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Del Romanticismo al Realismo

Actas del I coloquio

(Barcelona, 24-26 de octubre de 1996)

Sociedad de Literatura Española del siglo XIX



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ArribaAbajoPrólogo

Durante alguna parte del presente siglo, su inmediato antecesor -el XIX- tuvo más bien mala prensa y en tales rechazos se mezclaban a veces, un tanto confusamente, motivos ideológicos y estéticos; de «stupide» fue calificado por el violento y panfletario León Daudet, académico de la Goncourt y caudillo de la Action Française, quien dedicó en 1922 un libro de más de trescientas páginas (Le stupide XIX siècle) a exponer las «insanités meurtrières qui se sont abattues sur la France depuis 130 ans, 1789-1919» (como reza el subtítulo del mismo), un siglo de mayor extensión cronológica que la acostumbrada, comenzado con el Romanticismo, una de las bestias negras del autor, «aberration» y, también, «une extravagance, à la fois mentale et verbale, qui confond la notion du beau et celle du laid, en soumettant l'esthétique à la loi de l'énorme, et à la surprise du contraste, ou de l'antithèse. Sa principale caractéristique est la démesure...», (p. 82); lo que le siguió en el tiempo ratifica y acaso intensifica dicha lamentable situación. Años más tarde (1924), en la conferencia que sirvió como solemne apertura del Museo Romántico de Madrid, Ortega y Gasset, refiriéndose a España, contraponía las dos mitades que forman nuestro siglo XIX -Romanticismo y Restauración- y mientras otorgaba a la primera muy favorable trato -aunque advirtiese que «de 1830 a 1860 no se han hecho grandes cosas gloriosas en ningún orden», proclamaba a seguido que fue entonces cuando «el pueblo español gozó de una vital sacudida» que se tradujo en la actividad de las masas populares tanto como en la de los escritores, los hombres de ciencia y los políticos-, denostaba a la segunda pues para el ensayista de El Espectador «de 1860 a 1900, en España no se ha vivido: se ha fingido que se vivía», período de «lo aparente, del compromiso y de un ficticio orden». Cuando los noventayochistas irrumpen en la escena literaria, siendo como fueron una generación rupturista, nada de extraño tiene que hayan arremetido contra sus colegas decimonónicos inmediatos, negándoles airadamente (en su conjunto y uno a uno) el pan y la sal; cabe recordar a este respecto la actitud de los jóvenes literatos en marzo de 1905 ante el proyectado homenaje nacional a Echegaray, reciente premio Nobel de Literatura, o, en un nivel meramente teórico, la admonición del maestro Yuste (capítulo X de la primera parte de La voluntad, novela de J. Martínez Ruiz), cuyas palabras reúnen literatura y política partiendo de una referencia a Campoamor: «Campoamor me da la idea de un señor asmático que lee una novela de Galdós y habla bien de la Revolución de Septiembre... Porque Campoamor encarna toda una época, todo el ciclo de la Gloriosa con su estupenda mentira de la Democracia, con sus políticos discurseadores y venales, con sus periodistas vacíos y palabreros, con sus dramaturgos tremebundos, con sus poetas detonantes, con sus pintores teatralescos... Y es, con su vulgarismo, con su total ausencia de arranques generosos y de espasmos de idealidad, un símbolo perdurable de toda una época de trivialidad, de chabacanería en la historia de España». Si avanzamos en el tiempo para situamos a la altura de los años 30 de nuestro siglo, encontraremos que una iniciativa aparentemente favorable para el XIX como la colección de «Vidas españolas e hispanoamericanas» (Espasa-Calpe, cincuenta y nueve volúmenes, publicados entre 1929 y 1942) fue aprovechada por varios de sus colaboradores para mofarse de gentes y hechos decimonónicos al insistir con regocijada complacencia en los aspectos más pintorescos, disparatados y ridículos. Claro está que todo lo apuntado no ayudaría al debido conocimiento de nuestra literatura decimonónica.

En un dominio específicamente profesional -el de la investigación y la crítica literarias- se careció durante algún tiempo, quizá por la falta de la llamada perspectiva histórica, de una dedicación continuada al estudio de la literatura decimonónica y, asimismo, de un magisterio reconocido como ocurriera con otras épocas literarias puesto que Menéndez Pelayo, v.g., se confesaba bastante ajeno a las letras coetáneas como objeto de estudio, pese a sus trabajos acerca de Pereda, Galdós o Núñez de Arce, ya que «al hablar de literatura contemporánea, yo vengo como caído de las nubes, si me permitís lo familiar de la expresión. Me he acostumbrado a vivir con los muertos en más estrecha comunicación que con los vivos, y por eso encuentro la pluma difícil y reacia para salir del círculo en que voluntaria o forzosamente la he confinado» (de la contestación al discurso de ingreso de Galdós en la Academia de la Lengua, 1897). Sería precisamente uno de sus discípulos, el catedrático de la Universidad de Oviedo José Ramón Lomba de la Pedraja, quien abriera esta parcela investigadora con sus libros, artículos y ediciones acerca de obras y autores románticos -Gil y Carrasco, Arolas, Larra, García Gutiérrez-, cuando unas y otros carecían casi por completo de bibliografía solvente; otro tanto podría decirse de la tarea llevada a cabo desde bien pronto por el también catedrático Narciso Alonso Cortés, paisano de Zorrilla, Núñez de Arce y Emilio Ferrari, escritores románticos y post-románticos que fueron objeto preferente (sobre todo Zorrilla) de su interés en forma de libros, artículos y ediciones. Estas últimas aparecieron en la prestigiosa colección «Clásicos Castellanos», caso más bien de excepción pues en aquellas calendas (años 10 y 20 de nuestro siglo) la atención de los preparadores de textos recaía mayoritariamente en los libros clásicos y medievales. Fuera injusticia olvidar en este recuento de adelantados los nombres de algunos hispanistas como el francés Jean Sarrailh, que trabajó sobre Martínez de la Rosa, y el británico E. Allison Peers, a quien tanto debe el conocimiento pormenorizado del Romanticismo español. Pero aún habría de transcurrir un largo tiempo para que se pasara de los casos aislados (como los aludidos) a la plétora actual, cuando el interés por la literatura decimonónica alcanza a muchos estudiosos.

Estimo que algo (y aun algos) tiene que ver con ello José Fernández Montesinos, investigador de nuestra novela romántica y realista que, excelentemente provisto de erudición y sensibilidad, abordó durante los años de su exilio en EE.UU. lo mismo cuestiones amplias y generales que la consideración individual de autores como Fernán Caballero, Alarcón, Pereda, Valera y, sobre todo, Galdós en libros magistrales, documentados y sugerentes, que estimularon a otros estudiosos a trabajar en tan rica hacienda, arrumbando prejuicios y malentendidos. Vendrían después, como eficacísima ayuda a semejante revalorización, los congresos, coloquios o encuentros -distintos nombres para el mismo acontecimiento- consagrados al estudio de obras, autores, corrientes y géneros que caen dentro de nuestro espacio cronológico, reuniones cada día más frecuentes y concurridas, homenaje al «siglo del vapor y del buen tono, el venturoso siglo diecinueve o, por mejor decir, decimonono».

No deseo continuar por este camino de recapitulación de fastos eruditos decimonónicos cuyo fin último era, de un lado, poner de manifiesto el proceso de revalorización operado y, de otro, adscribir al mismo el nacimiento de la SOCIEDAD DE LITERATURA ESPAÑOLA DEL SIGLO XIX y la celebración de su primer Coloquio, cuyas son estas Actas.

Un cronista de sociedad a la antigua usanza acaso escribiera que con el Coloquio celebrado en Barcelona los días 24, 25 y 26 de octubre de 1996 nuestra SOCIEDAD se había puesto de largo; dicho menos enfáticamente, lo cierto es que ese Coloquio significó un memorable paso adelante en la marcha de tan joven agrupación. Nos congregamos en la Facultad de Filología de la Universidad Central de Barcelona, con el patrocinio del Departamento de Filología Española (sección de Literatura Española), la subvención del Ministerio de Educación y Cultura y de dicha Universidad, más la colaboración de la Editorial Castalia y de la «Caixa», para debatir acerca de un tema de muy amplio contenido, Del Romanticismo al Realismo, pues (como se indicaba en una de las cartas-circulares enviadas a los socios por los organizadores del Coloquio) «nos ha parecido título lo suficientemente amplio para abarcar todas las preferencias por movimientos, géneros, autores y obras de los socios de la S.L.E.S. XIX a la vez que se sugieren los años de transición como objeto preferente de atención»; de este modo se facilitaba al máximo la posible intervención de las personas interesadas.

Otro propósito era el de aprovechar la ocasión para conocemos personalmente, en unos casos, y, en otros, re-conocemos, colegas y amigos unidos por el interés -la pasión si se quiere- hacia las letras españolas del que ya está dejando de ser el siglo pasado. Por ello se desechó la posibilidad de constituir secciones temáticamente independientes y simultáneas, prefiriéndose una sola mesa y aula donde todos pudiéramos oír a todos. No hubo, por tanto, que andar haciendo equilibrios con el programa anunciado, yendo de acá para allá en busca de aquello que por asunto, prestigio del ponente o compromiso amistoso podía interesarnos más; pero asimismo es cierto que la asistencia a las diez sesiones celebradas (con seis comunicaciones cada una) exigió mucho esfuerzo y paciencia a los congresistas, que deseaban no perderse nada. Así la cosas, es cierto igualmente que se agradecían como benéfico alivio para los oyentes y los presidentes de mesa las ausencias producidas; estos últimos pudieron ajustar mejor el tiempo de la sesión respectiva, habida cuenta además de que algunos ponentes, entusiasmados como es natural con su tema, olvidaban el control del reloj e incumplían la advertencia formulada en la IV Circular: «Recomendamos muy encarecidamente que se ajusten las intervenciones orales a 20 minutos, advirtiendo que se reduplicará el aplauso a aquellos oradores que reduzcan incluso este tiempo». En tales condiciones no había lugar para preguntar y debatir.

Gentes jóvenes y menos jóvenes, especialistas prestigiosos y personas que comenzaron no ha mucho su dedicación decimonónica, estableciéndose de este modo un beneficioso relevo generacional; profesores españoles e hispanistas de diversos países tuvieron a su cargo las comunicaciones. En cuanto a los temas abordados en ellas es posible su clasificación en más amplios o generales y menos extensos o particulares; un total de diecinueve -relativas a rasgos caracterizadores del Romanticismo español, al costumbrismo romántico, al realismo-naturalismo, al fin de siglo, a la evolución producida de una a otra mitad de siglo, y, también, a la totalidad de éste, más las que tratan de influencias entre escritores (Alberto Lista en la Poética de Campoamor, v.g.) y de relaciones con literaturas extranjeras- pertenecen al primer grupo dicho. Una treintena larga forma el segundo, que tiene como protagonistas a escritores y obras muy diversos en importancia y fama, desde Galdós, Emilia Pardo Bazán y «Clarín -con, respectivamente, ocho, cuatro y tres comunicaciones- hasta los casi desconocidos Fermín Gonzalo Morón («crítico literario muy activo», valenciano y romántico), la poetisa y narradora Vicenta Maturana («un nombre prácticamente desconocido de nuestro panorama literario») o el bohemio estoniano Ernesto Bark («curioso personaje, naturalista radical en literatura y republicano progresista en política»); entre ambos extremos quedan nombres como (entre los románticos) Zorrilla, García Gutiérrez o Bretón de los Herreros y (entre los post-románticos) Palacio Valdés, Enrique Gaspar o Valera. Si el recuento numérico se efectúa atendiendo a los géneros, la novela se lleva la palma -con dieciséis comunicaciones-, seguida del teatro -con diez-; solamente tres para la poesía y otras tantas para la crítica, una para revistas y siete para prosa varia -semblanzas, viajes, estampas costumbristas, periodismo-; llama la atención la ausencia de trabajos referentes a epistolarios de escritores. El rigor en la información y la perspicacia en la exégesis son características distintivas de las piezas reunidas, conjunto variado además en lo que toca a la metodología empleada por sus autores.

Nuestro primer Coloquio, que ahora prolonga su vida del mejor modo posible con la publicación de este volumen, fue una experiencia gratísima y provechosa en alto grado: unas doctas jornadas de trabajo muy trabajadas y presididas por el compañerismo, realzadas por las atenciones y la generosidad del Departamento de Filología Española, la Facultad de Filología y el Ayuntamiento de Barcelona. Que la empresa tan felizmente iniciada prosiga y adelante...

José María MARTÍNEZ CACHERO

(Presidente de la S.L.E.S. XIX)






ArribaAbajoPrimera jornada


ArribaAbajoCostumbrismo entre Romanticismo y Realismo

José ESCOBAR


Glendon College, York University

En la trayectoria del Romanticismo al Realismo anunciada en el tema general de nuestro coloquio, la presencia del costumbrismo es inevitable. En algunos trabajos de los últimos años me he ocupado de la cuestión del Romanticismo y el Realismo enfocándola desde una teoría del costumbrismo que he intentado esbozar proponiendo el concepto de «mímesis costumbrista» como forma de literatura adecuada a la concepción de la realidad propia de la era moderna, del proyecto ilustrado que se ha llamado Modernidad, proyecto al que el Romanticismo ofrece resistencia1. En el aspecto literario, la resistencia se manifiesta poniendo en cuestión la literatura de la Modernidad -de la mímesis moderna- con una enfrentada concepción no mimética de la literatura. Voy a apoyarme en dichos trabajos anteriores para mi intervención de hoy en la que propongo que consideremos la mímesis costumbrista -generadora del costumbrismo y del realismo decimonónicos- como un procedimiento estético acorde con la Modernidad, mientras que el Romanticismo representa una problematización de la Modernidad2.

Así pues, como formas de la literatura de la transición del siglo XVIII al XIX nos encontramos con estos tres términos que representan la literatura moderna en una doble vertiente: el costumbrismo y el realismo, por un lado, y el romanticismo, por el otro. Para iniciar el coloquio cuyo espacio temático se define Del Romanticismo al Realismo, me parece oportuno, como punto de partida, reflexionar sobre estos conceptos y su problemática relación.

Mímesis costumbrista, mímesis moderna.

¿Qué se entiende por «mímesis costumbrista»? En los últimos años, la expresión «mímesis costumbrista» ha entrado en la terminología corriente de la crítica literaria referida a la literatura española del XVIII al XIX3. Ya hace más de diez años, en un coloquio sobre la novela española del XIX, organizado por Brian Dendle en su Universidad de Kentucky4, intenté acuñar el término «mímesis costumbrista» para referirme, «entre los siglos XVIII y XIX, a una nueva representación ideológica de la realidad que implica una concepción moderna de la literatura, entendida como forma mimética de lo local y circunstancial mediante la observación minuciosa de rasgos y detalles de ambiente y comportamiento colectivo diferenciadores de una fisonomía social particularizada y en analogía con la verdad histórica.»5 Esta nueva manera de concebir la representación artística significa una ruptura revolucionaria con respecto a la idea tradicional de mímesis. Como señaló Herbert Dieckmann6 con respecto a la estética francesa del siglo XVIII, en este siglo se opera una transformación fundamental de la idea de imitación. Con la expresión «mímesis costumbrista» pretendía yo, en el Coloquio de Kentucky, designar este cambio de la mímesis clásica a la mimesis moderna: la mímesis de la Modernidad. Ya no es la imitación de la Naturaleza en general, como venía entendiéndose tradicionalmente, lo que importa a la nueva literatura. Es decir, «la Naturaleza concebida como idea abstracta y universal, no determinada circunstancialmente ni por el tiempo ni por el espacio. Ahora lo local y temporalmente limitado va a reconocerse como objeto de imitación poética», decía yo en aquella ocasión7. Para apoyar esta idea citaba dos textos, uno francés de 1773 y otro español de 1836. El primero era del escritor de costumbres, dramaturgo y ensayista Louis-Sébastien Mercier que en su libro Du Théâtre, ou Nouvel Essai sur l'art dramatique,8 decía que el escritor no tenía que invocar a los griegos obedeciendo sus antiguas reglas del gusto, sino que debía observar a sus compatriotas: «L'homme modifié par les gouvernemens, par les loix, par les coutumes... Ce n'est point l'homme en général qu'il faut peindre, c'est l'homme dans le tems et dans le pays» (pp. 149-150). Es lo mismo que piensa Larra sesenta años después cuando, para explicar los orígenes de la literatura de costumbres, dice que en el siglo XVIII «despuntaron escritores filosóficos que no consideraron ya al hombre en general... sino al hombre en combinación, en juego con las nuevas y especiales formas de la sociedad en que le observaban».9

Este paso de lo general a lo circunstancial a que se refieren Mercier y Larra entraña la referida transformación del concepto de mímesis en la estética dieciochesca. El resultado del cambio es la mímesis moderna -lo que ahora llamamos «mímesis costumbrista»-, presente a partir del siglo XVIII como respuesta al «moderno anhelo de veracidad» desarrollado justamente durante dicho siglo,10 impulsando el surgimiento de nuevos géneros literarios transmisores de una concepción renovadora de la literatura en la que se expresa una aspiración predominante entre los escritores de estos dos siglos, favorecida por sus lectores: el ideal «de la representación fiel de lo real, del discurso verídico».11

La idea repetida por los autores dieciochescos en sus consideraciones críticas sobre la literatura es que imitar consiste en copiar con la mayor semejanza posible el modelo que se observa, como se pinta un cuadro con la intención de reproducir exactamente la realidad observada por el artista. Luego, en el XIX, se utilizará la fotografía como término de comparación para expresar el ansia de veracidad del costumbrismo y del realismo.12 En el XVIII el nuevo objeto de mímesis va a ser la «vida civil», la «sociedad civil» -José Antonio Maravall señaló la equivalencia de las dos expresiones,13 es decir, la realidad determinada local y temporalmente. La literatura empieza a querer ser una representación textual de lo que entonces se entiende con la expresión «vida civil». Ahora veremos cómo algunos críticos dieciochescos dicen que la literatura debe pintar la sociedad, ser un «cuadro de la vida civil».

La literatura, «cuadro de la vida civil».

La «vida civil» es el referente cultural e ideológico de la literatura surgida al amparo institucional de la vida pública burguesa que se manifiesta en lugares de reunión como cafés, tertulias, paseos etc., constituidos en instituciones ideológicas. En una de ellas, la prensa periódica, encuentra la «vida civil» un nuevo medio de formidable proyección literaria que contribuye, en gran parte, a constituir en la Europa dieciochesca la emergente esfera pública burguesa a que se refiere Jürgen Habermas.14

En las últimas décadas del siglo XVIII, tanto en España como en Francia nos encontramos con esta expresión reiterada en textos críticos referentes a la concepción moderna de la literatura, para indicar cuál ha de ser su objeto. En Francia, Louis-Sébastien Mercier, que contribuyó a su implantación con sus escritos tanto teóricos como de creación, aplica la expresión «vida civil» referida a los novelistas ingleses contemporáneos, como modelos de lo que debe representar la literatura de su tiempo. Según el costumbrista francés en su ensayo citado Du Théâtre, la literatura de su tiempo debe ser «cuadro de la vida civil, tal como Richardson y Fielding lo han observado.»15 La verdad del drama moderno se garantiza como «representación de la vida civil», frente al gran aparato y falsedad de la tragedia clásica («fantasma revestido de púrpura y oro, pero que no tiene realidad alguna»);16 representación que consiste en ofrecer un «cuadro de las costumbres actuales» (p. 16) y, en definitiva, un «cuadro de la vida burguesa en todas sus situaciones» (p. 140). No olvidemos que Mercier es un seguidor de Diderot.

