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Desolación

Gabriela Mistral



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Con el Premio Nobel, Gabriela Mistral alcanzó en 1945 una consagración literaria que hasta el presente no ha logrado ningún otro escritor hispanoamericano. Así, la que fuera humilde maestra de escuela, se vio lanzada de improviso a la fama universal. Las ediciones de sus obras se multiplicaron en varios idiomas y, más aún que antes, diarios y revistas se disputaron el honor de publicar los escritos de la ilustre poetisa. Sin embargo, ésta nunca se preocupó realmente de la suerte de sus obras. La primera, aquella que hizo su renombre americano, Desolación, apareció por primera vez en los Estados Unidos gracias a Federico de Onís; al año siguiente, el libro fue publicado en Chile, y desde entonces ha sido reimpreso muchas veces. En la práctica, no obstante, siempre resultaba difícil hallarlo en las librerías de nuestro país, de cuyo acervo cultural forma parte inalienable. Con Desolación, la poesía de Gabriela Mistral alcanza sus más altas cimas y su expresión más característica y penetrante. Por todo esto, fue con su publicación con que en 1954 iniciamos la edición de sus Obras Selectas, empresa que hasta entonces no se había acometido. La urgencia y necesidad de ella quedó pronto en evidencia, obligándonos, hoy, a editar una vez más Desolación.



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ArribaAbajoPrólogo de la edición norteamericana

Esta edición que hace el INSTITUTO DE LAS ESPAÑAS de la obra poética de una escritora que, apenas conocida, se ha convertido en una de las glorias más puras de la literatura hispánica contemporánea, tiene su historia, que debe ser conocida por todos los lectores. Hela aquí, en breves palabras:

En febrero de 1921 uno de nuestros directores, D. Federico de Onís, profesor de Literatura española en la Universidad de Columbia, dio una de las conferencias organizadas por el INSTITUTO y habló en ella de la poetisa chilena Gabriela Mistral: Este nombre, hoy glorioso, sonaba probablemente por primera vez en los oídos de la mayor parte de los numerosos asistentes, casi todos maestros y estudiantes de español. Pero apenas fue conocida la admirable personalidad de la joven escritora y maestra chilena, a través de 1o que el Sr. Onís dijo y de la lectura que hizo de algunas de sus obras, puede decirse que Gabriela Mistral conquistó no sólo la admiración, sino el cariño de todos. Porque todos vieron en la escritora hispanoamericana, no sólo el gran valor literario, sino el gran valor moral.

Los maestros de español, muchos de ellos mujeres también se sintieron más vivamente impresionados que nadie al saber que la autora de aquellas poesías conmovedoras era además, y era, sobre todo, una maestra como ellos. Su sentimiento de admiración y simpatía por Gabriela Mistral era doble: nacido por una parte, de su amor al espíritu español   —8→   que hablaba con vigor y voz nuevos en la poesía de una escritora de primer orden, y por otra, del fondo de vocación profesional que les llevaba a sentir una hermandad profunda con la noble mujer que en el Sur de América consagra su vida a un ideal del magisterio ejemplar.

Corrieron de mano en mano las pocas poesías de Gabriela Mistral que habían sido publicadas en periódicos y revistas y la «Oración de la maestra» fue rezada en lengua española por muchas voces con acento extranjero. Y vino, naturalmente, el deseo de conocer más, de conocer la obra entera de tan excelsa escritora. Cuando los maestros de español supieron que esto era imposible por no haber sido coleccionada en forma de libro por su autora, surgió entre ellos la idea de hacer una edición y dar así expresión a su admiración y simpatía por la compañera del Sur.

EL INSTITUTO DE LAS ESPAÑAS acogió con entusiasmo la noble idea y se propuso llevarla a cabo empezando por comunicársela a la ilustre escritora. Su respuesta, bien generosa por cierto, fue el envío de este libro, en que por primera vez aparece coleccionada su obra anterior, lo mismo la publicada que la inédita. Si nosotros tenemos motivo para estar agradecidos a Gabriela Mistral por haber correspondido de manera tan espléndida a nuestros deseos, seguramente el mundo de habla española y los amantes de la cultura hispánica de todos los países agradecerán a los maestros de español de los Estados Unidos y al INSTITUTO DE LAS ESPAÑAS el hecho de haber logrado que este libro se publique de manera que puedan leerlo todos.

No era empresa fácil; porque, según hemos sabido después, confirmando lo que suponíamos de antemano, era designio voluntario de la autora no coleccionar su obra. Unas cuantas poesías, muy pocas, y algunos datos acerca de su personalidad contenidos en artículos escritos por personas que tuvieron la fortuna y la clarividencia de conocerla y entenderla primero -sobre todo un artículo de nuestro compañero, el intenso poeta chileno Arturo Torres-Rioseco, profesor de la Universidad de Minnesota- pasaron las fronteras de Chile,   —9→   corrieron por toda la prensa de habla española, se tradujeron a diversas lenguas, y bastaron a rodear el nombre de Gabriela Mistral del máximo prestigio y popularidad a que un escritor puede aspirar. Era natural que viese constantemente solicitada la publicación de sus obras, como ha ocurrido; y si no se han publicado, ha sido por su constante resistencia a hacerlo. La modestia genial que hay en el fondo de esta actitud es sin duda admirable; pero debemos alegrarnos todos de que al fin haya sido vencida por la demanda sincera y desinteresada de nuestros maestros norteamericanos. He aquí cómo de la coincidencia de sentimientos generosos y elevados ha nacido este libro.

Instituto de las Españas



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ArribaAbajoPrólogo de la edición chilena

Al pueblo de México


La veréis llegar y despertará en vosotros las oscuras nostalgias que hacen nacer las naves desconocidas al arribar a puerto; cuando pliegan las velas y, entre el susurro de las espumas, siguen avanzando como en un encantamiento lleno de majestad y ensueño.

Llegará recogido el cabello, lento el paso, el andar meciéndose en un dulce y grave ritmo.

Es una de esas naves, perladas de rocío, que vienen de las profundidades de la noche y emergen con el alba trayendo, al puerto que duerme, la luz del nuevo día.

Cuencos llenos de agua que la noche roba a las estrellas, claros, azules, verdes y grises, sus ojos brillan con el suave fulgor de un constante amanecer.

Tiene la boca rasgada por el dolor, y los extremos de sus labios caen vencidos como las alas de un ave cuando el ímpetu del vuelo las desmaya.

La dulzura de su voz a nadie le es desconocida, en alguna parte créese haberla escuchado, pues, como a una amiga, al oírla se le sonríe.

Uacute;ltimo eco de María de Nazareth, eco nacido en nuestras altas montañas, a ella también la invade el divino estupor de saberse la elegida; y sin que mano de hombre jamás la mancillara, es virgen y madre; ojos mortales nunca vieron a su hijo; pero todos hemos oído las canciones con que le arrulla.

¡La reconoceréis por la nobleza que despierta!

De todo su ser fluye una dulce y grata unción ¡oh! suave   —12→   lluvia invisible, por donde pasas ablandas los duros terrones y haces germinar las semillas ocultas que aguardan.

No hagáis ruido en torno de ella, porque anda en batalla de sencillez.

Feliz aquél que calla o niega triste por amor a las palabras justas, si algún día encuentra que para lograrlas, como yo ahora, debe emplear las cálidas voces del olvidado regocijo y de la perdida admiración.

Los taciturnos montañeses de mi país no la comprenden, pero la veneran y la siguen ¡oh! ingenua y clara ciencia.

