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Dialéctica de la poesía

Mario Castro Arenas

Guillermo Federico Hegel, reconstructor de la Lógica de Aristóteles, consideró que «con frecuencia, la dialéctica no es otra cosa que un juego subjetivo de ir y venir de raciocinios, donde falta el contenido, y la desnudez está disfrazada con la sutileza de aquel modo de razonar. En su carácter peculiar, la dialéctica es, por el contrario, la propia y verdadera naturaleza de las determinaciones intelectuales de las cosas y de lo finito en general... La dialéctica forma, pues, el alma motriz del progreso científico, y es el principio, por el cual, solamente la conexión inmanente y la necesidad entran en el contenido de la ciencia; así como en ella, sobre todo, está la verdadera, y no exterior, elevación sobre lo finito» (Filosofía de la lógica y de la naturaleza, de Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas, Editorial Claridad, Buenos Aires, 1969).

Víctor Hugo

Dentro de la concepción hegeliana de la dialéctica, examinamos la dialéctica de la poesía francesa del siglo XIX y el siglo XX. La dialéctica poética del siglo diecinueve, vale decir, el predominio de la tesis principal del romanticismo recayó en Víctor Hugo. Como poeta, como autor teatral, como novelista, y aún como político, el hijo del general Hugo, bonapartista del Primer Imperio, representó un liderazgo de primer orden literario, manifestado desde la producción literaria de la juventud:

«A los veintiocho años es jefe de escuela -estimó Albert Thibaudet-, o más precisamente, jefe: publica a la vez las Orientales y Le dernier jour d'un condamné y envía a la Comedia Francesa Marion Delorme, cuya representación prohíbe el gobierno. Los años de 1830 a 1831 muestran de nuevo la misma ambición triple: con Hernani, Notre-Dame de Paris, será por su pintoresquismo, una de las obras más populares de Hugo y las Feuilles d'Automne; gran año, gran recodo. La batalla de Hernani pasa por ser el Austerlitz del romanticismo. Notre-Dame de Paris será por su pintoresquismo, una de las obras más populares de Hugo, y las Feuilles d'Automne señalan su iniciación en la gran poesía personal filosófica y política».

(Historia de la poesía francesa. Desde 1789 hasta nuestros días, Losada, Buenos Aires)



Víctor Hugo, como poeta, inaugura y concluye un período del romanticismo de naturaleza social, en el que predomina una dialéctica política profundamente individual en el sentido que conjuga poética, debate ideológico, una concepción del universo que ningún otro romántico de su generación continuó porque careció de las facultades que a él, solo a él, lo caracterizó. Más aún, estimamos que el membrete del romanticismo clásico lo aprisiona, lo restringe, lo encajona, porque el estilo múltiple de su obra, excede el diálogo «yo te quiero, tú me quieres». Para aproximarnos a la poética de Víctor Hugo resulta imprescindible analizar la evolución de la lírica desde Odas y poesías diversas (Odes et poésies diverses, 1822), Nuevas odas (1824), Odas y baladas (1826), Las Orientales (Les Orientales, 1829), Hojas de otoño (Les Feuilles d'Automne, 1835), Los cantos del crepúsculo (Les Chants du crépuscule, 1835), Las voces interiores (Les Voix intérieures, 1837), Los rayos y las sombras (Les Rayons et les Ombres, 1840), Los castigos (Les Châtiments, 1853), Las contemplaciones (es Contémplations, 1856), Primera serie de La leyenda de los siglos (La Légende des siècles, 1859), El año terrible (L'Année terrible, 1872), Nueva serie de la leyenda de los siglos (1877), El Papa (Le Pape, 1878), La piedad suprema (La Pitié suprême, 1879), El asno (L'Âne, 1880), Religiones y religión (Religions et Religion, 1880), Los cuatro vientos del espíritu (Les Quatre Vents de l'esprit, 1881), Serie complementaria de la Leyenda de los siglos (1883), El fin de Satán (La fin de Satan, 1886), Dios (Dieu, 1891), Toda la lira (Toute la lyre, 1893), Los años funestos, etc.

Poemas como «Mañana al amanecer» («Demain, dès l'aube») representan el primer romanticismo:

«Mañana al amanecer cuando el campo se esté blanqueando / me iré. Sé que me estás esperando / Atravesaré el bosque, cruzaré las montañas / no puedo estar lejos de ti por más tiempo / Caminaré con los ojos fijos en mis pensamientos sin ver nada afuera, sin escuchar ningún ruido, solo, desconocido, mi espalda doblada, mis manos cruzadas / triste y el día será para mí como la noche / no miraré caer el oro de la tarde / ni los velos en la distancia hacia Hardfleur / y cuando llegue pondré sobre tu tumba / un ramo de acebo verde y brezo en flor».

Poema melancólico, elegíaco, presente en las antologías, heraldo del primer ciclo del romanticismo propiamente sentimental.

Pero a partir de Rayos y sombras Víctor Hugo tensó el romanticismo de un aire cívico, polémico, crispado, puesto al servicio de su compromiso con los valores franceses. Hijo de un general bonapartista, absorbió los vaivenes que sacudieron el país por el retorno de la monarquía de la Restauración. La poesía contiene un tono admonitorio, como una especie de advertencia a los intelectuales por la amenaza que encerraba el absolutismo enemigo de la libertad de expresión:

«Doctores que vagáis sin objeto y sin tregua, que creéis que con sólo extender la mano veréis adquirir forma a vuestros pensamientos en la oscuridad de los caminos. Filósofos cuyo espíritu padece y que poseídos de divino espanto os agarráis a los bordes del abismo, suspendidos en la maleza del barranco. Náufragos de todos los sistemas que de la borrasca triste y vencedora salisteis temblando sin salvar de ella más que vuestro corazón. Sabios que veis nacer el alba todas las mañanas en medio de las flores y que regresáis bañados de celestes claridades».

(Rayos y sombras, 1840)



Sin prescindir de los elementos clásicos del romanticismo tradicional, Víctor Hugo construyó un discurso de prosa poética que persiguió un fin extraliterario, pero envuelto en los ropajes de la lírica, la épica, en los Cantos del crepúsculo:

«Todo en la actualidad, así las ideas y las cosas, la sociedad y el individuo, pasan por un crepúsculo. Cuál sea éste y qué hay detrás de él, es la cuestión más ardua de todas que se agitan confusamente en este siglo. ¿Consentiremos que todos nuestros adelantos, que el progreso que debemos a nuestros padres, que el trabajo de la raza humana se pierdan para nosotros en un instante? ¿Dejaremos que nos arrebaten las leyes y las constituciones ¿Veremos impasibles que derriben encarnizados como si fuera un frágil edificio, tu obra de cuarenta años, laboriosa libertad?».

(Cantos del crepúsculo, 1835)



El discurso poético rozó la oratoria, transformándose en una invocatoria a la unidad en pro de la defensa del sistema jurídico que arropa al progreso. Es un llamado a cerrar filas en clave de rebeldía racional y pacífica.

Hojas de otoño debió ser el título de una lírica de profunda resonancia estética y moral bajo la escenografía de los árboles desnudos de un paisaje de Monet. Ya ganado por el compromiso asumido en las horas trágicas de la vuelta al pasado, el poeta no abdicó de las raíces de su poesía ciudadana, hilvanando la belleza de la lengua al desafío del autoritarismo reaccionario. El poeta es el pararrayo que recibe las degradaciones de la tempestad para descargarla a tierra y reivindicar las luces de la razón:

«Este libro errante, que sale con el ala rota y apenas puede volar, que el viento lanza contra vuestras ventanas como pedrusco de granizo que golpea en las paredes, acaba de pasar por las tempestades públicas y el pobre recién nacido soporta el frío. ¡Campiñas. Hojarascas, campanarios de las aldeas humildes y majestuosas a la vez! ¡Montes frescos, aurora pura y clara, sonrisa deliciosa del astro eterno. ¿Sois acaso un libro inagotable en el que cada uno de los mortales desea, para vivir, las frases tan profundas que en vano se someterían al examen en los que el ojo del mundo y el alma encuentra un dios?

Ni la altura de las torres, ni el esplendor de los palacios del mundo, ni Napoleón, ni César, ni Mahoma, ni Pericles, nada hay que no caiga, nada hay que no se hunda en el misterioso abismo que confunde el espíritu; a pocos pies debajo de la superficie de la tierra, reina el silencio más profundo. Voy a decir la última palabra y a cerrar para siempre este libro que será en adelante extraño a mi pensamiento. Odio cordialmente la opresión. Me sublevo cuando la oigo en cualquier lugar del mundo, bajo el reinado de un rey déspota, que demanda piedad un oprimido pueblo».

(Hojas de otoño, 1830)



La caída del régimen autocrático de Carlos X al ser reemplazado en 1830 por la monarquía constitucional de Luis Felipe de Orleans, todavía levantó dudas y sospechas debido a que la poesía se enfrentó a la irrupción de banqueros, comerciantes, industriales, que mediatizaron los fueros de la inteligencia como si las hojas del otoño cayeran en las baldosas de las calles de París. El viento lanzó de uno a otro confín las hojas del otoño de la libertad. El poeta consolidó el pedestal de su guía moral a la espera de una nueva primavera política tras la defenestración del despotismo de una monarquía que cubrió con emplastos la persistencia del Ancien Régime:

«¿Quién les hubiera dicho que un día caerían desplomados de los techos desnudos de la Tullería, lisis y delfines, como un montón de armas viejas, y que más tarde, en misteriosa época futura, un corso que no había nacido aún, esculpiría un águila en el frontón del Louvre. ¡Carlos X! El Señor, que da y quita todo cuanto le place forjó para su cabeza una corona demasiado pesada. El imperio aún estaba próximo y los tiempos eran muy difíciles. Una gran sombra se proyectaba en toda Francia la figura colosal del Emperador».

(Voces interiores, 1837, Biblioteca de grandes novelas.
Traducción de Pedro Pedraza y Páez, Ramón Sopena, Barcelona)



Víctor Hugo no bajó la guardia. Más bien extrapoló la custodia de los valores franceses al plano de los valores universales de la humanidad. Los castigos (Les Châtiments, 1856), Las contemplaciones (Les Contémplations, 1856), La leyenda de los siglos, primera y segunda serie (La Légende des siècles, 1859), El año terrible (L'Année terrible, 1877), La piedad suprema (La Pitié suprême, 1879), y las obras posteriores volcaron año tras año la preocupación del poeta por el rumbo del mundo. Su labor legislativa en la asamblea revela su anonimia porque no es orador político diestro. Su tribuna es la literatura. El golpe de estado de Luis Bonaparte volvió a inflamar la vena poética. Apoyó inicialmente al sobrino del Emperador. Pero lo subleva la reaparición del autoritarismo antidemocrático. Fuga de Francia hacia el destierro de Bélgica, que volvió a inflamar el vuelo de sus discrepancias. Les Châtiments castigan por así decirlo la bastardía del príncipe que empañó a su criterio la herencia gloriosa del Emperador. Sus obras en la novela, el teatro, el ensayo, son las aristas significativas del sistema expresivo concentrado en la denuncia de la opresión social y la exaltación de la trascendencia de los humildes. Como en Voltaire, como en Diderot, en Víctor Hugo cohabitan literatura, historia, filosofía, teología, sociología avant la lettre, mitología, derecho. En cada libro de poemas, en cada novela, en cada pieza teatral, en cada ensayo, en cada libelo, la poesía eleva los géneros, los jerarquiza, los transforma en voceros de un pensamiento de unidad inconmensurable, como las piedras de una catedral.

Los miserables mantiene una vigencia contemporánea por la continuidad de la crisis social. Es la novela francesa del diecinueve más popular, rehabilitada en el siglo XX por adaptaciones modernas al teatro y al cine; los mismos fundamentos literarios y sociales sostienen la perennidad de Nuestra señora de París. La relectura de Los trabajadores del mar muestra elementos narrativos que pueden conducir a también a su rehabilitación moderna. El supuesto pintoresquismo de algunos personajes de Nuestra señora de París, la gitanilla y el jorobado, se desvanece si admitimos la imaginación sin fronteras del escritor. En cambio, la multifacética poesía que presidió su nombradía acaso empezó a perder fuerza, por estar vinculada con la coyuntura política ya extinguida. Debemos admitirlo. Quizás esto pudiera deberse a que poetizó en forma superabundante la lírica intimista, la epopeya grandilocuente, la mitología lejana en el tiempo, como los largo poemas «El sátiro», y «El fin de Satán».

