Segundo libro
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MERCURIO.- ¿Dónde hallaría
yo ahora a Carón para holgarme un rato con él y
quitarlo de la congoja en que el cuidado debe estar? Porque si ha
sabido cómo el rey de Francia desafió tan contra
razón y justicia al Emperador, queriendo combatir con
él de persona a persona, y cuán liberalmente el
Emperador aceptó el combate, pudiéndolo por muchas y
muy claras razones rehusar, sin duda alguna él estará
desesperado, creyendo y aun teniendo por cierto que si estos dos
príncipes viniesen a combatir, el rey de Francia con la mala
causa que tiene, quedaría o muerto o preso en el campo, y el
Emperador, quedando victorioso, pondría luego fin a las
guerras de la cristiandad como hizo después de la victoria
de Pavia. Y hallándose el mezquino haber comprado aquella
galera que por merced que Dios le haga, si no le vienen muchas
venturas de las que ahora, con tantos franceses como han muerto en
Nápoles, le han venido en estos dos años no
acabará de pagar, bien podéis pensar en qué
confusión el buen marinero se hallará. Por esto,
querría saber dónde está y librarlo de este
trabajo. He ido a la barca y no lo hallo, en la galera mucho menos.
También he rodeado estos campos de una parte y de otra; he
corrido toda esta ribera. No he dejado a Plutón, a
Proserpina a Minos, a Eaco. A todos he preguntado y ninguno me sabe
dar nuevas de él. De manera que ya no sé
adónde a tal hora me lo vaya a buscar, si por dicha no
estuviese el bellaco en algún bodegón con las Furias
banqueteando. Mas, no es nada servidor de damas. ¿Qué
había de hacer allá? ¿Qué digo yo?
Quizá estará procurando con ellas que vayan a
estorbar este combate. Mas no, que las Furias con Proserpina
están. Pues Alastor no está acá, que ahora
poco ha lo dejé yo en Francia. ¿Dónde
iré? Quiero dar voces, porque quizá está tras
algún árbol durmiendo. ¿Carón?,
¿Carón?, ¿Carón? No responde.
¿Carón?, ¿Carón?, ¿Carón?
No aprovecha nada. Sin duda se ha echado en la laguna de
desesperado. Mas, no lo tengo yo por tan necio.
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CARÓN.- Oigo voces de hacia la ribera. No
sé quién me llama. Ya, ya. Mercurio es aquél.
¿Qué me quiere? Quizá piensa que no sé
cómo han de combatir el Emperador de los cristianos y el rey
de Francia y querrá venir a darme estas malas nuevas. No
sé si me vaya allá o si me esconda, que parte de
prudencia es no querer hombre oír cosa de que sabe haber de
recibir pesar, si no lo puede remediar; mas, visto me ha y viene
hacia acá volando.
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MERCURIO.- ¿Qué andas,
Carón, por aquí buscando? Sabes cuán mal
parecen los marineros por las montañas.
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CARÓN.- ¿Nunca viste
ladrón, no hallando qué hurtar, de desesperado
meterse fraile?
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MERCURIO.- Mas de cuatro.
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CARÓN.- ¿Y maravillaríaste
si demás que desesperado me metiese yo aquí
ermitaño?
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MERCURIO.- Tú te guardarás bien de
esa locura. Mas dime, así goces, ¿qué haces en
esta montaña?
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CARÓN.- ¿Qué quieres que
haga? Pues que de hoy más, no tendré que pasar
ánimas al infierno; quiérome estar aquí
salteando las que suben al cielo. Sabes cuán poca diferencia
va de un oficio a otro.
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MERCURIO.- Y, ¿qué quieres hacer
de esa porra que tienes en la mano?
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CARÓN.- Mas no, sino vente a saltear las
manos vacías e irás por lana y volverás
trasquilado. Mas dejémonos ahora de esto, y pues que con
tanta congoja me andas buscando, dime ya, ¿qué es lo
que me querías?
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MERCURIO.- Dime tú primero a mí,
¿qué desesperación es ésta?; o,
¿por qué determinas dejar tu barca?
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CARÓN.- Porque ni la barca ni la galera
no tendrán de hoy más qué hacer.
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MERCURIO.- ¿Por qué?
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CARÓN.- ¿No sabes cómo el
rey de Francia ha de combatir con el Emperador?
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MERCURIO.- ¿Y pues?
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CARÓN.- ¿Tú no ves que no
podrá dejar de perder el rey de Francia?
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MERCURIO.- ¿Y bien?
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CARÓN.- Perdiendo él, yo soy luego
perdido.
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MERCURIO.- ¿Por qué?
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CARÓN.- Quedando el Emperador victorioso
o el rey de Francia será muerto o preso. Si es preso, luego
el Emperador querrá hacer esta negra paz universal que tanto
anda procurando, y si sale con ella, vesme a mí al hospital.
Pues si el rey de Francia muere en el combate, allí pierdo
yo el mayor y mejor amigo que tengo entre cristianos. Allí
pierdo yo el causador de toda mi ganancia. Allí pierdo
aquél en cuya esperanza me empeñé para comprar
aquella galera. Allí te digo yo que puedo decir haber
juntamente perdido la galera y la barca.
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MERCURIO.- Ea, pues, no te fatigues
Carón, que no te buscara yo sino para quitarte de este
cuidado.
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CARÓN.- ¿Búrlaste?
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MERCURIO.- Antes lo digo de verdad, y hasme
tú hecho andar perdido por acá y por acullá,
buscándote.
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CARÓN.- Dime, pues, lo que me
querías.
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MERCURIO.- Ni he dejado galera ni he dejado
barca; todo lo he andado.
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CARÓN.- Ya me has hallado.
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MERCURIO.- Buscábate río abajo y
río arriba, buscábate por aquellos campos a una parte
y a otra.
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CARÓN.- Vesme aquí.
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MERCURIO.- Pregunté primero a los jueces;
no te habían visto. Pregunté a Plutón y a
Proserpina. No me supieron dar nuevas de ti hasta que de
desesperado me vine por aquí voceando.
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CARÓN.- No me hagas tanto desear eso que
me has de decir. ¿No sabes que da dos veces el que presto y
liberalmente da y el que tarde no le es agradecido?
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MERCURIO.- Estoy tan ronco que apenas puedo
hablar.
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CARÓN.- Acaba ya, pues, de decir lo que
me quieres decir o te ve mucho de en hora mala, que ya no me
podrá saber bien lo que me dijeres, habiéndomelo
hecho tanto desear.
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MERCURIO.- Ea, pues, agúzame bien esas
orejas, que ya te lo voy a decir.
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CARÓN.- Y aun la porra aparejaré
para darte con ella si me burlares.
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MERCURIO.- ¿Qué es eso,
Carón? ¿A los dioses?
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CARÓN.- Estoy aquí para saltear
los santos que suben al cielo, ¿y tendré mucho
respecto a los espíritus del infierno?
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MERCURIO.- ¡Ha, Ha, He!
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CARÓN.- ¿De qué te
ríes?
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MERCURIO.- De verte enojado.
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CARÓN.- ¿Quién
tendrá paciencia para esperar tus frialdades?
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MERCURIO.- No te quiero más enojar.
Hágote saber que tu rey de Francia ha hoy en este día
públicamente rehusado el combate.
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CARÓN.- ¿Qué me dices?
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MERCURIO.- La verdad de lo que pasa.
Enójate ahora comigo.
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CARÓN.- ¿Que me enoje? Nunca yo
tal haré, si es verdad lo que me has dicho.
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MERCURIO.- No pongas duda en ello.
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CARÓN.- Pues abrázame,
Mercurio.
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MERCURIO.- ¿Que te abrace?
¿Dónde tienes tú el seso?
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CARÓN.- Perdona mi atrevimiento y dame
siquiera la mano. ¡Oh, rey de Francia!, ¡cómo
pensé ya haberte perdido! ¡Oh, Francisco de Angulema!,
¡cómo pensé ya carecer de las mercedes que cada
día y cada hora recibo de ti! ¡O, si te concediese
Dios más años que a Néstor, más larga
vida que a Matusalén, o si tuviese una docena de tales
amigos como tú, cuán bueno andaría mi partido!
Ahora te digo yo, Mercurio, que quiero dejar la tristeza y la
malenconía y holgarme aquí un rato contigo.
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MERCURIO.- Antes te quiero luego dejar.
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CARÓN.- Eso no harás tú si
yo puedo. ¿Cómo?, ¿y así piensas
dejarme la miel en los rostros?
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MERCURIO.- Pues, ¿qué quieres?
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CARÓN.- Quiero que me cuentes desde el
principio lo que entre aquel Emperador y el rey de Francia sobre
este su desafío ha pasado, y cómo rehusó el
combate, y si te hallaste tú allí presente y hablas
como testigo de vista o si lo has oído decir?
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MERCURIO.- Larga me la levantas y yo tengo que
hacer.
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CARÓN.- Mira Mercurio, más hay
días que longanizas. Mañana podrás hacer lo
que no hicieres hoy. Y pues me has comenzado a alegrar, no me dejes
así suspenso, sino sentémonos. Así goces
aquí en este prado y cuéntame toda esa historia muy
de tu espacio.
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MERCURIO.- Contentareme con que tengas paciencia
y consientas que a todas las ánimas que por aquí
pasaren hacia el cielo preguntemos de qué manera en el mundo
vivieron.
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CARÓN.- Quizá estarás ocho
días antes que alguna venga.
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MERCURIO.- Yo sé que vendrán hoy
más de cuatro.
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CARÓN.- Sea como tú quisieres, que
por oír esas buenas nuevas no hay cosa que no sufra de buena
gana. Vesme aquí a mí sentado; siéntate
tú si quisieres.
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MERCURIO.- Que me place, mas, espera; veamos.
Cata que viene hacia acá un ánima y trae una corona
en la cabeza. Rey debe ser.
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CARÓN.- Cosa es que muy pocas veces
acaece subir reyes por esta montaña.
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MERCURIO.- No me maravillo, pues hay pocos.
Sepamos quién es y de dónde. ¿No miras
cuán resplandeciente y con cuánta gravedad y
señorío viene? Creo que no nos querrá
hablar.
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CARÓN.- Sí hará, que por la
mayor parte acaece ser los más altos más humanos, y
por el contrario los más viles, más soberbios.
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MERCURIO.- Alleguémonos, pues.
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ÁNIMA.- No tengáis miedo hermanos,
ni os espante mi dignidad, pues ni aun en el mundo a nadie
espantó. Llegaos sin recelo y preguntad lo que
queráis.
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MERCURIO.- ¡Oh, Rey bienaventurado!
Aún aquí muestras la humanidad de que en el mundo
usabas.
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ÁNIMA.- En el mundo no alcanzamos
más de una semejanza de virtud, y acá se viene todo a
perfeccionar, mas el que allá no lo comienza a poner por
obra, mal recaudo trae para acá.
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MERCURIO.- Tu presencia muestra tu poder. Tu
habla manifiesta tu saber y tu camino, tu bondad. De manera que
muestras bien cuánto cuidado tuviste de parecer a aquel gran
Dios de quien vas a gozar.
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ÁNIMA.- No te maravilles que trabaje ser
semejante a Dios, el que dejándolo de hacer sería
figura del diablo.
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MERCURIO.- Maravíllome por ser cosa que
pocas veces suele acaecer un rey tan ornado de virtudes como
tú te me representas.
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ÁNIMA.- Ya también yo anduve un
tiempo en la red con los otros, más sacome aquél que
sólo me pudo sacar, y vemos por la mayor parte hacer
más fruto aquéllos que más ofendieron.
Sólo a San Pablo te quiero poner por ejemplo.
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MERCURIO.- Gran recreación sería
para mí oír la manera como en el mundo viviste, si me
atreviese a te lo preguntar.
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ÁNIMA.- Muy gran afrenta hace al rey el
que teme pedirle cosa virtuosa, y pues yo esto después que
soy rey a nadie negué; tampoco lo quiero a ti negar. Has de
saber que yo no supe antes de ser príncipe qué cosa
fuese ser hombre, y como fui criado y doctrinado como los otros, la
simiente de ambición que en mi ánimo echaron
prendió tan presto, y se arraigó de manera en
mí, que todo mi pensamiento y todo mi cuidado era no en
cómo regiría bien mis súbditos y
gobernaría mis reinos, mas en como ensancharía y
aumentaría mi señorío. En esto ponía yo
mi fin, y en esto pensaba consistir todo mi ser y toda mi
felicidad. Y como los corazones de los mancebos sean por la mayor
parte a cosas nuevas inclinados, y para esto en lugar de freno
hallase yo espuelas con aquella ferocidad que la natura puso en los
ánimos no experimentados, me metí en un laberinto de
que no así fácilmente me podía desenredar.
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MERCURIO.- ¿Cómo?
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ÁNIMA.- Yo te lo diré. Trabamos
tan cruda guerra otros príncipes mis vecinos y yo, y vino la
cosa a tanto extremo, que al cabo de muchos años, aunque los
unos y los otros deseábamos vivir en paz, ningún
medio hallábamos para desasirnos. De manera que me
parecía tener, como dicen, el lobo por las orejas. Por una
parte, ver mis reinos destruidos y las provincias sobre que
debatíamos perdidas y casi asoladas, movido a
compasión me convidaba a dejarlo todo y vivir en paz. Por
otra parte, acordándome de las sinrazones que mis enemigos
me habían hecho y me hacían, y la sinjusticia que
tenían en lo que me demandaban y defendían,
pareciéndome afrenta no llevar la cosa adelante, pues en
ella tanto había gastado y consumido, tenía por muy
gran poquedad no llegarla hasta el cabo. Pero cuanto más
pensaba caminar adelante, aunque la fortuna me era casi siempre
favorable, las más veces era mayor la pérdida que la
ganancia. De manera que ocupado en esto mi juicio y empleados en
ello todos mis sentidos, de ninguna cosa tenía menos cuidado
que de la buena gobernación de mis súbditos, que
debía ser el principal. Fatigábame a mí,
fatigaba mi pueblo. Yo estaba desabrido con ellos y ellos comigo.
No dormía de noche ni comía con gana de día.
Hallábame tan perplejo; hállabame tan turbado que
muchas veces me era enojo el vivir. Veía que no hacía
lo que debía para con Dios ni para con mis súbditos.
Veía que no podía alcanzar lo que deseaba para con el
mundo. Quería ir adelante, y no podía. Quería
volver atrás y no sabía, ni a nadie osaba descubrir
el secreto de mi corazón, no osándome fiar
enteramente de nadie.
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MERCURIO.- ¡Oh, qué vida tan
trabajada!
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ÁNIMA.- ¿A ésta llamas
vida? A la fe, dígole yo muerte. Estando, pues, yo en esta
perplejidad que oyes, un día, paseando solo en mi
cámara, vino un criado mío con quien yo tenía
poca y aun casi ninguna conversación, y trabándome
por el hombro, me remeció diciendo: «Torna, torna en
ti, Polidoro». Yo, espantado de ver un tan gran atrevimiento,
no sabía qué decir. Por una parte me quise enojar, y
por otra me parecía no ser sin algún misterio aquella
novedad. A la fin, viendo él que yo no hablaba, me
tornó a decir: «Veamos, ¿tú no sabes que
eres pastor y no señor, y que has de dar cuenta de estas
ovejas al señor del ganado que es Dios?». Diciendo
esto se salió de la cámara y me dejó solo y
tan atónito que no sabía adónde me estaba. Mas
luego torné en mí y comencé a pensar en las
palabras que me dijo, que era pastor y no señor y que
había de dar cuenta a Dios de mis ovejas. Luego se me
representó cuánta multitud de ellas había
perdido después que comencé a reinar, cuán
poco cuidado había tenido de apacentarlas y gobernarlas y
cómo las había tratado, no como padre a sus hijos, ni
pastor a las ovejas de su amo, mas como señor a sus
esclavos. Representóseme, por otra parte, de cuántos
males aquella guerra en que andaba envuelto había sido
causa. ¡Cuántas ciudades, villas y lugares
habían sido destruidos y saqueados! ¡Cuántas
vírgenes, casadas y viudas forzadas, cuántos
monasterios violados, cuántas iglesias despojadas, y todo
esto con tanto daño, con tanta infamia y afrenta del nombre
cristiano! Entonces comencé a reñir conmigo diciendo:
«¿Cómo? ¿Y esto es ser Príncipe?
¿Esto es ser rey? ¿De esta manera se apacienta el
ganado?, ¿de esta manera se gobiernan los reinos? Veamos,
estas ovejas, ¿no son de Dios? Tú, ¿eres sino
pastor? Pues, ¿para qué quieres más de ellas
de lo que él te quisiere encomendar? ¿Cómo?
¿Y por allegar otras has de perder y maltratar las que te
son encomendadas? Mala señal es cuando el pastor quiere
más ovejas de las que el señor le quiere encomendar.
