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Delmira Agustini: la poeta

Carina Blixen





Hace un siglo, Delmira Agustini era una joven prodigiosa que hacía versos para el deleite de su familia. Hoy, transcurrido el siglo XX, es la poeta uruguaya que ha llamado más la atención dentro y fuera del país. Desde que comenzó a dar a conocer su poesía en las revistas del Novecientos los críticos comentaron con entusiasmo sus versos. Luego de la tragedia de su muerte, gran parte del interés de la crítica y de otros creadores se volcó a intentar explicar el misterio de su vida. Este es un tema apasionante, con componentes de relato policial y sin duda fecundo para acercarse a algunas de las claves de la sensibilidad novecentista; pero hoy, con cautela y en forma provisoria, debería dejarse al margen, para poder recuperar su obra, que merece por sí sola, sin la virulencia de la crónica policial, la atención de lectores y críticos. Habría que preguntarse cuál es la vigencia de la poesía de Delmira, más que el éxito, contaminado en forma inevitable por un destino de película.

Cuando en 1907 Delmira publica El libro blanco tiene 21 años, y el Modernismo, el movimiento en que se inscribe su obra, otros tantos. Si ella recién se iniciaba, las principales figuras del Modernismo habían dado ya obras de madurez, y la corriente en conjunto estaba en el esplendor de su difusión. Delmira asimila en los primeros años del siglo la estética modernista, su métrica, su estructura estrófica, su sonoridad; también sus climas, sus símbolos, sus temas; una idea, en fin, de cómo debe ser el arte y qué papel tiene el artista en su medio. Es asombroso que en unos pocos años de comienzos del siglo pasado esta joven haya realizado todas las operaciones intelectuales, afectivas, cognitivas imprescindibles para transformar ese mundo poético complejo y muy reglado, en un lenguaje personal cada vez más en sintonía con un mundo interior tumultuoso y cambiante. Su poesía es un deslumbrante testimonio del camino de autenticidad que la poeta recorre con enorme audacia. Su sensibilidad desaforada ha opacado su arrojo intelectual. Absorbida por sí misma y por la alquimia de la poesía buscó descubrirse y decirse con una honestidad que solo tienen los lanzados, los aventureros. En algunos poemas de Los cálices vacíos, en otros póstumos, es posible rastrear sus tanteos de un mundo inconsciente, que Freud estaba analizando en otras latitudes, pero que todavía no tenía carta de ciudadanía en el Uruguay, por más que algunos poetas arriesgados fueran capaces de lanzarse a su reconocimiento.


Los libros: el encuentro de una voz

Existe un consenso de la crítica en cuanto a la valoración de los libros de Delmira Agustini. Estudiosos de su obra, tanto Clara Silva como Arturo Sergio Visca, por ejemplo, señalan en El libro blanco (1907) su deuda con el Modernismo, y los atisbos o los inicios de una voz que crece en los Cantos de la mañana (1910) y culmina en Los cálices vacíos (1913). Arturo Sergio Visca plantea como característica general de El libro blanco su tendencia a la alegorización. Señala, en esta poesía, el predominio de conceptos abstractos o el uso de palabras concretas que se vinculan con un mundo de símbolos preestablecidos por una poética Modernista que absorbió, en forma parcial, referencias de la mitología griega. Tal vez algunos títulos de poemas puedan servir de ejemplo: «El poeta leva el ancla», «El Arte», «El hada color de rosa», «La musa», «La musa gris», «El poeta y la diosa», «El poeta y la ilusión», «Mi musa triste».

Visca destaca también la diferencia de tono y actitud de los siete poemas que hacia el final de El libro blanco aparecen agrupados como «Orla rosa». Este crítico encuentra que «por su ritmo firmemente sostenido y por sus hallazgos metafóricos, los tres sonetos titulados "Amor", "El intruso" y "Desde lejos" se acercan a los poemas en los que se revela con plenitud la forma delmiriana de sentir el amor...». Si seguimos con los títulos, otros dos de esos siete poemas hacen posible atisbar ese cambio de perspectiva: «Íntima» y «Explosión». Muchos han señalado el valor simbólico del color en este mundo delmiriano. El «blanco» es el color de la castidad, apropiado a ese mundo de ideas y de entes abstractos que caracteriza a El libro blanco. La franja rosa que une a los últimos siete poemas surge de la mezcla de ese blanco con el rojo de la pasión, que será a partir de ellos, el tono identificatorio de su voz.