En España, un crítico del Memorial literario, refiriéndose a El señorito mimado, de Tomás de Iriarte, escribe en octubre de 1788 que el asunto propio de las comedias, ni encumbrado, ni bajo, sino medio, es la «vida civil».17 Asunto propio, por lo tanto, de las llamadas «comedias de costumbres» de la clase media. José Antonio Maravall hace notar en este texto una correlación completa entre comedia, clases medias y vida civil (sociedad civil).18 La expresión «vida civil», tal como la utiliza repetidamente la crítica literaria dieciochesca, designa el concepto estético de «costumbres» en cuanto objeto de mímesis. Todo un mundo social exteriorizado se nos ofrece con esta expresión utilizada también por Ramón de la Cruz y por Leandro Fernández de Moratín para expresar el objeto de sus piezas cómicas. Igualmente, Santos Díez González dice que la poesía dramática «propone ejemplos de la vida civil y privada19 En efecto, los autores españoles coinciden con el escritor costumbrista francés en valorar la representación literaria por presentar al público cuadros de la «vida civil». Vemos cómo en la crítica literaria se establece la equivalencia de «vida civil» con «costumbres» como objeto de la representación literaria. Ahora pintar las «costumbres» es pintar la «vida civil». En efecto, en el prólogo a la edición de sus obras, de 1786, Ramón de la Cruz se envanece de que sus sainetes sean «pintura exacta de la vida civil y de las costumbres españolas»,20 estableciendo así en el plano artístico la sinonimia entre «costumbres» y «vida civil» como términos de crítica literaria. En la literatura de mímesis costumbrista en sus diversos géneros (el cuadro de costumbres, la comedia de costumbres, la novela de costumbres), el término «costumbres», referido a lo local y circunstancial, es ahora sinónimo de «vida civil». El uso de esta expresión en la crítica literaria dieciochesca implica la indicada referencia a lo circunstancial que lleva en sí la acepción moderna del término «costumbres», en el sentido de usos y costumbres, ajena al sentido tradicional propio de la gran literatura moralista clásica, como costumbres morales o formas morales de la conducta humana (mores).

¿Qué constituye esta «pintura exacta de la vida civil y de las costumbres españolas»? Lo entendemos cuando Ramón de la Cruz dice que en sus sainetes no inventó nada, sino que se limitó a «copiar lo que se ve, esto es, retratar los hombres, sus palabras, sus acciones, sus costumbres» (p. LV). Copia, por lo tanto de lo circunstancial, por medio de la observación. Pintar es copiar. Lo que ve el escritor y trata de copiar en sus cuadros es lo mismo que han visto los espectadores madrileños antes de asistir a la representación: la pradera de San Isidro, el Rastro, la Plaza Mayor, el Prado. Desafía a los que conocen estos lugares por propia experiencia a que digan si sus sainetes «son copias o no de lo que ven sus ojos o lo que oyen sus oídos; si los planes están arreglados al terreno que pisan, y si los cuadros no representan la historia de nuestro siglo» (p. LVI).21 (Mercier quiere que el drama moderno ofrezca un «cuadro del siglo.»)22 ¿No es esta declaración del sainetero un buen ejemplo del ansia o del ideal de veracidad del XVIII a que antes nos hemos referido? En los espacios enumerados por Ramón de la Cruz acontecen manifestaciones actuales y locales de la «vida civil» que el autor observador reproduce en los cuadros de sus sainetes, que son también, por lo tanto, cuadros de costumbres. El autor pretende pintar la «vida civil» reproduciendo las formas de actuar y de hablar; es decir, las costumbres de los hombres en los espacios públicos señalados, reflejadas en los cuadros de los sainetes: cuadros que «representan la historia de nuestro siglo».

También para Moratín el objeto de la mímesis moderna es la pintura de la «vida civil». Reconoce que don Ramón de la Cruz se acercó «a conocer la índole de la buena comedia» porque en sus piezas en un acto logró introducir «la imitación exacta y graciosa de las modernas costumbres del pueblo».23 Esta imitación es lo que hemos llamado «mímesis costumbrista» que reconocemos también en Moratín cuando, explicando su definición de comedia, dice que el poeta cómico ofrece «a la vista del público pinturas verosímiles de lo que sucede ordinariamente en la vida civil» y que «La comedia pinta a los hombres como son, imita las costumbres nacionales y existentes» («cuadro de las costumbres actuales», había dicho Mercier). Recordemos que Ramón de la Cruz decía que sus sainetes eran «pintura exacta de la vida civil y de las costumbres españolas» y preguntaba retóricamente «si los cuadros no representan la historia de nuestro siglo». Para Larra, El sí de las niñas es una «verdadera comedia de época, en una palabra, de circunstancias enteramente locales, destinada a servir de documento histórico».24

La mímesis costumbrista -el costumbrismo, el realismo- quiere ser mímesis de la historia presente, de la prosa de lo particular y no de la poesía de lo general, según la concepción aristotélica clásica. Tiene una pretensión documental. En su ansia de veracidad, aspira a completar la representación histórica de la realidad transcribiendo lo que los historiadores desatienden, los aspectos circunstanciales de la realidad ordinaria, para ofrecer un cuadro de la historia que sea un cuadro de la vida civil, excluida de los libros que tratan de la gran Historia.

Un texto ejemplar a este respecto siempre me ha parecido lo que dice El Pensador en el primer pensamiento de la revista de José Clavijo y Fajardo, cuando hace la presentación de sí mismo como «flâneur» y ensamblador de los materiales que recoge en su callejeo en una labor de bricolaje. Lo vuelvo a citar aquí:

Las horas del día que tengo libres las empleo en examinar toda clase de gentes. Tan pronto me introduzco en una asamblea de políticos, como en un estrado de damas... Visito los teatros, los paseos y las tiendas; entablo mis diálogos con el sastre, el zapatero y el aguador; la Puerta del Sol me consume algunos ratos; y en estas escuelas aprendo más en un día, que pudiera en una universidad en diez años.25



El Pensador contrapone aquí la verdad de la vida civil a la enseñanza institucionalizada de la universidad, representante del saber constituido como poder oficial del Estado. Es bien sabido que El Pensador se sitúa en la tradición de la literatura periodística que se inicia en la Inglaterra de comienzos del siglo XVIII con el Tatler, de Steels, y el Spectator, de Addison, instituciones centrales de la esfera pública burguesa en aquel país, fuera del ámbito estatal. En esta tradición addisoniana26 se extiende a toda Europa como institucionalización de la discursividad literaria de la vida civil y llega a España hasta el costumbrismo del siglo XIX representado antonomásticamente por El Curioso Parlante.

Sobre los espacios dieciochescos de la vida civil construidos por la mímesis costumbrista en los cuadros de costumbres actuales (costumbres españolas, costumbres nacionales), enmarcados en sainetes, comedias, novelas, ensayos de la prensa periódica, se asientan aspectos de la vida urbana que pretenden ser representación literaria de «lo que pasa entre nosotros y en nuestros mismos interiores», al decir de El Pensador (I, pp. 10- 11). Álvarez Barrientos señala cómo por entonces «de forma cada vez más general, se va imponiendo esta consideración de la literatura como expresión del entorno» (art. cit., p. 224). Es lo que, en el siglo XIX, entiende Mesonero Romanos por sociedad, objeto de la representación literaria: «usos y costumbres populares y exteriores (digámoslo así), tales como paseos, romerías, procesiones, viajatas, ferias y diversiones públicas, al paso que otros se contrajesen a las escenas privadas de la vida íntima; la de sociedad, en fin, bajo todas sus fases, con la posible exactitud y variado colorido.»27

Conciencia de la clase media.

Los espacios mencionados por Mesonero coinciden con los referidos por Ramón de la Cruz en el prólogo a sus sainetes, antes citado. La «sociedad» de Mesonero es la «vida civil» o la «sociedad civil» del siglo anterior, objeto de la mímesis costumbrista. José Antonio Maravall vio en ello «la aparición de una conciencia de clase media».28 Según Peter Hohendahl, a comienzos del siglo XVIII se inició en Inglaterra, adelantándose a otros países, un proceso consistente en que «la literatura favoreció el movimiento de emancipación de la clase media como instrumento para alcanzar una valoración propia y para articular sus exigencias humanas contra el estado absolutista y la sociedad jerarquizada».29 En Francia, en los años anteriores a la Revolución, Mercier considera que la literatura moderna ha de ser una reivindicación frente a la literatura aristocrática del antiguo régimen representada por el clasicismo, proponiendo, en cambio, de forma reivindicativa, una verosimilitud literaria regulada por lo que él llama «la lógica de la clase media»30.

En España, Moratín exige al poeta cómico: «Busque en la clase media de la sociedad los argumentos, los personajes, los caracteres, las pasiones y el estilo en que debe expresarlas» (Discurso preliminar, pp. 321-322). El costumbrismo del siglo XIX también se regula por la misma verosimilitud. En Mesonero Romanos o en Bretón de los Herreros la fisonomía nacional se logra trazando la diversidad de rasgos de sus propios lectores de la clase media urbana. Según El Curioso Parlante, la clase media por su extensión, variedad y distintas aplicaciones, es la que imprime a los pueblos su fisonomía particular, causando las diferencias que se observan en ellos. Por eso, en mis discursos, no dejan de ocupar su debido lugar las costumbres de las clases elevada y humilde, obtienen naturalmente mayor preferencia las de los propietarios, empleados, comerciantes, artistas, literatos y tantas otras clases como forman la mediana de la sociedad.31 Lo cual coincide con lo que dice Bretón en uno de sus artículos de costumbres: «no es en los palacios de los próceres, ni en los caramanchones de la chusma donde han de estudiarse la índole y las costumbres de un pueblo, sino en la clase media, y más cuando ésta ha ganado en número y en influencia lo que aquélla ha perdido, tal vez para bien de todas.»32

La mímesis costumbrista tanto en sus orígenes dieciochescos como en su continuidad en el siglo XIX, en los diversos géneros literarios costumbristas, en autores como Ramón de la Cruz, Tomás de Iriarte y Moratín en el teatro, Ramón de Mesonero Romanos en el cuadro de costumbres, Bretón de los Herreros tanto en el teatro como en el cuadro de costumbres, se sustenta en la lógica de la clase media reivindicada por Mercier. Entendemos así la mímesis costumbristas como concepción estética de la modernidad. La lógica de la clase media sustenta la verosimilitud de la mímesis costumbrista en sus diversos géneros como forma literaria propia de la modernidad y como reivindicación de una conciencia de clase media.

Modernidad, revolución burguesa.

Es a partir de esta nueva visión del mundo, en su dimensión literaria, cuando, desde la Ilustración, con la nueva mímesis costumbrista, se establece la concepción originaria del realismo que asociarnos con la novela decimonónica. Frente a esta modernidad de la nueva estética que corresponde a una nueva sociedad, reacciona el Romanticismo, la otra cara de la modernidad, al decir de Octavio Paz, en cuanto que el Romanticismo fue una reacción contra la Ilustración; a nuestro parecer, una experiencia dolorosa de la modernidad.33

Entendemos el término «modernidad» en el sentido en que Fredreric Jameson explica el concepto de «revolución cultural burguesa». Para este autor, modernización es, en efecto, un eufemismo respecto a dicho concepto revolucionario.34 Jameson establece la equivalencia cuando dice que «la Ilustración occidental puede mirarse como parte de una revolución cultural propiamente burguesa, en la que los valores y los discursos, los hábitos y el espacio cotidiano del ancien régimen fueron sistemáticamente desmantelados de tal manera que pudieran levantarse en su lugar las nuevas conceptualidades, hábitos y formas de vida, y los sistemas de valores de una sociedad de mercado capitalista. Este proceso suponía claramente un ritmo histórico más vasto que el de acontecimientos históricos puntuales tales como la Revolución Francesa o la Revolución Industrial». Dentro del proceso histórico de esta revolución cultural burguesa, el conjunto de obras sobre el romanticismo puede leerse ahora, según el mismo teórico, «como el estudio de un momento significativo y ambiguo de la resistencia a esa particular 'gran transformación'»35. Proponemos que entre las nuevas conceptualidades de orden superestructural que, según Jameson, se establecieron en el espacio desmantelado durante el proceso de la revolución burguesa hay que situar la mímesis costumbrista. En efecto, la nueva concepción de la literatura que originariamente entraña el costumbrismo, como impulso del realismo, se manifiesta como una reivindicación de la revolución cultural burguesa, en el sentido indicado por Jameson, como movimiento emancipador de la clase media en contra de la literatura propia de la clase aristocrática dominante. La gran transformación revolucionaria que abre la era de la literatura moderna es el cambio fundamental en el concepto de mímesis que se opera en el siglo XVIII con la Ilustración. En relación con esta transformación el Romanticismo es una reacción contra esta moderna concepción mimética del arte. El desvío que la poética romántica significa con respecto a esta concepción mimética de la literatura forma parte de la resistencia romántica a la «gran transformación» a que se refiere Jameson. Entendemos el Romanticismo como una insatisfacción producida por las consecuencias de la revolución burguesa.

Para representar esta oposición conceptual entre Realismo y Romanticismo en el contexto de la revolución cultural, podemos servimos de la antítesis metafórica propuesta por M. H. Abrams como título de su conocido libro sobre la teoría romántica El espejo y la lámpara,36 dos metáforas tradicionales que se contraponen al representar la ficción poética como dos concepciones opuestas, la una como imitación y la otra como expresión. Indica este autor que la primera de estas metáforas -el espejo- fue característica del pensamiento desde Platón al siglo XVIII mientras que la segunda -la lámpara- representa la visión romántica de la mente poética. La sustitución radical de una metáfora por otra en el discurso crítico significaría el cambio de la crítica clasicista a la romántica. El Romanticismo, según esto, consistiría en la sustitución de una poética tradicional de la mímesis por una nueva poética de la expresividad. La literatura de concebirse como reproducción de un modelo externo pasa a percibirse como expresión espontánea del sentimiento. Pero la mímesis a la que se opone el Romanticismo ya no es la concepción idealista de imitatio naturae de la poética clasicista tradicional, por entonces débil y periclitada. Lo que rechaza el discurso crítico romántico es el concepto moderno de la literatura a que aquí nos referimos, como pintura de la sociedad, como cuadro de la vida civil, resultado de la mímesis costumbrista.

En el plano literario, generalmente, se suele oponer el Romanticismo al Neoclasicismo, pero en realidad la oposición en la concepción de las artes entre los siglos XVIII y XIX se establece verdaderamente como oposición entre la mímesis costumbrista generadora del Realismo y la expresividad romántica. Al fin y al cabo el Neoclasicismo representa en el siglo XVIII la supervivencia y el fin de una concepción de la literatura propia de la Antigüedad, mientras que la mímesis costumbrista iniciada en el mismo siglo abre hacia adelante el camino de la literatura realista del siglo XIX, en el periodo posromántico. Cuando Espronceda ridiculiza al «pastor clasiquino» se ensaña con un tipo ya momificado en su pervivencia. El Romanticismo más que contra al Neoclasicismo, ya anacrónico, se opone al nuevo realismo literario de la Ilustración, abriendo a su vez otros caminos simultáneos, pero antitéticos de la literatura moderna.

En ocasiones anteriores me he referido a un texto de Gertrudis Gómez de Avellaneda para ilustrar la diferente concepción de la literatura representada por la contraposición metafórica de la lámpara y el espejo.37 La poeta encuentra que la literatura que produce el escritor costumbrista (Mesonero Romanos), basada en la observación y en el conocimiento determinado del país y del mundo en que vive es la antítesis de la poesía que produce el poeta visionario, incapaz de conocer y de pintar el mundo exterior. En la simultaneidad de las posibilidades literarias del periodo romántico, la invención visionaria del poeta se contrapone en el texto de la Avellaneda a la mímesis costumbrista, es decir a la copia fiel y prosaica de la sociedad, de las costumbres de la clase media que en los textos antes citados se llamaba «vida civil».

Durante este periodo, el costumbrismo, lo que se ha llamado paradójicamente el costumbrismo romántico, mantiene con la estética romántica una relación de simultaneidad antagónica, enlazando sin solución de continuidad con el realismo decimonónico representado por la novela. En este último segmento continúa vigente la metáfora del espejo como representación de la novela, un espejo a lo largo de un camino.

La continuidad de la novela con el costumbrismo ha sido estudiada en Francia en la obra de Balzac.38 Como dije en un artículo sobre las concomitancias de la novela y el costumbrismo, se trata de la novelización de la literatura costumbrista institucionalizada en la prensa periódica desde el Siglo XVIII.39 Entre nosotros, Galdós tiene en cuenta este proceso en sus tempranas «Observaciones sobre la novela contemporánea en España», de 1870. Lo que, en este escrito, el novelista español considera «La aspiración de la sociedad actual a exteriorizarse», que él ve manifestándose en los cuadros de costumbres de los últimos años, es lo que nosotros llamamos «mímesis costumbrista». Ya hemos visto antes cómo, en la literatura española, este largo y laborioso proceso de exteriorización social a que alude Galdós se inicia, dentro de un contexto europeo de veracidad literaria, con escritores como José Clavijo y Fajardo, autor de El Pensador, Ramón de la Cruz, Tomás de Iriarte mediante la representación literaria de la vida civil, continuada en el siglo siguiente por los autores de comedias de costumbres, como Bretón de los Herreros, y de cuadros de costumbres, como Mesonero Romanos, a los que se refiere particularmente Galdós. Dije que, a mi modo de ver, la relación entre costumbrismo y novela no es una cuestión mecánica de causa y efecto, sino de una concomitancia textual. La exteriorización de la sociedad presente textualizada en el costumbrismo proporciona la «materia novelable» a que se refiere Galdós en su discurso de ingreso en la Academia: «La sociedad presente como materia novelable». Sí, la sociedad presente textualizada ya por la mímesis costumbrista. El costumbrismo es la materia novelable.

En el esteticismo modernista, tampoco tiene cabida la mímesis costumbrista. En esto, como en tantas cosas, los modernistas son herederos de los románticos. El protagonista y el lector de los artículos de costumbres es la «vulgar gente» que en el exquisito soneto alejandrino dedicado por Rubén Darío a su amigo el marqués de Bradomín40 pasea errante por los jardines de Versalles haciendo enmudecer «el chorro de agua de Verlaine». La fuente es precisamente la otra metáfora, como la lámpara, que representa la expresividad de la poesía romántica en contraposición con el prosaísmo costumbrista reflejado en el espejo de la veracidad realista. En los jardines de Aranjuez que visita El Curioso Parlante en su artículo «Un viaje al sitio»41 también le acompaña la «vulgar gente» que puebla los artículos de costumbres, que en el soneto versallesco de Rubén Darío es, desde la mirada despectiva del poeta, «un vulgo errante municipal y espeso».

Por el contrario, la estética del costumbrismo es la estética de lo vulgar; sí, de lo que para Ortega es la costumbre: «lo baladí, lo sin valor, lo insignificante».42 Lo vulgar sin primores azorinianos. El vulgar garbanzo, diríamos, como el brasero, en el conocido artículo de Mesonero, puede ser, desde el costumbrismo, objeto de la mímesis. Como la gente vulgar que visita los jardines aristocráticos de Aranjuez o de Versalles, el garbanzo en la textualización costumbrista de la realidad se convierte en materia novelable. Por eso, la caracterización que hace Valle-Inclán de Galdós, desde una perspectiva versallesca, cuando lo llama despectivamente «don Benito el garbancero», si pudiéramos quitarle la valoración despectiva, podría ser una expresión simbólicamente adecuada para representar la intertextualidad de la relación tan debatida entre costumbrismo y novela.

