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ArribaAbajoManuel de la Revilla, crítico de Galdós

Marta CRISTINA CARBONELL


Universidad de Barcelona

En febrero de 1877 veían la luz, de forma casi simultánea, las dos reseñas que, desde las páginas de la Revista Europea y El Solfeo, respectivamente, dedicaba Leopoldo Alas a Gloria, merecedora de atención larga y detenida en la pluma de quien había de convertirse en el lector más agudo y el crítico más atento y perspicaz de la vasta producción novelesca galdosiana, haciendo de ella privilegiado instrumento de exploración de las posibilidades y límites de un género que con Galdós había descubierto y en Galdós había aprendido a leer.167

En una y otra, el nombre de Manuel de la Revilla y el juicio con que unas semanas antes había sancionado categóricamente Gloria como la mejor obra de Galdós y una de las mejores novelas españolas contemporáneas, aparecían, explícitamente invocados, para dejar constancia del reconocimiento del joven «Clarín» hacia la figura del que no dudó en señalar, pese a las discrepancias que les separaron en no pocas ocasiones, como uno de sus maestros en las lides de la crítica y para el que reclamaría, a su muerte, el mérito de haber sido el primero en reconocer en Galdós al mejor novelista contemporáneo.168 Y ello, a pesar de que Revilla no pudo alcanzar siquiera a conocer La desheredada; su lectura crítica de Galdós, interrumpida por su temprana desaparición en 1881, hubo de circunscribirse, forzosamente, y al margen de los Episodios Nacionales de los que fue dando cuenta desde 1874, a las novelas de lo que «Clarín» llamó su «época tendenciosa», período que señala, a la par, aquél en que Revilla desplegó de forma más brillante su quehacer intelectual y en el que dio, como crítico literario, las mejores muestras de su talento y su fino olfato lector, especialmente desde su tribuna de la Revista Contemporánea, cuyas «Revistas Críticas» trazaron, entre 1875 y 1879, un completo panorama de la vida cultural y literaria de la España de su tiempo, iluminando, con ello, la progresiva evolución ideológica de este inquieto intelectual liberal de formación krausista y hegeliana hacia los dominios del neokantismo y el positivismo.169

Reflejo de este significado tránsito, la ponderada defensa de los principios artísticos del realismo que caracteriza el pensamiento estético de Revilla en los últimos compases de los 70, encuentra su correlato en el creciente aprecio y atención que dispensa, en aquellas mismas páginas, a la novela galdosiana, de la que verá arrancar el movimiento de regeneración de la novela española por la vía del compromiso con la realidad social y moral de su tiempo, y desde cuyo empeño verdaderamente realista, que Revilla entiende también, al modo de Leopoldo Alas, como aquel que «dejando lo puramente accidental y elevándose a considerar lo temporal y transitorio en su fundamento, sabe tratar dignamente los asuntos comunes y ordinarios, porque adivina en ellos y luego estudia lo que tienen de trascendental y eterno»,170 defenderá la radical licitud y oportunidad de su quehacer novelesco, erigiéndolo en verdadero modelo del ideal de mimesis artística que para la novela propugna al finalizar la década.

Hasta entonces, la atención crítica que Revilla ha venido consagrando a Galdós encuentra su primer punto de referencia importante a la altura de 1876: el 15 de julio de ese año abría su habitual «Revista Crítica» en las páginas de la todavía joven Revista Contemporánea disponiéndose a dar noticia de lo que juzgaba «sin duda» como la producción literaria de mayor importancia que en estos días ha visto la luz»; se trataba de Doña Perfecta y, con ella, de lo que atisbaba como un esperado «nuevo rumbo» en la trayectoria del novelista que desde tiempo atrás venía señalando sin vacilar como el principal artífice del renacer de la novela al que estaba asistiendo la España de los albores de la Restauración. Renacer del que había dejado constancia en la programática declaración de intenciones que constituye la primera de sus «Revistas Críticas» en el número inicial de la Revista Contemporánea, en diciembre de 1875, donde Galdós, Alarcón y Valera -Revilla soslaya, y seguirá haciéndolo en los años siguientes, por razones que nunca llega a explicitar, la obra de Pereda- vienen a encabezar, a su juicio, un emergente panorama novelesco171 que ya un año antes había sabido entrever al ocuparse por vez primera y con cierta extensión de una obra galdosiana: Cádiz, el octavo de los Episodios Nacionales de la Primera Serie, había proporcionado a Manuel de la Revilla en noviembre de 1874 -reciente todavía la publicación de Pepita Jiménez y a la espera de conocer El escándalo alarconiano- la oportunidad de presentar a su autor «sin género de duda» como el forjador de un nuevo lenguaje novelesco cuyas lecciones de verosimilitud, naturalidad y sencillez -dispensadas con éxito mediante la sabia utilización de «dos resortes poderosos en España», como son la política (en La fontana de oro o El audaz) y el amor patrio (en los Episodios Nacionales)-, empezaban a dar sus frutos en el camino que mostraban emprender Alarcón y Valera.172

Camino que al año siguiente, y ya a la luz de El escándalo y Las ilusiones del doctor Faustino, definirá Revilla en los márgenes del que considera «tipo ideal de la novela contemporánea en sus vanas manifestaciones», pues «ora aspire a dilucidar temerosos problemas filosóficos y sociales, ora a trazar animado cuadro de las actuales costumbres, ora se encierre en los límites de un carácter y revista las proporciones de un simple retrato, es la novela propia de nuestro siglo, la que mejor simboliza su carácter y satisface sus aspiraciones»: la verdadera novela psicológica o psicológico-social, aquélla

«en que se analizan con la maestría del filósofo, pintándolas juntamente con el talento del artista, esas varias manifestaciones de la humana naturaleza que se llaman caracteres y tipos... fiel y delicada pintura de las pasiones y los caracteres humanos bajo la cual se oculta un importante problema o una profunda e intencionada enseñanza.»173



Nutrido de «pensamiento, intención y trascendencia», el género psicológico-social que Alarcón y Valera se esfuerzan por aclimatar, desde presupuestos ideológicos y morales bien divergentes, a la altura de 1875 es saludado por Manuel de la Revilla -y aun a pesar de su abierta discrepancia con los que edifican la novela del primero, discrepancia que no hará sino agrandarse en los años inmediatos- como la más lícita y oportuna de las posibilidades de novelar en el presente momento histórico, por cuanto «la sociedad moderna -afirma- prefiere a las obras de arte que sólo hacen gozar, las que hacen juntamente gozar y sentir, y que a estas mismas antepone las que además obligan a pensar»174 «legítima exigencia de nuestro siglo» a cuya satisfacción ha de concurrir, por lo tanto, una novela que, sin renunciar en modo alguno a su sustantiva finalidad estética, y sin caer en los excesos del arte docente, sea capaz de encarnar los ideales que lo animan, desde las posibilidades que encierra contemporáneamente, por su misma naturaleza, un género del que había destacado, en sus Principios Generales de Literatura, su condición de

«género amplio, flexible, sintético, que se amolda a todos los asuntos, formas y tonos. Representación fidelísima y completa de la vida humana que... poniéndose al servicio de todos los ideales y de todos los fines de la vida... ejerce necesariamente poderosísima influencia y alcanza extraordinaria popularidad [...] Atraído el lector por estas narraciones familiares y prosaicas, en que ve retratada con pasmosa fidelidad la vida, identifícase con los personajes que en ellas figuran, interésase por su acción, y fácilmente se insinúan en su alma las doctrinas que el novelista encierra bajo tan amena forma.»175



Desde estos presupuestos, que preludian las consideraciones vertidas, dos años después, en su ensayo acerca de «La tendencia docente en la literatura contemporánea», y con los que de hecho Revilla se está adelantando, en su exaltación de la novela como privilegiado reflejo histórico de los vaivenes ideológicos de su tiempo, a las consideraciones de Leopoldo Alas en «El libre examen y nuestra literatura presente»,176 el talante expectante con que este atento seguidor del quehacer novelesco galdosiano acoge en 1876 la publicación de Doña Perfecta adquiere pleno sentido a la luz de la lectura crítica que, unos meses después, lleva a cabo de Gloria, desde la que Doña Perfecta se verá confirmada, retrospectivamente, como una primera -aunque no del todo lograda- incursión galdosiana en los dominios del difícil y peligroso género de la novela psicológico-social, limitada por su propia condición de lo que Revilla había acertado a definir como «delicioso y acabado cuadro de costumbres que encierra no poca trascendencia bajo su forma ligera y humorística», pues obedeciendo a la voluntad -que reconoce principalísima- de mostrar los «letales frutos» de la influencia ultramontana en una levítica ciudad provinciana, símbolo «de esas ciudades clericales que abundan en España y que siendo cabezas de diócesis sin ser capitales de provincia, son otros tantos focos de atraso y oscurantismo», veía sin embargo perjudicado su «efecto estético... sin conseguir despertar en el lector la trágica emoción que da carácter artístico a la catástrofe»177 por las dificultades de su autor a la hora de armonizar su indiscutible talento en la pintura de caracteres y en la descripción de tipos y lugares -aspecto que desde 1874 viene destacando Revilla en el arte narrativo de Galdós, y por el que este ameno cuadro de género se erige en lo que juzga un «modelo acabado de la novela realista», con la exigencia compositiva de una acción verosímil conducente a un desenlace ajustado. Aspecto este último que no será Revilla el único en poner de manifiesto, y que, vertebrando el juicio crítico que consagra a la novela, viene a incidir en lo que por estas fechas se le aparece como singular deficiencia de la narrativa galdosiana, puesta ya de manifiesto en su reseña de Cádiz: aquella «falta de calor y animación... frialdad en el fondo como en la forma... impasibilidad británica que hace recordar siempre, al leer estas novelas, a Dickens o Wilkie Collins, nunca a Víctor Hugo o Dumas, ni siquiera a Feuillet, Balzac u Jorge Sand»,178 y que en Doña Perfecta redunda en la incapacidad de dotar a los personajes del calor y de la enjundia pasional necesaria para explicar, a través de una acción lo bastante «complicada» e «interesante», un desenlace trágico que se antoja aquí «inútil» por injustificado,179 siendo así que la «concepción artística» de la novela cede en favor de su muy notable «concepción moral y filosófica», haciéndose presente aquel desequilibrio acerca del cual había prevenido en su reseña de El escándalo alarconiano.

De ahí que para Manuel de la Revilla, que había insistido un año antes en la idoneidad de aquella novela «que mejor acierte a pintar el corazón humano y que más intención y enseñanza entrañe», ponderando la superioridad de la novela psicológico-social si entendida como

«aquélla cuyo principal objeto es pintar con vivos colores el drama íntimo que se desarrolla en los senos profundos de la conciencia, y de que sólo es reflejo y traducción sensible el drama exterior y material que se anuda en el terreno de los hechos»,180



venga a ser Gloria, donde el talento descriptivo y caracterizador de Galdós se aleja del cuadro de costumbres o la narración histórica para ceñirse en los márgenes de un profundo y «bellísimo estudio psicológico», la obra que asegura, a su juicio, la esperada entrada del autor de Doña Perfecta «en el campo vastísimo de la novela psicológico-social», y, con ella,

«acreditándose de pensador profundo cuanto de observador atento, se coloca de un golpe en aquellas alturas en que el artista confina con el filósofo, y la obra de arte es a la vez acabada manifestación de la belleza y fuente de trascendentales enseñanzas».181



Pues en Gloria, el grave problema religioso que Doña Perfecta presentaba a través de la lucha del librepensamiento frente al fanatismo y la hipocresía adquiere contornos por fin más complejos y -subraya Revilla- mucho más sutiles desde el drama íntimo de unos personajes en los que destaca la mano maestra con que Galdós ha sabido representar, en sus varios aspectos, la agitada conciencia religiosa del momento presente, para poner al descubierto, con valentía y sin falsos optimismos conciliadores, la perturbadora tiranía de la intolerancia: verdadero desafío social y literario que la segunda parte de la novela mostrará -a diferencia de lo acontecido con Doña Perfecta- hábilmente resuelto a través de una acción «sencilla, patética y en alto grado interesante», cuyo verosímil desenlace armoniza equilibradamente exigencias artísticas y filosóficas en la verdad «profundamente humana» de unos personajes que certifican «un gran talento observador en el Sr. Galdós», propio de quien ha comprendido que el arte «no ha de inspirarse en excepciones, sino en lo general y constante».182

Esta es, a su entender, la clave de los grandes méritos que, como concepción artística y filosófica, avalan Gloria como «la novela más trascendental que en nuestros días se ha escrito en castellano, y que basta para declarar a su autor el primero de los novelistas españoles»: la profundidad de la mirada observadora con que Galdós ha sabido penetrar la complejidad ideológica y social de la realidad presente para extraer de ella unos personajes cuya condición de «caracteres llenos de vida y de verdad» y el limpio ajuste de su conflicto interior «al medio social en que se mueven y las ideas que los inspiran» los aleja de la frialdad de su anterior trazado a la inglesa para que en ellos y en su drama de conciencia, sabiamente conducido, se haga presente el ideal estético desde el que Revilla viene formulando y valorando las líneas maestras de lo que ha definido como «novela psicológico-social», y cuya más acabada expresión se halla contemporáneamente, en las páginas de su ensayo acerca de «La tendencia docente en la literatura contemporánea», donde advertirá, repitiendo palabras de 1875, que

«Con ser la obra poética realización de la belleza, es expresión del pensamiento también... Creemos firmemente que el fin capital y primero de la obra poética es la realización de lo bello, y creemos también que en la forma existe la verdadera creación artística y radica el valor estético de la obra, sin negar que éste pueda hallarse también en la idea. Afirmamos a la vez que la trascendencia, profundidad y alcance científico y social del pensamiento es un elemento importantísimo que contribuye poderosamente a dar a la producción, no belleza, sino interés, influencia e importancia, y que el artista hará bien (sin estar obligado a ello) en reunir a la belleza el bien y la verdad, concertando en su obra el valor estético y el valor ideal y social. Preferimos, en igualdad de circunstancias, las obras que hacen pensar, sentir y gozar a las que sólo hacen gozar y sentir, pero no anteponemos las obras de idea sin forma a las de forma sin idea, sino todo lo contrario».183



Rechazando abiertamente el exclusivismo con que los partidarios del arte docente erigen en canon del arte la importancia moral de la obra poética, y proclamando abiertamente, desde la filiación idealista de su pensamiento estético, que «nuestra fórmula es la del arte por el arte, o mejor por la belleza», Revilla invita, sin embargo a no desconocer, antes al contrario, el «doble valor» que su propia naturaleza le otorga, mirando en ella «no sólo la realización independiente y sustantiva de lo bello, sino el medio de expresar un ideal», con lo cual «será tanto más perfecta (como producción social influyente y educadora) cuanto más profunda y elevada sea la idea en que se inspire».184

Desde estos presupuestos, iluminadores de su lúcida lectura de la tendencia con que la novela de su tiempo se vincula históricamente al presente,185 Revilla empieza a reconocer al filo de 1877 -así lo apunta ya su lectura crítica de Gloria- en Galdós y en sus novelas del «realismo tendencioso», al igual que lo hará Leopoldo Alas, la mejor contribución, desde el abrazo sincero a la libertad de pensamiento y al ideal de progreso, a la tarea docente y regeneradora que, así entendida, tiene encomendada la novela moderna en España. Tarea que valora, por lo demás, en términos que van poniendo de manifiesto un paulatino alejamiento del inicial marco psicológico en favor de una novela que, conjugando al modo galdosiano «acabadas pinturas de la sociedad y delicados análisis del corazón», se muestre capaz de abarcar la complejidad ideológica y social de una realidad que, como materia novelable, aspira a verse reflejada, afirma Revilla, «tal como es», aunque

«dentro del carácter ideal de la obra de arte, deduciendo de la acción que refiere consecuencias morales y enseñanzas prácticas que sirvan para fortalecer [en el lector] su carácter moral en la lucha de la vida.»186



Así lo reflejará el «Boceto Literario» que en marzo de 1878 dedicará al autor de Gloria en las páginas de la Revista Contemporánea, donde se anudan las líneas maestras de su lectura crítica de Galdós hasta la fecha, y donde la voluntad de empezar subrayando su mérito por haber comprendido, antes que nadie, que

«la novela había de ser el drama palpitante de la vida real, en que los hechos exteriores son el producto de los íntimos hechos de conciencia, y los personajes interesan tanto como los sucesos, y éstos como aquéllos adquieren valor moral y artístico... por lo que de humanos y verdaderos tienen,»187



da cuenta -en lo que tiene de significativa matización de sus apreciaciones de 1875- de la creciente permeabilidad de Manuel de la Revilla hacia los presupuestos estéticos del realismo que viene encamando el quehacer galdosiano, a través de su decidida defensa de una novela abiertamente comprometida en la tarea de ser «vivo retrato de la agitada y compleja conciencia contemporánea, y plantear los arduos problemas de toda especie que tan hondamente perturban la vida pública y privada de nuestra sociedad.»188

