí, Lucía!... Mañana... ¡qué importa!... morirse de tristeza...

-Morirse de la pena que no mata... de la ausencia en el martirio de los años... ¡qué horrible!

Y en mi brazo su cintura se dobla atrás, y ve mi alma en su cara cubierta con la mano el positivo horror de esta vida enérgica y divina que no irá, en efecto, con la pena, más que a vivir de muerte sin morir..., de muerte de sombra eterna de alegría. -¿Y por qué? Mi ansia se rebela.

-¿Y por qué? ¿por qué alejarnos? -pido- Nos hizo Dios para nosotros. ¡Mañana... partir los dos!

-¡Ah! -lamenta en un lamento que me muestra la locura, lo imposible..., su esclavitud de un hombre, mi esclavitud de una patria.

-¡Si no, yo volvería... a VER-TE!... ¡A vernos siempre..., donde mi BIEN, donde Alberto!

-¡Ah, con él! -dice, y se desenlaza de mí...

Siempre dulce, siempre amarga, vuelve a la mecedora y déjase caer. Mirando la luz de la luna, que ya apenas toca al borde de su falda, insiste,

-¡Más imposible!

Y al acercarme yo, continúa:

-¡Siéntese... USTED! ¡oh!... Seamos lo que fuimos. Esté el amigo a mi lado cuanto quiera... en esta noche, de amor... ¡de amor que nunca olvidarán nuestras memorias!... ¿verdad, Andrés?...

-¡Lucía! ¡Lucía!

Rechaza mis manos, cogiéndolas suave dándolas un beso, y parece que un aura de las suyas me envía a sentarme enfrente. En seguida, bella dominadora sobre mi docilidad, sigue:

-Esté a mi lado cuanto quiera el amigo amante de la amistad inmensa de amores..., en esta noche de traición para el ausente, y que habría sido de doble traición para nuestras sinceridades, para nuestras noblezas, para nuestros sentimientos, si nos hubiésemos obstinado ya inútilmente en ocultarlos. Yo sé, Andrés, que no le haría más traición a mi marido entregándole a usted mi cuerpo. Ni es el respeto a Alberto, ni es mi afán quien lo estorba... ¡quien lo estorba! óigalo bien... quien hubiera hasta de impedirlo violentamente si yo al acogerle aquí no hubiese estado tan cierta como estoy de que usted no necesita mis violencias...: es el respeto de... a ... mí, y a ¡nuestro AMOR, sí!, un respeto muy extraño que, dándome el orgullo de una gloria esta noche entre sus brazos..., ¡darla ya siempre después a mi carne una vergüenza de traición a usted, prostituida cada vez que se sintiera en los de Alberto!... Hoy, como ayer, el alma que usted se lleva, que mi marido aborrece, Andrés, puede y pudo estar bien lejos de la «esposa acariciada»...; déjeme, Andrés, que pueda mañana mi carne, en su deber de pasiva cariciosa, estar lo mismo, sin sentir, esclava ella, que le roba y le traiciona al amor... lo que al amor no le diese por no sentirse impura en el lecho de la esposa, no en el lecho de la amante... ¿Comprende ya cuánta más completa donación a NUESTRO AMOR hay en esta esquivez que en mi abandono?... ¡Oh, diese! Andrés, ¡yo querría que usted lo comprendiese! ¡qué usted partiese esta noche de mi lado para siempre, puesto que todo lo demás es imposible, creyéndolo... ¡creyéndome!... ¡Yo juro a usted que soy tan suya, con todas las voluntades de mi alma y de mi carne, como lo sería si juntas mi carne y mi alma lo hubieran sido!

Lucía parécele a mis ojos asombrados, a mi ser hundido en anonadamientos infinitos -que resplandece en la sombra, de sí misma. Es su resplandor de inmensa paz, de inmenso amor, el que me alza y el que me hace llegarme a ella miserable con mis miserias de hombre, deslumbrado de MUJER, de la única mujer divinizada en la plena posesión del humano pensamiento que han visto hasta ahora mis ojos; el que me hace cogerla una mano, cayendo de rodillas, y decirla como a un Dios:

-¡Creo en TI!

Luego me levanto, y sé que cuanto pudiera querer saber mi curiosidad del marido de esta esposa, lo sabe mi corazón sin que ELLA tenga que bajar del pedestal para contarlo..., del pedestal, del trono de divina en que está ahora y en que debo haberla visto por vez última al separarnos para siempre.

Beso su mano, su frente... besa ella mi frente como en un beso de idea... Y me alzo, y ya no miro... ante ella:

-Adiós, Lucía. El amigo de usted parte. El amante... te jura no volver a buscarte, a verte jamás... si jamás quiere el destino que puedas ser solo para mí. ¡Él, de lejos, seguirá la sombra de tu vida!

Giro. Salgo. Ella no se mueve.

Todavía, al desaparecer, vuélvome un punto y la saludo:

-Adiós, Lucía.

-Adiós, Andrés.

Ha dejado caer a la diestra mano la cabeza, en la penumbra de la luna.

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Un minuto después me encuentro en la gran plaza desierta, poblada nada más de luna y de perfumes, y donde suenan contra la acera mis pasos como en un inmenso panteón de toda la tierra bajo el cielo.

No me atrevo ni a parame ni a volverme para ver quizás en la ventana una forma blanca que es mi alma... que es mi vida...