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MERCURIO.-  ¿Dónde hallaría yo ahora a Carón para holgarme un rato con él y quitarlo de la congoja en que el cuidado debe estar? Porque si ha sabido cómo el rey de Francia desafió tan contra razón y justicia al Emperador, queriendo combatir con él de persona a persona, y cuán liberalmente el Emperador aceptó el combate, pudiéndolo por muchas y muy claras razones rehusar, sin duda alguna él estará desesperado, creyendo y aun teniendo por cierto que si estos dos príncipes viniesen a combatir, el rey de Francia con la mala causa que tiene, quedaría o muerto o preso en el campo, y el Emperador, quedando victorioso, pondría luego fin a las guerras de la cristiandad como hizo después de la victoria de Pavia. Y hallándose el mezquino haber comprado aquella galera que por merced que Dios le haga, si no le vienen muchas venturas de las que ahora, con tantos franceses como han muerto en Nápoles, le han venido en estos dos años no acabará de pagar, bien podéis pensar en qué confusión el buen marinero se hallará. Por esto, querría saber dónde está y librarlo de este trabajo. He ido a la barca y no lo hallo, en la galera mucho menos. También he rodeado estos campos de una parte y de otra; he corrido toda esta ribera. No he dejado a Plutón, a Proserpina a Minos, a Eaco. A todos he preguntado y ninguno me sabe dar nuevas de él. De manera que ya no sé adónde a tal hora me lo vaya a buscar, si por dicha no estuviese el bellaco en algún bodegón con las Furias banqueteando. Mas, no es nada servidor de damas. ¿Qué había de hacer allá? ¿Qué digo yo? Quizá estará procurando con ellas que vayan a estorbar este combate. Mas no, que las Furias con Proserpina están. Pues Alastor no está acá, que ahora poco ha lo dejé yo en Francia. ¿Dónde iré? Quiero dar voces, porque quizá está tras algún árbol durmiendo. ¿Carón?, ¿Carón?, ¿Carón? No responde. ¿Carón?, ¿Carón?, ¿Carón? No aprovecha nada. Sin duda se ha echado en la laguna de desesperado. Mas, no lo tengo yo por tan necio.

CARÓN.-  Oigo voces de hacia la ribera. No sé quién me llama. Ya, ya. Mercurio es aquél. ¿Qué me quiere? Quizá piensa que no sé cómo han de combatir el Emperador de los cristianos y el rey de Francia y querrá venir a darme estas malas nuevas. No sé si me vaya allá o si me esconda, que parte de prudencia es no querer hombre oír cosa de que sabe haber de recibir pesar, si no lo puede remediar; mas, visto me ha y viene hacia acá volando.

MERCURIO.-  ¿Qué andas, Carón, por aquí buscando? Sabes cuán mal parecen los marineros por las montañas.

CARÓN.-  ¿Nunca viste ladrón, no hallando qué hurtar, de desesperado meterse fraile?

MERCURIO.-  Mas de cuatro.

CARÓN.-  ¿Y maravillaríaste si demás que desesperado me metiese yo aquí ermitaño?

MERCURIO.-  Tú te guardarás bien de esa locura. Mas dime, así goces, ¿qué haces en esta montaña?

CARÓN.-  ¿Qué quieres que haga? Pues que de hoy más, no tendré que pasar ánimas al infierno; quiérome estar aquí salteando las que suben al cielo. Sabes cuán poca diferencia va de un oficio a otro.

MERCURIO.-  Y, ¿qué quieres hacer de esa porra que tienes en la mano?

CARÓN.-  Mas no, sino vente a saltear las manos vacías e irás por lana y volverás trasquilado. Mas dejémonos ahora de esto, y pues que con tanta congoja me andas buscando, dime ya, ¿qué es lo que me querías?

MERCURIO.-  Dime tú primero a mí, ¿qué desesperación es ésta?; o, ¿por qué determinas dejar tu barca?

CARÓN.-  Porque ni la barca ni la galera no tendrán de hoy más qué hacer.

MERCURIO.-  ¿Por qué?

CARÓN.-  ¿No sabes cómo el rey de Francia ha de combatir con el Emperador?

MERCURIO.-  ¿Y pues?

CARÓN.-  ¿Tú no ves que no podrá dejar de perder el rey de Francia?

MERCURIO.-  ¿Y bien?

CARÓN.-  Perdiendo él, yo soy luego perdido.

MERCURIO.-  ¿Por qué?

CARÓN.-  Quedando el Emperador victorioso o el rey de Francia será muerto o preso. Si es preso, luego el Emperador querrá hacer esta negra paz universal que tanto anda procurando, y si sale con ella, vesme a mí al hospital. Pues si el rey de Francia muere en el combate, allí pierdo yo el mayor y mejor amigo que tengo entre cristianos. Allí pierdo yo el causador de toda mi ganancia. Allí pierdo aquél en cuya esperanza me empeñé para comprar aquella galera. Allí te digo yo que puedo decir haber juntamente perdido la galera y la barca.

MERCURIO.-  Ea, pues, no te fatigues Carón, que no te buscara yo sino para quitarte de este cuidado.

CARÓN.-  ¿Búrlaste?

MERCURIO.-  Antes lo digo de verdad, y hasme tú hecho andar perdido por acá y por acullá, buscándote.

CARÓN.-  Dime, pues, lo que me querías.

MERCURIO.-  Ni he dejado galera ni he dejado barca; todo lo he andado.

CARÓN.-  Ya me has hallado.

MERCURIO.-  Buscábate río abajo y río arriba, buscábate por aquellos campos a una parte y a otra.

CARÓN.-  Vesme aquí.

MERCURIO.-  Pregunté primero a los jueces; no te habían visto. Pregunté a Plutón y a Proserpina. No me supieron dar nuevas de ti hasta que de desesperado me vine por aquí voceando.

CARÓN.-  No me hagas tanto desear eso que me has de decir. ¿No sabes que da dos veces el que presto y liberalmente da y el que tarde no le es agradecido?

MERCURIO.-  Estoy tan ronco que apenas puedo hablar.

CARÓN.-  Acaba ya, pues, de decir lo que me quieres decir o te ve mucho de en hora mala, que ya no me podrá saber bien lo que me dijeres, habiéndomelo hecho tanto desear.

MERCURIO.-  Ea, pues, agúzame bien esas orejas, que ya te lo voy a decir.

CARÓN.-  Y aun la porra aparejaré para darte con ella si me burlares.

MERCURIO.-  ¿Qué es eso, Carón? ¿A los dioses?

CARÓN.-  Estoy aquí para saltear los santos que suben al cielo, ¿y tendré mucho respecto a los espíritus del infierno?

MERCURIO.-  ¡Ha, Ha, He!

CARÓN.-  ¿De qué te ríes?

MERCURIO.-  De verte enojado.

CARÓN.-  ¿Quién tendrá paciencia para esperar tus frialdades?

MERCURIO.-  No te quiero más enojar. Hágote saber que tu rey de Francia ha hoy en este día públicamente rehusado el combate.

CARÓN.-  ¿Qué me dices?

MERCURIO.-  La verdad de lo que pasa. Enójate ahora comigo.

CARÓN.-  ¿Que me enoje? Nunca yo tal haré, si es verdad lo que me has dicho.

MERCURIO.-  No pongas duda en ello.

CARÓN.-  Pues abrázame, Mercurio.

MERCURIO.-  ¿Que te abrace? ¿Dónde tienes tú el seso?

CARÓN.-  Perdona mi atrevimiento y dame siquiera la mano. ¡Oh, rey de Francia!, ¡cómo pensé ya haberte perdido! ¡Oh, Francisco de Angulema!, ¡cómo pensé ya carecer de las mercedes que cada día y cada hora recibo de ti! ¡O, si te concediese Dios más años que a Néstor, más larga vida que a Matusalén, o si tuviese una docena de tales amigos como tú, cuán bueno andaría mi partido! Ahora te digo yo, Mercurio, que quiero dejar la tristeza y la malenconía y holgarme aquí un rato contigo.

MERCURIO.-  Antes te quiero luego dejar.

CARÓN.-  Eso no harás tú si yo puedo. ¿Cómo?, ¿y así piensas dejarme la miel en los rostros?

MERCURIO.-  Pues, ¿qué quieres?

CARÓN.-  Quiero que me cuentes desde el principio lo que entre aquel Emperador y el rey de Francia sobre este su desafío ha pasado, y cómo rehusó el combate, y si te hallaste tú allí presente y hablas como testigo de vista o si lo has oído decir?

MERCURIO.-  Larga me la levantas y yo tengo que hacer.

CARÓN.-  Mira Mercurio, más hay días que longanizas. Mañana podrás hacer lo que no hicieres hoy. Y pues me has comenzado a alegrar, no me dejes así suspenso, sino sentémonos. Así goces aquí en este prado y cuéntame toda esa historia muy de tu espacio.

MERCURIO.-  Contentareme con que tengas paciencia y consientas que a todas las ánimas que por aquí pasaren hacia el cielo preguntemos de qué manera en el mundo vivieron.

CARÓN.-  Quizá estarás ocho días antes que alguna venga.

MERCURIO.-  Yo sé que vendrán hoy más de cuatro.

CARÓN.-  Sea como tú quisieres, que por oír esas buenas nuevas no hay cosa que no sufra de buena gana. Vesme aquí a mí sentado; siéntate tú si quisieres.

MERCURIO.-  Que me place, mas, espera; veamos. Cata que viene hacia acá un ánima y trae una corona en la cabeza. Rey debe ser.

CARÓN.-  Cosa es que muy pocas veces acaece subir reyes por esta montaña.

MERCURIO.-  No me maravillo, pues hay pocos. Sepamos quién es y de dónde. ¿No miras cuán resplandeciente y con cuánta gravedad y señorío viene? Creo que no nos querrá hablar.

CARÓN.-  Sí hará, que por la mayor parte acaece ser los más altos más humanos, y por el contrario los más viles, más soberbios.

MERCURIO.-  Alleguémonos, pues.

ÁNIMA.-  No tengáis miedo hermanos, ni os espante mi dignidad, pues ni aun en el mundo a nadie espantó. Llegaos sin recelo y preguntad lo que queráis.

MERCURIO.-  ¡Oh, Rey bienaventurado! Aún aquí muestras la humanidad de que en el mundo usabas.

ÁNIMA.-  En el mundo no alcanzamos más de una semejanza de virtud, y acá se viene todo a perfeccionar, mas el que allá no lo comienza a poner por obra, mal recaudo trae para acá.

MERCURIO.-  Tu presencia muestra tu poder. Tu habla manifiesta tu saber y tu camino, tu bondad. De manera que muestras bien cuánto cuidado tuviste de parecer a aquel gran Dios de quien vas a gozar.

ÁNIMA.-  No te maravilles que trabaje ser semejante a Dios, el que dejándolo de hacer sería figura del diablo.

MERCURIO.-  Maravíllome por ser cosa que pocas veces suele acaecer un rey tan ornado de virtudes como tú te me representas.

ÁNIMA.-  Ya también yo anduve un tiempo en la red con los otros, más sacome aquél que sólo me pudo sacar, y vemos por la mayor parte hacer más fruto aquéllos que más ofendieron. Sólo a San Pablo te quiero poner por ejemplo.

MERCURIO.-  Gran recreación sería para mí oír la manera como en el mundo viviste, si me atreviese a te lo preguntar.

ÁNIMA.-  Muy gran afrenta hace al rey el que teme pedirle cosa virtuosa, y pues yo esto después que soy rey a nadie negué; tampoco lo quiero a ti negar. Has de saber que yo no supe antes de ser príncipe qué cosa fuese ser hombre, y como fui criado y doctrinado como los otros, la simiente de ambición que en mi ánimo echaron prendió tan presto, y se arraigó de manera en mí, que todo mi pensamiento y todo mi cuidado era no en cómo regiría bien mis súbditos y gobernaría mis reinos, mas en como ensancharía y aumentaría mi señorío. En esto ponía yo mi fin, y en esto pensaba consistir todo mi ser y toda mi felicidad. Y como los corazones de los mancebos sean por la mayor parte a cosas nuevas inclinados, y para esto en lugar de freno hallase yo espuelas con aquella ferocidad que la natura puso en los ánimos no experimentados, me metí en un laberinto de que no así fácilmente me podía desenredar.

MERCURIO.-  ¿Cómo?

ÁNIMA.-  Yo te lo diré. Trabamos tan cruda guerra otros príncipes mis vecinos y yo, y vino la cosa a tanto extremo, que al cabo de muchos años, aunque los unos y los otros deseábamos vivir en paz, ningún medio hallábamos para desasirnos. De manera que me parecía tener, como dicen, el lobo por las orejas. Por una parte, ver mis reinos destruidos y las provincias sobre que debatíamos perdidas y casi asoladas, movido a compasión me convidaba a dejarlo todo y vivir en paz. Por otra parte, acordándome de las sinrazones que mis enemigos me habían hecho y me hacían, y la sinjusticia que tenían en lo que me demandaban y defendían, pareciéndome afrenta no llevar la cosa adelante, pues en ella tanto había gastado y consumido, tenía por muy gran poquedad no llegarla hasta el cabo. Pero cuanto más pensaba caminar adelante, aunque la fortuna me era casi siempre favorable, las más veces era mayor la pérdida que la ganancia. De manera que ocupado en esto mi juicio y empleados en ello todos mis sentidos, de ninguna cosa tenía menos cuidado que de la buena gobernación de mis súbditos, que debía ser el principal. Fatigábame a mí, fatigaba mi pueblo. Yo estaba desabrido con ellos y ellos comigo. No dormía de noche ni comía con gana de día. Hallábame tan perplejo; hállabame tan turbado que muchas veces me era enojo el vivir. Veía que no hacía lo que debía para con Dios ni para con mis súbditos. Veía que no podía alcanzar lo que deseaba para con el mundo. Quería ir adelante, y no podía. Quería volver atrás y no sabía, ni a nadie osaba descubrir el secreto de mi corazón, no osándome fiar enteramente de nadie.

MERCURIO.-  ¡Oh, qué vida tan trabajada!