Víctor Hugo abrió y cerró el ciclo de una era poética. Ningún otro poeta francés intentó ingresar al terreno de un coto cerrado para siempre. Aclamado por su resistencia al Segundo Imperio fue convertido en estatua, y lo que es peor, estatua oficial.

Surgieron otros vates de la escuela romántica francesa que, poco a poco, cultivaron el arte por el arte de Theophile Gautier, el miniaturismo de la escuela parnasiana, opacando su otrora fastuosa presencia. Hoy, los estudios de los estructuralistas modernos priorizan solo el movimiento romántico alemán (Tzvetan Todorov, «Théories du symbole, Editions du Seuil).

Alphonse de Lamartine

Destino parecido padeció Alphonse de Lamartine. Fue figura destacada de la asamblea de 1848, criticado por Alexis de Tocqueville por su ubicuidad política. Como escribió Díez-Canedo, «Alphonse Prat de Lamartine se lanzó más tarde a la política, llegó a los puestos más altos en el gobierno provisional de 1848, dio gran ejemplo de ciudadanía y cayó después en el olvido, pasando los últimos años de su existencia entre apuros económicos que aumentaba, tratando de remediarlos, con la publicación de obras de largo aliento y escasa raíz» (ob. cit.).

Antologías poéticas contemporáneas seleccionan poemas como «El lago», «El otoño», «El valle», «Tristeza», traspasados por el sentimiento de la naturaleza y la melancolía de los días pretéritos:

«¡Oh lago! ¡Mudas rocas! ¡Grutas! ¡Floresta oscura! / A quien perdona el tiempo, o puede remozar, / recuerdo de esa noche ¡o campos de hermosura! / al menos conservas / ¡Consérvalo en tu calma, en tus rudos oleajes / en tus rientes márgenes, ¡oh lago de zafir! / y en los negros abetos y estas rocas salvajes que penden sobre ti! / ¡Consérvalo en el aura que temblorosa alienta / en ruidos de tus bordes que por tus riveras van / en el astro de plata que tu cristal argenta / con blanda claridad! / Que el viento gemebundo, la caña que suspira / los aromas que esparcen en tus aires su olor / digan con cuanto se oye, contémplase o respira / ¡Aquí se amaron dos!» .

(Traducción de Calixto Oyuela)



Charles Baudelaire

La antítesis dialéctica de la poesía romántica de Víctor Hugo y los parnasianos es la poesía realista urbana de Charles Baudelaire. Aunque sin desvalorizarlos ni convertirlos en los fantasmas del preciosismo lírico del pasado, Baudelaire sobrepasó a los poetas de la escuela romántica convencional: Lamartine, Vigny, Musset, Nerval; a los parnasianos Leconte de Lisle, Heredia, Sully Prudhomme, François Coppée, Catulle Mendès. Comprendió que el lenguaje romántico se desteñía inexorablemente pareciendo un antigualla de lugares comunes con temas rebuscados a la mitología grecolatina, que enmascaraban la realidad cotidiana. Baudelaire vivió en el contexto de la crisis social de la modernización de París que Luis Napoleón Bonaparte confió al barón de Huysman. Una modernización que derrumbó la ciudad gótica enredada en un dédalo de callejuelas retorcidas. Una modernización de cemento y hierro que generó una crisis descomunal en el alma de París, una crisis de proporciones humanas sin medida, que arrasó ancianas, mendigos, los clochards que aún pernoctan bajo los puentes de París. «De corazón alegre ascendí a la montaña / de la que se contempla la ciudad toda entera, hospital, lupanar, purgatorio, infierno, cárcel», escribió Baudelaire en un poema sobre París. Las flores del mal (1868) inició la áspera ruptura del romanticismo. Concibió una nueva poética sustentada en la innovación de los elementos decorativos de la estética romántica. Los románticos exaltan la belleza; Baudelaire lo grotesco. Los románticos elogian el lujo de la ciudad ideal; Baudelaire, desprecia el horror moral de las restauraciones de París; los románticos se ciñen al canon griego de la mujer bella; Baudelaire creó el culto de las viejecillas, las negras, las prostitutas, la carroña femenina; exalta los paraísos artificiales del opio, el hachís; hiperboliza la gerontología poética. Cambió los cánones de la ciudad como espacio estético y ético, construyendo el arquetipo de la ciudad deshumanizada, cruel, negligente, en la línea de Balzac (Papá Goriot) y Víctor Hugo (Los miserables). La poesía de Baudelaire atacó el romanticismo, sustituyendo no una estilística por otra, realismo por romanticismo, sino abriendo la lírica a la nueva sensibilidad crítica. Se adelantó extraordinariamente a su tiempo: creó la poesía moderna de La tierra baldía de T. S. Eliott, Residencia en la tierra de Pablo Neruda. En suma, rompió la dialéctica moral Bien/Mal, fusionándola bajo una nueva visión de la realidad social, una nueva visión del silogismo hegeliano de la urbe. En esta acepción de una nueva retórica, por primera vez aparecen poemas de vocablos inéditos de las transformaciones urbanas: hospitales, sopas, arrabales, burdeles, tabernas, obreros, libertinos, luz de gas, fumaderos de opio. Baudelaire es el primer poeta moderno, el primer hombre moderno del siglo diecinueve. En El spleen de París discute los conceptos inéditos de la modernidad: la vida utilitaria de la ciudad, la soledad en la multitud, la degradación de la solidaridad en los edificios multifamiliares. «Jamás he creído que nuestro país puede marchar a toda velocidad en la vía del progreso». Odia lo moderno. Desdeña el mobiliario de los hoteles modern style:

«La habitación paradisíaca, el ídolo, la soberana de los sueños, la sílfide, como decía el gran Renato, toda esa magia ha desaparecido. Este cuchitril, esta morada del eterno hastío, es el mío. ¡Aquí están los muebles necios, polvorientos, desmochados, la chimenea sin llama y sin ascua, sucia de escupitajos, las tristes ventanas donde la lluvia ha trazado surcos de polvo, los manuscritos, tachados e incompletos, el almanaque donde el lápiz ha mercado las fechas siniestras!».

(Los paraísos artificiales. El spleen de París)



En verso y en prosa, resuenan los vejámenes de los juicios del gran teórico, el crítico de arte, que es Charles Baudelaire: «Prefiero los monstruos de mi fantasía a la trivialidad». Denuesta a los pintores figurativistas. Llama la atención sobre la pintura de Honoré Daumier y sus monstruos de la ciudad. Los dos crepúsculos constituyen la descripción material y moral de todo aquello que no ven los que se despiertan temprano para ir a los oficios, mientras los que surgen solo en la noche hacen sus tareas demoníacas en las horas inciertas de la oscuridad.

Jean Paul Sartre rastreó la vida de Baudelaire: hijo único de una madre de la alta burguesía que, un año después de la muerte del padre del poeta, se volvió a casar con un general del ejército. «Cuando se tiene un hijo como yo -le reprochó Baudelaire a su madre- no se debe volver a casar» en una frase incestuosa y egolátrica. Alejado de la nueva familia, fue envuelto por la disipación de los paraísos artificiales y las relaciones del mercantilismo erótico. En el análisis entre psicoanalítico y literario de Baudelaire, Sartre le clavó dardos despiadados:

«Baudelaire: el hombre que se siente abismo. Orgullo, hastío, vértigo: se ve hasta el fondo del corazón, incomparable, incomunicable, increado, absurdo, inútil, abandonado en un aislamiento total, soportando solo su propia carga, condenado a justificar absolutamente solo su existencia, y escapando sin cesar, escurriéndose de sus propias manos, replegado en la contemplación, y al mismo tiempo, lanzado fuera de sí, a una infinita persecución, a un abismo sin fondo».

(J. P. Sartre, Baudelaire, Losada)



Para contener el despilfarro de su juventud, le nombraron un tutor que administrara sus bienes con moderación antes que se quedara sin un céntimo. El poeta libertino se indignó, se enfureció, se sintió atrapado. Amenazó al tutor de abofetearlo en presencia de sus hijos. Pero siempre se apaciguaba cuando recibía dinero de su mesada. Su vida privada adoleció los estragos de la bohemia de la época. Contrajo sífilis, contagiado por Sarah, una joven prostituta callejera. Después tuvo amoríos en 1842 con Jeanne Duval, musa de piel cetrina que lo arrastro a un torbellino de humillaciones y flagelaciones hasta la muerte.

Pero en medio del caos, frecuenta escritores -el crítico Sainte Beuve, el poeta Gautier- que lo inducen al ejercicio de la literatura, no como pasatiempo juvenil, sino en la estabilidad de la vocación, al regreso de un viaje a Bordeaux que iba a llevarlo a la India. Publicó una serie de artículos literarios entre 1858-1860. Tradujo la obra de Edgard Allan Poe, poemas y Cuentos Extraordinarios. En 1847 editó «La Fanfarlo». Ensayos de crítica de arte: «Salón de 1845», Les Paradis Artificiels de 1860, Le spleen de Paris en 1862. Sin embargo, la publicación de Las flores del mal, sobre todo la segunda edición, lo instaló en los portales del escándalo judicial. La justicia antipoética reprobó una lírica en la que circulan mujeres perversas, pensamientos irreligiosos, un catálogo de pecados que escondía, tras el satanismo, la redención de un cristianismo auténtico, según el análisis moderno del poeta inglés T. S. Elliot. Un artículo de un periodista conservador, inspirado por el ministerio del interior, al parecer, denunció las iniquidades de los versos de Las flores del mal. Recibió una condena de trescientos francos, que Eugenia de Montijo, esposa de Luis Bonaparte, ordenó elegantemente se redujera a cincuenta. Además se dispuso la eliminación de seis poemas muy inmorales. Víctor Hugo manifestó desde el exilio en Bruselas: «[Baudelaire] ha recibido una rara distinción del régimen actual. Eso que ellos [Luis Bonaparte] llaman justicia a lo que se hace a nombre de lo que ellos llaman moral. Es una gran corona». Hay otro alcance sobre la producción periodística de Baudelaire en Le salut public, publicación revolucionaria de circulación masiva en las jornadas de 1848. El poeta no tuvo inscripción de partido político tendencia ideológica, análoga a la que tuvieron Víctor Hugo y Lamartine. Sin embargo, como parisino de estirpe crítica, no fue ajeno a los tumultos de la Segunda República. Baudelaire amó a París, con pasión, con dureza, con un látigo en la mano. Defendió a las viejecillas de los arrabales, a los mendigos, a los ladrones que fatigaban las cajas fuertes de las mansiones para que sus queridas lucieran trajes rojos de satín. Padeció un profundo horror moral por los desgarramientos sociales del progreso. Si Las guerras civiles de Francia y El 18 Brumario de Karl Marx son la historia de los acaecimientos del paso final de la monarquía de Luis Felipe de Orleans a la República, la obra literaria de Charles Baudelaire es una exploración poética sin paralelo del alma de París, el parteaguas del romanticismo y el realismo urbano, y, también, el punto de partida de la poesía del siglo XX.

Los parnasianos

Los poetas parnasianos tomaron el nombre de la revista literaria Le Parnasse Contemporaine, recueil de vers nouveaux, que los acogió en sus páginas en las tres etapas editoriales entre 1870 y 1876. Thibaudet los llama «La Generación de 1850». Pertenecieron a la etapa de transición entre Víctor Hugo y Charles Baudelaire, es decir, un remanso de aguas tranquilas entre el romanticismo y el positivismo de lustre científico. Tuvieron más concordancia estética con el romanticismo que con el positivismo. Los parnasianos más representativos -Leconte de Lisle, José María de Heredia, Sully Prudhomme, François Coppée, Catulle Mendès- procedieron entre el orientalismo y el decorativismo de las ánforas y las estatuas como iconos de estética. Por ausencia de cabecillas de escuela no vivieron la tensión dialéctica de Hugo y Baudelaire.

A. Villiers de L'Isle-Adam (1840-1889) cultivó una poesía preciosista en la que el paisaje tiene un bijouterie de ópalos, amatistas, lapislázuli:

«Rompíanse en la sombra oleajes enlutados / hacia el ópalo atlántico y la áurea lejanía. El ultramar sus luces místicas expandía. / Las algas perfumaban los ámbitos helados».