Señal es que se quiere aprovechar de ellas y que las quiere,
no para gobernarlas, mas para ordeñarlas. Desecha, pues, de
ti esta dañosa opinión. Veamos, si pudieses
conquistar todo el mundo con otro tanto daño como de doce
años a esta parte la república ha padecido,
¿no escogerías ser antes un hombre pobre que causa de
tanto mal? ¿No te acuerdas que hay infierno y
paraíso, y un Dios a quien has de dar muy estrecha cuenta de
cómo hubieres en este mundo vivido? ¿Parécete
que si ahora te llamase, darías buena cuenta de ti y que
dejarías muy gentil fama en este mundo habiéndolo,
como has, maltratado tu reino? ¿Parécete que se
habría muy bien aprovechado tu reino con tu
gobernación? Tomástelo rico y próspero, y,
¿dejaríaslo pobre y destruido? ¿Ésta es
la gloria y fama que los buenos príncipes suelen alcanzar?
¿Es razón que por ti solo padezca tanta gente?
¿Es justicia que, por mandar tú a una o dos
provincias de más, se destruyan así tantas y tantas
tierras? ¿En qué andas? ¿Qué es lo que
buscas? ¿Qué es lo que con tanta aflicción y
trabajo deseas sino eterna infamia en este mundo y perpetuos
tormentos en el otro?». Pensando en éstas y en otras
semejantes cosas pasé toda aquella desasosegada noche, y
otro día por la mañana hice decir misa en una capilla
donde la solía oír e hincado de rodillas ante el
santísimo Sacramento, con lágrimas vivas que del
corazón me saltaban, comencé a decir:
«Jesucristo, Dios mío, Padre mío, y
Señor mío: Tú me criaste y me hiciste de nada
y me pusiste por cabeza, padre y gobernador de este pueblo, y
pastor de este ganado; yo, no conociendo ni entendiendo el cargo
que me diste, he sido causa de los males que toda la
república padece. Si tú, Señor, lo permites
por castigarme a mí, toma en mí y no en el pueblo la
venganza. Si yo soy causa de estos males, quiero que como a
Jonás me hagas echar en las ondas del mar. Mas si tu ira es
contra el pueblo, vuelve ya tu misericordia. Conténtese tu
justicia con lo que ha padecido, y pues tuviste por bien de ponerme
aquí por padre, rey y pastor. Dame gracia y saber para que
lo gobierne a tu voluntad que ya has experimentado por una parte mi
malicia y por otra mi ignorancia y poquedad, dejándome en la
invención de mis manos. Pues de hoy más,
acuérdate, Señor, que soy mozo, lleno de tantos
defectos, y sin tu ayuda, muy insuficiente para gobernar tanta
multitud de gente. Por eso, Dios mío, o me quita el reino,
proveyendo tus ovejas de otro buen pastor, o me trae tú la
mano como a niño que aprende a escribir para que
guiándome tú no yerre. Desde ahora, Señor,
protesto que no quiero ser rey para mí, sino para ti, ni
quiero gobernar para mi provecho, sino para bien de este pueblo que
me encomendaste. No me desampare, pues, Señor, tu gracia, ni
me niegues una tan justa suplicación, pues prometiste de
oír a los que en justicia y en verdad te llamasen». De
esta oración me levanté tan alegre que, a mi parecer,
hasta entonces nunca lo había estado tanto, y dando gracias
a Dios que me había librado de una tan ciega tiniebla y de
una tan trabajosa ceguedad, queriendo ejecutar el buen deseo que me
dio, conociendo cuán pernicioso es al príncipe tener
cabe sí hombres viciosos, especialmente de avaricia y
ambición notados, y como es más dañoso a la
república que el rey tenga mal consejo, aunque él sea
bueno, que no ser el rey malo, aunque los que están cabe
él sean buenos, antes que cosa alguna otra comenzase a
ordenar, aparté primero de mi compañía
viciosos, avaros y ambiciosos. A unos daba cargos fuera de mi corte
y a otros enviaba a reposar a sus casas y a otros, cuyos delitos
eran manifiestos, mandaba castigar, porque fuesen ejemplo a los
nuevos ministros que había de recibir. Hecho esto y apartada
esta pestilencia de mi lado, halleme tan libre y tan contento, que
me parecía haber sido hasta allí siervo y esclavo de
tan ruin gente, y desde entonces comenzar a ser rey. Luego
escogí personas virtuosas y de buena vida y los puse en
lugar de aquéllos, declarándoles que todas las veces
que conociese en ellos ambición o avaricia o que por este
respecto o por cualquiera otra pasión o afición
particular me aconsejasen cosa alguna que no cumpliese al bien de
mis reinos o que fuese contra justicia, a la misma hora los
apartaría vergonzosamente de mi compañía. Tras
esto, eché de mi corte truhanes, chocarreros, y vagabundos,
quedándome solamente con aquéllos de que tenía
necesidad. Y por evitar la ociosidad, de que nacen infinitos males,
ordené que todos mis caballeros vezasen a sus hijos artes
mecánicas juntamente con las liberales en que se
ejercitasen. Y sabiendo cuánto importa que el dador de la
ley la comience a guardar, luego comencé a poner mis hijos e
hijas en que aprendiesen oficios; y con esto me siguieron todos.
Reformada mi casa y Corte, me puse a reformar mis reinos, tomando
muy estrecha residencia a todos los jueces y ministros que
tenían cargos de justicias o gobernación. Y a los que
hallé limpios, hice de mi propia voluntad sin que ellos me
lo pidiesen muy grandes mercedes; a los malos y culpados
desterré en una isla despoblada. Y de allí adelante,
como mis ministros esperaban premio, siendo buenos, y muy recio
castigo siendo malos, gobernaban de manera que muy pocas o ningunas
quejas me venían de ellos. Jamás proveía de
obispado ni beneficio a los que me los pedían, porque
sólo en pedírmelos juzgaba ser inhábiles para
tenerlos. Muchos días con infinito trabajo estuve perplejo
en la provisión de los obispados, porque como en los obispos
se requieren virtudes interiores, y éstas se pueden mal
juzgar por actos exteriores, las más veces me salían
peores aquéllos que por de fuera se me mostraban mejores, y
como yo no tenía facultad para castigarlos, pasaba muy
grande y para mí incomparable trabajo con ellos, hasta que
por pura importunidad alcancé una facultad del Papa muy
amplia para que el mal obispo que no hiciese lo que es obligado con
sus ovejas lo pudiese yo privar y poner otro en su lugar. Y con
esto, y con tres o cuatro que desterré en las islas
despobladas, no había hombre que no procurase de hacer lo
que debía. Hacíalos residir ordinariamente en sus
iglesias, y muy pocas veces les mudaba los obispados si no era
cuando las virtudes de uno me parecían necesarias para otra
parte, y entonces no tenía respecto a la renta sino a la
necesidad de las ovejas, y jamás les consentía que
admitiesen pleitos sobre beneficios eclesiásticos, mas
procuraba que los hiciesen servir y gastar las rentas de ellos, de
manera que fuese menester andar rogando con ellos. De esta manera,
os maravillarías cuán presto floreció la
religión y piedad cristiana en mis reinos. Reformé
luego las leyes, de suerte que muy pocos pleitos duraban más
de un año. Hacía castigar los abogados que
defendían causas manifiestamente injustas. Las mercedes que
había de hacer tenía en dos partes divididas: unas
eran de cosas que podía yo dar a quien quisiese sin
perjuicio del pueblo, y otras de administraciones de que
dependía el bien o el mal de la república. Para la
provisión de éstas, tenía un memorial de
personas virtuosas y en quien cabían los tales cargos, cada
cosa por su parte, y esto sin tener respecto a favores ni linajes,
ni servicios, mas solamente al bien de la república; y para
las otras tenía otro de aquellos que me habían bien y
lealmente servido, cada uno en su grado. De manera que no era
vacada ni se había de proveer una cosa que ya no tuviese yo
señalada en mi libro la persona a quien la había de
dar. Y con esto, ninguno me pedía ni me importunaba con
cosas semejantes, que me era un muy gran alivio y un muy gran
contentamiento a todos, especialmente acordándose del tiempo
pasado, que acaecía muchas veces cuando yo daba una cosa,
haber gastado aquél a quien se daba mucho más en
esperarla y procurarla de lo que ella valía. Usaba de mucha
clemencia con aquéllos que veía por ignorancia o por
algún desastre haber pecado y a los que conocía por
malicia y con obstinación errar, castigaba con mucho rigor,
especialmente si eran criados, ministros o oficiales míos.
Si algún juez tenía fama de haber cohechado, aunque
enteramente no se le probase, tanto odio le tenía que no
podía consentir que me viniese delante. Hacía casi
siempre tener mis puertas abiertas, dando audiencia a todos los que
me querían hablar y de mejor gana y con más dulce
cara oía los pobres y pequeños que los ricos y
grandes; y, sobre todo, aquéllos que de mis ministros se
venían a quejar. Y hacía de manera que ninguno se
partía descontento de mí, aunque no le otorgase lo
que demandaba, si no eran aquéllos cuyos manifiestos errores
merecían no solamente castigo, mas presencial
reprensión, porque esto pone temor a los malos, y alcanza el
príncipe mucha gracia del pueblo. Visitaba a tiempos mis
reinos, procurando siempre que de mi estada o pasada algún
fruto sintiesen. En unas partes hacía reparar o edificar
cosas necesarias, especialmente hospitales, puentes y cosas
semejantes. Quitaba las imposiciones que me parecían graves
o deshonestas. Casaba huérfanas y otras pobres doncellas;
remediaba viudas y otras personas necesitadas. Tenía tanto
cuidado en que mis cortesanos no hiciesen mal ni daño donde
mi corte estaba o por donde pasaba, que no parecía sino un
convento de frailes buenos. Amaba y hacía mercedes a los que
de algo me amonestaban y reprendían. Aborrecía y no
podía ver a los que andando a mi voluntad me lisonjeaban.
Procuraba saber lo que de mí se decía y perseveraba
en lo bueno y enmendaba lo que parecía malo. Siempre
tenía por mejor seguir el parecer de hombres sabios y
virtuosos, y en quien conocía celo del bien de la
república, que no el mío. Aborrecía tanto los
vicios y trataba tan mal los viciosos, que ninguno de ellos me
osaba parecer delante, especialmente aquéllos que con
hábito de religión y vanas supersticiones o se
entremetían, pensando ganar crédito conmigo. A
éstos tenía yo por peores y trataba peor que a los
viciosos públicos, aborreciendo en gran manera la
superstición. El que veía seguir muy de veras la
doctrina cristiana ponía yo sobre mi cabeza. Con esto
procuraban todos en mi Corte de vivir como cristianos, y de
allí se esparció y derramó tanto esta buena
doctrina por todos mis reinos que desde a pocos años los
jueces eran los menos ocupados y las salas de mis audiencias se
hallaban muchas veces vacías, sin tener pleitos que ver, de
manera que se vivía en todas partes con tanto placer, amor y
caridad, procurando cada uno de vencer al otro con buenas obras que
desde allá comenzábamos a sentir aquella
bienaventuranza de que gozan los santos en el cielo. Acudió
después de reinos extraños a vivir en los
míos, cuando se comenzó a divulgar esta fama, tanta
gente, que no cabiendo en los lugares, fue menester edificar otros
muchos de nuevo. Allende de esto, muchas provincias, así de
moros y turcos como de cristianos, me enviaban a rogar que los
tomase por súbditos, ofreciéndose de servirme y
seguirme con toda fidelidad. Muchos infieles venían de su
propia voluntad a recibir bautismo, deseando ser cristianos por
vivir entre mis súbditos. Otros me enviaban a rogar que les
enviase personas que los instruyesen en la fe, recibiéndolos
yo por míos, mas de tal manera yo los recibía, que no
llevando provecho alguno de ellos, conocían claramente no
desear yo señorearlos, y conociendo ellos esto, me
tenían tanto amor que de su propia voluntad me hacían
tomar por fuerza mucho más de lo que yo con tiranía
les pudiera sacar. Y de esta manera, sin armas, sin muertes de
hombres, y sin derramar sangre cristiana, conquisté muchos
reinos, sojuzgué muchas provincias, así infieles como
cristianas, y convertí muchas gentes a la religión
cristiana. Ya cargaba sobre mi cuerpo la vejez y las enfermedades
que ella suele acarrear. Me comenzaban ya de apasionar cuando plugo
a la bondad infinita de Dios sacarme de la cárcel de aquel
cuerpo y llevarme a gozar de lo que yo tanto deseaba y porque
tantas veces y tan continuamente suspiraba, y sintiendo ya llegarse
el tiempo en que había de dejar a mi hijo, que yo con no
menos trabajo que cuidado había criado y doctrinado, la
gobernación de mis reinos, y poner fin a aquella luenga y
trabajosa peregrinación, estando él y muchos de mis
parientes y criados presentes, acompañándome con
mucha aflicción lo mejor que pude, alcé la cabeza y
sentado en la cama, después de haber rogado a todos que
escuchasen, les dije: «No sin causa amigos y hermanos
míos muy amados temen y lloran los hombres la muerte,
porque, como lo más ordinario sea vivir mal, y tras esto se
espere pena sumamente grave y eterna, y se tenga esta carne no como
cárcel donde se purga el ánima, ni como choza o
mesón en que como peregrina mora, mas como compañera
de aquélla en que han puesto el fin de su felicidad, con
razón les ha de pesar cuando vieren el fin de ella, como al
culpado y condenado a muerte es dolorosa la salida de la
cárcel. Mas los que en este mundo, no como naturales ni
moradores de él, mas como caminantes y extranjeros han
vivido y tenido esta carne, no por compañera de deleites
mundanos, mas por una venta en que como viandantes posaban, y por
una cárcel en que esperando el premio de vida eterna les
parecía estar presos, por cierto no de otra manera se deben
gozar al tiempo de la muerte, que se gozan los que después
de una luenga, trabajosa y peligrosa prisión envía el
juez a holgar a su casa, con grandes mercedes enriquecidos. Y
así como los amigos y parientes vienen con mucho gozo y
alegría a sacar a éstos de la prisión,
así deberíais venir vosotros, y aun con muy mayor
regocijo, a verme morir. Y pues, hermanos míos, os he yo
entre todos mis súbditos con tanto cuidado escogido, no me
deis tan mal galardón, haciendo tanto sentimiento por mi
muerte, y tened firme esperanza en la bondad de Dios, que no me
manda salir de esta cárcel para que muera, mas porque
perpetuamente viva. Alegraos, hermanos, conmigo. Catad que con esa
tristeza me disfamáis, dando a entender haber sido mi vida
tal que mi muerte sea digna de ser llorada».
Respondiéndome ellos a esto que no lloraban por mí,
mas por sí y por toda la república, que un tan
verdadero padre en mí perdía. Torneles a decir, ni
aun eso os debe tanto doler, pues os dejo aquí Alejandro, mi
hijo, que como mancebo, podrá mucho mejor que yo sufrir el
trabajo que para la gobernación de tantos y tan grandes
señoríos se requiere. Una cosa os ruego: que no lo
desamparéis, porque en vuestro lugar no sucedan otros que
corrompan y estraguen lo que yo en él he trabajado y
plantado, mas el amor que todos me tenéis emplead en
aconsejarlo y guiarlo en que ponga por obra los consejos que yo le
he dado, pues, a la verdad, la masa es tan blanda y tan buena que
podréis imprimir y formar en ella lo que queráis. Ya
habéis experimentado en mí cuán perniciosa
cosa es un príncipe mal enseñado, y, por el contrario
cuán santa y saludable sea el bueno y bien doctrinado.
Haced, pues, hermanos míos, de manera que no se pierda por
vosotros lo que yo he trabajado, ni se gaste esa joya que os dejo
encomendada. Y tú, hijo mío, siempre delante tus ojos
tendrás el trabajo y aflicciones que yo pasé, como
muchas veces te he contado al tiempo que me goberné mal, y
cuán cerca estuve de perder mis reinos procurando de
conquistar los ajenos, y con cuánta alegría y
contentamiento, después que aquel deseo de mí
aparté, he vivido, y con cuánta paz y felicidad he
mis reinos y señoríos ensanchado. Muy gran carga te
dejo a cuestas, pero siendo tú bueno y virtuoso, muy ligera
de llevar. Haz, pues, hijo, de manera que tus súbditos no
lloren a tu padre, quiero decir, que en bien tratarlos, regirlos y
gobernarlos, trabajes a sobrepujarme. Y porque juntamente con
dejarte el reino te queden también armas con que lo
defiendas, te las quiero ante que muera entregar.
Lo primero, hijo
mío, has de considerar que todos los hombres sabios
enderezan sus obras a ganar fama en este mundo y gloria en el otro;
buena fama digo, no por vanagloria suya, mas para que Dios sea
honrado con el buen ejemplo que de su vida y obras podrán
tomar los que después vendrán. Esto debes tú
también desear. El buen príncipe juntamente puede
alcanzar lo uno y lo otro, y sin lo uno con dificultad
alcanzará lo otro. No debes tener por fama la que
adquirió aquél que quemó el templo de Diana ni
aun la que adquirió Alejandro Magno ni Julio César,
pues fue con tanto daño de todo el mundo. La buena fama con
buenas, no con malas, obras se alcanza.
Si quisieres
alcanzar de veras lo que todos buscan, antes procura de ser dicho
buen príncipe que grande.
