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Significación y funcionalidad del dibujo en Abela

     Al trazar la línea inicial de un dibujo sobre el papel blanco, Eduardo Abela pensaba en ese dibujo surgente, como anuncio y prefiguración de la tela, de lo que ulteriormente se daría de modo cabal en esta superficie otra y definitiva. El concepto del dibujo en tanto antecedente de oficio -u oficio antecedente-, apunte, esquicio, pero trascendido respecto de la noción convencional de su función transitoria, dependiente ante la pintura prestablecida como arte mayor: al realizarlo, Abela ha descubierto que el dibujo posee una determinada autonomía, que el conjunto de líneas que lo constituyen -con los otros posibles atributos y recursos dibujísticos- alcanza valores intrínsecos, permanentes y hasta opuestos a materia y visión pictóricas.

     El principio por el cual el dibujo fue ejecutado -exploración y precisión de la idea visual que pasa de su estado mental a imagen materializada en el papel- no desaparece, sigue siendo válido en su propósito de ampliarse y culminarse en la tela. Pero durante su ejecución y al término de ella ha nacido y se ha perfilado la conciencia de que ese dibujo puede quedar ahí, que por sí mismo ostenta calidades suficientes para elevarse a representación absoluta. Su extensión a otros medios no invalidará ya más su propia entidad y naturaleza. Desde entonces ha de darse así también como finalidad en sí, con un desarrollo original, cerrado, eximido de función suplementaria, libre: en verdad, devuelto a su condición primigenia: trazo de la mano del hombre que mira su entorno o lee su interior, y plasma sin más lo que ve en ellos.

     La división de la práctica del dibujo y la pintura en límites artesanales correspondientes pero enfrentados, es lenta resulta de las preceptivas emergidas al calor de los talleres y academias, es decir, una de las tantas secuelas de la civilización del arte, inflexible y determinante. La unidad de procedimiento en las expresiones plásticas primitivas sucumbe ante la infinita reproducción de medios ejecutivos que depara la evolución artesanal. Se contemplan las pinturas rupestres sin conocer en ellas la sutileza de aquella división: se dan en un todo, integrales; los trazos están adheridos a la superficie pétrea y ésta parece absorberlos como el soporte idóneo, como un fondo preparado especialmente para ese trazado y cuyas rugosidades y asperezas constituyen una textura acorde que lo realza y completa: dibujo o pintura, ambas cosas en imagen y ejecución unitarias. Perfección en la inocencia de la expresión, vencida a través de los tiempos por la inteligencia pluralizante de la técnica.

     En sus ensayos prístinos de manifestación plástica, el niño y el hombre sensible se ven conminados por las señales del desarrollo tecnológico y social en cuya esfera están insertados. Dibujos de la mano inhábil dotados de la gracia y poder del ser original, únicas reminiscencias de la historia naciente del arte, se introducen en ellos, como elementos extraños y alteradores, la máquina y los objetos de artificio, la parafernalia de la tecnología y la cultura civilizante. En las alternativas de la vocación -si ese niño o ese hombre deciden su ingreso a las academias-, la naturalidad del dibujo cederá a las exigencias del estilo, esto es, a los pruritos del aprendizaje que impone la carga secular de las disciplinas estéticas y del oficio, desapareciendo con ello las etapas de sensibilidad creativa pura que aproximan al ente social a la génesis remota de su esencia artística.

     Para todo artista incipiente la experiencia académica trueca la alegría del iniciado en el desgarramiento de su facultad natural. Cuando Eduardo Abela asiste por vez primera a la Academia(1) siente el rechazo a su óptica espontánea del mundo objetivo, frente a la fría exposición de modelos de yeso que debe copiar: versión cadavérica, insensible, de la belleza helénica; flagrante anacronismo de un magisterio que, bajo pretexto de impartir las normas del oficio, intenta imponer un concepto de belleza, si válido extemporáneo, inadecuable a una realidad que exige visión y estilo propios.

     El discípulo Abela se percata dolorosamente que sus apuntes furtivos hechos sobre la mesa de tabaquería, o los más demorados en el asueto doméstico, no tienen relación alguna con aquel ámbito de la Academia. Nace ahí una actitud, un rasgo de carácter diferenciativo para con el ejercicio creador, en el que alberga su sentido de defensa y afirmación de la percepción innata de las cosas, que le acompañará toda su vida profesional y significará el sello de sus momentos de creación más culminantes.