(«A orillas del mar».
Traducción de Mauricio Bacarisse. Tomo X de las Oeuvres complètes, Premières poésies.
E. Díez Canedo, La poesía francesa del Romanticismo al Superrealismo, Losada)



Pero es en la narrativa -los Cuentos crueles- en la que se ampara la obra literaria de A. Villiers de L'Isle Adam. Los Cuentos crueles (1838) preludian la literatura fantástica moderna, en el contexto de una teratología de fantasmas, vampiros, muertos vivientes, novias que salen de las tumbas. Baudelaire le animó a leer los cuentos de Edgard Allan Poe, que había traducido al francés. Habitante de una antigua mansión arruinada de La Borgoña, vivió entre leyendas de antepasados dolientes y lacayos que gemían entre las sombras. Títulos como El asesino de cisnes, El secreto de la iglesia, Flores de tinieblas, El convidado de las últimas fiestas, Vera, El canto del gallo y otros sugerentes de relatos sobrenaturales cautivaron a los lectores al grado de escribir la versión de Nuevos cuentos crueles. Verlaine saludó la celebridad de la narrativa de Villiers: «La Academia Francesa dio a Villiers el sillón de Víctor Hugo que saluda lo bueno y lo mejor».

Otros escritores de su generación, como Gautier, se enrumbaron por la literatura fantástica, firmemente asentada con los cuentos de terror de Guy de Maupassant. La novela La Eva futura (1886), una mujer robot construida por un aristócrata frustrado por penurias sentimentales pone el nombre del conde Auguste de Villiers de L'Isle-Adam en como adelantado de la literatura fantástica. Tzvetan Todorov se limitó a mencionar a Vera a la ligera sin advertir la anticipación temática de La Eva futura, «Introducción a la literatura fantástica», Editions de Seuil, 1990/Premia, España, 1991. En América Latina cosechó discípulos el narrador francés. El escritor uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937) afinó su influencia en Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917). El narrador peruano Clemente Palma, hijo de don Ricardo Palma, transitó en la futurología de la creación de mujeres de laboratorio (clonaciones de Greta Garbo, Joan Crawford, Joan Bennet y Jeannette Mac Donald) en la novela XYZ (1934).

«Clemente Palma narra esta fantástica aventura del sabio que adquirió una apartada isla para dar libre curso a sus desenfrenadas experiencias que entrañaban un desafió contra la voluntad divina. Como dice Gómez de la Serna de Villiers de L'Isle-Adam está lleno de la novedad que sienten los niños ante lo extraordinario. Pero, en la raíz de la historia, también percibimos la presencia de un alma torturada por espantosas dudas acerca el misterio de la creación biológica. En esta novela corta, como en los Cuentos malévolos podemos oír el rumor de las terribles tormentas interiores que devastaron a los poetas del romanticismo francés -Vigny, Nerval, Baudelaire-. Las posturas deicidas de Vigny, el taciturno escepticismo de Nerval, la atracción demoníaca de Baudelaire, se refunden en el espíritu de este novelista peruano tanto como el demonismo de Hyssmans y la sátira mecanicista de Villiers».

(Castro Arenas, Mario, La novela peruana y la evolución social.
2.ª edición, corregida y aumentada, Lima)



Asimismo el escritor argentino Adolfo Bioy Casares ostenta la influencia de Villiers en la novela La invención de Morel. Jorge Luis Borges escribió la introducción al cuento El convidado de las últimas fiestas (Edición Siruela, 1948). Ramón Gómez de la Serna tradujo algunos cuentos crueles. M. Becarisse tradujo la novela La extraña historia del doctor Tristán.

Alfred de Vigny

La tragedia literaria de Alfred de Vigny fue ser contemporáneo de Víctor Hugo. También gravitó sobre la ubicación de su obra el estar en medio de la generación de los Románticos y a la generación de los Parnasianos. Poemas como «La muerte del lobo», o «La casa del pastor» a la vez narrativos y dramáticos, habrían bastado para labrarle un espacio entre la épica o la epopeya, pero sin ser épica o epopeya, sino leyenda. «Balada romántica» la llamaron algunos críticos de su tiempo. Es la poesía de las tradiciones que los abuelos franceses de los Pirineos contaban a sus nietos entre el crepitar de los leños de la chimenea, que le dio una gloria lamentablemente efímera, opacada por las baladas de Víctor Hugo. El Diario de Vigny tiene una miscelánea de prosa y poesía apta para pensamientos mayores. Vigny, militar de carrera, marino que cruzó los océanos, fue subestimado por la mala suerte de escribir poesía, teatro y narrativa, cuando la escena fue sacudida por la novela Los miserables, y la batalla de Hernani, en el teatro.

Podría decirse que la mejor obra narrativa del conde Alfred de Vigny (1797-1863) fue su propia vida. La Revolución de 1789 arruinó a su familia, despojándola de sus propiedades, convirtiéndola en parte de aquella doliente procesión de aristócratas que solo tenían, en realidad, pergaminos y blasones heráldicos y nunca habían trabajado. Pusilánimes, antigregarios, temerosos del huracán revolucionario, se resignaron a consumirse sin esperanza cuando Napoleón Bonaparte creó una nobleza de espada únicamente para su familia corsa, y los jefes de los escuadrones que ganaron el Primer Imperio, hundiendo a los luises supervivientes, mucho más que Marat y Robespierre. Cuando los ingleses derrotaron al corso en la batalla final de Watterloo, los aristócratas salieron de sus castillos descascarados, con la esperanza del revivalismo del Ancien Régime. La adolescencia de Vigny sufrió los altibajos de Luis XVIII, Carlos X y Luis Felipe de Orleans. Balanceándose entre el orgullo y la pobreza, llenó la necesidad de ganarse la vida entrando al ejército. Ganó los galones para llegar a capitán de un escuadrón conocido por el color rojo del uniforme.

Justificadamente su visión del mundo ya era muy pesimista. Rumió sus primeros versos en baladas rurales y melancólicas que exhumaron el antiguo esplendor de sus antepasados cuando salían de cacería en los bosques. Al publicar «Servidumbre y grandeza de la vida militar (1835) expresó su atormentada desilusión, primero, por su experiencia de catorce años en la milicia; segundo, por la deprimente imagen alojada en los franceses por los militares que llevaron la nación a las cimas imperiales y después el ocaso que arrasó a la sociedad civil. Servidumbre y grandeza de la vida militar, en los primeros cinco capítulos, es una autobiografía en la que descargó comentarios personales de amargo sabor, pero en los capítulos siguientes culmina con la triste historia narrada en el camino por un veterano comandante sobre una joven pareja de novios desarticulada por autoridades implacables que en el barco en que navegan lleva al patíbulo al novio, provocando el trágico desenlace instantáneo de la locura de la novia.

Vigny siguió escribiendo narraciones empapadas de desgracias: Cuatro de marzo (1826), historia de una conspiración del siglo XIII; las piezas teatrales Chatterton (1835) y La mariscala de Ancre (1826). Publicó, asimismo, la recopilación Poemas antiguos y modernos (Poèmes antiques et modernes). Su vida personal también estuvo impregnada por la fatalidad: murió su primera esposa inglesa tullida en sillón de ruedas; la actriz francesa, que fue su amante varios años, con la que se casó después, no lo rescató de la infelicidad. El patético escritor se refugió en la mansión Maire Giraud, heredada de su madre. Los biógrafos destacan que allí escribió en medio de su inalterada desilusión el poema «Eloa o la hermana de los ángeles» y las baladas «La muerte del lobo» y «La casa del pastor», eclipsadas por el apogeo de Víctor Hugo.

Gerard de Nerval

Gerard de Nerval (1808-1855), evaluado por sus coetáneos como un poeta desgarrado por la locura, siglo y medio más tarde fue proclamado por los surrealistas como un precursor de la poesía onírica, convirtiéndose en un escritor de culto. Aurelia (1855), una de Las hijas de fuego arremolinó la curiosidad literaria alrededor de Gerard de Nerval, poeta de la generación romántica, taumaturgo de una narrativa que se levantó de las cenizas del siglo diecinueve, imantando la atracción de Marcel Proust. Fue traducido por Octavio Paz y Tomás Segovia. Luis Cernuda fue uno de los poetas de la generación del homenaje a Góngora que chisporroteó los primeros fuegos artificiales por Nerval. Por su parte, el poeta mexicano Xavier Villaurrutia publicó un ensayo vehemente sobre la poesía francesa finisecular, en el que afirmó que la poesía moderna empezó con Nerval y no con Baudelaire. Cobijándose bajo la relectura de André Breton, otros intelectuales se unieron a la revalorización apologética de un demente que, en sus momentos de cordura, concibió los poemas de Las quimeras (1854) en el que apareció el célebre soneto que musitó: «Soy el tenebroso, el viudo, el desdichado. Príncipe de Aquitania de la torre abolida. Mi única estrella ha muerto y mi laúd lleva el sol negro de la melancolía». Nerval empezó como autor de versos patrióticos de dudosa retórica: Napoléon et la France guerrière (1826). Tradujo Fausto de Goethe, llamando la atención de los poetas alemanes Friedrich Schiller y Heinrich Heine. Viajó por Beirut, Estambul, Malta, Nápoles, Florencia. Escribió una serie de crónicas periodística con el sencillo título de Voyage en Orient (1851). En la infancia acompañó a su padre médico de la Grand Armée. Al parecer, la temprana muerte de su madre y las ausencias de su padre, incubaron desde la juventud traumas psicológicos que después se agravaron.

Las primeras crisis de locura se presentaron en 1841. Fue internado en casas de salud donde fue atendido por el prestigioso doctor Blanche que estudió la acumulación de sonambulismo crónico, depresión, esquizofrenia, que formaron su personalidad escindida entre la cordura y la locura. Se enclaustró en una residencia de Valois, al sur de Francia, legada por una madre que casi no conoció. Finalmente se ahorcó en un lugar solitario de París. Baudelaire, que le frecuentó en el taller del pintor Camille Rogier, estampó: «Libró su alma en la calle más oscura». En los escritos de Nerval se mezclan magia, ocultismo, esoterismo oriental. Menciona a Cagliostro. Un personaje de Las quimeras anotó un asunto autobiográfico de puño y letra de Nerval: «Una noche de invierno, cansado de la vida, dejó escapar el alma de la carne podrida y se fue preguntando: ¿para qué habré venido?».

Ahora bien, Aurelia es un relato en el que se mezclan sueños coherentes y alucinaciones fantásticas, mujeres conocidas y desconocidas, empalmándose realidad e irrealidad debido a la esquizofrenia de Nerval. No advertimos la presencia literaria de la escritura automática, la fluencia onírica de material del inconsciente que emerge en la poesía surrealista. Tzvetan Todorov enjuicia Aurelia como literatura fantástica:

«A este procedimiento simple y muy frecuente puede oponerse otro que parece ser mucho menos habitual y en el que la locura vuelve a ser utilizada -pero de manera diferente- para crear la ambigüedad necesaria. Pensamos en la Aurelia de Nerval. Como se sabe, este libro relata las visiones de un personaje durante un período de locura. El relato está en primera persona; pero el yo abarca aparentemente dos personas distintas: la del personaje que percibe mundos desconocidos (vive en el pasado) y la del narrador que transcribe las impresiones del primero (y vive en el presente). A primera vista, lo fantástico no existe ni para el personaje, que no considera sus visiones como producto de la locura sino más bien como una imagen más lúcida del mundo (se ubica, entonces en lo maravilloso), ni para el narrador que sabe que proviene de la locura o el sueño y no de la realidad (desde su punto de vista el relato se relaciona simplemente con lo extraño). Pero el texto no funciona así. Nerval recrea la ambigüedad en otro nivel precisamente allí donde no se lo esperaba; y Aurelia resulta así una historia fantástica».

(Introducción a la literatura fantástica, Premia editores)



Gerard de Nerval escribió un informe psicoanalítico autobiográfico real que también posee jerarquía de una obra literaria. Quizá le hubiera interesado a Sigmund Freud más que a André Breton.