Ten más
cuidado de mejorar que no de ensanchar tu señorío,
procurando de imitar aquéllos que bien gobernaron su
señorío y no a los que o lo adquirieron o lo
ensancharon. Ca muchos buscando lo ajeno, perdieron y pierden lo
suyo.
Cual es el
príncipe, tal es el pueblo. Procura, pues, tú de ser
tal cual querrías fuese tu pueblo. Si fueres jugador, todos
jugarán.
Si dado a mujeres,
todos andarán tras ellas. Si ambicioso, todos, a tuerto o a
derecho, procurarán de acrecentarse. Si fueres
supersticioso, verás reinar la superstición. Si, por
el contrario, religioso, ¡oh, cuánto provecho
harás!
Si quieres
quitarte de acuestas una muy gran carga de importunos e
importunidades, muestra desplacerte la ambición. Si
ésta pudieres tener fuera de tu casa y de tu reino, entonces
te puedes llamar bienaventurado.
Si tú
pusieres por premio de tus trabajos la virtud, nunca vivirás
descontento y harás que los tuyos hagan otro tanto. Si esto
pudieres alcanzar, bien podrás dormir seguro.
Finalmente, te
acuerda que cual tú fueres, tales serán tus
súbditos. Trabaja, pues, de ser bueno, si quieres que ellos
lo sean.
La mayor falta que
tienen los príncipes es de quien les diga verdad. Da, pues,
tú, libertad a todos que te amonesten y reprendan, y a los
que esto libremente hicieren, tenlos por verdaderos amigos.
Cuanto sobrepujas
a los tuyos en honra y dignidad, tanto debes excederlos en
virtudes.
Acuérdate
que no se hizo la república por el rey, mas el rey por la
república. Muchas repúblicas hemos visto florecer sin
príncipe, mas no príncipe sin república.
Cuando alguna cosa
quisieres comenzar o ordenar, mira primero si te cumple a ti o a la
república.
Procura ser antes
amado que temido, porque con miedo nunca se sostuvo mucho tiempo el
señorío. Mientras fueres solamente temido, tantos
enemigos como súbditos tendrás; si amado, ninguna
necesidad tienes de guarda, pues cada vasallo te será un
alabardero. Si quisieres ser amado, ama, que el amor no se gana
sino con amor. Así ames a tus súbditos, que siempre
pospongas tu afición o interese particular al bien
universal.
Sé tan
amigo de verdad, que se dé más fe a tu simple palabra
que a juramento de otros.
Ten más
cuidado de mandarte a ti mismo, refrenando tus apetitos, que no a
tus súbditos; porque si tú no te obedeces,
¿cómo quieres ser de otros obedecido?
De tal manera ten
la gravedad que conviene al príncipe que por otra parte seas
blando, benigno y afable. Mira cómo viven y vivieron otros
príncipes, imitando lo bueno y huyendo lo malo.
Jamás por
tu boca salga palabra injuriosa o deshonesta. Nunca hables ni
castigues con enojo, acordándote de aquel dicho de Archita
que, estando enojado con su mayordomo, le dijo:
«¡Cuál te pararía yo si no estuviese
enojado!».
No te cieguen las
opiniones del vulgo, mas abrázate siempre con las de los
filósofos, acordándote de lo que decía
Platón: «Ser bienaventuradas las
repúblicas que por filósofos son gobernadas o cuyos
príncipes siguen la filosofía».
Gobierna tus
súbditos de manera que todo tu deseo sea trabajar que
ninguno te haya excedido, ni esperes que te haya de sobrepujar.
Mientras fueres mozo, anda recatado de ti mismo, y ten siempre ante
los ojos que no solamente eres príncipe y pastor, mas
aprende de coro la doctrina cristiana, haciendo cuenta que a
ninguno conviene más enteramente seguirla que a los
príncipes.
Procura de parecer
en todas tus cosas cristiano, no solamente con ceremonias
exteriores, mas con obras cristianas.
Anda muy recatado
en no ofender a Dios, pues lo has jurado por señor.
¿Con qué cara osarás tú castigar uno
que te haga traición si tú la haces a tu
Señor?
Cuanto el
príncipe es más poderoso, tanto más recatado
debe andar, no mirando lo que puede, mas lo que debe, hacer. Haz
cuenta que estás en una torre y que todos te están
mirando, y que ningún vicio puedes tener secreto. Si no
pudieres defender tu Reino sin gran daño de tus
súbditos, ten por mejor dejarlo, ca el príncipe por
la república y no la república por el príncipe
fue instituido. Acuérdate de Codro y de Oto, los cuales,
aunque eran gentiles, quisieron más morir que defender su
señorío con derramamiento de sangre humana; y ten por
mejor de ser hombre justo que príncipe injusto. Muy gran
premio merece el buen príncipe y muy gran pena y castigo el
malo.
El buen
príncipe es imagen de Dios, como dice Plutarco, y el malo
figura y ministro del diablo. Si quieres ser tenido por buen
príncipe, procura de ser muy semejante a Dios, no haciendo
cosa que Él no haría.
Tres cosas ponen
principalmente en Dios: Poder, saber y bondad. El que tiene la
primera y carece de estas otras no es rey, mas tirano. Cata que no
se hace diferencia del rey al tirano, como dice Séneca, por
el nombre sino por las obras. Si hicieres obras de tirano aunque
mientras vivieres te digan rey, después de muerto
serás llamado tirano.
¿Quieres
ver la diferencia que pone Aristóteles entre el rey y el
tirano? El tirano busca su provecho y el rey el bien de la
república. Si todas tus obras enderezares al bien de la
república, serás rey, y si al tuyo, serás
tirano.
Procurar de dejar
tu Reino mejor que ahora lo hallas, y ésta será tu
verdadera gloria.
Cata que hay pacto
entre el príncipe y el pueblo, que si tú no haces lo
que debes con tus súbditos, tampoco son ellos obligados a
hacer lo que deben contigo. ¿Con qué cara les
pedirás tus rentas si tú no les pagas a ellos las
suyas? Acuérdate que son hombres y no bestias y que
tú eres pastor de hombres y no señor de ovejas.
Pues que todos los
hombres aprenden el arte con que viven, ¿por qué
tú no aprenderás el arte para ser príncipe,
que es más alta y más excelente que todas las otras?
Si te contentas con el nombre de rey o príncipe, sin
procurar de serlo, perderlo has y llamarante tirano; que no es
verdadero rey ni príncipe aquél a quien viene de
linaje, mas aquél que con obras procura de serlo. Rey es y
libre el que se rige y manda a sí mismo, y esclavo y siervo
el que no se sabe refrenar.
Si te precias de
libre, ¿por qué servirás a tus apetitos, que
es la más torpe y fea servidumbre de todas? Muchos libres he
visto servir y muchos esclavos ser servidos. El esclavo es siervo
por fuerza y no puede ser reprendido por serlo, pues no es
más en su mano, mas el vicioso, que es siervo voluntario, no
debe ser contado entre los hombres. Ama, pues, la libertad, y
aprende a ser de veras rey.
Ten tanto cuidado
de la buena gobernación de tus súbditos, que nunca te
acontezca dormir una noche entera sin él. No debes pensar en
qué pasarás tiempo, mas en como no lo pierdas. Los
reyes bárbaros, especialmente en Persia, con esconderse y no
mostrarse al pueblo, mantenían su majestad. Tú por el
contrario ten siempre tus puertas abiertas, y más a los
pobres que a los ricos, pues aquéllos más que
éstos tienen de tu favor necesidad. En el responder toma el
consejo de Aristóteles, dando tú mismo las dulces y
buenas respuestas, y las agrias o malas déjalas dar a tus
ministros; y haz de manera que ninguno se parta con razón
descontento de ti.
Lo que has de dar,
dalo presto alegremente, de tu propia voluntad. Y no des causa que
agradezcan a otros las mercedes que tú mismo haces.
Aparte de ti los
que andan inventando nuevas formas con que peles tus
súbditos. Y acuérdate que no pagan pechos o servicios
los ricos, mas los pobres. Inclínate antes a poner sisas o
imposiciones sobre la seda que sobre el paño, sobre las
viandas preciosas que sobre las comunes, porque aquello compran los
ricos y esto otro los pobres.
Sé tan
amigo de hacer bien que hagas cuenta habérsete perdido el
día en que a ninguno hubieres ayudado.
Honra más a
los buenos y virtuosos que a los ricos y poderosos, y harás
que todos sigan la virtud.
No admitas en tu
reino hombres ociosos, y evitarás una fuente de males.
A los pobres,
lisiados, clérigos y frailes, mendicantes o mercenarios,
ordena como les sea dado de comer y no los consientas andar
mendicando.
Procura que todos
tus súbditos, varones y mujeres, nobles y plebeyos, ricos y
pobres, clérigos y frailes, aprendan alguna arte
mecánica, y esto alcanzarás fácilmente si como
yo le he hecho aprender a mis hijos, así lo vezarás
tú a los tuyos.
Sé
fácil a perdonar tus injurias, porque si te la hizo otro
como tú, no te puedes vengar sin daño de tus
súbditos y de los suyos, que no tienen culpa. Si te
injurió un hombre bajo, cuanto más poder tienes para
vengarte, tanto mejor te parecerá la clemencia.
Tus ejercicios
sean honestos, santos y buenos y a la república
provechosos.
¡Cuán
bien parece al príncipe oír las quejas de sus
súbditos y remediarlas! No imites aquéllos que se
descargan cuanto pueden de las cosas de justicia, pues éste
es tu principal oficio. Nunca dejes de pensar medios con que
sobrellevar el pueblo y cargarlo lo menos que fuere posible.
Procura siempre de saber la natura y costumbres, no solamente de
tus súbditos, mas también de los extraños. Con
tus vecinos procura siempre de tener paz y buena amistad, y no
entres en contrataciones ni afinidades con ellos, porque de
aquí nace la mayor parte de las discordias, guerras y
enemistades.
Ten por mejor y
más seguro casar tus hijas en tu reino que no fuera de
él, que de ello te seguirán muchos provechos.
Aprende, antes por
las historias que por la experiencia, cuán mala y
cuán perniciosa es la guerra.
A menos costa
edificarás una ciudad en tu tierra que conquistarás
otra en la ajena.
Determínate
de nunca hacer guerra por tu enemistad ni por tu interés
particular, y cuando la hubieres de hacer no sea por ti, sino por
tus súbditos, mirando primero cuál les estará
mejor, tomarla o dejarla. Si les estará mejor tomarla, sea
con extrema necesidad. Y procura primero algún concierto,
porque más vale desigual paz que muy justa guerra, de la
cual te debes apartar, aunque no sea sino por la honra del nombre
cristiano, por ser cosa a él muy contraria. Contra infieles
debes mover guerra, porque de otra suerte no solamente
harían sus esclavos los cristianos y con tormentos los
harían renegar la santa fe católica de Cristo, mas
aun la cristiandad destruirían y los templos de Cristo
profanarían y su santo nombre desterrarían de sobre
la haz de la tierra. Mas no te pase por pensamiento hacerles guerra
por tu interese particular ni por ambición. Cata que debajo
de este hacer guerra a los infieles va encubierta gran
ponzoña. Y cuándo los hubieres conquistado, procura
convertirlos a la fe de Cristo, con buenas obras, principalmente
porque, ¿con qué cara les aconsejarás que sean
cristianos si tú y los tuyos hacéis obras peores que
de infieles? Muy gran parte será para conquistar los moros y
los turcos si en ti y en los tuyos vieren resplandecer las virtudes
cristianas; con esto, procura, pues, principalmente de
convertirlos.
Mucho va en que tu
conversación sea buena o mala, quiero decir, en que
converses con buenos o con malos, y por esto mira de recibir
siempre en tu compañía buenos y virtuosos y
apártate de los malos y viciosos. Ama los que libremente te
reprendieren, y aborrece los que te anduvieren lisonjeando. No
mires qué compañía te será agradable,
mas cuál te será provechosa; no hay bestia tan
ponzoñosa ni animal tan pernicioso cabe un príncipe
como el lisonjero, y tras éste el ambicioso. Como el vulgo
no conversa con el príncipe, siempre piensa que es tal
cuales son sus privados: si son virtuosos, tiénenlo por
virtuoso; y si malos y viciosos, por malo y vicioso. Mira, pues,
cuanto cuidado debes tener en escoger los que han de andar y
conversar contigo.
Principalmente
debes escoger un confesor limpio, puro, incorrupto y de muy buena
vida y fama y no ambicioso. Huye la opinión de los que se
confiesan con viciosos, diciendo que saben mejor confesar y conocer
los pecados. Créeme tú a mí que no lo hacen
sino por decirlos con menos vergüenza. ¿Con qué
cara te reprenderá tus vicios si él sabe serte a ti
notorio que los suyos son mayores?
La principal parte
de la buena gobernación de tu reino va en que tú seas
bueno. La segunda en que tengas buenos ministros. Por eso, mira
bien como provees oficios, beneficios y obispados. Dice
Platón no ser digno de administración sino el que la
toma forzado y contra su voluntad. Nunca, pues, proveas tú
de oficio, beneficio, ni obispado al que te lo demandare, mas en
demandándotelo él por sí o por tercero,
júzgalo y tenlo por inhábil para ejercitarlo, porque,
o sabe lo que pide o no. Si no lo sabe, no lo merece; si lo sabe y
lo pide, ya se muestra soberbio, ambicioso y malo.
No encomiendes
cargos de justicia sino a personas incorruptas y buenas, y que los
acepten rogados. No quiere Aristóteles que el juez tenga
emolumentos de su oficio más del salario porque no hay cosa
más perniciosa que cuando el juez espera ganancia si hay
muchos culpados. Hagan todos los jueces residencia y no dejes
tú de ocuparte en verla, y al buen juez dale muy buen
galardón, y al malo castígalo con todo rigor. En esto
no quiero que admitas clemencia. Tampoco la debes usar con tus
criados que no hacen lo que deben, mas castigarlos con más
rigor que los otros así porque estando cabe ti tienen
más obligación a ser buenos, como porque de su
infamia te alcanza a ti parte. A los testigos y acusadores falsos
harás siempre castigar por la pena del talión.
En las leyes que
hicieres, ten siempre ojo al bien público, y no al tuyo
particular. Lo que vieres ser provechoso a tus súbditos
hazlo sin esperar que te lo rueguen ni que te lo compren.
Sé
diligente y resoluto en lo que has de hacer, porque ni la obra
pierda sazón ni el beneficio la gracia.
Generalmente has
siempre de tener ojo a ganar antes buena fama que riquezas ni
señoríos, porque esto hasta los malos lo alcanzan con
dineros, y lo otro no, sino los buenos con las virtudes.
Ama y teme a Dios,
y Él te vezará todo lo demás y te
guiará en todo lo que debieres hacer.
Muchos días
ha que deseaba decirte esto. Yo te ruego que de tal manera lo
recibas y plantes en tu corazón, que jamás mientras
vivieres se te olvide.
Diciendo esto, me
faltaba ya el aliento para hablar y se comenzaban a helar los pies,
de manera que torné a poner la cabeza sobre una almohada, y
diciendo: «Hijo, amigos y hermanos míos, yo me voy.
Jesucristo quede con vosotros». Me salí de la
cárcel de aquel cuerpo y me voy a gozar de la
bienaventuranza que a los suyos tiene Dios aparejada.
|
MERCURIO.- Dentenlo, Carón, no se
vaya.
|
CARÓN.- ¡Ojalá se hubiera
ido antes! Sabes qué placer me ha sido oír
aquí la filatería que nos ha aquí contado.
Cuanto que si los otros príncipes fuesen como éste,
bien podría yo tener vacaciones. Mas, con todo eso, me
huelgo de una cosa, que su hijo queda en el reino, porque casi
nunca se vio un señalado varón dejar hijo útil
a la república; de esto te podría dar mil ejemplos.
Pero mejor sería que nos dejásemos ahora de esto y
comiences ya tú a contar eso que me has de decir.
|
MERCURIO.- Sea como tú quisieres. Bien te
acordarás de lo que los días pasados te conté
que el Emperador había dicho al rey de armas del rey de
Francia cuando lo desafió en Burgos.
|
CARÓN.- Mira si me acuerdo.
|
MERCURIO.- Pues, está atento. Has de
saber que como el rey de armas francés refiriese al
Embajador del rey de Francia, que estaba aún en
España, lo que el Emperador le había dicho, el
embajador, por excusar la cobardía de que su amo
había usado en no haber respondido al Emperador,
fingía no acordarse de lo que le dijo en Granada, y, por
consiguiente, daba a entender ninguna cosa haber escrito de ello a
su amo, pidiendo que si algo el Emperador le quería decir,
se lo enviase por escrito, y él haría la
relación. Y tanto era el deseo que el Emperador tenía
de venir a las manos con un hombre de quien tan descaradamente
había sido engañado, que fue contento de hacer lo que
el embajador del rey de Francia le pedía y escribiole una
carta del tenor siguiente:
Carta del Emperador al Embajador
de Francia
Magnífico Embajador: Yo he visto la carta que me
habéis escrito sobre las palabras que os dije en Granada, y
también he visto la copia de vuestra relación verbal,
por donde conozco bien que no os queréis acordar de lo que
entonces os dije que hicieseis saber al rey de Francia vuestro amo,
porque os lo torne a decir otra vez. Por cumplir vuestro deseo lo
quiero hacer, y es que después de muchas razones que por ser
de poca sustancia no conviene aquí repetir, yo os dije que
el rey vuestro amo había hecho vilmente y ruinmente en no
guardarme la fe que me dio por la capitulación de Madrid, y
que si él esto quisiese contradecir, yo se lo
mantendría de mi persona a la suya. Veis aquí las
propias palabras sustanciales que del rey, vuestro amo, yo os dije
en Granada, y creo que son aquéllas que Vos tanto
deseáis saber, porque son las mismas que en Madrid yo dije a
vuestro amo el Rey, que lo tendría por vil y ruin si no me
guardaba la fe que me había dado. De manera que
diciéndolas, le guardo yo mejor lo que le prometí que
él a mí lo que me prometió. He Vos las querido
escribir firmadas de mi mano porque de hoy más ni Vos ni
otro pueda en esto dudar. Hecha en Madrid a XVIII de marzo de mil
quinientas veintiocho.