Queda la pregunta sobre qué es -en palabras de Visca- esa «forma delmiriana» de expresar la pasión. Es posible detectar algunas estructuras y climas que resultan caracterizadores en su reiteración. En los dos sonetos «Amor» y «El intruso» se plantean estados de soledad, melancolía, vacío y una situación de evocación en los cuartetos, contrapuesta a una plenitud momentánea, circunscrita al tiempo presente, a la acumulación de elementos concretos, en los tercetos. En el caso de «Amor» esta plenitud persiste en el mundo del sueño; en «El intruso» se acerca a la vivencia real. En los dos sonetos hay un amante que es un «tú» al que se dirige el hablante lírico: eso crea una estructura dramática de encuentros y desencuentros entre ambos. El ritmo de los cuartetos y los tercetos está claramente diferenciado. En esto, los poemas se relacionan con «La musa», que plantea una estructura rítmica similar.

La voz que se inicia en «Orla rosa» es la de un «yo» que quiere expresarse y ha decidido, a partir de las adquisiciones del estilo y la concepción modernista, encontrar un lenguaje para investigar y decir un mundo interior guiado por la pasión y el sentimiento. Esto es algo que el poema «Explosión» dice de manera ejemplar: «[...] Hoy siento/ Que no valen mil años de la idea/ Lo que un minuto azul del sentimiento». Este descubrimiento de una voz personal no implica que la proyección simbólica de su poesía desaparezca. Sigue estando muy presente en sus Cantos de la mañana (1910) y Los cálices vacíos (1913). Los poemas «La barca milagrosa» y «Lo inefable» de su segundo libro son de los más famosos de la obra de Delmira y deben leerse en clave trascendente, tal como el símbolo lo exige. También apelan a un más allá del sentido, por ejemplo, los poemas «El cisne» y «Visión» -atendidos en forma especial por la crítica más reciente- de su último libro y algunos de sus poemas póstumos.




Una poética en proceso

Una de las líneas de sentido importante en El libro blanco es la que traza rasgo a rasgo, poema a poema, el esbozo de una poética. Es decir de una reflexión sobre lo que es y debe ser la poesía. Esa preocupación planteada con insistencia en sus primeros textos, es una constante en su obra. Así como Delmira asimila muy pronto las normas poéticas y las referencias, las atmósferas, las imágenes de los poetas modernistas, algunos de los que considera sus maestros (fundamentalmente a Rubén Darío), en forma progresiva elabora una poética personal, marcada en principio por el intento de ser fiel a las emociones, los pensamientos que la desbordan. En el poema «Rebelión» de El libro blanco plantea de una manera retórica es cierto, pero interesante por lo que tiene de programa, una libertad ante la rima que ejemplifica muy bien ese ir y venir de alguien que se está probando: «La rima es el tirano empurpurado,/ Es el estigma del esclavo, el grillo/ Que acongoja la marcha de la Idea./ No aleguéis que es de oro! El Pensamiento/ No se esclaviza a un vil cascabeleo...». Ese sustrato romántico que puede rastrearse a otros niveles en el Modernismo, alimenta la voluntad de ruptura formal, de honestidad esencial; es su manera, también, de mantener un reducto propio dentro del Modernismo. El poema «Al vuelo» (El libro blanco) empieza: «La forma es un pretexto, el alma todo!». Y concluye: «Desdeñad la apariencia, la falsía,/ La gala triste del defecto erguido:/ Menos tendréis que descubrir un día/ Desnuda el alma horrorizada, fría/ Ante el Supremo Tribunal temido!».