Alfred de Musset

Una visión retrospectiva de la historia del romanticismo de Francia resultaría incompleta sino incluye al poeta Louis-Charles-Alfred de Musset (1810-1857), pero no solo por la producción literaria, que no es gran cosa, por lo demás, sino porque encarnó al prototipo del escritor romántico del siglo XIX, que ya no es el icono de la poesía romántica de nuestros días. La confesión de un hijo del siglo reflejó la vida del poeta de Musset, que dejó el estudio de la medicina y el derecho, para seguir una ruta de alcoholismo, galantería, inestabilidad psíquica, desenfreno erótico, protagonismo mundano, que, en sus momentos de lucidez infrecuente, sin embargo, desarrolló poemas, narraciones, teatro. Al cabo de sus años de vida nada fuera de lo común, Musset tal vez comprendió que su rol, su tácita misión, era representar al estilo de la existencia de los escritores llamados románticos, como Thomas de Quincey, Charles Baudelaire, Alfred de Vigny, Gerard de Nerval. Si tuvo amores fue con George Sand, devoradora de poetas, músicos, políticos; si bebió alcohol fue para arribar a la frontera del delirium tremens; si participó en orgías sexuales, reales o inventadas por su desorden psicopatológico, fue para plasmarlos como testimonio indeliberado de aquellos desórdenes escabrosos en la novela Gamiani, clásico del erotismo finisecular que revive las perversidades de una duquesa, hermanada con el Marqués de Sade.

Es posible que Baudelaire tuviera en cuenta a Musset, además de él mismo y Quincey, cuando describió el delirio del opio:

«Este señor visible de la naturaleza visible (me refiero al hombre) ha querido, pues, crear el paraíso por medio de la farmacia con las bebidas fermentadas semejante a un maníaco que reemplazase sólidos muebles y verdaderos jardines por decorados pintados en tela y montados sobre bastidores. En esa depravación del sentido del infinito está, según creo, la razón de todos los excesos culpables desde la embriaguez solitaria y reconcentrada del literato que, obligado a buscar en el opio un alivio para el dolor físico y habiendo descubierto de esta manera un manantial de goces morbosos, ha hecho de él, poco a poco, su única higiene, y como el sol de su vida espiritual, hasta la borrachera más repugnante de los arrabales que, con el cerebro lleno de luz y de gloria, se revuelca ridículamente en las basuras de la calle».

(Baudelaire, Ch., Los paraísos artificiales. El spleen de París, Tomo II, Editorial Letras Vivas, México)



La producción literaria de Musset comprendió los Contes d'Espagne et d'Italie (1830), la narración erótica Gamiani, dos noches de pasión (1833), Rolla (1833) Noches (1835-1837), La confesión de un hijo del siglo (1836), Pierre et Camille (1844), Poésies Nouvelles (1850). Intentó el teatro de aliento shakesperiano, pero su primera pieza fue silbada, según Thibaudet: «El teatro en verso de Musset no tiene importancia alguna dramática» (Historia de la literatura francesa, Losada).

Las descripciones de los rasgos esquizofrénicos de Musset tal vez pudieron interesar más a Sigmund Freud que a André Breton.

Balance del Romanticismo

La fecundidad literaria exuberante de Víctor Hugo en poesía, narrativa, teatro, cohesionó el sincretismo de la tesis de la dialéctica poética del romanticismo contrapuesta a la antítesis dialéctica del áspero, asordinado, desacralizador, realismo urbano de Baudelaire, que dejó flotando una galaxia de poetas menores, diferentes de tema y estilo.

El romanticismo francés excedió los parámetros escolásticos que lo definen como manifestación de una poética basada en la extroversión del intimismo sentimental, cuitas de amor y penas, confidencias, desilusiones, dirigidas a la pasión de una mujer de carne y hueso o a la visión de la mujer ideal. Baudelaire observó que Víctor Hugo introdujo la lírica que expresó las tonalidades y matices del alma humana:

«Los versos de Víctor Hugo traducen el alma humana -señaló Baudelaire- no solamente los placeres más directos de la naturaleza visible, sino también las sensaciones más fugitivas, las más complejas, las más morales (las llamó sensaciones morales) que se han transmitido por los seres visibles, la naturaleza inanimada; no solamente la figura de un ser extraño al hombre, vegetal o mineral, también su fisonomía, su mirada, su tristeza, su dulzura, su alegría, su odio repulsivo, su encantamiento o su horror; en fin, en otros términos, le interesa todo lo que es humano, todo lo que pueda ser divino, sagrado o diabólico».

(«Les fleurs du Mal et autres écrits». Baudelaire ou la consciencie poétique, Dominique Rincé, Intextextes/Nathan)



Pero la conciencia poética varía en las generaciones románticas siguientes, los parnasianos incluidos. Una tendencia, por ejemplo, entra a la historia con los sonetos del franco-cubano José María de Heredia (1842-1905), hijo de cubano y de la francesa Louise Giraud, expresaron un cierto romanticismo auroleado por la épica española de la conquista de América. El soneto «Los conquistadores» trasunta el orgullo de la hazaña de Cristóbal Colón. Un destello americano en el tapiz de colores europeos. Tradujo al francés la Historia General de México de Bernal del Castillo. Escribió el drama «La desesperación de Atahualpa». Otros incursionaron en el paisajismo estetizante, aproximándose a la pintura impresionista. Sully-Prudhomme(1839-1907), Premio Nobel de 1902, discípulo de Anatole France, nos dice: «Aquí abajo las lilas se marchitan / la canción de los pájaros es breve / yo sueño en los estíos que perduran siempre». Leconte de Lisle, nacido en la isla de Reunión, colonia francesa del Océano Indico (1818-1895) recibió la huella clásica del arte griego en sus obras principales Poèmes antiques (1852), Poèmes barbares (1862), Poèmes tragiques (1866) y Derniers poèmes (1895). François Copée (1842-1908) varió entre una poesía bucólica: «Llegado el estío, allá en la explanada / el vuelo siguiendo que llevan las cosas / a cazar iremos, bajo la enramada / yo la estrofa errante, tú las mariposas»Ritornello»); y el largo poema narrativo evocador de culturas antiguas: «Cuando Senacherib, venciendo en la Caldea / vio su gloria colmada, como a servil ralea / todo el pueblo cautivo llevó. A los más ancianos / hizo sacar los ojos y mutilar las manos; / el resto, en la gran Nínive, palacios levantaba» (Senacherib). Descendiente de españoles y portugueses sefarditas, Catulle Mendès (1840-1909), reputado como el teórico de los parnasianos, se agotó en polémicas en las nuevas ediciones del Parnaso Contemporáneo. De alguna manera corrió algo parecido a las dudas que sofocan la personalidad de Alphonse de Lamatine: ¿fue un poeta?, ¿fue el autor de la historia de los girondinos?, ¿fue el fogoso parlamentario que derribó a Luis Felipe de Orleans? Si se reúnen las facetas tan disímiles se salvan Las meditaciones y La muerte de Sócrates. Como «El albatros» de Baudelaire, majestuoso en las alturas del cielo, tropieza, cojea, cuando baja a la tierra de la política. Tocqueville lo detestó por su populismo arribista como orador de las barricadas y la asamblea. Los poetas dijeron que Théophile Gautier (1811-1872) era un buen pintor; y los pintores que era un buen poeta. Los Émaux et camées (Esmaltes y camafeos) lo confirman como un miniaturista de pincel delicado. «La Sinfonía en blanco mayor» (Rubén Darío escribió «Sinfonía en gris mayor» que preludió, como salida del modernismo, la vanguardia) tiene versos memorables: «¿con cuáles hojas de blancos lirios / ¿con qué médulas de cañamiel? / con cuáles hostias, con cuáles cirios / tan blanca hicieron su blanca piel? Romántico hasta el tuétano escribió Gautier: ¿De Venus la concha rosada / pudo sus tonos confundir / con el matiz de la alborada / y el del capullo que va a abrir?».

Impresos u orales, hay Gauterianas que todavía se citan -anota nostálgicamente Thibaudet- y se discuten y se viven. En materia de oficio literario hay siempre un «Gautier», decía que «que sirve para cortar una discusión y en el cual subsiste quizá lo más conocido del artista que escribió cien volúmenes». Existe una edición de las Poésies complètes, en tres volúmenes, citada por Díez-Canedo, ob. cit.

Los alemanes discutieron las raíces del romanticismo del siglo diecinueve con su seriedad habitual, a diferencia de la flexibilidad teórica de los franceses, con excepción de Baudelaire, contrario al decorativismo superficial. Schlegel y Schelling glosaron las ideas de Karl Phillip Moritz, que antes fueron motivos de diálogos con Goethe en un viaje a Roma. August Wilhem Schlegel en Lecciones sobre las bellas letras «pasó revista a las teorías sobre el arte por el arte, los principios aristotélicos de la imitación». Schelling en Filosofía del arte se refirió a las raíces mitológicas del romanticismo alemán, en largas disquisiciones sobre la búsqueda de la identidad germánica en una etapa que continuó Richard Wagner en la música con las leyendas de los Nibelungos y Sigfrido. Todorov dedicó páginas agudas sobre la crisis del romanticismo desde la perspectiva alemana (Théories du symbole, Editions du Seuil).

El simbolismo de Verlaine a Mallarmé

Entre la poesía de Paul Verlaine y la poesía de Stéphan Mallarmé se extiende un amplio y desigual marco estético y temático que remarca más individualidades verbales que encajonamientos generacionales. Rémy de Gourmont conceptuó que los signos del simbolismo constan de individualismo literario, libertad del arte, abandono de la escolástica del romanticismo, tendencia a la búsqueda de ritmos, metros y vocabulario, todo esto en contexto de un espíritu de renovación colindante con los territorios de la vanguardia.

Paul Verlaine

Paul Verlaine fue la figura mayor de la dialéctica poética renovadora que concluyó con el Romanticismo, instaurando una nueva tesis sustentada en la música de la palabra: «de la musique avant tout la chose». Sin ponerse de acuerdo; por esas misteriosas coincidencias culturales que privilegian a un país, el simbolismo poético se presenta dentro del profundo espíritu revolucionario que estremeció el siglo diecinueve con el impresionismo musical de Debussy, Ravel y Satie, con el impresionismo pictórico de Renoir, Cézanne, Monet. ¿De cuál feérico Sinaí descendieron los rayos mesiánicos que en un mismo momento de la historia produjeron a Victor Hugo, Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Mallarmé, Napoleón Bonaparte, Saint-Simon, Fourier, Balzac, Flaubert, Proust, Debussy, Ravel, Satie, Renoir, Degas, Monet, Cézanne? Nadie tiene la respuesta, pero sí existen las pruebas del amor, como dijo Cocteau. En «Chante d' automne», Baudelaire usó instrumentos de baja sonoridad; Verlaine templó cuerdas de conciertos de música de cámara al estilo de la sonata de César Franck para traducir esa cierta languidez del corazón bajo la lluvia que empapa los campos y tamborilea los techos de la ciudad. Su música es melancólica, entristece los corazones. No hay clarines wagnerianos, no hay estruendo sino languidez en la música de una poesía concebida por un hombre derrotado por enfermedades purulentas y la embriaguez en los cafetines de sillones acolchonados donde se recostaba desde el atardecer. A los coetáneos les pareció algo innombrable que el poeta de las Fiestas galantes hubiera disparado contra un demonio juvenil llamado Arthur Rimbaud que lo arrastró al vicio después de abandonar a su familia burguesa y pasar de trashumante alcoholizado a un patético y envejecido sentenciado. Poeta maldito Verlaine, poeta maldito Rimbaud: pasaron por la poesía y la vida como tripulantes de un barco fantasma que los transportó del cielo al infierno. La literatura francesa fue distinta al leerse los Poemas saturnianos (1866), Fiestas galantes (1869), La buena canción (1870), Romances sin palabras (1874), Antaño y Hogaño (1884), Liturgias íntimas (1892), Elegías (1893), Arte Poética.

Arthur Rimbaud

Vida y poesía se desdoblan. La estabilidad de su existencia burguesa recibe una pedrada que lo llevó a perder el sentido del matrimonio. Esa piedra tuvo nombre: Arthur Rimbaud. La rodadura vertiginosa de la piedra le rescató la bipolaridad erótica que yacía en su intimidad acaso sin conocerla o si la conocía no la ejercía. El joven poeta lo arrancó de su falsa felicidad hogareña. Lo invitó al viaje, como Baudelaire («invitation au voyage»), pero un viaje interior por las cavernas de su identidad. Erró por los Países Bajos. Pero al regresar no era el mismo Verlaine del Registro Civil, que salió de Francia arrastrado por el poeta maldito. Cuando el maldito rodó por otros caminos, el poeta maduro hirió al poeta adolescente que le cambió la vida. En la prisión reflexionó acerca de la desventura del trágico viaje. Pero ya no pudo ser el mismo. Lo que no cambió fue el gran poeta Paul Verlaine. La piedra no despeñó el lirismo que un tiempo «descorazonó el corazón». Entre la calma del arraigo francés y la tempestad que lo sacó de su gozne, reconcilió vida y obra.