La llamáis y os la entregan; saben que es su mayor tesoro, y sonríen complacidos de ser su dueño.

Hoy al mar la confiamos, y para que la nostalgia no la oprima, buscaremos entre las aguas inciertas la gran corriente que viene del Sur y va hacia vuestras costas, logrando así que sean olas patrias las que escolten su barco, y durante el largo viaje en busca de su olvido y alegría, ¡canten!

Pedro Prado



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ArribaAbajoPrólogo a la tercera edición

Alone1


Extraño caso no sólo en nuestra tierra, sino en la historia de la literatura universal, el de esta mujer que no nació en cuna extraordinaria y, sin embargo, antes de publicar su primer libro, tiene por todos los países de su lengua mayor gloria que muchos grandes autores clásicos.

Su obra ya no puede juzgarse: es ella la que divide y clasifica. Los que la admiran son «personas que la entienden», quienes la niegan «personas que no la entienden». Y si alguien quiere situarse en un punto medio, poner reparos, hacer distingos, de uno y otro lado le mirarán con desconfianza.

Debemos, pues, limitarnos a declarar sencillamente que está consagrada como un genio, tal vez el primer poeta del habla castellana, referir algo de su historia para que sirva más tarde a los críticos y anotar algunas observaciones al margen.

*  *  *

Los escritores profesionales desconfían sistemáticamente de los concursos y certámenes literarios: sin embargo, de uno celebrado cien años atrás salió Edgard Poe camino de la fama y de otro que tuvo lugar en Santiago surgió la autora de los Sonetos de la Muerte.

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Dicen que Poe llamó la atención por su magnífica letra y que los jurados santiaguinos premiaron a Gabriela Mistral in extremis, sin saber lo que hacían, por no declarar desiertos los juegos Florales y fracasada la fiesta. Mejor: significaría que hay un genio protector de los concursos artísticos, un espíritu que «sopla donde quiere»...

Antigua maestra rural; totalmente ignorada del público, la señorita Lucila Godoy enseñaba por entonces Gramática Castellana e Historia de la Edad Media en el Liceo de Los Andes y un rumor de leyenda refiere que no se presentó en el teatro a leer sus estrofas, porque no tenía cómo hacerlo en forma digna y que habría presenciado su triunfo desde las galerías populares.

Dejemos a la tradición su poesía, más verdadera a veces que la realidad.

La flor natural atrajo sobre ella las miradas y todos sintieron curiosidad por esa mujer obscura, de personalidad fuerte y áspera, encina bravía que ocultaba celdillas de miel silvestre bajo 1a corteza. Le escribían cartas y ella contestaba en papel de oficio, con una letra enorme y con palabras vehementes. Las revistas estudiantiles pedíanle versos: ella no tenía ningún inconveniente en darlos. Amigos de otro tiempo interrogados por recientes admiradores, recordaban que, en sus principios leía mucho y hasta imitaba un poco a Vargas Vila, a Rubén Darío, a Juan Ramón Jiménez; contaban sus luchas pedagógicas, su heroísmo para estudiar sola, contra un ambiente mezquino y hostil, en medio de pobrezas amargas; y de boca en boca corrían la historia de su amor, el único y trágico. Aquel suicida era la sombra envenenada que la hacía cantar, la obsesión que le arrancaba del pecho esos gritos pasionales, ese ruego insistente, ese sollozo ronco y estremecedor.

Poco a poco su dolor fue ganando los corazones y la figura de Gabriela Mistral tomaba relieve de medalla.

Decían:

-Es la primera poetisa chilena.

Y luego.

Es el primer poeta.

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Altos personajes se interesaron por su suerte y de Los Andes pasó a Punta Arenas, como directora de Liceo, de allí a Temuco y en seguida a la capital: grande educadora, maestra por derecho divino, las resistencias oficiales y extraoficiales caían delante de su mérito.

Extendíase en tanto, prodigiosamente, su fama literaria, al extranjero, era admirada hasta donde el nombre de Chile apenas se pronuncia, y la humilde maestra daba lustre al país.

Alguien -no queremos nombrarlo- se creó cierta especie reputación atacándola.

La torpeza de la diatriba la hirió profundamente: ella no pretendía nada, no había publicado siquiera un volumen, como el más modesto principiante. ¿Por qué injuriarla? En esta circunstancia debemos ver uno de los obstáculos que puso, con demasiada obstinación, para publicar su libro.

Pero se ha dicho: «el que se humilla será ensalzado»... y el renombre que tantos persiguen larga, costosa e inútilmente iría a buscarla en su retiro; hombres de otro hemisferio se enamoraron de sus estrofas y consiguieron su autorización para imprimirlas; por eso esta «Desolación», el acontecimiento más importante de nuestra literatura, apareció editado primero en Estados Unidos, bajo los auspicios del Instituto de las Españas.

En seguida vino el llamado de México, honor sin precedentes, sucediéronse las manifestaciones públicas, con asistencia del Gobierno y, cuando Lucila Godoy partió, la multitud se apretaba en la estación para verla, centenares de niñas cantaron sus versos y, entre aclamaciones a su nombre pasó ella, de abrazo en abrazo, siempre vestida de «saya parda», austera la cabeza, confusa la expresión.

*  *  *

Ahora la Casa Editorial Nascimento ha reproducido Desolación en una segunda edición esmeradamente corregida y aumentada con veintitantas composiciones nuevas, algunas inéditas.

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Es un libro de 360 páginas, dividido en siete partes: Vida, La Escuela, Infantiles, Dolor, Naturaleza, Prosa, Prosa Escolar y Cuentos.

En nuestra fantasía vemos otra clasificación.

Una casa se incendia y las llamas suben sobre los tejados, echando al cielo una humareda obscura, blanquecina o rosa, crepitan las maderas; caen al sueño paños de murallas; dejándose ver el interior de horno y todos los matices del fuego; allí una puerta indemne todavía, allá, un trozo de ventana blanco, incandescente, pilastras negras, como calcinadas, montones de ceniza cálida, y tras una alfombra ardiente, árboles y flores, que por milagro se han librado, ilumínanse trágicamente junto a la hoguera.

He ahí el panorama del libro.

La inspiración no lo penetra todo de manera uniforme y tiene zonas difíciles.

Los que confunden la crítica con la censura sistemática, los que buscan la pequeña mancha del cristal, desdeñando el paisaje que transparenta, encontrarán amplio campo donde lucir sus pequeñas habilidades. Podrán tacharla de obscura y retorcida, porque no siempre Gabriela Mistral logra aclarar su pensamiento y a veces sus lágrimas corren turbias. No es una exquisita y desdeña, demasiado tal vez, los preceptos de la Retórica. Ella se llama a sí misma «bárbara» y sus predilecciones van hacia la Biblia, y dentro de la Biblia, el Antiguo Testamento, el Libro de Job, no aceptando en la literatura moderna el ejemplo de Francia, heredera de Grecia, sino la novela rusa enorme y algo caótica, la complicación de las escuelas agrupadas en torno de Darío y las vaguedades panteísticas de Rabindranath Tagore y sus secuaces, más o menos teosóficos. No tiene seguro el gusto, como no lo tenían Shakespeare ni Víctor Hugo, y cuando retoca suele desmejorar su forma.

Para apreciarla, es necesario impregnarse en su atmósfera propia, no esperar de ella sino lo que puede dar, saber sus límites y no querer traspasarlos.