ÁNIMA.-  ¿A ésta llamas vida? A la fe, dígole yo muerte. Estando, pues, yo en esta perplejidad que oyes, un día, paseando solo en mi cámara, vino un criado mío con quien yo tenía poca y aun casi ninguna conversación, y trabándome por el hombro, me remeció diciendo: «Torna, torna en ti, Polidoro». Yo, espantado de ver un tan gran atrevimiento, no sabía qué decir. Por una parte me quise enojar, y por otra me parecía no ser sin algún misterio aquella novedad. A la fin, viendo él que yo no hablaba, me tornó a decir: «Veamos, ¿tú no sabes que eres pastor y no señor, y que has de dar cuenta de estas ovejas al señor del ganado que es Dios?». Diciendo esto se salió de la cámara y me dejó solo y tan atónito que no sabía adónde me estaba. Mas luego torné en mí y comencé a pensar en las palabras que me dijo, que era pastor y no señor y que había de dar cuenta a Dios de mis ovejas. Luego se me representó cuánta multitud de ellas había perdido después que comencé a reinar, cuán poco cuidado había tenido de apacentarlas y gobernarlas y cómo las había tratado, no como padre a sus hijos, ni pastor a las ovejas de su amo, mas como señor a sus esclavos. Representóseme, por otra parte, de cuántos males aquella guerra en que andaba envuelto había sido causa. ¡Cuántas ciudades, villas y lugares habían sido destruidos y saqueados! ¡Cuántas vírgenes, casadas y viudas forzadas, cuántos monasterios violados, cuántas iglesias despojadas, y todo esto con tanto daño, con tanta infamia y afrenta del nombre cristiano! Entonces comencé a reñir conmigo diciendo: «¿Cómo? ¿Y esto es ser Príncipe? ¿Esto es ser rey? ¿De esta manera se apacienta el ganado?, ¿de esta manera se gobiernan los reinos? Veamos, estas ovejas, ¿no son de Dios? Tú, ¿eres sino pastor? Pues, ¿para qué quieres más de ellas de lo que él te quisiere encomendar? ¿Cómo? ¿Y por allegar otras has de perder y maltratar las que te son encomendadas? Mala señal es cuando el pastor quiere más ovejas de las que el señor le quiere encomendar. Señal es que se quiere aprovechar de ellas y que las quiere, no para gobernarlas, mas para ordeñarlas. Desecha, pues, de ti esta dañosa opinión. Veamos, si pudieses conquistar todo el mundo con otro tanto daño como de doce años a esta parte la república ha padecido, ¿no escogerías ser antes un hombre pobre que causa de tanto mal? ¿No te acuerdas que hay infierno y paraíso, y un Dios a quien has de dar muy estrecha cuenta de cómo hubieres en este mundo vivido? ¿Parécete que si ahora te llamase, darías buena cuenta de ti y que dejarías muy gentil fama en este mundo habiéndolo, como has, maltratado tu reino? ¿Parécete que se habría muy bien aprovechado tu reino con tu gobernación? Tomástelo rico y próspero, y, ¿dejaríaslo pobre y destruido? ¿Ésta es la gloria y fama que los buenos príncipes suelen alcanzar? ¿Es razón que por ti solo padezca tanta gente? ¿Es justicia que, por mandar tú a una o dos provincias de más, se destruyan así tantas y tantas tierras? ¿En qué andas? ¿Qué es lo que buscas? ¿Qué es lo que con tanta aflicción y trabajo deseas sino eterna infamia en este mundo y perpetuos tormentos en el otro?». Pensando en éstas y en otras semejantes cosas pasé toda aquella desasosegada noche, y otro día por la mañana hice decir misa en una capilla donde la solía oír e hincado de rodillas ante el santísimo Sacramento, con lágrimas vivas que del corazón me saltaban, comencé a decir: «Jesucristo, Dios mío, Padre mío, y Señor mío: Tú me criaste y me hiciste de nada y me pusiste por cabeza, padre y gobernador de este pueblo, y pastor de este ganado; yo, no conociendo ni entendiendo el cargo que me diste, he sido causa de los males que toda la república padece. Si tú, Señor, lo permites por castigarme a mí, toma en mí y no en el pueblo la venganza. Si yo soy causa de estos males, quiero que como a Jonás me hagas echar en las ondas del mar. Mas si tu ira es contra el pueblo, vuelve ya tu misericordia. Conténtese tu justicia con lo que ha padecido, y pues tuviste por bien de ponerme aquí por padre, rey y pastor. Dame gracia y saber para que lo gobierne a tu voluntad que ya has experimentado por una parte mi malicia y por otra mi ignorancia y poquedad, dejándome en la invención de mis manos. Pues de hoy más, acuérdate, Señor, que soy mozo, lleno de tantos defectos, y sin tu ayuda, muy insuficiente para gobernar tanta multitud de gente. Por eso, Dios mío, o me quita el reino, proveyendo tus ovejas de otro buen pastor, o me trae tú la mano como a niño que aprende a escribir para que guiándome tú no yerre. Desde ahora, Señor, protesto que no quiero ser rey para mí, sino para ti, ni quiero gobernar para mi provecho, sino para bien de este pueblo que me encomendaste. No me desampare, pues, Señor, tu gracia, ni me niegues una tan justa suplicación, pues prometiste de oír a los que en justicia y en verdad te llamasen». De esta oración me levanté tan alegre que, a mi parecer, hasta entonces nunca lo había estado tanto, y dando gracias a Dios que me había librado de una tan ciega tiniebla y de una tan trabajosa ceguedad, queriendo ejecutar el buen deseo que me dio, conociendo cuán pernicioso es al príncipe tener cabe sí hombres viciosos, especialmente de avaricia y ambición notados, y como es más dañoso a la república que el rey tenga mal consejo, aunque él sea bueno, que no ser el rey malo, aunque los que están cabe él sean buenos, antes que cosa alguna otra comenzase a ordenar, aparté primero de mi compañía viciosos, avaros y ambiciosos. A unos daba cargos fuera de mi corte y a otros enviaba a reposar a sus casas y a otros, cuyos delitos eran manifiestos, mandaba castigar, porque fuesen ejemplo a los nuevos ministros que había de recibir. Hecho esto y apartada esta pestilencia de mi lado, halleme tan libre y tan contento, que me parecía haber sido hasta allí siervo y esclavo de tan ruin gente, y desde entonces comenzar a ser rey. Luego escogí personas virtuosas y de buena vida y los puse en lugar de aquéllos, declarándoles que todas las veces que conociese en ellos ambición o avaricia o que por este respecto o por cualquiera otra pasión o afición particular me aconsejasen cosa alguna que no cumpliese al bien de mis reinos o que fuese contra justicia, a la misma hora los apartaría vergonzosamente de mi compañía. Tras esto, eché de mi corte truhanes, chocarreros, y vagabundos, quedándome solamente con aquéllos de que tenía necesidad. Y por evitar la ociosidad, de que nacen infinitos males, ordené que todos mis caballeros vezasen a sus hijos artes mecánicas juntamente con las liberales en que se ejercitasen. Y sabiendo cuánto importa que el dador de la ley la comience a guardar, luego comencé a poner mis hijos e hijas en que aprendiesen oficios; y con esto me siguieron todos. Reformada mi casa y Corte, me puse a reformar mis reinos, tomando muy estrecha residencia a todos los jueces y ministros que tenían cargos de justicias o gobernación. Y a los que hallé limpios, hice de mi propia voluntad sin que ellos me lo pidiesen muy grandes mercedes; a los malos y culpados desterré en una isla despoblada. Y de allí adelante, como mis ministros esperaban premio, siendo buenos, y muy recio castigo siendo malos, gobernaban de manera que muy pocas o ningunas quejas me venían de ellos. Jamás proveía de obispado ni beneficio a los que me los pedían, porque sólo en pedírmelos juzgaba ser inhábiles para tenerlos. Muchos días con infinito trabajo estuve perplejo en la provisión de los obispados, porque como en los obispos se requieren virtudes interiores, y éstas se pueden mal juzgar por actos exteriores, las más veces me salían peores aquéllos que por de fuera se me mostraban mejores, y como yo no tenía facultad para castigarlos, pasaba muy grande y para mí incomparable trabajo con ellos, hasta que por pura importunidad alcancé una facultad del Papa muy amplia para que el mal obispo que no hiciese lo que es obligado con sus ovejas lo pudiese yo privar y poner otro en su lugar. Y con esto, y con tres o cuatro que desterré en las islas despobladas, no había hombre que no procurase de hacer lo que debía. Hacíalos residir ordinariamente en sus iglesias, y muy pocas veces les mudaba los obispados si no era cuando las virtudes de uno me parecían necesarias para otra parte, y entonces no tenía respecto a la renta sino a la necesidad de las ovejas, y jamás les consentía que admitiesen pleitos sobre beneficios eclesiásticos, mas procuraba que los hiciesen servir y gastar las rentas de ellos, de manera que fuese menester andar rogando con ellos. De esta manera, os maravillarías cuán presto floreció la religión y piedad cristiana en mis reinos. Reformé luego las leyes, de suerte que muy pocos pleitos duraban más de un año. Hacía castigar los abogados que defendían causas manifiestamente injustas. Las mercedes que había de hacer tenía en dos partes divididas: unas eran de cosas que podía yo dar a quien quisiese sin perjuicio del pueblo, y otras de administraciones de que dependía el bien o el mal de la república. Para la provisión de éstas, tenía un memorial de personas virtuosas y en quien cabían los tales cargos, cada cosa por su parte, y esto sin tener respecto a favores ni linajes, ni servicios, mas solamente al bien de la república; y para las otras tenía otro de aquellos que me habían bien y lealmente servido, cada uno en su grado. De manera que no era vacada ni se había de proveer una cosa que ya no tuviese yo señalada en mi libro la persona a quien la había de dar. Y con esto, ninguno me pedía ni me importunaba con cosas semejantes, que me era un muy gran alivio y un muy gran contentamiento a todos, especialmente acordándose del tiempo pasado, que acaecía muchas veces cuando yo daba una cosa, haber gastado aquél a quien se daba mucho más en esperarla y procurarla de lo que ella valía. Usaba de mucha clemencia con aquéllos que veía por ignorancia o por algún desastre haber pecado y a los que conocía por malicia y con obstinación errar, castigaba con mucho rigor, especialmente si eran criados, ministros o oficiales míos. Si algún juez tenía fama de haber cohechado, aunque enteramente no se le probase, tanto odio le tenía que no podía consentir que me viniese delante. Hacía casi siempre tener mis puertas abiertas, dando audiencia a todos los que me querían hablar y de mejor gana y con más dulce cara oía los pobres y pequeños que los ricos y grandes; y, sobre todo, aquéllos que de mis ministros se venían a quejar. Y hacía de manera que ninguno se partía descontento de mí, aunque no le otorgase lo que demandaba, si no eran aquéllos cuyos manifiestos errores merecían no solamente castigo, mas presencial reprensión, porque esto pone temor a los malos, y alcanza el príncipe mucha gracia del pueblo. Visitaba a tiempos mis reinos, procurando siempre que de mi estada o pasada algún fruto sintiesen. En unas partes hacía reparar o edificar cosas necesarias, especialmente hospitales, puentes y cosas semejantes. Quitaba las imposiciones que me parecían graves o deshonestas. Casaba huérfanas y otras pobres doncellas; remediaba viudas y otras personas necesitadas. Tenía tanto cuidado en que mis cortesanos no hiciesen mal ni daño donde mi corte estaba o por donde pasaba, que no parecía sino un convento de frailes buenos. Amaba y hacía mercedes a los que de algo me amonestaban y reprendían. Aborrecía y no podía ver a los que andando a mi voluntad me lisonjeaban. Procuraba saber lo que de mí se decía y perseveraba en lo bueno y enmendaba lo que parecía malo. Siempre tenía por mejor seguir el parecer de hombres sabios y virtuosos, y en quien conocía celo del bien de la república, que no el mío. Aborrecía tanto los vicios y trataba tan mal los viciosos, que ninguno de ellos me osaba parecer delante, especialmente aquéllos que con hábito de religión y vanas supersticiones o se entremetían, pensando ganar crédito conmigo. A éstos tenía yo por peores y trataba peor que a los viciosos públicos, aborreciendo en gran manera la superstición. El que veía seguir muy de veras la doctrina cristiana ponía yo sobre mi cabeza. Con esto procuraban todos en mi Corte de vivir como cristianos, y de allí se esparció y derramó tanto esta buena doctrina por todos mis reinos que desde a pocos años los jueces eran los menos ocupados y las salas de mis audiencias se hallaban muchas veces vacías, sin tener pleitos que ver, de manera que se vivía en todas partes con tanto placer, amor y caridad, procurando cada uno de vencer al otro con buenas obras que desde allá comenzábamos a sentir aquella bienaventuranza de que gozan los santos en el cielo. Acudió después de reinos extraños a vivir en los míos, cuando se comenzó a divulgar esta fama, tanta gente, que no cabiendo en los lugares, fue menester edificar otros muchos de nuevo. Allende de esto, muchas provincias, así de moros y turcos como de cristianos, me enviaban a rogar que los tomase por súbditos, ofreciéndose de servirme y seguirme con toda fidelidad. Muchos infieles venían de su propia voluntad a recibir bautismo, deseando ser cristianos por vivir entre mis súbditos. Otros me enviaban a rogar que les enviase personas que los instruyesen en la fe, recibiéndolos yo por míos, mas de tal manera yo los recibía, que no llevando provecho alguno de ellos, conocían claramente no desear yo señorearlos, y conociendo ellos esto, me tenían tanto amor que de su propia voluntad me hacían tomar por fuerza mucho más de lo que yo con tiranía les pudiera sacar. Y de esta manera, sin armas, sin muertes de hombres, y sin derramar sangre cristiana, conquisté muchos reinos, sojuzgué muchas provincias, así infieles como cristianas, y convertí muchas gentes a la religión cristiana. Ya cargaba sobre mi cuerpo la vejez y las enfermedades que ella suele acarrear. Me comenzaban ya de apasionar cuando plugo a la bondad infinita de Dios sacarme de la cárcel de aquel cuerpo y llevarme a gozar de lo que yo tanto deseaba y porque tantas veces y tan continuamente suspiraba, y sintiendo ya llegarse el tiempo en que había de dejar a mi hijo, que yo con no menos trabajo que cuidado había criado y doctrinado, la gobernación de mis reinos, y poner fin a aquella luenga y trabajosa peregrinación, estando él y muchos de mis parientes y criados presentes, acompañándome con mucha aflicción lo mejor que pude, alcé la cabeza y sentado en la cama, después de haber rogado a todos que escuchasen, les dije: «No sin causa amigos y hermanos míos muy amados temen y lloran los hombres la muerte, porque, como lo más ordinario sea vivir mal, y tras esto se espere pena sumamente grave y eterna, y se tenga esta carne no como cárcel donde se purga el ánima, ni como choza o mesón en que como peregrina mora, mas como compañera de aquélla en que han puesto el fin de su felicidad, con razón les ha de pesar cuando vieren el fin de ella, como al culpado y condenado a muerte es dolorosa la salida de la cárcel. Mas los que en este mundo, no como naturales ni moradores de él, mas como caminantes y extranjeros han vivido y tenido esta carne, no por compañera de deleites mundanos, mas por una venta en que como viandantes posaban, y por una cárcel en que esperando el premio de vida eterna les parecía estar presos, por cierto no de otra manera se deben gozar al tiempo de la muerte, que se gozan los que después de una luenga, trabajosa y peligrosa prisión envía el juez a holgar a su casa, con grandes mercedes enriquecidos. Y así como los amigos y parientes vienen con mucho gozo y alegría a sacar a éstos de la prisión, así deberíais venir vosotros, y aun con muy mayor regocijo, a verme morir. Y pues, hermanos míos, os he yo entre todos mis súbditos con tanto cuidado escogido, no me deis tan mal galardón, haciendo tanto sentimiento por mi muerte, y tened firme esperanza en la bondad de Dios, que no me manda salir de esta cárcel para que muera, mas porque perpetuamente viva. Alegraos, hermanos, conmigo. Catad que con esa tristeza me disfamáis, dando a entender haber sido mi vida tal que mi muerte sea digna de ser llorada». Respondiéndome ellos a esto que no lloraban por mí, mas por sí y por toda la república, que un tan verdadero padre en mí perdía. Torneles a decir, ni aun eso os debe tanto doler, pues os dejo aquí Alejandro, mi hijo, que como mancebo, podrá mucho mejor que yo sufrir el trabajo que para la gobernación de tantos y tan grandes señoríos se requiere. Una cosa os ruego: que no lo desamparéis, porque en vuestro lugar no sucedan otros que corrompan y estraguen lo que yo en él he trabajado y plantado, mas el amor que todos me tenéis emplead en aconsejarlo y guiarlo en que ponga por obra los consejos que yo le he dado, pues, a la verdad, la masa es tan blanda y tan buena que podréis imprimir y formar en ella lo que queráis. Ya habéis experimentado en mí cuán perniciosa cosa es un príncipe mal enseñado, y, por el contrario cuán santa y saludable sea el bueno y bien doctrinado. Haced, pues, hermanos míos, de manera que no se pierda por vosotros lo que yo he trabajado, ni se gaste esa joya que os dejo encomendada. Y tú, hijo mío, siempre delante tus ojos tendrás el trabajo y aflicciones que yo pasé, como muchas veces te he contado al tiempo que me goberné mal, y cuán cerca estuve de perder mis reinos procurando de conquistar los ajenos, y con cuánta alegría y contentamiento, después que aquel deseo de mí aparté, he vivido, y con cuánta paz y felicidad he mis reinos y señoríos ensanchado. Muy gran carga te dejo a cuestas, pero siendo tú bueno y virtuoso, muy ligera de llevar. Haz, pues, hijo, de manera que tus súbditos no lloren a tu padre, quiero decir, que en bien tratarlos, regirlos y gobernarlos, trabajes a sobrepujarme. Y porque juntamente con dejarte el reino te queden también armas con que lo defiendas, te las quiero ante que muera entregar.

Lo primero, hijo mío, has de considerar que todos los hombres sabios enderezan sus obras a ganar fama en este mundo y gloria en el otro; buena fama digo, no por vanagloria suya, mas para que Dios sea honrado con el buen ejemplo que de su vida y obras podrán tomar los que después vendrán. Esto debes tú también desear. El buen príncipe juntamente puede alcanzar lo uno y lo otro, y sin lo uno con dificultad alcanzará lo otro. No debes tener por fama la que adquirió aquél que quemó el templo de Diana ni aun la que adquirió Alejandro Magno ni Julio César, pues fue con tanto daño de todo el mundo. La buena fama con buenas, no con malas, obras se alcanza.

Si quisieres alcanzar de veras lo que todos buscan, antes procura de ser dicho buen príncipe que grande.