Su vida fue «une saison en enfer». Demoníaca, fugaz, borrascosa, iluminada, también sombría. No hubo puertas que salieran al paso del viajero pertinaz que partió de Charleville sin saber qué buscaba, en cuál puerto iba a atracar definitivamente. Apenas mencionan el nombre del joven aprendiz de marinero en Alemania, Inglaterra, Austria, Italia. Su itinerario lo lanzó a la aventura de traficante de armas en Abisinia, soldado mercenario en la España de las guerras civiles, en el archipiélago de Sonda como oscuro comerciante. Navegó el Nilo para explorar las pirámides, quizá pensando que su destino yacía en las cámaras secretas de los sacerdotes maldecidos por los faraones. Aseguran que formó parte de un circo pobre que levantó carpa en Holanda, Suecia, Noruega. En un raro lapso de sensatez dejó en un puerto los manuscritos de Las iluminaciones y Una temporada en el infierno. En uno de los poemas autobiográficos más célebres, «Barco Ebrio», reveló el talento extraordinario de su capacidad poética, el vigor de los colores de los paisajes de sus exóticos viajes, la fusión de sentimientos y escenarios, los dones carismáticos para captar las sensaciones que no aprendió en liceos y las universidades que nunca frecuentó:

«He visto las resacas, la tormenta sonora / las corrientes, las mangas -y de todo sé el nombre- / cual vuelo de palomas, a la exaltada aurora / y alguna vez he visto lo que cree ver el hombre. Yo he visto el sol manchado de místicos horrores / alumbrando cuajados violáceos sedimentos /. Cual en dramas remotos, los reflujos, actores / Lanzaban en un vuelo sin estremecimientos. / Soñé en la noche verde de espuma y nieve ahíta / en los ojos del mar, lentos besos de amor -y en la circulación de la savia inaudita / que arrastra, áureo y fatal, al fósforo cantor... Vi el sol de plata, el nácar del mar, el cielo ardiente / horrores encallados en las pardas bahías / y mucha retorcida y gigante serpiente / cayendo de los árboles, con fragancias sombrías... Humeante, libre, ornado de neblinas violetas / segué el cielo rojizo con brío de segur / llevando -almíbar grato a los buenos poetas- mis líquines de sol y mis mocos de azur».

(«Barco ebrio»)



Paul Claudel, fervoroso de mar, como Paul Valéry, editó y prologó poemas y prosas de Arthur Rimbaud de Une saison en enfer y Les illuminations deslumbraron a los críticos literarios franceses cuando fue demasiado tarde para felicitarlo porque murió en Marsella, en 1891.

Stephane Mallarmé

Un profesor de foscos mostachos y barbilla mefistofélica se situó en las antípodas de Verlaine y Rimbaud con una poesía de sintaxis quebrada, enigmático contenido, que no dijo nada legible a sus coetáneos del parnasianismo y el simbolismo. Su vida de maestro de provincia fue oscura. Su ambición fue ser profesor de inglés para poder leer la literatura británica sin la intermediación de traductores. Con tan discreto propósito Stephane Mallarmé se fue a Londres, casado con una alemana que poco le aportó para que apagar el volcán antirretórico que bullía sin salida en sus primeras colaboraciones al Parnaso Contemporain. Pero su viaje de retorno a París abrió las fisuras del talento reprimido con la apertura de un salón literario al que acudían Stephan George, Reiner María Rilke, Paul Verlaine, Paul Valéry, André Gide... Pero lo que realmente rompió las tradiciones retóricas fue la publicación de dos poemas: «La siesta del fauno» («L'après-midi d'un faune») en 1876 y «Un golpe de dados no disolverá el azar» («Un coup de dés ne abolira le hasard»). En ellos había algo diferente, algo nuevo, algo inefable, contrario al racionalismo poético de Víctor Hugo, Verlaine y Rimbaud. Los que entendieron el mensaje sin mensaje fueron los compositores impresionistas. Claude Debussy creó un escándalo sin precedentes cuando estrenó «La siesta del fauno» con una estructura musical que los indignados críticos de los diarios de París atacaron en pandilla; era una música evanescente extraída de un alucinante bosque mitológico en el que danzaba un fauno fantasmagórico (Vaclav Nijinsi) del Ballet Russe. Maurice Ravel se inspiró en «Tres poemas de Mallarmé» que también hicieron época. Darius Milhaud adaptó otro poema del mismo autor: «Chansons bas» de Stephane Mallarmé.

Era poesía para la música. O música para la poesía. Más fuerte fue la perplejidad que embarulló a los lectores cuando apareció «Un golpe de dados no disolverá el azar»Un coup de dés ne abolira le hasard»). La lectura lineal del poema no encontró la llave del pabellón mágico. Si era simbolismo ¿dónde estaban los símbolos? ¿Era quiromancia? ¿Astrología? ¿Ocultismo? ¿Era la respuesta del oráculo de la fábula?, ¿era la Sibila, infernal criatura griega? Varias generaciones de críticos, sobre todo los estructuralistas de nuevo cuño, multiplican interpretaciones, sin saciar inquietudes. Poesía sin metáforas, poesía abstracta, poesía vacía: ¿antipoesía? Los surrealistas vieron a Mallarmé como precursor de la poesía onírica, interpretación que contradice la teoría del psicoanálisis que considera la incoherencia de los sueños como fuente de turbios deseos.

«La carne es triste ¡ay ¡y todo lo he leído. ¡Huir! ¡Huir! Presiento que en lo desconocido / de espuma y cielo, ebrios los pájaros se alejan. / Nada ni los jardines que los ojos se reflejan / sujetará este pecho, náufrago en mar abierta. / ¡oh noches ¡ni en mi lámpara la claridad desierta / sobre la virgen página que esconde su blancura, / Y ni la fresca esposa con el hijo en el seno».

(«Brisa marina»)



Impotente de expresar la poesía inefable, Stephane Mallarmé se fue del mundo sin dar las respuestas que, en cambio, sugirieron Debussy y Ravel, sombras de mitos antiguos y exhalaciones húmedas de los bosques, en «Pelléas et Mélisande» (poema de Maurice Metterlinck) y en «Dafne et Chloe». En tiempos modernos el compositor Pierre Boulez (1925) se declaró tributario de la poesía de Mallarmé, con la obra Pli sélon Pli, portrait de Mallarmé (Cinco poemas, para piano, soprano y orquesta). Michel Butor, en el ensayo «Mallarmé selon Boulez», expresa:

«A ses deux lectures du mot Improvisation, Boulez, puisqu'il s'agit de Mallarmé, se sent obligé d'ajouter une troisième. Les virtualités, les variantes possibles du morceau "Une dentelle s'abolit" restaient fort limitées, n'interveniaent au fond que pour améliorer l'execution de l'ouvre. Il s'agit maintenant en ce troisiéme 'degré' des variantes composées entre lasquelles le chef d'orchestre, l'opérateur, disait le poéte, va puvoir choisir une versión».

(Essais sur les modernes, Tel Gallimard)



Conde de Lautremont (Isidore Ducasse)

A la caza de cosas insólitas que asustaran a los burgueses timoratos; a la búsqueda de escritores que exaltaran las transgresiones -paraísos artificiales, locura, desenfreno, satanismo, como Baudelaire-, los surrealistas encabezados por André Breton descubrieron en el pórtico del siglo XX a un poeta enigmático que murió a los 24 años, autor de un largo, feroz, perverso poema narrativo en prosa llamado «Los cantos de Maldolor», del que circularon diez libros solamente por la cobardía del editor belga ante posibles acusaciones de propagar insultos blasfemos contra la religión católica.

El creador de la ordalía de irreverencias, obscenidades, incitaciones al sadomasoquismo y otras espantosas invectivas se presentó como el Conde de Lautremont, siendo, en realidad, el hijo de un funcionario de discreto perfil de la representación diplomática de Francia en Uruguay. No era un aristócrata del Ancien Régime, ni tampoco un poeta renombrado sino un joven y humilde aspirante de intelectual. Lo presentaron como un loco furioso que, en el frenesí de la demencia, escribió un panfleto. León Bloy publicó un comentario sobre los Cantos con las características de un libelo sin atenuantes para que el loco peligroso fuera recluido en el manicomio más cercano de su casa de Montmartre. El poeta nicaragüense Rubén Darío, quizá pasado de ajenjo, incorporó a Ducasse en su libro «Los raros», en el que dijo: «Se trata de un loco, ciertamente. Pero, recordad, que el deus enloquecía a las pitonisas y que la fiebre divina de los profetas producían cosas semejantes y que el autor vivió eso, y que no se trata de una obra literaria sino del grito, del aullido de un ser sublime martirizado por Satanás». Los surrealistas también mordieron el anzuelo: proclamaron al muy cuerdo Isidore Ducasse como precursor de la literatura revolucionaria que transformaría el mundo.

En una carta del autor de los Cantos, fechada el 23 de octubre de 1869 transcrita por Enrique Díez Canedo en la antología La poesía francesa del Romanticismo al Superrealismo antes citada, se aclara por qué Ducasse concibió su obra: «Yo he cantado el mal como lo hicieron Mickkievicz, Byron, Milton, Southey, Alfredo de Musset, Baudelaire, etc. Naturalmente he exagerado un poco el diapasón para crear novedades en el sentido de esa literatura sublime que no canta la desesperación más que para oprimir al lector, haciéndole desear el bien como remedio. Así pues el bien es lo que canto, en suma, sólo que por un método más filosófico y menos cándido que la antigua escuela, de la cual Víctor Hugo y algunos más son los únicos representantes vivos aún». Díez-Canedo agrega con sensatez: «Sus cartas muy pocas, no dan de ningún modo idea de locura» (ob. cit.).

El deslinde de Ducasse aclaró específicamente: «Sépalo, renegué de mi pasado. Ya no canto más que la esperanza; pues para ello, hay que atacar primero a la duda de este siglo (melancolías tristezas, dolores, desesperaciones, relinchos fúnebres, maldades artificiales, orgullos pueriles, maldiciones chuscas, etc., etc.). En una obra que llevaré a Lacroix en los primeros días de marzo, llamo a la parte a las más bellas poesía de Lamartine, Víctor Hugo, Alfred de Musset, Byron y Baudelaire, y las corrijo en el sentido de la esperanza, indicando lo que hubiera debido hacerse. Al mismo tiempo corrijo seis piezas de las peores de mi bendito libro» (carta de 21 de febrero de 1870; murió en noviembre). Así pues ahí no hay espacio para grandes especulaciones de pensamiento, teología, filosofía, religión, lingüística, como interpretaron ciertos estructuralistas, mucho menos una máquina del pensamiento, percibida por Phillipe Sollers, en una frase de Breton («La science de Lautréamont», «L'Écriture et l'Expérience des limites») y por Maurice Blanchot en «Lautremont et Sade». Aquí se puede incluir lo que Sartre escribió sobre Mallarmé:

«Sin duda el crítico puede "forzar" a Mallarmé, arrastrarlo hacia él; tal es justamente la prueba de que puede también aclararlo en su realidad objetiva. [...] En una buena obra crítica se hallarán muchas informaciones sobre el autor analizado y algunas sobre el crítico. [...] En oposición a las trivialidades subjetivas que intentan en todas partes "ahogar el pescado", hay que restaurar el valor de la objetividad».