Convicción que le lleva a interpretar retrospectivamente el conjunto de la narrativa galdosiana en lo que tiene de verdadero empeño, sucesivamente modulado, por dotar a España de una novela moderna,189 valorando muy especialmente lo que en esta fundamental y pionera tarea de regeneración supone la etapa de sus novelas psicológico-sociales, y desde la que saludará en febrero de 1879 La familia de León Roch, novela con la que Galdós, entiende Revilla, agota con brillantez las posibilidades de aquel trascendente propósito de análisis y reflexión acerca del más grave de los problemas sociales y morales contemporáneos, el problema religioso y sus consecuencias, que iniciaba con Doña Perfecta y que culmina en el complejo trenzado de pasiones con que la novela de 1878 viene a cerrar definitivamente el proceso abierto a ese «foco perenne de perturbaciones en la familia y en la sociedad» que es la intolerancia religiosa, por éste que califica significativamente de «denodado campeón de la santa causa del progreso.»190 De ahí que juzgando a esta novela que -merece destacarse contempla como necesario final de un ciclo, «muy superior, como concepción moral y social», a Gloria, si bien inferior a ella «como concepción poética», subraye nuevamente -y a pesar de sus deficiencias estructurales, consecuencia de lo ambicioso del propósito de abordar, junto al «problema religioso», la no menos importante cuestión del divorcio- su valor de ejemplo culminante del talento galdosiano para plantear con verdad, acierto y energía, la realidad de un «drama conmovedor y terrible que se presenta todos los días en el seno de muchas familias», y donde el matizado trazado de caracteres, así como el planteamiento de acciones y situaciones, revela «un conocimiento del corazón humano y de la sociedad presente que verdaderamente asombra.»191

Son éstas precisamente las cualidades que le habían llevado a exaltar unos meses antes las novelas galdosianas como un «modelo de perfecto realismo... no de ese realismo que está reñido con toda belleza y todo ideal, sino de aquel otro que, sin traspasar nunca los límites de la verdad, sabe idealizar discreta y delicadamente lo que la realidad nos ofrece», y a celebrar, en consecuencia, la eficacia con que su autor «sin sacrificar jamás la forma a la idea, ni caer en los extravíos del arte docente, en todas ellas ha sabido encerrar un pensamiento filosófico, moral o político de tanta profundidad como trascendencia»,192 términos que consagran al Galdós de Doña Perfecta, Gloria y La familia de León Roch como cabal encarnación del realismo que, en 1879, y desde las páginas de su ensayo acerca de «El Naturalismo en el arte», invocará Revilla como la más oportuna y legítima de las doctrinas estéticas, desde el ideal de un arte que, sobre la base de la prevalencia, que siempre defendió, de la realización independiente y sustantiva de lo bello a través de la forma, conjugase con ello un valor docente y educador mediante su vinculación, desde un sentido liberal y de progreso, con los ideales y problemas de la sociedad contemporánea, de modo que, arrancando de las entrañas mismas de la realidad, reconociéndola como «la verdadera fuente de inspiración del artista, [a la que] debe amoldarse aun cuando con mayor libertad crea» aspirase a ser «no mera idealidad ni copia servil de lo real», sino

«idealización de lo real por la fantasía creadora... y también realización sensible de lo ideal que el artista, con mirada escrutadora, sabe adivinar en el seno mismo de la realidad».193



Gracias a esta mirada, que Revilla había querido conscientemente rastrear, las novelas galdosianas de la primera época, ante las que no dudará en sentenciar que «obligación es de cuantos abrigan sentimientos liberales coadyuvar al triunfo del Sr. Pérez Galdós, y ver en el distinguido novelista, no solo una gloria de nuestra patria, sino uno de los más ilustres representantes de la causa nobilísima que defendemos», pues «presentar a los ojos de la humanidad el espectáculo de la belleza es sin duda empresa meritoria; pero ¡cuán más grande es llevar una piedra al magnífico edificio del progreso y contribuir al glorioso triunfo de la verdad y el bien!»,194 son, al propio tiempo, novelas en las que Revilla está percibiendo exactamente el mismo valor que pondrá de manifiesto Leopoldo Alas en 1878 cuando, reseñando a su vez La familia de León Roch, diga de las Novelas Contemporáneas de Galdós que

«Son tendenciosas, sí, pero no se plantea en ellas tal o cual problema social, como suele decir la gacetilla, sino que como son copia artística de la realidad, es decir, copia hecha con reflexión, no de pedazos inconexos, sino de relaciones que abarcan una finalidad, sin lo cual no serían bellas, encierran profunda enseñanza, ni más ni menos, como la realidad misma también la encierra, para el que sabe ver, para el que encuentra la relación de finalidad y otras de razón entre los sucesos y los sucesos, los objetos y los objetos.»195



Así también Revilla, que supo reconocer tempranamente en su autor -y frente al conservadurismo moral que, oscureciendo el innegable talento de Alarcón, acaba por llevarle a una novela que afecta desconocer por completo la realidad, sacrificando verdad y belleza en el altar de sus tesis ultramontanas, o frente a la incapacidad que, en su progresivo acercamiento a los moldes del realismo galdosiano, ha ido notando con creciente desagrado en Valera para traspasar los márgenes de sus exquisitos estudios psicológicos, abriéndose a una novela vinculada a los ideales de la sociedad presente196 al más profundo y perspicaz observador de una realidad humana y social en cuya propia complejidad latía la tendencia que sostenía sus creaciones novelescas, y que sólo precisaba de la mirada escrutadora del artista para ver brotar «el ideal» que ella misma encerraba.

Con ello, Manuel de la Revilla estaba contribuyendo eficazmente a poner de manifiesto hasta qué punto poseía Benito Pérez Galdós, desde su propio talento y saber ver de novelista realista, las mejores condiciones para acometer, al filo de los 80, e imprimiendo otro necesario rumbo a su novela, el nuevo acercamiento que esa realidad dominada y penetrada artísticamente para ponerse al servicio de los grandes intereses de la vida contemporánea empezaba a reclamar históricamente. Su prematura muerte, en 1881, le privó del tiempo necesario para justipreciar la oportunidad del naturalismo y de la conquista literaria de la realidad que traía consigo, descalificándolo, precisamente, en nombre de un ideal estético que vio, en los últimos compases de los 70, encamado en la novela de quien, consciente de esa oportunidad histórica, había de convertirse, en breve, en el autor de La desheredada;197 no impediría, sin embargo, que a la luz de los sucesivos artículos que hasta 1879 dedica a la narrativa galdosiana, pueda reconocerse como el crítico que, junto a Leopoldo Alas, mejor supo leer y valorar históricamente las claves desde las que había necesariamente de conquistar su lugar y su sentido, en este tiempo de hipersensibilidad ideológica, política y religiosa que presta su savia a la novela, aquel empeño que, formulado en 1870, había de hacer de Galdós, como ambos acertaron a ver, el fundador de la moderna novela realista española:

«La novela moderna de costumbres ha de ser la expresión de cuanto bueno y malo existe en el fondo [de la clase media], de la incesante agitación que la elabora, de ese desempeño que manifiesta por encontrar ciertos ideales y resolver ciertos problemas que preocupan a todos, y conocer el origen de ciertos males que turban las familias. La grande aspiración del arte literario en nuestro tiempo es dar forma a todo esto. [...] Basta mirar con alguna atención el mundo que nos rodea para comprender esta verdad. Esta clase es... la que posee la clave de los intereses, elemento poderoso de la vida actual, que da origen en las relaciones a tantos dramas y tan raras peripecias [...] Sabemos que no es el novelista el que ha de decidir directamente estas graves cuestiones, pero sí tiene la misión de reflejar esta turbación honda, esta lucha incesante de principios y hechos que constituye el maravilloso drama de la vida actual.»198






ArribaAbajoSemblanzas literarias decimonónicas: dos libros de Eusebio Blasco y otros tantos de Armando Palacio Valdés

José María MARTÍNEZ CACHERO


Universidad de Oviedo

Lo que sigue es un modesto ejercicio de literatura comparada que junta a dos escritores decimonónicos coetáneos: Eusebio Blasco (1844-1903) y Armando Palacio Valdés (1853-1938), en cuanto ambos son autores de libros en cuyo título o subtítulo figura la palabra «semblanzas»; se trata de (por parte de Blasco) Mis contemporáneos. Semblanzas varias, 1886199 y Los de mi tiempo. Semblanzas varias (segunda serie),200 y (por parte de Palacio Valdés) de Los novelistas españoles, 1878 y Nuevo viaje al Parnaso, 1879. Sin duda se conocieron, pero Palacio Valdés no tuvo mucho aprecio por la literatura de Blasco al que menciona alguna vez, situándolo en compañía y a la altura de colegas como el poeta Grilo y el dramaturgo Retes, y de quien (Blasco hizo otro tanto) no compuso ninguna semblanza.

Las semblanzas de Eusebio Blasco.

Del aragonés Eusebio Blasco escribió Cejador201 que «compuso sin descanso durante cuarenta y cinco años 74 obras dramáticas,202 poesías, sátiras, novelas, cuentos y unos treinta y cinco libros, demasiadas obras, donde derramó con despilfarro chistes y agudezas de un ingenio brillante y rico», escritura casi siempre al día, lo mismo en París203 que en Madrid, hábil y ligera, expuesta por ello a no dejar mayor rastro aunque se publicaran póstumamente unas Obras Completas suyas204 que muestran esa variedad genérica y temática.

Ambas series, que no nacieron como tales libros, están formadas por colaboraciones en diarios como El Liberal y Heraldo de Madrid; corresponden a un período de tiempo comprendido entre 1890 y 1902205 y son a manera de una antología relativamente unitaria de la actividad periodística de Blasco.

El DRAE define la voz semblanza (en su segunda acepción) como «bosquejo biográfico»; sólo dos palabras, que podrían completarse con la segunda acepción de la voz retrato -«descripción de la figura o carácter, o sea de las cualidades físicas y morales de una persona»-, requisitos que debidamente atendidos por el semblancista nos darían el perfil de la persona elegida como protagonista. Pero Eusebio Blasco tiene su propia poética de la especie literaria semblanza y a sus principios, fruto de la experiencia, procura ajustarse en la práctica.206 No se trata de componer biografías porque hacerlo «sería trabajo largo, monótono y sin interés del momento», lo cual no deja de ser un muy peregrino entendimiento de la modalidad, triplemente calificada y más bien con desacierto, lo que se refuerza con un ejemplo concreto: nuestro autor cierra la semblanza de Núñez de Arce, todavía vivo y activo, indicando que «un biógrafo diría [...]», y sigue la mención de varios datos (no sé si menudos) como lugar de nacimiento y edad actual del interesado, filiación política y actividad periodística, para concluir preguntándose si «le importará todo eso al amante de las bellas letras», señal clara de anti-biografismo y componente -el biográfico- que Blasco suele sustituir con un abundante anecdotismo no mucho más revelador que esos datos decididamente proscritos, aunque Blasco considere semejante conjunto de anécdotas como el medio pertinente para «decir cómo son, detallar sus personas, sus maneras, sus costumbres, su yo», loable propósito que creo se cumple en pocas ocasiones pues la acumulación de pequeños sucedidos por lo general irrelevantes no se corresponde con lo enunciado en esas palabras ni, tampoco, con las que siguen inmediatamente y aluden nada menos que a «un retrato moral», base o fundamento de las semblanzas en cuestión, impresionistas como hechas con «la impresión que directamente me causaron» tales personas, conocidas o amigas suyas. Y por si no se alcanzara la densidad propia del retrato moral, siempre cabe como descargo la posibilidad de (rebajando el nivel) darles el nombre de «boceto», «croquis», «fotografía» e incluso «caricatura». Cualquiera sea el nombre adoptado y el nivel conseguido, Blasco piensa que este trabajo, como testimonio directo que es y en razón del material ofrecido, será «trabajo de utilidad» en el futuro lo cual, visto desde hoy y con mentalidad investigadora, no siempre resulta cierto.

El modo utilizado para el acopio de dicho material no es otro que la «discreta observación» de los protagonistas ya que la semblanza trazada no debe convertirse en una revelación impertinente de su intimidad; de ahí, la discreción con que el autor desea proceder, máxime si se tiene en cuenta que a renglón seguido advierte sobre la manera de tratar a sus criaturas, manteniendo un equilibrio que consistirá en escribir «sin prevención contra nadie» y «sin adulación para ninguno» pues, en definitiva, se ocupa de gentes a quienes conoce, estima y respeta, y en cuya intimidad se introduce evitando llegar a los extremos reprobables de algunos periodistas franceses muy pagados del sensacionalismo.

Las personas retratadas por Eusebio Blasco no sólo pertenecen al mundo de la literatura, aunque los literatos estén en franca mayoría, sino que entre ellas hay «banqueros y políticos, actores y cantantes, pintores y académicos, actrices y novelistas, celebridades y particulares», sin que se establezca ningún orden previamente calculado pues «van todos revueltos» y en compañía de algún extranjero (Lesseps, el del Canal de Suez; Charles Blanc, un afamado crítico de arte; o la duquesa de Chaulnes, una dama de gran belleza, Sofía Galitzin, que había amado mucho). Se trata -para nuestro caso- de periodistas tan activos y notorios como José Luis Albareda, director de El Contemporáneo, que también fue ministro liberal; de dramaturgos mayores como García Gutiérrez o Tamayo y Baus; de actores como Manuel Catalina, que estrenó con éxito algunas obras dramáticas de Blasco; de poetas como Bécquer y Núñez de Arce, o de narradores como Castro y Serrano y Galdós. En ambas series alternan los vivos con los ya fallecidos y nuestro autor advierte (con relativa sorpresa): «¡Qué pocos vamos quedando ya de aquellos amigos de hace medio siglo!», lo cual si, por una parte, marca un territorio humano -el constituido por las gentes de su tiempo vital y literario, dígase las correspondientes a la época de la Restauración, un tiempo tenido por mejor en cuanto que es el suyo y, además, porque entonces «no había [como en el actual] decadentes ni estetas, ni escuelas de cosas estrafalarias que parten de Francia y que inficionan el mundo» (p. 181 de Los de mi tiempo), hace que, por otra parte, un acento expresivo de naturaleza elegiaca sea característica frecuente, frecuentes asimismo el lamento por su pérdida y el elogio de sus virtudes.207

La extensión de las semblanzas es la propia de un artículo periodístico de colaboración literaria, ligeramente sobrepasada en alguna ocasión y completada en otras con una especie de apéndice que ofrece anécdotas del interesado; nacieron como artículos de prensa y su tono y estilo son los procedentes en la escritura periodística, no muy cuidada ni tampoco brillante en el caso de Blasco, lejos de lo que en las postrimerías del XIX hacían algunos cronistas parisinos y algunos hispanoamericanos aparisiensados (como Enrique Gómez Carrillo), de quienes no se le pegó nada después de tantos años que ejerció como corresponsal en París.

No partidario de la biografía (según quedó dicho), Eusebio Blasco echa mano del anecdotismo como de componente muy a propósito para llenar páginas y dar animación al relato pero también (a su pesar) para trivializarlo; Blasco se presenta como gran conocedor de anécdotas de sus personajes, algunos de los cuales parece que fueron incesantes productores de ellas (como Albareda, cuya semblanza es una de las completadas con un apéndice titulado precisamente Cosas de Albareda, cinco páginas que son un repertorio de chispeantes hechos y dichos suyos; otro tanto ocurre con Cánovas del Castillo, de quien «no se acabaría de contar lo que en forma festiva y jovial ha dicho en su vida»). Sean dichos o hechos, lo cierto es (a mi ver) que no tienen tanto gracejo como se les supone, ni resultan tan significativos que revelen la clave de una personalidad, todo lo más algún pormenor externo como puede ser (en el actor Catalina) su afición a las mujeres, corroborada por una serie de casos. Casos y cosas, chistes, chismorreo y cotilleo, dimes y diretes es lo que son semejantes anécdotas, nunca especie de mayor entidad. Con bastante menor frecuencia aparecen en estas páginas divagaciones de vario asunto como pueden ser la relación entre el físico y la impresión que un hombre célebre puede producir a la gente en el primer momento; o la hostilidad, tan generalizada entre los españoles, a «la distinción y el refinamiento de la persona destacada» pues aquéllos se pagan mucho más de la campechanía superficial y descuidada.

Recuerdos, lecturas y la relación personal mantenida con los protagonistas de las semblanzas constituyen principalmente el material empleado por Eusebio Blasco para componerlas y su distribución a lo largo de las respectivas páginas resulta más bien desordenada, casi siempre imprevisible puesto que el semblancista escribe de acuerdo con la fluencia natural de tales ingredientes, sin ninguna falsilla previa que marque lugar preciso de colocación y por eso las analogías estructurales entre unas y otras semblanzas son muy escasas.

Las semblanzas de Armando Palacio Valdés.