Ten más cuidado de mejorar que no de ensanchar tu señorío, procurando de imitar aquéllos que bien gobernaron su señorío y no a los que o lo adquirieron o lo ensancharon. Ca muchos buscando lo ajeno, perdieron y pierden lo suyo.

Cual es el príncipe, tal es el pueblo. Procura, pues, tú de ser tal cual querrías fuese tu pueblo. Si fueres jugador, todos jugarán.

Si dado a mujeres, todos andarán tras ellas. Si ambicioso, todos, a tuerto o a derecho, procurarán de acrecentarse. Si fueres supersticioso, verás reinar la superstición. Si, por el contrario, religioso, ¡oh, cuánto provecho harás!

Si quieres quitarte de acuestas una muy gran carga de importunos e importunidades, muestra desplacerte la ambición. Si ésta pudieres tener fuera de tu casa y de tu reino, entonces te puedes llamar bienaventurado.

Si tú pusieres por premio de tus trabajos la virtud, nunca vivirás descontento y harás que los tuyos hagan otro tanto. Si esto pudieres alcanzar, bien podrás dormir seguro.

Finalmente, te acuerda que cual tú fueres, tales serán tus súbditos. Trabaja, pues, de ser bueno, si quieres que ellos lo sean.

La mayor falta que tienen los príncipes es de quien les diga verdad. Da, pues, tú, libertad a todos que te amonesten y reprendan, y a los que esto libremente hicieren, tenlos por verdaderos amigos.

Cuanto sobrepujas a los tuyos en honra y dignidad, tanto debes excederlos en virtudes.

Acuérdate que no se hizo la república por el rey, mas el rey por la república. Muchas repúblicas hemos visto florecer sin príncipe, mas no príncipe sin república.

Cuando alguna cosa quisieres comenzar o ordenar, mira primero si te cumple a ti o a la república.

Procura ser antes amado que temido, porque con miedo nunca se sostuvo mucho tiempo el señorío. Mientras fueres solamente temido, tantos enemigos como súbditos tendrás; si amado, ninguna necesidad tienes de guarda, pues cada vasallo te será un alabardero. Si quisieres ser amado, ama, que el amor no se gana sino con amor. Así ames a tus súbditos, que siempre pospongas tu afición o interese particular al bien universal.

Sé tan amigo de verdad, que se dé más fe a tu simple palabra que a juramento de otros.

Ten más cuidado de mandarte a ti mismo, refrenando tus apetitos, que no a tus súbditos; porque si tú no te obedeces, ¿cómo quieres ser de otros obedecido?

De tal manera ten la gravedad que conviene al príncipe que por otra parte seas blando, benigno y afable. Mira cómo viven y vivieron otros príncipes, imitando lo bueno y huyendo lo malo.

Jamás por tu boca salga palabra injuriosa o deshonesta. Nunca hables ni castigues con enojo, acordándote de aquel dicho de Archita que, estando enojado con su mayordomo, le dijo: «¡Cuál te pararía yo si no estuviese enojado!».

No te cieguen las opiniones del vulgo, mas abrázate siempre con las de los filósofos, acordándote de lo que decía Platón: «Ser bienaventuradas las repúblicas que por filósofos son gobernadas o cuyos príncipes siguen la filosofía».

Gobierna tus súbditos de manera que todo tu deseo sea trabajar que ninguno te haya excedido, ni esperes que te haya de sobrepujar. Mientras fueres mozo, anda recatado de ti mismo, y ten siempre ante los ojos que no solamente eres príncipe y pastor, mas aprende de coro la doctrina cristiana, haciendo cuenta que a ninguno conviene más enteramente seguirla que a los príncipes.

Procura de parecer en todas tus cosas cristiano, no solamente con ceremonias exteriores, mas con obras cristianas.

Anda muy recatado en no ofender a Dios, pues lo has jurado por señor. ¿Con qué cara osarás tú castigar uno que te haga traición si tú la haces a tu Señor?

Cuanto el príncipe es más poderoso, tanto más recatado debe andar, no mirando lo que puede, mas lo que debe, hacer. Haz cuenta que estás en una torre y que todos te están mirando, y que ningún vicio puedes tener secreto. Si no pudieres defender tu Reino sin gran daño de tus súbditos, ten por mejor dejarlo, ca el príncipe por la república y no la república por el príncipe fue instituido. Acuérdate de Codro y de Oto, los cuales, aunque eran gentiles, quisieron más morir que defender su señorío con derramamiento de sangre humana; y ten por mejor de ser hombre justo que príncipe injusto. Muy gran premio merece el buen príncipe y muy gran pena y castigo el malo.

El buen príncipe es imagen de Dios, como dice Plutarco, y el malo figura y ministro del diablo. Si quieres ser tenido por buen príncipe, procura de ser muy semejante a Dios, no haciendo cosa que Él no haría.

Tres cosas ponen principalmente en Dios: Poder, saber y bondad. El que tiene la primera y carece de estas otras no es rey, mas tirano. Cata que no se hace diferencia del rey al tirano, como dice Séneca, por el nombre sino por las obras. Si hicieres obras de tirano aunque mientras vivieres te digan rey, después de muerto serás llamado tirano.

¿Quieres ver la diferencia que pone Aristóteles entre el rey y el tirano? El tirano busca su provecho y el rey el bien de la república. Si todas tus obras enderezares al bien de la república, serás rey, y si al tuyo, serás tirano.

Procurar de dejar tu Reino mejor que ahora lo hallas, y ésta será tu verdadera gloria.

Cata que hay pacto entre el príncipe y el pueblo, que si tú no haces lo que debes con tus súbditos, tampoco son ellos obligados a hacer lo que deben contigo. ¿Con qué cara les pedirás tus rentas si tú no les pagas a ellos las suyas? Acuérdate que son hombres y no bestias y que tú eres pastor de hombres y no señor de ovejas.

Pues que todos los hombres aprenden el arte con que viven, ¿por qué tú no aprenderás el arte para ser príncipe, que es más alta y más excelente que todas las otras? Si te contentas con el nombre de rey o príncipe, sin procurar de serlo, perderlo has y llamarante tirano; que no es verdadero rey ni príncipe aquél a quien viene de linaje, mas aquél que con obras procura de serlo. Rey es y libre el que se rige y manda a sí mismo, y esclavo y siervo el que no se sabe refrenar.

Si te precias de libre, ¿por qué servirás a tus apetitos, que es la más torpe y fea servidumbre de todas? Muchos libres he visto servir y muchos esclavos ser servidos. El esclavo es siervo por fuerza y no puede ser reprendido por serlo, pues no es más en su mano, mas el vicioso, que es siervo voluntario, no debe ser contado entre los hombres. Ama, pues, la libertad, y aprende a ser de veras rey.

Ten tanto cuidado de la buena gobernación de tus súbditos, que nunca te acontezca dormir una noche entera sin él. No debes pensar en qué pasarás tiempo, mas en como no lo pierdas. Los reyes bárbaros, especialmente en Persia, con esconderse y no mostrarse al pueblo, mantenían su majestad. Tú por el contrario ten siempre tus puertas abiertas, y más a los pobres que a los ricos, pues aquéllos más que éstos tienen de tu favor necesidad. En el responder toma el consejo de Aristóteles, dando tú mismo las dulces y buenas respuestas, y las agrias o malas déjalas dar a tus ministros; y haz de manera que ninguno se parta con razón descontento de ti.

Lo que has de dar, dalo presto alegremente, de tu propia voluntad. Y no des causa que agradezcan a otros las mercedes que tú mismo haces.

Aparte de ti los que andan inventando nuevas formas con que peles tus súbditos. Y acuérdate que no pagan pechos o servicios los ricos, mas los pobres. Inclínate antes a poner sisas o imposiciones sobre la seda que sobre el paño, sobre las viandas preciosas que sobre las comunes, porque aquello compran los ricos y esto otro los pobres.

Sé tan amigo de hacer bien que hagas cuenta habérsete perdido el día en que a ninguno hubieres ayudado.

Honra más a los buenos y virtuosos que a los ricos y poderosos, y harás que todos sigan la virtud.

No admitas en tu reino hombres ociosos, y evitarás una fuente de males.

A los pobres, lisiados, clérigos y frailes, mendicantes o mercenarios, ordena como les sea dado de comer y no los consientas andar mendicando.

Procura que todos tus súbditos, varones y mujeres, nobles y plebeyos, ricos y pobres, clérigos y frailes, aprendan alguna arte mecánica, y esto alcanzarás fácilmente si como yo le he hecho aprender a mis hijos, así lo vezarás tú a los tuyos.

Sé fácil a perdonar tus injurias, porque si te la hizo otro como tú, no te puedes vengar sin daño de tus súbditos y de los suyos, que no tienen culpa. Si te injurió un hombre bajo, cuanto más poder tienes para vengarte, tanto mejor te parecerá la clemencia.

Tus ejercicios sean honestos, santos y buenos y a la república provechosos.

¡Cuán bien parece al príncipe oír las quejas de sus súbditos y remediarlas! No imites aquéllos que se descargan cuanto pueden de las cosas de justicia, pues éste es tu principal oficio. Nunca dejes de pensar medios con que sobrellevar el pueblo y cargarlo lo menos que fuere posible. Procura siempre de saber la natura y costumbres, no solamente de tus súbditos, mas también de los extraños. Con tus vecinos procura siempre de tener paz y buena amistad, y no entres en contrataciones ni afinidades con ellos, porque de aquí nace la mayor parte de las discordias, guerras y enemistades.

Ten por mejor y más seguro casar tus hijas en tu reino que no fuera de él, que de ello te seguirán muchos provechos.

Aprende, antes por las historias que por la experiencia, cuán mala y cuán perniciosa es la guerra.

A menos costa edificarás una ciudad en tu tierra que conquistarás otra en la ajena.

Determínate de nunca hacer guerra por tu enemistad ni por tu interés particular, y cuando la hubieres de hacer no sea por ti, sino por tus súbditos, mirando primero cuál les estará mejor, tomarla o dejarla. Si les estará mejor tomarla, sea con extrema necesidad. Y procura primero algún concierto, porque más vale desigual paz que muy justa guerra, de la cual te debes apartar, aunque no sea sino por la honra del nombre cristiano, por ser cosa a él muy contraria. Contra infieles debes mover guerra, porque de otra suerte no solamente harían sus esclavos los cristianos y con tormentos los harían renegar la santa fe católica de Cristo, mas aun la cristiandad destruirían y los templos de Cristo profanarían y su santo nombre desterrarían de sobre la haz de la tierra. Mas no te pase por pensamiento hacerles guerra por tu interese particular ni por ambición. Cata que debajo de este hacer guerra a los infieles va encubierta gran ponzoña. Y cuándo los hubieres conquistado, procura convertirlos a la fe de Cristo, con buenas obras, principalmente porque, ¿con qué cara les aconsejarás que sean cristianos si tú y los tuyos hacéis obras peores que de infieles? Muy gran parte será para conquistar los moros y los turcos si en ti y en los tuyos vieren resplandecer las virtudes cristianas; con esto, procura, pues, principalmente de convertirlos.

Mucho va en que tu conversación sea buena o mala, quiero decir, en que converses con buenos o con malos, y por esto mira de recibir siempre en tu compañía buenos y virtuosos y apártate de los malos y viciosos. Ama los que libremente te reprendieren, y aborrece los que te anduvieren lisonjeando. No mires qué compañía te será agradable, mas cuál te será provechosa; no hay bestia tan ponzoñosa ni animal tan pernicioso cabe un príncipe como el lisonjero, y tras éste el ambicioso. Como el vulgo no conversa con el príncipe, siempre piensa que es tal cuales son sus privados: si son virtuosos, tiénenlo por virtuoso; y si malos y viciosos, por malo y vicioso. Mira, pues, cuanto cuidado debes tener en escoger los que han de andar y conversar contigo.

Principalmente debes escoger un confesor limpio, puro, incorrupto y de muy buena vida y fama y no ambicioso. Huye la opinión de los que se confiesan con viciosos, diciendo que saben mejor confesar y conocer los pecados. Créeme tú a mí que no lo hacen sino por decirlos con menos vergüenza. ¿Con qué cara te reprenderá tus vicios si él sabe serte a ti notorio que los suyos son mayores?

La principal parte de la buena gobernación de tu reino va en que tú seas bueno. La segunda en que tengas buenos ministros. Por eso, mira bien como provees oficios, beneficios y obispados. Dice Platón no ser digno de administración sino el que la toma forzado y contra su voluntad. Nunca, pues, proveas tú de oficio, beneficio, ni obispado al que te lo demandare, mas en demandándotelo él por sí o por tercero, júzgalo y tenlo por inhábil para ejercitarlo, porque, o sabe lo que pide o no. Si no lo sabe, no lo merece; si lo sabe y lo pide, ya se muestra soberbio, ambicioso y malo.

No encomiendes cargos de justicia sino a personas incorruptas y buenas, y que los acepten rogados. No quiere Aristóteles que el juez tenga emolumentos de su oficio más del salario porque no hay cosa más perniciosa que cuando el juez espera ganancia si hay muchos culpados. Hagan todos los jueces residencia y no dejes tú de ocuparte en verla, y al buen juez dale muy buen galardón, y al malo castígalo con todo rigor. En esto no quiero que admitas clemencia. Tampoco la debes usar con tus criados que no hacen lo que deben, mas castigarlos con más rigor que los otros así porque estando cabe ti tienen más obligación a ser buenos, como porque de su infamia te alcanza a ti parte. A los testigos y acusadores falsos harás siempre castigar por la pena del talión.

En las leyes que hicieres, ten siempre ojo al bien público, y no al tuyo particular. Lo que vieres ser provechoso a tus súbditos hazlo sin esperar que te lo rueguen ni que te lo compren.

Sé diligente y resoluto en lo que has de hacer, porque ni la obra pierda sazón ni el beneficio la gracia.

Generalmente has siempre de tener ojo a ganar antes buena fama que riquezas ni señoríos, porque esto hasta los malos lo alcanzan con dineros, y lo otro no, sino los buenos con las virtudes.

Ama y teme a Dios, y Él te vezará todo lo demás y te guiará en todo lo que debieres hacer.

Muchos días ha que deseaba decirte esto. Yo te ruego que de tal manera lo recibas y plantes en tu corazón, que jamás mientras vivieres se te olvide.

Diciendo esto, me faltaba ya el aliento para hablar y se comenzaban a helar los pies, de manera que torné a poner la cabeza sobre una almohada, y diciendo: «Hijo, amigos y hermanos míos, yo me voy. Jesucristo quede con vosotros». Me salí de la cárcel de aquel cuerpo y me voy a gozar de la bienaventuranza que a los suyos tiene Dios aparejada.

MERCURIO.-  Dentenlo, Carón, no se vaya.

CARÓN.-  ¡Ojalá se hubiera ido antes! Sabes qué placer me ha sido oír aquí la filatería que nos ha aquí contado. Cuanto que si los otros príncipes fuesen como éste, bien podría yo tener vacaciones. Mas, con todo eso, me huelgo de una cosa, que su hijo queda en el reino, porque casi nunca se vio un señalado varón dejar hijo útil a la república; de esto te podría dar mil ejemplos. Pero mejor sería que nos dejásemos ahora de esto y comiences ya tú a contar eso que me has de decir.

MERCURIO.-  Sea como tú quisieres. Bien te acordarás de lo que los días pasados te conté que el Emperador había dicho al rey de armas del rey de Francia cuando lo desafió en Burgos.

CARÓN.-  Mira si me acuerdo.