(Pág. 518.
Citado por Tzvetan Todorov en Crítica de la crítica, Paidós, 1991)



Los cantos de Maldoror son un deslumbrante ejercicio de imaginación narrativa de índole teratológica básicamente literaria que, por la excentricidad del personaje central, una combinación de Rimbaud, Fantomas y brujo haitiano (Mackandal de El reino de este mundo del novelista franco-cubano Alejo Carpentier) confundió a los precipitados apologistas. Otra gaffe de los surrealistas fue la supervalorización de una autobiografía de Nerval, dándole jerarquía literaria a Aurelia, alucinante información psiquiátrica de las anomalías mentales del poeta, informe de dudosa calidad literaria. El ser mítico inventado por el joven poeta Ducasse, un sátiro monstruoso que por sus metamorfosis brinca por los campos, montañas, océanos, ciudades y aldeas asesinando doncellas, mutilando animales, cometiendo sacrilegios:

«Pero no ignoro (yo también soy sabio) que un día porque me había detenido la mano en el momento en que levantaba un puñal para atravesar el seno de una mujer, la cogí por los cabellos con brazo férreo, y le hice girar en el aire con tal velocidad que me quedé con la cabellera en la mano y que su cuerpo lanzado por la fuerza centrífuga fue a chocar contra el tronco de una encina, cuando un joven que aspira a la gloria, en un quinto piso, inclinado sobre su mesa de trabajo, a la hora silenciosa de medianoche, siente una especie de zumbido que no sabe a qué atribuir, vuelve hacia todos los lados su cabeza, entorpecida por la meditación y los manuscritos polvorientos; pero nada, ningún indicio sorprendido le revela la causa de lo que débilmente, aunque, de todos modos, pueda oírlo. Nota al fin por el humo de su vela, elevándose hacia el techo, produce a través del aire circundante, las vibraciones casi imperceptibles de una hoja de papel colgada de una escarpia clavada en la pared. En un quinto piso. Así como un joven que aspira a la gloria, oye una especie de zumbido que no sabe a qué atribuir, de igual modo oigo yo una voz melodiosa que pronuncia en mi oído: ¿Maldoror?».

(Traducción de Julio Gómez de la Serna)



En definitiva, un narrador de exuberante, sádica, esotérica fantasía, cuya obra es digna de codearse con los cuentos fantásticos de Villiers de L'Isle-Adam y Guy de Maupassant. Se han llevado a cabo prolijas investigaciones sobre el padre de Isidore Ducasse, cónsul de Francia, durante su estada en Montevideo, Uruguay, sacudida por las guerras civiles del dictador argentino Juan Manuel de Rosas. Asimismo la vida del poeta en Francia, estudios, ediciones frustradas de los Cantos, y la Poesía. Padeció constantes jaquecas, estuvo aislado deliberadamente. Tuvo relaciones difíciles con su padre por motivos de remesas mensuales de dinero en los bancos para pagos de subsistencia y ediciones de los Cantos. Falleció a los 24 años, como los elegidos por los dioses. No pudo disfrutar la gloria literaria que ambicionó cuando escribía a medianoche bajo la tenue llama de lámparas fosforescentes en la habitación de un quinto piso de Montmarte, los Cantos de Maldoror, compendio de infamias, aberraciones, metamorfosis de hombre a insectos, pulpos, tiburones, crueldades inimaginables, concebidas por un solitario, demiurgo de fantasías malévolas, escritor de 24 años.

Otros poetas franceses

Las tensiones del racionalismo dialéctico que nos guía, inevitablemente excluyen a los poetas que no constituyen tesis o antítesis de escuelas o movimientos literarios. O bien están dentro del diagrama de la polarización poética o aportaron elementos de opacidad insuficientes para construir tesis o antítesis. Los historiadores de la literatura quedan encerrados, atrapados, en dilemas de selectividad que abrigan injusticia estética o la arbitrariedad de la subjetividad crítica. Tampoco se debe incurrir en los excesos nominativos de las guías telefónicas.

A pesar del relativismo de la crítica literaria y su derecho a elegir, incluimos entre los poetas románticos a Aloysius Bertrand, autor de Gaspard de la Nuit (1842) y del humorístico poema «Los cinco dedos de la mano» y otros sarcásticos y pintorescos; Marceline Desbordes-Valmore (1786-1859), poetisa admirada por Baudelaire, autora del dístico «Cielos ¿a dónde iré / sin pies para huir? / ¿A dónde llamaré / sin llave para abrir?»; Théophile Gautier (1811-1872), poeta, crítico de arte, autor de Émaux et Camées (Esmaltes y camafeos), figura literaria reconocida en el Parnasse Contemporain, por poemas como «Tú sólo tú, viejo divino / sabes, bajo una mano breve, / ensortijar el musgo leve que alfombra el monte venusino»; Théodore de Banville (1823-1891), ilustre parnasiano, cultivó versos como un escultor y un pintor del Renacimiento. Historiador de la literatura: ganó autoridad con su Petit traité de poésie française (1871). Incursionó en el teatro; en las antologías tiene presencia el soneto «La princesa Borghese»: «De la familia corsa la joya más lucida / la Princesa Borghese, desnuda, el escultor / ve surgir a su vista, cual lirio encantador / aquel cuerpo radiante de juventud y vida» (Traducción de Cayetano de Alvear); Jean Lahor (1840-1909), lo atrajeron la jurisprudencia y la medicina, la filosofía y las ciencias esotéricas orientales. Publicó «L'illusion y En Orient en dos volúmenes; Léon Dierx (1838-1912), príncipe de los Poetas, tras la muerte de Mallarmé, poeta místico de temas cristianos; Maurice Rollinat (1846-1903), discípulo de Baudelaire y Poe, autor de Cantos del crepúsculo, en el que repite «en las hierbas ondulantes» como anáfora del medio ambiente tenebroso; Edmond Rostand (1868-1918), dramaturgo de resonante éxito escénico zarzuelero con piezas como Cyrano; autor de letrillas satíricas de corte popular que le restaron méritos poéticos, pero alcanzó a editar Les musardises (1890), Le vol de la Marseillaise (1919) y Le cantique de l'aile (1922); Jean Richepin (1849-1926), argelino de nacimiento, su obra dedicada a temas reñidos con la blasfemia y a la descripción de la miseria en la novela precursora de la escuela naturalista de Zola, autor de La chanson des gueux (1876), Les caresses (1877), Les blasphèmes (1884), Mes paradis (1894); Tristan Corbière (1845-1875) poeta bohemio, tomó asuntos de espadachines españoles y americanos dentro de una visión ácida del mundo en Les amours jaunes (1873); Jules Laforgue (1860-1887) nació en Montevideo de padres franceses como Ducasse, que anuncia poesía de vanguardia con vocabulario distinto del simbolismo: «La luna se levanta por allá / ¡la carretera como un sueño está / ¡Oh interminable carretera ¡/ Aquí se cambia el tiro, / los faroles se encienden / de la leche que expende alguien toma un cuartillo / y el postillón arrea / mientras canta el grillo / a la luz que en los astros de julio parpadea» («Solo de luna». Traducción de Enrique Díez-Canedo).

Segunda generación de simbolistas

Albert Thibaudet clasifica a los escritores franceses del siglo diecinueve en generaciones: la generación de 1789, la generación de 1820, la generación de 1850, la generación de 1885. Optó por el método por las imprecisiones de clasificarlos estéticamente: románticos, parnasianos, simbolistas, naturalistas, ya que hay vasos comunicantes que los mezclan en forma desigual. «Albert Thibaudet no se disimulaba, más bien exageraba, las dificultades y la arbitrariedad relativa que implica una clasificación por generaciones: de ahí, sin duda, que haya escrito no menos de tres a cuatro veces algunos capítulos de esta Historia, ora haciendo variar la duración de las generaciones básicas, ora ensayando nuevas divisiones entre una y otra generación, y en todos los casos, dejando mezclados en sus papeles y confundidos en cada página los diversos estados de un mismo capítulo», escribieron León Bopp y Jean Paulhan, encarando la problemática. Baudelaire se hizo cargo de la situación cuando examinó uno a uno a los poetas de su tiempo, advirtiendo virtudes y defectos, acuerdos y desacuerdos, congruencias e incongruencias:

«Théodore de Banville fue célebre siendo aún muy joven. Las cariátides datan de 1841. Recuerdo que hojeábamos con asombro este volumen donde tantas riquezas un poco confusas, en desorden, se encuentran amontonadas. Todo el mundo hablaba de la edad del autor, y pocos eran los que aceptaban admitir una precocidad tan sorprendente. París no era entonces lo que es hoy en día, un barullo, un caos, una Babel poblada de imbéciles y de inútiles, poco exigentes en la manera de matar el tiempo, y absolutamente rebeldes a los goces literarios. En aquellos tiempos el todo París se componía de esa selección de hombre encargados de forjar la opinión de los demás y que, cuando un poeta acaba de nacer, son los primeros en enterarse. Ellos saludaron naturalmente al autor de Las cariátides como un hombre que tenía ante sí una larga carrera. Théodore de Banville se manifestaba como uno de esos talentos de excepción, para quien la poesía es la lengua más fácil de hablar, y cuyo pensamiento se moldea por sí mismo en un ritmo. Las cualidades suyas que saltaban a la vista eran la abundancia y la brillantez; pero las numerosas e involuntarias imitaciones, la misma variedad del tono, según que el joven poeta sufriese la influencia de tal o cual de sus predecesores, contribuyeron en buena medida a desviar la atención de los lectores de la facultad principal, la que más tarde debía ser su gran originalidad, su gloria, su marca de fábrica, me refiero a la certidumbre en expresión lírica».

(Escritos sobre literatura.
Edición de Carlos Puyol, Bruguera)



En cada poeta romántico había también un parnasiano, un poco de simbolismo, algo de Víctor Hugo, una pizca de Lamartine, otro tanto de Verlaine, de Mallarmé en menor grado. Pero, cualquiera que fuese el iluminismo de los predecesores, hubo grandes poetas.

Georges Rodenbach (1855-1898), gloria francesa de raíces belgas, dejó el ejercicio utilitario del Derecho en Bruselas para anclarse como poeta de profunda melancolía en las buhardillas bohemias de París. Leyendo sus poemas se aprecia que el cambio de una ciudad a otra, el trasplante físico de la morada no es lo esencial de una lírica atravesada por la tristeza que emana de los conventos, los muebles viejos de los abuelos, los días domingos de soledad melancólica, los recuerdos de la niñez, las alcobas silenciosas donde alguien nació, donde alguien murió:

«¡Ventanas conventuales! Por la tarde yo contemplo / vuestras cándidas cortinas cual velos de desposadas / que al rumor del incensario quisiera alzar el templo / para gustar vuestros besos / ¡labios de bocas amadas! Allí están esas mujeres de corazón aplacado / y muerta carne, cosiendo en doméstico encierro; / por no amar sino a ti solo, pálido crucificado, / ven al cielo por los huecos que en tus carnes hizo el fierro».

(«Beaterio flamenco».
Traducción de Ángel Vegue y Goldoni)



«El espejo es el alma gemela de la alcoba / Es su amor; contemplándose en él ella se arroba / todo allí se refleja en callado himeneo: el baúl, la estatuilla, el antiguo trofeo... la alcoba se duplica al fondo del espejo / con recuerdos de ensueño y juventud. Lo viejo / renace... mas las cosas en su marco dorado / dijérase que sufren con la vida inactiva; / el espejo, egoísta, las guarda enamorado / como un retroceso de existencia cautiva».

Le miroir est l'amour, l'âme-soeur de la chambre...».
Traducción de Max Henríquez Ureña)



«El domingo, igual siempre que en la niñez lejana, / desnuda tarde pálida, vacía y triste mañana / un día muy largo, un día de ayuno y abstinencia / en que hay hastío; un día en que tras larga ausencia / se vuelve de un país de verde exuberancia / y aún desorientado en la casa vacía / corre sin encontrarse, estancia tras estancia / porque el domingo es del regreso el primer día»

Le dimanche est toujours».
Traducción de Ramón Pérez de Ayala)



La melancolía romántica de Rodenbach aparece también en Albert Samain (1858-1900), animador del Mercure de France, que fusiona un romanticismo de corte clásico a las musas de las elegías de Verlaine:

«Lentamente y seguidos del perro de la casa / volvemos por la senda familiar; un pálido otoño sangra en el fondo de la avenida / y mujeres de luto cruzan sobre el ocaso. El silencio camina entre nosotros. Nidos de falacia, maduros para otros sueños, / vienen nuestros dos corazones, cansados del viaje / soñando con llegar al puerto, egoístamente».