Existe una fórmula de su temperamento, una definición   —17→   de su espíritu tan perfecta que parece haber sido hecha a su medida y presintiéndola: está en la página 102, capítulo VIII, tomo I de la Historia del Pueblo de Israel, por Ernesto Renan.

«Un carquois de fIèches d'acier, un cable aux torsions puissantes, un trombone d'airain, brisant l'air avec deux ou trois notes aigues; voila l'hebreu. Une telle langue n´exprimera ni une pensée philosophique, ni un résultat scientifique, ni un doute, ni un sentiment de l'infini. Les lettres de ses livres seront en nombre compté; mais ce seront des lettres de feu. Cettee langue dira peu de chose; mais elle martella ses-dires sur une enclume. Elle versera de flots de colère; elle aura des cris de rage contre les abus, du monde; elle apellera les quatre vents du ciel a l'assaut des citadelles du mal. Comme la torne jubilaire du sanctuaire, elle ne servira a aucun usage profane; elle n'exprimera jamais la joie innée de la consciente ni la sérénité de la nature; mais elle sonnera la guerre sainte contre l'injustice et les appels des grandes panégyres; elle aura des accents de fête et des accents de terreur; elle sera le clairon des nesménies et la trompette du jugement».

Hebrea de corazón, tal vez de raza -dejamos el problema a los etnólogos e investigadores- el genio bíblico traza su círculo en torno a Gabriela Mistral y la define.

Su acorde íntimo y profundo, lo que llamaríamos la nota tónica de su personalidad, es un canto de amor exasperado al borde de un sepulcro.

Allí está ella.

Hablará con ternura delicada de los niños, les compondrá rondas ágiles, tratará de sonreírles para que no tengan temor: aún en sus palabras más suaves como en la fábula del Lobo y Caperucita Roja, se siente la garra de la fiera y uno experimenta el temor de que espante de súbito a sus criaturas infantiles con algún rugido.

Irá hacia la Naturaleza en busca de apaciguamiento y sabrá traducir por momentos la armonía universal; cuando la dicha la visite hablará de paz, de reconciliación y apegada al   —18→   oído de Cristo le dirá plegarias de una dulzura sencilla, aclarada en la fuente evangélica.

Inventará símbolos maravillosos, parábolas y cuentos llenos de un prestigio antiguo, dejará el verso para ser más simple y tocará en prosa los lindes mismos de la perfección.

Pero todo eso no es ella.

La fuerza de Gabriela Mistral está en su sentimiento del amor y de la muerte, esos dos polos de la especie humana.

¡Cómo ama al suicida! Pone a contribución al mundo entero para buscar nombres, lo llama, le habla, lo increpa, se alegra de que esté bajo tierra porque allá «nadie irá a disputarle su puñado de huesos», desnúdase de todos los pudores para gritarle su pasión, lo sigue a través de la tierra, se abraza a él delante de Dios, lo rechaza cuando recuerda sus desvíos, maldice el día en que nació, pide para él la muerte y la obtiene, y luego, loca, incendiada, pregunta si nunca, nunca más volverá a verlo, ni en el temblor de los astros, ni en la fontana trémula, ni en la gruta lóbrega y quiere «¡oh! no, volverlo a ver, no importa donde, en remansos de cielo o en vórtice hervidor, bajo las lunas plácidas o entre el cárdeno horror, y ser con él todas las Primaveras y los Inviernos en un angustiado nudo en torno a su cuello ensangrentado».

Es de él «como la casa que arde es del fuego» y nadie ha tenido acentos como los suyos para decir el espantoso tormento del amor, para gemir sus delirios, su éxtasis, su desmayo y llevarlo con voluptuosidad salvaje hasta los brazos de la muerte. ¿Qué voz rogará al oído divino coma su plegaria? Las palabras se atropellan, las imágenes se suceden y confunden, forman una masa palpitante de ternura y de lágrimas... «mi vaso de frescura, el panal de mi boca, cal de mis huesos, dulce razón de la jornada, gorjeo de mi oído, ceñidor de mi veste...». Y luego ¡qué síntesis suprema del amor!... «amar, bien sabes de esa; es amargo ejercicio -un mantener los párpados de lágrimas mojados- un refrescar de besos las trenzas del cilicio -conservando bajo ellas los ojos extasiados... El hierro que taladra tiene un gustoso frío- cuando   —19→   abre cual gavillas las carnes amorosas- y la cruz. ¡Tú te acuerdas! ¡oh Rey de los judíos!- se lleva con blandura como de rosas...» Quiere forzar la misericordia divina, no apartará de los pies del Creador mientras no le haya dicho «la palabra que espero», allí estará con la cara caída sobre el polvo, parlándole un crepúsculo entero -o todos los crepúsculos a que alcance la vida...». «Fatigaré tu oído de preces y sollozos, lamiendo, lebrel tímido, los bordes de tu manto, y ni pueden huirme tus ojos amorosos ni esquivar tu pie el riega caliente de mi llanto...» Agotada la humildad vencida, quebrada ante el trono, levanta la cara y quiere seducir a Dios mismo; pobre criatura, le ofrece los dones del mundo, la gratitud de la tierra, el deslumbramiento de las aguas y de las bestias, la comprensión del monte «que de piedra forjaste» y termina con esa ofrenda más allá de la cual ya no existe nada: ¡Toda la tierra tuya sabrá que perdonaste!

«Un carcaj de flechas de acero, un cable de torsiones potentes, un trombón de bronce que rompe el aire con dos o tres notas agudas»: he ahí el hebreo».

Los acentos de Gabriela Mistral que traspasarán el tiempo, no dan sino esas dos o tres notas agudas con que los profetas de la Biblia nos hablan todavía al corazón, a través de las edades.

«Esta lengua no expresará ni un pensamiento filosófico ni una verdad científica, ni una duda, ni un sentimiento del infinito. Las letras de sus libros serán contadas; pero serán letras de fuego. Dirá pocas cosas; pero martilleará sus palabras sobre un yunque».

Gabriela Mistral tiene una especie de horror a la duda y no conoce la ironía, la sonrisa ambigua del escéptico; salta de la carne al espíritu sin detenerse en los matices intermedios; su filosofía, cuando piensa, disuélvese en las imaginaciones de la India o los anhelos misericordiosos de la legión tolstoyana.

El resplandor del incendio no ilumina con luz fija ni puede servir de lámpara a los sabios.

«Derramará torrentes de cólera, gritos de rabia contra los abusos del mundo, llamará a los cuatro vientos del cielo al   —20→   asalto de las ciudades del mal. Como el cuerno jubilar del Santuario, no servirá para usos profanos; jamás expresará la alegría innata de la conciencia ni la serenidad de 1a Naturaleza; pero convocará a guerra santa contra la injusticia y los llamados de las grandes panegyras; tendrá acentos de fiesta y de terror; será el clarín de las neomenías y la trompeta del juicio».

En el fondo la poesía de Gabriela Mistral; como en el sentimiento de toda alma exaltada, se toca la idea religiosa y se encuentra a Dios. Ella le habla continuamente, lo llama, lo acaricia, se postra en su presencia y tiene para tratarlo familiaridades augustas y ternuras suavísimas. Su Dios es el Jehová de la Biblia, pero que ha pasado por la fronda evangélica. Apela en todo momento a su amor, pone el perdón por encima de todos sus atributos y varía al infinito la expresión del mismo pensamiento.