MERCURIO.-  Pues, está atento. Has de saber que como el rey de armas francés refiriese al Embajador del rey de Francia, que estaba aún en España, lo que el Emperador le había dicho, el embajador, por excusar la cobardía de que su amo había usado en no haber respondido al Emperador, fingía no acordarse de lo que le dijo en Granada, y, por consiguiente, daba a entender ninguna cosa haber escrito de ello a su amo, pidiendo que si algo el Emperador le quería decir, se lo enviase por escrito, y él haría la relación. Y tanto era el deseo que el Emperador tenía de venir a las manos con un hombre de quien tan descaradamente había sido engañado, que fue contento de hacer lo que el embajador del rey de Francia le pedía y escribiole una carta del tenor siguiente:

Carta del Emperador al Embajador de Francia

Magnífico Embajador: Yo he visto la carta que me habéis escrito sobre las palabras que os dije en Granada, y también he visto la copia de vuestra relación verbal, por donde conozco bien que no os queréis acordar de lo que entonces os dije que hicieseis saber al rey de Francia vuestro amo, porque os lo torne a decir otra vez. Por cumplir vuestro deseo lo quiero hacer, y es que después de muchas razones que por ser de poca sustancia no conviene aquí repetir, yo os dije que el rey vuestro amo había hecho vilmente y ruinmente en no guardarme la fe que me dio por la capitulación de Madrid, y que si él esto quisiese contradecir, yo se lo mantendría de mi persona a la suya. Veis aquí las propias palabras sustanciales que del rey, vuestro amo, yo os dije en Granada, y creo que son aquéllas que Vos tanto deseáis saber, porque son las mismas que en Madrid yo dije a vuestro amo el Rey, que lo tendría por vil y ruin si no me guardaba la fe que me había dado. De manera que diciéndolas, le guardo yo mejor lo que le prometí que él a mí lo que me prometió. He Vos las querido escribir firmadas de mi mano porque de hoy más ni Vos ni otro pueda en esto dudar. Hecha en Madrid a XVIII de marzo de mil quinientas veintiocho.

Charles.

CARÓN.-  A la fe, esa carta bien parece de hombre que desea más hechos que palabras.

MERCURIO.-  Dices muy gran verdad, mas el rey de Francia, por el contrario, quería más palabras que obras. Todavía, sabido lo que el Emperador había dicho a su rey de armas, y viendo la cosa venida a términos que a ninguna excusa ni achaque había quedado lugar, antes que esta carta le viniese a las manos, estaba muy perplejo y congojado; por una parte, veía que no podía con su honra ni sin manifiesta infamia y deshonra dejar de responder al Emperador y respondiendo, desafiarle de persona a persona; por otra parte, conociendo claramente ser verdad lo que de él el Emperador había dicho, temíase de combatir sobre tan mala e injusta causa, pues perdiendo el campo perdía no solamente la honra, mas la vida y la ánima. Considerado, pues, esto, no sabía qué hacer ni a qué parte se tornar. A la fin, después de haber muchos días en esto pensado, halló un medio con que a su parecer satisfaría siquiera el vulgo y se quitaría de aquel peligro, enviando un cartel al Emperador con que disimulase, no lo que de él había dicho, pues no lo podía negar, o fingiese otra cosa que ni el Emperador jamás dijo ni le pasó por pensamiento, ni era verosímil que lo hubiese dicho, pareciendo al Rey que el Emperador se contentaría con negarlo, sin más insistir en el negocio, y él en alguna manera cumpliría con su honra, habiendo como quiera respondido.

CARÓN.-  ¡Oh, qué bueno y qué astuto consejo! Mira, por vuestra vida, ¿y era tanto necio yo que pensase haber sido ese desafío de veras?

MERCURIO.-  ¿Y no lo podías ver en el mismo cartel del Rey, que ni tiene pies ni cabeza, no escribiendo como los que el combate quieren ejecutar, mas como los que con solas palabras se piensan y quieren salvar, hablando de manera que no merezcan respuesta, como sin duda no la merecía este cartel?

CARÓN.-  ¿Tiéneslo tú por dicha que yo no lo he visto?

MERCURIO.-  Mira si lo tengo, y aun escrito en pergamino.

CARÓN.-  ¿Quiéresmelo leer?

MERCURIO.-  De muy buena voluntad, mas primero has de saber que como el rey de Francia supo que su rey de armas había, el mes de enero pasado como te conté, desafiado al Emperador, hizo una cosa que hasta ahora nunca de príncipe cristiano fue vista ni oída: que no contento con mandar prender el embajador del Emperador que estaba en su corte, le mandó también tomar todas sus escrituras y lo tuvo más de cuarenta días preso, y a la fin, cuando supo que el Emperador no quería dejar salir de España los embajadores de Francia si a un mismo tiempo no le restituyesen el suyo, viendo que era forzado a soltarlo, quiso primero hacer un donoso acto, y para él, a los veintiocho de marzo mandó ayuntar todos los prelados, caballeros y embajadores que estaban en su corte, y en su presencia hizo allí venir el embajador del Emperador, no como Embajador mas como prisionero, y sin haberlo avisado ni aun dicho palabra del acto que quería hacer, entre muchas cosas que le dijo, dándole licencia para que se volviese en España, le rogó mucho que él mismo llevase al Emperador el cartel de desafío que allí tenía hecho, el cual hizo leer públicamente, pensando con aquello satisfacer a su honra; decía pues el cartel de esta manera.

Cartel de desafío del rey de Francia al Emperador

Nos, Francisco, por la gracia de Dios, rey de Francia, señor de Génova, etc., a Vos, Carlos, por la misma gracia, electo Emperador de Romanos, rey de las Españas, hacemos saber cómo Nos, siendo avisado que Vos, en algunas respuestas que habéis dado a los Embajadores y reyes de armas que, por amor de la paz os hemos enviado, queriéndoos sin razón excusar, nos habéis acusado, diciendo que tenéis nuestra fe y que sobre ella contraviniendo a nuestra persona, nos éramos idos de vuestras manos y de vuestro poder para defender nuestra honra que en tal caso sería contra verdad muy cargada, os hemos querido enviar este cartel, por el cual, aunque en ningún hombre guardado pueda haber obligación de fe, y que esta excusa nos sea harto suficiente, todavía queriendo satisfacer a cada uno y también a nuestra honra, la cual hemos siempre guardado y guardaremos, si a Dios place, hasta la muerte, os hacemos saber que si Vos nos habéis querido o queréis cargar, no solamente de nuestra fe y libertad, mas de que hayamos jamás hecho cosa que un caballero amador de su honra no debe hacer, os decimos que habéis mentido por la gorja y que tantas cuantas veces lo dijerais mentiréis, estando deliberado de defender nuestra honra hasta la fin de nuestra vida. Y pues contra verdad nos habéis querido cargar, no nos escribáis más, sino aseguradnos el campo y llevaremos las armas, protestando que si después de esta declaración a otras partes escribís o decís palabras contra nuestra honra, que la vergüenza de la dilación del combate será vuestra, pues venido a él cesan todas escrituras. Hecha en nuestra buena villa y ciudad de París a XXVIII días de marzo MDXXVII años, antes de Pascua.

François.

CARÓN.-  ¿Quieres que te confiese verdad, Mercurio? A la fe muy mal ordenado me parece ese cartel. Mira qué gentil razón, habiéndolo el Emperador soltado de su voluntad, recibiendo, como me dijiste, los rehenes, dice que se había huido de su poder. Y allende de esto, ¡qué deshonestidad usar de aquellas palabras entre príncipes, «mentís por la gorja y mentiréis»! ¡Oh, qué hermosa valentía!, y, ¿qué más dijera un rufián a otro?

MERCURIO.-  ¿Cómo? ¿Y osas tú hablar contra el rey de Francia?

CARÓN.-  No te quiero negar que yo no lo quiera mucho más que a ese otro, pero a la fin, ni me puede parecer mal lo bueno, ni bien lo malo.

MERCURIO.-  ¡Oh, qué santa persona! Leído, pues, el cartel, estaba el Rey tan vanaglorioso como si fuera ya vencedor del campo.

CARÓN.-  Una duda te quiero preguntar, Mercurio, ¿por qué dice el rey de Francia en ese cartel que le asegure el Emperador el campo y que él llevará las armas?

MERCURIO.-  Está recibido en costumbre que el desafiador ha de dar y asegurar el campo y el desafiado traer y escoger las armas con que ha de combatir, aunque las leyes en arbitrio del desafiado ponen lo uno y lo otro.

CARÓN.-  Luego de esa manera, o el Emperador, pues era provocado, había de escoger lo uno y lo otro, o dar el rey de Francia el campo y el Emperador las armas, y según me parece, ese cartel dice lo contrario.

MERCURIO.-  Dices verdad, mas ¿tú no ves que el rey de Francia quería dar a entender ser provocado o desafiado y el Emperador desafiador?

CARÓN.-  Bien lo entiendo, pero no alcanzo en qué se pudiese él para ello fundar, pues fingía no saber lo que el Emperador había en Granada dicho a su embajador, y aunque lo supiera y confesara saber, no se entiende desafiar aquel que dice la injuria, mas el que pretende hacer desdecir al otro de ella.

MERCURIO.-  Y aun ahí puedes tú conocer qué gana tenía de combatir el rey de Francia, comenzando ya de poner escrúpulos y dificultades en una cosa tan clara, y averiguada como ésta. Leído, pues, el cartel, quisiera el rey de Francia que el embajador del Emperador le llevara, mas él se excusó de hacerlo, respondiendo al Rey tan prudente y honestamente como si muchos días antes de aquel acto estuviera prevenido. Entonces el Rey le dijo que, pues no lo quería llevar, él lo enviaría con uno de sus reyes de armas, para el cual le rogó le hubiese un salvoconducto del Emperador.

CARÓN.-  ¿Cómo? ¿Salvoconducto para rey de armas? ¿Quién nunca tal oyó? Sé que los reyes de armas facultad y libertad tienen para ir libremente por doquiera, aun entre bárbaros cuanto más entre cristianos.

MERCURIO.-  Dices verdad, mas ¿no sabes que piensa el ladrón que todos han su corazón? Pensaba el rey de Francia que yendo su rey de armas con tan desvergonzada embajada, el Emperador le mandaría hacer alguna afrenta, como sin duda merecía el que lo enviaba, y por esto se quiso primero asegurar especialmente, que siendo como es el rey de Francia, prisionero y esclavo del Emperador, como él mismo confiesa por cartas escritas y firmadas de su mano, no había de osar desafiar ni enviar rey de armas a su señor sin su expresa licencia. De manera que no hizo sino muy bien en pedir salvoconducto. Mas, tornando a nuestro propósito, ¿qué has, Carón?

CARÓN.-  Cata, cata.

MERCURIO.-  Ya lo veo; obispo parece en el hábito. Atajémosle el camino que va muy aprisa.

CARÓN.-  Corre tú, pues eres más mozo, que a la fe, a mí días ha que me nacieron canas.

MERCURIO.-  Hacia acá viene. Esperemos. Veamos lo que dirá.

ÁNIMA.-  Como conocí que me querías hablar, me vine hacia vosotros. Por eso, preguntad y decid lo que queráis.

MERCURIO.-  Tu resplandor nos ciega y espanta, y tu humildad y benigna habla nos convida a que no dejemos de rogarte que nos digas el estado que tuviste en el mundo y de qué manera en él te gobernaste, pues tanta gloria mereces alcanzar.

ÁNIMA.-  Lo uno será muy fácil de hacer y lo otro holgaré yo brevemente de contar, no por alabarme a mí, mas por divulgar la manera cómo tanto bien he alcanzado porque me puedan otros seguir y alcanzar lo que yo alcanzo. Habéis de saber que yo fui obispo, y para tan alto grado y trabajoso lugar elegido de treinta años. Digo elegido, porque ni yo jamás lo pedí, ni aun me pasó por pensamiento desearlo, conociéndome tan inhábil e insuficiente para ello, que en ninguna manera lo osara desear, antes, siéndome ofrecido, lo rehusé, diciéndoles que mirasen bien lo que hacían, que no se habían de proveer así los obispados; que se acordasen de lo que San Pablo escribe a Timoteo de los dones y virtudes que ha de tener el obispo, diciendo: Oportet episcopum irreprehensibilem esse, unius uxoris virum, sobrium, prudentem, ornatum, pudicum, hospitalem, doctorem, non vinolentum, non percusorem sed mode estum, non litigiosum, non cupidum, sed suae domui bene praepositum. Y otra vez el mismo San Pablo a Tito: Oportet episcopum sine crimine esse, sicut dei dispensatorem, non superbum, non iracundum, non vinolentum, non percussorem, non turpis lucri cupidum, sed hospitalem, benignum, prudentem, sobrium, justum, santum, continentem, amplectentem eum qui secundum doctrinam est, fidelem sermonem, ut potens sit exhortari in doctrina sana, et eos qui contradicunt, arguere. Pues si miráis vosotros cuán lejos están de mí estas virtudes y cuán necesarias son a la dignidad y cargo que me queréis dar, soy cierto que no me lo daréis, especialmente que, dado que en mí las hubiese, mi edad os las debería hacer tener por sospechosas. Con estas y otras semejantes razones me excusaba cuanto podía de tomar aquel cargo, nombrando personas que (a mi ver) mucho mejor que yo pudieran cumplir con un cargo tan importante pero, cuanto más yo me excusaba de tomarlo, tanta más gana venía a todos de importunarme que lo tomase. Y a la fin, lo hube de hacer y, no olvidándome ni disimulando saber qué era lo que había tomado a cargo, y considerando ser oficio del reprensor que en él no haya qué reprender, trabajé de ordenarme a mí y a mi casa de manera que, ni en mí, ni en mis criados hallase ninguna cosa notable que reprender, porque de otra manera, ¿cómo reprenderé yo al ambicioso, si me ven andar a mí, procurando de trocar mi obispado por otro que rente más? ¿Cómo reprenderé al avaro si yo no menosprecio el dinero, cuanto más andar hambreando tras él? ¿Cómo reprenderé al lujurioso, si yo no soy casto y al soberbio si yo no soy humilde, y al comilón si tengo por Dios mi vientre y al jugador si a mí me pasa toda la noche jugando, y al clérigo cazador si mi casa está llena de perros, halcones y gavilanes? Y finalmente, pareciéndome que si yo tenía en mi casa algún vicio, no lo osaría reprender en otro y cuando bien lo quisiese hacer, no tendría vigor mi reprensión, procuré con mucho cuidado de ser yo tal que osase reprender los otros y tuviese mi reprensión autoridad. Después de esto, porque no basta dar buen ejemplo si no se amonesta al pueblo lo que ha de hacer, trabajaba de enseñar a todos la doctrina cristiana, pura y limpia, sin mezcla de vanidades ni supersticiones, y de apartarlos de vicios y pecados, atrayendo unos con dádivas y halagos, y a otros con castigos y amenazas, pero de tal manera que conociesen no moverme a ello afición ni pasión ni interese mío particular, mas solamente el provecho general. Para esto tenía mis predicadores que me ayudaban, no tomados de por ahí sino muy escogidos, teniendo no menos respecto a su buena vida que a sus letras, y ellos por una parte y yo por otra, nunca dejábamos de predicar y trabajar. Mas, porque allende de esto, convenía y era muy necesario quitar los inconvenientes y secar las fuentes de donde manan los vicios, y buscar y plantar árboles de donde cojan y tomen virtudes, conociendo cuánto corrompen las buenas costumbres y santos propósitos, las malas, sucias y deshonestas palabras, porque comúnmente tales son nuestras obras cuales las palabras, corrompiéndose lo uno con lo otro, ponía mucho recaudo en que no se consintiesen decir, mas que como torpe y sucio y corrompedor de buenas costumbres, desterrasen de la ciudad al que las dijese; especialmente usaba mucho rigor contra una manera de gente infernal que de noche se anda echando pullas por las calles con mucho daño de las tiernas doncellas y de las religiosas que lo oyen. Al principio, se me opusieron algunos, diciendo no ser aquel delito digno de castigo. Entonces dije yo, ¿cómo? Castigáis al que con cosas hediondas inficiona la ciudad, porque es cosa dañosa a los cuerpos, ¿y no castigaréis a éstos que con sus abominables palabras esparcen tanta ponzoña en las ánimas? Después de esto, considerando de cuántos males y errores son causa muchos libros y escrituras compuestas o por hombres simples o por viciosos y maliciosos, teniendo solamente respecto al interese suyo particular, yo mismo pasé y examiné todos los libros vulgares que había en mi obispado, y aun libritos de rezar y oraciones que se vendían apartadas, y bien visto todo, y comunicado con personas sabias y virtuosas, vi que no se vendiesen libros de cosas profanas e historias fingidas, porque con aquéllos se inficionaban los ánimos de los que leían y de los que oían y con estos otros se pierde el tiempo sin poderse de ellos sacar fruto. En esto hubo poco que hacer, porque la cosa se estaba de suyo clara. Mas en los libros que tenían título de religión y castidad tuve muy gran trabajo e incomportables contradicciones, porque las cosas que con este título entran son muy malas de desarraigar. Todavía insistí tanto en ello, viendo la necesidad que de esto había, y la multitud de engaños que de aquí manaban, y las impertinencias y disparates que en muchos libros a cada paso hallé, que al fin quité muchas cosas apócrifas y otras que ofuscaban más que edificaban los leyentes. Y finalmente aparté todo aquello que parecía ser en alguna manera contrario, no solamente a la fe, mas a la doctrina cristiana. Allende de esto de libros y horas de rezar quité muchas oraciones por idiotas e ignorantes ordenadas más para sus intereses que por otro respecto en que hallaba no poca superstición y aun idolatría tan manifiesta, que apenas podía leerlas sin llorar, viendo a cuánta ceguedad éramos venidos los cristianos y a cuán buen sueño duermen los perlados que aquello sufren. En otras oraciones quité los títulos que decían unos que el que la dijese no moriría en pecado mortal, o que le serían perdonados todos sus pecados o que vería a Nuestra Señora tres días antes de su muerte o que le diría la hora de ella, hallando por mi cuenta que muchos, fiándose en estas oraciones y en otras semejantes devociones, o por mejor decir, supersticiones que traen entre las manos, nunca dejan de pecar, pensando que sus devociones les darán la gloria, aunque por otra parte perseveren continuamente en ofender a Dios, engaño por cierto, digno de llorar. Determinando, pues, qué libros se habían de leer y qué de vedar y dejar, y puesto en orden, enmendado y aderezado lo que se había de leer, así de cosas sacras como profanas, hice imprimir de todo ello una muy gran multitud de libros, así en latín como en vulgar e hice trasladar el Testamento Nuevo y otras cosas latinas que me parecieron provechosas para el vulgo. Y cuando lo tuve todo impreso, publiqué por todo mi obispado la orden que en esto se había dado, rogando y mandando a todos, so pena de ser echados de la iglesia, que trajesen luego los libros que tenían, nuevos y viejos, a mí o a mis deputados, y por cada libro que daban de aquellos corruptos, falsos y malos, les daba yo otro de los buenos y enmendados que había hecho imprimir, sin consentir que se les llevase por ello un solo dinero. Y de esta manera, no había persona que no holgase y aun tuviese en mucha gracia que le trocasen su ruin libro por uno bueno sin que le costase nada y cuando los tuve todos recogidos, como a malhechores, los desterré de todo mi obispado. Y como de allí adelante la gente se empleaba en leer cosas santas y de puramente buena doctrina y limpia de supersticiones y engaños, maravillaríaos con cuanta felicidad y cuán presto floreció en mi obispado el vivir verdaderamente cristiano, y a mi ver ésta fue una de las mejores obras que yo en mi obispado hice. Allende de esto, ordené un colegio en que cien niños aprendiesen a vivir como cristianos, y ciencia para que lo supiesen enseñar a otros, no poniendo en él personas por favor ni por otra granjería, sino los que a mi parecer hubiesen de salir más útiles a la república, dándoles los más insignes maestros que en letras y en bondad de vida hallaba. A estos colegiales proveía yo de los beneficios que vacaban, conforme a la habilidad y letras de cada uno. Procuré que se quitasen los vagabundos especialmente los que andaban pidiendo por Dios pudiendo trabajar; tuve manera que cada pueblo mantuviese ordinariamente sus pobres, no dejándolos andar por las iglesias ni por las calles, y que a los extranjeros diesen de comer en cada lugar por tres días y no más, echándolos al tercero día fuera, si no estuviesen notablemente enfermos. A los frailes mendicantes hacía dar muy bien de comer en sus monasterios, no consintiendo que saliesen de ellos sino a predicar o a confesar. A los huérfanos, viudas y otros pobres vergonzantes proveía yo de mi casa, preciándome de visitarlos, consolándolos y ayudándolos en sus necesidades, cuanto mi renta se podía extender. Cada mes visitaba los hospitales, proveyéndolos de lo que habían menester. A mis clérigos tenía tan sujetos y obedientes, que unos por virtud y otros por vergüenza o temor no osaban hacer lo que no debían pleito sobre beneficio nunca lo consentí; los otros pleiteantes entendía siempre en concertar, mostrándoles aun al vencedor ser más la pérdida que la ganancia. No podía sufrir ni consentir enemistades. Trabajaba que todos viviesen en paz y caridad, andando yo de casa en casa procurándolo. A ninguno ordenaba de corona si no tenía beneficio y suficiencia para ser clérigo. A los malos clérigos castigaba con mucho rigor; a los buenos abrazaba con muy gran amor. Yo mismo visitaba todo mi obispado, no para cohechar ni llevar lo suyo a ninguno, mas para darles yo de lo que Dios me había dado que dispensase. Reparé muchas iglesias, otras proveí de ornamentos, tomando de unas que tenían demasiado y dando a otras que tenían falta. Tuve siempre mucho cuidado de casar huérfanas y ayudar a otras personas necesitadas, no dando lugar que alguna doncella se perdiese ni aun se metiese monja por necesidad, y si me faltaban dineros para esto, no pudiendo tanto cumplir mis rentas, no dejaba de tomar de la plata que algunas iglesias tenían sobrada, y también de las fábricas para emplear en una tan buena obra como ésta, porque no se perdiesen aquellas ánimas que son verdaderos templos de Dios y ornamentos con que huelga de ser servido.