Charles.
|
CARÓN.- A la fe, esa carta bien parece de
hombre que desea más hechos que palabras.
|
MERCURIO.- Dices muy gran verdad, mas el rey de
Francia, por el contrario, quería más palabras que
obras. Todavía, sabido lo que el Emperador había
dicho a su rey de armas, y viendo la cosa venida a términos
que a ninguna excusa ni achaque había quedado lugar, antes
que esta carta le viniese a las manos, estaba muy perplejo y
congojado; por una parte, veía que no podía con su
honra ni sin manifiesta infamia y deshonra dejar de responder al
Emperador y respondiendo, desafiarle de persona a persona; por otra
parte, conociendo claramente ser verdad lo que de él el
Emperador había dicho, temíase de combatir sobre tan
mala e injusta causa, pues perdiendo el campo perdía no
solamente la honra, mas la vida y la ánima. Considerado,
pues, esto, no sabía qué hacer ni a qué parte
se tornar. A la fin, después de haber muchos días en
esto pensado, halló un medio con que a su parecer
satisfaría siquiera el vulgo y se quitaría de aquel
peligro, enviando un cartel al Emperador con que disimulase, no lo
que de él había dicho, pues no lo podía negar,
o fingiese otra cosa que ni el Emperador jamás dijo ni le
pasó por pensamiento, ni era verosímil que lo hubiese
dicho, pareciendo al Rey que el Emperador se contentaría con
negarlo, sin más insistir en el negocio, y él en
alguna manera cumpliría con su honra, habiendo como quiera
respondido.
|
CARÓN.- ¡Oh, qué bueno y
qué astuto consejo! Mira, por vuestra vida, ¿y era
tanto necio yo que pensase haber sido ese desafío de
veras?
|
MERCURIO.- ¿Y no lo podías ver en
el mismo cartel del Rey, que ni tiene pies ni cabeza, no
escribiendo como los que el combate quieren ejecutar, mas como los
que con solas palabras se piensan y quieren salvar, hablando de
manera que no merezcan respuesta, como sin duda no la
merecía este cartel?
|
CARÓN.- ¿Tiéneslo tú
por dicha que yo no lo he visto?
|
MERCURIO.- Mira si lo tengo, y aun escrito en
pergamino.
|
CARÓN.- ¿Quiéresmelo
leer?
|
MERCURIO.- De muy buena voluntad, mas primero
has de saber que como el rey de Francia supo que su rey de armas
había, el mes de enero pasado como te conté,
desafiado al Emperador, hizo una cosa que hasta ahora nunca de
príncipe cristiano fue vista ni oída: que no contento
con mandar prender el embajador del Emperador que estaba en su
corte, le mandó también tomar todas sus escrituras y
lo tuvo más de cuarenta días preso, y a la fin,
cuando supo que el Emperador no quería dejar salir de
España los embajadores de Francia si a un mismo tiempo no le
restituyesen el suyo, viendo que era forzado a soltarlo, quiso
primero hacer un donoso acto, y para él, a los veintiocho de
marzo mandó ayuntar todos los prelados, caballeros y
embajadores que estaban en su corte, y en su presencia hizo
allí venir el embajador del Emperador, no como Embajador mas
como prisionero, y sin haberlo avisado ni aun dicho palabra del
acto que quería hacer, entre muchas cosas que le dijo,
dándole licencia para que se volviese en España, le
rogó mucho que él mismo llevase al Emperador el
cartel de desafío que allí tenía hecho, el
cual hizo leer públicamente, pensando con aquello satisfacer
a su honra; decía pues el cartel de esta manera.
Cartel de desafío del rey
de Francia al Emperador
Nos, Francisco, por la gracia de Dios, rey de Francia, señor
de Génova, etc., a Vos, Carlos, por la misma gracia,
electo Emperador de Romanos, rey de las Españas, hacemos
saber cómo Nos, siendo avisado que Vos, en algunas
respuestas que habéis dado a los Embajadores y reyes de
armas que, por amor de la paz os hemos enviado, queriéndoos
sin razón excusar, nos habéis acusado, diciendo que
tenéis nuestra fe y que sobre ella contraviniendo a nuestra
persona, nos éramos idos de vuestras manos y de vuestro
poder para defender nuestra honra que en tal caso sería
contra verdad muy cargada, os hemos querido enviar este cartel, por
el cual, aunque en ningún hombre guardado pueda haber
obligación de fe, y que esta excusa nos sea harto
suficiente, todavía queriendo satisfacer a cada uno y
también a nuestra honra, la cual hemos siempre guardado y
guardaremos, si a Dios place, hasta la muerte, os hacemos saber que
si Vos nos habéis querido o queréis cargar, no
solamente de nuestra fe y libertad, mas de que hayamos jamás
hecho cosa que un caballero amador de su honra no debe hacer, os
decimos que habéis mentido por la gorja y que tantas cuantas
veces lo dijerais mentiréis, estando deliberado de defender
nuestra honra hasta la fin de nuestra vida. Y pues contra verdad
nos habéis querido cargar, no nos escribáis
más, sino aseguradnos el campo y llevaremos las armas,
protestando que si después de esta declaración a
otras partes escribís o decís palabras contra nuestra
honra, que la vergüenza de la dilación del combate
será vuestra, pues venido a él cesan todas
escrituras. Hecha en nuestra buena villa y ciudad de París a
XXVIII días de marzo MDXXVII años, antes de
Pascua.
François.
|
CARÓN.- ¿Quieres que te confiese
verdad, Mercurio? A la fe muy mal ordenado me parece ese cartel.
Mira qué gentil razón, habiéndolo el Emperador
soltado de su voluntad, recibiendo, como me dijiste, los rehenes,
dice que se había huido de su poder. Y allende de esto,
¡qué deshonestidad usar de aquellas palabras entre
príncipes, «mentís por la gorja y
mentiréis»! ¡Oh, qué hermosa
valentía!, y, ¿qué más dijera un
rufián a otro?
|
MERCURIO.- ¿Cómo? ¿Y osas
tú hablar contra el rey de Francia?
|
CARÓN.- No te quiero negar que yo no lo
quiera mucho más que a ese otro, pero a la fin, ni me puede
parecer mal lo bueno, ni bien lo malo.
|
MERCURIO.- ¡Oh, qué santa persona!
Leído, pues, el cartel, estaba el Rey tan vanaglorioso como
si fuera ya vencedor del campo.
|
CARÓN.- Una duda te quiero preguntar,
Mercurio, ¿por qué dice el rey de Francia en ese
cartel que le asegure el Emperador el campo y que él
llevará las armas?
|
MERCURIO.- Está recibido en costumbre que
el desafiador ha de dar y asegurar el campo y el desafiado traer y
escoger las armas con que ha de combatir, aunque las leyes en
arbitrio del desafiado ponen lo uno y lo otro.
|
CARÓN.- Luego de esa manera, o el
Emperador, pues era provocado, había de escoger lo uno y lo
otro, o dar el rey de Francia el campo y el Emperador las armas, y
según me parece, ese cartel dice lo contrario.
|
MERCURIO.- Dices verdad, mas ¿tú
no ves que el rey de Francia quería dar a entender ser
provocado o desafiado y el Emperador desafiador?
|
CARÓN.- Bien lo entiendo, pero no alcanzo
en qué se pudiese él para ello fundar, pues
fingía no saber lo que el Emperador había en Granada
dicho a su embajador, y aunque lo supiera y confesara saber, no se
entiende desafiar aquel que dice la injuria, mas el que pretende
hacer desdecir al otro de ella.
|
MERCURIO.- Y aun ahí puedes tú
conocer qué gana tenía de combatir el rey de Francia,
comenzando ya de poner escrúpulos y dificultades en una cosa
tan clara, y averiguada como ésta. Leído, pues, el
cartel, quisiera el rey de Francia que el embajador del Emperador
le llevara, mas él se excusó de hacerlo, respondiendo
al Rey tan prudente y honestamente como si muchos días antes
de aquel acto estuviera prevenido. Entonces el Rey le dijo que,
pues no lo quería llevar, él lo enviaría con
uno de sus reyes de armas, para el cual le rogó le hubiese
un salvoconducto del Emperador.
|
CARÓN.- ¿Cómo?
¿Salvoconducto para rey de armas? ¿Quién nunca
tal oyó? Sé que los reyes de armas facultad y
libertad tienen para ir libremente por doquiera, aun entre
bárbaros cuanto más entre cristianos.
|
MERCURIO.- Dices verdad, mas ¿no sabes
que piensa el ladrón que todos han su corazón?
Pensaba el rey de Francia que yendo su rey de armas con tan
desvergonzada embajada, el Emperador le mandaría hacer
alguna afrenta, como sin duda merecía el que lo enviaba, y
por esto se quiso primero asegurar especialmente, que siendo como
es el rey de Francia, prisionero y esclavo del Emperador, como
él mismo confiesa por cartas escritas y firmadas de su mano,
no había de osar desafiar ni enviar rey de armas a su
señor sin su expresa licencia. De manera que no hizo sino
muy bien en pedir salvoconducto. Mas, tornando a nuestro
propósito, ¿qué has, Carón?
|
CARÓN.- Cata, cata.
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MERCURIO.- Ya lo veo; obispo parece en el
hábito. Atajémosle el camino que va muy aprisa.
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CARÓN.- Corre tú, pues eres
más mozo, que a la fe, a mí días ha que me
nacieron canas.
|
MERCURIO.- Hacia acá viene. Esperemos.
Veamos lo que dirá.
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ÁNIMA.- Como conocí que me
querías hablar, me vine hacia vosotros. Por eso, preguntad y
decid lo que queráis.
|
MERCURIO.- Tu resplandor nos ciega y espanta, y
tu humildad y benigna habla nos convida a que no dejemos de rogarte
que nos digas el estado que tuviste en el mundo y de qué
manera en él te gobernaste, pues tanta gloria mereces
alcanzar.
|
ÁNIMA.- Lo uno será muy
fácil de hacer y lo otro holgaré yo brevemente de
contar, no por alabarme a mí, mas por divulgar la manera
cómo tanto bien he alcanzado porque me puedan otros seguir y
alcanzar lo que yo alcanzo. Habéis de saber que yo fui
obispo, y para tan alto grado y trabajoso lugar elegido de treinta
años. Digo elegido, porque ni yo jamás lo
pedí, ni aun me pasó por pensamiento desearlo,
conociéndome tan inhábil e insuficiente para ello,
que en ninguna manera lo osara desear, antes, siéndome
ofrecido, lo rehusé, diciéndoles que mirasen bien lo
que hacían, que no se habían de proveer así
los obispados; que se acordasen de lo que San Pablo escribe a
Timoteo de los dones y virtudes que ha de tener el obispo,
diciendo: Oportet episcopum irreprehensibilem esse, unius
uxoris virum, sobrium, prudentem, ornatum, pudicum, hospitalem,
doctorem, non vinolentum, non percusorem sed mode estum, non
litigiosum, non cupidum, sed suae domui bene praepositum. Y
otra vez el mismo San Pablo a Tito: Oportet episcopum sine crimine
esse, sicut dei dispensatorem, non superbum, non iracundum, non
vinolentum, non percussorem, non turpis lucri cupidum, sed
hospitalem, benignum, prudentem, sobrium, justum, santum,
continentem, amplectentem eum qui secundum doctrinam est, fidelem
sermonem, ut potens sit exhortari in doctrina sana, et eos qui
contradicunt, arguere. Pues si miráis vosotros
cuán lejos están de mí estas virtudes y
cuán necesarias son a la dignidad y cargo que me
queréis dar, soy cierto que no me lo daréis,
especialmente que, dado que en mí las hubiese, mi edad os
las debería hacer tener por sospechosas. Con estas y otras
semejantes razones me excusaba cuanto podía de tomar aquel
cargo, nombrando personas que (a mi ver) mucho mejor que yo
pudieran cumplir con un cargo tan importante pero, cuanto
más yo me excusaba de tomarlo, tanta más gana
venía a todos de importunarme que lo tomase. Y a la fin, lo
hube de hacer y, no olvidándome ni disimulando saber
qué era lo que había tomado a cargo, y considerando
ser oficio del reprensor que en él no haya qué
reprender, trabajé de ordenarme a mí y a mi casa de
manera que, ni en mí, ni en mis criados hallase ninguna cosa
notable que reprender, porque de otra manera, ¿cómo
reprenderé yo al ambicioso, si me ven andar a mí,
procurando de trocar mi obispado por otro que rente más?
¿Cómo reprenderé al avaro si yo no menosprecio
el dinero, cuanto más andar hambreando tras él?
¿Cómo reprenderé al lujurioso, si yo no soy
casto y al soberbio si yo no soy humilde, y al comilón si
tengo por Dios mi vientre y al jugador si a mí me pasa toda
la noche jugando, y al clérigo cazador si mi casa
está llena de perros, halcones y gavilanes? Y finalmente,
pareciéndome que si yo tenía en mi casa algún
vicio, no lo osaría reprender en otro y cuando bien lo
quisiese hacer, no tendría vigor mi reprensión,
procuré con mucho cuidado de ser yo tal que osase reprender
los otros y tuviese mi reprensión autoridad. Después
de esto, porque no basta dar buen ejemplo si no se amonesta al
pueblo lo que ha de hacer, trabajaba de enseñar a todos la
doctrina cristiana, pura y limpia, sin mezcla de vanidades ni
supersticiones, y de apartarlos de vicios y pecados, atrayendo unos
con dádivas y halagos, y a otros con castigos y amenazas,
pero de tal manera que conociesen no moverme a ello afición
ni pasión ni interese mío particular, mas solamente
el provecho general. Para esto tenía mis predicadores que me
ayudaban, no tomados de por ahí sino muy escogidos, teniendo
no menos respecto a su buena vida que a sus letras, y ellos por una
parte y yo por otra, nunca dejábamos de predicar y trabajar.
Mas, porque allende de esto, convenía y era muy necesario
quitar los inconvenientes y secar las fuentes de donde manan los
vicios, y buscar y plantar árboles de donde cojan y tomen
virtudes, conociendo cuánto corrompen las buenas costumbres
y santos propósitos, las malas, sucias y deshonestas
palabras, porque comúnmente tales son nuestras obras cuales
las palabras, corrompiéndose lo uno con lo otro,
ponía mucho recaudo en que no se consintiesen decir, mas que
como torpe y sucio y corrompedor de buenas costumbres, desterrasen
de la ciudad al que las dijese; especialmente usaba mucho rigor
contra una manera de gente infernal que de noche se anda echando
pullas por las calles con mucho daño de las tiernas
doncellas y de las religiosas que lo oyen. Al principio, se me
opusieron algunos, diciendo no ser aquel delito digno de castigo.