     Sin embargo, Abela observa rigurosamente la disciplina del aula-taller y se hace un aprendiz aventajado. Va a obtener, con sagaz apreciación del aspecto práctico de las clases, el dominio del instrumento y de las técnicas. Fuera de la Academia se aplica, con voluntaria continuidad, al ejercicio del dibujo libre y creativo: reacción compensatoria que aúna a la asimilación consciente del aprendizaje, la creciente necesidad de indagación de la realidad ambiente al través de su obra personal en desarrollo. Se conocen sus dibujos de asunto costumbrista en la prensa capitalina y sus esbozos caricaturales que constituirán una línea implícita en la evolución facetaria de sus posibilidades expresivas.

     Al instalarse en España para perfeccionar las ganancias del metier adquirido en San Alejandro, con lauros y notas excelentes, Abela prosigue esa dirección inquisidora del medio inmediato, de índole realista, en la que se afana su dibujo iniciativo. La labor apuntista de este período (1921-1924) trasciende apenas pues van al lienzo los esfuerzos por un tratamiento plástico más eficaz del registro testimonial. De retorno a La Habana, el pintor ya formado y en propiedad de pericia técnica, se entregará señaladamente a la ilustración periodística: signo reiterativo de la actividad más reconocida de su carrera. Los envíos a la revista de avance, plasmados de graciosa simplicidad lineal y de cierto candor que es pronóstico de la atmósfera característica de su producción última, se tornan refinados en la fase consiguiente y exhiben su condición de meros estudios -desnudos principalmente- realizados, de vuelta a Europa (1927-1930) en París: advierten ellos de una pausa preparatoria en el nuevo artista, de un lapso de reajuste en sus inquietudes creadoras, que darán lugar a la explosión de una obra pictórica que se revela como el primer acontecimiento imaginativo de su ejecutoria artística. Carpentier se encargará de reseñar lúcidamente los valores de esta pintura y de su éxito de exposición en la entonces famosa Galería Zak.

     No obstante representar el dibujo una posibilidad de expresión autónoma para Abela, a partir de ese momento su ejercitación se hará más escasa y, salvo su aplicación peculiar a los trascendentes seriales dedicados al personaje El Bobo, se reducirá a una práctica esporádica y sujeta a las fluctuaciones del quehacer plástico. Por ello la producción dibujística de Abela -en el terreno estrictamente conceptuado de su valoración purista como pieza de arte-, es rara y limitada. Su dibujo habrá que verlo en la pintura ejecutada con ulterioridad, pues es allí a donde se traslada y realiza. El estudio de esa curiosa involucración plástica -cuyo análisis requiere otro espacio mayor-, escapa a las características de la presente nota. La atención dirigida hacia la pintura con exclusión de toda otra inquietud, ha inducido a una interpretación discriminativa de la producción de Abela, de sus decisiones ante ella. No se ve esta producción en su conjunto, en la interacción de sus partes, en su incontestable intrincación. Se llega incluso a establecer como polarización desencontrada e incompatible, como dicotomía, lo que fue necesaria dualidad de su idiosincrasia de artista social: el dibujo humorístico, y el dibujo artístico(2) -diferenciación por sí misma inconsistente y arbitraria, toda vez que la línea trazada, en su factura y finalidad, tienen el mismo valor de realización artística, tanto más para quien la hace posible, con independencia de las clasificaciones de género y categoría secularmente admitidas y a las que está sometida.

     Ha transcurrido el período de su pintura neoclasicista (1936-1944 aprox.) en el que ha dado obras de significativa importancia dentro de la plástica cubana -Los Novios, 1937; Los Guajiros, 1938-, cuyo tratamiento estilístico tamiza diestramente la influencia perceptible del Riverismo en auge, y obras como el Retrato de Carmen, pieza de una breve serie retratística en la cual, más que en ninguna otra parte, la evocación renacentista cobra una delicada resonancia criolla. En todos estos cuadros el dibujo asume una función esencial. Con clara conciencia de ello, Abela va a enfrascarse en una titánica tarea de transformación que ocupará muchos años, hasta alcanzar, tras una fase de convulsa reafirmación formal -pintura necesariamente proclive hacia lo abstracto, producida en Guatemala, principios de la década del '50- una obra que ha de distinguirlo por su originalidad y fuerza expresiva, la obra postrimera, la que resume todas sus búsquedas y hallazgos, la que entraña en poderosa síntesis los postulados y direcciones estéticos que fueron su divisa, en fin, la que desarrolla su capacidad creativa a máxima potencia. Ahí hallaremos intuición e inteligencia cohesionadas en la libertad de la imaginación y en la destreza del oficio, dibujo y pintura inextricables, fundidos por la voluntad del estilo, ternura y humor, amable grotesco y poesía, la unidad del hombre y el niño desde el impulso de una mano trazadora, que devuelve al ser espectador la remembranza del aposento natural cuyos muros ilumina la mañana primera del arte.

20/IX/1979

PEDRO DE ORAÁ

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