MERCURIO.-  ¿Y no había quién murmurase contra ti por eso?

ÁNIMA.-  Bien creo que no faltaba, mas como mis obras no les daban causa que pensasen mal de mí, los buenos lo tenían por bueno, y los malos no osaban hablar.

MERCURIO.-  Por cierto, aunque santa, trabajosa vida tenías.

ÁNIMA.-  ¿Cómo trabajosa? Antes muy descansada en comparación de la que otros obispos tienen; unos andan en la corte procurando de trocar su obispado por otro, no en que puedan mejor servir a Dios, mas en que mayor renta tengan con que sirvan así. Y sabe Dios cuántos trabajos, afrentas y befas que a cada hora reciben. Otros, si residen en sus iglesias, es con continua discordia que tienen con sus cabildos; otros juegan lo suyo y lo ajeno; otros mantienen caza como hombres profanos, y nevando y lloviendo, se andan un día entero por cazar una pobre perdiz; otros andan tan sin vergüenza entremetidos en mujeres como si ni fuesen obispos ni cristianos. Y allende del trabajo, que para mantener estos vicios los cuidados pasan, que a la verdad es mucho más y mayor que el que yo tenía, ¿quién no sabe cuánta hiel y amargura les viene mezclado con aquellos deleites, acordándose que por una parte ofenden a Dios, no haciendo lo que son obligados, y haciendo lo que en ninguna manera deberían hacer? Y, por otra, adquieren una gran infamia en este mundo. ¿No os parece que recibía yo más verdadero deleite en mejorar las costumbres de mi obispado que los otros en trocar los suyos por otros más ricos? ¿No os parece que me holgaba yo más en vivir en paz con mi cabildo que los otros en andar a puñadas con él? ¿No os parece que holgaba yo más en gastar mi hacienda con pobres y necesitados que aquéllos en jugarla y comerla y gastarla con chocarreros y desperdiciarla? ¿No os parece que era muy mayor gozo el que yo tornaba en ganar un ánima que el de aquéllos en matar una perdiz? Pues si añadimos a esto el desasosiego con que de continuo, muriendo viven, y viviendo temen la muerte, y por otra parte el alegría y contentamiento con que yo, deseando dejar aquel cuerpo, vivía, claramente conoceréis la ventaja que aun allá en el mundo les tenía.

MERCURIO.-  De esos tales me maravillo yo con qué cara osan pedir obispados para usar tan mal de ellos, y aun mucho más de los que se los dan.

CARÓN.-  Yo te diré, Mercurio, los que los piden, o son idiotas o letrados; si idiotas, no saben lo que se piden; si letrados, créeme tú que no creen firmemente lo que leen, pues los que se los dan, de la misma manera, o ellos no saben ni les dicen lo que dan o si lo saben y se lo dicen, no sienten bien de la religión en que viven. Si no, decidnos Vos si es así verdad.

ÁNIMA.-  Allá se lo hayan, que yo me entremeto en juzgar vidas ajenas ni puedo aquí más parar.

CARÓN.-  Di, Mercurio, ¿cuántos perlados como éste hallaste entre cristianos?

MERCURIO.-  ¿Cuántos, me preguntas? Dígote que anduve toda la cristiandad y ni aun éste pude hallar, mas mira si quieres que tornemos a nuestra plática.

CARÓN.-  Más quiero eso.

MERCURIO.-  Cuando el rey de Francia hubo leído o publicado su cartel, aunque dijo quererlo luego enviar al Emperador, todavía lo dilató muchos días, pareciéndole ya que en alguna manera había cumplido con el vulgo y que, hecho aquello, lo mejor era dilatar cuanto pudiese la conclusión en que no podía dejar de perder la vida y la honra, o a lo menos la honra sola, no queriendo venir al combate.

CARÓN.-  Como cuerdo. Pésale al tabernero cuando le horadan el cuero, ¿y no se guardará un rey que no le rompan la pelleja?

MERCURIO.-  A osadas, cual tú, tales son tus razones. A la fin de pura vergüenza fue forzado a enviar un rey de armas con su cartel. Y como el Emperador fue avisado de su venida, porque no se detuviese, esperando el salvoconducto, o no lo tomase por achaque para volverse, le envió a tres partes de la frontera de Francia tres salvoconductos y mandó a sus capitanes y gobernadores de las fronteras que, viniendo, le hiciesen muy buen tratamiento y lo enviasen acompañado hasta su corte, porque ningún enojo le fuese hecho de manera que los salvoconductos del Emperador llegaron a la frontera antes que el rey de armas del rey de Francia. A la fin él entró en España y llegó a la corte del Emperador, que a la sazón estaba en Monzón, a siete días del mes de junio, donde fue muy bien recibido, y el día siguiente el Emperador le dio audiencia pública, en presencia de muchos grandes y prelados.

CARÓN.-  ¿Viste tú aquel acto?

MERCURIO.-  ¡Mira si lo vi! Estaba el Emperador en su estrado imperial, y a sus lados todos aquellos señores que lo acompañaban. En esto llegó el rey de armas, vestida su cota con las armas del rey de Francia, y hechas cinco reverencias hasta el suelo, se hincó de rodillas ante el Emperador, suplicándole le diese licencia para usar de su oficio, y después facultad para que libre y seguramente pudiese volver al Rey, su amo. El Emperador se la dio muy liberalmente, diciéndole que cuanto a lo demás él lo haría muy bien tratar. Entonces el rey de armas se levantó en pie, y queriendo presentar su cartel dijo cómo el rey, su amo, avisado de las palabras que contra su honra el Emperador había dicho, y queriendo cumplir con lo que debía, y era obligado a no dejarse injustamente injuriar, le enviaba aquel cartel, firmado de su nombre, por el cual vería cuán enteramente satisfacía a todo aquello de que era acusado. El Emperador le preguntó si le era mandado que él mismo leyese aquel cartel. El rey de armas respondió que no, pidiendo licencia para irse.

CARÓN.-  Como necio. Mira, ¿quién viene con tal embajada que no se desea ver libre de ella?

MERCURIO.-  El Emperador tomó el cartel, diciendo que él lo vería y respondería de manera que su honra sería bien guardada, lo que al rey de Francia sería cuasi imposible hacer.

CARÓN.-  Ni aun él se quería poner en esos trabajos de cumplir con su honra.

MERCURIO.-  Luego el canciller del Emperador hizo una protestación, diciendo que su majestad, por cosa que en aquella materia hiciese, no entendía perjudicar a lo que por la capitulación de Madrid de derecho le pertenece.

CARÓN.-  ¿A qué propósito son estas protestaciones, pues a la fin el más fuerte lo ha de llevar? ¡Cómo si las cosas entre los príncipes se ordenasen o hiciesen por las leyes y no por las armas!

MERCURIO.-  Dices muy gran verdad, mas quien con franceses trata, lo uno y lo otro ha menester. Hecha la protestación, el Emperador, enderezando sus palabras al rey de armas, habló en esta guisa: «Rey de armas, aunque por muchas causas y razones el Rey, vuestro amo, debe ser tenido y es inhábil para un acto como éste contra cualquier hombre, cuanto más contra mí, todavía por el deseo que yo tengo de averiguar por mi persona estas diferencias, evitando mayor derramamiento de sangre cristiana, consiento que el rey vuestro amo haga este acto y desde ahora lo habilito solamente para él».

CARÓN.-  Gana tenía ese príncipe de venir a las manos; a osadas que nunca el rey de Francia lo habilitara a él para ese efecto.

MERCURIO.-  Hecho esto, el rey de armas dijo que si por respuesta el Emperador le quería dar seguridad del campo, él la llevaría, donde no, que suplicaba a su majestad no le mandase llevar otra respuesta. El Emperador le dijo que él quería responder y enviar con la respuesta uno de sus reyes de armas, y pues él para España había pedido salvoconducto, que procurase de enviar también salvoconducto de su rey para el rey de armas que él en Francia enviaría, y diciendo el rey de armas que en ello no habría falta, se despidió. Luego el Emperador mandó leer el cartel del rey de Francia en alto para que lo pudiesen todos entender y fue leído.

CARÓN.-  ¿Por qué no me dices siquiera lo que contenía?

MERCURIO.-  ¿Ya no te lo leí palabra por palabra?

CARÓN.-  Ya, ya, ¿el que leíste denantes debe ser?

MERCURIO.-  Ese mismo.

CARÓN.-  ¿No se rieron todos de oír tan crueles badajadas?

MERCURIO.-  ¿Habíanse de reír en presencia de su Príncipe?

CARÓN.-  Cuanto yo, aunque estuvieran presentes cincuenta Plutones y otros tantos Vulcanos, bien sé que no me pudiera tener de risa oyendo tales disparates.

MERCURIO.-  No son todos como tú. Leído, pues, el cartel, vieras al Emperador hacer una habla con tanta gravedad, humanidad y bondad que quedaras enamorado de sus dulces y cristianas razones.

CARÓN.-  ¿Qué decía?

MERCURIO.-  Contoles allí brevemente lo mucho que por el rey de Francia había hecho, y las malas obras que en lugar de agradecimiento de él había recibido y que habiendo ya tentado todos los medios que le habían sido posibles para vivir con él en paz, y no habiéndola podido alcanzar, le parecía ya no quedar por hacer sino que ellos dos por sus personas determinasen estas diferencias y que por su parte, él estaba determinado a poner su vida al tablero por redimir y recatar con derramar su propia sangre los males y daños que padece la cristiandad.

CARÓN.-  ¿De esas palabras me había yo de enamorar, Mercurio? ¿Dónde tienes tu seso?

MERCURIO.-  ¿No dijiste que ni te puede dejar de parecer mal lo malo ni bien lo bueno? Pues, ¿qué palabras pudieran ser en el mundo mejores ni más santas que éstas?

CARÓN.-  Sean cuan buenas y cuan santas tú quisieres, que a la fin muy dañosas son para mí.

MERCURIO.-  Después de esto, concluyó diciendo que, pues la cosa era venida a los términos que veían, y él no era de aquéllos que por su sola cabeza se quieren gobernar; cada uno por su parte pensase bien en ello y le dijese libre y fielmente lo que en este caso debiese hacer. Todos loaron la buena y santa intención de su majestad, ofreciéndole no solamente consejo, mas de poner sus vidas como buenos y leales vasallos por la suya.

CARÓN.-  No me parece bien que así públicamente pidiese el Emperador para esto consejo, mostrando que no sabía lo que debía hacer.

MERCURIO.-  Estás engañado. Antes se debe tener por muy gran virtud cuando el príncipe pide y guía sus cosas por consejo y parecer de los suyos y por muy gran falta y tacha cuando solamente se rige y gobierna por el suyo, sin escuchar ni creer a los que están cabe él. Bien es verdad que debe mucho mirar a quien pide y de quien toma consejo.

CARÓN.-  ¿No miras, Mercurio, qué prisa lleva aquella ánima? Parece haberse escapado de manos del lobo.

MERCURIO.-  Vamos allá.

ÁNIMA.-  Vosotros, ¿qué me queréis?

MERCURIO.-  Que nos digas quién eres.

ÁNIMA.-  Me detendría con vosotros.

MERCURIO.-  Dínoslo, siquiera por amor de Jesucristo.