Entonces dije yo, ¿cómo? Castigáis al que con
cosas hediondas inficiona la ciudad, porque es cosa dañosa a
los cuerpos, ¿y no castigaréis a éstos que con
sus abominables palabras esparcen tanta ponzoña en las
ánimas? Después de esto, considerando de
cuántos males y errores son causa muchos libros y escrituras
compuestas o por hombres simples o por viciosos y maliciosos,
teniendo solamente respecto al interese suyo particular, yo mismo
pasé y examiné todos los libros vulgares que
había en mi obispado, y aun libritos de rezar y oraciones
que se vendían apartadas, y bien visto todo, y comunicado
con personas sabias y virtuosas, vi que no se vendiesen libros de
cosas profanas e historias fingidas, porque con aquéllos se
inficionaban los ánimos de los que leían y de los que
oían y con estos otros se pierde el tiempo sin poderse de
ellos sacar fruto. En esto hubo poco que hacer, porque la cosa se
estaba de suyo clara. Mas en los libros que tenían
título de religión y castidad tuve muy gran trabajo e
incomportables contradicciones, porque las cosas que con este
título entran son muy malas de desarraigar. Todavía
insistí tanto en ello, viendo la necesidad que de esto
había, y la multitud de engaños que de aquí
manaban, y las impertinencias y disparates que en muchos libros a
cada paso hallé, que al fin quité muchas cosas
apócrifas y otras que ofuscaban más que edificaban
los leyentes. Y finalmente aparté todo aquello que
parecía ser en alguna manera contrario, no solamente a la
fe, mas a la doctrina cristiana. Allende de esto de libros y horas
de rezar quité muchas oraciones por idiotas e ignorantes
ordenadas más para sus intereses que por otro respecto en
que hallaba no poca superstición y aun idolatría tan
manifiesta, que apenas podía leerlas sin llorar, viendo a
cuánta ceguedad éramos venidos los cristianos y a
cuán buen sueño duermen los perlados que aquello
sufren. En otras oraciones quité los títulos que
decían unos que el que la dijese no moriría en pecado
mortal, o que le serían perdonados todos sus pecados o que
vería a Nuestra Señora tres días antes de su
muerte o que le diría la hora de ella, hallando por mi
cuenta que muchos, fiándose en estas oraciones y en otras
semejantes devociones, o por mejor decir, supersticiones que traen
entre las manos, nunca dejan de pecar, pensando que sus devociones
les darán la gloria, aunque por otra parte perseveren
continuamente en ofender a Dios, engaño por cierto, digno de
llorar. Determinando, pues, qué libros se habían de
leer y qué de vedar y dejar, y puesto en orden, enmendado y
aderezado lo que se había de leer, así de cosas
sacras como profanas, hice imprimir de todo ello una muy gran
multitud de libros, así en latín como en vulgar e
hice trasladar el Testamento Nuevo y otras cosas latinas que me
parecieron provechosas para el vulgo. Y cuando lo tuve todo
impreso, publiqué por todo mi obispado la orden que en esto
se había dado, rogando y mandando a todos, so pena de ser
echados de la iglesia, que trajesen luego los libros que
tenían, nuevos y viejos, a mí o a mis deputados, y
por cada libro que daban de aquellos corruptos, falsos y malos, les
daba yo otro de los buenos y enmendados que había hecho
imprimir, sin consentir que se les llevase por ello un solo dinero.
Y de esta manera, no había persona que no holgase y aun
tuviese en mucha gracia que le trocasen su ruin libro por uno bueno
sin que le costase nada y cuando los tuve todos recogidos, como a
malhechores, los desterré de todo mi obispado. Y como de
allí adelante la gente se empleaba en leer cosas santas y de
puramente buena doctrina y limpia de supersticiones y
engaños, maravillaríaos con cuanta felicidad y
cuán presto floreció en mi obispado el vivir
verdaderamente cristiano, y a mi ver ésta fue una de las
mejores obras que yo en mi obispado hice. Allende de esto,
ordené un colegio en que cien niños aprendiesen a
vivir como cristianos, y ciencia para que lo supiesen
enseñar a otros, no poniendo en él personas por favor
ni por otra granjería, sino los que a mi parecer hubiesen de
salir más útiles a la república,
dándoles los más insignes maestros que en letras y en
bondad de vida hallaba. A estos colegiales proveía yo de los
beneficios que vacaban, conforme a la habilidad y letras de cada
uno. Procuré que se quitasen los vagabundos especialmente
los que andaban pidiendo por Dios pudiendo trabajar; tuve manera
que cada pueblo mantuviese ordinariamente sus pobres, no
dejándolos andar por las iglesias ni por las calles, y que a
los extranjeros diesen de comer en cada lugar por tres días
y no más, echándolos al tercero día fuera, si
no estuviesen notablemente enfermos. A los frailes mendicantes
hacía dar muy bien de comer en sus monasterios, no
consintiendo que saliesen de ellos sino a predicar o a confesar. A
los huérfanos, viudas y otros pobres vergonzantes
proveía yo de mi casa, preciándome de visitarlos,
consolándolos y ayudándolos en sus necesidades,
cuanto mi renta se podía extender. Cada mes visitaba los
hospitales, proveyéndolos de lo que habían menester.
A mis clérigos tenía tan sujetos y obedientes, que
unos por virtud y otros por vergüenza o temor no osaban hacer
lo que no debían pleito sobre beneficio nunca lo
consentí; los otros pleiteantes entendía siempre en
concertar, mostrándoles aun al vencedor ser más la
pérdida que la ganancia. No podía sufrir ni consentir
enemistades. Trabajaba que todos viviesen en paz y caridad, andando
yo de casa en casa procurándolo. A ninguno ordenaba de
corona si no tenía beneficio y suficiencia para ser
clérigo. A los malos clérigos castigaba con mucho
rigor; a los buenos abrazaba con muy gran amor. Yo mismo visitaba
todo mi obispado, no para cohechar ni llevar lo suyo a ninguno, mas
para darles yo de lo que Dios me había dado que dispensase.
Reparé muchas iglesias, otras proveí de ornamentos,
tomando de unas que tenían demasiado y dando a otras que
tenían falta. Tuve siempre mucho cuidado de casar
huérfanas y ayudar a otras personas necesitadas, no dando
lugar que alguna doncella se perdiese ni aun se metiese monja por
necesidad, y si me faltaban dineros para esto, no pudiendo tanto
cumplir mis rentas, no dejaba de tomar de la plata que algunas
iglesias tenían sobrada, y también de las
fábricas para emplear en una tan buena obra como
ésta, porque no se perdiesen aquellas ánimas que son
verdaderos templos de Dios y ornamentos con que huelga de ser
servido.
|
MERCURIO.- ¿Y no había
quién murmurase contra ti por eso?
|
ÁNIMA.- Bien creo que no faltaba, mas
como mis obras no les daban causa que pensasen mal de mí,
los buenos lo tenían por bueno, y los malos no osaban
hablar.
|
MERCURIO.- Por cierto, aunque santa, trabajosa
vida tenías.
|
ÁNIMA.- ¿Cómo trabajosa?
Antes muy descansada en comparación de la que otros obispos
tienen; unos andan en la corte procurando de trocar su obispado por
otro, no en que puedan mejor servir a Dios, mas en que mayor renta
tengan con que sirvan así. Y sabe Dios cuántos
trabajos, afrentas y befas que a cada hora reciben. Otros, si
residen en sus iglesias, es con continua discordia que tienen con
sus cabildos; otros juegan lo suyo y lo ajeno; otros mantienen caza
como hombres profanos, y nevando y lloviendo, se andan un
día entero por cazar una pobre perdiz; otros andan tan sin
vergüenza entremetidos en mujeres como si ni fuesen obispos ni
cristianos. Y allende del trabajo, que para mantener estos vicios
los cuidados pasan, que a la verdad es mucho más y mayor que
el que yo tenía, ¿quién no sabe cuánta
hiel y amargura les viene mezclado con aquellos deleites,
acordándose que por una parte ofenden a Dios, no haciendo lo
que son obligados, y haciendo lo que en ninguna manera
deberían hacer? Y, por otra, adquieren una gran infamia en
este mundo. ¿No os parece que recibía yo más
verdadero deleite en mejorar las costumbres de mi obispado que los
otros en trocar los suyos por otros más ricos? ¿No os
parece que me holgaba yo más en vivir en paz con mi cabildo
que los otros en andar a puñadas con él? ¿No
os parece que holgaba yo más en gastar mi hacienda con
pobres y necesitados que aquéllos en jugarla y comerla y
gastarla con chocarreros y desperdiciarla? ¿No os parece que
era muy mayor gozo el que yo tornaba en ganar un ánima que
el de aquéllos en matar una perdiz? Pues si añadimos
a esto el desasosiego con que de continuo, muriendo viven, y
viviendo temen la muerte, y por otra parte el alegría y
contentamiento con que yo, deseando dejar aquel cuerpo,
vivía, claramente conoceréis la ventaja que aun
allá en el mundo les tenía.
|
MERCURIO.- De esos tales me maravillo yo con
qué cara osan pedir obispados para usar tan mal de ellos, y
aun mucho más de los que se los dan.
|
CARÓN.- Yo te diré, Mercurio, los
que los piden, o son idiotas o letrados; si idiotas, no saben lo
que se piden; si letrados, créeme tú que no creen
firmemente lo que leen, pues los que se los dan, de la misma
manera, o ellos no saben ni les dicen lo que dan o si lo saben y se
lo dicen, no sienten bien de la religión en que viven. Si
no, decidnos Vos si es así verdad.
|
ÁNIMA.- Allá se lo hayan, que yo
me entremeto en juzgar vidas ajenas ni puedo aquí más
parar.
|
CARÓN.- Di, Mercurio,
¿cuántos perlados como éste hallaste entre
cristianos?
|
MERCURIO.- ¿Cuántos, me preguntas?
Dígote que anduve toda la cristiandad y ni aun éste
pude hallar, mas mira si quieres que tornemos a nuestra
plática.
|
CARÓN.- Más quiero eso.
|
MERCURIO.- Cuando el rey de Francia hubo
leído o publicado su cartel, aunque dijo quererlo luego
enviar al Emperador, todavía lo dilató muchos
días, pareciéndole ya que en alguna manera
había cumplido con el vulgo y que, hecho aquello, lo mejor
era dilatar cuanto pudiese la conclusión en que no
podía dejar de perder la vida y la honra, o a lo menos la
honra sola, no queriendo venir al combate.
|
CARÓN.- Como cuerdo. Pésale al
tabernero cuando le horadan el cuero, ¿y no se
guardará un rey que no le rompan la pelleja?
|
MERCURIO.- A osadas, cual tú, tales son
tus razones. A la fin de pura vergüenza fue forzado a enviar
un rey de armas con su cartel. Y como el Emperador fue avisado de
su venida, porque no se detuviese, esperando el salvoconducto, o no
lo tomase por achaque para volverse, le envió a tres partes
de la frontera de Francia tres salvoconductos y mandó a sus
capitanes y gobernadores de las fronteras que, viniendo, le
hiciesen muy buen tratamiento y lo enviasen acompañado hasta
su corte, porque ningún enojo le fuese hecho de manera que
los salvoconductos del Emperador llegaron a la frontera antes que
el rey de armas del rey de Francia. A la fin él entró
en España y llegó a la corte del Emperador, que a la
sazón estaba en Monzón, a siete días del mes
de junio, donde fue muy bien recibido, y el día siguiente el
Emperador le dio audiencia pública, en presencia de muchos
grandes y prelados.
|
CARÓN.- ¿Viste tú aquel
acto?
|
MERCURIO.- ¡Mira si lo vi! Estaba el
Emperador en su estrado imperial, y a sus lados todos aquellos
señores que lo acompañaban. En esto llegó el
rey de armas, vestida su cota con las armas del rey de Francia, y
hechas cinco reverencias hasta el suelo, se hincó de
rodillas ante el Emperador, suplicándole le diese licencia
para usar de su oficio, y después facultad para que libre y
seguramente pudiese volver al Rey, su amo. El Emperador se la dio
muy liberalmente, diciéndole que cuanto a lo demás
él lo haría muy bien tratar. Entonces el rey de armas
se levantó en pie, y queriendo presentar su cartel dijo
cómo el rey, su amo, avisado de las palabras que contra su
honra el Emperador había dicho, y queriendo cumplir con lo
que debía, y era obligado a no dejarse injustamente
injuriar, le enviaba aquel cartel, firmado de su nombre, por el
cual vería cuán enteramente satisfacía a todo
aquello de que era acusado. El Emperador le preguntó si le
era mandado que él mismo leyese aquel cartel. El rey de
armas respondió que no, pidiendo licencia para irse.
|
CARÓN.- Como necio. Mira,
¿quién viene con tal embajada que no se desea ver
libre de ella?
|
MERCURIO.- El Emperador tomó el cartel,
diciendo que él lo vería y respondería de
manera que su honra sería bien guardada, lo que al rey de
Francia sería cuasi imposible hacer.
|
CARÓN.- Ni aun él se quería
poner en esos trabajos de cumplir con su honra.
|
MERCURIO.- Luego el canciller del Emperador hizo
una protestación, diciendo que su majestad, por cosa que en
aquella materia hiciese, no entendía perjudicar a lo que por
la capitulación de Madrid de derecho le pertenece.
|
CARÓN.- ¿A qué
propósito son estas protestaciones, pues a la fin el
más fuerte lo ha de llevar? ¡Cómo si las cosas
entre los príncipes se ordenasen o hiciesen por las leyes y
no por las armas!
|
MERCURIO.- Dices muy gran verdad, mas quien con
franceses trata, lo uno y lo otro ha menester. Hecha la
protestación, el Emperador, enderezando sus palabras al rey
de armas, habló en esta guisa: «Rey de armas, aunque
por muchas causas y razones el Rey, vuestro amo, debe ser tenido y
es inhábil para un acto como éste contra cualquier
hombre, cuanto más contra mí, todavía por el
deseo que yo tengo de averiguar por mi persona estas diferencias,
evitando mayor derramamiento de sangre cristiana, consiento que el
rey vuestro amo haga este acto y desde ahora lo habilito solamente
para él».
|
CARÓN.- Gana tenía ese
príncipe de venir a las manos; a osadas que nunca el rey de
Francia lo habilitara a él para ese efecto.
|
MERCURIO.- Hecho esto, el rey de armas dijo que
si por respuesta el Emperador le quería dar seguridad del
campo, él la llevaría, donde no, que suplicaba a su
majestad no le mandase llevar otra respuesta. El Emperador le dijo
que él quería responder y enviar con la respuesta uno
de sus reyes de armas, y pues él para España
había pedido salvoconducto, que procurase de enviar
también salvoconducto de su rey para el rey de armas que
él en Francia enviaría, y diciendo el rey de armas
que en ello no habría falta, se despidió. Luego el
Emperador mandó leer el cartel del rey de Francia en alto
para que lo pudiesen todos entender y fue leído.
|
CARÓN.- ¿Por qué no me
dices siquiera lo que contenía?
|
MERCURIO.- ¿Ya no te lo leí
palabra por palabra?
|
CARÓN.- Ya, ya, ¿el que
leíste denantes debe ser?
|
MERCURIO.- Ese mismo.
|
CARÓN.- ¿No se rieron todos de
oír tan crueles badajadas?
|
MERCURIO.- ¿Habíanse de
reír en presencia de su Príncipe?
|
CARÓN.- Cuanto yo, aunque estuvieran
presentes cincuenta Plutones y otros tantos Vulcanos, bien
sé que no me pudiera tener de risa oyendo tales
disparates.
|
MERCURIO.- No son todos como tú.
Leído, pues, el cartel, vieras al Emperador hacer una habla
con tanta gravedad, humanidad y bondad que quedaras enamorado de
sus dulces y cristianas razones.
|
CARÓN.- ¿Qué
decía?
|
MERCURIO.- Contoles allí brevemente lo
mucho que por el rey de Francia había hecho, y las malas
obras que en lugar de agradecimiento de él había
recibido y que habiendo ya tentado todos los medios que le
habían sido posibles para vivir con él en paz, y no
habiéndola podido alcanzar, le parecía ya no quedar
por hacer sino que ellos dos por sus personas determinasen estas
diferencias y que por su parte, él estaba determinado a
poner su vida al tablero por redimir y recatar con derramar su
propia sangre los males y daños que padece la
cristiandad.
|
CARÓN.- ¿De esas palabras me
había yo de enamorar, Mercurio? ¿Dónde tienes
tu seso?
|
MERCURIO.- ¿No dijiste que ni te puede
dejar de parecer mal lo malo ni bien lo bueno? Pues,
¿qué palabras pudieran ser en el mundo mejores ni
más santas que éstas?
|
CARÓN.- Sean cuan buenas y cuan santas
tú quisieres, que a la fin muy dañosas son para
mí.
|
MERCURIO.- Después de esto,
concluyó diciendo que, pues la cosa era venida a los
términos que veían, y él no era de
aquéllos que por su sola cabeza se quieren gobernar; cada
uno por su parte pensase bien en ello y le dijese libre y fielmente
lo que en este caso debiese hacer. Todos loaron la buena y santa
intención de su majestad, ofreciéndole no solamente
consejo, mas de poner sus vidas como buenos y leales vasallos por
la suya.
|
CARÓN.- No me parece bien que así
públicamente pidiese el Emperador para esto consejo,
mostrando que no sabía lo que debía hacer.
|
MERCURIO.- Estás engañado. Antes
se debe tener por muy gran virtud cuando el príncipe pide y
guía sus cosas por consejo y parecer de los suyos y por muy
gran falta y tacha cuando solamente se rige y gobierna por el suyo,
sin escuchar ni creer a los que están cabe él. Bien
es verdad que debe mucho mirar a quien pide y de quien toma
consejo.
|
CARÓN.- ¿No miras, Mercurio,
qué prisa lleva aquella ánima? Parece haberse
escapado de manos del lobo.
|
MERCURIO.- Vamos allá.
|
ÁNIMA.- Vosotros, ¿qué me
queréis?
|
MERCURIO.- Que nos digas quién eres.
|
ÁNIMA.- Me detendría con
vosotros.
|
MERCURIO.- Dínoslo, siquiera por amor de
Jesucristo.
|
ÁNIMA.- Con ese conjuro
alcanzaréis vosotros de mí lo que queráis,
hermanos, pues, lo queréis saber. Yo en mi mocedad me puse
no solamente a deprender mas también a experimentar la
doctrina cristiana, pareciéndome aquél solo ser el
verdadero camino, y todo lo otro vanidad y como mi intención
era buena y mi estudiar era siempre mezclado con oración,
pidiendo a Dios continuamente su gracia, no fiando en mi ingenio ni
fuerzas propias, hízoseme tan clara la sagrada escritura y
yo me di tan de veras a ella, que en poco tiempo se hallaban ante
mí confundidos muchos teólogos que toda su vida,
estudiando en sus inútiles sotilezas, habían gastado.