Con la contraposición de la mímesis costumbrista al esteticismo modernista hemos llegado al final del apresurado recorrido iniciado en el XVIII y continuado a lo largo del XIX por la trayectoria señalada en el título de nuestro coloquio. Desde la moderna perspectiva estética de la mímesis costumbrista hemos tratado de considerar la relación conflictiva entre el Realismo y el Romanticismo en la literatura moderna como afirmación del espíritu burgués de la Modernidad, por un lado, y resistencia a su proyecto, por otro. El Realismo y el Romanticismo son las dos caras de la moneda.




ArribaAbajoFundamentos teóricos acerca del Romanticismo español

Diego MARTÍNEZ TORRÓN


Universidad de Córdoba

El presente trabajo contiene las claves interpretativas de mis cuatro libros sobre tema romántico, Los liberales románticos españoles ante la descolonización americana (1808-1834) (Madrid, Fundación Mapfre, 1992), El alba del romanticismo español. Con inéditos recopilados de Lista, Quintana y Gallego (Sevilla, Alfar, 1993), Ideología y literatura en Alberto Lista (Sevilla, Alfar, 1993) -que es el más importante de los cuatro-, y el reciente Manuel José Quintana y el espíritu de la España liberal. Con textos desconocidos (Sevilla, Alfar, 1995). (Cfr. tb. mi La sombra de Espronceda, Mérida, Ed. Regional de Extremadura, en prensa).

Expongo estas ideas a nivel muy divulgativo, porque el aparato crítico y erudito de estos libros -muy densos de por sí- justifica una exposición aquí más sencilla y sumaria. En cuanto a la metodología, como expuse en el prólogo a mi libro Ideología y literatura en Alberto Lista, me baso en una visión contenidista y temática que aúne ideología y literatura, con el fundamento de una documentación histórica objetiva de archivo.

La base de mi argumentación busca romper con el extendido tópico de que España llegó tarde y mal a la modernidad, achacando a nuestro romanticismo no sólo una calidad literaria inferior sino también una vida breve. Es lo que hizo Allison Peers en su estudio ya sobrepasado, aunque la documentación de que parte siga siendo interesante, o Ángel del Río, entre otros autores conocidos de todos. Creo que estos falsos tópicos se deben a que la crítica no ha comprendido en ocasiones la peculiaridad de nuestro romanticismo.

En mi libro sobre la descolonización fundamenté mi aserto de que la Guerra de la Independencia constituye una auténtica revolución liberal aunque fuera también unida a la facción servil que sólo buscaba la emancipación del territorio ocupado. Los franceses hicieron creer a nuestros historiadores, como Artola, que ellos y los afrancesados venían a salvar a España de su atraso finisecular y a liberarla del absolutismo, silenciando para ello sus métodos militaristas y tiránicos y, lo que es más importante, la existencia de un pensamiento liberal progresista de sumo interés y que es el que he procurado estudiar en mis libros.

De este modo mantengo que durante la Guerra de la Independencia había ya tres facciones políticas: los serviles que buscaban la continuidad borbónica, los reformistas ilustrados agrupados en tomo a la Regencia, y los liberales progresistas. En esta última facción destacan cerebros tan poderosos como los de Manuel José Quintana -«hombre todo de una pieza» le llamó don Marcelino, «el hombre más honesto que conozco» Blanco White-, Álvaro Flórez Estrada -que está esperando un nuevo estudio-, Juan Nicasio Gallego, Argüelles etc.

Las Cortes de Cádiz me parecen unas Cortes totalmente revolucionarias, y remito al Diario de Sesiones estudiado en mi libro sobre la descolonización.

Manuel José Quintana, con la colaboración entre otros de Alberto Lista -en su época patriótica y preafrancesada-, editan el Semanario Patriótico en su segunda época exaltada y antimonárquica, que recibió protestas de la Junta -ver carta de Jovellanos a Lord Holland-. Buscaba Quintana textualmente «una gran revolución sin escándalo y sin desastres». A los liberales se debió el hurto de la convocatoria de Cortes, estudiado por Dérozier, que condujo a la convocatoria unicameral de las mismas, frente al diseño mantenido por Jovellanos -Memoria en defensa de la Junta Central- y la Regencia. Liberalismo y romanticismo aparecen indisolublemente unidos en esta época. De hecho los periódicos llevan siempre una parte política y otra literaria en sus páginas, en un período en el que las letras tenían un aire apasionado y revolucionario.

El romanticismo llega pronto a España, aunque la aparición del término romántico deba esperar a 1821 en las páginas de El Censor en artículo de Lista, y en referencia también de ese año en los escritos de Quintana. Los románticos lo son sin saberlo, «avant la lettre».

De este modo vemos que el joven Lista, mucho antes de la polémica de Böhl de Faber y José Joaquín de Mora en 1814 -estudiada por Pitollet-, reseña ya en 1807 el libro de Lord Holland -importante personaje que hay que estudiar en relación a Jovellanos y a la gestación de nuestro primer romanticismo- sobre Lope de Vega, Some Account on Life and Writings of Félix Lope de Vega Carpio (1806). Y Lista se manifiesta más progresista que los autores de esta polémica a la que se adelanta, haciéndose receptor de una visión romántica de nuestro teatro áureo por parte de un escritor británico.

Desde el punto de vista específicamente literario, creo es conveniente destacar, y la idea me parece importante, la existencia de un primer romanticismo español, coexistente con el alemán e inglés de la primera generación. Es lo que he denominado El alba del romanticismo español, que abarca toda esa zona de tierra de nadie en la que la crítica no había conseguido definir el panorama literario, y que va desde los últimos decenios del siglo XVIII hasta 1834 en que se estrena el Don Álvaro. Ya en 1825 Alberto Lista escribe su drama histórico inacabado Roger de Flor, que he encontrado y transcrito, en el que, como en muchas obras de esta corriente, se manifiesta lo que he denominado alma romántica en cuerpo neoclásico, pues su sentimiento del amor es ya netamente romántico, como no podía ser menos en personaje tan informado de las corrientes de la época.

En este primer alborear romántico habría que reseñar los poemas de Quintana, de gran valor literario, Ariadna de 1795, que constituye un canto apasionado al amor perdido y que finaliza con el suicidio de la protagonista en un proceloso acantilado; y también el magnífico poema panteísta Al mar de 1798. Este poema Al mar está constatado por Dérozier que influyó en el final de La peregrinación de Childe Harold de Byron, quien viajó a Cádiz para conocer el mar que inspiró al genial poeta español, que cantó a la naturaleza furiosa del líquido elemento en su momento de singular bravura. Notemos que en Al mar se manifiesta la soledad del poeta místico panteísta ante una naturaleza que responde con el silencio; otro tipo de místico, el cristiano, encuentra por el contrario una cierta respuesta en un posible Dios humanizado, aunque quizás sea en el doble de su propio yo.

Quiero insistir en la enorme importancia de la figura de Manuel José Quintana, a quien he dedicado mi último libro Manuel José Quintana y el espíritu de la España liberal. Con textos desconocidos, demostrando fue autor de una serie de epítomes en los Retratos de españoles ilustres, autoría que justifico mediante la correspondencia de este interesante escritor que he publicado yo mismo en mi El alba del romanticismo español. Quintana es un hombre valiente, que se enfrenta a la Inquisición, mientras Arjona, Reinoso y Lista buscan el modo de escabullirse de ella. A su tribunal le indica que le están juzgando por lo mismo que han escrito con su permiso Saavedra Fajardo o Lope de Vega: por pretender el control sobre el poder real absoluto. Naturalmente acabó en la cárcel, compartiendo celda con Álvarez Guerra, Argüelles y el joven Martínez de la Rosa.

Quintana es un poeta revolucionario, no amatorio, aunque en su Ariadna se perciba una rica cualidad lírica que no pudo desarrollar, ya que puso su pluma al servicio de un diseño moderno político y social de la nación española. Fue un nacionalista progresista, malentendido por los críticos e historiadores del XIX: Pirala, Sánchez Moguel, Alcalá Galiano, Cueto, etc., para damos de él una visión falsa y desagradable de nacionalista provinciano y reaccionario, que nunca fue.

Creo que hay que prolongar y corregir las teorías de Sebold, con las que coincido desde otro punto de vista. A Sebold se deben importantísimos estudios sobre nuestro protorromanticismo. Pero me permito indicar que no creo que Cadalso sea el primer romántico europeo, sino un prerromántico con gusto por lo horroroso y nocturno, por el morboso y fúnebre escenario sepulcral. Las teorías de Sebold surgen del propio Azorín, que estaría en este punto con nosotros. Para Azorín hay un romanticismo temprano, que se manifiesta en el último Meléndez, en la Epístola desde el Paular de Jovellanos, y pretendidamente en Cadalso. Debo decir por tanto que Azorín, Sebold y yo, coincidimos en la existencia de un primer romanticismo a finales del XVIII. Pero diferimos en los autores, y la discrepancia es importante porque, en lo que a mí respecta, responde a toda una cosmovisión acerca de los rasgos que definen a este primer romanticismo.

Sin que ello signifique desmerecer el importante avance de las teorías de Azorín y Sebold al respecto, creo que Cadalso es un hombre aún permeabilizado por el pasado, es un prerromántico. Lo mismo cabría decir del último Meléndez o de Jovellanos. Quintana sí es específicamente romántico, porque expone en sus poemas todo el universo de pensamiento que define a este movimiento.

Diría que hay una línea continua, un discurso jalonado por hitos en evolución. La ilustración en su vertiente afectiva constituiría la pubertad lejana de ese movimiento. El prerromanticismo la adolescencia, marcada por el gusto sepulcral y horrísono, los aspectos morbosos de la muerte. El romanticismo sería ya la madurez en ese decurso y se caracterizaría por el panteísmo, por la libertad erótica, por la libertad pasional y por la libertad revolucionaria política -que se aplaca y deriva hacia la evasión idealizada en los poetas conservadores como Rivas y Zorrilla, espléndidos también-.

En el romanticismo los temas sepulcrales prerrománticos ingresan en una nueva dimensión de profundidad, relativa a un sentimiento específicamente panteísta de la naturaleza y a una evocación más idealizada.

Como añadido a esta línea biológica de la literatura del XIX estaría el período de senectud, constituido por el postromanticismo becqueriano y la interesante copla de Ferrán, y caracterizado por una depuración intimista e interiorizante respecto a la declamación retórica de los románticos, que no buscaban la lectura privada sino enardecer al auditorio en lectura pública. Notemos que el romanticismo de Zorrilla recorre todo el siglo XIX.

La línea que va de la ilustración al romanticismo, es un continuo semejante al que marca la evolución de la metafísica igualmente idealista desde el ilustrado Kant a los románticos Fichte, Schelling y Hegel. Se trata de hitos en un mismo movimiento, tanto en el idealismo filosófico como en el romanticismo literario.

Ya he señalado algunas características del prerromanticismo. ¿Cuáles son las del romanticismo? Se derivan de los escritos de los propios autores de la época, por ejemplo de la obra periodística de Lista. Es muy interesante leer la prensa del momento, donde se encuentra la clave de interpretación intrahistórica de todo este período.

Como he dicho el mero regusto sepulcral del prerromanticismo adquiere en el romanticismo una nueva dimensión de profundidad, relativa a todo un pensamiento poético acerca de la muerte y las cuestiones de la ultimidad humana. Características del romanticismo son: en primer lugar el conflicto entre amor y deber social, con la aparición de la libertad pasional, el amor como expresión de una subjetividad sincera. Notemos que es un paso de gigante, que nuestras generaciones contraculturales recogerán más tarde. Apenas unos decenios antes el problema residía simplemente en la libertad de elección de marido, en él teatro de Moratín. Ahora es una energuménica y desaforada libertad pasional, un torrente incontenible de subjetividad libre. La libertad de los sentimientos.

En segundo lugar, otra forma de libertad, la cívica y social, la libertad política, la lucha revolucionaria contra el tirano, patente ya en los diputados de Cádiz que asistían bajo las bombas a la crítica del absolutismo en Les vêpres siciliennes de Casimir Delavigne. Es la instauración de la democracia, con su concepto de soberanía popular, sentida de una manera más inmediata y directa que la democracia actual de los grandes números y estadísticas nos ha hecho olvidar -recordemos la frase de Borges: «la democracia, ese increíble abuso de la estadística...».

En tercer lugar la aparición de lo que Lista llamaba el hombre interior, utilizando terminología religiosa y paulina, y que no es ni más ni menos que el imperio de lo subjetivo, de los sentimientos, de la interioridad afectiva del hombre.

En cuarto lugar el gusto por la naturaleza viva, el panteísmo, patente incluso en los escritores más conservadores como Zorrilla, cuya obra, por cierto, me parece admirable, aunque no alcance las cotas de Espronceda.

En quinto lugar la existencia de una fraternidad liberal internacional, que puede seguirse en los periódicos de la época. El liberalismo se entiende como una cruzada filantrópica, como una forma de extensión de la libertad. Poetas como Byron, consecuentes con ello, ofrecerán su vida en el empeño. En España, la actividad política de Larra y Espronceda. Sobre este último genial autor, José de Espronceda, preparo desde hace años un libro, La sombra de Espronceda, ahora en prensa en la Editora Regional de Extremadura.

Insistiré en la asociación entre liberalismo y romanticismo, entre sentir democrático y libertad pasional.

Pero el ya primer Quintana y el primer Rivas son claros ejemplos de este alborear romántico. Citemos por ejemplo el conocido poema de Rivas, «Con once heridas mortales», datado en el hospital de Baza en 1809, y aparecido en la edición de sus poesías de 1814. El propio poeta huye a caballo, mortalmente herido, atravesando el campo de batalla entre cadáveres «en noche oscura y nublada». En el hospital es curado por «la hermosísima Filena» -nombre aún de neoclasicismo pastoril-. Y le parecen al soldado más profundas las heridas del alma que le está produciendo aquella bella muchacha que las que ha sufrido en la batalla. ¿Hay algo más romántico, ya en 1809?

Todo esto viene a sustentar nuestra hipótesis de la Guerra de la Independencia como una guerra romántica, como una auténtica revolución liberal, que al sentimiento de defensa del territorio nacional perseguida por los serviles, unió el diseño de todo un proyecto de nación completamente nuevo por parte de los liberales. Si la Revolución Francesa actúa contra la aristocracia, la Revolución española lo hace contra el invasor, y aprovecha para cambiar la faz política del país. Es la España moderna. El nacionalismo de Quintana no es en absoluto reaccionario, aunque así lo creyeran sus críticos e historiadores del XIX -remito a mi último libro sobre este autor ya citado-: es un nacionalismo revolucionario y progresista.

De todas formas debe advertirse que entre el primer romanticismo español y el primero romanticismo europeo, existe la misma diferencia que entre los cuadros y grabados de Goya -con su visión tremenda de la guerra, hasta llegar a las alucinaciones de las pinturas negras- y los tonos pastel de Turner. Los románticos españoles de esta primera hornada no estaban para edulcoraciones líricas a la manera británica y alemana. ¿Podrían escribir, como Keats To a friend who send me some roses, o a seres míticos idealizados, si al salir de casa encontraban el suelo sembrado de cadáveres? El primer romanticismo español se encuentra por ejemplo también en la poesía patriótica de esta gesta de defensa popular contra el ejército mejor preparado del mundo, pongamos por ejemplo el poema -cuya versión distinta he descubierto- de Juan Nicasio Gallego A la influencia del entusiasmo público en las Artes (1808), con su concepto idealista del arte, y sus referencias a la guerra.

Todo esto nos lleva a destacar una serie de peculiaridades en el romanticismo español, cuyo desconocimiento ha hecho incurrir a la crítica durante muchos años en gigantescos errores de apreciación antes señalados, como si hubiéramos llegado tarde y mal a la modernidad, prejuicio totalmente falso.

Peculiares en nuestro romanticismo son:

En primer lugar la lucha política, la muerte como hecho cotidiano de una guerra que lleva a la aparición de unas Cortes revolucionarias. No había tiempo, como he dicho, para efluvios líricos.

En segundo lugar el exilio. Lo que nuestros liberales no calcularon es que el rey no aceptaría el diseño del país que ellos habían preparado, y preferiría el antiguo régimen absoluto. En otros países hubo también un período de falta de libertad, la Francia del rey Luis, la Europa de Metternich; recordemos que fue el rey francés el que interrumpió la revolución española en 23. Pero el exilio caracteriza a la generación romántica, porque la privación de libertad por los fernandinos fue aquí más larga. Aunque otros románticos como Hugo sufrieran igualmente el exilio de su país. Por cierto que he podido descubrir que Rivas estuvo a punto de ser discípulo de Lista en París, impidiéndolo la huida de este de la ciudad francesa aquejada por el cólera.

En tercer lugar hay que destacar un punto importantísimo: la influencia del teatro del siglo de oro en las generaciones románticas. Aquí está la mano de Lista y remito a mi libro donde lo analizo con detalle. Este punto requeriría de por sí toda una ponencia. Baste destacar que fue Lista el que formó a los jóvenes románticos, a partir de sus espléndidos artículos durante el trienio en El Censor, en las bellezas de nuestro teatro áureo, señalando la influencia del mismo en el teatro francés, frente al complejo de inferioridad del primer neoclasicismo. Lista marcó el interés de Ochoa y Durán hacia nuestro pasado. Sin Lista nuestro romanticismo hubiera sido diferente. Lista fue capaz de conectar el idealismo caballeresco de nuestro siglo de oro, al que se refiere frecuentemente, con el idealismo romántico de los jóvenes, a los que sin embargo miraba con prevención porque sus ideas le parecían excesivamente revolucionarias. En mi libro me he referido a la labor de Lista como editor de textos áureos, pues le considero autor de la edición de la Colección general de comedias escogidas de autores españoles, Madrid, 1826-33, 33 vols., incompleta en la Nacional.

En cuarto lugar: nuestro romanticismo es muy ideológico. Luego derivará, con la excepción radical de Espronceda y Larra, durante el liberalismo doctrinario, a la evasión medieval de Rivas y Zorrilla. Pero lo que busca en la Edad Media, por ejemplo, es la fuente histórica que le dé seguridad ante una situación nueva, como en la Teoría de las Cortes de Marina, que fundamenta nuestra democracia en las Cortes medievales. El medievalismo no es un capricho, sino intento de buscar raíces en nuestro pasado, ante una época en cambio vertiginoso donde nada había seguro.

En fin, aquí sólo he intentado, despojado de todo aparato crítico, hacer comprender al amable lector los fundamentos teóricos -en un nivel de comprensión muy elemental y sencillo- que mueven las aspas de molino de más cinco libros sobre romanticismo, teniendo en cuenta que éstos -en especial el dedicado a Lista, que es el más complejo- contienen un rico semillero de sugerencias que darían lugar de por sí a otras numerosas y muy distintas ponencias.

Confío en que el esfuerzo que he dedicado a desentrañar las claves de este primer romanticismo español, contribuya a hacemos borrar ese complejo de inferioridad tan típico de la autocrítica hispana ya desde Larra al 98, y romper con el desgraciado tópico que parte de la suposición de que España llegó tarde y mal a la modernidad. Ni llegó tarde, porque su primer romanticismo alborea a la par del romanticismo inglés o alemán, aunque con las características peculiares que he señalado, ni llegó mal, porque todavía hay que descubrir el valor literario, en muchos casos oculto, de nuestros poetas del romanticismo, entendiendo por tal la época que va desde 1795 a 1850.