ÁNIMA.-  Con ese conjuro alcanzaréis vosotros de mí lo que queráis, hermanos, pues, lo queréis saber. Yo en mi mocedad me puse no solamente a deprender mas también a experimentar la doctrina cristiana, pareciéndome aquél solo ser el verdadero camino, y todo lo otro vanidad y como mi intención era buena y mi estudiar era siempre mezclado con oración, pidiendo a Dios continuamente su gracia, no fiando en mi ingenio ni fuerzas propias, hízoseme tan clara la sagrada escritura y yo me di tan de veras a ella, que en poco tiempo se hallaban ante mí confundidos muchos teólogos que toda su vida, estudiando en sus inútiles sotilezas, habían gastado. Y por no ser castigado como aquel siervo que escondió el talento de su señor, conociendo cuán abundantemente había Dios conmigo repartido su gracia, no quise haberla recibido en vano, mas al principio entre amigos en particular y después por los púlpitos comencé a publicar y sembrar lo que Dios me había dado, conociendo ser su voluntad que así le sirviésemos los hombres en la tierra, como es servido de los ángeles en el cielo. Ésta era mi muy firme intención y a este fin enderezaba yo todas mis palabras y obras, no curándome de que mis sermones fuesen muy altos ni muy elegantes, con que fuesen cristianos, ni dándoseme nada que me dijesen idiota y mis sermones no ser de letrado, con que conociesen ser de cristiano. Sobre todo procuraba siempre de conformar mis obras con mis palabras, teniendo por cosa muy fea hallarme yo culpado en aquello que en los otros reprendía. E conociendo cuán poco fruto hace el predicador vicioso, aunque sus palabras sean las mejores del mundo, y cuánta fuerza tiene la doctrina del que libremente y sin respecto puede hablar como hombre en quien ningún vicio puede ser notado, antes que me pusiese en el púlpito, rogaba con mucho fervor y devoción a Dios que inspirase en mí su gracia para que de mis palabras se siguiese a él mucho servicio y provecho a su pueblo, rogándole también que no me dejase hablar a mí, mas que su espíritu hablase por mi boca. Subido, pues, en el púlpito, ni me acordaba de mí ni pensaba en otra cosa sino inflamado y ardiendo en fuego de caridad y amor de Dios y de aquellos mis próximos, decía aquello y más me parecía poderles aprovechar.

MERCURIO.-  ¿Cómo ordenabas tus sermones?

ÁNIMA.-  Al principio antes que comenzase a hablar, amonestaba y rogaba a todos que, hincadas las rodillas en el suelo y levantados los espíritus a Dios, le pidiesen gracia para que sus ánimas se convirtiesen y edificasen con lo que allí habían de oír y los vicios y malas inclinaciones se desterrasen, de manera que saliesen de allí nuevos hombres.

MERCURIO.-  Sé que la gracia a la Virgen María se suele pedir al principio del sermón, que no a Dios.

ÁNIMA.-  También algunas veces hacía yo que llamasen a ella por intercesora, mas que principalmente la pidiesen a Dios, pues él sólo puede darla.

MERCURIO.-  ¿No les hacías decir el Ave María, como los otros predicadores suelen hacer?

ÁNIMA.-  Pocas veces.

MERCURIO.-  ¿Por qué?

ÁNIMA.-  Porque mucho más se edifica el ánima cuando ella misma se levanta a suplicar una cosa a Dios, de que conoce tener necesidad, que no cuando le dicen palabras que las más veces el mismo que las dice no las entiende, y mucho más alcanza de Dios un ánima con suspiros y santos deseos, que no la boca con muchas palabras, estando como no pocas veces está el ánima, en la plaza y aun en lugares más profanos.

MERCURIO.-  Luego, ¿tú no tenías por buena la oración vocal?

ÁNIMA.-  Antes la tenía por muy santa y necesaria, mas también tenía por muy mejor la mental, porque hallaba muchas veces en la Sagrada Escritura reprendidos los que oraban con la boca, teniendo el corazón apartado de Dios, y hallaba en la doctrina cristiana que los verdaderos adoradores adoraban al Padre en espíritu y en verdad porque como Dios sea espíritu, quiere ser con el espíritu adorado.

MERCURIO.-  Pedida la gracia, ¿qué les decías?

ÁNIMA.-  Si el Evangelio era pequeño y la epístola no grande, dividía mi sermón en tres partes: en la primera declaraba la epístola y en la segunda el Evangelio, no curándome de tratar allí sutilezas ni de mover dificultades, mas solamente declarando el sentido literal y alguna cosa que manifestase la grandeza y bondad de Dios, con que arrebatase en su amor las ánimas de los oyentes. Si la epístola o el Evangelio era muy largo, tomaba, para declarar lo uno o lo otro los lugares donde me parecía haber más doctrina, y de las dos partes hacía una.

MERCURIO.-  ¿No tomabas tema para tu sermón?

ÁNIMA.-  Ni en mis sermones, ni en otra cosa quería tener tema con nadie.

MERCURIO.-  No digo eso, sino cuando predicabas, ¿si tomabas un tema en que fundabas tu sermón?

ÁNIMA.-  Bien te entiendo, y por eso te digo que no, dejando eso para los temosos o curiosos, que por traer todo lo que dicen al propósito del tema, que al principio tomaron, aunque sea por fuerza, y de los cabellos estirado, se andan buscando rodeos con que pierden tiempo y ningún fruto ganan. La tercera parte gastaba en amonestar y reprender, mas esto hacía yo de manera que pudiesen todos conocer no moverme a ello ambición, pasión ni afición, mas solamente el bien universal. Lo primero, yo me informaba muy bien de la calidad de aquella gente a quien predicaba y de su manera de vivir. Y si hallaba andar entre ellos algunas supersticiones o necedades en las cosas de la fe y doctrina cristiana, procuraba ante todas cosas de remediarlas y desarraigarlas, conociendo cuánta pestilencia traen cosas semejantes en los ánimos de los simples, y en esto procuré siempre de decir la verdad pura y limpia, sin tener temor ni respecto a nadie, y sabe Dios los trabajos, peligros y persecuciones que yo a esta causa pasé, mas todo lo sufría alegremente por amor de Aquél que por mí había padecido mucho más. Después de esto, me informaba muy particularmente de los vicios que principalmente allí reinaban, y aquéllos reprendía yo, no de manera que espantase a los viciosos para que no viniesen más a mi sermón, mas con tanto amor y dulzor que los convidaba a venir otras veces y a los que principalmente veía notados de algún vicio señalado, yo mismo iba a sus casas a predicarles y amonestarles que se apartasen de ellos, y no solamente abominaba y afeaba los vicios para que los dejasen, mas por otra parte loaba y hermoseaba las virtudes para que en lugar de ellos las encajasen. Nunca reprendía cosa sino en su tiempo y lugar, pareciéndome muy mal lo que muchos predicadores hacen, reprendiendo los viciosos ausentes y halagando, y aun a las veces manteniendo los presentes. A los príncipes, perlados y justicias holgaba más de reprender en sus casas en secreto que desde los púlpitos en público, porque el vulgo no les perdiese la reverencia, obediencia y acatamiento que les debe tener, de que conocía seguirse muchos y muy grandes inconvenientes, pero cuando los veía obstinados y que por sus particulares intereses, pasiones o aficiones dejaban de hacer lo que debían y eran obligados, no dejaba yo de reprenderlos y afear públicamente lo que hacían y mostrarles lo que debían hacer, porque de vergüenza viniesen a hacer lo que no querían de grado, acordándome que San Pablo bien osó en público reprender a San Pedro, como él mismo escribe a los Gálatas.

MERCURIO.-  Andándote de esa manera a decir verdades no te faltarían persecuciones.

ÁNIMA.-  Hasta la muerte nunca me faltaron, mas todo el mal que ellos me procuraban hacer era todo el bien que yo deseaba alcanzar.

MERCURIO.-  ¿Cómo es posible?

ÁNIMA.-  ¿Qué mayor bien podía yo desear que padecer aflicciones por amor de Jesucristo?, y, ¿qué mayor gloria que morir por mantener y manifestar su verdad?

MERCURIO.-  ¿Y la infamia?

ÁNIMA.-  Infamia es vivir mal y en ofensa de Dios, y muy buena fama la del que por su servicio muere, aunque por los del mundo sea menospreciado.

MERCURIO.-  ¿Y tu cuerpo?

ÁNIMA.-  Mi cuerpo era tierra y me hace muy poco al caso que o en la sepultura o en otra parte se convierta en tierra, pues así como así, resucitará en el juicio, entero.

MERCURIO.-  ¿No te duele que aquella carne en cuya compañía tantos años viviste sea maltratada?

ÁNIMA.-  Los que en tal manera se confederaron con su carne que ninguna cosa le negaban de las que ella quería, procuran de regalarla aun después de muertos, mas yo, que tenía continua guerra con ella, no solamente no quería regalarla, mas me vengo y huelgo de que aquella mi enemiga sea muy maltratada.

MERCURIO.-  ¿Y la infamia de tus parientes?

ÁNIMA.-  Cuanto más mis parientes fueren abatidos y menospreciados del mundo, tanto serán más sublimados y preciados por Dios, si como yo lo tomo, lo quisieren tomar ellos.

MERCURIO.-  ¿Y tus bienes?

ÁNIMA.-  Mis bienes tenía yo para servir con ellos a Dios, y pues son suyos, él dispondrá de ellos lo que más fuere servido.

MERCURIO.-  ¿De manera que tú te partes muy contenta de aquel mundo?

ÁNIMA.-  Sabes que tan contenta que me venía huyendo con la prisa que viste, porque no me tornasen a llamar. Ya yo he hecho lo que me rogaste, también os ruego yo que no me detengáis más.

MERCURIO.-  ¿Qué me miras, Carón?

CARÓN.-  Estoy tan atónito de oír lo que esta ánima nos ha contado, que no puedo acabar de tornar en mí. Cuanto que si muchos tales como éste se levantan entre cristianos, bien me podrán dar a mí cien azotes por vagabundo.

MERCURIO.-  No cures, que por muchos que haya, se hallan siempre muchos más que los persiguen y espantan, de suerte que no se osan mostrar.

CARÓN.-  No te entiendo, Mercurio.

MERCURIO.-  Hay entre cristianos un género de gente que tiene usurpado el nombre de perfección y santidad, y están muchos de ellos tan lejos de lo uno y de lo otro como nosotros de subir al cielo, y como éstos ven que alguno con obras o con palabras comienza a mostrar en qué consiste la perfección cristiana y la religión y santidad que los cristianos deben tener, luego aquéllos como lobos se levantan contra él y lo persiguen, interpretándole mal sus palabras, y levantándole que dijo lo que nunca pensó, lo acusan y procuran de condenar por hereje. De manera que apenas hay hombre que ose hablar ni vivir como verdadero cristiano.

CARÓN.-  ¡Oh, qué buenos amigos! ¡Ojalá pudiese yo hacer algo por ésos! Dime, ¿en qué los conoceré?

MERCURIO.-  Traen tantos y tan diversos hábitos que no te podría dar regla cierta. Todavía, si me lo pagas, decirterelo mas al oído.

CARÓN.-  ¿Por qué no lo dirás alto?

MERCURIO.-  Tengo miedo que me levanten a mí que rabio.

CARÓN.-  Dílo, pues, como quisieres.

MERCURIO.-  Llégate acá.

CARÓN.-  ¡Ha, ha, he! Yo jurara que eran ésos. Déjame con ellos y tornemos a nuestro propósito.

MERCURIO.-  Habido, pues, por el Emperador el parecer de los de su consejo y de los grandes y perlados de sus reinos, respondió al rey de Francia por un cartel no menos prudente que animoso.

CARÓN.-  ¿Tiéneslo por dicha?

MERCURIO.-  Mira si lo tengo, y aun escrito en pergamino.

CARÓN.-  ¿Querrásmelo leer?

MERCURIO.-  Antes te ruego yo que lo oigas.

CARÓN.-  Comienza, pues, por tu vida, aunque sea largo.

MERCURIO.-  No pudo ser más corto, porque va resumiendo lo que dice el otro; por eso, has de estar muy atento.

CARÓN.-  Vesme aquí patitendido.

MERCURIO.- 

Cartel del Emperador al rey de Francia

Carlos, por la divina clemencia. El Emperador de Romanos, rey de Alemania y de las Españas, etc. Hago saber a Vos, Francisco, por la gracia de Dios, rey de Francia, que a ocho días de este mes de junio, por Guiena, vuestro rey de armas, recibí vuestro cartel, hecho a XXVIII de marzo, el cual, de más lejos que hay de París aquí pudiera ser venido más presto y conforme a lo quede mi parte fue dicho a vuestro rey de armas, os respondo. A lo que decís que en algunas respuestas por mí dadas a los embajadores y reyes de armas que por bien de la paz me habéis enviado, queriéndome yo sin causa excusar, os haya a Vos acusado. Yo no he visto otro rey de armas vuestro que el que me vino en Burgos a intimar la guerra, y cuanto a mí, no os habiendo en cosa alguna errado, ninguna necesidad tengo de excusarme, mas a Vos vuestra falta es la que os acusa. Y a lo que decís tener yo vuestra fe, decís verdad, entendiendo por la que me distes por la capitulación de Madrid, como parece por escrituras firmadas de vuestra mano, de volver a mi poder como mi prisionero de buena guerra en caso que no cumplieseis lo que por la dicha capitulación me habíais prometido, mas, haber yo dicho como decís en vuestro cartel, que estando Vos sobre vuestra fe, contra vuestra promesa os erais ido y salido de mis manos y de mi poder, palabras son que nunca yo dije, pues jamás yo pretendí tener vuestra fe de no iros sino de volver en la forma capitulada; y si Vos esto hicierais, ni faltarais a vuestros hijos, ni a lo que debéis a vuestra honra. Y a lo que decís que para defender vuestra honra, que en tal caso sería contra verdad muy cargada, habéis querido enviar vuestro cartel, por el cual decís que aunque ningún hombre guardado puede haber obligación de fe, y que ésta os sea excusa harto suficiente; no obstante esto, queriendo satisfacer a cada uno y también a vuestra honra, que decís, queréis guardar y guardaréis, si a Dios place hasta la muerte, me hacéis saber que si os he querido o quiero cargar no solamente de vuestra fe o libertad mas aun de haber jamás hecho cosa que un caballero amador de su honra se deba hacer, decís que he mentido y que cuantas veces lo dijere mentiré, siendo deliberado defender vuestra honra hasta la fin de vuestra vida. A esto os respondo que, mirada la forma de la capitulación, vuestra excusa de ser guardado no puede haber lugar, mas pues tan poca estima hacéis de vuestra honra, no me maravillo que neguéis ser obligado a cumplir vuestra promesa. Y vuestras palabras no satisfacen por vuestra honra, porque yo he dicho y diré sin mentir, que Vos habéis hecho ruinmente y vilmente en no guardarme la fe que me diste conforme a la capitulación de Madrid. Y diciendo esto, no os culpo de cosas secretas ni imposibles de probar, pues parece por escrituras de vuestra mano firmadas, las cuales Vos no podéis excusar ni negar. Y si queráis afirmar lo contrario, pues ya os tengo yo habilitado solamente para este combate, digo que por bien de la cristiandad y por evitar efusión de sangre y poner fin a esta guerra, y por defender mi justa demanda, mantendré de mi persona a la vuestra ser lo que he dicho verdad. Mas no quiero usar con Vos de las palabras que Vos usáis, pues vuestras obras, sin que yo ni otro lo diga, son las que os desmienten y también porque cada uno puede desde lejos usar de tales palabras más seguramente que desde cerca. A lo que decís que, pues contra verdad os he querido cargar, de aquí adelante no os escriba cosa alguna, mas que asegure el campo y Vos traeréis las armas, conviene que hayáis paciencia de que se digan vuestras obras y que yo os escriba esta respuesta, por la cual digo que acepto el dar del campo y soy contento de asegurároslo por mi parte por todos los medios razonables que para ello se podrán hallar. Y a este efecto, y por más pronto y expediente, desde ahora os nombro el lugar para el dicho combate sobre el río que pasa entre Fuenterrabía y Andaya, en la parte y de la manera que de común consentimiento será ordenado por más seguro y conveniente, y me parece que de razón no lo podéis en alguna manera rehusar ni decir no ser harto seguro, pues en él fuiste Vos soltado, dando vuestros hijos por rehenes y vuestra fe de volver, como dicho es, y tan bien visto que, pues en el mismo río fiaste vuestra persona y las de vuestros hijos, podéis bien fiar ahora la vuestra sola, pues pondré yo también la mía. Y se hallarán medios para que no obstante el sitio del lugar ninguna ventaja tenga más el uno, que el otro, y para este efecto y para concertar la elección de las armas, que pretendo yo pertenecerme a mí, y no a Vos, y porque en la conclusión no hayan longuerías ni dilaciones, podremos enviar gentiles hombres de entre ambas partes al dicho lugar, con poder bastante para platicar y concertar, así la igual seguridad del campo, como la elección de las armas, el día del combate y la resta que tocará a este efecto, y si dentro de cuarenta días después de la presentación de ésta no me respondéis ni avisáis de vuestra intención, bien se podrá ver que la dilación del combate será vuestra, que os será imputado y ayuntado con la falta de no haber cumplido lo que prometiste en Madrid. Y cuanto a lo que protestáis que si después de vuestra declaración en otras partes yo digo o escribo palabras contra vuestra honra, que la vergüenza de la dilación del combate será mía, pues que venidos a él cesan todas escrituras, vuestra protestación sería bien excusada, pues no me podéis Vos vedar que yo no diga verdad, aunque os pese. Y también soy seguro que no podré yo recibir vergüenza de la dilación del combate, pues puede todo el mundo conocer el afición que de ver la fin de él tengo.