En el soneto «La musa» (El libro blanco) se encuentra una de las condensaciones más interesantes de su arte poética. Sobre todo si se tiene en cuenta que a) es un poema alegórico en el que el yo poético invoca a un ser mitológico, pero transforma -hace más personal e igualitaria- la relación entre el poeta y la musa; y b) que plantea una estructura que se reitera en dos de los poemas de «Orla rosa» («El intruso» y «El amor») que acompaña el hallazgo de una manera de decir su subjetividad. Todo el poema es la expresión de un deseo: «Yo la quiero...». Los tres adjetivos referidos a «musa»: «cambiante, misteriosa, compleja», apuntan a una visión de la poesía que no rechaza oscuridades y que se propone dinámica. El símbolo no tiene en esta poesía un sentido rígido, por más que se refiera a un ser de larga tradición literaria como la «musa». Es, en cambio, un elemento que posibilita un conocimiento intuitivo, que tantea en lo informe y caótico.

En la segunda estrofa empieza un juego de metamorfosis basado en oposiciones que el texto mismo genera: «Con dos ojos de abismo que se vuelvan fanales». La suma de imágenes opositivas, en su yuxtaposición, significan la totalidad. En los tercetos la acumulación copulativa acelera el ritmo del poema. Se suman verbos en el primer verso: «Y que vibre, y desmaye, y llore, y ruja, y cante»; sustantivos en el siguiente: «Y sea águila, tigre, paloma en un instante»; frases adjetivas en el inicio del segundo terceto: «Tenga una voz que hiele, que suspenda, que inflame». Esta poesía genera un mundo de relaciones muy diversas. La oposición, por lo general no está planteada de una manera sencilla, sino que abre un espectro de desplazamiento o indeterminación de lo que sería el eje opositivo previsible. Por ejemplo cuando dice: «Tenga una voz que hiele, que suspenda, que inflame…». Se podría contraponer «hiele» e «inflame», pero no se puede dejar de tener en cuenta que el «suspenda» está entre los dos, tiene vínculos semánticos con «helar», e introduce toda otra serie de relaciones. Algo puede estar helado y, por lo tanto, en suspenso.




Algunos temas, algunos símbolos

En su libro Pasión y gloria de Delmira Agustini, Clara Silva dice que «un examen de lo principal y más representativo de su obra, comprueba cómo esta se ha ido desenvolviendo al modo de una espiral en variaciones de tres o cuatro temas o ideas predominantes, casi obsesivas, y que serían los verdaderos símbolos de su estética: la sexualidad, la vivencia onírica, la muerte, lo suprahumano, conjugados en ese mundo subjetivo suyo de pasión y de angustia...». Estos temas señalados para la poesía de Delmira coinciden con los que Ricardo Gullón1, ha analizado en una perspectiva más amplia, en relación al Modernismo y al lenguaje poético que recurre al símbolo. Gullón ha visto que «el simbolismo, más que una escuela, es manera de creación caracterizada por la sugestión y, a veces, por el hermetismo. Con él la poesía se convierte en un modo de penetración en zonas de sombra, que en los modernistas, como primero en los románticos, no son únicamente las de la noche, sino las del sueño, el delirio, el azar y aún la carne (pues la voluptuosidad llegó a parecer un método de conocimiento). Y vista como exploración, la poesía implica ascensiones y descensos, visión de cumbres y exploración de galerías, laberintos y subterráneos...». Si Clara Silva hace una buena síntesis de los temas de Delmira, Gullón aporta una noción de «simbolismo» que queremos se tenga en cuenta a la hora de leer su poesía, pues ella es útil para explicarla como un instrumento de conocimiento, no únicamente racional, no exclusivamente intuitivo. Un conocimiento totalizador al que tal vez solo el arte pueda llegar.