Y por no ser castigado como aquel siervo que escondió el
talento de su señor, conociendo cuán abundantemente
había Dios conmigo repartido su gracia, no quise haberla
recibido en vano, mas al principio entre amigos en particular y
después por los púlpitos comencé a publicar y
sembrar lo que Dios me había dado, conociendo ser su
voluntad que así le sirviésemos los hombres en la
tierra, como es servido de los ángeles en el cielo.
Ésta era mi muy firme intención y a este fin
enderezaba yo todas mis palabras y obras, no curándome de
que mis sermones fuesen muy altos ni muy elegantes, con que fuesen
cristianos, ni dándoseme nada que me dijesen idiota y mis
sermones no ser de letrado, con que conociesen ser de cristiano.
Sobre todo procuraba siempre de conformar mis obras con mis
palabras, teniendo por cosa muy fea hallarme yo culpado en aquello
que en los otros reprendía. E conociendo cuán poco
fruto hace el predicador vicioso, aunque sus palabras sean las
mejores del mundo, y cuánta fuerza tiene la doctrina del que
libremente y sin respecto puede hablar como hombre en quien
ningún vicio puede ser notado, antes que me pusiese en el
púlpito, rogaba con mucho fervor y devoción a Dios
que inspirase en mí su gracia para que de mis palabras se
siguiese a él mucho servicio y provecho a su pueblo,
rogándole también que no me dejase hablar a
mí, mas que su espíritu hablase por mi boca. Subido,
pues, en el púlpito, ni me acordaba de mí ni pensaba
en otra cosa sino inflamado y ardiendo en fuego de caridad y amor
de Dios y de aquellos mis próximos, decía aquello y
más me parecía poderles aprovechar.
|
MERCURIO.- ¿Cómo ordenabas tus
sermones?
|
ÁNIMA.- Al principio antes que comenzase
a hablar, amonestaba y rogaba a todos que, hincadas las rodillas en
el suelo y levantados los espíritus a Dios, le pidiesen
gracia para que sus ánimas se convirtiesen y edificasen con
lo que allí habían de oír y los vicios y malas
inclinaciones se desterrasen, de manera que saliesen de allí
nuevos hombres.
|
MERCURIO.- Sé que la gracia a la Virgen
María se suele pedir al principio del sermón, que no
a Dios.
|
ÁNIMA.- También algunas veces
hacía yo que llamasen a ella por intercesora, mas que
principalmente la pidiesen a Dios, pues él sólo puede
darla.
|
MERCURIO.- ¿No les hacías decir el
Ave María, como los otros predicadores suelen hacer?
|
ÁNIMA.- Pocas veces.
|
MERCURIO.- ¿Por qué?
|
ÁNIMA.- Porque mucho más se
edifica el ánima cuando ella misma se levanta a suplicar una
cosa a Dios, de que conoce tener necesidad, que no cuando le dicen
palabras que las más veces el mismo que las dice no las
entiende, y mucho más alcanza de Dios un ánima con
suspiros y santos deseos, que no la boca con muchas palabras,
estando como no pocas veces está el ánima, en la
plaza y aun en lugares más profanos.
|
MERCURIO.- Luego, ¿tú no
tenías por buena la oración vocal?
|
ÁNIMA.- Antes la tenía por muy
santa y necesaria, mas también tenía por muy mejor la
mental, porque hallaba muchas veces en la Sagrada Escritura
reprendidos los que oraban con la boca, teniendo el corazón
apartado de Dios, y hallaba en la doctrina cristiana que los
verdaderos adoradores adoraban al Padre en espíritu y en
verdad porque como Dios sea espíritu, quiere ser con el
espíritu adorado.
|
MERCURIO.- Pedida la gracia, ¿qué
les decías?
|
ÁNIMA.- Si el Evangelio era
pequeño y la epístola no grande, dividía mi
sermón en tres partes: en la primera declaraba la
epístola y en la segunda el Evangelio, no curándome
de tratar allí sutilezas ni de mover dificultades, mas
solamente declarando el sentido literal y alguna cosa que
manifestase la grandeza y bondad de Dios, con que arrebatase en su
amor las ánimas de los oyentes. Si la epístola o el
Evangelio era muy largo, tomaba, para declarar lo uno o lo otro los
lugares donde me parecía haber más doctrina, y de las
dos partes hacía una.
|
MERCURIO.- ¿No tomabas tema para tu
sermón?
|
ÁNIMA.- Ni en mis sermones, ni en otra
cosa quería tener tema con nadie.
|
MERCURIO.- No digo eso, sino cuando predicabas,
¿si tomabas un tema en que fundabas tu sermón?
|
ÁNIMA.- Bien te entiendo, y por eso te
digo que no, dejando eso para los temosos o curiosos, que por traer
todo lo que dicen al propósito del tema, que al principio
tomaron, aunque sea por fuerza, y de los cabellos estirado, se
andan buscando rodeos con que pierden tiempo y ningún fruto
ganan. La tercera parte gastaba en amonestar y reprender, mas esto
hacía yo de manera que pudiesen todos conocer no moverme a
ello ambición, pasión ni afición, mas
solamente el bien universal. Lo primero, yo me informaba muy bien
de la calidad de aquella gente a quien predicaba y de su manera de
vivir. Y si hallaba andar entre ellos algunas supersticiones o
necedades en las cosas de la fe y doctrina cristiana, procuraba
ante todas cosas de remediarlas y desarraigarlas, conociendo
cuánta pestilencia traen cosas semejantes en los
ánimos de los simples, y en esto procuré siempre de
decir la verdad pura y limpia, sin tener temor ni respecto a nadie,
y sabe Dios los trabajos, peligros y persecuciones que yo a esta
causa pasé, mas todo lo sufría alegremente por amor
de Aquél que por mí había padecido mucho
más. Después de esto, me informaba muy
particularmente de los vicios que principalmente allí
reinaban, y aquéllos reprendía yo, no de manera que
espantase a los viciosos para que no viniesen más a mi
sermón, mas con tanto amor y dulzor que los convidaba a
venir otras veces y a los que principalmente veía notados de
algún vicio señalado, yo mismo iba a sus casas a
predicarles y amonestarles que se apartasen de ellos, y no
solamente abominaba y afeaba los vicios para que los dejasen, mas
por otra parte loaba y hermoseaba las virtudes para que en lugar de
ellos las encajasen. Nunca reprendía cosa sino en su tiempo
y lugar, pareciéndome muy mal lo que muchos predicadores
hacen, reprendiendo los viciosos ausentes y halagando, y aun a las
veces manteniendo los presentes. A los príncipes, perlados y
justicias holgaba más de reprender en sus casas en secreto
que desde los púlpitos en público, porque el vulgo no
les perdiese la reverencia, obediencia y acatamiento que les debe
tener, de que conocía seguirse muchos y muy grandes
inconvenientes, pero cuando los veía obstinados y que por
sus particulares intereses, pasiones o aficiones dejaban de hacer
lo que debían y eran obligados, no dejaba yo de reprenderlos
y afear públicamente lo que hacían y mostrarles lo
que debían hacer, porque de vergüenza viniesen a hacer
lo que no querían de grado, acordándome que San Pablo
bien osó en público reprender a San Pedro, como
él mismo escribe a los Gálatas.
|
MERCURIO.- Andándote de esa manera a
decir verdades no te faltarían persecuciones.
|
ÁNIMA.- Hasta la muerte nunca me
faltaron, mas todo el mal que ellos me procuraban hacer era todo el
bien que yo deseaba alcanzar.
|
MERCURIO.- ¿Cómo es posible?
|
ÁNIMA.- ¿Qué mayor bien
podía yo desear que padecer aflicciones por amor de
Jesucristo?, y, ¿qué mayor gloria que morir por
mantener y manifestar su verdad?
|
MERCURIO.- ¿Y la infamia?
|
ÁNIMA.- Infamia es vivir mal y en ofensa
de Dios, y muy buena fama la del que por su servicio muere, aunque
por los del mundo sea menospreciado.
|
MERCURIO.- ¿Y tu cuerpo?
|
ÁNIMA.- Mi cuerpo era tierra y me hace
muy poco al caso que o en la sepultura o en otra parte se convierta
en tierra, pues así como así, resucitará en el
juicio, entero.
|
MERCURIO.- ¿No te duele que aquella carne
en cuya compañía tantos años viviste sea
maltratada?
|
ÁNIMA.- Los que en tal manera se
confederaron con su carne que ninguna cosa le negaban de las que
ella quería, procuran de regalarla aun después de
muertos, mas yo, que tenía continua guerra con ella, no
solamente no quería regalarla, mas me vengo y huelgo de que
aquella mi enemiga sea muy maltratada.
|
MERCURIO.- ¿Y la infamia de tus
parientes?
|
ÁNIMA.- Cuanto más mis parientes
fueren abatidos y menospreciados del mundo, tanto serán
más sublimados y preciados por Dios, si como yo lo tomo, lo
quisieren tomar ellos.
|
MERCURIO.- ¿Y tus bienes?
|
ÁNIMA.- Mis bienes tenía yo para
servir con ellos a Dios, y pues son suyos, él
dispondrá de ellos lo que más fuere servido.
|
MERCURIO.- ¿De manera que tú te
partes muy contenta de aquel mundo?
|
ÁNIMA.- Sabes que tan contenta que me
venía huyendo con la prisa que viste, porque no me tornasen
a llamar. Ya yo he hecho lo que me rogaste, también os ruego
yo que no me detengáis más.
|
MERCURIO.- ¿Qué me miras,
Carón?
|
CARÓN.- Estoy tan atónito de
oír lo que esta ánima nos ha contado, que no puedo
acabar de tornar en mí. Cuanto que si muchos tales como
éste se levantan entre cristianos, bien me podrán dar
a mí cien azotes por vagabundo.
|
MERCURIO.- No cures, que por muchos que haya, se
hallan siempre muchos más que los persiguen y espantan, de
suerte que no se osan mostrar.
|
CARÓN.- No te entiendo, Mercurio.
|
MERCURIO.- Hay entre cristianos un género
de gente que tiene usurpado el nombre de perfección y
santidad, y están muchos de ellos tan lejos de lo uno y de
lo otro como nosotros de subir al cielo, y como éstos ven
que alguno con obras o con palabras comienza a mostrar en
qué consiste la perfección cristiana y la
religión y santidad que los cristianos deben tener, luego
aquéllos como lobos se levantan contra él y lo
persiguen, interpretándole mal sus palabras, y
levantándole que dijo lo que nunca pensó, lo acusan y
procuran de condenar por hereje. De manera que apenas hay hombre
que ose hablar ni vivir como verdadero cristiano.
|
CARÓN.- ¡Oh, qué buenos
amigos! ¡Ojalá pudiese yo hacer algo por ésos!
Dime, ¿en qué los conoceré?
|
MERCURIO.- Traen tantos y tan diversos
hábitos que no te podría dar regla cierta.
Todavía, si me lo pagas, decirterelo mas al oído.
|
CARÓN.- ¿Por qué no lo
dirás alto?
|
MERCURIO.- Tengo miedo que me levanten a
mí que rabio.
|
CARÓN.- Dílo, pues, como
quisieres.
|
MERCURIO.- Llégate acá.
|
CARÓN.- ¡Ha, ha, he! Yo jurara que
eran ésos. Déjame con ellos y tornemos a nuestro
propósito.
|
MERCURIO.- Habido, pues, por el Emperador el
parecer de los de su consejo y de los grandes y perlados de sus
reinos, respondió al rey de Francia por un cartel no menos
prudente que animoso.
|
CARÓN.- ¿Tiéneslo por
dicha?
|
MERCURIO.- Mira si lo tengo, y aun escrito en
pergamino.
|
CARÓN.- ¿Querrásmelo
leer?
|
MERCURIO.- Antes te ruego yo que lo oigas.
|
CARÓN.- Comienza, pues, por tu vida,
aunque sea largo.
|
MERCURIO.- No pudo ser más corto, porque
va resumiendo lo que dice el otro; por eso, has de estar muy
atento.
|
CARÓN.- Vesme aquí
patitendido.
|
MERCURIO.-
Cartel del Emperador al rey de
Francia
Carlos, por la divina clemencia. El Emperador de Romanos, rey de
Alemania y de las Españas, etc. Hago saber a Vos, Francisco, por
la gracia de Dios, rey de Francia, que a ocho días de este
mes de junio, por Guiena, vuestro rey de armas, recibí
vuestro cartel, hecho a XXVIII de marzo, el cual, de más
lejos que hay de París aquí pudiera ser venido
más presto y conforme a lo quede mi parte fue dicho a
vuestro rey de armas, os respondo. A lo que decís que en
algunas respuestas por mí dadas a los embajadores y reyes de
armas que por bien de la paz me habéis enviado,
queriéndome yo sin causa excusar, os haya a Vos acusado. Yo
no he visto otro rey de armas vuestro que el que me vino en Burgos
a intimar la guerra, y cuanto a mí, no os habiendo en cosa
alguna errado, ninguna necesidad tengo de excusarme, mas a Vos
vuestra falta es la que os acusa. Y a lo que decís tener yo
vuestra fe, decís verdad, entendiendo por la que me distes
por la capitulación de Madrid, como parece por escrituras
firmadas de vuestra mano, de volver a mi poder como mi prisionero
de buena guerra en caso que no cumplieseis lo que por la dicha
capitulación me habíais prometido, mas, haber yo
dicho como decís en vuestro cartel, que estando Vos sobre
vuestra fe, contra vuestra promesa os erais ido y salido de mis
manos y de mi poder, palabras son que nunca yo dije, pues
jamás yo pretendí tener vuestra fe de no iros sino de
volver en la forma capitulada; y si Vos esto hicierais, ni
faltarais a vuestros hijos, ni a lo que debéis a vuestra
honra. Y a lo que decís que para defender vuestra honra, que
en tal caso sería contra verdad muy cargada, habéis
querido enviar vuestro cartel, por el cual decís que aunque
ningún hombre guardado puede haber obligación de fe,
y que ésta os sea excusa harto suficiente; no obstante esto,
queriendo satisfacer a cada uno y también a vuestra honra,
que decís, queréis guardar y guardaréis, si a
Dios place hasta la muerte, me hacéis saber que si os he
querido o quiero cargar no solamente de vuestra fe o libertad mas
aun de haber jamás hecho cosa que un caballero amador de su
honra se deba hacer, decís que he mentido y que cuantas
veces lo dijere mentiré, siendo deliberado defender vuestra
honra hasta la fin de vuestra vida. A esto os respondo que, mirada
la forma de la capitulación, vuestra excusa de ser guardado
no puede haber lugar, mas pues tan poca estima hacéis de
vuestra honra, no me maravillo que neguéis ser obligado a
cumplir vuestra promesa. Y vuestras palabras no satisfacen por
vuestra honra, porque yo he dicho y diré sin mentir, que Vos
habéis hecho ruinmente y vilmente en no guardarme la fe que
me diste conforme a la capitulación de Madrid. Y diciendo
esto, no os culpo de cosas secretas ni imposibles de probar, pues
parece por escrituras de vuestra mano firmadas, las cuales Vos no
podéis excusar ni negar. Y si queráis afirmar lo
contrario, pues ya os tengo yo habilitado solamente para este
combate, digo que por bien de la cristiandad y por evitar
efusión de sangre y poner fin a esta guerra, y por defender
mi justa demanda, mantendré de mi persona a la vuestra ser
lo que he dicho verdad. Mas no quiero usar con Vos de las palabras
que Vos usáis, pues vuestras obras, sin que yo ni otro lo
diga, son las que os desmienten y también porque cada uno
puede desde lejos usar de tales palabras más seguramente que
desde cerca. A lo que decís que, pues contra verdad os he
querido cargar, de aquí adelante no os escriba cosa alguna,
mas que asegure el campo y Vos traeréis las armas, conviene
que hayáis paciencia de que se digan vuestras obras y que yo
os escriba esta respuesta, por la cual digo que acepto el dar del
campo y soy contento de asegurároslo por mi parte por todos
los medios razonables que para ello se podrán hallar. Y a
este efecto, y por más pronto y expediente, desde ahora os
nombro el lugar para el dicho combate sobre el río que pasa
entre Fuenterrabía y Andaya, en la parte y de la manera que
de común consentimiento será ordenado por más
seguro y conveniente, y me parece que de razón no lo
podéis en alguna manera rehusar ni decir no ser harto
seguro, pues en él fuiste Vos soltado, dando vuestros hijos
por rehenes y vuestra fe de volver, como dicho es, y tan bien visto
que, pues en el mismo río fiaste vuestra persona y las de
vuestros hijos, podéis bien fiar ahora la vuestra sola, pues
pondré yo también la mía. Y se hallarán
medios para que no obstante el sitio del lugar ninguna ventaja
tenga más el uno, que el otro, y para este efecto y para
concertar la elección de las armas, que pretendo yo
pertenecerme a mí, y no a Vos, y porque en la
conclusión no hayan longuerías ni dilaciones,
podremos enviar gentiles hombres de entre ambas partes al dicho
lugar, con poder bastante para platicar y concertar, así la
igual seguridad del campo, como la elección de las armas, el
día del combate y la resta que tocará a este efecto,
y si dentro de cuarenta días después de la
presentación de ésta no me respondéis ni
avisáis de vuestra intención, bien se podrá
ver que la dilación del combate será vuestra, que os
será imputado y ayuntado con la falta de no haber cumplido
lo que prometiste en Madrid. Y cuanto a lo que protestáis
que si después de vuestra declaración en otras partes
yo digo o escribo palabras contra vuestra honra, que la
vergüenza de la dilación del combate será
mía, pues que venidos a él cesan todas escrituras,
vuestra protestación sería bien excusada, pues no me
podéis Vos vedar que yo no diga verdad, aunque os pese. Y
también soy seguro que no podré yo recibir
vergüenza de la dilación del combate, pues puede todo
el mundo conocer el afición que de ver la fin de él
tengo.