(«Otoño».
Traducción de Juan Ramón Jiménez)



Rodenbach y Samain preludian una poesía sencilla, sin ampulosidades metafóricas, poemas de naturaleza clásica veladamente melancólica sobre ambientes de familias acurrucadas alrededor de los leños ardientes de las chimeneas; poesía de hogares rurales que con Francis Jammes (1868-1938) transmite la iconografía sentimental de armarios, relojes de cuco, mesas de comedores, frutas confitadas de los bodegones consagrados de una naturaleza muerta que no perece:

«Hay un armario apenas lustroso. En otros días / oyó la voz de mis ancianas tías / oyó la voz del padre de mi padre. / A sus memorias el armario es fiel / se engañaría el que creyera / que tan sólo callar sabe. / Y también hay un cuco de madera / que ha perdido la voz no sé de qué manera. / Yo no se lo pregunto. / Acaso se rompiera / la voz de su resorte, pura y sencillamente / como la de un difunto. / Hay un antiguo aparador, oliente / a cera, a confituras; / a carne y a pan y a peras maduras. / Es como fiel sirviente / que sabe que robar al señor está mal. / Han llegado hasta mi muchas visitas / hombres, mujeres. Nadie cree en tales almitas / y al ver entrar a un visitante me sonrío / cuando dice, al no ver ser vivo en torno mío: / -Señor Jammes, ¿qué tal?».

(«El comedor»)



No hay banalidad en estos versos. Registran a su manera, sin proponérselo, la sociedad campesina tradicional que se libró de ser arrastrada por la anarquía subversiva de París, la Restauración, el Segundo Imperio y la República. Esta poética rural, quizás perezosa y conservadora, dividió Francia entre la quietud de los campos de trigo como un país eminentemente campesino en el interior provinciano y las alteraciones urbanas de los debates parlamentarios, el fracaso de la vuelta a los castillos del Ancien Régime, el 18 Brumario, las trincheras empapadas de sangre de los revoltosos de la Comuna de París. La novelística de Balzac se ocupó de las guerras civiles incoadas por las vertiginosas transferencias de los luises a los sans-culottes, de Versalles a la Bastilla, el arribismo de los nobles que cambiaron de camiseta en un santiamén (Mirabeau, Saint-Simon, Chateaubriand, Tayllerand), y las mujeres de padres enriquecidos por la revolución que se casaron con los galanes residuales de la nobleza.

Émile Verhaeren (1855-1916), originario de Bélgica, compañero de estudios en un colegio de jesuitas de Gante del poeta Rodenbach, se empeñó en ser protagonista literario de las disputas entre el campo y la ciudad en una primera etapa. Dejó cromos rurales y estampas religiosas sobre la vida campesina en «La vaquera»:

«Sus manos rojas y curtidas; rueda / por su cuerpo la savia en ondas cálidas / o hincha su pecho y, lenta lo levanta / como los vientos mueven a los trigos. Tened misericordia, Señor, del monje anciano / que se muere: acoged su alma en vuestra mano, / Cuando le grite el mal que su paso en el mundo / va presto a concluir su giro vagabundo; / cuando el mirar vidrioso, ya turbio y empañado / un adiós postrimero mande al cielo estrellado. Sed misericordioso, Señor, a su memoria / y haced para su alma lugar en vuestra gloria».

(«Agonía de monje»)



Tuvo un momento de exacerbación del sistema nervioso que produjo poemas de cambios radicales del futuro del mundo: «Apóstol, héroe, sabio, artista, aventurero / todos van horadando el muro legendario: / y por este trabajo común o solitario / el nuevo ser se siente el universo entero» («Hacia el futuro»). Superada la furia de mensajes cósmicos, Verhaeren regresó a la calma del clasicismo campesino.

Pierre Louys (1870-1925) estructuró una tregua en las antinomias, con una poesía de lujoso orientalismo. Las canciones de Bilitis (1894) forjó fugazmente en los últimos tramos del diecinueve una estética de sensualidad decadente de orden autobiográfico: «Muchacho, no te vayas sin haberme amado. Aún en la noche, soy bella; ya verás cómo mi otoño es más cálido que la primavera de otras. Desdeña el amor de las vírgenes. Arte difícil es el amor, y las jóvenes lo saben mal. Yo le he aprendido durante toda mi vida, para ofrecérselo a mi último amante» (El último amante). Anatole France, Jean Cocteau y André Gide continuaron en forma fugaz el espíritu pagano y erótico de Louys.

Henri de Regnier (1864-1936) considerado una de las figuras más importantes del simbolismo, ostenta características de individualismo, «yoísmo», anacronismo exegético, lirismo de raigambre sentimental de romanticismo. Dialoga con la amada omnipresente. Le habla de «tú» al corazón. Individualiza el destino del poema -presumiblemente la segunda hija del poeta José María de Heredia, poetisa y novelista de abolengo. La bibliografía de Reignier agrupa poemarios que las antologías avalan por la continuidad cronológica de las ediciones: Lendemains (1885), Apaisément (1886), Sites (1887), Episodes (1888), Poèmes rustiques et romanesques (1890), Tel qu'en songe (1892), Aréthuse (1895), Les jeux rustiques et divines (1897), Les Médailles d'Argile (1900), La cité des eaux (1902), La sandale aillé (1906), Le miroir des heures (1911), Vestigia flammae (1921), Flamme tenax (1928), Choix de poèmes (1932).

Se consagró asimismo por sus sonetos románticos: «Iremos a la Viña fecunda, inagotable, / para beber a sorbos el vino del olvido / como la tarde pálida, la aurora se ha extinguido / y el mundo viejo brinda promesa deleznable». Coincidió con el fervor hogareño de Francis Jammes:

«La casa en calma y la llave en la cerradura / la mesa en que los frutos dulces y el agua pura / de la copa se espejan sobre la talla oscura; / dos caminos que guían -los dos- al horizonte / la mar que se presiente, lejos, detrás del monte, / y todo lo que evoca risa sencilla y clara / de los que no desean nunca cosa más rara / que una fuente azul entre florecidos rosales».

(«El visitante».
Traducción de Ramón Pérez de Ayala)



«Yo no quiero que nadie se acerque a mi tristeza, / ni tus pasos amigos, ni tu rostro adorado / ni tu mano que toca con lánguida nobleza / la perezosa cinta y el volumen cerrado. Déjame: a mi puerta a nadie se abra ahora / ni al viento matutino dé paso mi ventana; / está cansado y triste mi corazón, y llora / sobre un mundo sombrío y una existencia vana. / Mi tristeza me viene de una región distante, / más allá de mí mismo; es una cosa ajena / y todo hombre que ame, que sonría o que cante / en voz baja la escucha cuando la hora suena. / Y algo se agita y mueve en la conciencia oscura, / se despierta y expande en el alma dormida / a esa voz apagada que al oído murmura / que es ceniza en su fruto la rosa de la vida».

(«La voz»)



Los poetas españoles Juan Ramón Jiménez, y Pedro Salinas tradujeron diversos poemas del espléndido sonetista clásico que dominó suaves, certeros encabalgamientos, en los que, también, se escucha los murmullos otoñales de los violoncelos de Paul Verlaine.

Como Stuart Merrill, Francis Vielé-Griffin (1864-1937) nació en Estados Unidos, llegó en la niñez a Francia, asimiló el espíritu, el idioma, las letras, la poesía de Francia. Fundó con Henri de Regnier la revista literaria Les Entretiens politiques et littéraires, como vocera del simbolismo. Francés al ciento por ciento, recibió las influencias de su generación, poetizando con la conciencia lírica del promedio de los autores de la mitad del siglo diecinueve. Amor al amor femenino, la naturaleza, el hogar, el ambiente histórico, todo absorbido por la lírica enraizada con Víctor Hugo, Francis Jammes, Henri de Regnier.

«Es fuerza separarnos, hora hermosa, / tú de ensueño y de rosas prendidas / para siempre, hacia el mar, y la noche, perdida... Te aguardé como a dulce compañera; soñando en tu llegada ser pura mi alma pudo / mi castidad formé con tu seno desnudo, / trémulo con el beso de mi espera. A lo lejos, si alzaba los ojos, mi deseo / te veía; eras tú quien el campo segaba / eras tú quien las nuevas vendimias alcanzaba / y era tu andar todo aleteo. Tú fuiste mi esperanza y has venido / desnuda en tu belleza, débil y reidora / de alegría y amor ceñida, bella hora / y tú has huido de mí. Entre ayer y mañana ningún hoy ha surgido / y -¡por mi alma!- no te conocí».

Belle heure, il faut nous séparer»)



Obras principales: Les Cgynes (1887), Ancaeus (1888), La Chevauchée d'Yeldis et outres poèmes (1893), Laus veneris (1895), La Clarté de vie (1897), L'amour sacré (1903), La lumière de Grèce (1912), Choix de poèmes (1924).

Paul Fort (1872-1905) destacó el aliento universal de sus versos, el fondo marino de sus temas, el uso del verso libre en sus últimos poemarios.

En las más difundidas antologías se selecciona «Si toutes les filles du monde»:

«Si todas las mozas del mundo la mano se quisieran dar, en torno / del mar un corro podrían formar. / Si todos los mozos del mundo se hicieran marinos, podrían hacer con sus barcas un puente por cima del mar. / Y entonces en torno del mundo podríase un corro formar, si toda la gente del mundo la mano se quisiera dar».

(Traducción de Enrique Díez-Canedo)



«El mar han escogido, no han de volver jamás. Y luego, si es que vuelven ¿los reconocerás? / Antes de devolverlos, el mar los enmascara. Si sonríen, si lloran, ¿quién ve en su negra cara? / Y alma, ya no la tienen, se les quedó en el mar. / ¡Qué ardiente el mar, qué ansioso el botín que le dan! / Jamás han de volver, el mar han escogido. Y luego, si volviesen ¿serían ellos mismos?».

Ils ont choisi la mer...»)



La condesa Matthieu de Noailles (1876-1933) nació en París en el seno de una aristocrática familia rumana, convirtiéndose poco a poco en la grande dame de los salones literarios donde se impulsaban las artes, con su resplandeciente belleza y las ojeras del negro de humo plasmada por Zuloaga. La música otoñal y melancólica de Verlaine yace en el tuétano de su poesía:

«Será largo el crepúsculo. Ya va creciendo el día / los rumores diurnos huyen y se dispersan; / sorprendidos los árboles, no ven llegar la noche / siguen despiertos en la tarde blanca y piensan. / Los castaños, al aire denso, cuajado en oro / sus perfumes exhalan, y parecen oírlos / y no da miedo andar, mover el aire tierno / para no despertar los aromas dormidos. / Vienen de la ciudad sordos ecos lejanos. / El polvo levantado por un soplo de viento / deja el árbol agónico, triste, que revestía / y otra vez cae, pausado, sobre el camino quieto. / Vemos un día y otro, por costumbre, el camino / que impasibles cruzamos en tantas ocasiones / pero no sé qué cosa cambia en nuestra existencia. / Ya nunca más tendremos el alma de esta noche».

Il fera longtemps clair ce soir...»)



«Silencio: el sol quedó cogido en su postigo, / y se está allí como una abeja que volaba / y que retiene un lirio en su cándido abrigo; / silencio; murió el ruido del tiempo que pasaba. / Es un alto tan claro, seguro y persistente / que la dicha, por fin, nos parece presente. / En el aire ambarino el ánimo se arroba. / ¡Oh silencio!, color de sol en nuestra alcoba! / Silencio: reloj blando de sonido, baldío / que marcas los instantes de la dicha, en estío».

(«Silencio en verano».
Traducción de Eduardo Marquina)



La condesa auspició los primeros films de Luis Buñuel, invitando un público de élite que vomitó y repudió la escabrosa imaginación surrealista.

Algunos escritores -novelistas, pensadores, ideólogos- escribieron poesía en la juventud. Charles Péguy (1873-1914), ensayista de creencia católica, inició su vocación con versos alejandrinos publicados en los Cahiers de la Quinzaine que él mismo editó; André Gide (1869-1945) novelista, dramaturgo, mostró cualidades poéticas en Les poésies d'André Walter (1882) que fueron amainándose al concentrarse en la narrativa y en las memorias.

En las últimas fronteras del lenguaje poético del siglo diecinueve aparecieron dos poetas franceses que se encarrilaron con cierta inteligente ambigüedad entre el clasicismo y la modernidad, entre la intemporalidad de la lírica de todos los tiempos pero sin desbarrancarse en el anacronismo retórico: Paul Claudel y Paul Valéry.