Algunos símbolos son recurrentes en la poesía de Delmira: pueden rastrearse desde el comienzo al fin de su obra, con variantes y deslizamientos que resultan iluminadores. Las imágenes de la flor, la estirpe, el cisne, el buitre, la cabellera, la cabeza, por ejemplo, son motivos o núcleos de sentido de esta poesía, cuyo seguimiento atraviesa los libros de Delmira. El «cisne» forma parte del apretado mundo de referencias estéticas del Modernismo. La crítica Silvia Molloy analiza el poema titulado «El cisne» (Los cálices vacíos) en contraposición al empleo que de la misma ave hiciera el maestro Rubén Darío en su poesía (ver nota al poema). El Diccionario de símbolos2 explica que la casi totalidad de sentidos simbólicos de «cisne» «conciernen al cisne blanco, ave de Venus, por lo cual dice Bachelard que, en poesía y literatura, es una imagen de la mujer desnuda: la desnudez permitida, la blancura inmaculada y permitida. Sin embargo, el mismo autor, profundizando más en el mito del cisne, reconoce en él su hermafroditismo, pues es masculino en cuanto a la acción y por su largo cuello de carácter fálico sin duda, y femenino por el cuerpo redondeado y sedoso. Por todo ello, la imagen del cisne se refiere siempre a la realización suprema de un deseo, a lo cual alude su supuesto canto (símbolo del placer que muere en sí mismo)...». La poesía de Delmira pondrá en juego esa ambivalencia entre lo masculino y lo femenino que este símbolo encarna.

El peso de su carácter ornamental es determinante en los primeros poemas. En uno publicado en la revista Rojo y blanco en 1902, entre otras imágenes, se le atribuye a la poesía: «-¡Eres el cisne de sin par belleza/ que surca el lodo sin manchar su pluma!...» («¡Poesía!»). En «Mi musa triste» de El libro blanco, el cisne es también un elemento más de un paisaje nocturno que se conmueve ante la musa que pasa: «[...] Los cisnes de marfil tienden los cuellos/ En las lagunas pálidas...». En el poema «¡Oh Tú!» de Los cálices vacíos es uno de los elementos que, en cadena, la aparición de ese «Tú» transforma en el mundo del «Yo»: «Que hiciste todo un lago de cisnes, de mi lloro». Es la misma imagen del cisne en el lago pero ahora exclusivamente referida a un cambio en el mundo interior. Otro poema de Los cálices vacíos, «Nocturno», trastrueca esa imagen límpida del cisne en el lago. Ya no es ni una imagen exterior, ni la trasposición de un estado de alma, es la personificación de un «yo», cuyo movimiento deja rastros de sangre y ensucia las aguas antes claras. «Yo soy el cisne errante de los sangrientos rastros,/ Voy manchando los lagos y remontando el vuelo». Gwen Kirkpatrick toma como ejemplo este poema de Delmira para mostrar cómo en el mundo de esta poeta «toda cristalina transparencia, sea lago, nube o cielo invita a ser nublada, a ser manchada». El poema ya citado «El cisne» transforma la visión ornamental del cisne con que se inicia, en una fuerte imagen de deseo y posesión (Ver nota). En «Visión» (Los cálices vacíos) el cisne es el cuerpo del amante: «Y era mi mirada una culebra/ Apuntada entre zarzas de pestañas/ Al cisne reverente de tu cuerpo...». En el poema publicado en forma póstuma «Cuentas de luz», puede entenderse como cifra de lo otro: «Lejos como en la muerte/ Siento arder una vida vuelta siempre hacia mí/ [...]/ Sobre tierras y mares su horizonte es mi ceño/ Como un cisne sonámbulo duerme sobre mi sueño/ [...]». En «Por tu musa», también aparecido después de su muerte, el cisne finalmente es el yo: «Cuando velada por un tul de luna/ Bebe calma y azur en la laguna/ Yo soy el cisne que soñando vuela; [...]».