El Palacio Valdés que vamos a considerar seguidamente se diferencia bastante del escritor hecho y derecho que fue, andando los años, académico, longevo de aspecto patriarcal, candidato al Nobel de Literatura, traducido abundantemente, extremos a los que pueden añadirse otros varios en el mismo sentido, cuya suma ofrece una imagen ajustada a lo que Rafael Narbona, apologeta de don Armando, llamó Palacio Valdés o la armonía.208 Estamos ahora ante su pre-historia, el período inmediatamente anterior a su comienzo como novelista, cuando su dedicación era -años 70 finales- la crítica de los libros ajenos, realizada en la prensa (diarios y revistas), período que concluye con la publicación en 1882 de La literatura en 1881 (en colaboración con «Clarín»); la serie de sus semblanzas se reparte entre los volúmenes titulados Los oradores del Ateneo (1878), Los novelistas españoles (1878) y Nuevo viaje al Parnaso (1879), informativos de primera mano, elogiosos e irónicos, objeto los dos últimos de nuestra atención en adelante.

Corresponden estos escritos a un período de juventud combativa cuando, a poco de llegado a Madrid desde la provincia natal, su autor formaba parte con otros colegas y amigos por el estilo de una tertulia en la Cervecería Escocesa (Carrera de San Jerónimo) que Ortega Munilla bautizó con el nombre de «Bilis Club» debido a la mala lengua y peor intención que ponían los contertulios en sus conversaciones, temerosas para muchas gentes del gremio, espíritu burlón y demoledor que también tenía asiento en los pasillos y salones del Ateneo madrileño, sito entonces en la calle de la Montera; piénsese que eran jóvenes alevines de literato con deseo de hacerse un hueco en la república de las letras. No extraña, pues, que, pasados los años (treinta, exactamente), en el prólogo a una edición conjunta de estos libros, Palacio Valdés hablara, refiriéndose a sí mismo, de «pluma irresponsable» y de «soltar la carcajada» como de manera habitual de reaccionar frente a cosas y personas. Otras palabras en el mismo lugar y ocasión corroboran lo dicho pues el autor reconoce, un si es no es contrito, su «arrogancia» juvenil o su actitud de «niño travieso y poco respetuoso» que le llevaba a determinadas chanzas y a análisis demoledores en estas páginas donde parece mirar muy subido en lo alto a algunas de sus víctimas, maltratándolas impiadosamente -díganlo los novelistas Fernández y González o Pérez Escrich, y el poeta Antonio Fernández Grilo-. Pero tiene asimismo buen cuidado en advertir que, pese a ciertas alusiones personales de «dudoso gusto», estas semblanzas no están animadas por la hostilidad hacia los interesados -«en mi corazón juvenil no había ni un gramo de odio»- y desea que sus censuras, cuando las haya, «ni tengan su raíz en la pasión ni se presenten tan agrias que puedan herir ninguna sensibilidad». Escritas estas semblanzas en la biblioteca del Ateneo, uno de los lugares predilectos del joven escritor, y publicadas en la Revista Europea, reunidas después en volumen y bien acogidas por el público, su autor las define como «impresiones, juicios, observaciones sobre sus lecturas».

Como componentes más empleados y relevantes de ellas cabe señalar las digresiones en que se complace el autor, cuyo asunto es frecuentemente la estética literaria, digresiones de extensión desigual, ilustración por vía teórica de algún caso concreto o, como ocurre otras veces, con validez más general y menos inmediata, serias, irónicas o festivas (que de todo hay); encontramos así generalidades sobre la Novela -«antes que nada, una obra de arte», cuyo fin «no es conmover el corazón y hacer derramar lágrimas, sino despertar la emoción estética, la admiración que produce lo bello»- y el novelista -que «ha de ser observador, sagaz e inteligente, ha de pintarnos la vida real con acierto y con verdad, nos ha de presentar en relieve caracteres y tipos morales, ha de ser novelista y psicólogo, y, además, un poco metafísico»-; sobre el realismo en la literatura decimonónica, como un afortunado movimiento liberador de las limitaciones impuestas por el romanticismo que, por una parte, había sido desdeñoso con algunos sentimientos y acciones del hombre y, por otra, había recargado de artificio «absurdo y convencional» la presentación de numerosos episodios y personajes; sobre la práctica poética de neoclásicos y románticos que, guardadores fieles de preceptos o de desmesuras, respectivamente, cayeron en una poesía «estereotipada»; Palacio Valdés hace un panegírico (así lo denomina) de la prosa, a menudo depreciada en sus valores sí se la compara con la poesía; o, por último, se ocupa en un curioso señalamiento de diversas clases de estilo literario, fisiológicamente denominados crasos, linfáticos y nerviosos. Menor relieve y presencia tienen otras digresiones cuyo asunto no se relaciona con la estética literaria.

A diferencia de Eusebio Blasco, que se servía de su relación directa con los protagonistas de las semblanzas como de componente principal de ellas, Palacio Valdés, que acaso no poseyera un conocimiento personal análogo, intercala en sus semblanzas retazos autobiográficos reales, unos, y otros, más bien ficticios, presididos por la chanza y la ironía, y así comparecen: las lecturas de la adolescencia, en las que predominaban las narraciones folletinescas; su reacción, impertinente para los demás espectadores, en el momento culminante de la representación de un drama cuyo título silencia; una novia cuya evocación le sirve para hacer algunos reparos a Valera, que en sus novelas se olvida a veces de «ponemos en contacto con seres semejantes a nosotros. Cuanto más semejantes, más nos inflamarán sus alegrías, más nos enternecerán sus desdichas»; y algunos casos más por el estilo. Anecdotismo, si se quiere, pero de contenido diferente al ofrecido por Blasco.

Quizá la semblanza crítica que Palacio Valdés compone, no deje espacio para biografismo y anecdotismo pero el rigor de su realización permite no obstante la presencia del humor («levadura jocosa» la llama), en forma de ironía hacia individuos, obras y hechos diversos y, también, como ocurrencia festiva al paso: así cuando asegura, a propósito de novelas de Alarcón como El escándalo, con pretensiones transcendentales, que «dos cosas son las que no he podido digerir en mi vida: los langostinos y la filosofía de Alarcón»; o cuando admite que la afición a los poemas simbólicos mostrada entonces por algunos poetas y lectores «es tan plausible por lo menos como la de las ostras».

En el proemio de Los novelistas españoles confiesa su autor que «no son todos los que están» pero, asimismo, tampoco están todos los que son»; esto último, porque «es preciso que el publico reconozca mi derecho a fatigarme de escribir semblanzas», fatiga que (aceptémoslo aunque se trate de una explicación burlona) supone punto final en la tarea. En cuanto a lo primero, porque esos incluidos inmerecidamente le sirven a Palacio Valdés para decir, junto a las «lindas cosas», otras «feas», estableciéndose así un equilibrio que puede darle fama de juez imparcial.

Ocho poetas (líricos y dramáticos) en Nuevo viaje al Parnaso y otros tantos nombres en Los novelistas españoles son los personajes de las semblanzas palaciovaldesianas, escritores de la época de la Restauración, el mismo espacio cronológico atendido por Eusebio Blasco, incluso con nombres coincidentes.209 Ningún criterio (cronológico, v. g.) preside la colocación de las semblanzas dentro del conjunto; son más extensas que las de Blasco, como originales destinados a una revista y acaso por esto tienen cierta apariencia de trabajo científico, a manera de ofrenda «en aras de una deidad [la crítica] en quien no creo». Eran las postrimerías de la década de los setenta y el teatro estaba dominado por Adelardo López de Ayala y por Echegaray, de larga trayectoria el primero e incorporado recientemente el segundo; sus pariguales en la poesía, celebrados entonces muy unánimemente, eran Campoamor y Núñez de Arce; seguía activo Zorrilla, sobrepasadas ya su época y estética más propias; el acompañamiento, con trato distinto para cada uno, lo constituían Ventura Ruiz Aguilera -más elogios que reparos-, Antonio Fernández Grilo y Manuel de la Revilla, vapuleados de lo lindo en sus semblanzas. Vapuleo por el estilo merecen en Los novelistas españoles Enrique Pérez Escrich, Manuel Fernández y González y Francisco Navarro Villoslada, cuyas novelas -sentimentales las de Escrich, históricas las de sus compañeros- disgustan bastante al semblancista, así como las debidas a Selgas. Tampoco «Fernán Caballero», Alarcón, Valera y Castro y Serrano se libran de ciertas advertencias aunque sus semblanzas parecen animadas por una mayor simpatía hacia los interesados. Palacio Valdés, metido en semejantes lances, tiene de sí mismo la impresión de que «me parezco al murmurador»; no tardando mucho -El señorito Octavio, su primera novela, vio la luz en 1881- abandonaría voluntariamente esta dedicación y en adelante las semblanzas, libérrimas, como de criaturas inventadas por él, serían las de sus personajes novelescos.210




ArribaAbajoInquietudes éticas de los escritores de fin del siglo diecinueve

Gilberto PAOLINI


Tulane University

En la obra de Pérez Galdós, Echegaray, Palacio Valdés, Pardo Bazán y otros, desde sus primeros tanteos literarios, se vislumbra la aspiración y el esfuerzo a crear un ambiente en que se va sugiriendo un mejoramiento moral y social que, sin embargo, en muchas circunstancias pasa inobservado. Al darnos cuenta de esta actitud en una etapa ya muy avanzada, la definimos, entonces, una crisis espiritual, religiosa o una fase de espiritualismo y de regeneración o un acercamiento ético a la vida y aún una fase de naturalismo espiritualista. Sin ir más allá, este es el famoso caso de Tolstoy, de Pérez Galdós, de Pardo Bazán y de Palacio Valdés. A mi parecer, la definición de tales etapas tanto más se desdibuja cuanto más nos acercamos a ella, ya que más que dar una definición hay que seguir cuidadosamente la evolución que en cada uno de ellos se iba verificando al salir de la concepción del mundo anclado en el ambiente antropológico, patológico, psicológico, enredado en la polémica paradoja de las leyes de herencia, ambiente y del libre albedrío. Consecuentemente notamos que, concurrente con este proceso, la presentación del personaje, en una novela, ha progresado guardando relación con el desarrollo filosófico, científico y social. Por supuesto, este proceso lo hicieron posible las aportaciones del Naturalismo. El Naturalismo proclamó una directa relación entre la obra literaria y la realidad y una correlación entre la literatura y la ciencia, es decir, la sociología, la psicopatología, la antropología criminal y, más tarde, la psicología.

Vale aquí, entonces, echar una mirada retrospectiva hacia la década de los ochenta del siglo XIX para que se nos haga relevante lo esencial para esclarecer nuestro punto de vista. A modo de ilustración, vamos a comentar brevemente sobre la actitud y el pensamiento de Alejandro Sawa, Pérez Galdós, Pardo Bazán, Echegaray y concluiremos con Palacio Valdés. En este breve ensayo nos proponemos presentar unas preocupaciones éticas que se revelan en los susodichos escritores y que concurren en unas sugerencias para la evolución moral de la especie humana en general y el mejoramiento moral, político y social de la sociedad española en particular. Situándonos, entonces, in medias res, afirmamos que el escritor naturalista observa la realidad no como una realidad exterior en forma estereotipada, sino que, al contrario, aspira a explorar la realidad de dentro de la sociedad, de dentro del hombre mismo, condicionado por los factores religiosos, fisiológicos, sociológicos, psicológicos, económicos y políticos. Por supuesto, era un severo cambio de perspectiva. Ya no era cuestión de adaptación, como en el pasado, a una nueva escuela artística. El proceso de creación que era tan importante en el arte fue sustituido por la investigación científica y por el razonamiento experimental. La imaginación venía a ser desplazada por la observación. La novela naturalista no causaba simplemente un cambio; causaba una convulsión. El objeto de la novela naturalista es estudiar, examinar, observar, analizar, mientras los nuevos escritores se identifican como moralistas experimentadores. Sin embargo, los términos moral y moralidad no hay que interpretarlos aquí en un sentido religioso, sino en un sentido social, con el conocimiento de que el hombre debe ser útil a la sociedad. El novelista experimental se dedica a la ciencia y a las reformas sociales. Su fin es mejorar la condición del ser humano, buscar, documentar, comprender y tratar de controlar las causas materiales que determinan las condiciones humanas. Los personajes luchan para satisfacer sus deseos. Por consiguiente, en la dramatización del conflicto entre las fuerzas que favorecen y las que se oponen al deseo de los personajes consiste la acción de la novela experimental. De este campo de acción surgen y se revelan las diversas crisis y los varios dilemas religiosos y sociales que el alma española experimenta y trata de resolver y, con este proceso, se encamina la sociedad hacia la perfección.

La inmediata asociación, que se quiso hacer, del Naturalismo con el concepto materialista filosófico junto con el determinismo genético causó un conflicto con los conceptos morales, éticos y metafísicos y por consiguiente con los defensores de la ortodoxia católica. Surgió, entonces, en España, la polémica más feroz alrededor del determinismo, que se percibió como una negación del libre albedrío, principio básico del Catolicismo. Por consiguiente, en el argumento de una novela naturalista española se dramatizaba constantemente la antinomia entre el determinismo y el libre albedrío, entre las fuerzas determinantes y la voluntad de los caracteres, quienes luchaban en contra de ellas. Por esto es posible encontrar en España, pero no en Francia, expresiones como «Naturalismo espiritualista» ya que desde cierto punto de vista «espiritualismo» representa un componente característico de lo que en España llamamos Naturalismo.211 Por lo tanto, es pertinente e imprescindible que el Naturalismo español se evalúe en las muchas formas en que se manifestó en los distintos escritores y en su evolución, a través de los años, en el ambiente científico, filosófico, ético, religioso y literario de España.

El Naturalismo español, por consiguiente, consiste en la aplicación del método experimental, es decir, el método científico que proclama la libertad de pensamiento, el estudio de la naturaleza y del hombre por medio de la observación y del análisis con el propósito de obtener para la humanidad las mejores condiciones o los mejores efectos morales y sociales. La producción novelística de varios autores naturalistas de las últimas dos décadas del siglo XIX refleja diversos aspectos de la patología así como de la psicología del cuerpo social. Sienten ellos el deber, la obligación moral de examinar y reproducir los ambientes que dañan, que siguen debilitando la fibra moral y física de la sociedad española con la esperanza de que se remedien.

Sawa, en Declaración de un vencido (1887), nos presenta un caso de patología social. Las páginas de la novela son un documento humano, resultado de estudios de observación d'après nature. Éste es el caso con que se documenta el sufrimiento de los inteligentes jóvenes, quienes, venidos de la provincia a Madrid, son arrebatados en el vórtice de esta sociedad azotada por la ambición y el vicio. El mundo de ensueños que cada uno de ellos atesora y guarda, se desvanece bruscamente, y la cara de la desilusión y del dolor, de la desintegración moral y física, se le establece constante compañera de la mísera y triste existencia. Es un ambiente raquítico en que se han venido criando desde tiempo las generaciones españolas. Por consiguiente, el estado patológico de la España de entonces, y más en particular de Madrid, se debe a la herencia histórica que presenta un caso evidente del determinismo hereditario histórico. Carlos, el protagonista, pertenece a la malaventurada generación que ha venido al mundo después de la guerra de África (1859-60). Los padres, llenos de orgullo nacional, se creían ungidos por la Providencia por sólo ser españoles.

El protagonista protesta contra la vida miserable a que la sociedad le condena y, al fin, se suicida. Por eludir la ignominia, el suicidio resulta ser un acto honorable, una acción altruista: es un grito de angustia que incita a la acción depurativa de la sociedad. Carlos ofrece su vida, como sacrificio, al altar del porvenir social.

Pardo Bazán, en «Despedida» a Nuevo Teatro Crítico (1895), hace eco a Sawa al reanudar el pesimismo español a la sofocada cuestión de África (1859-60) que ha dejado «en el alma un sentimiento de humillante amargura... Abatido el espíritu, no puede gallardearse mucho la vida del entendimiento y la prosperidad artística de una nación». Añade doña Emilia que España ha quedado «escéptica y desalentada, sin fe política, sin cimientos para el orgullo patrio...» Luego amargamente concluye: «El expresivo síntoma de que no aparezca aún la generación que ha de continuar nuestras tareas, basta para prueba de que no son aprensiones de cansado veterano las que nublan nuestros ojos y pagan nuestro entusiasmo, precisamente cuando necesitaríamos valor y estímulo para luchar con esta postración y regenerarlo todo» (cit. en Bravo Villasante, p. 204). Dos años más tarde (1897), doña Emilia también revela su intento de destruir la leyenda dorada, creación colectiva de los españoles, basada en la apoteosis del pasado y alega la desorganización del ejército, la indiferencia religiosa, la holgazanería, la empleomanía y el antifeminismo, al tiempo que censura la ineficacia del sistema de enseñanza y la política asfixiante. Sin embargo, hace vislumbrar un rayo de esperanza al añadir: «una exigua minoría llena de celo, arrastrada la general indiferencia, aspira a despertar las energías españolas, exponiendo sin temor la extensión del daño, y a reemplazar al ideal leyendista por el ideal de la renovación, del trabajo, del esfuerzo» (La España de ayer... ). Los tres autores, Pérez Galdós, Echegaray y Palacio Valdés, sin duda forman parte de esta exigua minoría.