ArribaAbajoTeorías literarias de Alberto Lista en la Poética de Campoamor

Carmen SANCLEMENTE


Es bien sabido que Campoamor cita frecuentemente en su Poética a Alberto Lista, en la mayor parte de las ocasiones con el fin de combatir su opinión sobre el lenguaje poético. El objeto de la presente comunicación es comentar los motivos que impulsaron a Campoamor a mencionar con tanta insistencia a Lista, y mostrar, asimismo, cómo desde una posición aparentemente contraria a la de éste, Campoamor llegó a elaborar la justificación de su propia poesía -entendida como «drama animado»- con algunas de las opiniones literarias que el maestro de la escuela sevillana había expuesto en sus Ensayos. Y decimos aparentemente porque, como tendremos ocasión de comprobar, Campoamor rechaza los planteamientos neoclásicos de la estética de Lista para fijar su atención en aquellos que más se aproximan a su vertiente romántica. Recordemos que Campoamor, contemporáneo en su juventud de Espronceda, se había formado en las filas del Romanticismo.

La labor docente realizada por Alberto Lista supuso una notable influencia en la vida literaria de su tiempo, no sólo por las famosas Lecciones de Literatura que impartió sino también porque la ya notoria autoridad del maestro trascendió más allá de las aulas cuando vieron la luz pública varios artículos literarios en diversas revistas de la época. Algunos de estos artículos fueron recogidos en un volumen ya en 184043 (es el primero de sus Artículos críticos y literarios, pues el segundo vol. no llegó a publicarse) y, cuatro años después, volvieron a imprimirse, acompañados de algunos más que su autor había escrito desde entonces, bajo el título de Ensayos literarios y críticos44. Ensayos que merecieron un amplio comentario en El Heraldo, desde cuyas páginas se recordaba al público la merecida fama de Lista y se encomiaban sus artículos porque presentaban, en conjunto, toda una doctrina literaria.45

La indiscutible autoridad del maestro de la entonces llamada «moderna» escuela poética sevillana contribuyó a mantener vivas las cuestiones sobre teoría literaria expuestas en sus Ensayos, al ser aplicadas éstas por los poetas de dicha escuela: Así, por ejemplo, Luis Vidart, en el prólogo que escribió en 1873 para el primer tomo de las Poesías de doña Antonia Díaz de Lamarque46 todavía sigue mencionando, al enjuiciar esta obra, los criterios literarios de Alberto Lista. No es de extrañar, por tanto, que en 1879, Campoamor recurriese a los Ensayos, aun cuando éstos hubiesen sido publicados por vez primera hacía más de treinta años.

Por otra parte, no hemos de olvidar que en 1844, el mismo año en que se publicaron los Ensayos de Lista, y la correspondiente reseña que hemos mencionado en El Heraldo, empezaron a ver la luz pública en este mismo periódico las primeras Doloras de Campoamor, las cuales no gozaron precisamente del mismo aplauso unánime por parte de la crítica cuando dos años después las reunió el poeta en un volumen: Ciertamente, no cabía esperar otra reacción ante una poesía como la de Campoamor, con un lenguaje tan opuesto a los intereses estéticos de la escuela poética sevillana. De ahí, que las Doloras fuesen objeto de las siguientes acusaciones por parte de Manuel Cañete -de quien, andando el tiempo, llegó a decir Amador de los Ríos47 que era «uno de aquellos poetas que mantienen vivos en la corte el carácter y el espíritu de la Escuela de Sevilla»-:

«[...] se conocerá la razón que hemos tenido para lamentar el abandono en que deja la generalidad a los verdaderos ingenios, mientras que se paga extraordinariamente de las vacías producciones de una multitud de poetastros, sólo porque le hablan en un tono y en un idioma que desdicen mucho de lo que debieran ser las inspiraciones poéticas en nuestros días. Reconociendo, pues, el mal gusto que domina en la mayor parte del público, es como puede explicarse que las poesías de estos ingenios no sean todo lo apreciadas que merecen serlo, y que apenas circulen las bellísimas de la señorita Avellaneda, de Arolas, Capitán48, Pastor-Díaz, Fernández Guerra y algunos otros, al paso que se celebran como cosa de gran valía las poco correctas composiciones de [...] Campoamor. [Éste] sin embargo, no ha delirado constantemente; antes bien [...] por casi todas las composiciones que encierra el volumen que publicó bajo los auspicios del Liceo, y principalmente por su oda a María Cristina, merece consideración y elogios: pero estos esfuerzos aislados no bastan para disculpar a los hombres de talento cuando se dejan arrebatar en el torbellino de la vulgar extravagancia.

[...] Campoamor, lejos de cantar el dolor [en las Doloras], se reduce a decir una sentencia vulgar en un tono epigramático, conservando generalmente la forma que tienen la mayor parte de nuestras letrillas, y dando un colorido sentencioso a cosas que suelen en ocasiones no ser más que una mera reunión de palabras, lo cual no merece la pena, si bien se mira, de que se le aplique el nombre de innovación.» [La cursiva es nuestra].



Esta crítica tan dura ejercida por Cañete contra las Doloras de Campoamor, tuvo una amplia difusión, ya que fue publicada en dos revistas literarias: en la Revista de Europa de Madrid y en El Fénix de Valencia49. Y, sin duda la tuvo presente y se refería a ella Campoamor cuando, en 1875, afirmaba:

«[...] Aceptado al fin el género [de las Doloras], me propuse probar a la escuela que más las ha combatido, que no sólo el fondo de sus obras era el vacío, sino que el lenguaje poético oficial en que escribía era convencional, artificioso y falso, y que se hacía necesario sustituirlo con otro que no se separase en nada del modo común de hablar.»50

Así, pues, ante una escuela que había criticado tan duramente sus doloras, destacando su vulgaridad, y cuyo «lenguaje poético oficial» era tan contrario al suyo, Campoamor se propuso no sólo seguir practicando el nuevo género poético, sino también mantener sus propias teorías sobre la poesía en constante oposición a la escuela poética sevillana. Y para ello, nada mejor que cuestionar las palabras del maestro de dicha escuela.

Son numerosas las ocasiones en que Campoamor cita a Alberto Lista. En la Poética podemos leer las opiniones del maestro sevillano, en cuanto a la imitación y a la originalidad, con las que Campoamor coincidía. Así como cuando afirma que él cree «como el Sr. Lista, que el arte es un organismo a cuya composición deben contribuir todas las ideas».51 Pero si es cierto que en la mayor parte de las ocasiones menciona a Lista para rebatir su opinión sobre el lenguaje poético, también lo es, como veremos seguidamente, que Campoamor toma del maestro sevillano, y en esta ocasión sin citarle, aquellos argumentos que le sirven para justificar su propia poesía, entendida ésta como «drama animado», como «apólogo», transformado finalmente, en «dolora».

Como es sabido, el prólogo que Campoamor escribió y publicó en 1879 al frente de la edición de Los Pequeños Poemas fue el texto que, íntegro y notablemente ampliado, vio la luz pública en 1883 con el título de Poética, la cual tuvo su segunda edición, corregida y aumentada, en 1890. Sin embargo, ya en 1873, en el «Prólogo» al libro de versos Nubes y Flores, de Don Fernando Martínez Pedrosa, Campoamor, al comentar la poesía de este autor, menciona a Alberto Lista y cita dos textos suyos correspondientes a los Ensayos52:

«El estilo del Señor Martínez Pedrosa, me es doblemente atractivo porque escribe con una naturalidad y un buen gusto que encantan. Yo bien sé que no hay ninguna de las lenguas conocidas en que el lenguaje poético no se diferencia más o menos del lenguaje de la prosa. Creo que la escuela del Señor Martínez Pedrosa, que procura descartarse de la hojarasca de lo que se llama el lenguaje poético, es un progreso hacia la buena poesía. Y repito esta afirmación aun a riesgo de ofender los manes del bueno de D. Alberto Lista, que en uno de sus artículos literarios dice: «Pícaro fue el momento en que ocurrió a D. Tomás de Iriarte la idea (que puso constantemente en práctica) de que el lenguaje de la poesía debía ser el mismo, de la prosa; y pícaro también aquel en que Samaniego juzgó a propósito celebrarle la gracia. Uno y otro equivocaron la sencillez con la vulgaridad.» Entendámonos: Iriarte y Samaniego equivocaron frecuentemente la sencillez con la vulgaridad; pero cuando no la equivocaron, ya quisiera el Señor Lista y todos los discípulos de la escuela rimbombante bélico-oriental imitar al primero en lo preciso y bien graduado de los planes de sus fábulas, y al segundo en el estilo ingenuo, descriptivo y palpitante con que ha ejecutado la mayor parte de las suyas. El Señor Lista asegura también que Lope de Vega, prefiriendo la facilidad a todas las demás dotes poéticas, dio el pernicioso ejemplo de hacer versos sin poesía, lo cual es de muy mal efecto; pero, según ya he afirmado otra vez, no me parece a mí de un ejemplo tan risible como el de ver a un poeta sin poesía hinchar los mofletes para soplar fuerte, sin producir ningún ruido [...].

El Señor Lista no ha entendido bien lo que Iriarte quería decir. Iriarte creía, y con razón, que la buena poesía debe ser de tal manera, que un período poético no se pueda escribir en prosa con menos palabras ni de un modo más natural. ¿Y quién duda que el poeta que pudiera realizar este imposible sería el más perfecto de los escritores, o por mejor decir un escritor perfecto? [...]»53



Campoamor insiste en aclarar los términos «sencillez» y «vulgaridad». Y al encomiar la poesía de Iriarte y Samaniego no hace sino poner de relieve que la sencillez consiste tanto en el «plan de sus obras» como en el «estilo con el que las ejecutan». Ambos conceptos, plan y estilo son los que caracterizan, en definitiva, la poesía de ambos autores, aunque no siempre consigan, porque nadie es un «escritor perfecto», la buena poesía, aquella en que «un período poético no se pueda escribir en prosa ni con menos palabras ni de un modo más natural». Para Campoamor, la poesía es prosaica, vulgar, cuando carece de plan y estilo, dos conceptos íntimamente unidos: Si el estilo se caracteriza por un lenguaje natural, puede conseguirse que los planes de las obras queden perfectamente «precisos y bien graduados»; pero una poesía artificiosa, «hinchada», «no produce ningún ruido», no dice nada porque el plan resulta confuso, «no está bien graduado» y, por tanto, no es más que una «poesía sin poesía». Para Lista, en cambio, Lope produjo «versos sin poesía» cuando escribió «pasajes echados a perder por la pobreza y la vulgaridad de la expresión», cuando «al lado de un pasaje, lleno de sublimidad o de gallardía, escribió otros versos que parecen encontrados en medio de la calle».

En 1879, en el «Prólogo» de Los Pequeños Poemas, Campoamor insiste de nuevo en el tema del lenguaje poético. En el capítulo X, cuestionando si «debe haber para la poesía un dialecto diferente del idioma nacional», tras recordar la admiración que sentía Lista por el llamado «dialecto poético» fijado por Herrera, transcribe algunos versos de su Canción a San Fernando para calificarlos de «logogrifos». Y más adelante, vuelve a citar el párrafo de Lista en que afirmaba que Iriarte y Samaniego «equivocaron la sencillez con la vulgaridad», y añade:

«El Sr. Lista también en esto tenía razón; pero debió no olvidar que es imposible que haya mala poesía cuando en ella hay ritmo, rima, conceptos e imágenes. Cuando Iriarte y, Samaniego escribían sin imágenes y sin ritmo, hacían una poesía prosaica, tan despreciable, por lo menos, como la prosa culta de los poetas áureos. No hay en poesía ninguna expresión inmortal que se pueda decir en prosa ni con más sencillez ni con más precisión. Con la expresión natural de las imágenes rítmicas no puede haber malos poetas: con el antiguo dialecto poético, aunque tengan lo que constituye la esencia de la poesía, que son el ritmo y la imagen, son imposibles los poetas buenos. [...] En los escritores rimbombantes el fondo comúnmente no corresponde a la forma, y cuando se toca a sus obras, suenan a huecas como las bóvedas de las tumbas.»54



Campoamor había leído con sumo detenimiento los Ensayos de Lista y sabía perfectamente que éste había expresado más de una vez la importancia que en un poema adquiría el «plan» de la composición, el fondo, que apuntando a la unidad del poema conducía ineludiblemente, en la práctica, a la imagen. De ahí que Campoamor afirmase que Lista «no debió olvidar» que lo esencial en la poesía, además del ritmo, era la imagen. Ahora bien, imagen escrita con una expresión natural, lejos de la elocución poética de esos «escritores rimbombantes» de esos «discípulos de la escuela rimbombante bélico-oriental», a los que se había referido ya antes, cuyas obras suenan «huecas».55

En cuanto a la cuestión del lenguaje poético, Campoamor llegará a exclamar: ¿Cómo ha de cristalizar en la memoria de las gentes las ideas de la poesía y de la prosa si no se escriben en un lenguaje poético inteligible»56 Y es que Campoamor aspiraba a una poesía nacional popular. La poesía debía ser escrita «como el Romancero, en el lenguaje del pueblo».57 Por esta razón se quejaba de que «la superchería de lo que se llama altisonancia y el remilgo del lenguaje, jamás permitirán que nuestra poesía sea popular».58 Y en este sentido, la modernidad de sus afirmaciones va más allá del romanticismo cuando llega a declarar:

«Creo que todos los que opinan como yo tienen la precisión de aprender a saber oír y a saber ver todas las frases y giros poéticos que S. M. el Pueblo use en las diferentes manifestaciones de sus sentimientos y de sus ideas, para sustituir con el idioma natural contemporáneo el lenguaje culto, tradicional y artificioso de la mayor parte de los autores antiguos. [...] El escritor más importante en lo porvenir será aquél que, como Descartes y como Goethe, llegue a ser el más grande reflector de las ideas de sus contemporáneos.»

«La poesía verdaderamente lírica debe reflejar los sentimientos personales del autor en relación con los problemas propios de su época. En todas las edades soplan unos vientos alisios de ideas que se estilan, y hay que seguir su impulso si no se quiere parecer anacrónico. No es posible vivir un tiempo y respirar en otro.»59



Es cierto que Alberto Lista, en uno de sus artículos, había manifestado ideas semejantes:

«[...] las ideas, las creencias y las preocupaciones de los pueblos, varían con frecuencia, y la literatura, si ha de interesar, tiene que seguir necesariamente esta marcha invariable. Principio certísimo, evidente, y que se verifica en la poesía de todas las naciones. El autor llama filosofía a este conjunto de ideas, propio de cada siglo: otros le llaman espíritu o carácter suyo; pero no disputemos por palabras.»60



Sin embargo, estas declaraciones de Lista quedan mitigadas, en buena medida, a causa de la observación de una moralidad rigurosa, como podemos apreciar cuando, al hablar del objeto último que el autor del poema se había propuesto, añade:

«El autor quiere que se deduzca de su composición una máxima moral de suma importancia; pero obligado a dar gusto a lo que piensa que es la filosofía del siglo, establece la escala del hombre material, deseo, goce, indiferencia y hastío, sobre la cual nada puede fundarse que pertenezca al hombre intelectual, sino esta máxima, que podrá ponerse en boca del desengaño: No cifres tu felicidad en los placeres de los sentidos. [...] De una filosofía «acusada de inmoral, antisocial y disolvente» no se puede deducir la moral y la sociabilidad. [...]

Una máxima, perversa en moral, puede a la verdad producir perjuicios; en cambio, la sociedad recibe con placer las buenas máximas, si se le presenta con novedad y elegancia, porque son conformes a los sentimientos universales del hombre.»61



Lista entendía el poema como «una obra de puro agrado». Y en este tipo de poesía sólo tenían cabida aquellas máximas exentas de todo perjuicio moral y expresadas, además, con los adornos de lenguaje propios de la poesía.

Hemos de precisar que, en el texto de Campoamor que acabamos de comentar, éste no hace referencia en ningún momento al artículo correspondiente de Lista que figura en sus Artículos críticos; y en cambio, en todas las menciones del maestro sevillano que hemos visto hasta ahora, y que corresponden a sus Ensayos, siempre que Campoamor alude al llamado «dialecto poético» destaca, a su vez, el concepto de «plan de la obra» expresado a través de la «imagen». Como ya hemos indicado, Campoamor señaló en su Poética que Lista «no debió olvidar» que lo esencial en la poesía, además del ritmo, era la imagen. Y es que, convencido de que el lenguaje «rimbombante» de dicha escuela impedía la claridad necesaria para ejecutar el «plan de la obra poética», fijó su atención en el concepto de «imagen» como representación, sustentado por Lista en sus Ensayos.

Ciertamente, si el maestro sevillano había escrito que «los escritores más apreciados de todos los siglos son aquellos que han poseído el don de presentar los pensamientos bajo la forma de imágenes»,62 Campoamor arguye que «el verdadero poeta sólo habla por medio de imágenes».63 Lista insistía en que «sentimientos e ideas se piden al poeta, al mismo tiempo que imágenes»,64 y Campoamor llegará a afirmar que el arte consiste «en convertir en imágenes las ideas y los sentimientos».65 Concretando cada vez más, Lista relaciona la poesía con la imagen y ésta con los ojos y la fantasía:

«¿Por qué el lenguaje de la poesía procede casi siempre por cuadros e imágenes? Porque el poeta ve en su fantasía los objetos, así como el pintor. Este los traslada a un lienzo: aquel los pinta con palabras de tal manera, que el que posea el arte de la pintura, y oiga los versos, podrá pintar el mismo asunto con colores. La fantasía está más próxima a la vista y al oído que al raciocinio; como quiera que éste se versa sobre ideas abstractas, desprovistas de sonido, de movimiento, de color.

La propensión de la poesía a dar vida a los seres que no la tienen, y a representar los entes abstractos bajo formas humanas, y capaces de movimiento, acción e inteligencia, procede de la sobreabundancia de vida que existe en la mente, por poco que se sienta conmovida de algún afecto, y del deseo que tiene el alma de sensibilizar sus ideas, y de percibirlas no sólo por la deducción, sino también por la fantasía. [...] El hombre no cree conocer bien sino aquello que ve con los ojos, o con la fantasía.»66



Y Campoamor, por su parte, advierte que

«Una poesía debe ser una cosa animada, pintoresca, que hable, si es posible, a los ojos y a la fantasía. [...] La poesía debe tener la plasticidad de todas las artes: el dibujo y el color de la pintura, lo rítmico de la música, lo escultural de la estatuaria y la unidad en la variedad de la arquitectura.»67



Pero cuando Campoamor toma literalmente las palabras de Lista es cuando hace referencia al apólogo como drama animado. Lista entiende que la imagen es el medio a través del cual el poeta da cuerpo a las ideas. «Las ideas poéticas, generalmente hablando, -dice- no se presentan bajo formas analíticas, ni se deducen del raciocinio: son verdaderos cuadros, verdaderas imágenes que el poeta percibe por intuición,68 o bien que conmueven sus afectos, y le inspiran el idioma propio de cada uno de ellos.» La elocución poética, continúa, «no es más que el idioma de la imaginación y el sentimiento. Y la facultad propia de ambas es dar vida a los objetos que tocan.» De ahí que el apólogo constituya, para Lista, un ejemplo de cómo las creaciones de la imaginación dan vida y animación a un orden de ideas abstractas:

«Las creaciones de la imaginación nos presentan la belleza bajo nuevas relaciones y armonías: por eso nos agradan tanto, porque multiplican los puntos de vista desde los cuales podemos gozar los objetos bellos. El apólogo, que convierte una máxima moral o abstracta, en un drama animado, será siempre un género de literatura apreciado. ¿Y qué otra cosa fue la mitología griega, sino una colección ingeniosa de alegorías, por medio de las cuales personificaron los poetas de aquella nación las virtudes y los vicios humanos, los fenómenos de la naturaleza, las máximas morales y políticas y las producciones de las artes? Agrada, y eternamente agradará a los hombres, que se les presente un orden de ideas abstractas bajo símbolos sensibles y animados; porque además del conocimiento de la verdad, se goza en ver y penetrar el fácil velo que la encubre.»69



Y Campoamor, aludiendo al «plan de la obra artística» escribe:

«La gran dificultad del arte consiste en hacer perceptible un orden de ideas abstractas bajo símbolos tangibles y animados. El apólogo que suele representar una máxima moral expuesta en un drama con personajes que se mueven, siempre será un género de literatura admirable. La fábula de la lechera vale más que todas las odas, elegías, y poemas que se han escrito y que se escribirán sobre la ruina de las ilusiones humanas. El arte es enemigo de las abstracciones, y gusta mucho de estar representado por personas que vivan, piensen y sientan. Lo que se impersonaliza, se evapora.»70 (La cursiva es nuestra).