La cabellera, imagen tradicional de la belleza femenina, aparece con frecuencia con este sentido entre sus primeros poemas. Por ejemplo: «Cuando sonriente, la aurora/ Sus áureos cabellos suelta...» («Clarobscuro», La alborada, 1903) o «Súbito vi del hada madrina el tul celeste/ [...]/ El carro de turquesas, la cabellera astral; [...]» («La canción del mendigo», El libro blanco). Esta imagen convencional, se va haciendo menos previsible a medida que la poesía de Delmira crece, que la poeta domina su lenguaje, lo vuelve cómplice de sus intereses y deseos, lo transforma en su mundo intransferible. En «Supremo idilio» de Cantos de la mañana, la imagen del cabello -«el rizo»- no solo es signo de belleza, también de entrega amorosa: «En tus manos mi espíritu es dúctil como un rizo» «[...] Cuando en tu almohada trágica y honda como una sima,/ Mis rizos se derramen como una fuente de oro!». Con el mismo sentido, pero con más fuerza aparece en dos poemas de Los cálices vacíos: «[...] Amanece a mis ojos, en mis manos!/ Por eso, toda en llamas, yo desato/ Cabellos y alma para tu retrato,/ Y me abro en flor!... Entonces, soberanos/ [...]» («Con tu retrato») o «Por tus manos indolentes/ Mi cabello se desfloca;/ Sufro vértigos ardientes/ Por las dos tazas de moka...» («El silencio»).

Además de una evolución en los sentidos convocados por la imagen, se podría señalar, de manera general, el predominio de algunos símbolos o imágenes de un libro a otro. La mayor reiteración de «los cabellos» se encuentra en los primeros poemas y en El libro blanco. «La cabeza», símbolo de poder, está más presente a partir de Cantos de la mañana.

Si el cuerpo en su totalidad y en sus partes es una presencia obsesiva en esta poesía, si la pasión por el otro, el deseo, el anhelo de posesión es uno de sus nudos de sentido más importantes y el que más conmueve a los lectores, «la cabeza» del amante es emblema de la apropiación erótica total: en «alma» y piel, en sueño y vigilia, en la tierra y en el cielo. Tal vez uno de los elementos más actuales de esta poesía resida en el hecho de que brinda una visión compleja del erotismo, no ajena a la pelea por el poder, que lleva a momentos de sumisión absoluta y otros de voraz predominio. «[...] Luego soñelo triste, como un gran sol poniente/ Que dobla ante la noche la cabeza de fuego...»: dice el poema «Amor» de El libro blanco. El amado es soñado como un «sol» -símbolo de poder- que declina. Esta imagen en movimiento que presupone a una amante yacente y en espera, tiene un momento de culminación, por la intensidad del delirio, en el poema «Visión» de Los cálices vacíos. Una relación similar entre la cabeza, el fin del día y un aura melancólica o sombría que rodea al amado se encuentra en «El arroyo» (Los cálices vacíos): «Tocada de crepúsculo me abrumó tu cabeza». También en este aspecto se encuentra en «Visión» un momento de concentrada fuerza: «Taciturno a mi lado apareciste». No siempre es así, en «El intruso» (El libro blanco) la forma en que aparece adjetivada se contrapone a esta: «[...] Y descansó en mi almohada tu cabeza fragante;/ me encantó tu descaro y adoré‚ tu locura...».

En el poema «Mis amores» (póstumo) es uno de los elementos por los que enumera a sus amantes. «Todas esas cabezas me duelen como llagas.../ Me duelen como muertos.../». Las imágenes de la cabeza y la muerte, síntesis de una fantasmática posesión total se encontraba ya en un poema sin título de Cantos de la mañana: «La intensa realidad de un sueño lúgubre/Puso en mis manos tu cabeza muerta;/ ...-Era tan mía cuando estaba muerta!». En «Tú dormías» (Cantos de la mañana), se asocian a la cabeza imágenes de belleza ligadas al espectro de la muerte: la joya, el mármol, un mundo de las sombras: «Engastada en mis manos fulguraba/ como extraña presea, tu cabeza/[...]/ Yo soñaba/ que era una flor de mármol tu cabeza.../ [...]/ -Ah! tu cabeza me asustó... Fluía/ de ella una ignota vida... Parecía/ no sé qué‚ mundo anónimo y nocturno...».