Después de haber definido el genio hebreo, Renan, agrega:

«Felizmente, Grecia compondrá un laúd de siete cuerdas para expresar las alegrías y las tristezas del alma, un laúd que vibrará al unísono de todo lo humano, un grande órgano de mil tubos igual a las armonías de la vida. La Grecia conocerá, todos los éxtasis, desde la danza en coro sobre las cimas del Taigeto hasta el banquete de Aspasia, desde la sonrisa de Alcibíades hasta la austeridad del Pórtico, desde la canción de Anacreonte hasta el drama filosófico de Esquilino y los ensueños dialogados de Platón».

Y este contraste señala aún más los contornos de la figura de Gabriela Mistral.

De las dos santas colinas que se alzan a la entrada de nuestra civilización, el Sinaí y el Olimpo, ella prefiere la montaña fulgurante y árida donde Moisés habló con Jehová, entre nubes y truenos; allí reconoce su patria de origen desde su cumbre mira con un poco de indiferencia la variedad griega, la sonrisa serena, la finura del razonamiento, el juego armonioso de las bellas formas y el sentido de la mesura, regulador supremo de las ideas y de los actos.

Es el último de los profetas hebreos.

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Rubén Darío2 hizo resonar en nuestros bosques la flauta de Pan y persiguió a las ninfas que se bañan desnudas en los ríos; evocó elegancias refinadas, tuvo músicas leves y breves, insinuó matices fugaces y se enervó con la alegría exquisita y artificial. Hijo de los árboles y de las flores, hombre de placer, sólo llegaba al dolor después de haber agotado los goces de la vida y se cubrió de cenizas la cabeza, cuando ya el tiempo le había quitado su corona de rosas.

Gabriela Mistral adora al Dios único, hijo del desierto, al Dios vengador y terrible que abomina los pecados de la carne, Dios violento, inmensamente distante de su criatura, Dios solitario y resplandeciente. En vano levanta y quiere echarle la túnica de Jesús; se siente detrás su sombra de espanto y en la plegaria insistente que le dirige, en sus arrebatos de amar por el preciso, tiembla sordamente el miedo de su propia condenación. Se diría que sus ruegos piérdense, sin hallar un eco.

El nombre de su libro lo revela: Desolación.

Y la elección de las palabras dice constantemente su afán de intensidad. Todas las expresiones le parecen débiles, busca el vigor por sobre todas las cosas y se desespera de no hallarlo, retuerce el lenguaje, lo aprieta, lo atormenta, quiere imitar el acento de fuego que oyeron los videntes de Israel y que ha quedado en las letras del Antiguo Testamento. No le importa nada sino eso, la energía, la máxima energía. Tiende la cuerda del arco hasta romperlo y lanas la flecha de acero con la loca esperanza de alcanzar hasta el corazón de la divinidad.

¿Cómo se detendría ella, la frenética, delante de las vallas gramaticales o lexicográficas? Se ríe de los códigos literarios, desentierra términos incomprensibles, usa verbos inauditos, traspone y altera el significado de las expresiones habituales, es familiar y bárbara, dispareja y áspera, siempre en virtud de esa misma obsesión: la búsqueda de la intensidad.

Para pintar la obscuridad de la noche hablará de sus «betunes», porque ese sustantivo está menos usado, menos gastado;   —22→   dirá del suicida que no «untó» sus labios de preces y cuando nombre la herida de su recuerdo la llamará «socarradura» larga que hace aullar.

Aun esas materialidades que tocan los dos extremos, lo grosero y lo sublime, pugnando por juntarlos, le parecen flácidas, «laxas» -otro de sus términos- y en El Suplicio se queja de no poder lanzar su grito del pecho- «Tengo ha veinte años en la carne hundido- y es caliente puñal- un verso enorme, un verso con cimeras- de pleamar... Las palabras caducas de los hombres -no han el calor- de sus lenguas de fuego, de su viva -tremolación... ¡Terrible don!. ¡Socarradura larga-que hace aullar!-. El que vino a clavarlo en mis entrañas- ¡tenga piedad!»

Tocamos en esta confesión el origen de las nuevas escuelas. La sensación repetida cansa el nervio sensitivo, el sonido que se oye constantemente deja de percibirse. Necesítase entonces una impresión diversa, de cualquier naturaleza. Y después el período clásico, en que el lenguaje halla su equilibrio, vienen las épocas de decadencia; tras las notas justas, acordes y armoniosas, resuenan las desproporcionadas, hirientes y disonantes.

La obra heroica consiste en alcanzar la novedad, en rechazar las viejas vestiduras y vestirse de ropajes intactos, sin salir del círculo en que se mueve nuestra comprensión y nuestro sentimiento, avanzar hasta más lejos por el camino que siguieron nuestros antepasados, juntar esos dos extremos que parecen contradictorios e inconciliables: lo antiguo y lo nuevo, lo sabido y lo ignorado, el pasado y el porvenir.

Allí está la dificultad del arte.

Gabriela Mistral no ha sido la primera en romper con las tradiciones de la poesía castellana; halló el terreno preparado por toda una evolución que inició Rubén Darío; pero ha dado a su obra un sello que la distingue y que está en la fuerza bíblica, en el amor intenso y único, del cual derivan todos sus cantos, el cariño a los pequeñuelos y el sentimiento de la Naturaleza, el fervor religioso, los mismos intervalos de   —23→   serenidad en que se siente el jadeo del cansancio y la languidez que dejan los espasmos. Su amor es el sol creador de mundos, la inmensa hoguera de donde saltan chispas y se derraman claridades, el que al quebrarse en las montañas y los árboles figura sombras monstruosas y tiende penumbra delicadas, llega a las cimas, baja a los abismos, entibia, calienta, incendia, ilumina y deslumbra, sirve de guía al caminante o lo extravía y lleva al borde mismo de los precipicios.

No saciada con la pasión terrena, sube constantemente hacia Dios, le interroga, imagina la región misteriosa donde habitará el amado... «¿Cómo quedan, Señor, durmiendo los suicidas? ¿Un cuajo entre la boca, las dos sienes vaciadas- las lunas de los ojos albas y engrandecidas- hacia un ancla invisible las manos orientadas? ¿O tú llegas después que los hombres se han ido- y les bajas el párpado sobre el ojo cegado- acomodas las vísceras sin dolor y sin ruido- y entrecruzas las manos sobre el pecho callado? Y otra cosa, Señor: -cuando se fuga el alma- por la mojada puerta de las hondas heridas -¿entra en tu seno hendiendo el aire quieto en calma o se oye un crepitar de alas enloquecidas? Angosto cerco lívido se aprieta en torno suyo? ¿El éter es un campo de monstruos florecido? ¿En el pavor no aciertan ni con el nombre tuya? ¿O lo gritan y sigue tu corazón dormido?»

Las almas tímidas, los corazones fríos, pondrán gesto de extrañeza ante arrebato semejante, dirán que rompe la armonía del estilo y la llamarán al orden, a la mesura, a la dignidad conveniente; querrán cubrir con tan velo suave las desnudeces ciclópeas de esos mármoles de Rodin o Miguel Ángel que han encontrado el don de la palabra; pero el que alguna vez haya sentido en el corazón la tempestad, el que haya amado, sufrido y soñado, el que haya entrevisto siquiera la impotencia de la voz humana para decir ese nudo que echan a la garganta el amor, el dolor y la muerte, experimentará con las estrofas de Gabriela Mistral la sensación de alivio del que estaba ahogándose y sale al aire respirable, del que iba solo y   —24→   encuentra una compañía en el desierto, del cine antes de morir ha divisado un rayo de la eternidad.