Hecha en Monzón, en mi reino de Aragón, a veinticuatro días del mes de junio de mil quinientos veintiocho años.

Charles.

CARÓN.-  A la fe, Mercurio, el que ese cartel escribió más quería que palabras.

MERCURIO.-  Dices la verdad, y aún si bien lo has ponderado, con no menos prudencia que ánimo lo escribió.

CARÓN.-  A la fe, no había yo menester esos ánimos ni esas prudencias.

MERCURIO.-  Calla, Carón, ¿no miras con cuánta gravedad sube esta ánima? Sepamos quién es.

CARÓN.-  Pregúntaselo tú si quisieres.

MERCURIO.-  Dinos, ánima bienaventurada, ¿qué estado tuviste en el mundo?

ÁNIMA.-  Fui cardenal.

MERCURIO.-  ¿Cardenal? ¿Qué me dices?

ÁNIMA.-  Así pasa.

MERCURIO.-  Dínos, pues, por caridad, ¿cómo alcanzaste aquella dignidad que se da pocas veces por amor de Dios, y cómo te gobernaste en ella?

ÁNIMA.-  Considerando yo cuán perdida estaba la cristiandad y cuánta necesidad tenía en muchas cosas de reformación, deseoso de entender en una tan santa y tan necesaria obra, y viendo que el más conveniente lugar para ello era estar cabe el Sumo Pontífice, deseaba hallar medio para ser Cardenal, y sabido que no se alcanzaba aquella dignidad sino o por dineros o por manos o por favor de príncipes o por luengo servicio, tomé por mejor partido comprarla, y de verdad me costó más de veinticinco mil ducados, y aun yo os prometo que ante de veinte días me hallé bien arrepentido.

MERCURIO.-  ¿Por qué?

ÁNIMA.-  Como comencé a entrar en consistorio y vi las cosas que allí se trataban y los reveses y contradicciones que hallaba en lo que por el bien público yo proponía, halleme tan turbado que no sabía disponer de mí. A la fin, me pareció que, pues no podía aprovechar a otros, menos mal era aprovecharme a mí que no perderme yo también con ellos, y no un mes después que recibí el capelo, les dejé su Roma, su púrpura, y su consistorio y me retraje en una abadía que yo tenía, donde en la administración de mis frailes y de los otros mis súbditos, mediante la gracia de Jesucristo, me goberné de manera que en recompensa de aquellos pequeños trabajos ha placido a Dios darme la vida eterna.

MERCURIO.-  A buen amo serviste; razón es que hayas buen galardón. ¿Quieres que prosiga, Carón?

CARÓN.-  No querría otra cosa.

MERCURIO.-  Ordenado que hubo el Emperador su respuesta, firmada de su mano, la dio a uno, de sus reyes de armas, mandándole que con toda diligencia la llevase al rey de Francia y él mismo públicamente se la leyese, y si no la quisiese oír, se la diese en sus manos y habida su respuesta, luego se volviese. El rey de armas se fue para Fuenterrabía, donde pensaba hallar el salvoconducto del rey de Francia, y como no hubiese memoria de él, envió un trompeta al gobernador de Bayona, rogándole que, si lo tenía, luego se lo enviase, porque él allí no esperaba otra cosa. El gobernador, a cabo de nueve días, le respondió que el rey de Francia, su amo, le había enviado el salvoconducto que pedía, mas con tal condición que no se lo enviase sin ser primero certificado que traía la seguridad del campo y no otra cosa. El rey de armas le respondió que él llevaba la seguridad del campo y cargo de decir otras cosas tocantes al combate, y respuesta al cartel del rey de Francia. El gobernador replicó, diciendo que si traía solamente la seguridad del campo, sin otra cosa alguna, le dejaría entrar libremente en Francia y le haría muy buen tratamiento, pero que si traía otra cosa, él no lo podía dejar entrar, diciendo que el Rey, su amo, no quería palabras sino obras.

CARÓN.-  A la fe, tenía razón. ¿Qué cumplen palabras cuando se puede venir a las manos?

MERCURIO.-  No sabes lo que te dices. Antes no se puede venir a las manos sin que precedan primero muchas palabras en que se determine y acabe la causa por qué se combate; de otra manera parecería batalla, no de príncipes, mas riña de locos. Y si bien lo miras, hallarás aquí dos cosas muy recias: la una, impedir la entrada a un rey de armas que suelen, aun entre gente bárbara tener libertad para ir y venir seguramente por doquiera; y la otra, que el rey de Francia así absolutamente pidiese la seguridad del campo, sin aclarar primero qué es aquello sobre que quería combatir o si el Emperador confesaba o negaba haber dicho lo que al rey de Francia había sido referido.

CARÓN.-  Veamos, ¿él no lo envió escrito y firmado de su mano al embajador del rey de Francia?

MERCURIO.-  Dices verdad, mas aquella carta no era llegada en Francia cuando el rey publicó su cartel, ni puede el Rey con verdad decir que ella lo moviese a desafío. Allende de esto, hay mucha diferencia de lo que dice la carta a lo que contiene el cartel. La carta dice que el rey de Francia lo había hecho vilmente y ruinmente en no cumplir lo que había jurado y prometido, y el cartel refiere haber dicho el Emperador que el rey de Francia se había ido y soltado de su poder, contraviniendo a la fe que le había dado, cosa que ni nunca el Emperador dijo, ni tampoco, había por qué lo dijese, habiéndolo él de su propia voluntad soltado y puesto en libertad, sin nunca tomarle su fe que no se iría, mas, que si no cumpliese lo capitulado, volvería a la prisión. De manera que queriendo el rey de Francia disfrazar las palabras por hacer su causa, de manifiestamente mala, claramente buena, justo era que aquello se averiguase antes que viniesen al campo, porque negando el Emperador haber dicho lo que el rey de Francia refería, quizá él no quisiera combatir sobre las otras palabras que el Emperador afirmaba haber dicho, y así, ni hubiera sobre qué combatir, ni necesidad de la seguridad del campo que él tan impertinentemente pedía. Allende de esto, el Emperador pudiera responder que el rey de Francia, siendo su prisionero de justa guerra, era inhábil para desafiar a nadie, cuanto más a su señor, hasta que, cumpliendo lo capitulado, recatase o libertase la fe que en su poder dejó empeñada. Asimismo, podía alegar que no se puede venir al combate cuando la diferencia se puede probar por escrito o por testigos, como aquí muy fácilmente se pudiera hacer.

CARÓN.-  ¿Cómo?

MERCURIO.-  El Emperador dijo que el rey de Francia lo había hecho vil y ruinmente en no guardarle la fe que le había dado. Conviene, pues, aquí probar si romper un hombre su fe es ruindad y vileza, y si el rey de Francia la rompió o no. Lo primero es cosa tan clara y tan averiguada que sería vergüenza traerla en disputa, pues no hay hombre tan pérfido o malo que no confiese y tenga por vileza romper el hombre su fe. Para probar lo segundo, ahí está la capitulación de Madrid, firmada de la mano propia del rey de Francia y de los embajadores de la regente, su madre, en que jura, promete y da su fe de cumplir todo lo en aquella capitulación contenido en ciertos términos y a ciertos tiempos allí declarados, y que en caso que no lo cumpliere, volverá dentro de cierto tiempo a la prisión. Pues si el rey de Francia dio su fe de hacer esto, y lo prueba y muestra por escritura firmada de su propia mano, talmente que no lo puede negar y después, no solamente no lo cumple, mas claramente dice que no lo quiere cumplir, ¿no está claro que rompe su fe? Y si el que ésta rompe, hace vileza y ruindad, cosa averiguada es que él queda por vil y ruin, y que con verdad se puede decir haberlo hecho ruinmente en romper su fe. Y pues esto se podía probar por escrituras auténticas y claras, muy bien pudiera el Emperador alegar que no había necesidad de combate. Y aunque el Emperador quisiera, como quiso, disimular todas estas causas por donde cesaba el combate, habilitando él al rey de Francia (como lo habilitó), para combatir con él, y señalando luego lugar seguro para la batalla, habiéndose querido el rey de Francia llamar defensor por usurpar y atribuirse la elección de las armas, ¿no era razón que, siendo el Emperador desafiado, se examinase y determinase primero cuál era provocador y defensor antes que venir al combate? Pues para esto sé que menester eran demandas y respuestas, y no pedir a humo muerto la seguridad del campo, la cual con todo, el Emperador le enviaba, mas juntamente con enviarla respondía al cartel del rey de Francia como has oído, queriendo llevar la cosa por sus términos y guiarla como quien que deseaba venir a la conclusión de ella y no contentarse de palabras, como el rey de Francia.

CARÓN.-  Ahora, sus, tú vienes armado para defender al Emperador. No quiero disputar contigo; prosigue adelante.

MERCURIO.-  Esa salida les queda a los que se ponen, como tú ahora has hecho, a defender una mala causa, mas sea como tú quisieres. En Fuenterrabía estuvo el rey de armas del Emperador obra de cincuenta días, importunando continuamente por su salvoconducto, hasta que, de pura vergüenza, se lo hubieron de enviar, mas todavía con condición que llevase la seguridad del campo y no de otra manera.

CARÓN.-  ¿Ves ahí otra ánima que sube la montaña? Mira si le quieres preguntar algo.

MERCURIO.-  Ya la veo; vamos hacia allá y sepamos quién es.

CARÓN.-  Oído nos ha; escucha. Veamos qué dice.

ÁNIMA.-  ¿Qué pedís, hermanos?

MERCURIO.-  Querríamos saber quién eres y qué estado tuviste en el mundo.

ÁNIMA.-  Yo fui un pobre fraile, y mi estado era servir a Jesucristo.

MERCURIO.-  Sirviendo a tal señor, ¿te osas llamar pobre?

ÁNIMA.-  Pobre me llamo cuanto al mundo, y pobre de virtudes que de estado y mercedes me recibí de mi señor, más fui que rico y bienaventurado.

MERCURIO.-  Bien se te parece, mas dinos, ¿por qué te metiste fraile?

ÁNIMA.-  Bien sé por qué me lo preguntáis. Vosotros pensáis haber yo sido de aquéllos que piensan consistir la religión en andar vestido de una o de otra color o en traer el hábito de ésta o de aquella hechura, o en andar calzado o descalzo, o en traer camisa de lana o de lienzo, o en tocar o dejar de tocar dineros. A la fe, hermanos, muy engañados estáis, que antes que me metiese fraile estaba de todo eso muy bien informado.

MERCURIO.-  Pues sabiendo y entendiendo tú eso, ¿quién te engañó que tomases una vida tan puesta en razón y tan fuera de razón?

ÁNIMA.-  ¿Tú sabes lo que dices?

MERCURIO.-  Ahora lo verás. ¿Qué cosa puede ser más puesta en razón que levantarse todos a las seis, comer a las diez, dormir desde las doce hasta las dos, cenar a las seis, acostarse a las siete, estar tantas horas en el coro y tantas en el refitorio y tantas en la cama? Veamos, ¿a quién esto oyere, no le placerá como cosa muy razonable? Pero si por otra parte considera la diversidad de las complexiones, condiciones e inclinaciones de los hombres, que a uno le conviene mucho dormir para su salud y a otro daña lo que a aquél aprovecha; a uno es saludable el madrugar y a otro dañoso; uno sana y otro enferma ayunando; a uno es sano un manjar y a otro le causa enfermedades; a uno da la vida y a otro daña el sueño de medio día; a uno conviene traer poca ropa y otro ha menester mucha; uno se huelga de andar descalzo y otro enferma si no anda calzado; y aun un mismo hombre está muchas veces dispuesto para una cosa y otras no. Habiendo, pues, en estas y en otras cosas tanta diversidad en los hombres, ¿qué cosa más fuera de razón puede ser que limitarles las horas que han de comer, dormir, velar, rezar y cantar, como si todos fuesen de una misma complexión?

ÁNIMA.-  Mira, hermano, tú eres un poco más agudo que sería menester. Si los hombres se metiesen frailes por fuerza, podríanse quejar si les diesen manera de vivir fuera de su natural, mas pues a ninguno se hace fuerza, ninguno tiene causa de quejarse. La regla está ahí; cada uno la puede ver y saber. El que se contenta de ella, pareciéndole conformarse con su condición, tómela mucho en buena hora; el que no, déjela, que a ninguno se hace fuerza y el que neciamente se mete fraile, neciamente se muere, y aun quizá se va al infierno; y lo mismo podemos decir del clérigo y del casado. Yo, hermano, viendo la corrupción del mundo y a mí en estado que a cada paso hallaba mil embarazos en que tropezar, determiné de recogerme en un monasterio, no porque no conociese poder servir tan bien a Dios fuera de él, mas porque me inclinaba más a aquella manera de vivir que a otra alguna. Determinado, pues, de meterme fraile, anduve muchos días con mucha curiosidad, informándome de la regla y forma de vivir de cada orden y después tomé aquélla que me pareció más conforme a mi complexión.

MERCURIO.-  ¿Nunca te arrepentiste?

ÁNIMA.-  Aquéllos se arrepienten que no miran lo que toman, mas yo, ¿por qué me había de arrepentir, yendo como iba tan informado de todo lo que hallé? De manera que ninguna cosa me era nueva y de lo bueno gozaba y lo malo disimulaba y sufría con paciencia.

MERCURIO.-  Dice que monjas y frailes no saben sino pedir.

ÁNIMA.-  Eso hacía yo continuamente, pedir gracia a Nuestro Señor para que me encaminase e hiciese perseverar en su servicio.

MERCURIO.-  No digo sino cosas mundanas.

ÁNIMA.-  Ésas nunca pedí yo, ni aun las quería recibir de los que me las daban, mostrándoles por la obra que las menospreciaba y que también ellos las debían menospreciar, porque mucho más persuaden obras que palabras.

MERCURIO.-  Dices verdad, mas, ¿cómo te proveías de lo que habías menester?

ÁNIMA.-  Poco han menester los frailes, allende lo que les dan en la orden, sino para curiosidades, de que yo huía mucho, y aquello de que tenía necesidad, procuraba de ganar trabajando con mis manos.

MERCURIO.-  ¿Tenías oficio?

ÁNIMA.-  Cuando determiné de meterme fraile me puse a deprender un oficio con que pudiese ganar y proveer mis necesidades sin ser molesto a ninguno, y aun lo que me sobraba repartía con mis compañeros, especialmente con predicadores y confesores, porque no lo anduviesen pidiendo a los seglares.

MERCURIO.-  Dice que muchos se meten frailes por ser ociosos y no trabajar y ganar de comer.

ÁNIMA.-  Yo no sé lo que otros hacen. De mí te sé decir que me metí fraile por poder honestamente trabajar y no estar ocioso, porque ni mi linaje ni mi estado me consentían trabajar si no mudaba el hábito.

MERCURIO.-  ¿Cómo te agradaba la hipocresía que suele ser compañera de los frailes?

ÁNIMA.-  Dígote que muchos días me detuve de meterme fraile por no obligarme a fingir santidad. Tanto aborrecía la hipocresía, mas a la fin, cuando determiné de ser fraile, determiné juntamente de vivir de manera que no tuviese necesidad de mostrar de fuera más de lo que había dentro.

MERCURIO.-  Por la mayor parte los frailes siembran y mantienen supersticiones.