El poema «Lo inefable» (Cantos de la mañana) llega en su último verso a un clímax, a una culminación emocional y de expectativa: «[...] Ah, más grande no fuera/ Tener entre las manos la cabeza de Dios!». En «Cuentas de mármol» de «El Rosario de Eros», la «cabeza» no está referida al amante sino al «yo». Ese desplazamiento marca una evolución importante. Una independencia, una equiparación con el amante, que los diviniza a ambos: «Yo la estatua de mármol con cabeza de fuego,/ Apagando mis sienes en frío y blanco ruego.../ Luego ser mi carne en la vuestra perdida.../ Luego ser mi alma en la vuestra diluida.../ Luego ser la gloria... y seremos un dios!».




Un camino de libertad

A través de algunos poemas se puede señalar en la poesía de Delmira la intromisión cada vez más afincada, en un mundo de imágenes irracionales, que explora una zona que ella no manejó con el término de «inconsciente», ahora ineludible. A través de «El intruso» de El libro blanco, «El vampiro» de Cantos de la mañana y «Visión» de Los cálices vacíos es visible un proceso de mayor libertad para abordar lo irracional.

«El intruso» se abre con una invocación al Amor y la creación -como es habitual en esta poesía- de un clima particular, que establece una temperatura emocional condicionante. Hay una imantación, un desplazamiento psico-cósmico del yo a la noche: «estaba trágica y sollozante». El final del soneto -el segundo terceto- invierte la atmósfera creada, gracias a la irrupción del «intruso»: el yo lírico bendice «la noche sollozante y oscura». El mundo construido por la poesía de Delmira es un mundo extraño donde los atributos no guardan la relación habitual con los objetos: «Luego, la puerta abierta sobre la sombra helante» o «una mancha de luz y de blancura». Al intruso que abre la sexualidad del yo («tu llave de oro...») se le suman en el segundo cuarteto imágenes que apuntan a lo prístino, nuevo, rutilante: «ojos de diamante», «labios de frescura», «cabeza fragante». Para culminar en el «descaro» y la «locura», cualidades que aluden al no respeto de las convenciones, de la normalidad, a la falta de pudor y contención. Los tercetos están presididos por la perspectiva temporal del «hoy». La simultaneidad de los verbos y la acumulación copulativa, dan idea de la asimilación, del pareamiento que implica el amor y cambian el ritmo del poema, lo aligeran. Se podría sintetizar su sentido diciendo que el poema exalta la transformación operada en el mundo del yo a partir de la irrupción de un «tú», tan invasivo como esperado.

La palabra «intruso» connota cierta violencia de la acción, que se acrecienta, se vuelve más consciente y deliberada en el poema «El vampiro» de Cantos de la mañana. En el decurso de este poema «el vampiro» se asimila al yo. El invocado en la primera estrofa es «tu dolor». A partir de este es que se siente el «corazón» del tú. La acción propia del vampiro es el eje del segundo cuarteto. Vida-muerte, las pulsiones de eros y tánatos, quedan entrelazadas en esa búsqueda que aúna el placer y el sufrimiento. Tal vez este sea el ejemplo más alto entre nuestros poetas de esa poesía «maldita» de la que Baudelaire fue precursor. «Como en el oro de un panal mordiera!», dice el yo. La miel es una imagen-símbolo de significado bivalente que se reitera en esta poesía. Aúna los sentidos de sabiduría y elaboración (Cirlot), por un lado, y desborde sensorial (oro-color/dulzura-gusto), por otro. Así la pasión es un acto de canibalismo que une el conocimiento, el placer y la destrucción. La reflexión final, implica un autocuestionamiento; vincula al poema a otra línea de imágenes de esta poesía: la de la estirpe y la de la flor: la pertenencia a una raza distinta, superior, o el producto único, singular, bello, reproductor: «¿Soy flor o estirpe de una especie oscura/ que come llagas y que bebe el llanto?».