*  *  *

Dijo un español que nuestra raya no tenía poetas, que en la República de Chile sólo nacían historiadores. Y nosotros le creímos. Acaso era cierto. Como los ríos que bajan de la montaña recogiendo a su paso todos los arroyos de los campos, el genio de nuestra especie no ha querido pegar al Océano, sino cuando hubo acumularlo caudal de aguas bastantes para abrir ancho y profundo surco en medio de las más altas olas del mar.

AL SEÑOR DON PEDRO AGUIRRE CERDA Y
A LA SEÑORA JUANA AGUIRRE DE AGUIRRE
A QUIENES DEBO LA HORA DE PAZ QUE VIVO.

G. M.






ArribaAbajoVida

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ArribaAbajoEl pensador de Rodin

A Laura Rodig.



Con el mentón caído sobre la mano ruda,
el Pensador se acuerda que es carne de la huesa,
carne fatal, delante del destino desnuda,
carne que odia la muerte, y tembló de belleza,

    Y tembló de amor, toda su primavera ardiente,  5
y ahora, al otoño, anégase de verdad y tristeza.
El «de morir tenemos» pasa sobre su frente,
en todo agudo bronce, cuando la noche empieza.

   Y en la angustia, sus músculos se hienden, sufridores.
Cada surco en la carne se llenara de terrores.  10
Se hiende, como la hoja de otoño, al Señor fuerte

   que le llaman en los bronces... Y no hay árbol torcido
de sol en la llanura, ni león de flanco herido,
crispados como este hombre que medita en la muerte.



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ArribaAbajoLa cruz de Bistolfi



   Cruz que ninguno mira y que todos sentimos,
la invisible y la cierta como una ancha montaña:
dormimos sobre ti y sobre ti vivimos;
tus dos brazos nos mecen y tu sombra nos baña.

   El amor nos fingió un lecho, pero era  5
sólo tu garfio vivo y tu leño desnudo.
Creímos que corríamos libres por las praderas
y nunca descendimos de tu apretado nudo.

   De toda sangre humana fresco está tu madero,
y sobre ti yo aspiro las llagas de mi padre,  10
y en el clavo de ensueño que lo llagó, me muero.

   ¡Mentira que hemos visto las noches y los días!
Estuvimos prendidos, como el hijo a la madre,
a ti, del primer llanto a la última agonía!



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ArribaAbajoAl oído del Cristo

A Torres Rioseco.




I

   Cristo, el de las carnes en gajos abiertas;
Cristo, el de las venas vaciadas en ríos:
estas pobres gentes del siglo están muertas
de una laxitud, de un miedo, de un frío!

   A la cabecera de sus lechos eres,
si te tienen, forma demasiado cruenta,
sin esas blanduras que aman las mujeres
y con esas marcas de vida violenta.

   No te escupirían por creerte loco,
no fueran capaces de amarte tampoco
así, con sus ímpetus laxos y marchitos.

   Porque como Lázaro ya hieden, ya hieden,
por no disgregarse, mejor no se mueven.
¡Ni el amor ni el odio les arrancan gritos!


II

   Aman la elegancia de gesto y color.
y en la crispadura tuya del madero,
era tu sudar sangre, tu último temblor
y el resplandor cárdeno del Calvario entero,
—34→

   les parece que hay exageración.
y plebeyo gusta; el que Tú lloraras
y tuvieras sed y tribulación,
no cuaja en sus ojos dos lágrimas claras.

   Tienen ojo opaco de infecunda yesca,
sin virtud de llanto, que limpia y refresca;
tienen una boca de suelto botón

   mojada en lascivia, ni firme ni roja,
¡y como de fines de otoño, así, floja
e impura, la poma de su corazón!


III

   ¡Oh Cristo! un dolor les vuelva a hacer viva
l´alma que les diste y que se ha dormido,
que se la devuelva honda y sensitiva,
cara de amargura, pasión y alarido.

   ¡Garfios, hierros, zarpas, que sus carnes hiendan
tal como se hienden quemadas gavillas;
llamas que a su gajo caduco se prendan
llamas de suplicio: argollas, cuchillas!

   ¡Llanto, llanto de calientes raudales
renueve dos ojos de turbios cristales
y les vuelva el viejo fuego del mirar!

   ¡Retóñalos desde las entrañas, Cristo!
Si ya es imposible, si tú bien lo has visto,
si son paja de eras... ¡desciende a aventar!



  —35→  

ArribaAbajoAl pueblo hebreo

(Matanzas de Polonia)




   Raza judía, carne de dolores,
raza judía, río de amargura:
como los cielos y la tierra, dura
y crece aún toa selva de clamores.

   Nunca haya dejado orearse tus heridas;  5
nunca han dejado que a sombrear te tiendas,
para estrujar y renovar tu venda,
más que ninguna rosa enrojecida.

   Con tus gemidos se loa arrullado el mundo,
y juega con las hebras de tu llanto.  10
Los surcos de tu rostro, que amo tanto,
son cual llagas de sierra de profundos.

   Temblando mecen su hijo las mujeres,
temblando siega el hombre su gavilla.
En tu soñar se hincó la pesadilla  15
y tu palabra es sólo el «¡miserere!»

   Raza judía, y aun te resta pecho
y voz de miel, para alabar tus lares,
y decir el Cantar de los Cantares
con lengua, y labio, y corazón deshechos.  20
—36→

   En tu mujer camina aún María.
Sobre tu rostro va el perfil de Cristo;
por las laderas de Sion le han visto
llamarte en mano, cuando muere el día...

   Que tu dolor en Dimas le miraba  25
y Él dijo a Dimas la Palabra inmensa
y para ungir sus pies busca la trenza
de Magdalena ¡y la halla ensangrentada!

¡Raza judía, carne de dolores,
raza judía, río de amargura:  30
como los cielos y la tierra, dura
y crece tu ancha selva de clamores!



  —37→  

ArribaAbajoViernes Santo



   El sol de Abril aun es ardiente y bueno
y el surco, de la espera, resplandece;
pero hoy no llenes l'ansia de su seno,
       porque Jesús padece.

   No remuevas la tierra. Deja, mansa  5
la mano y el arado; echa las mieses
cuando ya nos devuelvan la esperanza,
       que aun Jesús padece.

   Ya sudó sangre bajo los olivos,
y oyó al que amó que lo negó tres veces.  10
Mas, rebelde de amor, tiene aún latidos,
       ¡aun padece!

       Porque tú, labrador, siembras odiando
y yo tengo rencor cuando anochece,
y un niño hoy va como un hombre llorando,  15
       Jesús padece.

   Está sobre el madero todavía
y sed tremenda el labio le estremece.
¡Odio mi pan, mi estrofa y mi alegría,
       porque Jesús padece!  20



  —38→  

ArribaAbajoRuth

A González Martínez.




I

   Ruth moabita a espigar va a las eras,
aunque no tiene ni un campo mezquino.
Piensa que es Dios dueño de las praderas
y que ella espiga en un predio divino.

   El sol caldeo su espalda acuchilla,
baña terrible su dorso inclinado;
arde de fiebre su leve mejilla,
y la fatiga le rinde el costarlo.

   Booz se ha sentado en la parva abundosa.
El trigal es una onda infinita,
desde la sierra hasta donde él reposa,

   que la abundancia ha cegado el camino...
Y en la onda de oro la Ruth moabita
viene, espigando, a encontrar su destino!