Galdós que ya en las «Novelas de la Primera Época» se había propuesto la renovación de España dirigiéndose a la renovación de la instituciones, se da cuenta de que las reformas sociales no pueden realizarse mediante cambios de instituciones, sino mediante una reorientación, un proceso de renovación de los valores morales y espirituales de los individuos. Para conseguir esto y para triunfar de la falta de voluntad, se necesita una actitud nueva, revolucionaria. Hay que destronar el falso positivismo que reina en la sociedad española. Hay que enderezar la perversión del sentido de los valores, reducir, con justicia y lógica, la distancia entre la percepción y el estado de las cosas. Por esto, al escribir La desheredada (1881), concentra sus energías en la observación directa de la sociedad contemporánea. Se propone, entonces, desenmascarar las dolencias sociales que desde la niñez sufren los españoles. Dolencias estas que, según nuestro autor, son fruto «del poco uso que se viene haciendo de los beneficios reconstituyentes llamados Aritmética, Lógica, Moral, y Sentido común» (O. C., t. 4, p. 965). Es la falta del efecto calmante de estos beneficios la que da origen a la omnipresente y polivalente rebeldía cuyo enervante efecto educe la desintegración de la sociedad española. La actitud de insatisfacción, de quiero y no puedo, de aparentar, de querer remontarse a las alturas con las alas postizas, de envidia, indocilidad, desobediencia, desenfreno y perturbación es una manifestación patente de una enfermedad psíquica de larga vida. Si hay la esperanza de una regeneración de España, ésta se llevará a cabo mediante un proceso muy lento, y la clave de esta regeneración no reside en la labor de los filósofos ni de los políticos, sino en la de los maestros de escuela, cuya responsabilidad es la de inculcar en el ánimo de los niños la paciencia, el trabajo y la modestia.

En 1895, en Voluntad, Galdós revela un plan aún más específico para el futuro de España, para la regeneración de su patria, el cual consiste en el silencioso proceso de la renovación de valores morales y espirituales, del lento y constante cambio que ha de verificarse dentro de la célula más pequeña del organismo social: el individuo. En él está el origen del bien y del mal de la vida nacional. Del individuo, entonces, la rehabilitación procederá más gradualmente a la familia, a la comunidad y a las instituciones. En esta obra, observamos el triunfo de la voluntad pero también notamos el triunfo del amor. No es, sin embargo, superación de una fuerza por la otra, sino la coexistencia, la síntesis de lo material y lo ideal, de la realidad y de la fantasía, de la razón y del sentimiento. En esta fusión de lo antitético, en esta armonía consiste el sueño ideal del autor. La voluntad en Galdós no es la fuerza ciega e irracional schopenhaueriana, ni es la voluntad nietzscheana del poder, sino una voluntad más equilibrada, más conciliadora, más cercana al nexo de unión en la unidad cristiana de materia y espíritu que existe en el hombre y que por toda la vida se resuelve en una lucha continua e incesante pero necesaria y vital. La tríade de la voluntad, el trabajo y el amor ayudándose mutuamente engendrarán el dinamismo hacia la actividad sana y productiva.

El filósofo de la evolución, Herbert Spencer, quien en Los primeros principios se había revelado profundamente individualista y consideraba la sociedad como un producto del hombre y no el hombre como producto de la sociedad, en las postrimerías del siglo y de su vida, en una carta dirigida a Otto Gaupp al respecto, expone muy claramente sus ideas:

«Entre las ideas que quisiera ver puestas más de relieve, quizá la de mayor importancia práctica sea una a que he dado expresión de tiempo en tiempo, a saber: que el mejoramiento duradero de una sociedad es imposible sin un mejoramiento de los individuos: que los tipos de sociedades y sus formas de actividad están determinados necesariamente por el carácter de sus componentes; que a pesar de todas las transformaciones superficiales, su naturaleza no puede variar con rapidez mayor que los individuos...»


(Cit. en Iraizoz, p. 72)                


Echegaray, que también comparte esta actitud, en 1898, precisamente el año de la catástrofe, en el discurso en el Ateneo, la pone en forma de interrogación, «¿Qué es lo que constituye la fuerza de una nación? ¿Qué hay que hacer para que una nación sea poderosa, para que si cayó, se levante...?» (p. 8). Luego, al contestarse a sí mismo admite que la verdadera fuerza no es la fuerza material sino que la que dura en el individuo como en las sociedades «es la que resulta del equilibrio armónico entre todas las partes del organismo humano o del organismo social» (p. 11). Luego añade que «en esa fuerza de armonía y de equilibrio está la verdadera regeneración de los pueblos» (ibid.). Es decir que la nación tiene que ser fuerte por dentro y en todos sus organismos, porque si no, al fin caerá vencida (p. 13). La regeneración de un pueblo ha de buscarse en la regeneración de cada individuo, ya que «la verdadera regeneración de un pueblo la realizan sus individuos regenerándose a sí propios» (p. 34).

Los escritores de fin de siglo XIX, y más claramente de la última década, se esfuerzan en separarse de la moral tradicional, es decir de la moral que se define como «ciencia que trata de las acciones humanas en orden a su bondad o malicia» y que, por consiguiente, se manifiesta en forma de mandamientos, prescripciones, prohibiciones, normas de conducta, amenazas, infierno, paraíso, y la reemplazan con una moral que origina con el individuo, que consiste en el acercamiento de un individuo hacia los otros individuos, que se alimenta del amor y que sólo puede seguir existiendo si el amor sigue renovándose. Además, la Ética que normalmente se define como «parte de la filosofía, que trata de la moral y de las obligaciones del hombre» recibe una afinación prescribiendo el bien de los demás. La dignidad humana vuelve a adquirir esa idea base del Renacimiento, expuesta por Pico della Mirandola, que consiste en que el ser humano puede escoger ser quien quiere ser. Se viene a reconocer que en la naturaleza humana hay una tendencia a mejorarse. El ser humano, insatisfecho de sus límites, siempre imagina poder superarlos y, muchas veces, lo consigue. En este proceso el ser humano se construye, se autorrealiza.

Surge, entonces, la pregunta fundamental: ¿Cuál es el verdadero propósito de todos los que vivimos en el mundo? En la antigüedad, el filósofo griego Epicteto asevera que «la naturaleza ha hecho a los hombres los unos para los otros... Juntos es preciso que sean felices, y cuando se separan deben entristecerse» (citado en Guyau, La educación, p. 369). La fraternidad de los hombres sin duda es la ley moral que hay que reconocer como la fase más importante en el progreso humano. Sólo los progresos morales pueden llamarse verdaderas conquistas de la civilización. El fin del hombre, de sus acciones y de sus deseos es la felicidad, todo informado por el sentido moral. Sin embargo, también podemos afirmar que es esta obligación moral la que a su vez, en la aspiración a conseguir su propia felicidad, propende a hacer posible la felicidad en otros. El filósofo francés Guyau explica que la vida tiene dos aspectos: el uno es nutrición y asimilación, y el otro producción y fecundidad, y, deteniéndose en este segundo aspecto, define el trabajo como «el fenómeno a la vez económico y moral en que mejor se concilian el egoísmo y el altruismo» (Esbozo, p. 76). A esto añade la necesidad de trabajar no sólo para sí mismo sino también para los demás, sacrificarse en una cierta medida a partir con los demás ya que el individuo no puede bastarse a sí mismo. Por consiguiente, el organismo más perfecto es el más sociable y el ideal de la vida será la vida en común (ibid. ). El egoísmo que aísla los seres unos de otros, y que, por consiguiente, hace imposible la percepción y mediación de los intersticios entre los seres humanos, controlado por este sentido moral, evoluciona hasta convertirse en abnegación y aun en sacrificio. De este proceso de búsqueda y atracción, entonces, brota una comunidad de afectos que podríamos identificar como «simpatía», que en su significado etimológico significa «sentir juntos», que nos obliga a unimos, a coexistir, a cooperar, a vibrar al unísono, con la resonancia armónica de un arpa eolia.212 Esta simpatía o fraternidad o llamémosla amor, hace asequible, según Gonzalo Serrano en Psicología del amor, «la experiencia íntima, directa, de la comunicación de dos seres, término medio que sirve de nexo al pensamiento y a la realidad, a la idea y a la vida» (p. 27).

El que ama verdaderamente está dispuesto, por el beneficio del ser amado, al sacrificio, a la abnegación mientras, como premio, consigue galardón esa tranquilidad que le penetra en el alma con esa felicidad y alegría que le hace vivir en un estado paradisíaco. En El abuelo (1904) de Pérez Galdós, el viejo conde de Albrit rechaza la ley de la herencia aplicable al mundo fisiológico para hacerse dirigir por la ley moral del amor. Albrit, dejando aparte las raíces de la tradición, viene a hacerse fundador, capostípite del nuevo mundo futuro que se rige por la verdad eterna del amor.

El propósito de Palacio Valdés, también, es primeramente el de mejorar la conducta del hombre; enfoca su propósito hacia un mejoramiento de la raza latina y, por consiguiente, de los españoles para abrirles un porvenir brillante que los saque del nebuloso y aun pantanoso estado de fin de siglo. Es consciente de que la fuerza de las naciones se basa en la fuerza moral y no en la fuerza material.

Palacio Valdés comparte esta actitud y a la vez entra más adentro en su visión de la constitución misma del alma. En la realización del carácter del protagonista Ribot, en la novela La alegría del capitán Ribot (1899), acertamos el proceso ejemplar para conseguir una renovación y un mejoramiento del ser humano. En él observamos al hombre que vela en la vida diaria para mejorarse no solamente a sí mismo sino también en relación a los demás que le rodean y no por la preocupación de lo que será o debería ser en la vida futura, lo que resultaría ser una actitud egoísta, sino por su valor intrínseco, por la tranquilidad de su conciencia, por la satisfacción interior de cumplir con el deber de dar sentido alegre y armónico a su vida y a sus circunstancias. Por esto, Ribot, seguro y contento de sí mismo, al fin, haciéndonos pensar en la conclusión de las Coplas de Jorge Manrique, puede decir:

«Y cuando la muerte inexorable llame a mi puerta, no tendrá que llamar dos veces. Con pie firme y corazón tranquilo saldré a su encuentro y le diré, entregándole mi mano: 'He cumplido con mi deber y he vivido feliz. A nadie he hecho daño. Ora me invites a un sueño dulce y eterno, ora a una nueva encarnación de la fuerza impalpable que me anima, nada temo. Aquí me tienes'»


(La alegría, O., t. 1, p. 919)                


Lo que resalta de esto no es una moraleja sino una norma de conducta, un mostrar, con el ejemplo, las fibras de su contextura moral y la satisfacción última de su ser. Lo docente de esta novela no consiste en predicar sino en enseñar en su sentido etimológico, en preceder, tocando la flauta, sirviendo de ejemplo para que los demás lo tomen de guía. La renovación humana sólo puede conseguirse mediante el esfuerzo humano, la misión de cada individuo que, en unísono, empuja el barco hacia el futuro. Ribot se nos presenta de ejemplo, de guía, de ser superior y por eso es quien más emprende y más arriesga por lo que piensa y por lo que hace. Posee un tesoro más grande de fuerza interior y por eso tiene un deber superior. Si esta idea del deber se instila en los demás de tal modo que cada uno procure hacerlo en la medida de sus fuerzas, entonces cada uno se regenera, ya que la idea del deber es la fuente de todas las energías. Además, esta renovación no se limitaría a la presente generación, ya que entra en juego la memoria, la cual, siendo parte del carácter humano, hace que las actividades, caracterizadas por la intensidad de las impresiones y por la repetición, pasen gradualmente a convertirse en costumbre y eventualmente, por el automatismo, hasta trasmitirse como actitud, como tendencia innata en la herencia (Pilo, p. 375).213

Ribot constituye el vértice del fin del siglo en cuanto sede de las aspiraciones y por eso, en conclusión, podemos afirmar que el ejemplo del capitán Ribot, imitado y repetido por generaciones, resultaría un factor importantísimo no solamente en el desarrollo moral del individuo, sino también, mediante la herencia de la experiencia, en la evolución moral de la especie humana, causando eventualmente, así, el mejoramiento de la sociedad.

Bibliografía citada

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De Bella, A., «Il fine ultimo dell'uomo», Rivista di Filosofia Scientifica (1889), pp. 89-102.

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González Serrano, U., Psicología del amor, Madrid, Librería Fernando Fe, 1897.

Guyau, M. La educación y la herencia. Estudio sociológico. (Obra póstuma). Versión española de Adolfo Posada. Madrid, La España Moderna, 1922.

______, Esbozo de una moral sin obligación ni sanción, Madrid, Júcar, 1978.

Iraizoz, A., «Visión profética de Spencer», Hombres y libros pasan..., Madrid, Afrodisio-Aguado, 1955, pp. 71-73.

Palacio Valdés, A., Álbum de un viejo, en Obras, Madrid, Aguilar, 1965, t. 2, pp. 811-876.

______, La alegría del capitán Ribot, en Obras, Madrid, t. 1, Aguilar, pp. 835-919.

Paolini, G., An Aspect of Spiritualistic Naturalism in the Novels of B. P. Galdós: Charity, New York, Las Américas Publishing Co., 1969.

Pardo Bazán, E., La España de ayer y la de hoy, Madrid, Avrial, 1899.

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Pérez Galdós, B., El Abuelo, en Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1951, t. 6, pp. 1009-1048.

______, La desheredada, en Obras completas, Madrid, Aguilar, 1964, t. 4, pp. 965-1162.

______, Voluntad, en Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1951, t. 4, pp. 745-758.

Pilo, M., «Il carattere umano secondo Ribot», Rivista di Filosofia Scientifica, 5 (1886), pp. 372-79, 420-37.

Sawa, A., Declaración de un vencido. Novela social, Madrid, Administración de la Academia, 1887.

Wilson, E. O., The Sociobiology Debate, New York, Harper, 1978.




ArribaAbajoMujer y dramaturga: conflicto y resolución en el teatro español del siglo XIX

David T. GIES


University of Virginia

A lo largo del siglo XIX español, mujeres escribieron, anunciaron, publicaron o estrenaron más de 300 obras dramáticas en los varios teatros de la capital o de provincias. Estas obras son producto de la actividad de unas sesenta dramaturgas, cifra nada desdeñable, incluso si se incluye dentro del número total de obras dramáticas publicadas en el siglo diecinueve español (que calculamos por encima de unas 10.000 obras). Como observa lacónicamente Juan Antonio Hormigón: «...la opinión generalizada de que ha habido pocas escritoras teatrales quizás choque violentamente con la realidad que los documentos proporcionan» («La mujer», p. 14). Sin embargo, al contemplar estas sorprendentes estadísticas, preguntas fundamentales se nos acumulan. ¿Quiénes son estas dramaturgas? ¿Cómo se titulan las obras que escribieron? ¿Cómo son aquellas obras? ¿En qué condiciones vivieron y escribieron las autoras? ¿Dónde se escribieron? ¿Para quiénes se escribieron? ¿Dónde están las obras impresas o los manuscritos? Y (pregunta necesaria), ¿por qué sabemos tan poco -acaso nada- de estas obras y de estas dramaturgas?

Naturalmente, estas preguntas no se contestan fácilmente, pero se comprenden si entendemos el poco escrutinio que tradicionalmente han recibido las obras escritas por mujeres. No es nada fácil conseguir información adecuada sobre estas generaciones de mujeres dramaturgas, por razones que nos parecen bastante obvias. Existían enormes dificultades para escribir, y no digamos para estrenar, las obras; no había, hasta después del último tercio del siglo, grupos de apoyo para mujeres escritoras;214 los críticos y los periódicos del día les hicieron poco caso; escribieron con frecuencia con seudónimos o en colaboración con autores que sí tenían acceso a los teatros principales de las ciudades más importantes; sus carreras no se documentaron con el mismo afán que las de sus colegas masculinos;215 y, lo que es peor, como ha demostrado Catherine Jagoe para la novela decimonónica, la escritura femenina, es decir, obras escritas por mujeres (como la novela idealista) se consideraron de grado inferior a la literatura «masculina y viril» escrita por hombres. Últimamente, no obstante, se ha comenzado a redescubrir y analizar aquella escritura femenina y las obras escritas por mujeres españolas desde el siglo XV hasta hoy en día. El siglo XIX es especialmente rico en obras escritas por mujeres, hecho poco conocido y mal estudiado, a pesar de los recientes (y excelentes) catálogos y bibliografías de María del Carmen Simón Palmer, Tomás Rodríguez Sánchez, y Juan Antonio Hormigón.

Tenemos catálogos, por fin. Es algo. Pero lo que falta son estudios sobre las obras de estas dramaturgas. En otros lugares he analizado brevemente varias obras de dramaturgas decimonónicas como la conocida Gertrudis Gómez de Avellaneda, la ahora conocida (después del trabajo de Simón Palmer) Rosario de Acuña, y las menos conocidas Adelaida Muñiz y Más y Enriqueta Lozano de Vílchez. Sin embargo, existen docenas de obras y autoras que quedan por estudiar. Tiene razón Hormigón cuando escribe: «La primera conclusión que podemos extraer a título general, es aparentemente sencilla: la aportación de las mujeres a la producción literariodramática desde el barroco hasta la fecha, ha sido más amplia y de mayor calidad de lo que pudiera parecer a simple vista» («Enigma», p. 25). Como no se puede dar aquí noticia exhaustiva de todos los nombres y títulos -que sería, además, ejercicio sumamente aburrido- quisiera enfocar nuestra atención sobre cuatro figuras que me parecen emblemáticas de su época. Para reconocer el lugar de este primer congreso organizado por la Sociedad de Literatura Española del Siglo XIX, me parece correcto hablar de cuatro autoras que hicieron su trabajo aquí en Barcelona.