Hecha en Monzón, en mi reino de Aragón, a
veinticuatro días del mes de junio de mil quinientos
veintiocho años.
Charles.
|
CARÓN.- A la fe, Mercurio, el que ese
cartel escribió más quería que palabras.
|
MERCURIO.- Dices la verdad, y aún si bien
lo has ponderado, con no menos prudencia que ánimo lo
escribió.
|
CARÓN.- A la fe, no había yo
menester esos ánimos ni esas prudencias.
|
MERCURIO.- Calla, Carón, ¿no miras
con cuánta gravedad sube esta ánima? Sepamos
quién es.
|
CARÓN.- Pregúntaselo tú si
quisieres.
|
MERCURIO.- Dinos, ánima bienaventurada,
¿qué estado tuviste en el mundo?
|
ÁNIMA.- Fui cardenal.
|
MERCURIO.- ¿Cardenal? ¿Qué
me dices?
|
ÁNIMA.- Así pasa.
|
MERCURIO.- Dínos, pues, por caridad,
¿cómo alcanzaste aquella dignidad que se da pocas
veces por amor de Dios, y cómo te gobernaste en ella?
|
ÁNIMA.- Considerando yo cuán
perdida estaba la cristiandad y cuánta necesidad
tenía en muchas cosas de reformación, deseoso de
entender en una tan santa y tan necesaria obra, y viendo que el
más conveniente lugar para ello era estar cabe el Sumo
Pontífice, deseaba hallar medio para ser Cardenal, y sabido
que no se alcanzaba aquella dignidad sino o por dineros o por manos
o por favor de príncipes o por luengo servicio, tomé
por mejor partido comprarla, y de verdad me costó más
de veinticinco mil ducados, y aun yo os prometo que ante de veinte
días me hallé bien arrepentido.
|
MERCURIO.- ¿Por qué?
|
ÁNIMA.- Como comencé a entrar en
consistorio y vi las cosas que allí se trataban y los
reveses y contradicciones que hallaba en lo que por el bien
público yo proponía, halleme tan turbado que no
sabía disponer de mí. A la fin, me pareció
que, pues no podía aprovechar a otros, menos mal era
aprovecharme a mí que no perderme yo también con
ellos, y no un mes después que recibí el capelo, les
dejé su Roma, su púrpura, y su consistorio y me
retraje en una abadía que yo tenía, donde en la
administración de mis frailes y de los otros mis
súbditos, mediante la gracia de Jesucristo, me
goberné de manera que en recompensa de aquellos
pequeños trabajos ha placido a Dios darme la vida
eterna.
|
MERCURIO.- A buen amo serviste; razón es
que hayas buen galardón. ¿Quieres que prosiga,
Carón?
|
CARÓN.- No querría otra cosa.
|
MERCURIO.- Ordenado que hubo el Emperador su
respuesta, firmada de su mano, la dio a uno, de sus reyes de armas,
mandándole que con toda diligencia la llevase al rey de
Francia y él mismo públicamente se la leyese, y si no
la quisiese oír, se la diese en sus manos y habida su
respuesta, luego se volviese. El rey de armas se fue para
Fuenterrabía, donde pensaba hallar el salvoconducto del rey
de Francia, y como no hubiese memoria de él, envió un
trompeta al gobernador de Bayona, rogándole que, si lo
tenía, luego se lo enviase, porque él allí no
esperaba otra cosa. El gobernador, a cabo de nueve días, le
respondió que el rey de Francia, su amo, le había
enviado el salvoconducto que pedía, mas con tal
condición que no se lo enviase sin ser primero certificado
que traía la seguridad del campo y no otra cosa. El rey de
armas le respondió que él llevaba la seguridad del
campo y cargo de decir otras cosas tocantes al combate, y respuesta
al cartel del rey de Francia. El gobernador replicó,
diciendo que si traía solamente la seguridad del campo, sin
otra cosa alguna, le dejaría entrar libremente en Francia y
le haría muy buen tratamiento, pero que si traía otra
cosa, él no lo podía dejar entrar, diciendo que el
Rey, su amo, no quería palabras sino obras.
|
CARÓN.- A la fe, tenía
razón. ¿Qué cumplen palabras cuando se puede
venir a las manos?
|
MERCURIO.- No sabes lo que te dices. Antes no se
puede venir a las manos sin que precedan primero muchas palabras en
que se determine y acabe la causa por qué se combate; de
otra manera parecería batalla, no de príncipes, mas
riña de locos. Y si bien lo miras, hallarás
aquí dos cosas muy recias: la una, impedir la entrada a un
rey de armas que suelen, aun entre gente bárbara tener
libertad para ir y venir seguramente por doquiera; y la otra, que
el rey de Francia así absolutamente pidiese la seguridad del
campo, sin aclarar primero qué es aquello sobre que
quería combatir o si el Emperador confesaba o negaba haber
dicho lo que al rey de Francia había sido referido.
|
CARÓN.- Veamos, ¿él no lo
envió escrito y firmado de su mano al embajador del rey de
Francia?
|
MERCURIO.- Dices verdad, mas aquella carta no
era llegada en Francia cuando el rey publicó su cartel, ni
puede el Rey con verdad decir que ella lo moviese a desafío.
Allende de esto, hay mucha diferencia de lo que dice la carta a lo
que contiene el cartel. La carta dice que el rey de Francia lo
había hecho vilmente y ruinmente en no cumplir lo que
había jurado y prometido, y el cartel refiere haber dicho el
Emperador que el rey de Francia se había ido y soltado de su
poder, contraviniendo a la fe que le había dado, cosa que ni
nunca el Emperador dijo, ni tampoco, había por qué lo
dijese, habiéndolo él de su propia voluntad soltado y
puesto en libertad, sin nunca tomarle su fe que no se iría,
mas, que si no cumpliese lo capitulado, volvería a la
prisión. De manera que queriendo el rey de Francia disfrazar
las palabras por hacer su causa, de manifiestamente mala,
claramente buena, justo era que aquello se averiguase antes que
viniesen al campo, porque negando el Emperador haber dicho lo que
el rey de Francia refería, quizá él no
quisiera combatir sobre las otras palabras que el Emperador
afirmaba haber dicho, y así, ni hubiera sobre qué
combatir, ni necesidad de la seguridad del campo que él tan
impertinentemente pedía. Allende de esto, el Emperador
pudiera responder que el rey de Francia, siendo su prisionero de
justa guerra, era inhábil para desafiar a nadie, cuanto
más a su señor, hasta que, cumpliendo lo capitulado,
recatase o libertase la fe que en su poder dejó
empeñada. Asimismo, podía alegar que no se puede
venir al combate cuando la diferencia se puede probar por escrito o
por testigos, como aquí muy fácilmente se pudiera
hacer.
|
CARÓN.- ¿Cómo?
|
MERCURIO.- El Emperador dijo que el rey de
Francia lo había hecho vil y ruinmente en no guardarle la fe
que le había dado. Conviene, pues, aquí probar si
romper un hombre su fe es ruindad y vileza, y si el rey de Francia
la rompió o no. Lo primero es cosa tan clara y tan
averiguada que sería vergüenza traerla en disputa, pues
no hay hombre tan pérfido o malo que no confiese y tenga por
vileza romper el hombre su fe. Para probar lo segundo, ahí
está la capitulación de Madrid, firmada de la mano
propia del rey de Francia y de los embajadores de la regente, su
madre, en que jura, promete y da su fe de cumplir todo lo en
aquella capitulación contenido en ciertos términos y
a ciertos tiempos allí declarados, y que en caso que no lo
cumpliere, volverá dentro de cierto tiempo a la
prisión. Pues si el rey de Francia dio su fe de hacer esto,
y lo prueba y muestra por escritura firmada de su propia mano,
talmente que no lo puede negar y después, no solamente no lo
cumple, mas claramente dice que no lo quiere cumplir, ¿no
está claro que rompe su fe? Y si el que ésta rompe,
hace vileza y ruindad, cosa averiguada es que él queda por
vil y ruin, y que con verdad se puede decir haberlo hecho ruinmente
en romper su fe. Y pues esto se podía probar por escrituras
auténticas y claras, muy bien pudiera el Emperador alegar
que no había necesidad de combate. Y aunque el Emperador
quisiera, como quiso, disimular todas estas causas por donde cesaba
el combate, habilitando él al rey de Francia (como lo
habilitó), para combatir con él, y señalando
luego lugar seguro para la batalla, habiéndose querido el
rey de Francia llamar defensor por usurpar y atribuirse la
elección de las armas, ¿no era razón que,
siendo el Emperador desafiado, se examinase y determinase primero
cuál era provocador y defensor antes que venir al combate?
Pues para esto sé que menester eran demandas y respuestas, y
no pedir a humo muerto la seguridad del campo, la cual con todo, el
Emperador le enviaba, mas juntamente con enviarla respondía
al cartel del rey de Francia como has oído, queriendo llevar
la cosa por sus términos y guiarla como quien que deseaba
venir a la conclusión de ella y no contentarse de palabras,
como el rey de Francia.
|
CARÓN.- Ahora, sus, tú vienes
armado para defender al Emperador. No quiero disputar contigo;
prosigue adelante.
|
MERCURIO.- Esa salida les queda a los que se
ponen, como tú ahora has hecho, a defender una mala causa,
mas sea como tú quisieres. En Fuenterrabía estuvo el
rey de armas del Emperador obra de cincuenta días,
importunando continuamente por su salvoconducto, hasta que, de pura
vergüenza, se lo hubieron de enviar, mas todavía con
condición que llevase la seguridad del campo y no de otra
manera.
|
CARÓN.- ¿Ves ahí otra
ánima que sube la montaña? Mira si le quieres
preguntar algo.
|
MERCURIO.- Ya la veo; vamos hacia allá y
sepamos quién es.
|
CARÓN.- Oído nos ha; escucha.
Veamos qué dice.
|
ÁNIMA.- ¿Qué pedís,
hermanos?
|
MERCURIO.- Querríamos saber quién
eres y qué estado tuviste en el mundo.
|
ÁNIMA.- Yo fui un pobre fraile, y mi
estado era servir a Jesucristo.
|
MERCURIO.- Sirviendo a tal señor,
¿te osas llamar pobre?
|
ÁNIMA.- Pobre me llamo cuanto al mundo, y
pobre de virtudes que de estado y mercedes me recibí de mi
señor, más fui que rico y bienaventurado.
|
MERCURIO.- Bien se te parece, mas dinos,
¿por qué te metiste fraile?
|
ÁNIMA.- Bien sé por qué me
lo preguntáis. Vosotros pensáis haber yo sido de
aquéllos que piensan consistir la religión en andar
vestido de una o de otra color o en traer el hábito de
ésta o de aquella hechura, o en andar calzado o descalzo, o
en traer camisa de lana o de lienzo, o en tocar o dejar de tocar
dineros. A la fe, hermanos, muy engañados estáis, que
antes que me metiese fraile estaba de todo eso muy bien
informado.
|
MERCURIO.- Pues sabiendo y entendiendo tú
eso, ¿quién te engañó que tomases una
vida tan puesta en razón y tan fuera de razón?
|
ÁNIMA.- ¿Tú sabes lo que
dices?
|
MERCURIO.- Ahora lo verás.
¿Qué cosa puede ser más puesta en razón
que levantarse todos a las seis, comer a las diez, dormir desde las
doce hasta las dos, cenar a las seis, acostarse a las siete, estar
tantas horas en el coro y tantas en el refitorio y tantas en la
cama? Veamos, ¿a quién esto oyere, no le
placerá como cosa muy razonable? Pero si por otra parte
considera la diversidad de las complexiones, condiciones e
inclinaciones de los hombres, que a uno le conviene mucho dormir
para su salud y a otro daña lo que a aquél aprovecha;
a uno es saludable el madrugar y a otro dañoso; uno sana y
otro enferma ayunando; a uno es sano un manjar y a otro le causa
enfermedades; a uno da la vida y a otro daña el sueño
de medio día; a uno conviene traer poca ropa y otro ha
menester mucha; uno se huelga de andar descalzo y otro enferma si
no anda calzado; y aun un mismo hombre está muchas veces
dispuesto para una cosa y otras no. Habiendo, pues, en estas y en
otras cosas tanta diversidad en los hombres, ¿qué
cosa más fuera de razón puede ser que limitarles las
horas que han de comer, dormir, velar, rezar y cantar, como si
todos fuesen de una misma complexión?
|
ÁNIMA.- Mira, hermano, tú eres un
poco más agudo que sería menester. Si los hombres se
metiesen frailes por fuerza, podríanse quejar si les diesen
manera de vivir fuera de su natural, mas pues a ninguno se hace
fuerza, ninguno tiene causa de quejarse. La regla está
ahí; cada uno la puede ver y saber. El que se contenta de
ella, pareciéndole conformarse con su condición,
tómela mucho en buena hora; el que no, déjela, que a
ninguno se hace fuerza y el que neciamente se mete fraile,
neciamente se muere, y aun quizá se va al infierno; y lo
mismo podemos decir del clérigo y del casado. Yo, hermano,
viendo la corrupción del mundo y a mí en estado que a
cada paso hallaba mil embarazos en que tropezar, determiné
de recogerme en un monasterio, no porque no conociese poder servir
tan bien a Dios fuera de él, mas porque me inclinaba
más a aquella manera de vivir que a otra alguna.
Determinado, pues, de meterme fraile, anduve muchos días con
mucha curiosidad, informándome de la regla y forma de vivir
de cada orden y después tomé aquélla que me
pareció más conforme a mi complexión.
|
MERCURIO.- ¿Nunca te arrepentiste?
|
ÁNIMA.- Aquéllos se arrepienten
que no miran lo que toman, mas yo, ¿por qué me
había de arrepentir, yendo como iba tan informado de todo lo
que hallé? De manera que ninguna cosa me era nueva y de lo
bueno gozaba y lo malo disimulaba y sufría con
paciencia.
|
MERCURIO.- Dice que monjas y frailes no saben
sino pedir.
|
ÁNIMA.- Eso hacía yo
continuamente, pedir gracia a Nuestro Señor para que me
encaminase e hiciese perseverar en su servicio.
|
MERCURIO.- No digo sino cosas mundanas.
|
ÁNIMA.- Ésas nunca pedí yo,
ni aun las quería recibir de los que me las daban,
mostrándoles por la obra que las menospreciaba y que
también ellos las debían menospreciar, porque mucho
más persuaden obras que palabras.
|
MERCURIO.- Dices verdad, mas,
¿cómo te proveías de lo que habías
menester?
|
ÁNIMA.- Poco han menester los frailes,
allende lo que les dan en la orden, sino para curiosidades, de que
yo huía mucho, y aquello de que tenía necesidad,
procuraba de ganar trabajando con mis manos.
|
MERCURIO.- ¿Tenías oficio?
|
ÁNIMA.- Cuando determiné de
meterme fraile me puse a deprender un oficio con que pudiese ganar
y proveer mis necesidades sin ser molesto a ninguno, y aun lo que
me sobraba repartía con mis compañeros, especialmente
con predicadores y confesores, porque no lo anduviesen pidiendo a
los seglares.
|
MERCURIO.- Dice que muchos se meten frailes por
ser ociosos y no trabajar y ganar de comer.
|
ÁNIMA.- Yo no sé lo que otros
hacen. De mí te sé decir que me metí fraile
por poder honestamente trabajar y no estar ocioso, porque ni mi
linaje ni mi estado me consentían trabajar si no mudaba el
hábito.
|
MERCURIO.- ¿Cómo te agradaba la
hipocresía que suele ser compañera de los
frailes?
|
ÁNIMA.- Dígote que muchos
días me detuve de meterme fraile por no obligarme a fingir
santidad. Tanto aborrecía la hipocresía, mas a la
fin, cuando determiné de ser fraile, determiné
juntamente de vivir de manera que no tuviese necesidad de mostrar
de fuera más de lo que había dentro.
|
MERCURIO.- Por la mayor parte los frailes
siembran y mantienen supersticiones.
|
ÁNIMA.- Eso hacen los que, o no quieren
trabajar para sus necesidades, o andan buscando cosicas para sus
curiosidades, los cuales por esto han de buscar invenciones con que
sacar del vulgo lo que quizá de otra manera les sería
negado; mas el que huye las curiosidades y trabaja con sus manos
para proveerse de lo necesario, muy lejos está de sembrar y
mantener supersticiones.
|
MERCURIO.- Dice que es natural vicio en los
frailes la murmuración y ser maldicientes.
|
ÁNIMA.- El que siendo seglar tenía
estos vicios puede ser que no los deje en el monasterio, mas el que
siendo seglar los aborreció, mucho más los aborrece
fraile.
|
MERCURIO.- Los frailes son tenidos por
ambiciosos, así en procurar prelacías en sus
órdenes como buenos obispados y aun capelos fuera de
ellas.
|
ÁNIMA.- Como la ambición sea vicio
a todos estados común, no te maravilles que reine
también entre los frailes, que son hombres como los otros;
de mí te sé decir que siempre la aborrecí y
hui de ella como de cosa muy pestilencial, contentándome de
tener cargo de mí mismo.
|
MERCURIO.- Gran trabajo debe ser sufrir un prior
o guardián necio.
|
ÁNIMA.- Trabajo es para los que lo tienen
por trabajo, mas ya sabes que no hay cosa tan fácil que no
sea dificultosa si la haces forzado, ni tan difícil que no
sea fácil si la hicieres de buena gana.
|
MERCURIO.- Sí, pero recia cosa es de
sufrir un hombre grosero.
|
ÁNIMA.- Si te parece y la tienes por
recia, recia será, mas si considerando tú que eres
hombre como aquél, y del mismo metal que aquél y que
te pudiera Dios hacer tan necio o grosero como aquél,
cuántas más groserías y necedades en él
vieres, tantas más gracias darás tú a Dios que
te libró de ellas, y te holgarás de verte libre de
ellas.
|
MERCURIO.- Bien pero, ¿no es recia cosa
que se den cargos a semejantes personas?
|
ÁNIMA.- Hermano, mira, en todos estados y
géneros de hombres está ahora el mundo de manera, que
por maravilla se dan cargos, ni oficios ni beneficios sino a los
que con artes y granjerías los andan procurando y como
ningún hombre prudente, bueno y virtuoso se quiere poner a
pedir y procurar cosas semejantes, pareciéndole que de
razón le deberían rogar con ellas, es forzado que por
la mayor parte los cargos, oficios y beneficios caigan en ruines e
ignorantes. Yo me he detenido más de lo que pensaba, y me
voy con vuestra licencia.