Como es bien sabido, Campoamor, antes de componer las Doloras, había publicado un vol. de Fábulas. Y, posteriormente, el propio poeta hizo derivar la Dolora de la Fábula al explicar por qué motivo compuso aquélla:

«Algunos me han solido preguntar por qué motivo escribí las Doloras.

Después de publicar a los veinte años una colección de Fábulas, conocí que el género, llevado a la perfección por otros, tenía algo de radicalmente convencional y falso, y que sólo podía ser aceptable en los países que hubiese dejado profundas huellas la creencia de la transmigración de las almas. La Dolora, drama tomado directamente de la vida, sin las metáforas y los simbolismos de una poesía indirecta, me parece un género más europeo, más verdadero y más humano que la fábula oriental.»71



Las doloras, para Campoamor, eran menos convencionales y menos falsas porque los interlocutores no eran ya animales, sino personas, lo cual era más propio en una sociedad cuyas creencias quedaban muy alejadas de las de los países orientales, donde la fábula tuvo su origen. De este modo, las doloras dejaban de circunscribirse al lugar originario de la fábula para convertirse en un género más europeo, más verdadero y más humano. Así, pues, la dolora, conservando el carácter de «drama animado», ofrecía la ventaja de que los interlocutores eran ya figuras humanas. Y, en este sentido, ya Lista había advertido que nada hay tan interesante para el hombre como el hombre mismo».72

En realidad, no ya sólo las Doloras, sino la poesía, en general, era para Campoamor un drama, una representación. De hecho, es bien visible la dramatización que realiza el poeta en sus doloras y a la cual contribuyó, en buena medida, su conocida afición al teatro. «Toda poesía lírica, decía insistentemente, debe ser un pequeño drama». E incluso llegó a afirmar, como ya hemos visto, que la poesía es la representación rítmica de un pensamiento por medio de una imagen, y expresada en un lenguaje que no se pueda decir en prosa ni con más naturalidad ni con menos palabras».73 Y es que la «imagen», en el sentido de «representación que afecta a los sentidos y a la imaginación», ofrecía, por sí misma, la claridad de percepción que requería la poesía. Y a esta claridad de percepción se acogió Campoamor al afirmar que «un asunto, sobre todo si es abstracto, hay que reducirlo a sensación y convertirlo en imagen».74 Es lo que, en definitiva, había venido a decir Lista en sus Ensayos:

«Nunca se graban más profundamente los pensamientos en el ánimo que cuando revestidos de la forma de imágenes, afectan nuestra imaginación y por ella nuestros sentidos, de modo que parece que los vemos, oímos y tocamos. Entonces la idea más abstracta se convierte en una sensación, y la vaguedad del pensamiento se fija por un tipo sensible que lo representa. No es extraño, pues, que se perciba con más claridad, con más energía y, por consiguiente, con más placer.»75



Como hemos tenido ocasión de comprobar, Campoamor aducía el concepto de «plan de una obra artística», o de «imagen», siempre que protestaba contra el dialecto oficial de la escuela poética sevillana. Con ello trataba de huir de una acusación de la que, con frecuencia, era objeto la poesía de dicha escuela y que incluso el propio Campoamor expresa: la falta de unidad del poema. Un defecto que, en su opinión, no podía adjudicarse a su propia poesía porque ésta no era «una mera reunión de palabras», como había dicho Cañete, pues precisamente con su lenguaje natural mantenía lo esencial de la poesía: la imagen.

En respuesta a «la escuela que más había combatido sus doloras», Campoamor, a su vez, empezó a protestar contra el «dialecto poético» mucho antes de escribir la Poética. Y la forma en que justificó, desde el principio, el concepto de «imagen como representación», como «drama animado», ateniéndose a lo dicho por Alberto Lista en sus Ensayos, muestra claramente hasta qué punto tuvo presente y supo valorar algunos de los criterios literarios románticos del maestro sevillano.




ArribaAbajoLarra y sus opiniones de Francia

Luis LORENZO-RIVERO


Salk Lake City

Larra es, quizá, el primer literato español moderno y sus escritos resultan inagotables, pues cuanto más se leen más se vislumbra su intensidad, determinante primordial de su excelencia. Encierran sus ideales de revolución ideológica y social, donde expresa el ardiente deseo de que España alcanzara el nivel político e intelectual del resto de Europa. En el proceso de encontrar nuevos modelos apareció como un ser de contradicciones, dando origen a encontradas corrientes de pensamiento sobre su persona, su ideología y su obra. Ciertamente en sus escritos se hallan muestras de admiración por lo de fuera y desdén por lo de dentro; pero no aplaudía todo lo exterior ni rechazaba todo lo de España, sino que más bien contrastaba lo deseable de otras sociedades con lo detestable de su país. Su único objetivo era modernizar España en todos los aspectos.

De manera similar a Hugo, Dumas o los británicos Byron, Shelly y otros, Larra captó en su obra la índole del cambio que se estaba llevando a cabo en la sociedad española y la dirección de esa transformación. Sus artículos fueron la expresión, al entender de Albert Dérozier, «de un contacto entre la historia y literatura, y merced a ella comprendemos una dinámica, excepcional en el siglo XIX, y aún perfectamente viva hoy día» (p. 14). La realidad de las dos Españas no había desaparecido con Fernando VII y su ominosa década, pues a su muerte no habían sabido asir la oportunidad para transformar la política y la sociedad mediante una revolución popular, como en Francia. Esto llevó a Larra a exclamar en «De 1830 a 1836»:

«La España de 1835 se encierra toda en la España de 1830; remontémonos pues a 1830, época no menos memorable en la Historia de España que en la de nuestra vecina nación, y marcada en los anales de un pueblo por medio de una revolución popular y en los del otro por medio de una revolución palaciega.»


(II, 325)                


El pueblo francés había derribado en 1830 con la ayuda de los intelectuales la monarquía borbónica de Carlos X, acabando así con el Antiguo Régimen. En España, por el contrario, ese mismo año Fernando VII había contraído su tercer matrimonio con María Cristina que, bajo la promesa liberal, aseguraba su continuación.

El 29 de marzo de 1830 Fernando abolió la ley Sálica, introducida por el primer Borbón en España, que con ella había cimentado las bases del Antiguo Régimen. Su acción parecía un primer paso hacia la libertad, pero mantenía el sistema de un soberano por derecho divino. A esto se oponían rotundamente los proponentes de la nueva ideología revolucionaria progresista, entre los que se destacaba Larra, como se observa en «De 1830 a 1836», cuando afirma:

«El dogma de la soberanía popular no es sólo inalterable como principio abstracto, sino que es también necesario como garantía social, porque él es, y sólo él, quien fija las verdaderas relaciones posibles entre el pueblo y el magistrado supremo [...].»


(II, 327)                


Inglaterra y Francia ya reconocían este derecho democrático y en España, aunque la corona se oponía, el pueblo era tradicionalmente democrático. Cuando, a la muerte de Fernando, María Cristina puso a Cea Bermúdez al frente del gobierno, pronto vino abajo porque la nación rechazó su anticuado concepto del despotismo ilustrado. La substitución de Cea por F. Martínez de la Rosa indicaba que la Pragmática comenzaba a dar frutos liberales, pero éste en 1834 tenía poco afecto a la Constitución de 1812 para resucitarla, y menos para reformarla de acuerdo con la nueva ideología revolucionaria. Por tanto, estableció su Estatuto, que incluso privaba a las dos Cámaras del derecho de hacer su propio reglamento interior. Como explica Larra en «De 1830 a 1836,» el rey era el que mandaba: «Mas como la iniciativa reside enteramente en el poder real, las Cortes vienen a ser una especie de Consejo de Estado, un cuerpo consultivo» (II, 335). Luego añade que la falta de diputados de ideología revolucionaria entre los miembros de estas Cortes evidenciaba que se reducían a la continuación del Antiguo Régimen bajo la ilusión de democracia:

«Faltó la juventud, y notose el vacío. Hubieran sido de desear más novedad, más hombres de la época; echáronse de menos un sentimiento pronunciado de progreso, instintos más democráticos, mayor inteligencia de las nuevas doctrinas sociales, más saber, mayor conocimiento en fin de los males de la monarquía y de los remedios posibles, [...] en una palabra, las Cortes primeras del Estatuto fueron la expresión de las rancias doctrinas del siglo pasado [...].»


(II, 337)                


Ante esa deplorable situación sin esperanza de cambio, Larra se queja en «La diligencia» de abril de 1835 que España no progresaba, para exclamar en «Las antigüedades de Mérida» en el artículo primero: «¿Qué hago en Madrid- exclamé una mañana, [...]? [...] ¡Fuera, pues, de Madrid!» (II, 87). No había libertad de ninguna clase, que era esencial para desarrollar su programa ideológico. Por eso prosigue: «las reformas eran las únicas que no me perseguían» (II, 88). En efecto, las Cortes se cerraron a fines de aquel mes de mayo, cuando él ya se encontraba en Inglaterra, y a Martínez de la Rosa lo substituyó el conde de Toreno. Esto suponía un cambio de nombre y no de ideología y programa políticos, por lo que afirma en «Conventos españoles» de agosto de 1835: «En política no hay fusión, no hay retroceso no hay medio posible. Uno u otro. Todo o nada. Los principios nuevos no pueden prosperar sino a costa de los viejos» (II, 117). Había salido en búsqueda de solaz ideológico y humano, así como a observar en persona la situación europea, primordialmente la francesa, para aplicar las experiencias a España y transformarla.76 La revolución española estaba en su primer grado, no había tomado todavía forma definitiva alguna y esperaba la llegada del hombre capaz, para él quizá fuera Mendizábal.

Apenas cruzar la frontera con Portugal, volvía continuamente la cabeza para mirar por última vez a la patria donde había nacido, «porque en ella había empezado a sentir» (II, 113). Cuanto más se alejaba más solo se sentía, como dice en la carta escrita a sus padres al día siguiente de llegar a Londres, 27 de mayo de 1835: «Yo creía que el viajar me distraería de mis disgustos; [...] estoy en Londres cara a cara conmigo mismo, y éste es el mayor trabajo que me podía suceder, porque, a decir la verdad, no me gusto gran cosa» (IV, 273-274). Se refiere a su soledad cultural, sentimental e ideológica, particularmente ésta última que había sido la razón principal de su viaje. En Londres descubrió pronto que existía gran pesimismo con respecto a la reforma de la situación de España, como escribe un poco antes en esa misma carta: «Aquí reina la mayor desesperación con respecto a las cosas de España; [...]» (IV, 273). Además, se dio cuenta inmediatamente de su propia desventaja en su condición de intelectual aislado y desconectado de la corriente moderna europea, lo que le hizo sentirse más solo y triste: «Confieso que el aspecto de Londres entristece más que alegra; ¡se ve uno tan pequeño en él, es uno tan nadie!» (IV, 273). Sin embargo, había partido lleno de ilusiones y admiración hacia la libertad y modernidad inglesa, convencido de que ese sistema era más democrático y equitativo que el francés.

Larra esperaba curar su gran depresión y sentimiento de soledad al salir de ese ambiente excesivamente aristocrático, como siempre se le había representado Inglaterra. Eso, por lo menos, pensaba lograr en el ambiente más familiar y afín de Bélgica y, sobre todo, de Francia, según le comunica a sus padres en la carta del 27 de mayo de 1835, «espero que Bruselas y París me indemnizarán un poco de mi habitual spleen; [...]» (IV, 274). Así concluye la carta, después de haberles confesado que «París es, indudablemente, al lado de esto, un pueblo mezquino; [...]» (IV, 272). Lo mismo le repite en la carta siguiente, escrita ya desde París el 7 de junio, al día siguiente de su llegada, «Siento haber visto París después de Londres, porque me ha parecido mezquino; el menor cacho de Inglaterra vale más que el resto del mundo. Londres es el primer pueblo. París podrá ser el más divertido a menos costo» (IV, 275). Pero en la carta del 27 de mayo anticipaba con ansiedad y alegría el viaje al continente, comenzando en Bruselas y terminando en París:

«En consecuencia, pienso estar en Bruselas para el 8 o el 10 de junio; como llevo excelentes recomendaciones para aquel pueblo y es uno de los más agradables de Europa en la estación del verano, en que van a parar allí las principales familias de Inglaterra y Francia me detendré todo el mes de junio y julio, acaso algo más, y me vendré en seguida a pasar el invierno y el otoño en París, donde me encontraré ya probablemente a todos mis amigos de Madrid, honoríficamente emigrados por tercera vez [...].»


(IV, 273)                


Creía que el moderantismo de Martínez de la Rosa deterioraría en un absolutismo tan intransigente como el de Calomarde, lo que causaría la emigración a París de todos los demás revolucionarios progresistas españoles. Pasó en Bélgica sólo una semana aproximadamente, pues el 6 de junio llegó a París, donde se encontraba todavía más entusiasmado que al dejar Londres, según carta a sus padres del 8 de noviembre de 1835, después de su segunda gira por Bélgica: «He tenido la fortuna en París de que no me han dejado ni un momento solo mis numerosos amigos: se reúnen en mi casa noche y día, y, al menos no me dan tiempo de estar triste» (IV, 280). La gran mayoría de estos amigos eran intelectuales franceses, como Charles Nodier, C. Delavigne, Adrien Dauzats, V. Hugo e I. Taylor, entre otros. El barón de Taylor y Dauzats habían sido encargados por el rey Luis Felipe de que viajaran a España a adquirir cuadros para Francia.77 Larra satirizó duramente el gobierno de Toreno por carecer de la inteligencia necesaria para comprender la importancia del arte para la sociedad española y así impedir su salida al extranjero, como se ve bien claro en «Conventos españoles» a los dos meses de residencia en París: «No podemos menos de llamar la atención de nuestro Gobierno sobre un punto tan interesante: ahoguemos el despotismo, hundamos en la nada nuestros viejos abusos; regeneremos nuestra patria; pero salvemos con ella nuestros nombres, nuestra gloria, nuestras artes: [...]» (II, 118). Con el cambio social y político pide la preservación de las Bellas Artes, responsabilidades que pertenecían a los dirigentes e intelectuales españoles, por eso no culpó a sus amigos franceses de robar los tesoros nacionales españoles. De ahí que continuase su estrecha amistad con el barón de Taylor y demás.

Esa situación política y social de España en 1835 a Larra se le imaginaba muy similar a la de la ominosa década, a la que tampoco le desmerecía nada la de Francia bajo los reaccionarios Luis XVIII y Carlos X, quien, como Fernando, era un monarca vil, desconfiado y de pocas luces. Incluso los culpaba, en gran parte, de la restauración en 1823 del Antiguo Régimen y de la deplorable situación consiguiente de España, causadas por los Cien Mil Hijos de San Luis con que Luis XVIII defendió los intereses de Fernando VII. Además, siguiendo el consejo de François Guizot, Francia animó a los liberales españoles exiliados en París para que se volviesen a derribar al tirano Fernando, pero los abandonó en medio de su empresa. Larra despreció a esa Francia por su cobardía y traiciones con sátiras severas en «De 1830 a 1836», pues eso equivalía a perpetuar en España el despotismo:

«El francés hizo el sordo, mas animó a los emigrados y les facilitó fondos; pero después, cuando estuvieron comprometidos, los abandonó y negó, como el apóstol a los suyos. Esta página de la vida de M. Guizot será un borrón eterno en la historia del país que debía haberse apresurado a lavar el error de 1823 y proclamarse hermano de los liberales de España.»


(II, 328)                


Por eso la insurrección de 1830 en París, que derribó a Carlos X, alarmó profundamente a Fernando VII en Madrid, «porque los desterrados de Cherburgo éranle bien allegados como deudos y como restauradores de su corona; en su naufragio perecía el principio de su existencia, y difícil era prever entonces dónde pararía la ola popular tan imprevistamente sublevada» (II, 328). Esas insurrecciones de los trabajadores con el apoyo de los intelectuales causaron después de las barricadas de julio la caída de Carlos X, quien fue reemplazado por Luis Felipe. Esperaban que favoreciera sus nuevas ideas progresistas, pero pronto vieron sus esperanzas frustradas. Larra se fue a París, esperando encontrar una atmósfera mucho más conforme con su idealismo. Se tropezó con que los intelectuales liberales progresistas franceses, de manera similar a él en España, sentían traicionadas sus aspiraciones por la realidad política presente.

Visto que la situación de Francia no era más envidiable que la de España, a pesar del entusiasmo que expresa en su carta del 7 de junio de 1835 a sus padres y en la del 20 de agosto a su editor Delgado, tan pronto subió al poder Mendizábal, decidió regresar a Madrid lleno de euforia y nuevas esperanzas. Así se lo comunica a sus padres el 24 de septiembre de 1835:

«Vistas las cosas de España, después de haber calculado que hacer fortuna aquí es casi imposible, [...] visto que ha llegado el momento de que mi partido triunfe completamente, no quiero verme detenido aquí por un negocio que debía estar acabado hace ya mucho tiempo. Quiero ser libre.»


(IV, 278)                


La carta continúa calmando los ánimos de sus intranquilos progenitores, que temían que su hijo cometiera un grave error obrando sin calcular los riesgos, «Fíense ustedes en mi prudencia y en que conociendo el mundo demasiado bien por desgracia, no será la fe [...] ni la ceguedad de partido, ni la precipitación la que me comprometa» (IV, 279). El 26 de noviembre les escribió que había traducido el manuscrito del Don Juan de Austria de C. Delavigne y que los abrazaría antes de mediados de diciembre.78 El 7 de éste ya les escribió desde Burdeos, anunciándoles que continuaría el viaje al día siguiente y que llegaría a Madrid el 15 o el 16. Se le ve muy seguro de sí mismo y muy ilusionado con planes específicos, pues estaba convencido de que la nueva ideología revolucionaria progresista por fin había triunfado en su amado país. Esto lo expresa claramente en «Fígaro de vuelta» del 5 de enero de 1836:

«Se vuelve a España desde París, querido amigo; es cosa probada, y, lo que es más, es cosa buena. [...] Loco estoy del gozo y del contento. Digan lo que quieran acerca de la superioridad de esos países, la patria es para un español más necesaria que una iglesia; [...] se tropiezan por las calles aún más gentes que han vuelto de París. Por lo que hace a mí, no me queda la menor duda de que estoy de vuelta. Después de darme por ella el parabién, es mi primer cuidado el escribirte.»