II

   Booz miró a Ruth, y a los recolectores.
dijo: «Dejad que recoja confiada»...
Y sonrieron los espigadores,
viendo del viejo la absorta mirada...
—39→

   Eran sus barbas dos sendas de flores,
su ojo dulzura, reposo el semblante;
su voz pasaba de alcor en alcores,
pero podía dormir a otra infante...

   Ruth lo miró de la planta a la frente,
y fue sus ojos saciarlos bajando,
como el que bebe en inmensa corriente...

   Al regresar a la aldea, los mozos
que ella encontró la miraron temblando.
Pero en su sueño Booz fue su esposo...


III

   Y aquella noche el patriarca en la era
viendo los astros que laten de anhelo,
recordó aquello que a Abraham prometiera
Jehová: más hijos que estrellas dio al cielo.

   Y suspiró por su lecho baldío,
rezó llorando, e hizo sitio en la almohada
para la que, como baja el rocío,
hacia él vendría en la noche callada.

   Ruth vio en los astros los ojos con llanto
de Booz llamándola, y estremecida,
dejó su lecho, y se fue por el campo...
Dormía el justo, hecho paz y belleza.
Ruth, más callada que espiga vencida,
puso en el pecho de Booz su cabeza.



  —40→  

ArribaAbajoLa mujer fuerte



   Me acuerdo de tu rostro que se fijó en mis días,
mujer de saya azul y de tostada frente,
que era mi niñez y sobre mi tierra de ambrosía
vi abrir el surco negro en un Abril ardiente.

   Alzaba en la taberna, ebrio, la copa impura  5
el que te apegó un hijo al pecho de azucena,
y bajo ese recuerdo, que te era quemadura,
caía la simiente de tu mano, serena.

   Segar te vi en Enero los trigos de tu hijo,
y sin comprender tuve en ti los ojos fijos,  10
agrandados al par de maravilla y llanto.

   Y el lodo de tus pies todavía besara,
porque entre cien mundanas no he encontrado tu cara
¡y aun tu sombra en los surcos la sigo con mi canto!



  —41→  

ArribaAbajoLa mujer estéril



   La mujer que no mece un hijo en el regazo,
cuyo calor y aroma alcance a sus entrañas,
tiene una laxitud de mundo entre los brazos,
todo su corazón congoja inmensa baña.

   El lirio le recuerda unas sienes de infante;  5
el Angelus le pide otra boca cosa ruego;
e interroga la fuente de seno de diamante
por qué su labio quiebra el cristal en sosiego.

   Y al contemplar sus ojos se acuerda de la azada;
piensa que en los de un hijo no mirará extasiada,  10
cuando los suyos vacíen, los follajes de Octubre.

   Con doble temblor oye el viento en los cipreses.
¡Y una mendiga grávida, cuyo seno florece
cual la parva de Enero, de vergüenza la cubre!



  —42→  

ArribaAbajoEl niño solo

A Sara Hübner



   Como escuchase un llanto, me paré en el repecho
y me acerqué a la puerta del rancho del camino.
Un niño de ojos dulces me miró desde el lecho
¡y una ternura inmensa me embriagó como un vino!

   La madre se tardó, curvada en el barbecho;  5
el niño, al despertar, buscó el pezón de rosa
y rompió en llanto... Yo lo estreché contra el pecho,
y una canción de cuna me subió, temblorosa...

   Por la ventana abierta la luna nos miraba.
El niño ya dormía, y la canción bañaba,  10
como otro resplandor, mi pecho enriquecido...

   Y cuando la mujer, trémula, abrió la puerta,
me vería en el rostro tanta ventura cierta
¡que me dejó el infante era los brazos dormido!



  —43→  

ArribaAbajoCanto del justo



   Pecho, el de mi Cristo,
más que los ocasos,
más, ensangrentado:
¡desde que te he visto
mi sangre he secado!  5

   Mano de mi Cristo,
que como otro párpado
tajeada llora:
¡desde que te he visto
la mía no implora!  10

   Brazos de mi Cristo,
brazos extendidos
sin ningún rechazo:
¡desde que os he visto
existe mi abrazo!  15

   Costado de Cristo,
otro labio abierto
regando la vida:
¡desde que te he visto
rasgue mis heridas!  20
—44→

   Mirada de Cristo,
por no ver su cuerpo,
al cielo elevada:
¡desde que te he visto
no miro mi vida  25
que va ensangrentada!

   Cuerpo de mi Cristo,
te miro pendiente,
aún crucificado.
¡Yo cantaré cuando  30
te hayan desclavado!

   ¿Cuándo será? ¿Cuándo?
¡Dos mil años hace
que espero a tus plantas
y espero llorando!  35



  —45→  

ArribaAbajoEl suplicio



   Tengo ha veinte años en la carne hundido
       -y es caliente el puñal-
un verso enorme, un verso con cimeras
       de pleamar.

   De albergarlo sumisa, las entrañas  5
      cansa: su majestad.
¿Con esta pobre boca que ha mentido
      se ha de cantar?

   Las Palabras caducas de los hombres
      no han el calor  10
de sus lenguas de fuego, de su viva
       tremolación.

   Como un hijo, con cuajo de mi sangre
      se sustenta él,
y un hijo no bebió más sangre en seno  15
      de una mujer.

   ¡Terrible don! ¡Socarradura larga
      que hace aullar!
El que vino a clavarlo en mis entrañas
      ¡tenga piedad!  20



  —46→  

ArribaAbajoIn memoriam



   Amado Nervo, suave perfil, labio sonriente;
Amado Nervo, estrofa y corazón en paz:
mientras te escribo, tienes losa sobre la frente,
baja en la nieve tu mortaja inmensamente
y la tremenda albura cayó sobre tu faz.  5

   Me escribías: «¡Soy triste como los solitarios,
pero he vestido de sosiego mi temblor,
mi atroz angustia de la mortaja y el osario
y el ansia viva de Jesucristo, mi Señor!»

   ¡Pensar que no hay colmena que entregue tu dulzura;  10
que entre las lenguas de odio eras lengua de paz;
que se va el canto mecedor de la amargura,
que habrá tribulación y no responderás!

   De donde tú cantabas se me levantó el día.
Cien noches con tu verso yo me he dormido en paz.  15
Aun era heroica y fuerte, porque aún te tenía;
sobre la confusión tu resplandor caía.
¡Y ahora tú callas, y tienes polvo, y no eres más!

   No te vi nunca. No te veré. Mi Dios lo ha hecho.
¿Quién te juntó las manos? ¿quién dio, rota la voz,  20
la oración de los muertos al borde de tu lecho?
¿Quién te alcanzó en los ojos el estupor de Dios?
—47→

   Aun me quedan jornadas bajo los soles. ¿Cuándo
verle, dónde encontrarte y darte mi aflicción,
sobre la Cruz del Sur que me mira temblando,  25
a más allá, donde los vientos van callando,
y, por impuro, no alcanzará mi corazón?

   Acuérdate de mí -lodo y ceniza triste-
cuando estés en tu reino de extasiado zafir.
A la sombra de Dios, grita lo que supiste:  30
que somos huérfanos, que vamos solos, que tú nos viste,
¡que toda carne con angustia pide morir!



  —48→  

ArribaAbajoFuturo



   El invierno rodará blanco,
sobre mi triste corazón.
Irritará la luz del día;
me llegaré en toda canción.

   Fatigará la frente el gajo  5
de cabellos, lacio y sutil.
¡Y del olor de las violetas
de Junio, se podrá morir!