Lo que vamos a descubrir no es una «voz femenina», es decir, no vamos a encontrar una unidad ni conceptual ni ideológica ni estructural ni lingüística en la obra de estas mujeres. Aunque sí descubriremos algunas características que en términos generales tienen en común estas autoras, sería precipitado (y falso) crear una taxonomía que tenga por base alguna característica puramente «femenina.» Esto es lo que hicieron los autores del siglo XIX que concluyeron que la literatura de y para mujeres fue una literatura inmoral, débil, de poca monta e inferior a las obras «varoniles» de sus compatriotas (v. Jagoe). Esto forma parte de lo que Bram Dijkstra ha llamado «the pervasive antifeminine mood of the late nineteenth century» (p. 6). Y no se nos olvide que incluso Unamuno opinaba que la lengua literaria es una lengua predominante masculina (p.712).216

El primer ejemplo que vamos a comentar es el caso insólito de una niña de 15 años que publicó y estrenó su primera obra en el Teatro de Santa Cruz de Barcelona en 1842. Ángela Grassi es una de las «numerosas escritoras olvidadas del siglo XIV» (Ruiz Silva, p. 155). No sólo nos sorprende la edad de la autora, sino también la fecha del estreno de su obra, fecha muy temprana en la historia de las mujeres dramaturgas. Aunque sí había mujeres que estrenaron dramas antes de esta fecha (nos queda el caso conocido de María Rosa Gálvez de Cabrera a principios de siglo, o el de Francisca Navarro), son pocas las mujeres que montaron obras dramáticas antes de mediados de siglo. Grassi, de origen italiano,217 ha sido recuperada como poeta (Kirkpatrick, Antología poética y Las románticas) y como novelista (Ruiz Silva, Ayala)218 pero su obra dramática todavía permanece totalmente abandonada.219

Residente en Barcelona desde 1829, Grassi se identifica fuertemente con los ideales conservadores de su época, en particular con los ideales católicos frecuentemente defendidos por mujeres de su edad, cultura y posición social. Según Ruiz Silva: «Grassi supedita su literatura a su ideología y así sus novelas se pueblan de consejos, ejemplos virtuosos, cantos a la religión y a la patria y, sobre todo, de un trasfondo moral que se resuelve en una apología del comportamiento cristiano» (p. 156). En un curioso lapsus que refleja la falta de interés en la producción dramática de la mujer decimonónica, Ruiz no menciona sus dramas, pero esta cita se aplica perfectamente a la obra de 1842, Lealtad de un juramento o Crimen y expiación. Aunque este drama presenta el lenguaje aprendido del mundo romántico, muchas de las situaciones melodramáticas que marcan el romanticismo español, y una acumulación de escenarios repetidos en los dramas románticos, Grassi no es dramaturga romántica.220 Discrepo de la evaluación de Ramón Andrés, que la llama «alma romántica» (p. 151). Todo lo contrario: en su drama triunfa la Providencia, y en el quinto acto es la sabiduría y la experiencia lo que llevan a los personajes a un final feliz. Triunfa el amor doméstico, paternal, no el amor apasionado, o las fuerzas del destino o del caos cósmico. Triunfa, por fin, la virtud, lo mismo que en las populares novelas escritas por esta autora (que revelan un «humanismo cristiano» en palabras de Ayala [136]). Bellini, hija de Perelli, es «la misma virtud» y aunque postula una pregunta que se ha hecho antes en los dramas románticos -«¿Qué sería para mí la vida, si me separasen de vos?» (IV, 1)- lo que sorprende aquí es que no se hace a su amante, sino a su padre. Este hecho no quita valor al drama, sin embargo. Grassi, ya a los 15 años, domina perfectamente el lenguaje teatral, y la novedad de lo que podríamos llamar su «efecto Rashomon» intensifica el interés del drama. En tres momentos clave de la obra, dos personajes cuentan la historia del asesinato de Reinaldo en la «roca sangrienta» (Mariana, 1, 3; Mariana, II, 3; Perelli, IV, 1); las tres versiones son levemente diferentes y cada versión aporta un detalle que cambia nuestra perspectiva de aquel acontecimiento. Poco a poco se revela la verdad del asesinato. En fin, estamos de acuerdo con Ruiz, que escribe: «Melodrámatica y conservadora, imaginativa y sensible, fiel a sus creencias, educadora y guía de sus muchas lectoras, trabajadora incansable, culta y maternal pero también con un secreto deje de melancolía contenida y disimulada, Ángela Grassi bien merecía un poco de atención» (p. 166). Y la merece todavía.

El segundo ejemplo es el de Angelina Martínez de la Fuente, cuyo drama, La corona del martirio se representó por primera vez «con brillante éxito» en el teatro Romea de Barcelona en 1865 (Simón Palmer, Escritoras, p. 424).221 Con el mismo lenguaje romántico que había dominado el discurso teatral ya desde mediados de los años 30, Martínez de la Fuente capta un tema candente -el de la esclavitud de los negros en Cuba- y lo presenta de una manera que podríamos llamar «pos-zorrillesca.» Es decir, aunque para Carme Riera esta autora es «la más romántica» (p. 173) de las escritoras románticas españolas de las Baleares, la verdad es que tiene un alma pos-romántica metida en un discurso fundamentalmente romántico. La influencia de Zorrilla es evidente en La corona del martirio. Elvira, la joven «joya» cubana, confiesa su amor para con Arturo en términos zorrillescos -«Sí, sí, no hay duda; es amor / esta inquietud que me agita; / pues mi corazón palpita / bajo un fuego abrasador» (I, 4)- e incluso lee una carta seductora que provoca una reacción muy parecida a la provocada en la inocente Inés en el Tenorio («¡Oh! ¡qué ternura, qué ardor / respiran estos renglones! / están nuestros corazones / unidos por el amor» (I, 4).222 Martínez extiende la comparación con doña Inés cuando Jorge, el criado negro secretamente enamorado de Elvira, comenta:


¡Es un ángel! su belleza
obra perfecta de Dios;
y un abismo entre los dos
puso la naturaleza.
Ella una blanca paloma,
pura como el sol naciente......


(I,5)                


En otro momento, rinde homenaje al famoso plazo de don Juan Tenorio: «no supliques; / este momento anhelado / el cielo me lo ha otorgado / y espero que me escuchéis...» (I, 8).

Sin embargo, Martínez no escribe ni una imitación ni una parodia del Tenorio, sino un drama moderno con elementos que reflejan las preocupaciones de la alta burguesía española de mediados del siglo XIX. Su interés en la libertad de los esclavos en el Nuevo Mundo añade otra voz al debate sobre esta candente cuestión (ya tuvimos los casos de Sab de Gómez de Avellaneda o La cabaña del Tío Tom, de Harriet Beecher Stowe, traducida ésta al español cuatro veces en 1852 y 1853,223 es decir, trece años antes del estreno del drama). Junto con este elemento polémico, se nota la preocupación de los personajes del drama por su propio bienestar económico, lo que concuerda con la misma preocupación tan notable en las altas comedias de Tamayo, Núñez de Arce y Zumel; en La corona del martirio, se preocupan por el pago de créditos y la necesidad de «reunir / el preciso capital / que nos es indispensable para el objeto alcanzar» (II, 1). Mariana se dedica al arreglo y venta de flores para reunir el deseado capital, cosa nunca vista en las tradicionales heroínas de los dramas románticos, donde no trabaja nadie. Es decir, Martínez de la Fuente hereda el lenguaje zorrillesco, lo envuelve en el mundo pos-zorrillesco creado por dramaturgos como Ventura de la Vega (El hombre de mundo, 1845) y luego lo convierte en algo más contemporáneo, más al día con las preocupaciones de la creciente clase media:


Decidme, ¿y es condición
del hombre rico, encumbrado,
oprimir al desgraciado
sumiéndole en aflicción?
¿Ofrecer a un pobre ciego
cariño, amistad, amor;
y la mansión del dolor
venir a profanar luego?
¿Y cuando el oro le sobra,
bastante a comprar un mundo,
ardiendo en odio profundo
con vil bajeza se cobra?


(II, 10)                


En vez de tiranos abusivos y revelaciones sorprendentes, Martínez de la Fuente nos da acreedores despiadados, deudas por pagar y una crítica del hombre adinerado de su día. En una acertada parodia de la popular «Todo lo vence el amor» (primer título de la comedia de magia más taquillera del siglo, conocida como La pata de cabra), Fernando proclama: «Todo lo vence el dinero» (III, 4). Pero al fin, vence no el dinero sino el amor, la justicia y la compasión.

La tercera dramaturga que vamos a comentar es Josefa María Farnés, cuyo melodrama histórico, Elena de Villers, o un héroe de la Revolución francesa se publicó en Barcelona en 1884. Este es el único título que se conserva de una mujer que dedicó mucho tiempo -como otras mujeres de su generación- a la novela y al periodismo (ver Miralles). Peca este drama de excesivo prosaísmo y un recurso al lenguaje romántico ya desgastado, pero tiene interés por su complejidad y por las protagonistas fuertes e inteligentes que dominan la obra. Aunque parece que Farnés va a desarrollar un tema muy interesante y muy al día -la posibilidad de que la ciencia moderna sea la salvación del hombre- al final sorprende al público con un detalle inesperado. La heroína, enloquecida como muchas heroínas melodramáticas por la mala suerte que le persigue, será salvada (creemos) por la ciencia moderna: el médico declara que puede asegurar que por sus tratamientos científicos la pobre chica demente volverá en sí. Pero resulta que ni eso, ni la ciencia moderna, la puede salvar, y Elena no se recupera. Es el niño, su hijo, el que declara al final que «mi pobre mamá todavía está loca» (IV, 11). Farnés la condena a la eterna locura. Este rechazo del «happy ending» tradicional subraya quizás la condición de la mujer en la España decimonónica, o, por lo menos, como la ve una autora que pasó la vida luchando por los derechos republicanos (fundó el semanario republicano La Aurora en Madrid). Su drama es fuertemente antimonárquico, detalle que le conecta ideológicamente con Rosario de Acuña (quizás por eso tardó siete años en estrenarse).

La última obra que pensamos comentar es una comedia en dos actos, El ejemplo, por María del Amparo Arnillas de Font, publicada en Barcelona en 1886.224 Pertenece, como otras muchas obras escritas por mujeres, al género de teatro infantil (dramaturgas decimonónicas cultivaron con igual asiduidad el género chico y la zarzuela; ver Membrez y Espín Templado). Sin embargo, su interés versa en su ideología y en lo que revela sobre la mentalidad del «ángel del hogar» decimonónico. Al contrario al ejemplo de Farnés (protagonistas femeninos fuertes, ideología revolucionaria), Arnillas presenta un drama doctrinal, incluso reaccionario. Es un teatro cristiano, religioso, cuyo único fin es enseñar el buen «ejemplo» del título. Aunque Arnillas trata el mismo tema que Martínez de la Fuente -la situación de los esclavos negros y el posible conflicto entre blancos y negros- no lo desarrolla sino para confirmar el mensaje cristiano que establece ya en las primeras escenas de la obra. Pancho, el ejemplar esclavo negro (a quien infantiliza la autora llamándole «Panchito» y «negrito» y dándole un lenguaje infantil lleno de «amitos» y «mismitos») pronuncia en sus primeras intervenciones los códigos cristianos que dominarán en la obra:


Al que te hiciera un agravio
págale con un favor.


(I, 1)                



La intención
que abriga tu corazón
¿no la ve el Eterno?


(I, 1)                



Si yo no obro mal, ya sé
que aquí o allá recompensa
con largueza he de tener


(I, 3)                


La obra pierde su poder dramático y se convierte en un sermón perfectamente previsible. Todo sale bien a causa de la buena Providencia, y los negros al final cantan que si siguen el buen ejemplo de Pancho, el negro resignado, «obtendremos / la libertad» (II, 12). Pero no importa: la intención de la autora cabe dentro de las coordinadas de mucho teatro infantil escrito por mujeres, es decir, entretener e instruir. El teatro infantil es un género decimonónico, invención de aquel siglo que le ofrece a la mujer dramaturga una nueva posibilidad literaria. Patrocinio Jiménez aclara el valor del teatro infantil en un artículo publicado en El Correo de la Moda (10 julio 1883; rep. por Hormigón, «Enigma», p. 30), en el que declara que este tipo de teatro es donde «puede el niño aprender buenas y santas máximas que queden esculpidas para siempre en su corazón y le sirvan de guía y norte más tarde en el espinoso camino de la vida».

Así, estos breves ejemplos de la dramaturgia femenina del siglo pasado nos ofrecen un rico arco iris de posibilidades. Queda muchísimo por hacer si pensamos recuperar la obra de las dramaturgas decimonónicas de la oscuridad en que yace. Andreas Huyssen ha demostrado cómo el modernismo creó una dicotomía entre el hombre como productor de la cultura y la mujer como consumidor de ella; lo que es más, demuestra que en general se creía que el hombre produce la alta cultura y la mujer la cultura de masas. Pero los ejemplos que hemos dado aquí cuestionan aquella dicotomía en España porque hemos descubierto a mujeres productoras tanto de la alta cultura (drama histórico, drama pos-romántico, comedia sentimental) como de la cultura de masas (teatro infantil, el género chico y la zarzuela). El conflicto que se les presentó fue el deseo de encontrar un espacio suyo en un mundo dominado por el hombre; la resolución fue la elaboración de una voz individual, un discurso en común, que expresara en sus términos las mismas preocupaciones expresadas en la dramaturgia varonil. Es decir, aunque Unamuno le prevenía a una «aspirante a escritora» que tendría que «servirse de un instrumento hecho por hombres y para hombres» (p. 712), las dramaturgas españolas del XIX buscaron una lengua suya. Aunque, como dijimos inicialmente, no intentamos defender la existencia de «una voz femenina» en los textos brevemente examinados, sí nos gustaría sugerir que merecía la pena explorar si las preocupaciones aquí señaladas no reflejan una inteligencia y unos intereses culturales a los que la inevitable limitación casera, que la estructura social contemporánea imponía, dota de un sentido concreto y práctico lo que Unamuno describía como una de las características de la intelectual decimonónica. Los problemas políticos (liberación de los esclavos), económicos (ese endeudamiento de las clases burguesas que desean competir socialmente, cosa que vemos repetidamente en Galdós), y la intensidad de los lazos familiares y religiosos, aparecen tratados en estas obras con una cierta suavidad -como «entre visillos»- que parece reflejar el despertar de una fuerza creadora que, aunque «angélicamente» aprisionada en el hogar, refleja un poder intelectual que por fin romperá las cadenas de su propia esclavitud.

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ArribaAbajoLa evolución hacia el realismo en los dramaturgos románticos: la obra de Antonio García Gutiérrez

Mª Pilar ESPÍN TEMPLADO


UNED. Madrid

La pervivencia de García Gutiérrez en la Historia de la Literatura está ligada, como es bien sabido, casi exclusivamente a su obra El Trovador, y el estreno de la misma en 1836 a la definitiva confirmación del drama romántico en la escena española. Apenas se ha detenido la crítica en el García Gutiérrez comediógrafo o en el autor de tantas zarzuelas de éxito en su tiempo.

Es sin embargo esclarecedor contemplar la obra de un autor en su totalidad, sobre todo la de aquellos creadores que por su longevidad son testimonio de la evolución de diversas tendencias. Este sería el caso de García Gutiérrez, Hartzenbusch, y Zorrilla, tres eximios representantes del drama romántico español, y cuya creación literaria se extiende hasta las décadas de los años setenta y ochenta.

El alcance cronológico de la obra dramática de García Gutiérrez, desde 1836, fecha de su primer drama El Trovador, hasta su último estreno en 1880 de la comedia Un grano de arena, lo erige en «un representante idóneo del desarrollo del teatro decimonónico español», siendo posible observar a través de su obra «el paso de una mentalidad romántica exaltada, a un tipo de punto de vista mucho más de acuerdo con la mentalidad burguesa del siglo XIX».225

La opinión de los críticos respecto a Gª Gutiérrez comediógrafo es controvertida en muchas ocasiones, y las recoge minuciosamente Mª Teresa Batllori Gibert en su exhaustiva investigación sobre la obra del poeta gaditano, clasificándolas en «comedias de enredo», «sentimentales o melodramas, con predominio de las situaciones patéticas y la intriga pasional», «de tesis sociales, que contienen una lección moral», y «comedias de problemática histórica».226

Las diferentes críticas sobre las comedias de Gª Gutiérrez oscilan desde considerarlas «sin vida, flojas o deslucidas, indignas del autor de obras como El Trovador y Simón Bocanegra», hasta la ponderación extrema de Bonilla y Sanmartín y de F. Blanco García, quienes opinan que esta parte de su teatro es no menos interesante que sus dramas románticos, e incluso más acertada.227 En lo que todos coinciden es en afirmar que estas obras son testimonio de la variedad de tendencias del teatro del momento y suponen un intento de aproximación a la sociedad de la época.