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CARÓN.- Antes lo hubieras hecho,
¿no miráis de qué me sirven a mí estas
filosofías? Ea, pues, tú, Mercurio, acaba si quieres
contarme esa tu historia. No me la hagas tanto desear.
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MERCURIO.- Habido por el rey de armas el
salvoconducto del rey de Francia, a la misma hora partió de
Fuenterrabía y vestida su cota de armas entró en
Francia, protestando que por haber pedido salvoconducto no
entendía de rogar a los privilegios y preeminencias de su
oficio, y así siguió su camino hasta cerca de la
ciudad de París, donde pensaba hallar al rey de Francia. Mas
el Rey, temiendo su venida y por dilatar de oír lo que de
parte del Emperador traía, andaba por las florestas cazando,
no permitiendo que el rey de armas le viniese a hablar, mas como
él continuase en sus protestaciones, viendo que sin muy
grande infamia no podía más detenerlo, se vino a
París donde en presencia de muchos grandes señores,
perlados y caballeros, así franceses como de otras naciones,
fingió querer dar audiencia al rey de armas, mas en tal
manera lo fingía que por otra parte mostraba bien la poca
gana que tenía del combate.
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CARÓN.- ¿Cómo?
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MERCURIO.- Antes que el rey de armas entrase, el
rey de Francia hizo un muy largo razonamiento a todos los que
estaban presentes, diciendo las causas porque los había
ayuntado, y colorando su causa con palabras muy ajenas de la verdad
lo menos mal que pudo, concluyendo que en ninguna manera
quería oír palabra alguna al rey de armas del
Emperador si primero no le daba la seguridad del campo, porque no
quería sufrir que con palabras vanas se dilatase el efecto
de aquel combate.
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CARÓN.- Harto animosamente lo
hacía.
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MERCURIO.- ¡Cómo eres o finges ser
gran badajo! Había detenido al Rey de armas cincuenta
días en Fuenterrabía y otros ocho o nueve
andándose cazando, y temía de esperar siquiera media
hora mientras que el rey de armas decía lo que le
había sido mandado, como si el Emperador estuviera y en el
campo esperando y no hubiera lugar de esperar ni aun media hora.
Allende de esto, si el rey de Francia deseaba tanto este combate,
veamos, ¿con qué se dilataba más, con
oír o con dejar de oír al rey de armas? No
oyéndole, quedaba la cosa no solamente dilatada, mas del
todo deshecha, porque si el desafiador no quiere oír la
respuesta del desafío, claro está que rehúsa
el combate y confiesa el delito y no queda más que proceder
en la causa. Oyéndolo, o traía aparejado lo que
convenía para el combate o no; si lo traía, ya el Rey
tenía lo que demandaba, y si no, todo era tornarlo presto a
enviar, y la dilación fuera muy poca en comparación
de la que hasta allí él mismo había causado. Y
a los menos conocieran todos que no quedaba por él. De
manera que declarando no querer oír al rey de armas,
declaraba no tener gana del combate. Acabado su razonamiento,
entró el rey de armas del Emperador, y antes que el cuidado
pudiese abrir la boca para hablar, el rey de Francia, por
espantarlo y hacerle que se turbase para que no le diese la
seguridad del campo que sabía él bien que
traía consigo, le comienza con palabras furiosas a preguntar
si había hecho lo que debía a su oficio, que se
acordase de lo que había escrito de Fuenterrabía y
con qué condición le había sido enviado el
salvoconducto. El rey de armas, sin responder a esto le
suplicó (como es costumbre), que le diese licencia para
hacer su oficio. El rey de Francia insistía en que no le
consentiría hablar palabra si primero no le daba la
seguridad del campo, que fuese hecha y ordenada como
convenía. El rey de armas, por otra parte, decía
haberle sido mandado que él mismo la leyese y que si
él la quería oír, que se la leería,
donde no, que se la daría en sus manos con condición
que le dejase después usar de su oficio. Entonces el rey de
Francia, no sabiendo qué responder a esto, ni queriendo
recibir el cartel del Emperador, se levantó diciendo muy
rigurosas palabras y se dejó allí el pobre rey de
armas sin quererlo oír ni recibir el cartel que llevaba.
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CARÓN.- ¿Qué me dices?
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MERCURIO.- Esto que oyes.
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CARÓN.- Pues veamos, ¿qué
hará ahora el Emperador?
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MERCURIO.- ¿Qué quieres que haga
si el rey de Francia no quiere oír sus reyes de armas ni
recibir sus carteles?
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CARÓN.- Arrastrarale las armas y
pintaralo como en semejantes casos se suele hacer.
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MERCURIO.- Antes me persuado yo tanto de su
modestia y bondad que no se pondrá en hacerle una afrenta
como ésa, porque aunque sea su enemigo, a la fin es
príncipe y cristiano y es honesto que se le tenga
algún respecto, pues los buenos con virtud se precian
vencer.
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CARÓN.- ¿De manera que no
habrá ya memoria de ese combate?
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MERCURIO.- Ninguna.
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CARÓN.- Si supieses de qué cuidado
me has quitado, maravillaríaste que de verdad ha muchos
días que no estaba en mi seso, pensando en el mal que de
este combate se me recrecía. Siempre me sueles tú
alegrar con mil buenas nuevas y yo nunca hago nada por ti. Si te
parece que es hora, vamos a holgar un rato con Proserpina.
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MERCURIO.- Soy contento, mas sepamos primero
qué ánima es ésta que viene cantando.
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CARÓN.- Parece mujer.
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MERCURIO.- Así es.
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CARÓN.- No sé si huirá de
nosotros.
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ÁNIMA.- A las veces, las que más
huyen son las que más presto se dejan alcanzar, pues en el
mundo no hui de hombres (de quienes me podía temer),
teniendo en mí firme propósito de vivir castamente,
¿por qué huiré ahora de vosotros de quienes
ninguna afrenta puedo esperar?
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MERCURIO.- ¡Oh, ánimo no de mujer
mas de hombre muy esforzado! ¿Querrasnos decir qué
tal fue tu vida en el mundo?
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ÁNIMA.- Y aun de muy buena voluntad. El
mayor bien que mis padres me dejaron fue vezarme a leer y un poco
de latín y aficioneme tanto a leer en la Sacra Escritura que
de ella sabía mucho, y juntamente con saberla, procuraba de
conformar mi vida y costumbres con ella, no dejando de
enseñar a mis amigas y compañeras que conmigo
conversaban aquello que Dios a mí me había
enseñado, mas con tanta modestia y templanza que no pudiese
ser reprendida, conociendo cuánto era mi sexo y edad
peligrosa, y cuán recatada debía andar de mí
misma, porque sin duda las mujeres mucho más que los hombres
tenemos necesidad de tener por sospechosa cualquier opinión
en que caemos hasta que se haya muy bien primero examinada y
comunicada, y porque el callar en las mujeres, especialmente
doncellas, es tan conveniente y honesto como malo y deshonesto el
demasiado hablar; siempre procuraba yo que mis obras predicasen
antes que mis palabras. De esta manera viví muchos
años sin voluntad de ser monja ni de casarme viendo la una
vida ser muy ajena de mi condición y los peligros y trabajos
que en la otra hay. Especialmente temía que me darían
algún marido tan apartado de mis fines que o me pervirtiese
a mí o tuviese muy trabajosa vida con él. A esta
causa determiné de no casarme, mas a la fin, todo bien
considerado, acordándome de las excelencias que del
matrimonio había leído, y pareciéndome cosa
dificultosa guardar (como se debe guardar) la virginidad, aunque
aquel estado sea más alto y excelente y por Jesucristo con
ejemplo y con palabras y después por San Pablo aconsejado, y
por muchos santos seguido, tomé por seguro para mí
casarme. Mas como no sea lícito y honesto a las mujeres
escoger el marido que ellas quieren, mas parecen obligadas a tomar
el que sus padres, hermanos o parientes quieren darles, aunque yo
no pocas veces les rogaba que no mirasen a linaje ni a bienes
mundanos ni a hermosura del cuerpo, sino a las virtudes del
ánima, porque con éstas me entendía yo casar,
a la fin me dieron un marido con quien sabe Dios lo que al
principio yo pasé, pero todavía lo sufría con
paciencia, esperando en la bondad de Dios que yo lo atraería
antes a él a mi condición que él a mí a
la suya. Y dime tan buena maña, contraminando sus vicios con
virtudes, su soberbia con mansedumbre, su aspereza con halagos, su
prodigalidad con templanza, sus juegos y lujurias con castos y
santos ejercicios, y su ira con paciencia, gobernándome
siempre con él con profunda y entera humildad, a tiempos
disimulando unas cosas, a tiempos tolerando y permitiendo otras, y
a tiempos reprendiendo dulcemente aquellas cosas que claramente me
parecían dignas de reprensión, que poco a poco le
amansé de manera que le hice dejar todos sus vicios y malas
costumbres y abrazarse tan de veras con las virtudes, que desde a
pocos días yo aprendí de él lo que él
aprendía de mí. Y así, vezándonos el
uno al otro, y procurándonos de contentar el uno al otro,
vivíamos en tanta paz, amor y concordia, que todos se
maravillaban de verlo a él tan mudado y de lo que yo con
él había trabajado y de la conformidad que ya
teníamos.
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MERCURIO.- ¿Hubiste hijos?
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ÁNIMA.- Muchos años estuvimos sin
ellos.
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MERCURIO.- ¿No tenías pena de
verte estéril?
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ÁNIMA.- Pena tienen de no parir las que
viven y querrían parir para sí, mas yo, que no
vivía ni quería nada para mí, no tenía
de qué tener pena. Mientras Dios no me daba hijos,
dábale muchas gracias por ello, persuadiéndome que
así convenía a mi provecho y a su servicio. Cuando me
los dio, las mismas gracias le daba, suplicándole los
enderezase y enseñase para su servicio, procurando cuanto en
mí era de industriarlos para este efecto.
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MERCURIO.- Maravíllome de eso que me
dices, porque suelen las mujeres con mucha curiosidad importunar a
Dios que les dé hijos.
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ÁNIMA.- Yo era muy contraria a esa
opinión, no porque no tuviese yo los hijos por un especial
don de Dios, mas porque siéndome incierto qué tales
habían de ser, no osaba desearlos, sino que Dios hiciese lo
que fuese su voluntad, teniendo por cierto que aquello que
él ordenase, sería lo mejor, y las mujeres que son de
esta mi opinión, Dios sabe de cuántas supersticiones
se escapan, que por haber hijos a cada paso se hacen con no poco
deservicio de Dios y detrimento de la religión
cristiana.
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MERCURIO.- ¿Tuviste hijos o hijas?
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ÁNIMA.- Hijas.
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MERCURIO.- ¡Qué trabajo!
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ÁNIMA.- ¿Trabajo? Antes es muy
gran descanso para las madres tener hijas con quienes se puedan
descuidar y a quien puedan doctrinar, que las buenas madres
más se huelgan con las hijas que con los hijos, porque las
hijas las acompañan y sirven hasta la muerte y nunca les
pierden el amor, mas los hijos, aun no son nacidos cuando se van
por ahí, que ni conocen ni tienen amor a padre ni a madre.
Allende de esto, por maravilla veréis una hija desobediente
y muy raros son los hijos obedientes. Pocas veces vemos hijas
desconformes de sus padres y a cada paso hallamos hijos
perseguidores de sus madres.
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MERCURIO.- Gran trabajo es el que pasan las
madres en guardar las hijas.
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ÁNIMA.- Habías de decir las ruines
madres, porque cual es la madre tal es la hija, y por eso, cuanto
es dificultoso y trabajoso a las ruines guardar que sus hijas no lo
sean, tanto es fácil a las buenas hacer que sus hijas les
parezcan.
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MERCURIO.- ¡Qué de congojas pasan
las madres con las hijas!
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ÁNIMA.- Muchas más con los hijos,
que desde que nacen andan sujetos a mil peligros: cuando
niños de descalabrarse o lisiarse, y cuando grandes de
perder la vida, y a la fin no falta un camino largo o una guerra en
que mueren, dando mortal congoja a sus padres.
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MERCURIO.- Gran trabajo es buscar y aun comprar
casamientos para las hijas.
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ÁNIMA.- De ese trabajo fui yo bien libre,
porque crié mis hijas tan virtuosas y había tantos
que las deseaban por mujeres, que tuve bien en qué escoger.
Verdad es que el dote suele trabajar a los padres, mas como yo no
tuviese respecto a la vanagloria del mundo y me inclinase antes a
casar mis hijas con virtuosos que con ricos ni poderosos,
fácilmente y con poco trabajo las casé todas, y aun
mucho a mi voluntad y con cuatro hijas cobré cuatro yernos
que tuve yo siempre por hijos, y ellos a mí por madre, lo
que no acaece a las que casan hijos, que con tantas nueras cobran
tantas enemigas.
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MERCURIO.- ¿Cómo te habías
con tus criados y criadas?
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ÁNIMA.- Como con mis hijos,
doctrinándolos y guiándolos en aquello que
debían hacer para servir a Dios.
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MERCURIO.- ¿Hacíaslos ayunar,
rezar y disciplinarse?
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ÁNIMA.- Yo te diré. Las cosas que
en sí son siempre y en todo lugar buenas, y que sin pecado
no se pueden dejar, les encomendaba yo sobre todo, procurando que
solo un punto no se apartasen de ellas. De las otras que a unos son
buenas y arman y a otros no; en unos tiempos se halla la persona
dispuesta para ellas y en otros no, a unos sanan y a otros matan, a
unos aprovechan y a otros dañan, les encomendaba que usasen
con mucha discreción, apartando siempre y desterrando de mi
casa toda manera de superstición y de hipocresía,
queriendo que hubiese mucho más en lo interior de lo que se
mostraba en lo exterior.
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MERCURIO.- ¿De qué edad
moriste?
|
ÁNIMA.- De cincuenta años.
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MERCURIO.- ¿Hiciste testamento?
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ÁNIMA.- Todo eso dejo encomendado a mi
marido y yo me voy a gozar de aquel sumo y perfecto bien por
mí tanto deseado; por eso no me detengas más.
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CARÓN.- Déjala ir, Mercurio. Cata
que se hace tarde.
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MERCURIO.- Que me place, mas ves aquí
otra ánima que viene a más andar. Sepamos
quién es.
|
CARÓN.- ¿Tú no ves que es
monja?
|
MERCURIO.- Vámosla a hablar.
|
CARÓN.- Déjala. Así goces
que a la fin es mujer y monja, y si comienza, nunca acabará.
Vamos, que ya nos estará esperando Proserpina.
|
MERCURIO.- Vamos.
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