   Mi madre ya tendrá diez palmos
de ceniza sobre la sien.  10
No espigará entre mis rodillas
un niño rubio como mies.

   Por hurgar en las sepulturas,
no veré ni el cielo ni el trigal.
De removerlas, la locura  15
en mi pecho se ha de acostar.

   Y como se van confundiendo
los rasgos del que he de buscar,
cuando penetre en la Luz Ancha,
no lo podré encontrar jamás.  20



  —49→  

ArribaAbajoA la Virgen de la Colina



   A beber luz en la colina,
te pusieron por lirio abierto,
y te cae una mano fina
hacia el álamo de mi huerto.

   Y he venido a vivir mis días  5
aquí, bajo de tus pies blancos.
A mi puerta desnuda y fría
echa sombra tu mismo manto.

   Por las noches lava el rocío
tres mejillas como una flor.  10
¡Si una noche este pecho mío
me quisiera lavar tu amor!

   Más espeso que el musgo oscuro
de las grutas, mis culpas son;
es más terco, te lo aseguro,  15
que tu peña, mi corazón!

   ¡Y qué esquiva para tus bienes
y qué amarga hasta cuando amé!
El que duerme, rotas las sienes,
era mi alma ¡y no lo salvé!  20
—50→

   Pura, pura la Magdalena
que amó ingenua en la claridad.
Yo mi amor escondí en mis venas.
¡Para mí no ha de haber piedad!

   ¡Oh! creyendo haber dado tanto  25
ver que un vaso de hieles di!
El que vierto es tardío llanto.
Por no haber llorado ¡ay de mí!

   Madre mía, pero tú sabe:
más me hirieron de lo que herí.  30
En tu abierto manto no cabe
la salmuera que yo bebí;

   en tus manos no me sacudo
las espinas gane hay en mi sien.
¡Si a tu cuello mi pena anudo  35
te pudiera ahogar también!

   ¡Cuánta luz las mañanas traen!
Ya no gozo de su zafir.
Tus rodillas no más me atraen
como al niño que ha de dormir.  40

   Y aunque siempre las sendas llaman
y recuerdan mi paso audaz,
tu regazo tan sólo se ama
porque ya no se marcha más...

   Ahora estoy dando verso y llanto  45
a la lumbre de tu mirar.
—51→
Me hace sombra tu mismo manto.
Si tú quieres, me he de limpiar.

   Si me llamas subo el repecho
y a tu peña voy a caer.  50
Tú me guardas contra tu pecho.
(Los del valle no han de saber...)

   La inquietud de la muerte ahora
turba mi alma al anochecer.
Miedo extraño en mis carnes mora.  55
¡Si tú callas, que voy a hacer!



  —52→  

ArribaAbajoA Joselín Robles

(En el aniversario de su muerte)




   ¡Pobre amigo!, yo nunca supe
de tu semblante ni tu voz;
sólo tus versos me contaron
que en tu lírico corazón
la paloma de los veinte años  5
tenía cuello gemidor!

   (Algunos versos eran diáfanos
y daban timbre de cristal;
otros tenían como un modo
apacible de sollozar).  10

   ¿Y ahora? Ahora en todo viento
sobre el llano o sobre la mar,
bajo el malva de los crepúsculos
o la luna llena estival,
hinchas el dócil caramillo  15
-mucho más leve y musical-

   ¡sin el temblor incontenible
que yo tengo al balbucear
la invariable pregunta lívida
con que araño la oscuridad!  20
—53→

   Tú, que ya sabes, tienes mansas
de Dios el habla y la canción;
yo muerdo un verso de locura
en cada tarde, muerto de sol.

   Dulce poeta, que en las nubes  25
que ahora se rizan hacia el sur,
Dios me dibuje tu semblante
era dos sobrios toques de luz.

   Y yo te escuche los acentos
en la espuma del surtidor,  30
para que sepa por el gesto
y te conozca por la voz,
¡si las lunas llenas no miran
escarlata tu corazón!



  —54→  

ArribaAbajoCredo



   Creo en mi corazón, ramo de aromas
que mi Señor como una fronda agita,
perfumando de amor toda la vida
y haciéndola bendita.

   Creo en mi corazón, el que en no pide  5
nada porque es capaz del sumo ensueño
y abraza en el ensueño lo creado
¡inmenso dueño!

   Creo en mi corazón, que cuando canta
hunde en el Dios profundo el flanco herido,  10
para subir de la piscina viva
como recién nacido.

   Creo en mi corazón, el que tremola
porque lo hizo el que turbó los mares,
y en el que da la Vida orquestaciones  15
como de pleamares.

   Creo en mi corazón, el que yo exprimo
para teñir el lienzo de la vida
de rojez o palor, y que le ha hecho
veste encendida.  20
—55→

   Creo en mi corazón, el que en la siembra
por el surco sin fin fue acrecentado.
Creo en mi corazón siempre vertido
pero nunca vaciado.

   Creo en mi corazón en que el gusano  25
no ha de morder, pues mellará a la muerte;
creo en mi corazón, el reclinado
en el pecho de Dios terrible y fuerte.



  —56→  

ArribaAbajoMis libros

(Lectura en la Biblioteca mexicana Gabriela Mistral)




   Libros, callados libros de las estanterías,
vivos en su silencio, ardientes en su calma;
libros, los que consuelan, terciopelos del alma,
y que siendo tan tristes nos hacen la alegría!

   Mis manos en el día de afanes se rindieron;  5
pero al llegar la noche los buscaron, amantes
en el hueco del muro donde como semblantes
me miran confortándome aquellos que vivieron.

   ¡Biblia, mi noble Biblia, panorama estupendo,
en donde se quedaron mis ojos largamente,  10
tienes sobre los Salmos como lavas hirvientes
y en su río de fuego mi corazón enciendo!

   Sustentaste a mis gentes con tu robusto vino
y los erguiste recios en medio de los hombres,
y a mí me yergue de ímpetu sólo decir tu nombre;  15
porque yo de ti vengo he quebrado al Destino.

   Después de ti, tan sólo me traspasó las huesos
con su ancho alarido, el sumo Florentino.
A su voz todavía como un junco me inclino;
por su rojez de infierno fantástica atravieso.  20

   Y para refrescar en musgos con rocío
la boca, requemada en las llamas dantescas,
—57→
busqué las Florecillas de Asís, las siempre frescas
¡y en esas felpas dulces se quedó el pecho mío!

    Yo vi a Francisco, a Aquel fino como las rosas,  25
pasar por su campiña más leve que era aliento,
besando el lirio abierto y el pecho purulento,
por besar al Señor que duerme entre las cosas.

   ¡Poema de Mistral, olor a surco abierto
que huele en las mañanas, yo te aspiré embriagada!  30
Vi a Mireya exprimir la fruta ensangrentada
del amor y correr por el atroz desierto.

   Te recuerdo también, deshecha de dulzuras,
versos de Amado Nervo, con pecho de paloma,
que me hiciste más suave la línea de la loma,  35
cuando yo te leía en mis mañanas puras.

   Nobles libros, de hojas amarillentas,
sois labios no rendidos de endulzar a los tristes,
sois la vieja amargura que nuevo manto viste:
¡desde Job hasta Kempis la misma voz doliente!  40

   Los que cual Cristo hicieron la Vía-Dolorosa,
apretaron el verso contra su roja herida,
y es lienzo de Verónica la estrofa dolorida;
¡todo libro es purpúreo como sangrienta rosa!