(II, 125)                


Pronto descubriría, sin embargo, que se había equivocado rotundamente, según se puede leer en «Buenas noches», del 3 de enero de 1836: «dígote por tanto cosas que es vergüenza ¡por vida mía! que anden impresas, y más vergüenza aún que sean ciertas» (II, 140). La situación fue de mal en peor, a Mendizábal le sucedió Istúriz y a éste Calatrava.

Larra no creía en los Borbones a quienes despreciaba por absolutistas tiranos. Ya que la sociedad española no estaba preparada para una revolución democrática, decidió emigrar para estudiar las democracias extranjeras y determinar el tipo de gobierno que convenía a España. El absolutismo de la legitimidad ya había demostrado ser desastroso para su país, pero también le parecía igualmente nociva la república, por lo que descartó en «Ni por esas» la idea de viajar a los Estados Unidos: «Ir a los Estados Unidos fue idea que me ocurrió más de una vez, pero también era fuerte cosa irse a un pueblo donde no hay ni ha habido- nunca reyes» (II, 319). Esta afirmación deja fuera de duda que Larra tuviese jamás tendencias políticas republicanas, posición que parecen defender algunos críticos actuales.79 Tampoco le parecía adaptable el sistema monárquico inglés que, como queda explicado, le resultaba muy democrático, pero lo consideraba un país demasiado aristocrático para sus nuevas ideas y tiempos: «quise alargar mi peregrinación no ya a Inglaterra, que se me representó siempre como país demasiado aristocrático para las opiniones que empezaban a germinar en mi fantasía» (II, 319). Le pareció lo más apropiado ir a Francia, porque era el país en que el pueblo apoyado por los intelectuales, que profesaban la misma ideología progresista que él, había acabado con el Antiguo Régimen: «Definitivamente resuelto quedó desde entonces que mi emigración fuese a Francia» (II, 321). Hasta ahora el rey había imperado sobre el pueblo, ahora se necesitaba que el pueblo reinase sobre el rey, como afirma en «Ni por esas» de mayo de 1836:

«¡Qué mejor país que aquél en que el rey, hijo del republicano fulano Igualdad, ha sido elegido por el voto popular después de una revolución arrolladora del trono; de aquél en que el rey a su advenimiento al solio se iba por las calles con paraguas debajo del brazo, dando esos cinco a todo el mundo y exclamando a voz en grito: Si queréis en mí una monarquía ha de ser una monarquía republicana, un trono popular rodeado de instituciones republicanas [...].»


(II, 320-321)                


Con esas palabras subrayadas de Lafayette de agosto de 1830 indicando el fin del Antiguo Régimen en Francia, Larra viene a decir que España también necesitaba una revolución que despidiese a los Borbones y estableciese una monarquía verdaderamente constitucional moderna sin la legitimidad. Eso era lo que se había propuesto el pueblo francés con el nombramiento de Luis Felipe, por lo que él quería ir a París a observar su gobierno, que le defraudó por completo. Se trataba de una falsa libertad carente de justicia, por lo que afirma en «Cuasi», escrito durante su estancia en París:

«A tus pies está la Francia. Un pueblo cuasi-libre la ocupa. En otro siglo hubiera hecho una revolución entera, como la hizo; en éste, y en su año 30, no ha podido hacer más que una cuasi revolución; en el trono un cuasi rey, que representa una cuasi legitimidad.»


(II, 121)                


Así estaba Europa entera en el siglo XIX, más adelantada que España en el camino hacia la democracia ideal que buscaba Larra, pero sin alcanzarla y quizá no la alcanzase nunca: «una lucha cuasi eterna en Europa de dos principios; reyes y pueblos, y cuasi triunfante de ella y revolviéndola con justo medio de tener cuasi reyes y cuasi pueblos» (II, 122). Acabó en esa búsqueda de una sociedad perfecta, tal como él se la imaginaba, pero que jamás consiguió.

El viaje de Larra a París en 1835 no se puede considerar infructífero, pues, si bien no le proporcionó su objetivo principal de encontrar un sistema de gobierno democrático ideal para España mediante el análisis de la experiencia francesa vigente, le proporcionó otros elementos valiosos. Le confirmó que con Luis Felipe los franceses no habían resuelto su dilema y que nada podía aportar para el cambio en España. Pero, como ya ha explicado Leonardo Romero Tobar en «El viaje europeo de Larra», «París le descubre, además, las novedades del momento en materia de ensayo ético-político y de creación literaria» (p. 21). Por un lado, Larra admiraba los adelantos sociales y políticos conseguidos por el pueblo galo. Por otro, condenaba el que ni Europa ni Francia habían llegado a la democracia que él se ideaba y quizá nunca la alcanzasen. España ciertamente para él no lo lograría jamás.

Bibliografía citada

Dérozier, A., «Por qué una revisión de Larra», en A. Dérozier y A. Gil Novales (eds.), Larra (¿Protesta o revolución?), Paris, Les Belles Lettres, Anales Littéraires de l'Université de Bensançon, 1983, pp. 13-34.

Escobar, J., «Larra y la revolución burguesa», en J. R. Rosenberg, (ed.), Evocaciones del romanticismo, Madrid, Ediciones José Porrúa, 1988, pp. 35-52.

Larra, M. J. de, Obras, ed. C. Seco Serrano, Madrid, 1960 (BAE, 127-130). Las citas proceden de esta ed. Los números romanos remiten al tomo y los arábigos a la página.

Lorenzo-Rivero, L., «La sátira de Larra en el Don Juan de Delavigne», en Estudios literarios sobre Mariano J. de Larra, Madrid, Ediciones José Porrúa, 1987.

Romero Tobar, L., El viaje europeo de Larra, Madrid, Instituto de Estudios Madrileños, CSIC, 1992.

Ruiz Otín, D., «Ideología y visión del mundo en el vocabulario de Larra», en E. Caldera (ed.), Romanticismo 2. Atti del III congresso sul romanticismo spagnolo e ispanoamericano, Genova, Università di Genova, 1984, pp. 119-126.




ArribaAbajo«¡Mueran los clásicos!, ¡mueran los románticos!, ¡muera todo!». Juan Martínez Villergas y la sátira del tema literario (1842-1846)

Asunción GARCÍA TARANCÓN


I.N.B. Jaume I (Castellón)

Introducción.

La fórmula imprecatoria con que intitulamos este estudio pertenece a Antonio Ferrer de Río, quien, en su Galería de la literatura española, 1846,80 resume en la citada expresión la opinión que tenía de Villergas como «escritor satírico». A gran distancia del momento en que Ferrer del Río describía el «felicísimo ingenio» de Villergas con estos términos, puede decirse que sus poesías satíricas de tema literario constituyen un buen ejemplo de apostasía tanto del Romanticismo como del Neoclasicismo. No obstante, aceptar ¡muera todo! no resuelve los problemas que plantea el análisis de su poesía satírica.

En esclarecer dichos problemas se fundamentan los objetivos que se persiguen en este breve ensayo. El tema que se aborda versa sobre el romanticismo social, a partir del análisis de las relaciones intertextuales que, en la obra de Villergas, mantienen las sátiras en verso de las Poesías Jocosas y satíricas, 1842, y de Los siete mil pecados capitales, 1846, con las novelas cortas de El Cancionero del Pueblo, 1844, y con la extensa novela Los Misterios de Madrid, 1844-45.

El examen del contexto literario en que tiene lugar la ejecución de la obra de Villergas, y la relación que éste mantiene con el extraliterario de la vida social del autor, resulta imprescindible para precisar los términos literarios con que se designa a una concreta materia textual en el conjunto de la producción del poeta. Como apunta Marrast, «las implicaciones politicosociales de las posturas estéticas y de las obras que las ilustran» permiten discernir con mayor claridad el lugar que los escritores ocupan dentro del movimiento en el que están inmersos, y del que sus textos revelan determinados aspectos».81 A las implicaciones politicosociales de la actitud estética de Villergas tendremos que referirnos en varias ocasiones durante este trabajo. Pero vayamos por partes, ahora tenemos que detenemos en una breve reseña biográfica del autor.

1. El Autor.

La azarosa vida de Juan Martínez Villergas es difícil de sintetizar en pocas líneas, al igual que sucede al tratar de reunir su abundante producción literaria que, como periodista de fama, escritor de costumbres, poeta festivo, autor teatral, novelista y crítico literario, dio a la imprenta en el transcurso de su dilatada existencia (181782 -189483).

Villergas, natural de Gomeznarro, provincia de Valladolid, se instala en Madrid en 1834, a los 17 años. Su familia, de origen humilde y carente de recursos económicos, le proporcionó la única educación elemental que podía impartir un maestro de escuela rural en el primer tercio del siglo XIX. Con esta precaria formación, abrirse camino en la ciudad para medrar como literato no era tarea fácil. Pero desde su llegada a la capital madrileña, Villergas demostró una gran curiosidad intelectual, y se dedicó con esfuerzo a completar la educación que había recibido en su pueblo natal, concurriendo a las bibliotecas y leyendo toda obra que caía en sus manos. Por aquel tiempo, sus gustos literarios se inclinaban hacia la poesía festiva y satírica. Los cuadros de Mesonero Romanos, las letrillas jocosas de Bretón de los Herreros y los romances de Quevedo fueron decisivos en su vocación de poeta satírico.84

A su empeño personal y a una serie de fortuitas circunstancias socio-políticas se debe su rápida entrada en el mundo de las letras, que se produce a través de sus colaboraciones en el periodismo. Su merecida fama de versificador de sátira política comienza en 1840, con la publicación de unas hojas sueltas de tendencia republicana destinadas a combatir las transacciones del Gobierno Provisional con la Corte, tras el pronunciamiento de septiembre de 1840.85 Su ideario político liberal progresista y republicano, de herencia paterna, pues sus padres fueron «patriotas, antirrealistas y represaliados»,86 influirá en su pasión por la polémica y por la sátira de tema político.

A partir de 1840 Villergas ya no tendría descanso. «Luchaba en la política por sus ideales, y en las letras dio comienzo a una guerra despiadada y violenta contra algunos reputados escritores, (Gil y Zárate, Bretón de los Herreros y Ventura de la Vega, entre otros). Con una laboriosidad ejemplar alternaba sus trabajos periodísticos con algunas producciones para el teatro»,87 y la publicación de sus poesías, dispersas por numerosas revistas, en forma de libro. «Lo movían anhelos de gloria política y fama literaria»,88 y por estos afanes escribió de todo, «sin reparar que no para todo servía».89 No obstante, Villergas consiguió la fama que tanto anhelaba por su robusta inspiración para la sátira personal, que con tanto furor dirigía contra Narváez como contra sus compañeros de la prensa y de la literatura.90

Hasta aquí los sucintos datos biográficos necesarios para abordar los objetivos que interesan al tema que nos ocupa.

2. Vejamen anti-romántico, vejamen anti-clasicista en la sátira de J. M. Villergas.

Villergas escribió a lo largo de su vida dos libros de poesía festiva y satírica: Poesías jocosas y satíricas, 1842,91 y Los siete mil pecados capitales, 1846.92 Del primero hubo tres ediciones posteriores, 1847, 1857, 1885;93 del segundo no hemos conseguido ver otra edición distinta a la de 1846. Ambos libros contienen composiciones de toda clase de temas: social, costumbres, político y de crítica lingüística y literaria.

La materia textual que nos interesa es la serie de poesías de crítica lingüística y literaria que constituyen un ejemplo ilustrativo de vejamen, anti-romántico y anti-neoclasicista. Salvo algunas excepciones, la sátira contra los románticos comparece junto a la sátira contra los neoclásicos en una misma poesía. Circunstancia esta que no contribuye a dilucidar que propósitos guían al poeta en sus acometidas contra unos y contra otros, ni a conocer el grado de desaprobación que les profesa o en pro de qué manifiesta sus repulsas ante las opuestas estéticas del Romanticismo y del Neoclasicismo.

Los vicios y errores que detecta en el Romanticismo son: verbosidad, afectación, el plagio, la traducción arbitraria, el amiguismo, el pandillaje, la «oligarquía literaria»; los caprichos de la moda romántica: poses, indumentaria, aspecto físico en general. Los motivos que ilustran su anticlasicismo son: el anacronismo de los temas, la subordinación a los preceptos métricos, que constriñen o encorsetan la imaginación, la retórica de estilo; su ataque se concentra en los preceptistas de la literatura. En ambos casos, la sátira de tema literario de Villergas se caracteriza por una tipificación elemental, pues se ajusta a los tópicos más comunes y reiterativos que utilizaron los detractores de ambos movimientos. Romanticismo y Neoclasicismo le inspiran igual sentimiento de ridículo, y la propuesta de una opción que las superase no está presente de un modo claro en su sátira. ¿Indiferencia?, ¿insensibilidad artística?, ¿falta de compromiso? Ceder ante estas preguntas e interpretarlas como asertos reducirían nuestro trabajo a un inventario de temas y motivos recurrentes con anotaciones expletivas.

Entre 1482 y 1846, es probable que los debates sobre temas de estética sólo importaran a Villergas como algo anecdótico. Tal vez le moviera a escribir sobre ellos un interés práctico: «meter ruido para abrirse camino en la palestra literaria». Pero su apostasía del romanticismo y del clasicismo, su actitud de inanidad frente a la literatura de su tiempo tienen para nosotros un reverso que consciente o inconscientemente Villergas transmitió a sus coetáneos. El reverso del que hablamos no puede extraerse de la lectura literal de las poesías, su interpretación podemos obtenerla a partir de las relaciones intertextuales que aquellas mantienen y se manifiestan en obras de otro género, es decir, ajeno a la sátira en verso. Las declaraciones que Villergas hace en los prólogos a sus obras en prosa y las digresiones que incorpora en el relato de sus novelas son de enorme interés, y constituyen el punto clave para investigar y dilucidar aspectos no subrayados sobre la intencionalidad del autor en el cultivo de la sátira.

La producción literaria de Villergas, que consideramos básica en la confección de este trabajo, nos permite averiguar el grado cualitativo de su rechazo del movimiento romántico. Su actitud estética ante el romanticismo está lleno de implicaciones político-sociales de capital importancia, y únicamente desde esta perspectiva puede abordarse la actividad investigadora. Por razones que dimanan de su contenido, el apartado que sigue se intitula Romanticismo social, y en él son examinados los argumentos que vinculan a Villergas con dicha tendencia.

3. Romanticismo social.

El anti-romanticismo de Villergas fustiga los tópicos más comunes del movimiento: afectación, verbosidad, inmoralidad, plagio, etc., son los lugares comunes contra los que arremete. Pero, a su vez, Villergas muestra en otras ocasiones sus simpatías por el Romanticismo, aunque éstas no las escriba en verso y sean desarrolladas de una forma asistemática en sus novelas cortas de El Cancionero del Pueblo, 1844-45 y en la extensa novela Los Misterios de Madrid, 1845. Su admiración y elogios a novelistas, dramaturgos y poetas franceses es frecuente y abundante; las obras románticas francesas son el modelo con las que Villergas parangona las producciones de nuestra literatura nacional. Las declaraciones que Villergas hace en sus novelas revelan su talante de «romántico social».

Recordemos lo que R. Picard escribió acerca del romanticismo social francés, para reconocer en qué términos nosotros hacemos partícipe de éste a Villergas:

«El romanticismo social, que era todo lástima por los humildes y deseos de reorganizar la sociedad, iba a tener su origen en las repetidas pruebas de la miseria y de los sufrimientos del pueblo. La sensibilidad viva y exaltable de los poetas iba a gemir elocuentemente por la suerte de los «miserables», la imaginación de los reformadores, tan romántica como su sentimentalidad, les conducía a concebir utopías cuya visión, a su vez, provocaba el entusiasmo popular.»94



Las observaciones sobre la vinculación de Villergas al «romanticismo social» provienen de Vicente Llorens, L. Romero Tobar, Iris M. Zavala, J. Ignacio Ferreras, Rubén Benítez. Unos y otros incluyen a Villergas dentro de la nómina de novelistas de «tendencia social». Nos urge, pues, centrarnos en las obras de Villergas que han permitido vincularlo como escritor de tendencia social.

3. 1. El Cancionero del Pueblo, 184495

Vicente Llorens, ciñéndose al prólogo de la primera novela de El Cancionero del Pueblo, «La casa de poco trigo», afirma:

Villergas aboga por una literatura de tendencia social; [que] no la hacía derivar de Sue, puesto que la ve ya en el romanticismo, «el romanticismo bien entendido», tal como lo concibieran Victor Hugo y Dumas».96



Para quien desconozca dicho prólogo, por otra parte más sugerente que la propia novela, las palabras de Llorens difícilmente serán comprendidas. En el Villergas hace una reflexión de cuanto ha escrito hasta entonces, es decir, 1844, y tras calificar de «frívolos ensayos de juventud» su producción anterior se aplica a pronosticar cuáles deben ser las directrices que debe seguir la literatura de su tiempo, a la que él mismo se siente llamado a desarrollar imbuido de propósitos filosóficos y sociales, y dice:

«Si bien en composiciones cortas puede haber toda la crítica necesaria para corregir los defectos de la sociedad, ni el lector saca tanto fruto de ellas, ni son para el de tanto valor como una obra donde el escritor tiene más libertad y más extensión para esplanar sus pensamientos. Además estoy convencido de que ha pasado ya el tiempo de hacer poesías sin otro objeto que el de distraer, divertir o adormecer la imaginación. Las producciones literarias en este siglo necesitan otra circunstancia que las recomiende y es la filosofía. Un libro que no tenga tendencia social, que no se proponga algún fin moral, es a mis ojos una obra inútil que no sirve para nada.»97



Lamentablemente el «romanticismo bien entendido», al que alude Llorens, no está representado en las narraciones cortas de El Cancionero del Pueblo. Ni en ésta ni en otras obras de distinto género se encuentran modos de reactivarlo, y lo único que encontramos son caricaturas del romanticismo, en gran parte porque Villergas carecía de talento, imaginación y habilidad formal para construir universos narrativos, y por otra, no menos significativa, porque deliberadamente quería manifestar su desaprobación del movimiento mediante la burla de los excesos literarios seudo-románticos.

No obstante, pese a las caricaturas del romanticismo, Villergas ofrece pruebas manifiestas de su vinculación al romanticismo social mediante abundantes digresiones, que de propia voz o en boca de sus personajes llenan las páginas de sus relatos. La mayoría de los protagonistas son gente desheredada, pobres, huérfanos, víctimas, en definitiva, de una concreta situación social económica. Los problemas o dificultades que tienen que afrontar provienen de su condición social de desheredados, que constituye una criba importante para ver realizados sus anhelos, o para truncar sus esperanzas en la consecución final de aquéllos. La virtud de la inocencia, de la honradez y el talento de los personajes son siempre ensalzados y se erigen en las únicas armas de que éstos disponen para reclamar el derecho de ser felices, dentro de una sociedad que castiga y se ensaña con el más débil.

No podemos resumir aquí los argumentos de las novelas, como tampoco podemos reescribir todos los juicios que Villergas vierte en ellas: ofrecemos algunos ejemplos ilustrativos.

En «El secreto a voces» (El Cancionero del Pueblo, t. 4, pp. 1-95) Villergas aborda el tema de la orfandad para denunciar el estado de la «organización social», y de los impedimentos de la «reedificación del edificio social». La protagonista es una joven huérfana cuya felicidad se ve amenazada por esta circunstancia, ya que el joven a quien ama es un escrupuloso de la «limpieza de sangre». La falta de testimonios acerca de sus orígenes constituye la principal dificultad para ser aceptada en la sociedad. Todos los personajes de la novela, excepto la protagonista, «participan de los errores añejos de conceder más al lustre de la cuna que al brillo de la ciencia y de la virtud».