Mi propósito de esclarecer algo la trayectoria de la comedia desde la época romántica hasta los atisbos de realismo de la alta comedia me obliga a ceñirme al estudio de las comedias originales (excluyendo cualquier adaptación u obra «inspirada en»), y cuya acción transcurra en la época que se estrena, es decir coetánea al autor, porque creo que es donde más se aproxima el dramaturgo romántico a la comedia de costumbres, moralista o de tesis social que siguiendo la línea moratiniana-bretoniana culminará en la alta comedia.

El caballero de industria228 sería cronológicamente la primera de las comedias de García Gutiérrez, dentro de las que hemos seleccionado, que nos evidencia, por su temprana composición -parece ser que la escribió antes de 1833, aunque la primera edición data de 1841- que la vena dramática del autor no es indiferente a la tradición de la comedia bretoniana; la sátira contra la clase media que se deslumbra ante la posibilidad de que una de sus hijas se case con título, la existencia de estafadores o «trepas» del momento, la ridiculez de un matrimonio de desmesurada diferencia de edad, etc. componen la problemática de esta temprana comedia tan alejada de los postulados románticos, y sin embargo escrita en los mismos años de su plenitud. El caballero de industria fue reelaborada de nuevo en Los millonarios229 que se estrenó en 1851 y que nos plantea, como la anterior, el tratamiento de temas que son preocupación de la sociedad del momento, como es la ambición de dinero y su prioridad frente al amor por parte de D. Facundo y de Rosa, motivo que les lleva a planear su boda, previa fuga consentida por ella, creyéndose ambos millonarios, y descubriendo, tras la boda, que no lo eran: ella por error de cálculo de una supuesta herencia y él por su profesión de estafador; la escena de la fuga, recuerda, en otro plano -porque desmitifica la escena romántica- la proyectada fuga de Leonor y D. Álvaro interrumpida por la presencia del padre, en la comedia D. Rufo, quien insta a su hija a que huya. La otra hermana, Adela, se encargará del final feliz y aleccionador, casándose con su primo Ramón. Nada hay más lejano al romanticismo que la actitud femenina ante el amor, reflejada en la opinión que de los hombres, del amor y del matrimonio pone Gª. Gutiérrez en boca de las dos jóvenes protagonistas de esta comedia: la calculadora Rosa cuando el supuesto millonario D. Facundo la corteja exclama:


    Rosa: Ya sabe usted que no puedo
    oír de amor ni aun el nombre
Facundo: Soy honrado
Rosa: Es usted hombre
    y todos me infunden miedo
    mi corazón no se humana
    a esas pasiones del mundo.


(Esc. I, Act. 1º)                


Hasta la hermanastra Adela, modosa y con sencillas aspiraciones pequeño burguesas de matrimonio, exclama: «A ninguno! a nadie creo / Hombres! hombres! / ... Qué desleales!... (Esc. 1, Act. 1º).

El caballero de industria y su nueva versión, escrita casi dos decenios después, Los millonarios, han sido consideradas «comedias de tesis sociales que contienen una lección moral: el tramposo termina víctima de su ardid y engaño, ya se finjan sentimientos, ya situaciones sociales».230 Para Ruiz Silva, «Los millonarios muestra, una vez más, la vena cómica y satírica de García Gutiérrez tan eclipsada por sus dramas históricos. Es una comedia muy bien hecha acaso mejor que El caballero de industria, aunque menos fresca.»231

En 1863, el 24 de diciembre, se estrenó en el Teatro del Príncipe, con un elenco de actores de primera fila (Manuel Catalina, Matilde Díez, Mariano Fernández, etc.) la comedia en tres actos y en verso Eclipse Parcial.232 Estamos ante un ejemplo paradigmático de alta comedia. La acción «en Madrid y en nuestros días», los personajes de la nobleza y de la alta burguesía; los espacios elegantes como corresponden a un «gabinete de casa del conde» (actos 1º y 3º) y a «una sala elegantemente amueblada» (Act. 2º). Mucho se podría comentar sobre esta comedia de costumbres de la época, en la que temas tan candentes como la separación y el divorcio frente al matrimonio, la soledad de la mujer frente a la protección de padre y/o hermano con los consecuentes peligros de la «maledicencia» y «la calumnia» contra «la honra» asociada al qué dirán de toda una sociedad -en este caso la madrileña- (Adela accede a la solicitud de divorcio de su marido el conde, con tal de que él «reconozca su deslealtad y Madrid así lo sepa». Esc. XIII, Act. 1º); la contraposición amante / marido... etc. etc.

La modernidad que en un principio nos sorprende ante la civilizada actitud del matrimonio frente al divorcio, queda paliada por el desenlace de la obra, en la que, como era de esperar, todo un código moral establecido triunfa frente a la desviación de la norma. Supone, evidentemente el afianzamiento de la moral burguesa decimonónica: el triunfo de la institución del matrimonio, aun y después de haber mediado una sentencia judicial de divorcio. El «hombre de mundo», Martí, el conde, desengañado de su amante Carlota, vuelve a su mujer, Adela, y ella, una vez comprobada la fragilidad de su fama, cuando vivió sola, perdona a su marido reconciliándose de nuevo con él.

Eclipse parcial nos muestra a un García Gutiérrez desconocido teatralmente, que un año antes del estreno de Venganza Catalana, y a dos de Juan Lorenzo, dramas que, junto con El trovador, constituirán lo más granado de su contribución al Romanticismo, apuesta por una comedia contemporánea al espectador de su época, sin ningún decorado de remotos lugares, lenguaje absolutamente moderado en cuanto a su tono y léxico, y con una problemática que se aproxima a una realidad que sentimos ya más cercana a nuestro siglo. Es además esta comedia un muestrario de detalles de la vida cotidiana madrileña (pp. 40-41), ideas sobre la política de moderados y liberales (p. 36), sátira sobre los que ocupan por recomendación un buen puesto del Estado (p. 25), reuniones y bailes de sociedad como el «té-dancant» (pp. 28 y 39), novedades teatrales madrileñas (p. 14), mención a la prensa del momento como el «El diario de avisos», y un lenguaje, que en boca de la pareja de criados, fiel heredera de la comedia clásica, (quienes ellos mismos se autodenominan «majo» y «lechuguina»), nos acerca a un humor de costumbrismo madrileño.

En la década del 70, García Gutiérrez estrena, junto con su último drama histórico Doña-Urraca de Castilla, cuatro comedias originales, que sumadas a una última de 1880, constituyen la etapa final del dramaturgo», estimada por la crítica, aunque no de una manera muy categórica, como «probablemente la menos interesante de nuestro autor...», aunque se reconoce que «este periodo se caracteriza por la buena factura y el cuidado de la versificación, pero también por una menor capacidad creadora, cierto conservadurismo y una peligrosa tendencia moralizante».233

Precisamente, a mi juicio, además de ser esta etapa la más desconocida del autor es la que mejor nos permite conocer un García Gutiérrez dramaturgo muy diverso al patrón romántico al que con exclusividad se le adscribe.

Sendas opuestas, representada por primera vez en el Teatro Español en 1871,234 es asimismo una comedia de costumbres contemporáneas al autor, mezcla de elementos de la alta comedia -personajes aristócratas o de elevada condición social, espacios adecuados a los mismos, y pretendido aleccionamiento moral-social- con no pocos elementos sentimentales oriundos del melodrama. El tema planteado, la adecuada educación de las jóvenes, de tradición moratiniana, enfrenta a dos hermanos que educan con diversos criterios a sendas hijas, cuyas vidas, de acuerdo con el rigor de un padre excesivamente severo, o de una madre demasiado indulgente toman «sendas opuestas» paralelamente a la diversa educación recibida.

Me interesa destacar en esta comedia, la figura de los jóvenes seductores Jorge y Guillermo, aristócratas ingleses con pretensiones de libertinaje, que encarnan a los antagonistas de los héroes románticos y sirven al autor para oponer a la nobleza, libertina y sin escrúpulos morales, la virtud de «un labrador honrado», como así se autodefine Morton, el padre rígido que expulsa de su casa injustamente a su inocente hija Berta. Aparece el padre todavía depositario de la honra de la hija soltera, como delatan sus palabras, de cierta resonancia calderoniana, dirigidas a Lord Seymur, padre del joven seductor: «¿Os sorprende/ que aún vuelva por la honra mía?/ Esta no es mercaduría/ que en nuestra casa se vende./ Si es cierto que la he perdido/ por la traición de un malvado,/ dirán que me la han robado,/ pero no que la he vendido. » (Esc. IX, Act. 3º).

La victoria de la virtud y el honor frente al dinero y a los títulos es la tesis manifiesta, junto con la conclusión de que un excesivo rigor en la educación de las jóvenes puede ser contraproducente, como así lo sentencian las palabras de Morton y dando fin a la comedia: De aquel rigor/ pesaroso me confieso./ Sí, que exceso por exceso/ vale más el del amor. (Fin de la comedia).

Nobleza obliga, de l872,235 comedia de final semifeliz, enfrenta también a dos hermanos de la nobleza, Dña. María y D. Gregorio del Barco, cuyos respectivos hijos se educan en un internado juntos, sin saber que son primos, ya que Luis, el hijo de D. Gregorio, es fruto de un amor de juventud no consagrado por el matrimonio. Al final, el hijo de Dña. María, D. Diego, la «gala de Madrid», en palabras de su criado, muere en un duelo a manos de su primo, pues ambos rivalizan por el amor de la viuda Dña. Francisca, quien se casa con D. Diego a quien ama. Los caracteres femeninos de ambas mujeres, Dña. María y Dña. Francisca poseen fuerte personalidad, dando carácter a esta comedia dramática, a mi juicio interesante y bien versificada.

El estado de viudedad de Dña. Francisca le da pie a Gª Gutiérrez para dotarla de acusada independencia a la hora de escoger marido («Soy viuda/ y libre para escoger/ al hombre que más me agrade» [Esc. IV, Act. 1º]), trazando una vigorosa personalidad femenina que se rebela frente a los tabúes de la aparente fama contra la verdadera virtud de la honra («mientras de esas taimadas/ la frágil virtud zozobra/ con la honra que a mí me sobra/ aún fueran muchas honradas» [Esc. VI, Act. 1º]); se jacta de ser la dueña de sí misma y propia guardiana de su honra, y cansada de los celos desmesurados de su amado, lo echa de su casa dando por terminadas las relaciones entre ambos, pues como le confiesa a su doncella: «No quiero que ni él ni nadie,/ mientras no sea mi marido/ se arrogue derechos tales» [Esc. IX, Act. 1º]). La obra está llena de datos de Madrid, y sabemos, por una nota preliminar que varias escenas de la misma las había escrito en 1868, y que a causa de la Revolución tuvo que interrumpirla, continuándola en Génova en 1870. Aunque Dña. María, la otra gran protagonista del drama, madre del joven muerto en el duelo, perdone, en honor a la nobleza de su linaje, al asesino de su hijo, no dejan sus palabras dudas respecto a las funestas consecuencias sociales de un acto deshonesto como el que ha cometido su hermano: «¡Qué sangre tan generosa/ por tal mano se derrame!/ Mas de su origen infame/ ¿Pude esperar otra cosa?/ Hijo de impudente amor,/ del vicio execrable fruto,/ ¿qué puede dar sino luto,/ sino escándalo y honor?» (Esc. XIII, Act. 20).

Es este drama un muestrario de elementos de diversa procedencia: la tradición de la comedia áurea en la pareja de criados graciosos Sancho y Nicolasa o el enredo del criado Gil; presencia de la moral burguesa del S. XIX como la condenación moral de los amores no legitimados con el matrimonio; elementos procedentes del melodrama: la infancia huérfana del hijo ilegítimo y la posterior anagnórisis con su padre, y finalmente junto a la eterna preocupación del qué dirán, un nuevo concepto de honra, considerada como virtud personal frente a las apariencias sociales, que se irá abriendo paso en nuestro teatro, pero que no acabará de triunfar hasta el teatro de Galdós.

Dos comedias más ligeras, ambas estrenadas en el teatro Español, Crisálida y mariposa en 1872, y Un cuento de niños en 1877, abundan en la misma temática que venimos tratando.236 La primera de ellas, responde muy bien a la denominación que le da el autor de «juguete cómico en dos actos», pues es una intranscendente pieza, en la que el humor hace presencia desde el primer acto, que plantea un matrimonio arreglado por los tíos de la jovencita, quien aún no tiene ningún deseo de matrimoniarse, hasta que se descubre a sí misma enamorada de su primo, que la conquista, de acuerdo con el novio que le tenían destinado y que resulta ser amigo suyo.

Un cuento de niños, plantea siempre la misma temática de la honra, cuyos enemigos, la difamación o la calumnia, dificultan la felicidad entre los miembros de una familia. En esta pieza se abusa de los elementos sentimentales y melodramáticos, junto con peripecias de enredo.

Finalmente, la última creación dramática de Gª Gutiérrez, Un grano de arena, cuyo estreno al parecer decepcionó bastante al público,237 es una «comedia seria», al estilo de Nobleza obliga, y como ésta de desenlace semifeliz. La abundancia de elementos de diversa procedencia: melodramáticos, de alta comedia, de tesis moral social, y actitudes desmesuradas de los personajes, nos sitúan a esta pieza, estrenada en el Teatro de la Comedia en 1880, muy próxima al Neorromanticismo de Echegaray. Traiciones, venganzas, celos, hijos fruto de amores ilegítimos, por lo tanto pecaminosos y adoptados con posterioridad, suicidio de la mujer abandonada, anagnórisis, y muerte accidental del perverso seductor, etc. convierten esta obra en una pieza tan densa como de difícil resumen argumental.

Este rápido repaso a la producción de comedias originales, ambientadas en la época misma en que García Gutiérrez las escribe, tiene como propósito una doble reflexión: a la vez que rescatar una faceta olvidada del teatro no romántico de Gª Gutiérrez, revisar la trayectoria de la comedia, desde la labor de los mismos dramaturgos románticos hasta el inicio del último tercio del siglo XIX.

Creo que se desprende de mis comentarios, hechos al filo de las ineludibles referencias a la temática desarrollada en dichas comedias, la imagen de un García Gutiérrez que no responde en absoluto al perfil del dramaturgo exclusivamente romántico, que si bien fue el más significativo, no es el único. Quizá las palabras de Ruiz Silva, quien ha revisado con más detenimiento estas obras de García Gutiérrez, muestren una valoración ponderada de las mismas dentro del conjunto de la obra teatral del dramaturgo:

«Lo que estas comedias tienen de modestas en relación a los más ambiciosos dramas históricos -menos extensión, tono coloquial, número de personajes más reducido, decorados más sencillos- lo ganan, ante nuestros ojos actuales, en normalidad, en frescor. Lo que en muchos momentos del teatro histórico se nos aparece con ropajes de cartón piedra, en estas comedias contemporáneas encontramos una visión teatral más cercana a nosotros e incluso, estemos o no de acuerdo con las tesis defendidas por el dramaturgo, nos vemos ante problemas que podrían ser planteados por un autor de nuestros días.»238


Por otra parte, está claro que la comedia de costumbres de inspiración moratiniana no fue sólo una creación de Bretón de los Herreros; fue cultivada por otros autores, muchos de los cuales escribieron sus mejores dramas en la escena romántica. Citemos las obras de Martínez de la Rosa Lo que puede un empleo (1812), La niña en casa y la madre en la máscara, (1821), y La boda y el duelo, de 1839, o las del Duque de Rivas, Tanto vales cuanto tienes, de 1828, es decir anterior al estreno de su Don Álvaro, y la comedia costumbrista El parador de Bailén (1844). Espronceda también estrenó, en plena década del romanticismo, en 1834, la comedia Ni el tío ni el sobrino, al igual que Larra, No más mostrador, en 1831. El romántico Hartzenbusch, además de comedias de magia y zarzuelas, estrenó La visionaria, en 1840, como Caldera destaca, apenas transcurridos tres años de sus Amantes de Teruel. 239

El teatro a partir de la década del cuarenta, cuando se aparta del conocido cauce del drama histórico, y la comedia bretoniana ha llegado a su extenuación, en un intento de ensayar nuevas fórmulas tiende a confundir sus géneros pues comedia y drama se confunden, desarrollándose el hibridismo (que hemos podido observar en las comedias de final semifeliz, o semidesgraciado como Nobleza obliga o Un grano de arena), adopta nuevos elementos provenientes del melodrama que exageran el pathos sentimental; por otro lado, el lenguaje se hace más natural de acuerdo con las situaciones y los personajes contemporáneos que representan, y los ambientes aunque burgueses o aristócratas, no son recónditos, ni exóticos, ni misteriosos, acercando el teatro a la realidad cotidiana. El afán de didactismo que arranca de la tradición moratiniana hace que se traten muchos temas ya clásicos, como la libre elección de marido (en Crisálida y mariposa y en Cuento de niños), o en la imitación del Barón moratiniano en Los millonarios).240

Además un teatro comprometido ya no respondía a las exigencias de una nueva época. Ahora, «El amor, exaltado hasta los cielos, o hundido hasta lo más profundo de los infiernos por los románticos, se ajusta, como todo, al patrón general de moderación y mediocridad»241. El matrimonio y la familia son, en el orden privado, los soportes del orden social del moderantismo y de la Restauración.