Con su verso blanco, su métrica irregular y la libertad asociativa de las imágenes que despliega, «Visión» implica un salto al vacío. ¿A algo así aludirá el título del libro: «Los cálices vacíos»? El poema crea una atmósfera de indeterminación, de ensueño, de fantasía, que en su encadenamiento irracional, un tanto letárgico por las repeticiones léxicas y de estructuras, plantea una apertura de sentidos nueva en esta poesía y que la encadena a experimentaciones con el lenguaje que son propias de las vanguardias. El poeta y ensayista Carlos Bousoño hace una distinción entre imagen tradicional e imagen visionaria que puede ser útil a la hora de leer este poema. Las imágenes de estructura tradicional, dice, «se basan siempre en una semejanza objetiva (física, moral o de valor) inmediatamente perceptible por la razón, entre un plano real A y un plano imaginario E». (Bousoño utiliza el ejemplo de «cabello de oro»). «En la imagen visionaria, por el contrario, propia de la poesía "contemporánea" que podemos considerar iniciada en Baudelaire, nos emocionamos sin que nuestra razón reconozca ninguna semejanza lógica, ni directa ni siquiera indirecta, de los objetos como tales que se equiparan, el A y el E: basta con que sintamos la semejanza emocional entre ellos. Se trata, pues, de una imagen irracional y subjetiva»3. Ese «hongo gigante, muerto y vivo» que se inclina una y otra vez, anula distinciones entre lo vegetal y lo animal, entre la vigilia y el sueño, entre la muerte y la vida, entre el yo, el tú y un deseo que subvierte todos los límites. Esa inversión de los órdenes de lo real y la fantasía, de lo inmaterial y lo concreto se plantea a nivel del lenguaje en la abundancia de «atribuciones impropias». Es decir, con frecuencia aparecen en el poema elementos nivelados sintácticamente, pero que pertenecen a distintas esferas de sentido. Por ejemplo en la segunda estrofa: «Brotado en los rincones de las noches/ Húmedos de silencio,/ Y engrasados de sombra y soledad». La libertad formal que plantea este poema, no quiere decir que carezca de un orden o una estructura. Es evidente que la tiene, pero ella no está predeterminada como en el caso del soneto, que Delmira tanto utilizó, sino que es más arbitraria, más irracional, más condicionada por la búsqueda de sentido que el poema impulsa.




Una tragedia repetida

El 6 de julio de 1914 Delmira fue muerta de un tiro por Enrique Job Reyes, quien había sido su marido y era en ese momento su amante. En seguida el matador, se suicidó. Unos pocos meses antes había sido el casamiento, al que había asistido la flor y nata de la burguesía e intelectualidad montevideana. Delmira tenía en ese momento 28 años. Enrique Job, formal y previsible; Delmira, la niña mimada, protegida, controlada, la mujer excepcional, la poeta de versos de una sensualidad arrolladora forman el núcleo de una tragedia en la que intervienen otros «actores». La relevancia de estos varía según las interpretaciones: una madre absorbente (María Murtfeldt), un padre débil (Santiago Agustini), un enamorado escritor, prestigioso, itinerante, inaccesible (Manuel Ugarte), otros amores aparentemente circunstanciales.