   ¡Os amo, os amo, bocas de los poetas idos,  45
que deshechas en polvo me seguís consolando,
y que al llegar la noche estáis conmigo hablando,
junto a la dulce lámpara, con dulzor de gemidos!

   De la página abierta aparto la mirada
¡oh muertos! y mi ensueño va tejiéndoos semblantes:  50
las pupilas febriles, los labios anhelantes
que lentos se deshacen en la tierra apretada.



  —58→  

ArribaAbajoGotas de hiel



   No cantes; siempre queda
a tu lengua apegado
un canto: el que debió ser entregado.

   No beses: siempre queda,
por maldición extraña,  5
el beso al que no alcanzan las entrañas.

   Reza, reza que es dulce; pero sabe
que no acierta a decir tu lengua avara
el sólo Padre Nuestro que salvara.

   Y no llames la muerte por clemente,  10
pues en las carnes de blancura inmensa,
un jirón vino quedará que siente
la piedra que te ahoga,
el gusano voraz que te destrenza.



  —59→  

ArribaAbajoEl Dios triste



   Mirando la alameda, de otoño lacerada,
la alameda profunda de vejez amarilla,
como cuando camino por la hierba segada
busco el rostro de Dios y palpo su mejilla.

   Y en esta tarde lenta como una hebra de llanto  5
por la alameda de oro y de rojez yo siento
un Dios de otoño, un Dios sin ardor y sin canto
¡y lo conozco triste, lleno de desaliento!

   Y pienso que tal vez Aquel tremendo y fuerte
Señor, al que cantara de su fuerza embriagada,  10
no existe, y que mi Padre que las mañanas vierte
tiene la mano laxa, la mejilla cansada.

   Se oye en su corazón un rumor de alameda
de otoño: el desgajarse de la suma tristeza;
su mirada hacia mí como lágrima rueda  15
y esa mirada mustia me inclina la cabeza.

   Y ensayo otra plegaria para este Dios doliente,
plegaria que del polvo del mundo no ha subido:
«Padre, nada te pido, pues te miro a la frente
y eres inmenso ¡inmenso!, pero te hallas herido».  20



  —60→  

ArribaAbajoTeresa Prats de Sarratea



   Y ella no está y por más que hay sol y primaveras
es la verdad que soy más pobre que mendiga.
Aunque en Febrero esponjándose las parvas en las eras,
el sol es menos sol y menos luz la espiga.

   Era la mansa, la silenciosa, la escondida,  5
y de la carne sólo llevaba la apariencia;
pero cuando ella hablaba se hacía honda la vida
y el saberla en el mundo limpiaba la existencia.

   Tenía aquellos ojos enormes que turbaran
como dos brechas trágicas del infinito. Pienso  10
que arriba donde se abren de nada se asombraron:
todo lo habían visto, lo mínimo y lo inmenso.

   Estaba más cansada que el que marchase treinta
siglos por una estepa que el sol tremendo inunda.
Era todas las fuentes y se hallaba sedienta;  15
era también la fuente y estaba moribunda.

   Yo no pregunto ahora si es lámpara o ceniza.
Como la sé gloriosa la canto sollozando;
pero lloro por mí, mezquina e indecisa,
que me mancho si caigo y que vacilo si ando.  20

   Su huesa aroma más que esta acre primavera;
su rostro es el sereno del que por fin ha visto.
Sé que limpiase mi alma si hacia mí lo volviera;
sé que si abre los ojos me entrega entero a Cristo.



  —61→  

ArribaAbajoLa sombra inquieta




I

   Flor, flor de la raza mía, Sombra Inquieta,
¡que dulce y terrible tu evocación!
El Perfil de éxtasis, llama la silueta,
las sienes de nardo, l´habla de canción;

   Cabellera luenga de cálido manto,
pupilas de ruego, pecho vibrador;
ojos hondos para albergar más llanto;
pecho fino donde taladrar mejor.

   Por suave, por alta, por bella ¡precita!
fatal siete veces; fatal ¡pobrecita!
por la honda mirada y el hondo pensar.

   ¡Ay! quien te condene, vea tu belleza,
mire el mundo amargo, mida tu tristeza,
¡y en rubor cubierto rompa a sollozar!


II

   ¡Cuánto río y fuente de cuenca colmada,
cuánta generosa y fresca merced
de aguas, para nuestra boca socarrada!
¡Y el alma, la huérfana, muriendo de sed!
—62→

   Jadeante de sed, loca de infinito,
muerta de amargura la tuya en clamor,
dijo su ansia inmensa por plegaria y grito;
¡Agar desde el vasto yermo abrasador!

   Y para abrevarte largo, largo, largo,
Cristo dio a tu cuerpo silencio y letargo,
y lo apegó a su ancho caño saciador...

   El que en maldecir tu duda se apure,
que puesta la mano sobre el pecho jure:
-«Mi fe no conoce zozobra, Señor».


III

   Y ahora que su planta no quiebra la grama
de nuestros senderos, y en el caminar
notamos que falta, tremolante llama,
su forma, pintando de luz el solar,

   cuantos la quisimos abajo, apeguemos
la boca a la tierra, y a su corazón,
vaso de cenizas dulces, musitemos
esta formidable interrogación:

   Hay arriba tanta leche azul de lunas,
tanta luz gloriosa de blondos estíos,
tanta insigne y honda virtud de ablución

   que limpien, que laven, que albeen las brunas
manos que sangraron con garfios y era ríos
¡oh, Muerta! ¿la carne de tu corazón?3




ArribaAbajoElogio de la canción

(Prólogo de «Canciones» del mexicano Torres Bodet).





   ¡Boca temblorosa,
boca de canción:
boca, la de Teócrito
y de Salomón!

   La mayor caricia  5
que recibe el mundo,
abrazo el más vivo,
beso el más profundo.

   Es el beso ardiente
de una canción:  10
la de Anacreonte
o de Salomón.

   Como el pino mana
su resina suave,
como va espesándose  15
el plumón del ave,

   entre las entrañas
se hace la canción,
y un hombre la vierte
blanco de pasión.  20
—64→

   Todo ha sido sorbo
para las canciones:
cielo, tierra, mares,
civilizaciones...

    Cabe el mundo entero  25
en una canción:
se trenza hecha mirto
con el corazón.

   Alabo las bocas
que dieron canción:  30
la de Omar Kayyan,
la de Salomón.

   Hombre, carne ciega
el rostro levanta
a la maravilla  35
del hombre que canta.

   Todo lo que tu amas
en tierra y en cielo,
está entre tus labios.
pálidos de anhelo.  40

    Y cuando te pones
su canto a escuchar,
tus entrañas se hacen
vivas como el mar.

   Vivió en el Anahuac,  45
también en Sión:
es Netzahualcoyotl
como Salomón.
—65→

   Aguijón de abeja
lleva la canción:  50
aunque va enmielada
punza de aflicción.

   Reyes y mendigos
mecen sus rodillas:
él mueve sus almas  55
como las gavillas.

   Amad al que trae
boca de canción:
el cantor es madre
de la Creación.  60

   Se llamó Petrarca,
se llama Tagore:
numerosos nombres
del inmenso amor.




Envío

   México, te alabo
en esta garganta
porque hecha de limo
de tus ríos canta.

   Paisaje de Anáhuac,  5
suave amor eterno,
en estas estrofas
te has hecho falerno.

   Al que te ha cantado
digo bendición:  10
¡por Netzahualcoyotl
y por Salomón!

  —68→  

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