Llegamos por tanto a la conclusión de que si los mismos escritores románticos no abandonan el cultivo de la comedia basada en la realidad contemporánea, ello es debido al cambio que se va gestando en el teatro en la adaptación de su criterio de imitación a las nuevas formas estéticas burguesas. «De una forma más o menos explícita, más o menos conceptualizada, los autores de esta época tienden a fijar su atención y a convertir en materia literaria cuanto les rodea.»242 Creo que es un primer paso de aproximación a la realidad, y que esto sucede ya en la generación romántica. Si un drama histórico romántico de García Gutiérrez como Juan Lorenzo, es susceptible de ser tildado de «antirromántico», por la configuración ideológica de la realidad social contenida en la obra, es casi imposible que en las comedias de costumbres contemporáneas no se refleje la adecuación «armónica y realista entre la realidad fingida en el escenario y la realidad cotidiana del espectador».243 Se ha señalado el estreno de El hombre de mundo, en 1845, como fecha simbólica del nacimiento de la nueva tendencia dramática que conocemos como «alta comedia», pero está claro que el estudio de la evolución de los mismos dramaturgos que abanderaron la causa romántica, como es el caso de García Gutiérrez, y de otros que he mencionado, nos revela «que la alta comedia no fue sólo una reacción literaria contra el romanticismo, sino el resultado de la evolución gradual del teatro y de la sociedad moderada desde su aparición hasta su desintegración».244




ArribaAbajoEl teatro romántico a la alta comedia

Ermanno CALDERA


Università di Genova

Cuando afrontamos algún problema de periodización literaria, siempre ocurre que las líneas de deslinde entre el movimiento que muere y el que nace resulten borrosas y que a la innovación se acompañe constantemente la conservación. Es lo que se ha notado a menudo a propósito del pasaje desde el Clasicismo y la Ilustración al Romanticismo y que se propone nuevamente cuando estudiamos la transición desde el Romanticismo a ese período que todavía falta de un nombre específico y que convencionalmente apellidamos realismo.

No sabemos hasta qué punto puede hablarse de reacción antirromántica -sostiene justamente Castro y Calvo-, pues muchos de los reflejos de este movimiento literario entraban a formar parte de la nueva tendencia.245



Si estas consideraciones valen para todos los géneros, resultan particularmente apropiadas para el teatro que definimos realista y que, por varios aspectos, podría aparecer como un apéndice del romántico.

Es verdad que se ha indicado una fecha convencional, por otro lado muy razonable, para el inicio de la «alta comedia», que de ese teatro es la manifestación sobresaliente, con referencia al estreno, el 3 de octubre de 1845, del Hombre de mundo de Ventura de la Vega; pero es igualmente verdad que muchos de los motivos que aparecen desarrollados en esta obra y, además, en las de Tamayo o de López de Ayala remiten fácilmente al romanticismo. Ni se puede subestimar el que el propio Tamayo, como veremos con más detención, se proclame romántico, así como el hecho de que a Echegaray, con el cual la alta comedia consigue su máximo desarrollo, con más o menos exactitud crítica, pero no sin alguna motivación, se le haya tildado largo tiempo de neorromántico.

En el lado opuesto, antecedentes de la alta comedia se encuentran con parecida facilidad a lo largo de mucha producción trágica y cómica de la época romántica. Bastaría aquí mencionar el «capricho dramático» (así le define el propio autor) titulado Vivir loco y morir más, con que Zorrilla dio principio, en 1837, a su actividad de dramaturgo, y Flaquezas ministeriales, que Bretón de los Herreros estrenó en 1838. Una pieza dramática y una cómica que podrían igualmente aspirar a la definición de altas comedias. La primera, con su historia de amor y adulterio, con su protagonista donjuanesco que fracasa en el cortejo de la mujer de su amigo en cuya casa se hospeda, con la exaltación de los tranquilos afectos familiares frente a la vida azarosa del libertino, hasta pudo de alguna manera influir sobre la obra de Ventura de la Vega. La segunda, con la descripción de los ambientes corruptos de la alta política, con sus personajes de las capas más elevadas de la sociedad dedicados a la intriga y a las supercherías frente a la sencilla honestidad de los humildes, parece anticiparse a ciertos dramas de López de Ayala o de Echegaray.

Pero, en general y prescindiendo de anticipaciones demasiado exactas, hay que subrayar que, entre finales de los treinta y principios de los cuarenta, el teatro romántico español se caracteriza por una serie de experimentaciones que quizás no siempre preludien abiertamente al teatro realista pero que cumplen con la tarea de preparar el terreno al advenimiento de una dramaturgia parcialmente nueva.

Es un momento en que el romanticismo empieza a experimentar la crisis de la incipiente decadencia después de los éxitos de los primeros años e intenta sobrevivir abriéndose nuevos caminos. Tanta insistencia como se observa desde cuando el romanticismo español da sus primeros pasos, en la oportunidad de superar la sujeción a las modas extranjeras, de buscar una fórmula ecléctica, de hispanizar el movimiento, no podían no hacer mella sobre todo en la segunda generación de dramaturgos, la de los Asquerinos, de Rodríguez Rubí, de Zorrilla, que sobre todo en éste último encuentra el intérprete más puntual y más autorizado.

En efecto, el teatro de Zorrilla es un verdadero crisol en que se van ensayando una buena cantidad de nuevas fórmulas. Se había hablado a menudo, desde el principio de la dramaturgia romántica, de recuperar el teatro del Siglo de Oro, pero no se había ido más allá de una aspiración abstracta que ahora en cambio Zorrilla lleva a lo concreto de la escena. Particularmente al principio de su carrera teatral, Zorrilla compone algunas obras que remedan, aunque sea modernizándolas en el lenguaje y en el espíritu, las más clásicas comedias de enredo: Más vale llegar a tiempo que rondar un año, Ganar perdiendo, Cada cual con su razón, Juan Dandolo.

En las cuales al mismo tiempo asoman también motivos propios de aquel teatro sentimental que había entusiasmado las generaciones anteriores. Problemas familiares, exaltación de la virtud y condena del vicio, división neta entre buenos y malos salen así nuevamente a las tablas. Y con ello ciertas situaciones y ciertos personajes tan típicos de la comedia lacrimosa: hermanos que se quieren y se ayudan, viudas y huérfanas de heroicos soldados que viven en la miseria, jugadores empedernidos que llevan a la ruina a su familia, libertinos impenitentes que persiguen a mujeres virtuosas, y, por supuesto, la anagnórisis final. Apuntan también situaciones psicológicas muy sutiles, como la de Leonor, protagonista de Más vale llegar a tiempo, cuya felicidad por no casarse con Carlos, que ella no quiere, es turbada por la noticia que éste se ha enamorado de una chica de familia humilde; o, en Ganar perdiendo, la lucha consigo misma de Ana, que no quiere casarse con el hombre que ama por el pudor que le inspira su pobreza. Son, como es fácil desprender de este somero cuadro, motivos que se convertirán en rasgos corrientes de la alta comedia.246

No todos estos aspectos reaparecen en la producción más madura de Zorrilla, pero algunos quedan a lo largo de toda su obra. Sobre todo presente en muchas piezas es el moralismo de fondo que se condensa en ese sentido del deber a todo trance que caracterizará a menudo la alta comedia y se convertirá casi en un tópico en el teatro de Echegaray. Baste pensar en el valor casi deshumano que este sentido adquiere en la 2ª parte del Zapatero y el rey, donde Blas no duda en sacrificar a su amada en aras del deber y de la dedicación a su dueño.

Cierto, Zorrilla continúa en la línea del drama histórico romántico, del cual hasta acumula los ingredientes más tópicos -desde el plazo al misterio, a la unión de amor y muerte, a la predicción, a la ermita y así sucesivamente- que en gran parte se atenuarán en el período siguiente, pero también diferenciándose de sus predecesores. Es el sustancial desinterés por la historia lo que caracteriza fuertemente esa piezas, a pesar de unas anotaciones cronológicas tan exactas como gratuitas: noche del 12 de marzo de 1461 (Lealtad de una mujer y aventuras de una noche, de 1840); 10 de noviembre de 1653 (Los dos Virreyes, de 1842); diciembre de 1347 (El molino de Guadalajara, de 1843), etc.

En este ambiente seudohistórico se concluye la trayectoria del personaje histórico que, desde la altura en que le habían colocado los neoclásicos había bajado al nivel de una doliente humanidad en los primeros dramas románticos (no podemos olvidar la sugerente definición de Macías como de «un hombre que ama» proporcionada por Larra) y que ahora, en Zorrilla (pero no sólo en él, pues lo mismo vale también para los personajes de Rodríguez Rubí), aparece totalmente aburguesado. Bastaría pensar en el Don Pedro del Zapatero o en el Felipe IV de Cada cual con su razón o en el Carlos de Viana de Lealtad de una mujer o en esa larga serie de aristócratas que pueblan las obras intencionalmente históricas de nuestro autor y que se portan como seres cotidianos. Los protagonistas han perdido la angustia existencial que atormentaba a Don Álvaro, a Manfredo, a Marsilla y a tantos otros héroes de la primera hora romántica y la han sustituido por una conducta despreocupada y lista que les permite liberarse de las tramas de sus adversarios, abandonando por consiguiente el tradicional papel de víctimas.

Por tanto, Zorrilla contribuye por su parte al desenvolvimiento de ese proceso de acercamiento entre el drama y la comedia, tan propio de la producción tardorromántica y que tiene su correspondencia en un análogo acercamiento de la comedia al drama.

Quizás podamos afirmar que se trata de las premisas de la alta comedia, tanto por el ambiente de estas piezas, siempre elevado, como por el tono general, aunque nos separe todavía la infinidad de peripecias que en lo sucesivo serán reemplazadas por una marcha más lineal.

Otros experimentos intentó Zorrilla, como los tres ensayos de carácter clasicista (Sancho García, Sofronia y La copa de marfil) y, naturalmente, ese Don Juan Tenorio que se sustrae a cualquier colocación demasiado definida, siendo la reunión de varios elementos felizmente amalgamados.

Con lo cual, por un lado demostró su aprecio por ese clasicismo que sólo hacía un lustro era el blanco de las críticas y las sátiras y abrió el camino a una recuperación de los esquemas clasicistas, sobre todo por lo que atañe al respeto de la unidad de tiempo que volverá a ser bastante corriente en la alta comedia.

Por el otro, con el Tenorio, gracias a la concentración de tantos motivos y también al éxito de la obra, establecía un punto de referencia hacia el cual se dirigen, como a un pasaje obligado, al menos dos de los representantes más autorizados del nuevo género: Vega y Tamayo.

El primero escribe ese Hombre de mundo que manifiestamente pretende oponerse a la obra maestra de Zorrilla, a la cual remite a través de los nombres de los protagonistas, Juan y Luis, compañeros de libertinaje, y hasta introduciendo un «catálogo» de mujeres conquistadas y de maridos burlados, pero abogando por la santidad del instituto familiar y complaciéndose en el fracaso del libertino impenitente.247 Sin embargo, aún siendo segura e intencional la relación con el Tenorio, la intertextualidad con Zorrilla, como hemos visto, podría ser más profunda y remontarse también al lejano y juvenil Vivir loco y morir más.

Seis años después, en 1851, Tamayo y Baus, al principio de su carrera artística, estrenaba Una apuesta, que nuevamente parecía colocarse en la estela del Tenorio. Cierto Félix se introduce con un pretexto en la casa de su vecina Clara, la corteja y, frente a la resistencia de la señorita, apuesta que, en un plazo de 24 horas, ella caerá en sus brazos. Lo cual puntualmente se verifica, concluyéndose la pieza con las bodas.

Se trata de una versión aligerada, moralizada y aburguesada del donjuanismo, pero sin las críticas negativas que apuntaban en El Hombre de mundo: Don Félix tiene la misma descarada confianza en sí mismo que ostentaba el héroe de Zorrilla -y también la mayoría de los protagonistas de los últimos dramas románticos- y consigue fácilmente el amor de su contrincante gracias a su fuerza de seducción que se explaya a través de numerosas «escenas del sofá». Escenas «a lo burgués», desde luego, casi lógico desemboque de las del Tenorio, «a lo humano» en la 1ª parte, y «a lo divino» en su reproducción metafórica en el panteón.248 Sin embargo, el amor en este breve juguete ya está lejos de la pasión romántica y se parece bastante al sentimiento tranquilo y sereno que exaltaba el protagonista de la pieza de Ventura de la Vega, ya que se manifiesta como una corriente de mutua viva simpatía entre personas refinadas: es el amor de la alta comedia.

En fin, es interesante anotar que también López de Ayala participa en estas elaboraciones del tema donjuanesco. En efecto, si Vega y Tamayo de cierta manera llegan a la alta comedia a través del Tenorio, don Adelardo, ya autor afirmado del nuevo género, sintió la oportunidad, en 1863, de escribir a su vez una parodia seria de la pieza de Zorrilla, en la cual más o menos trata a su Nuevo Don Juan (tal es el título de la obra) con la misma severidad y la misma ironía de Ventura de la Vega: en una comedia, desde luego, cuya trama se desarrolla en la buena sociedad madrileña y donde se van analizando las relaciones entre sus miembros. Es decir, en una verdadera alta comedia.249

El pasaje desde el drama o la comedia románticos, por los motivos que he intentado poner de relieve, debió de ser poco advertido por los mismos protagonistas si el propio Tamayo, como se aludía al principio, seguía, en 1859, proclamándose romántico. En su discurso de recepción en la Real Academia, el autor, que a la sazón ya había estrenado una parte consistente de su repertorio, no sólo expone consideraciones de carácter típicamente romántico (a veces parece repetir las argumentaciones de López Soler o Durán o, naturalmente, Mme. de Staël), sino que no duda en presentarse como admirador y partidario del romanticismo, aunque se trate de ese romanticismo tradicionalista que se remonta al siglo de oro, en el cual sin embargo Tamayo coloca a los que propiamente pertenecen al movimiento, como Rivas, García Gutiérrez, Hartzenbusch, Vega etc.

El mismo tema de su conferencia -«la verdad, considerada como fuente de belleza en la literatura dramática»- es de claro abolengo romántico, aunque, eso sí, tanto la insistencia sobre el asunto como la interpretación de esa verdad parecen indicar la presencia de una sensibilidad parcialmente nueva. En efecto, por un lado Tamayo considera la verdad en términos que le acercan al naturalismo, por el otro le atribuye aspectos éticos y pedagógicos que no coinciden propiamente con las perspectivas más corrientes del romanticismo.

La verdad del personaje, por ejemplo, esa que Zorrilla calificaba de verdad artística -y que estaba emparentada con la verdad ideal de Durán y la verdad poética de Fernán Caballero- consiste para Tamayo en la imitación fiel de lo natural. A él le afecta mucho, como sostiene a propósito de Tirso (pero también, aunque con palabras diferentes, de Calderón, Shakespeare, Schiller, Moratín, Rivas, Hartzenbusch, Bretón, Vega y otros), «lo asombroso de su parecido con la realidad».250

Pero exige que la realidad que sale a la escena sea depurada de todo «lo grosero, insustancial y prosaico»251:

«Lo que importa en la literatura dramática es, ante todo, proscribir de su dominio cualquier linaje de impureza capaz de manchar el alma de los espectadores, y empleando el mal únicamente como medio y el bien siempre como fin, dar a cada cual su verdadero colorido, con arreglo a los fallos de la conciencia y a las eternas leyes de la Suma Justicia»252



Se trata, pues, de un programa que tal vez algún romántico (por ejemplo, Fernán Caballero) hubiese aceptado pero que habría encontrado sólo una parcial acogida entre los dramaturgos. En otros términos, es un concepto de la verdad que arranca de presupuestos románticos que empero lleva a conclusiones parcialmente diversas.

De esta forma, tal vez sin darse cuenta, Tamayo interpretaba en la justa medida la relación entre romanticismo y realismo: una cuestión de diversidad dentro de la continuidad.




ArribaAbajoJosé María Díaz y su aportación a la Alta Comedia decimonónica

José Luis GONZÁLEZ SUBÍAS


Universidad Complutense (Madrid)

En un coloquio centrado en las producciones literarias españolas que marcan la transición del Romanticismo al Realismo, se hace inevitable, en materia teatral, aludir a un género característico de este momento: la Alta Comedia.

Todos los estudiosos de la época coinciden en señalar a Ventura de la Vega (El hombre de mundo, 1845) como iniciador, y a Adelardo López de Ayala y Manuel Tamayo y Baus como los mejores representantes de este tipo de producciones dramáticas, a los cuales se suele añadir una mayor o menor nómina de adláteres (Francisco Camprodón, Eulogio Florentino Sanz, Luis de Eguilaz, Pérez Escrich, Luis Mariano de Larra, Narciso Serra...), que vienen a conformar con su trabajo un nutrido corpus de obras lo suficientemente amplio como para hablar de un género teatral bien definido que hizo las delicias del público en unos años -aproximadamente del 50 al 70- caracterizados en política por el moderantismo y, en lo social, por un ascenso y asentamiento definitivo de la alta burguesía, la cual vio reflejada en las tablas su mundo, sus pequeñas miserias y sus anhelos más inmediatos.