El interés de ésta y otras novelas que contiene El Cancionero del Pueblo no reside en su elaboración artística, sino en lo que L. Romero Tobar denomina los «excursos narrativos»,98 en los que de forma directa o encubierta el autor manifiesta su intencionalidad. En «El secreto a voces» los juicios de todo orden que Villergas vierte en ella obedecen a una intencionalidad de carácter político y social. La descripción moral de la joven protagonista nos lo confirma:

«Una entusiasta de los principios de igualdad y fraternidad tan cacareados como mal comprendidos en estos últimos tiempos. Ella estaba al nivel de los demócratas reformadores; porque condenar sus ideas era condenar su existencia, su origen dudoso; era acusar su delito a los ojos de los que creen la condición humilde del hombre un vicio hereditario como el pecado de Adán.»99



Abundan los motivos y detalles de la más variada índole que evidencian los propósitos del autor; en este sentido, no están exentos de intencionalidad política y social otros comentarios de Villergas, en apariencia marginales. Así sucede cuando, para ridiculizar la ignorancia e insensibilidad literaria del pretendiente de la protagonista, no repara en traer a colación a los maestros de la literatura francesa: Dumas, Victor Hugo y Eugenio Sue, mentores de la sensibilidad social hacia los más desprotegidos y de la que él mismo, Villergas, participa.

3. 2. Los Misterios de Madrid. Miscelánea de costumbres buenas y malas, 1844-45. 100

Es la primera novela de gran extensión de Villergas que peor reputación como novelista le ha acarreado. Narciso Alonso Cortés califica de «inverosímiles creaciones de una pluma sectaria»101 las «odiosas figuras» del Marqués de Calabaza y del jesuita D. Toribio, personajes clave de la novela entorno a los cuales se tejen innumerables y extravagantes peripecias, difíciles de resumir aquí por prolijas y abundantes.

J. Ignacio Ferreras, por su parte, tampoco guarda una buena «impresión» de la obra, sus aportaciones en este sentido son de desaprobación:

«Villergas pasa revista a todos los grupos sociales: aristócratas, clérigos, comerciantes, bandidos, banqueros, etc.; su intención «social», si intenciones de este tipo posee el autor, es la de mostrar al lector una sociedad corrompida por el vicio, la miseria y el afán de lucro.

Villergas no propone, como Ayguals de Izco, ningún plan de concordia social entre las clases poseedoras y las trabajadoras, se limita a subrayar las diferencias sin ninguna moralidad politizadora.»102



Convenimos con Narciso Alonso Cortés en su opinión de que El Marqués de la Calabaza y D. Toribio son creaciones de una «pluma sectaria», puesto que Villergas deliberadamente tiene el propósito de escribir una novela anti-aristocrática y anti-clerical. No compartimos el juicio de Ferreras acerca de la ausencia de «intención social» y de «moralidad politizadora» en la novela de Villergas, porque tendríamos que hacer caso omiso de las declaraciones que el autor, expresamente en favor de esa intencionalidad, hace en el «Epílogo» a Los Misterios de Madrid:

«Si la libertad de imprenta hubiera sufrido menos ataques del poder habría intentado desenvolver mis teorías en política y moral, si no con erudición y destreza al menos con la sinceridad y franqueza que me caracterizan. He tenido por consiguiente que pasar por alto este particular hasta que vengan mejores días, hasta que no sea un delito el emitir un hombre sus doctrinas [...]. Entretanto, he debido circunscribirme, ya que mi pensamiento ha sido siempre el destruir las cosas viejas y los vicios nuevos del tronco social, he debido concretarme, repito, a combatir a la aristocracia y a los aristócratas, a esa nobleza estúpida que se opone a que la igualdad política se cumpla y a que los vínculos de la fraternidad se estrechen cuanto es necesario a fin de que la nación consiga ser al mismo tiempo libre y poderosa.»103



En nuestra opinión, del epílogo de Villergas no cabe más lectura que la literal, en tanto que esa interpretación a pie de letra halla su corroboración en la fabulación de su novela. Villergas en Los Misterios no intenta más que desarrollar sus «teorías políticas y morales» encaminadas a «destruir las cosas viejas y los vicios nuevos del tronco social», con el propósito de conseguir la «igualdad política», la «fraternidad» de las clases sociales «a fin de que la nación consiga ser a un mismo tiempo libre y poderosa».

El esquema del que parte Villergas para conseguir tan elevados fines es muy sencillo: dos clases sociales en perpetuo divorcio, la aristocracia y el pueblo. Las carencias del pueblo son debidas a la intolerancia, privilegios, y falta de escrúpulos sociales de los aristócratas. La denuncia de esta situación es harto repetida en toda la novela, y la forma con que nos la describe no está exenta de maniqueísmo. No obstante, sus objetivos no se detienen en la denuncia de los males que aquejan a los desheredados, y de la inculpación a la aristocracia del «[des]equilibrio social del siglo XIX».104 Su última finalidad es la de exponer cuáles deberían ser las reformas de carácter político, social y económico que paliaran las desigualdades entre las clases sociales. Su proyecto de reedificación social acoge y se expande a toda la sociedad, y deviene así, como él advierte en el epílogo, en un programa, un ideario «político y moral», pero en el que lo moral adquiere tal magnitud que sobrepasa en importancia a los intereses estrictamente políticos.

Esta conciencia de lo moral se traduce en Villergas, en consonancia con los románticos sociales franceses, en un deseo de «guiar a los hombres hacia el bien».105 Los más grandes poetas del romanticismo social francés habían de mostrar el camino y dar ejemplo de ese deseo y para ello, como apunta R. Picard, «expresaron en sus obras una especie de socialismo humanitario, una filosofía social apoyada en las nociones de justicia, de progreso y de libertad».106

«La reforma profunda de la sociedad en nombre de la fraternidad humana y de la justicia», tenía su principal resorte en el «liberalismo que, según su doctrina, debe transcender tanto la sociedad como la literatura, y el mundo moral tanto como el de los intereses materiales».107 Liberalismo y Romanticismo, «deseo de libertad» y «sentimiento del bien», van unidos, son las afirmaciones y exigencias esenciales del romanticismo social francés. Villergas no es ajeno a éstas, y aunque con notable falta de «erudición y destreza», pensamos que deliberadamente intento transmitámoslas. Su proyecto de renovación del orden social, de acuerdo con los postulados del romanticismo social, está ahí, y se dirige a toda la sociedad.

Los parlamentos de Villergas afectan a todos los órdenes de la vida en sociedad: política, economía, cultura, costumbres, conductas, sentimientos, sensibilidad social, etc.; se suceden arbitraria y dilatadamente, ya sea en boca del autor o de los personajes. Los fragmentos testimoniales, que, por razones obvias, sólo podemos citar sucintamente, son muy numerosos, y aunque todos ellos se acogen a la defensa del humanitarismo social pueden ser expresados por el motivo que los define. Así, encontramos abundantes denuncias de la vida de los humildes que conducen a las oportunas reflexiones y exhortaciones a practicar el bien, la conmiseración, la piedad: «La primera obligación en un buen ciudadano considero yo que es socorrer a los necesitados según sus fuerzas...108 El repudio del egoísmo y la proclamación de un amor universal van unidos a afirmaciones o exigencias de cristianismo sincero, considerado como un bien social: «Profesamos la doctrina de que la religión es el principio de la civilización y la más preciosa de las necesidades sociales».109 El sentimiento, la inclinación hacia el bien se manifiesta en el rechazo de la venganza, la confianza en la capacidad del ser humano para redimirse, en definitiva, la fe en la bondad natural del hombre: «El sentimiento de la compasión es innato en el corazón del hombre»;110 «Hay venganzas que sobrepujan al valor de las culpas y penas que hacen disminuir la monstruosidad de los delitos».111

La crítica de los abusos sociales y la denuncia de la miseria de los humildes, se pone en boca de personajes modelos: liberales, «demócratas por instinto», de sentimientos filantrópicos, «despreocupados», a los que «ningún sufrimiento, ninguna miseria es indiferente».112 Pero en su deseo de reforma profunda de la sociedad, Villergas no descuida a los otros», los que por diversas circunstancias no son merecedores de tan nobles cualidades, y cuando se ocupa de ellos, si bien es prioritaria la denuncia de comportamientos erróneos, lo hace destacando su condición de víctimas. De ahí que reconozca la desgracia de los miserables, los marginados, los fuera de la ley, encarezca los sentimientos nobles e ingenuos que poseen y se apreste a combatir o repeler toda una serie de prejuicios y prevenciones sociales que se ciernen sobre todos ellos, sin hacer justicia a la verdadera condición de su existencia.

En este sentido, se pueden citar aquellos motivos que aluden al optimismo, a la fe en una regeneración social de todas las clases sociales, y sus juicios abarcan muchos aspectos relativos a la educación, a las instituciones, y a la sensibilidad social de los individuos. Su moralismo en este plano acoge parlamentos que afectan también al plano económico y al político, en general. Entre las citas que podemos ofrecer se encuentran los motivos sobre el rigor en las convicciones ideológicas, «Cuando las ideas políticas no son hijas de una meditación severa y de una convicción profunda no pueden ser muy duraderas».113 En torno al reparto de la propiedad: «La propiedad bien adquirida es muy digna de respeto, me libraré yo de atacarla; pero mis lectores perdonarán si les digo que la propiedad está mal repartida»;114 «¿Son esos los blasones de un aristócrata, que [...] insulta la miseria, y desprecia a los hombres honrados que ganan de comer honradamente? ¿Y luego, malvados aristócratas, os quejáis de los niveladores?».115 Las desigualdades ante la ley, «mientras el pueblo no conozca sus derechos y sus deberes, la estatua de la justicia sonríe a los poderosos con la espalda vuelta hacia los artesanos y jornaleros».116 Sobre la administración de la justicia en España, las ideas sobre este tema se extienden a la necesidad de reformas en el sistema penitenciario y en los trámites judiciales,117 contra la pena de muerte y a favor de rehabilitar a los reos. Apenas hay capítulo en que este tema, en cualquiera de los motivos anotados, no sea objeto de largas digresiones, en gran medida porque en Los Misterios los delincuentes, malhechores y bandidos son parte importante de las tramas y acciones que se desarrollan en la novela. Todo ello da pie a Villergas a exponer sus ideas sobre el crimen,118 el reo,119 el verdugo,120 el preso político, y por supuesto la condena de la morbosidad del público ante los ajusticiamientos.121

En la crítica de las instituciones sociales se encuentran disertaciones sobre el matrimonio por imposición paterna, en especial en relación a la mujer, y se aborda el problema del divorcio: «¿Son sólo infelices los matrimonios en que los padres han ejercido un pernicioso influjo?. Y puesto que no es así, ¿sería conveniente establecer el divorcio en nuestro país?»122.Y en nombre de la reforma de las costumbres se ataca el duelo,123 el juego,124 las tertulias,125 a los delatores.126 No escasean, por otra parte interesados puntos de vista en tomo a gustos literarios, «Quintana, y Victor Hugo, Dumas, Larra, Sue» son, entre otros de la misma especie, los recomendados, «Moratín y Gil y Zárate» se rechazan.127

El encarecimiento de la «virtud y el saber como únicos bienes humanos no perecederos»128 es la consigna para crear un nuevo estilo de vida. Preconizar la fusión de los grupos sociales es el objetivo final: el hombre no debe medirse por su ascendencia o linaje, «Al hombre debe juzgársele por sus obras y no por su nacimiento».129 Desde este punto de vista, para Villergas, «La aristocracia es un elemento antisocial», y por ello levanta la voz para decir «Aspiramos a la igualdad, a una igualdad racional, equidistante de la anarquía y de la oligarquía».130

El tiempo interior de la narración se sitúa en 1836-37, pero su discurso alcanza y se dirige a la situación política en que se escribe la novela, 1844-45, que posibilita un cuadro social como el descrito en ella, a la vez que desarrolla una entusiasta proclama para el futuro: el propósito de disipar los prejuicios de clase y preconizar la fusión de los grupos sociales. En este cometido «el pueblo» será el gran protagonista, cuyos buenos sentimientos, ajenos al libertinaje y anarquía, con los que comúnmente se le asocia, auguran y refrendan el éxito del destino que le está reservado.

Aun a sabiendas de que podrían añadirse más testimonios sobre la vinculación de Villergas con el romanticismo social, urge resumir el compromiso que nuestro autor mantuvo con aquél en connivencia con su pensamiento político.

Recapitulación.

Villergas era liberal, republicano y demócrata. En nombre del principio de la soberanía nacional, base de la república así como de la democracia, él no podía sustraerse a las reivindicaciones y doctrinas sociales de la novela ideológica131 de los románticos, tal como la entendieron Hugo y Dumas. Sus embates contra la aristocracia y su furibundo anticlericalismo, a la manera de Sue, no hacen sino corroborar la unidad, cohesión y coherencia de sus convicciones ideológicas, en complicidad con el activismo de la novela de tendencia social. En este sentido, el romanticismo social de Villergas se resuelve y configura como una apología de la democracia. Por razones ya suscritas en estas páginas, el ataque a la aristocracia era, en definitiva, un ataque o acometida contra el principio hereditario, y una afirmación de la soberanía nacional; su anticlericalismo una vindicación de la «libertad racional del pensamiento» contra la intolerancia de la «autoridad eclesiástica», el «Fanatismo», el «yugo inquisitorial», la «influencia teocrática».132

En Los Misterios de Madrid todas las disertaciones vienen dictadas por una intención docente y moral que inducen al humanitarismo social. Los excursos narrativos que hay en la novela constituyen una declaración abierta del programa de reforma político social del autor. Villergas tiene como fin, partiendo de su crítica a la aristocracia y al clero, mostrar cual es el desequilibrio social del siglo XIX.

Conclusiones.

Llegados a este punto, y a la vista de las declaraciones de la crítica actual y del propio Villergas en sus obras, suscritas aquí en favor de una literatura de tendencia social y filosófica, creemos que su sátira en verso, cuyo cultivo se desarrolla y sitúa en las mismas fechas de sus comienzos o ensayos en la narración en prosa, constituye una prueba y ejemplo significativo de campaña a favor del «romanticismo bien entendido». Pues si bien su sátira abunda en vejámenes anti-románticos éstos fundamentalmente apuntan a los defectos más tópicos y típicos en que degeneró la escuela en el ocaso de su trayectoria. La manera de reivindicar un romanticismo auténtico era denunciando todo lo que en su opinión se apartaba de él. Las caricaturas, la deformación burlesca ya en verso ya en prosa únicamente podían perseguir este objetivo y fin.

La convicción de que «es imposible desligar literatura de historia social», y de que «la literatura no sólo es cuestión de estética y mucho menos el sentimiento romántico», aserto que Jorge Urrutia133 aplica a Larra y a Espronceda, creemos nosotros que debe hacerse extensible a Villergas. No queremos ni podemos parangonar a Villergas con aquellos epónimos del «romanticismo auténtico»,134 «romanticismo social»,135 «sensu stricto»,136 que fueron Larra y Espronceda, pero sí queremos dejar constancia de que Villergas, sin alcanzar o lograr las fórmulas magistrales con que aquellos llegaron a expresar sus postulados literarios y políticos, debe considerarse como un modesto ejemplo de correligionario del romanticismo militante, tal como lo entendieron en su momento Larra y Espronceda. Y la vía por la que Villergas llega a la convicción de que es imposible desligar literatura de historia social viene dictada por su ideología política, que destaca por su proba adhesión al liberalismo exaltado, el ala radical del progresismo español. La clase social de la que procedía, los antecedentes paternos y la trayectoria de su vida eran suficientes para arrostrarlo por el talante democrático.

Con el análisis del romanticismo social de Villergas hemos intentado mostrar cuáles eran los presupuestos que le impelen a hacer sátira contra el romanticismo aparente, de envoltorio, formulario y tópico. No era éste el romanticismo por el que nuestro poeta podía sentir simpatías, afinidades u otro tipo de afectos. Cabe preguntarse, ahora, si los mismos presupuestos que le conducen a vincularse con el romanticismo social y rechazar el romanticismo de «corteza», a declarar ¡mueran los románticos!, sirven para explicar la desaprobación de los neoclásicos y provoquen ¡mueran los clásicos! Si así fuera, deberíamos buscar en su ataque una denuncia explícita de caducidad ideológica-estética contra la escuela y doctrina neoclásica. No hay necesidad de ir tan lejos. En primer lugar porque Villergas es insensible, indiferente a aquella estética por su falta de formación neoclásica; por otra parte, en su defensa de una literatura del presente, lo más cercano a él era la literatura posterior a 1830, ¿por qué detenerse o interesarse por algo que pertenecía a un pasado de siglo y medio de existencia? Pensamos que Villergas, partidario de un romanticismo social y revolucionario, se mantuvo alerta ante una estética que aspiraba al orden, a defender los preceptos, normas, el buen gusto, tono, decoro, pudor, ideal de belleza, de entretener y halagar racionalmente en nombre de cómo debía ser vista la realidad, y no cómo era ésta realmente.

Su rechazo del neoclasicismo no lo consideramos como un deseo de expresar las contiendas entre clásicos y románticos, sino como un afán implícito de defensa del «romanticismo bien entendido», un ir en contra de todo lo formulario y reglamentado, incompatible con un «romanticismo auténtico y revolucionario». Si la burla, el vejamen anti-romántico y el anticlasicista aparecen juntos es porque en definitiva el falso romanticismo le debía parecer tan gratuito y frívolo como el neoclasicismo, lo cual explica, a la postre: el ¡muera todo!, con que se cierra el anatema contra la literatura de su tiempo.




ArribaAbajoEl crítico literario Fermín Gonzalo Morón en el contexto de los años cuarenta

Frank BAASNER


Universität Mannheim

Hablar de la crítica literaria de los años cuarenta en España significa aventurarse en tierras poco exploradas. Es verdad que la época del primer romanticismo y de la batalla literaria entre clasicistas y románticos está muy bien estudiada, gracias a los trabajos de Peers, Caldera, Navas Ruiz, Llorens, Camero, Juretschke y, en fechas más recientes, de Martínez Torrón. Pero es también verdad que los años cuarenta, así como los años cincuenta, todavía se han estudiado poco, desde un punto de vista crítico-literario. Hasta el libro póstumo de Pedro Sáinz Rodríguez deja un vacío sintomático entre Gallardo y Amador de los Ríos.137 Derek Flitter, en su reciente libro sobre Spanish Romantic literary theory and criticism138 simplifica demasiado las cosas y no deja espacio suficiente, en su estilo muy denso y típicamente anglosajón, a los matices que caracterizan la discusión de aquellos años.

Faltan estudios sobre muchos autores, famosos en aquel entonces, aunque sí haya una serie de monografías sobre algunos de los críticos más destacados (como Ochoa, Larra, Durán y Lista) de la primera mitad del siglo XIX. El período de transición entre la época moderada y la primera república me parece particularmente interesante desde un punto de vista literario y filosófico, ya que se podría quizás demostrar una continuidad entre el pensamiento liberal de la generación de Larra y las ideas krausistas de los años sesenta. Fermín Gonzalo Morón es uno de aquellos personajes político-literarios intermedios. Ya que su obra (y su persona) merece un ensayo mucho más amplio de lo que cabe en una ponencia, me limitaré en las siguientes páginas a colocar sus trabajos de crítica literaria en el contexto del «segundo» romanticismo, teniendo en cuenta por supuesto el nivel político de los debates literarios. Sin embargo, no será posible analizar detenidamente sus numerosas obras sobre temas de historia política española.