Claudel (1870), graduado en la Escuela de Ciencias Políticas de París, diplomático que ascendió de los consulados a las embajadas, recibió el impacto de la literatura cristiana de los versículos, pero en la forma del verso libre ensayado por poetas no franceses, como Walt Withman, este, mundano de perfiles paganos, aquel bíblico del Antiguo Testamento. Es posible que en el transcurso trashumante de la diplomacia Claudel se inspirara en un sistema poético que lo alejó de las fuentes románticas de Víctor Hugo, Lamartine, Vigny, Musset y en general de la escolástica finisecular, incluyendo a Mallarmé y Baudelaire. Claudel es exultante, jubiloso, eufórico, sin los enigmas lingüísticos de Mallarmé y la agresiva ferocidad crítica del autor de los versos satánicos de Las Flores del Mal:

«Ved, súbito, cuando el poeta nuevo colmado de la explosión, inteligible / con el negro clamor de toda la vida anudada por el ombligo en la conmoción de la base / se abre el acceso / quebrantando violento la clausura, el hálito de si mismo /las maxilares cortantes / al Novenario estremecerse con un grito. / ¡Y ya no se puede callar! ¡La interrogación que se le escapara, como un cáñamo / a mujeres jornaleras, se la confío para siempre al sabio coro de Eco inextinguible! / ¡Nunca duermen todas a la vez! Pero antes que Polimnia, la Grande se yerga / es ya, con ambas manos abriendo el compás, Urania, semblanza de Venus, / cuando enseña, tendiéndole el arco al Amor; / a la risueña Talía que con el pulgar de su pie lentamente la medida marca; o en el silencio del silencio / Mnemosina suspira».

(«Las Musas»)



Claudel canta a las Musas del Olimpo, pero el tono es de un himno angélico. El teatro de Claudel posee también en la obra Cristóbal Colón la búsqueda de la majestuosidad bíblica. Obras principales: Cinq grandes odes, suivies d'un processional pour saluer le siècle nouveau; Corona benigtatis anni Dei (1915); Feulles de saints (1925).

Paul Valéry (1871-1945) es un retorno a las fuentes clásicas de una poesía poblada de mitos marinos sobre los que flota una atmósfera metafísica de alta alcurnia, una profundidad pitagórica solamente desvelada por los filósofos. J. M. Cohen lo sitúa al lado de Rilke, que tradujo poemas de La joven parca, aclarando que Valéry «resulta un poeta más difícil que Rilke, pues incluso, después de aclarar sus intenciones, frecuentemente evasivas, no se puede asegurar que el trémulo resplandor de sus versos no oculte otros significados todavía más huidiza. En su poesía de desapariciones los objetos naturales observados y escogidos se disuelven en una interacción de pensamiento y sentimiento que depende por completo del espíritu del poeta. Su "Narciso" contemplando el estanque en la quietud del crepúsculo ve perturbada su absorta cavilación por el pensamiento que otros hombres también han escudriñado esas aguas como él» (Poesía de nuestro tiempo, FCE).

«¿Quién llora sino el viento, simple, sobre esta hora / a solas, de diamantes extremos?... ¿Más quién llora / tan cerca de mi llanto con mis propias lágrimas? / Esta mano que apenas rozar mi rostro sueña / abandonada dócil a un designio profundo / de mi flaqueza espera la lágrima que vierta / y que de mi destino lentamente apartándose / lo más puro, en silencio, aclare un pecho en duelo. / Me murmura la ola la sombra de un reproche / o remueve del fondo, entre filos de roca / como frustrada cosa debida amargamente / de un pecho atribulado un rumor quejumbroso... / ¿Qué haces, erizada, mano yerta, qué haces / y qué estremecimiento de hoja ausente, persiste / entre vosotras, islas de mi desnudo seno? / Yo cintilo, al unísono, de ese cielo ignorado. Brilla el racimo inmenso en mi sed de desastres».

(«La joven Parca».
Traducción de Mariano Brull)



«El cementerio marino», uno de los poemas más alabados de Valéry, exacerba las virtudes estilísticas, verbigracia, la utilización de frases interrogativas para acentuar el ritmo, frecuentes oxímoron, ritornelos de la mitología griega, conceden a Valéry las cualidades de una poética singular, prerromántica y premoderna, clásica en suma, que, aunque partiendo de Mallarmé, es diferente en el desarrollo de la poesía francesa decimonónica:

«¡Zenón, cruel Zenón; Zenón de Elea! / Me atravesaste con tu flecha alígera, / que vibra, vuela y no avanza nunca! / Si el son me va a engendrar la flecha, ¡mátame! / Qué imagen de tortura para el alma / el Sol, Aquiles quieto y velocísimo. / ¡Oh sí, gran mar, dotada de delicias / piel de pantera, acribillada clámide / por los mil y mil ídolos solares; / hidra absoluta, ebria en carne propia / y azul que muerdes tu fulmínea cola / en un tumulto, símiles del silencio! ¡Se eleva el viento ¡¡Hay que vivir ahora! / Mi libro el aire inmenso abre y cierra / la ola en polvo arriésgase en las rocas / ¡Volad, páginas mías, deslumbradas / ¡Romped, olas! ¡Romped de aguas alegres / el techo en paz que foques merodean!».

«En su juventud frecuentó algunos círculos simbolistas y especialmente el de Mallarmé -observa E. Díez-Canedo. Hay fuertes lazos espirituales entre uno y otro poeta, pero si vale la expresión, podría decirse que detrás de Mallarmé, está la magia, y detrás de Valéry está la ciencia, mas también con ese atractivo mágico que justifica la apelación de Charmes, o encantamiento, empleada por él como título de sus poemas».

(ob. cit.)



Llevó una madurez agitada por amores frustrados que lo pusieron en remolinos de crisis. Tuvo una especie de éxtasis romántico al cruzarse en una calle con una mujer española que no lo conocía y que ignoró el impacto que producía al pretendiente marinero que estudiaba Derecho. El eterno retorno del amor de Dante Alighieri y su pasión intempestiva por Beatriz Portinari y de Petrarca por otra mujer. Aseguran ciertos biógrafos que Valéry decidió suicidarse, por la sucesión de infortunios sentimentales. Esta peculiar borrasca lo llevó a renunciar a la literatura, temporalmente, y concentrarse en estudios de matemáticas. Para ganarse la vida, fue redactor de comunicados de prensa del Ministerio de la Guerra. El regreso a los círculos literarios fue obra directa de su amistad con André Gide (publicó poemas de La joven Parca), y reuniones compartidas con Marcel Schwob, Huyssman, Lorrain y otros escritores decadentes. También se aficionó a la vida y obra de Leonardo da Vinci, fuente de ensayos sobre relaciones de la poesía y las ciencias de la física. En Varietés Valéry insistió en la escritura de ensayos burilados por una fina capacidad reflexiva entre la filosofía y la metafísica.

Principales obras: La jeune Parque (1917), Le cimetière marin (1920), Poésies (1933). Como ensayista publicó: L'Introduction à la méthode de Léonard de Vinci (1895); Varietés, I-5; Poésie essais sur la poétique et le poète (1928), Propos sur la Poésie (1930), Mémoires d'un Poème; Corona & Coronilla. Poemas a Jean Voilier (2008), edición póstuma de tipo amoroso. La novela -ensayo La Soirée avec Monsieur Teste es un poco la autobiografía del poeta, reelaborado, como si fuera una versión francesa de El Licenciado Vidriera de las Novelas Ejemplares de Cervantes, es decir, un erudito puro, eminentemente cerebral, deliberadamente desconectado de los hechos triviales de la vida. Esto fue lo que aspiró Valéry como su vida: viajar por los océanos con una gran biblioteca en el camarote. En los hechos, tuvo esposa, hijos, un par de amantes más jóvenes que él, una de ellas poco antes de su muerte.

Diplomático, miembro de la Academia de la Lengua, Paul Valéry fue el poeta oficial de Francia, y en tal condición representó al gobierno; pero hubo una falla que empezó en la ceremonia de recepción del Mariscal Pétain, en 1931, como héroe de la primera guerra mundial. Desdichadamente, para Francia y Valéry, Pétain se transformó después en colaboracionista del régimen alemán nazi, en Vichy, borrándose todos los honores circunstanciales.

Víctor Hugo abrió la poesía francesa de la era del romanticismo. Paul Valéry fue el final y el cierre de la lírica del siglo diecinueve. Entre los corchetes se encierra, sin duda, el período más importante de la poesía francesa, superior a los anteriores de los siglos XVII, XVIII y XX.

Yendo más lejos, hay críticos que destacan la influencia de Leonardo da Vinci, Descartes, Kant, en el pensamiento de Valéry:

«Nuestra comparación entre Kant y Valéry está basada en el hecho de que ambos pensadores se concentraron en la disyuntiva crucial entre la conciencia (del yo y de los objetos) y el aspecto formal de las cosas y de que ambos disolvieron esta disyuntiva -uno desde el racionalismo y el otro en un retorno deliberado a él- las dilucidar las estructuras mentales coherentes en cuyo seno podrían resolverse las contradicciones que entrañaba».

Dos textos juveniles de Valéry: L'Introduction à la méthode de Léonard de Vinci (1895) y «La soirée avec Monsieur Teste» (1896) proporcionan el punto de partida más obvio para un análisis de la opinión que sostuvo a propósito de la conciencia. El Méthode, escrito en 1894, y publicado en 1895, es un fotocalco sorprendentemente coherente, aunque abstracto, de la «mente universal» (Freedman Ralph, The poetics of Paul Valéry, Doubleday, Anchor Books, New York; véase Hytier Jean, La poétique de Paul Valéry, Colin, Paris, 1953; Benoist Pierre-F., Les essais de Paul Valéry, vers et prose, expliqués et commentés. Editions de la Pensée Moderne, Paris, 1964; Bowra C. M., The heritage of Symbolisme, Macmillan, London, 1933; Cioran G. M. Valéry face à ses idols, L'Herne, Paris, 1970; Chauvet Louis, La Poétique de Paul Valéry, Dynamo, Lieja, 1966).

«Pueden distinguirse en el conjunto de las letras francesas cuatro grandes naturalezas literarias -sostiene Thibaudet- los siglos XVI, XVII, y XX, ha habido revoluciones del gusto en el tiempo: cada una de ellas nace por una especie de ruptura y de comienzo absoluto. Al orden por épocas de desarrollo y al orden por series de ideas sucederá aquí, por remplazo de conjuntos, análogo al orden de sucesión de los cuatro imperios escolásticos, cartesiano, kantiano, y post-kantiano, un orden, asimismo, por diálogo y conflicto entre esos cuatro órdenes, ninguno de los cuales desaparece nunca enteramente, como tampoco las filosofías, hoy todavía están presentes en los conflictos de las formas y las ideas».

«Cada uno de esos tres discursos, Épocas, Series, Imperios, es un discurso posible, responde a ciertas articulaciones de la realidad literaria, o ciertas necesidades de la historia literaria, explicativas, didácticas, organizadoras», agrega Thibaudet.

La teoría hegeliana de la dialéctica se arma didácticamente en tesis y antítesis, que también reconoce «el juego subjetivo del ir y venir de raciocinios», activado históricamente por la lógica del pensamiento postulado por Aristóteles. En otras palabras, si Víctor Hugo fundó, podríamos decir, la tesis del Romanticismo, y Paul Valéry la antítesis de la primaria concepción del Romanticismo, el resto de los poetas se sitúan en el ir y venir de las variantes retóricas, vale decir la dialéctica de la poesía no los deja por fuera, no los excluye, más bien los reconoce y pondera, según la calidad de las aportaciones. En el siglo XIX pocas naciones pudieron gratificarse como Francia en la obra de poetas de la envergadura de Víctor Hugo, Alphonse de Lamartine, Alfred de Vigny, Alfred de Musset, Gerard de Nerval, Aloysius de Bertrand, Theophile Gautier, Marceline Desbordes-Valmore, Theodore de Banville, Charles Baudelaire, Leconte de Lisle, José María de Heredia, Sully Prudhomme, François Coppé, Catulle Mendès, Edmond Rostand, el conde Lautreaumont, Paul Verlaine, Arthur Rimbaud, Stéphane Mallarmé, Émile Verhaeren, Paul Fort, Condesa Mathieu de Noailles, Francis Jammes, Paul Claudel, Paul Valéry.