En su camino hacia el Realismo, la Alta Comedia aporta al teatro un abandono del exceso, inverosimilitudes y patetismo del más puro drama romántico, acercando a las tablas sucesos y escenas de la sociedad contemporánea, con un tono y una expresión más moderados, tanto en la forma como en los temas.

Pero junto a la verdad dramática, la Alta Comedia posee una finalidad moral, edificante. Son obras que pretenden mover y conmover las conciencias de su público burgués, con una intención que oscila entre la complicidad y la crítica, variando éstas de unos autores a otros y de unas a otras piezas.

Por otra parte, son obras caladas aún de Romanticismo, y no es extraño que la lágrima y el sentimiento desbordado acompañen normalmente a estas producciones, cercanas con frecuencia el melodrama. Asimismo, los personajes suelen estar claramente definidos; divididos maniqueamente en buenos y malos. Del conflicto entre éstos saldrá siempre victoriosa la virtud.

En definitiva, y tomando las palabras de un veterano estudioso del teatro español, «el dramaturgo, defensor del matrimonio y de la familia frente al poder destructor del libertino, y de los valores espirituales (nobleza de alma, generosidad y desinterés, idealismo moral) frente al positivismo materialista (egoísmo, cálculo, pasión del dinero) se convierte en portavoz de los principios éticos que deben regir toda sociedad cristiana y hace papel de director de conciencia que, denunciando el mal que gangrena la sociedad, sermonea a su público.»253 Éste es, en esencia, el tema de la Alta Comedia.

Entre los muchos autores que contribuyeron con sus obras al género, vamos a centrar nuestra atención en un fecundo dramaturgo de la época, hoy infelizmente ignorado y olvidado: José María Díaz.

La abultada producción dramática de este poeta (cerca de cincuenta obras conocidas, la gran mayoría originales, entre las que se cuentan dramas románticos, tragedias y comedias), así como la no desdeñable calidad de las mismas, es suficiente carta de presentación para este autor, que llegó también inevitablemente a escribir piezas cercanas o propiamente pertenecientes a la Alta Comedia.

Entre los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, José María Díaz escribió para la escena una serie de obras que, bajo los variopintos rótulos de «comedia», «drama», «drama de costumbres» o «drama de costumbres políticas», muestran un alejamiento del autor respecto al drama romántico de tipo histórico, en un intento de llevar a las tablas ambientes y conflictos más cercanos al espectador. Títulos como Para vencer, querer, Los dos cuáqueros, ¡Redención!, ¡Creo en Dios!, Trece de febrero, Beltrán o Virtud y libertinaje forman parte de la contribución de este autor al nuevo tono que empezaba a imponerse en la escena.

En general, destaca en la producción dramática de Díaz una fuerte voluntad crítica, que se va acentuando con el paso del tiempo, paralelamente al radicalismo progresista que despliega el autor en estos años, especialmente en la década de los sesenta.

La imposibilidad de realizar, en tan breves páginas, un análisis pormenorizado de cada una de estas obras nos obliga a efectuar un importante ejercicio de síntesis. Así pues, trataremos en primer lugar de mostrar los aspectos más característicos de las piezas, a nuestro juicio, más representativas del autor pertenecientes al ámbito de la Alta Comedia, para pasar a continuación a realizar un estudio más detallado de otras producciones, en las que apreciaremos el tono más personal del dramaturgo.

Aún escritas en verso, las piezas aparecidas en los años cincuenta son sin duda las más cercanas al género. En Para vencer, querer (1851), Díaz sitúa la acción del drama en Madrid, en su propio tiempo, llevando a las tablas un feliz matrimonio que viene a ser alterado por la repentina presencia de un antiguo amor de la esposa. La aparición de éste provocará los celos del marido y reavivará la vieja pasión de Inés. No obstante, el desenlace de la obra no será el que Díaz hubiera dado años atrás; el autor hace que todo se resuelva felizmente y la virtud de la esposa triunfa sobre su pasión amorosa. La pieza tendrá un final «rosa», muy propio de una comedia del Siglo de Oro, en el que habrá incluso una boda reconciliadora entre el frustrado amante don Luis y su prima Beatriz.

Los dos cuáqueros (1852) es un ejemplo claro de obra en la que confluyen numerosos elementos románticos con el tono de la Alta Comedia. En este caso la acción se sitúa en París, a principios de los años cincuenta. Dos cuáqueros llegados a esta ciudad, vista como representación del lujo, la apariencia y el juego social, comprueban y experimentan la falsedad que guía la vida del mundo moderno. Uno de ellos, el mayor, observa éste con ojos críticos; el otro, joven y romántico, cae en la trampa del amor y se deja engañar por una mujer coqueta y casada. El desengaño amoroso del joven cuáquero le servirá al autor para poner de manifiesto la hipocresía y frivolidad que rigen los pasos de la sociedad de mediados de siglo.

¡Redención! (1853), obra que obtuvo un clamoroso éxito en su época, y que incluso cuarenta años después seguía representándose,254 ha sido vista por los críticos que alguna vez se han acordado de ella como un arreglo o versión de La dama de las camelias, de Alejandro Dumas hijo. En esta pieza, Hortensia, condesa joven y hermosa que deslumbra con su brillo en la buena sociedad del Madrid de los años cincuenta, es redimida de un pasado poco decoroso por el amor que siente hacia Arturo. Este sentimiento puro y honesto, unido a su alma bondadosa y caritativa, la llevará a renunciar al amor del joven, ante los ruegos del padre de éste, quien pretende para él un buen matrimonio que asegure su posición económica y social. La enfermedad de Hortensia conducirá a la tragedia final, cuando todo parece haberse arreglado para ambos jóvenes. Nada impide ya su amor, salvo la inoportuna muerte de la protagonista.

Este drama es un canto a la virtud y al amor, que se antepondrán a una sociedad en la que imperan el materialismo y la hipocresía. En palabras del redactor del periódico La Época (24 de Noviembre de 1853), «el profundo pensamiento filosófico que en ella se descubre y el objeto moral que encierra» es el del «triunfo del espíritu sobre la materia, del alma sobre el cuerpo.» Obra de enormes aciertos dramáticos, aun inserta en la esfera de la Alta Comedia, rezuma sentimentalismo y tiende al efectismo melodramático y folletinesco.

En ¡Creo en Dios! (1854) la acción se sitúa en una quinta que la condesa Octavia posee en Aranjuez. Esta mujer, centro de atención de todas las miradas masculinas, se halla desengañada del amor tras haber sido abandonada en el pasado por su marido, quien le privó además de su único hijo. No cree, por ello, en nada; ni en Dios ni en los hombres. La pieza acabará felizmente, recuperando Octavia a su marido y a su hijo, así como la fe en Dios y en su Divina Providencia.

Como ejemplo final de Alta Comedia mencionaré una última obra: Un matrimonio de conciencia, estrenada en 1864. Escrita ya en prosa, como será habitual en las producciones del autor en esta década, no aporta nada nuevo digno de destacar. Vuelve a utilizar Díaz el recurso de un protagonista femenino, Honoria, de declarada virtud en su actual matrimonio, pero con un pasado no tan honorable. En este caso, el hombre a quien ama es un mujeriego y libertino que sólo aspira a obtener el caudal que le proporcionará la hija de su esposa cuando aquélla profese en un convento. Pero Honoria abrirá los ojos y descubrirá los engaños del marido, a quien repudiará finalmente tras reconciliarse con su hija y permitirle a ésta que se case con el joven a quien ama.

De nuevo la felicidad y estabilidad familiar peligran por culpa de un personaje libertino y egoísta; pero al final se impondrán la virtud y la bondad, en una estructura dramática muy maniquea en la que, del enfrentamiento entre «buenos» y «malos», siempre salen triunfantes los primeros.

En la crítica que el periódico La Iberia (28 de febrero de 1864) hace de esta pieza, el redactor lamenta que Díaz se empeñe en subir a las tablas un tipo de sociedad movida por unas máximas y sentimientos que distan mucho de ser representativos de la realidad: «Vemos con disgusto -señala- que el señor Díaz se obstina en presentamos en casi todas sus obras una sociedad creada a su capricho, recargada con un lujo de perversidad que solo conduce a secar en el alma los gérmenes generosos; una sociedad, en fin, que no respira más que miserias, y que no se alimenta más que de malas pasiones.»

Esta visión negativa y pesimista de la sociedad de su tiempo, sobre la que José María Díaz hará recaer las más duras críticas, es lo más característico en la producción del dramaturgo. Si en las piezas que hemos mencionado hasta el momento, el autor utilizaba ya su afilada pluma, éste será el elemento esencial de las obras que vamos a analizar a continuación.

Conviene recordar que Díaz es un conocido personaje progresista del Madrid de la época. Sus obras tuvieron problemas con la censura en bastantes ocasiones, e incluso algunas fueron retiradas de la escena o prohibida su representación acusadas de inmoralidad.

En este marco hay que situar la aparición del drama en cuatro actos y un prólogo titulado Trece de febrero, el cual tardó diecisiete años en ser llevado a las tablas. La obra, con el título inicial de Luz en la sombra, fue escrita en 1860, y su representación se prohibió por el censor de teatros, Antonio Ferrer de Río, en octubre del citado año. No obstante, efectuados unos mínimos retoques, el autor volvió a presentarla al año siguiente con el nombre de Roberto, conde de Aleisar, y esta vez pasó la censura. Pero no verá su estreno en un teatro, en concreto el Teatro Español de Madrid, hasta el 1 de diciembre de 1877 -aunque llevaba impresa ya varios años-, y lo hace con el nuevo y definitivo título de Trece de febrero.255

El argumento de esta pieza, que sufrió tantos avatares antes de ser representada, es el que sigue: Blanca, mujer de probadas virtudes, está casada con Arturo, honesto diputado y marido ejemplar. Pero en el pasado de aquélla se oculta un oscuro suceso que puede poner en peligro la felicidad conyugal; Blanca, para poder sufragar los gastos de su padre enfermo, accedió a ser la amante de Roberto, quien en su desesperada pasión por ella y no viendo su amor correspondido, no dudó en rebajarla a tan humillante condición. Al morir su padre, Blanca abandonó a Roberto y reinició su vida. Pero varios años después, la aparición de su antiguo amante, convertido ahora en conde de Aleisar y que revelará a todos, por despecho y venganza, el pasado de Blanca, pondrá a prueba el carácter de los personajes. El indigno conde de Aleisar morirá en duelo y Blanca será perdonada por su marido.

¿Cuál es el peligro que podía entrañar esta pieza en apariencia tan inocua? La crítica de la época tendía a rechazar el valor moral de los personajes principales. Así, Roberto era para el redactor de El Imparcial (2 de diciembre de 1877) «un enigma indescifrable como entidad moral y como organismo sensible», y su complexión dramática le inspiraba «un invencible sentimiento de repulsión». En La Ilustración Española y Americana (15 de diciembre de 1877) se habla de «la tétrica fisonomía del protagonista y la repulsiva anormalidad de su condición».

Pero lo que, sin lugar a dudas, destaca en la obra es el punzón crítico que se manifiesta en muchas de las intervenciones de los personajes, que se lanza sin tapujos sobre los males que el dramaturgo achaca a su sociedad: hipocresía, culto a la apariencia, materialismo deshumanizante, desigualdades e injusticias sociales...

Tomemos como ejemplo algunos fragmentos, que sirvan siquiera como leve muestra de los que es un continuo aluvión de intervenciones similares en ésta y otras obras del autor:

- «¡Pícaras enfermedades! Algunas de ellas debieran ser exclusivo patrimonio de los ricos; los pobres harto tenemos con el trabajo y la miseria.» (Escena 4ª, Prólogo)

- «El interés personal es el único móvil de las acciones del hombre.» (Escena 5ª, Acto I)

- «Hasta la religión y la libertad, manantiales eternos y fecundos de los grandes hechos, sólo sirven hoy día de careta a la ambición y a la hipocresía.» (Escena 5ª, Acto I)

- «Cuando un ministro tiene la llave de los colegios y un alcalde la de las urnas, y la Guardia Civil las papeletas de los electores, no hay corona segura ni dinastía social que eche raíces.»


(Escena 5ª, Acto I)                


Salvo el primer parlamento citado, las restantes intervenciones pertenecen todas a Roberto, el personaje corrosivo y desestabilizador del drama. Éste se ríe de Dios, de la amistad -en sus palabras, «la máscara con que se disfraza la conveniencia-«. Odia a la humanidad: «La historia de la humanidad -dice- está escrita con caracteres de fuego por mano de la ingratitud. Para vivir en buena armonía con el hombre, no hay más que dos caminos: el odio en los primeros momentos de conocerle; más tarde la indiferencia, el desprecio.» No cree tampoco en el amor, «un sentimiento que se vende, que se alquila o que se cambia», y, en definitiva, desprecia la sociedad; «una sociedad que persigue al ladrón pobre, [...] y adula y festeja al ladrón rico.» (Escena 5ª, Acto III).

Aunque estas palabras fueron puestas por el autor en boca de un personaje que será finalmente castigado con su muerte en escena, no dejarían de resonar en los oídos del espectador burgués, al que se echaba en cara el lado más oscuro de su existencia acomodada.

Otras piezas de marcado tono crítico son Beltrán (1862), Mártir siempre, nunca reo -obra calificada en su época como «drama político»- o Virtud y libertinaje, ambas de 1863. En éstas, Díaz muestra un claro alejamiento del espíritu y el estilo de la Alta Comedia para, aun respetando el marco histórico y espacial, así como el rango social de los personajes, acercarse a un teatro más comprometido y provocador. Todas ellas fueron censuradas y sufrieron supresiones del texto en su representación; pero, sin duda, el caso de Virtud y libertinaje es el más tortuoso. Ferrer del Río consideró que la obra no debía ser llevada a escena, y el autor elevó al ministro de Gobernación una exposición en la que solicitó fuera revisada la pieza por un nuevo tribunal, creyendo injusto y apasionado el fallo del Censor de Teatros. La petición de José María Díaz fue admitida y el nuevo tribunal, formado por tres ilustres nombres de nuestras letras -Juan Eugenio Hartzenbusch, Antonio García Gutiérrez y Juan Valera-, dictaminó que no había nada censurable en la obra bajo ningún concepto, y no ahorró elogios respecto a la calidad y utilidad de la pieza; si bien recomendó alterar o suprimir tres breves frases, más por cortesía con el anterior censor que por tener éstas especial relevancia. La obra se estrenó finalmente en Madrid, en el Teatro del Circo, el 23 de octubre de 1863. Tenemos noticia, no obstante, de que al año siguiente el Censor de Teatros de Oviedo se negó a dar permiso para su representación, debiendo intervenir el propio gobernador de la ciudad y conceder el permiso oportuno.256

Virtud y libertinaje tuvo un éxito clamoroso de crítica y de público. «Trátase de combatir en el poema -y tomamos las palabras del redactor de El Cascabel (nº 5, noviembre de 1863)- la falsa caridad y el desenfreno de los hombres que juegan con la honra de las mujeres y sacrifican a sus vicios la tranquilidad de las familias y el porvenir de los infelices que en ellos fían.» Como vemos, el tema de estas obras, en el fondo, es el mismo que el de sus anteriores piezas y, en definitiva, el mismo que el de la Alta Comedia: la Virtud se enfrenta al Vicio -Libertinaje, en palabras de Díaz-, y de este enfrentamiento sale aquélla vencedora.

Hemos querido enfocar nuestra atención sobre estas últimas piezas de José María Díaz, pues nos parecen lo más rico y original de su producción en los años que impera en la escena la Alta Comedia. Como hemos podido comprobar, en un primer momento sus tanteos en el nuevo modelo teatral siguieron los cánones establecidos, aunque siempre dando preeminencia a la intencionalidad crítica; intencionalidad que se irá profundizando en sucesivas producciones hasta llegar a construir un tipo de drama comprometido con la realidad que le tocó vivir.257 En el camino que va del Romanticismo al Realismo, el poeta Díaz, hoy cubierto por el polvo del olvido, tentó un tipo de drama y comedia contemporáneo marcado por una honda preocupación social. Autores como éste aportaron a la Alta Comedia un mayor peso crítico, que, por otra parte, era el germen de su propia destrucción. La Alta Comedia no podía llevar sus críticas a la sociedad que reflejaba -y que la sustentaba- demasiado lejos. Díaz, por tanto, abandonó pronto este camino y siguió por otros derroteros.

Cuando se estrenó Virtud y libertinaje, un redactor de El Museo Universal, Nemesio Fernández Cuesta, escribió las siguientes palabras: «El señor Díaz ha comenzado hace tiempo a cultivar con gloria para sí el terreno del drama social contemporáneo; y en medio de las contrariedades que podrá suscitarle, será siempre honroso para él haber recordado en España esta nueva senda de la literatura dramática.»258