Esta historia, este misterio, ha tentado a creadores que una y otra vez se han arriesgado a componer las piezas que expliquen este drama, en un homenaje renovado a la vida trunca de esta poeta de excepción. Es precursora -dada la cantidad de obras que se acumulan hacia finales del siglo- la novela La otra mitad (México, Joaquín Mortiz, 1966) de Carlos Martínez Moreno. El protagonista, un profesor de literatura que ha perdido a su amante en forma violenta, arriesga ante sus alumnos la idea de que Delmira creó y buscó su destino. Otras interpretaciones de esta historia que puede transformarse en un folletín o adquirir la dimensión de la verdadera tragedia pueden encontrarse en las obras de teatro de Milton Schinca, Delmira (EBO, 1977) y de Eduardo Sarlós, Delmira. La dama de Knossos (Luz de ensayo, abril 1988). O en las novelas del argentino Pedro Orgambide, Un amor imprudente (Norma, 1994), de Guillermo Giucci, Fiera de amor. La otra muerte de Delmira Agustini (Vintén ed., 1995) y de Omar Prego Gadea, Delmira (Alfaguara, 1996). La crítica más reciente la ha abordado también desde una perspectiva biográfica (Ana Inés Larre Borges en Mujeres Uruguayas) o desde un encuadre feminista. Delmira se volvió punto ineludible y bandera a la hora de reivindicar el derecho del ejercicio de una mirada y una escritura femenina. Clara Silva cita un juicio del poeta vanguardista Juan Parra del Riego, quien incluye a Delmira en su Antología de poetisas americanas (Claudio García, 1923). Parra dice que «causó un efecto de revolución artística en América. Fue el primer espectáculo al aire libre de un corazón de mujer que se vio. Desde entonces las poetisas dejaron de imitar a los hombres y cantaron en mujer y pensaron en mujer...». Esto que Parra ve con entusiasmo ha sido una de las trabas que han perturbado la comprensión de la obra de Delmira. Uruguay Cortazzo (Nuevas penetraciones críticas) ha estudiado de qué manera una lectura «machista» de su obra ha planteado a lo largo del siglo una serie de misterios que se diluyen cuando se acepta que una mujer puede tener su voz y que esta puede estar inundada de erotismo.

Más allá de la espectacularidad de su biografía, algunas poesías de Delmira, algunos versos, son repetidos con fervor o admiración por muchos jóvenes. Ser capaz de ser leída por generaciones renovadas es un signo de la trascendencia del mundo por ella creado.








Bibliografía

  • Estudios críticos citados en el prólogo y las notas:
    • Álvarez, Mario, Delmira Agustini (Figuras N.º 7), Montevideo, Arca, 1979.
    • Cortazzo, Uruguay (coordinador), Delmira Agustini. Nuevas penetraciones críticas, Montevideo, Vintén editor, 1996.
    • Kirkpatrick, Gwen, «Delmira Agustini y el "reino interior" de Rodó y Darío», ver Cortazzo (coordinador).
    • Larre Borges, Ana Inés, «Delmira Agustini. Primavera pagana» en Mujeres Uruguayas, Montevideo, Alfaguara, 1997.
    • Molloy, Sylvia, «Dos lecturas del cisne: Rubén Darío y Delmira Agustini», ver Cortazzo (coordinador).
    • Silva, Clara, Genio y figura de Delmira Agustini, Buenos Aires, EUDEBA, 1968.
    • Silva, Clara, Poesía y gloria de Delmira Agustini, Buenos Aires, Losada, 1972.
    • Varas, Patricia, «Máscara vital y liberación estética en Delmira Agustini», ver Cortazzo (coordinador).
    • Vilariño, Idea, Delmira Agustini. Poesía y Correspondencia, Montevideo, Banda Oriental, 1998.
    • Visca, Arturo Sergio, Correspondencia íntima de Delmira Agustini y tres versiones de «Lo inefable», Montevideo, Biblioteca Nacional, 1978.
    • Visca, Arturo Sergio, Selección poética. Delmira Agustini, Montevideo, Kapelusz, 1980.
  • Material de referencia usado en las notas:
    • Diccionario de mitología griega y romana de Pierre Grimal, Barcelona, Paidós, 1984.
    • Diccionario de símbolos de Juan-Eduardo Cirlot, Barcelona, Labor, 1978.
    • Diccionario de términos filológicos de Fernando Lázaro Carreter, Madrid, Gredos, 1974.
    • Diccionario de uso del español. 2 tomos. De María Moliner, Madrid, Gredos, 1984.
    • Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje de Oswald Ducrot y Tzvetan Todorov, México, Siglo XXI, 1979.
    • Diccionario de la lengua española y enciclopédico, Buenos Aires, Kapelusz, 1993.


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