Fermín Gonzalo Morón es uno de los grandes desconocidos de la época romántica, mejor dicho de los años cuarenta del siglo XIX. Entre los críticos hay muy pocos que tengan en cuenta su labor crítico-literaria y literaria. Prescindiendo de Blanco García, que por supuesto conoce al autor y cita brevemente algunas obras suyas, no hay más que Flitter que concede a Gonzalo Morón el espacio debido en el capítulo sobre «Reafirmaciones de los principios schlegelianos en la crítica literaria.» Efectivamente, es en el contexto del romanticismo donde se coloca la obra de Gonzalo Morón. Como se sabe tan poco del autor que a mi modo de ver es un personaje importante del mundo intelectual madrileño y nacional entre 1840 y 1855, trazaré en las páginas siguientes un cuadro introductivo fijándome sobre todo en la obra literaria y crítico-literaria del autor.

Pero antes de empezar el breve recorrido por su vida y su obra quisiera establecer los criterios según los que analizo sus múltiples actividades. En primer lugar, me interesaría demostrar que hubo en los años cuarenta una discusión sobre el pasado literario español basada directamente en el pensamiento romántico. Hay quien dice que después del 1840 ya no hubo cuestión debatida entre clásicos y románticos. Puede ser así, pero lo que sí hubo, fue una integración del pensamiento romántico, más específicamente del romanticismo alemán -pienso ante todo en los hermanos Schlegel- en las discusiones españolas. El romanticismo, en este caso, no actúa como doctrina literaria actual, sino como fundamento del así llamado romanticismo histórico. En este contexto la obra crítico-literaria de Fermín Gonzalo Morón adquiere una notable importancia.

En segundo lugar, en Gonzalo Morón me interesa el personaje como hombre de letras. Efectivamente, es un ejemplo (entre tantos otros) típico del romanticismo español en el sentido de que las actividades políticas y las empresas literarias están estrechamente vinculadas. En el caso de Gonzalo Morón hay además un factor económico ya que nuestro autor fue empresario editorial.139 En tercer lugar, pero eso lo digo más bien en plan de broma, Gonzalo Morón no carece de interés anecdótico.

Nacido en la provincia de Valencia en el año 1816, Gonzalo Morón llega, a la edad de veinte años, a la primera celebridad como uno de los fundadores del Liceo de Valencia en el 1836. Tenía en aquellos años fama de talento extraordinario. Intervino en las sesiones del Liceo activamente como profesor de historia, vocación que no abandonó jamás. Su padre, sea dicho de paso, lo había destinado a una carrera de leyes. Incluso antes de aquella fecha había empezado su carrera como periodista político y literario en las páginas de El Turia, semanal valenciano interesantísimo pero igualmente difícil de encontrar.140 En las páginas de dicho periódico, que según Osorio fue totalmente escrito por Gonzalo Morón, hay una cantidad de artículos que coinciden con las posturas del romanticismo liberal de aquellos años. El autor, que supongo fue Gonzalo Morón, aunque ni uno de los artículos lleve una firma quizás por precaución, elogia el nuevo régimen monárquico-liberal y critica violentamente a los carlistas. En la parte literaria la revista no carece de interés para quien se ocupa del romanticismo español. El autor (y justamente en la doctrina estética se anuncia ya el joven Gonzalo Morón como crítico de los años sucesivos) trata temas típicamente románticos sin por eso menospreciar la escuela clasicista en su conjunto. El 30 de noviembre de 1833 aparece una reseña de los Cuatro palmetazos141 de Gallardo, en la que Gonzalo Morón defiende al clasicista Gómez Hermosilla. En diciembre del mismo año se publica un artículo en cuatro partes sobre «La epopeya caballeresca en la edad media»,142 donde cita, entre otros, a Diez y sus trabajos sobre la literatura provenzal. En el 1834 El Turia publica un artículo de Larra (24/11/1834).

Desde sus primeras actividades literarias Gonzalo Morón se coloca en las discusiones más actuales de su tiempo -el liberalismo y el pensamiento histórico-romántico, donde la poesía y la literatura desempeñan un papel fundamental. Demuestra además que ya de muy joven dispone de una cultura amplia, no limitada a las publicaciones españolas.

En el 1840 se traslada a Madrid y ocupa la cátedra de historia de la civilización española a la edad de 25 años. Un año más tarde publica en seis volúmenes sus lecciones;143 es la segunda obra sobre el tema de la civilización española después de la historia, en 4 tomos, de Eugenio de Tapia. Efectivamente, la búsqueda de una identidad cultural de la nación a través de su historia no carece de actualidad política en aquel momento. Las guerras carlistas, un gobierno inestable y el peligro de una desintegración de la unidad nacional estimulan una discusión pública sobre el significado de la herencia cultural. No es aquí el lugar oportuno para discutir las diferencias entre las dos historias de la civilización -ambas son obras de inspiración liberal, pero de un liberalismo moderado. En una reseña en la Revista de España (1842) Gonzalo Morón mismo examina lo que, claro está, considera los errores y las deficiencias más evidentes en la historia de Tapia. El reproche fundamental concierne la base filosófica de la obra:

«Sólo hubiéramos deseado, que no hubiese emprendido tan colosal trabajo, sin iniciarse con más profundidad en los adelantamientos hechos por la Europa sobre la filosofia de la historia y tener una idea clara del objeto que se proponía y de las dimensiones, que el respetable académico quería dar á su obra. Decírnoslo esto, ya porque sus ideas científicas sobre la civilización nos parecen vagas, é incompletas, cuanto porque en el curso de sus cuatro tomos se nota diferencia en la estensión, que da á su plan.»144


Además lamenta que Tapia no haya incluido en su historia la época romana y visigoda de España. Para entender mejor las peculiaridades de la obra de Gonzalo Morón, quisiera subrayar que Tapia trata la literatura como un fenómeno entre otros dentro del concepto de civilización. Un concepto de civilización, el de Tapia, que debe mucho a la historiografía progresista de la ilustración -piénsese en Voltaire, por ejemplo.145 Si mejora el estado cultural, político, social, económico del país, la literatura también se encuentra forzosamente en buen estado de salud. Un paralelismo tan inmediato, que hoy en día nos hace sonreír, provoca en el caso de la historia española muchas incompatibilidades: ¿Cómo localizar la decadencia política de los últimos Austrias y el esplendor del barroco en un mismo momento cultural? La poesía no desempeña en la obra de Tapia un papel importante. Aquí está la diferencia fundamental con la obra de Gonzalo Morón. El joven autor valenciano deja totalmente de lado el mundo de las Bellas Letras. Esta decisión está lejos de ser casual o arbitraria. La división entre estado cultural-político y estado literario-poético de España es consecuencia de las convicciones románticas del autor. La poesía no obedece a la misma lógica progresista que las instituciones sociales y políticas. Al contrario: el origen, la originalidad tienen valor artístico, el progreso es un concepto inadecuado cuando se trata de obras artísticas. Cito de un artículo publicado justamente en el 1841:

«Para las naciones célebres á quienes sus claros hechos ganaron una página honrosa en la historia, hay sólo una edad poética: aquella en que la fuerza y la energía de un principio moral animó la vida y la nacionalidad de un país y le arrastró á nobles y arrojadas empresas. Cuando han pasado los tiempos en que el sentimiento, el corazón y la imaginacion dirigen y prestan un impulso uniforme a las acciones de un pueblo, su edad poética ha desaparecido.»146


Con su historia de la civilización española Gonzalo Morón entra de golpe en el mundo intelectual madrileño. Es un liberal moderado, ferviente defensor de las libertades y al mismo tiempo de la monarquía centralista. Su carrera que empieza en el Ateneo madrileño es sorprendente. En los años siguientes publica un número increíble de obras, entre artículos, libros y revistas. A partir del 1842 es editor y redactor principal de la Revista de España y del estranjero, en la que colaboran los intelectuales más famosos de la época, historiadores, filósofos, literatos (cito a autores como Carlos Aribau, Facundo Goñi, Ramón Carbonell, Hartzenbusch, Sanz del Río147). Un poco más tarde la revista fue editada por Rivadeneyra. La revista no se limita bajo Gonzalo Morón a los temas tradicionalmente literarios. Lo que busca él es una mezcla entre artículos estrictamente políticos -cito como ejemplo la «reseña política de España», un panorama del desarrollo de la política española a partir de los Austrias hasta el presente- siempre bajo una perspectiva histórica, y crítica literaria tal como existía anteriormente. En el campo de la crítica literaria que aquí nos interesa ante todo, publica, entre tantas otras cosas, su importante Ensayo histórico-filosófico sobre el antiguo teatro español en 18 entregas.148 Tomaré el mencionado artículo, que publicado en volumen ocuparía aproximadamente 150 páginas, como primer ejemplo del romanticismo de Gonzalo Morón.

Mientras que un autor como Mesonero Romanos149 o Alberto Lista150 en sus diferentes observaciones sobre la historia del teatro español buscan implícitamente siempre un modelo ideal para que sirva de ejemplo a la juventud, Gonzalo Morón se limita a una perspectiva histórica, es decir no normativa. El título del ensayo lo dice bien: es un artículo histórico ya que trata del teatro a partir de la edad media, y es un artículo filosófico ya que ordena la materia según criterios histórico-filosóficos. Estos criterios son de origen romántico, y más precisamente de origen alemán: el honor, el amor y la religiosidad son los criterios que determinan el desarrollo de la literatura dramática española. Sería fácil cotejar el texto de Gonzalo Morón y las lecciones sobre la literatura dramática de August Wilhelm Schlegel -se notaría en seguida que GM conocía, sea el original alemán, sea la traducción italiana de Gherardini o la traducción francesa del 1815. Sea dicho de paso que GM sabía alemán, competencia poco frecuente en aquel momento histórico.151 Para Gonzalo Morón, el teatro nacional español termina con la muerte de Calderón -tal como lo había dicho Schlegel. Y el autor más destacado para él es justamente Calderón y no Lope de Vega, preferido por la mayoría de los críticos románticos españoles. En cierta medida GM sigue la línea trazada por Agustín Durán en el 1828, aunque Durán busque siempre en la literatura de los siglos pasados un modelo para la literatura venidera. Para Gonzalo Morón la literatura, y el teatro en particular, es la expresión del pueblo:

«El teatro ha reunido todos los géneros, ha hecho el más lujoso alarde de las bellezas poéticas y es la más cumplida personificacion de nuestra vida y nacionalidad. [...] Por lo mismo el exámen de la literatura española no es solo un objeto de placer y de recreo [...], es antes que esto un alto objeto de gloria y de nacionalidad. [...] Creemos por lo mismo, que hoy no puede ni debe juzgarse la literatura, como lo hicieron con notable provecho y aplauso en su tiempo Tiraboschi, Andres, y La Harpe: hoy los estudios filosòficos deben penetrar y hacer una revolucion en la manera de considerar las producciones literarias; no para desconocer su esencia, ni darlas una direccion é inteligencia forzadas, sino para devolverlas su verdadero precio, y colocarlas en su noble posicion.».


(I, pp. 133-134)                


Lo que busca el autor en su historia filosófica del teatro español es una historia cultural de la nación española, a través de las obras dramáticas. Esa historia cultural no coincide con la historia de la civilización - aquí está la diferencia fundamental con la historia de la civilización publicada por Tapia.

Las mismas convicciones se encuentran en las numerosas reseñas de obras dramáticas contemporáneas. En dos artículos largos se ocupa de la obra de Juan Eugenio Hartzenbusch y de la de Antonio Gil y Zárate, siempre en el año 1842.152 Los criterios estéticos (y políticos) que están a la raíz de sus reseñas tienen algo en común con el manifiesto literario de Larra que se esconde bajo el título «Literatura», artículo publicado en 1836.153 Efectivamente, Gonzalo Morón elogia la grandeza del antiguo teatro español y rechaza al mismo tiempo la escuela romántica francesa, no únicamente por inmoral y anárquica, sino también por inadecuada para la mentalidad y el estado cultural de España. Así como Larra, busca una salida «nueva», basándose a lo mejor en el gran pasado artístico nacional, pero sin pedir imitación de lo que es y debe ser pasado, históricamente acabado.

El clasicismo de origen francés carece de poder emotivo:

«El valor por lo mismo de las producciones de este género se referia solo á ser un trabajo artístico, capaz de interesar á un público erudito é ilustrado, pero sin el menor de revelar la nacionalidad de los pueblos, ni de interesar, ni conmover las masas, en lo cual consiste realmente el mérito de las literaturas, y lo que no puede conseguirse, sin que sean la espresion mas ó menos cumplida del carácter y costumbres de un pais.»154


En el mismo artículo donde rechaza la doctrina clasicista se encuentran frases críticas sobre las «estravagancias» del antiguo teatro español:

«El señor Gil ha sabido seguir las huellas de nuestros mas esclarecidos ingenios descartándole de sus estravagancias, y de la ligereza dramática.»155


El ideal estético tal como aparece en la crítica tanto histórica como actual de Gonzalo Morón, está en estrecha relación con sus convicciones políticas, de las que hablaré más adelante.

En los años cuarenta se puede observar una gran continuidad de sus investigaciones histéricas, de historia política. En el 1840 ó 1841 tenía preparado un libro sobre el reinado de Fernando VII cuando un colega suyo, el novelista Estanislao de Kostka (o Cosca) Vayo, le pidió que renunciara a dicho plan, ya que él mismo quería sacar un estudio sobre el mismo tema en la editorial de Mariano de Cabrerizo. Gonzalo Morón accedió a su solicitud y así Cosca Vayo publicó sus tres volúmenes en 1842.156 A partir del 1842, después de la publicación de su historia de la civilización española, escribe a un ritmo sorprendente no solamente en el campo literario sino también en el campo de la historia. Su Reseña política de España, publicada por entregas en su Revista de España a partir del 1842 y luego en forma de libro en Madrid -el libro no lleva fecha, pero es del 1848 aproximadamente- es un cuadro amplio desde los Austrias hasta la época contemporánea; y no es la única obra de orden histórico-político que publica.157

Veamos ahora el segundo punto mencionado al principio de mi intervención: su función como hombre de letras. Contemporáneamente a sus empresas editoriales y literarias comienza su carrera política. Diputado por Valencia a partir de 1843, es uno de los grandes oradores del partido moderado. Hasta el 1848158 apoya al gobierno moderado de Narváez e interviene (en 25 ocasiones) con discursos sobre los temas más variados. Después de los sucesos del 1848 su actitud hacia el partido moderado será más crítica y escéptica. En sus 16 discursos de los años 1848-49 y 1849-50 se nota cada vez más su espíritu polémico.159 Un documento precioso en este contexto es el artículo suyo del mes de junio de 1849 publicado en Valencia.160

Para Fermín Gonzalo Morón, ser diputado, escritor, catedrático de historia y editores todo parte del mismo compromiso del intelectual con la sociedad. La sociedad, para él, es en primer lugar el trono como símbolo y centro del estado y de la nación. En segundo lugar, la sociedad está representada por los ciudadanos -en su lógica ante todo los burgueses- y la tarea más noble del intelectual es defender tanto la corona como las libertades individuales y colectivas. El hombre de letras, en esta visión suya, es un personaje público responsable de cualquier actividad, sea ella literaria, política o económica. Su cultura es muy amplia, sus conocimientos no se limitan a su especialidad de literato e histórico, sino que abarcan los más diversificados campos del saber humano. En sus discursos en las Cortes, que aquí no puedo analizar, se nota siempre una buena preparación y un profundo saber técnico.

Los años 1848 y 1849 marcan, en su desarrollo personal y político, una ruptura bastante profunda. El entusiasmo con el que colaboró en la cultura moderada de los años anteriores, se transforma en agresividad y decepción. Sin embargo, en algunos puntos esenciales permanece fiel a sí mismo a pesar de los acontecimientos violentos de la próxima fase de su vida y obra. Es aquí donde interviene el tercer nivel mencionado de mi investigación que llamé «anecdótico».

En el verano de 1851, Gonzalo Morón quiere publicar en Valencia un periódico titulado El trono y la Constitución.161 Entrega los originales de sus artículos para el primer número a la imprenta de José Mateu Garín. Al día siguiente se da cuenta de que se han confiscado sus artículos. Escribe una carta al comisario de seguridad pública Jacinto Ronda, inculpándole de haber robado intencionadamente su «propiedad intelectual». El comisario, que no estuvo personalmente en la imprenta para confiscar dichos artículos sino que mandó a un empleado suyo, provoca un proceso por «falsa imputación por escrito de un hecho criminal». El 26 de agosto de 1851 la primera sentencia lo condena a 17 meses de cárcel, sentencia confirmada en segunda instancia el 21 de septiembre de 1851. Y ahora empieza una verdadera peregrinación por cárceles y manicomios por media Europa. Gonzalo Morón, avergonzado por lo ocurrido, intentó, una vez de vuelta sobre la escena política, borrar de la memoria la condena. Ya desde la cárcel de Serranes (Valencia) pide que se cree una comisión parlamentaria para investigar lo ocurrido y restablecer su honor. La comisión, constituida el 22 de noviembre de 1853 anula tres días más tarde la sentencia del 1851.»162

Como Gonzalo Morón da informaciones contradictorias sobre el período entre septiembre de 1851 y febrero de 1853, no se sabe concretamente donde estaba.163 Parece seguro que haya pasado un par de meses en Londres (Kenssingthon house of madness). En diciembre, por lo menos según sus propias indicaciones, escribe un ciclo de dramas históricos sobre los monarcas españoles de los Reyes católicos hasta Felipe III. Poco tiempo más tarde, probablemente en el manicomio madrileño de Chamberí, escribe su novela El cura de aldea, obra bastante polémica con la realidad del clero español, pero expresión al mismo tiempo de las profundas convicciones católicas.

Como consecuencia de aquella experiencia, su labor política y filosófico-literaria de los años cincuenta está condicionada por la idea de venganza. Quiere vengarse del partido moderado que no le concedió la protección necesaria, vengarse de los políticos menos inteligentes y más oportunistas que él mismo. Sigue siendo un ferviente defensor de la monarquía y de la Reina, pero es muy tajante frente al partido moderado que, en su opinión, no estaba al nivel del progreso. Por eso hace parte del partido progresista en la campaña del 1854.164 No es una casualidad que justamente en aquellos años Gonzalo Morón tenga, por primera vez, graves problemas con las autoridades eclesiásticas. Fue editor en el 1853, de un periódico en la provincia de Soria nuevamente titulado El trono y la constitución. En el folletín de dicho periódico publicó algunas entregas de su ya mencionada novelita El cura de la aldea, en la que, según el obispado de Osma, «se escarnecía y ridiculizaba a los Ministros de la Religión».165 Sigue publicando, una vez que ya no fue elegido en el 1854, obras históricas y políticas. Gonzalo Morón muere, a la edad de 55 años, en el manicomio de Valencia.166

Aparte las cuestiones de salud mental y dejando de lado las intrigas políticas, se puede afirmar que Gonzalo Morón pertenece a un grupo de intelectuales moderados que contribuyeron a una implantación del romanticismo europeo después de la primera polémica sobre los conceptos románticos. Es, en cierta medida, alumno de un Alberto Lista de los años treinta cuando transformaba su postura estrictamente clasicista en el así llamado romanticismo histórico. Al mismo tiempo personajes como Gonzalo Morón preparan, junto a otros como Fernández González o Francisco de Paula Canalejas el movimiento del krausismo. Su amplia cultura de nivel internacional y su ingente trabajo como historiador y literato merecerían que ocupase un puesto más destacado que el que tiene actualmente en las páginas de una historia del pensamiento del siglo XIX.



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