ÁNIMA.-  Eso hacen los que, o no quieren trabajar para sus necesidades, o andan buscando cosicas para sus curiosidades, los cuales por esto han de buscar invenciones con que sacar del vulgo lo que quizá de otra manera les sería negado; mas el que huye las curiosidades y trabaja con sus manos para proveerse de lo necesario, muy lejos está de sembrar y mantener supersticiones.

MERCURIO.-  Dice que es natural vicio en los frailes la murmuración y ser maldicientes.

ÁNIMA.-  El que siendo seglar tenía estos vicios puede ser que no los deje en el monasterio, mas el que siendo seglar los aborreció, mucho más los aborrece fraile.

MERCURIO.-  Los frailes son tenidos por ambiciosos, así en procurar prelacías en sus órdenes como buenos obispados y aun capelos fuera de ellas.

ÁNIMA.-  Como la ambición sea vicio a todos estados común, no te maravilles que reine también entre los frailes, que son hombres como los otros; de mí te sé decir que siempre la aborrecí y hui de ella como de cosa muy pestilencial, contentándome de tener cargo de mí mismo.

MERCURIO.-  Gran trabajo debe ser sufrir un prior o guardián necio.

ÁNIMA.-  Trabajo es para los que lo tienen por trabajo, mas ya sabes que no hay cosa tan fácil que no sea dificultosa si la haces forzado, ni tan difícil que no sea fácil si la hicieres de buena gana.

MERCURIO.-  Sí, pero recia cosa es de sufrir un hombre grosero.

ÁNIMA.-  Si te parece y la tienes por recia, recia será, mas si considerando tú que eres hombre como aquél, y del mismo metal que aquél y que te pudiera Dios hacer tan necio o grosero como aquél, cuántas más groserías y necedades en él vieres, tantas más gracias darás tú a Dios que te libró de ellas, y te holgarás de verte libre de ellas.

MERCURIO.-  Bien pero, ¿no es recia cosa que se den cargos a semejantes personas?

ÁNIMA.-  Hermano, mira, en todos estados y géneros de hombres está ahora el mundo de manera, que por maravilla se dan cargos, ni oficios ni beneficios sino a los que con artes y granjerías los andan procurando y como ningún hombre prudente, bueno y virtuoso se quiere poner a pedir y procurar cosas semejantes, pareciéndole que de razón le deberían rogar con ellas, es forzado que por la mayor parte los cargos, oficios y beneficios caigan en ruines e ignorantes. Yo me he detenido más de lo que pensaba, y me voy con vuestra licencia.

CARÓN.-  Antes lo hubieras hecho, ¿no miráis de qué me sirven a mí estas filosofías? Ea, pues, tú, Mercurio, acaba si quieres contarme esa tu historia. No me la hagas tanto desear.

MERCURIO.-  Habido por el rey de armas el salvoconducto del rey de Francia, a la misma hora partió de Fuenterrabía y vestida su cota de armas entró en Francia, protestando que por haber pedido salvoconducto no entendía de rogar a los privilegios y preeminencias de su oficio, y así siguió su camino hasta cerca de la ciudad de París, donde pensaba hallar al rey de Francia. Mas el Rey, temiendo su venida y por dilatar de oír lo que de parte del Emperador traía, andaba por las florestas cazando, no permitiendo que el rey de armas le viniese a hablar, mas como él continuase en sus protestaciones, viendo que sin muy grande infamia no podía más detenerlo, se vino a París donde en presencia de muchos grandes señores, perlados y caballeros, así franceses como de otras naciones, fingió querer dar audiencia al rey de armas, mas en tal manera lo fingía que por otra parte mostraba bien la poca gana que tenía del combate.

CARÓN.-  ¿Cómo?

MERCURIO.-  Antes que el rey de armas entrase, el rey de Francia hizo un muy largo razonamiento a todos los que estaban presentes, diciendo las causas porque los había ayuntado, y colorando su causa con palabras muy ajenas de la verdad lo menos mal que pudo, concluyendo que en ninguna manera quería oír palabra alguna al rey de armas del Emperador si primero no le daba la seguridad del campo, porque no quería sufrir que con palabras vanas se dilatase el efecto de aquel combate.

CARÓN.-  Harto animosamente lo hacía.

MERCURIO.-  ¡Cómo eres o finges ser gran badajo! Había detenido al Rey de armas cincuenta días en Fuenterrabía y otros ocho o nueve andándose cazando, y temía de esperar siquiera media hora mientras que el rey de armas decía lo que le había sido mandado, como si el Emperador estuviera y en el campo esperando y no hubiera lugar de esperar ni aun media hora. Allende de esto, si el rey de Francia deseaba tanto este combate, veamos, ¿con qué se dilataba más, con oír o con dejar de oír al rey de armas? No oyéndole, quedaba la cosa no solamente dilatada, mas del todo deshecha, porque si el desafiador no quiere oír la respuesta del desafío, claro está que rehúsa el combate y confiesa el delito y no queda más que proceder en la causa. Oyéndolo, o traía aparejado lo que convenía para el combate o no; si lo traía, ya el Rey tenía lo que demandaba, y si no, todo era tornarlo presto a enviar, y la dilación fuera muy poca en comparación de la que hasta allí él mismo había causado. Y a los menos conocieran todos que no quedaba por él. De manera que declarando no querer oír al rey de armas, declaraba no tener gana del combate. Acabado su razonamiento, entró el rey de armas del Emperador, y antes que el cuidado pudiese abrir la boca para hablar, el rey de Francia, por espantarlo y hacerle que se turbase para que no le diese la seguridad del campo que sabía él bien que traía consigo, le comienza con palabras furiosas a preguntar si había hecho lo que debía a su oficio, que se acordase de lo que había escrito de Fuenterrabía y con qué condición le había sido enviado el salvoconducto. El rey de armas, sin responder a esto le suplicó (como es costumbre), que le diese licencia para hacer su oficio. El rey de Francia insistía en que no le consentiría hablar palabra si primero no le daba la seguridad del campo, que fuese hecha y ordenada como convenía. El rey de armas, por otra parte, decía haberle sido mandado que él mismo la leyese y que si él la quería oír, que se la leería, donde no, que se la daría en sus manos con condición que le dejase después usar de su oficio. Entonces el rey de Francia, no sabiendo qué responder a esto, ni queriendo recibir el cartel del Emperador, se levantó diciendo muy rigurosas palabras y se dejó allí el pobre rey de armas sin quererlo oír ni recibir el cartel que llevaba.

CARÓN.-  ¿Qué me dices?

MERCURIO.-  Esto que oyes.

CARÓN.-  Pues veamos, ¿qué hará ahora el Emperador?

MERCURIO.-  ¿Qué quieres que haga si el rey de Francia no quiere oír sus reyes de armas ni recibir sus carteles?

CARÓN.-  Arrastrarale las armas y pintaralo como en semejantes casos se suele hacer.

MERCURIO.-  Antes me persuado yo tanto de su modestia y bondad que no se pondrá en hacerle una afrenta como ésa, porque aunque sea su enemigo, a la fin es príncipe y cristiano y es honesto que se le tenga algún respecto, pues los buenos con virtud se precian vencer.

CARÓN.-  ¿De manera que no habrá ya memoria de ese combate?

MERCURIO.-  Ninguna.

CARÓN.-  Si supieses de qué cuidado me has quitado, maravillaríaste que de verdad ha muchos días que no estaba en mi seso, pensando en el mal que de este combate se me recrecía. Siempre me sueles tú alegrar con mil buenas nuevas y yo nunca hago nada por ti. Si te parece que es hora, vamos a holgar un rato con Proserpina.

MERCURIO.-  Soy contento, mas sepamos primero qué ánima es ésta que viene cantando.

CARÓN.-  Parece mujer.

MERCURIO.-  Así es.

CARÓN.-  No sé si huirá de nosotros.

ÁNIMA.-  A las veces, las que más huyen son las que más presto se dejan alcanzar, pues en el mundo no hui de hombres (de quienes me podía temer), teniendo en mí firme propósito de vivir castamente, ¿por qué huiré ahora de vosotros de quienes ninguna afrenta puedo esperar?

MERCURIO.-  ¡Oh, ánimo no de mujer mas de hombre muy esforzado! ¿Querrasnos decir qué tal fue tu vida en el mundo?

ÁNIMA.-  Y aun de muy buena voluntad. El mayor bien que mis padres me dejaron fue vezarme a leer y un poco de latín y aficioneme tanto a leer en la Sacra Escritura que de ella sabía mucho, y juntamente con saberla, procuraba de conformar mi vida y costumbres con ella, no dejando de enseñar a mis amigas y compañeras que conmigo conversaban aquello que Dios a mí me había enseñado, mas con tanta modestia y templanza que no pudiese ser reprendida, conociendo cuánto era mi sexo y edad peligrosa, y cuán recatada debía andar de mí misma, porque sin duda las mujeres mucho más que los hombres tenemos necesidad de tener por sospechosa cualquier opinión en que caemos hasta que se haya muy bien primero examinada y comunicada, y porque el callar en las mujeres, especialmente doncellas, es tan conveniente y honesto como malo y deshonesto el demasiado hablar; siempre procuraba yo que mis obras predicasen antes que mis palabras. De esta manera viví muchos años sin voluntad de ser monja ni de casarme viendo la una vida ser muy ajena de mi condición y los peligros y trabajos que en la otra hay. Especialmente temía que me darían algún marido tan apartado de mis fines que o me pervirtiese a mí o tuviese muy trabajosa vida con él. A esta causa determiné de no casarme, mas a la fin, todo bien considerado, acordándome de las excelencias que del matrimonio había leído, y pareciéndome cosa dificultosa guardar (como se debe guardar) la virginidad, aunque aquel estado sea más alto y excelente y por Jesucristo con ejemplo y con palabras y después por San Pablo aconsejado, y por muchos santos seguido, tomé por seguro para mí casarme. Mas como no sea lícito y honesto a las mujeres escoger el marido que ellas quieren, mas parecen obligadas a tomar el que sus padres, hermanos o parientes quieren darles, aunque yo no pocas veces les rogaba que no mirasen a linaje ni a bienes mundanos ni a hermosura del cuerpo, sino a las virtudes del ánima, porque con éstas me entendía yo casar, a la fin me dieron un marido con quien sabe Dios lo que al principio yo pasé, pero todavía lo sufría con paciencia, esperando en la bondad de Dios que yo lo atraería antes a él a mi condición que él a mí a la suya. Y dime tan buena maña, contraminando sus vicios con virtudes, su soberbia con mansedumbre, su aspereza con halagos, su prodigalidad con templanza, sus juegos y lujurias con castos y santos ejercicios, y su ira con paciencia, gobernándome siempre con él con profunda y entera humildad, a tiempos disimulando unas cosas, a tiempos tolerando y permitiendo otras, y a tiempos reprendiendo dulcemente aquellas cosas que claramente me parecían dignas de reprensión, que poco a poco le amansé de manera que le hice dejar todos sus vicios y malas costumbres y abrazarse tan de veras con las virtudes, que desde a pocos días yo aprendí de él lo que él aprendía de mí. Y así, vezándonos el uno al otro, y procurándonos de contentar el uno al otro, vivíamos en tanta paz, amor y concordia, que todos se maravillaban de verlo a él tan mudado y de lo que yo con él había trabajado y de la conformidad que ya teníamos.

MERCURIO.-  ¿Hubiste hijos?

ÁNIMA.-  Muchos años estuvimos sin ellos.

MERCURIO.-  ¿No tenías pena de verte estéril?

ÁNIMA.-  Pena tienen de no parir las que viven y querrían parir para sí, mas yo, que no vivía ni quería nada para mí, no tenía de qué tener pena. Mientras Dios no me daba hijos, dábale muchas gracias por ello, persuadiéndome que así convenía a mi provecho y a su servicio. Cuando me los dio, las mismas gracias le daba, suplicándole los enderezase y enseñase para su servicio, procurando cuanto en mí era de industriarlos para este efecto.

MERCURIO.-  Maravíllome de eso que me dices, porque suelen las mujeres con mucha curiosidad importunar a Dios que les dé hijos.

ÁNIMA.-  Yo era muy contraria a esa opinión, no porque no tuviese yo los hijos por un especial don de Dios, mas porque siéndome incierto qué tales habían de ser, no osaba desearlos, sino que Dios hiciese lo que fuese su voluntad, teniendo por cierto que aquello que él ordenase, sería lo mejor, y las mujeres que son de esta mi opinión, Dios sabe de cuántas supersticiones se escapan, que por haber hijos a cada paso se hacen con no poco deservicio de Dios y detrimento de la religión cristiana.

MERCURIO.-  ¿Tuviste hijos o hijas?

ÁNIMA.-  Hijas.

MERCURIO.-  ¡Qué trabajo!

ÁNIMA.-  ¿Trabajo? Antes es muy gran descanso para las madres tener hijas con quienes se puedan descuidar y a quien puedan doctrinar, que las buenas madres más se huelgan con las hijas que con los hijos, porque las hijas las acompañan y sirven hasta la muerte y nunca les pierden el amor, mas los hijos, aun no son nacidos cuando se van por ahí, que ni conocen ni tienen amor a padre ni a madre. Allende de esto, por maravilla veréis una hija desobediente y muy raros son los hijos obedientes. Pocas veces vemos hijas desconformes de sus padres y a cada paso hallamos hijos perseguidores de sus madres.

MERCURIO.-  Gran trabajo es el que pasan las madres en guardar las hijas.

ÁNIMA.-  Habías de decir las ruines madres, porque cual es la madre tal es la hija, y por eso, cuanto es dificultoso y trabajoso a las ruines guardar que sus hijas no lo sean, tanto es fácil a las buenas hacer que sus hijas les parezcan.

MERCURIO.-  ¡Qué de congojas pasan las madres con las hijas!

ÁNIMA.-  Muchas más con los hijos, que desde que nacen andan sujetos a mil peligros: cuando niños de descalabrarse o lisiarse, y cuando grandes de perder la vida, y a la fin no falta un camino largo o una guerra en que mueren, dando mortal congoja a sus padres.

MERCURIO.-  Gran trabajo es buscar y aun comprar casamientos para las hijas.

ÁNIMA.-  De ese trabajo fui yo bien libre, porque crié mis hijas tan virtuosas y había tantos que las deseaban por mujeres, que tuve bien en qué escoger. Verdad es que el dote suele trabajar a los padres, mas como yo no tuviese respecto a la vanagloria del mundo y me inclinase antes a casar mis hijas con virtuosos que con ricos ni poderosos, fácilmente y con poco trabajo las casé todas, y aun mucho a mi voluntad y con cuatro hijas cobré cuatro yernos que tuve yo siempre por hijos, y ellos a mí por madre, lo que no acaece a las que casan hijos, que con tantas nueras cobran tantas enemigas.

MERCURIO.-  ¿Cómo te habías con tus criados y criadas?

ÁNIMA.-  Como con mis hijos, doctrinándolos y guiándolos en aquello que debían hacer para servir a Dios.

MERCURIO.-  ¿Hacíaslos ayunar, rezar y disciplinarse?

ÁNIMA.-  Yo te diré. Las cosas que en sí son siempre y en todo lugar buenas, y que sin pecado no se pueden dejar, les encomendaba yo sobre todo, procurando que solo un punto no se apartasen de ellas. De las otras que a unos son buenas y arman y a otros no; en unos tiempos se halla la persona dispuesta para ellas y en otros no, a unos sanan y a otros matan, a unos aprovechan y a otros dañan, les encomendaba que usasen con mucha discreción, apartando siempre y desterrando de mi casa toda manera de superstición y de hipocresía, queriendo que hubiese mucho más en lo interior de lo que se mostraba en lo exterior.

MERCURIO.-  ¿De qué edad moriste?

ÁNIMA.-  De cincuenta años.

MERCURIO.-  ¿Hiciste testamento?

ÁNIMA.-  Todo eso dejo encomendado a mi marido y yo me voy a gozar de aquel sumo y perfecto bien por mí tanto deseado; por eso no me detengas más.

CARÓN.-  Déjala ir, Mercurio. Cata que se hace tarde.

MERCURIO.-  Que me place, mas ves aquí otra ánima que viene a más andar. Sepamos quién es.

CARÓN.-  ¿Tú no ves que es monja?

MERCURIO.-  Vámosla a hablar.

CARÓN.-  Déjala. Así goces que a la fin es mujer y monja, y si comienza, nunca acabará. Vamos, que ya nos estará esperando Proserpina.

MERCURIO.-  Vamos.




 
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