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Discurso leído ante la Real Academia Española por Don Manuel Tamayo y Baus, en su recepción pública, el día 12 de junio de 1859

Manuel Tamayo y Baus

     Señores:

     Al presentarme ante la Real Academia Española, en ocasión que es y ha de ser, de toda mi vida pública, la más alta y solemne, en vano pido consejo a la fría razón, ayuda y fuerza a lo imperioso de las circunstancias. Dueños son de mi ánimo desapoderados afectos, que, lejos de calmarse a merced de la voluntad, reciben mayor ímpetu del mismo afán con que empeño en dominarlos. ¿Yo a vuestro lado, en este sitio? ¿Yo al igual de sabios y beneméritos? ¿Yo compañero de hombres en dilatada carrera gloriosamente encanecidos?

     Y si en el puesto que vengo a ocupar me figuro ver todavía al digno académico don Juan González Cabo-Reluz, un tiempo docto maestro de nuestra augusta soberana; teólogo y literato, por su ancianidad venerable, sagrado, por su carácter sacerdotal, ¿cómo no retroceder con miedo? ¿Cómo dudar de que no debí nunca poner la mira en cosa tan alta? Confiésolo ingenuamente. Me infundió temerarios alientos el no libre juicio de apasionados amigos que desde este recinto cariñosamente me llamaban a sí; en lo íntimo del corazón aguijoneábame tenaz deseo, nacido en mí con el amor de las letras; no fui poderoso a resistir la influencia de un siglo en que nadie sabe esperar, y di aturdido un paso de que muy luego había de arrepentirme, bien así como el que a ciegas acomete ilícita aventura, y, vuelto en su acuerdo, ve con dolor y pasmo cerrado para la huida el camino por donde llegó sin tropiezo a la culpa. Pero a vosotros, que pudisteis escarmentar mi osadía, ¿qué eficaz, qué hidalgo impulso os movió a superarla con vuestra benevolencia? Os dolía, como afables y compasivos, destruir ilusiones de mozo; y en cabeza de uno que os demandaba merced, determinasteis dar insigne testimonio de amor a cuantos rinden hoy fervoroso culto a las letras. Sabíais mi buen deseo, y como antes que acertar descreídos queréis errar confiando, vosotros hicisteis estímulo para quien nada vale de lo que fue a hombres ilustres apetecida recompensa. Fuerte obligación me imponéis, si ha de ajustarse mi gratitud a la grandeza del favor recibido. Mas no son, a Dios gracias, en mí los ánimos tan escasos como los merecimientos; y si debiendo duerme el mal pagador, al contrario, el hombre de bien, vela y paga.

     Conformes han estado, a fe, en cuanto acaba de deciros mis labios y mi corazón, jamás con la palabra supe hacer traición a mis sentimientos; ni ahora había de faltar a la verdad, cuando cabalmente sostenerla y aclamarla en una de sus manifestaciones ha de ser objeto de mi discurso.

     Deseoso de exponerme al riesgo menor ocupándome en el examen de cuestiones que no sean del todo nuevas para mí, voy, señores, a tratar de la verdad, considerada como fuente de belleza en la literatura dramática.

     Nadie habrá que niegue ser el hallazgo de lo verdadero, no sólo el fin más digno a que aspira nuestro entendimiento, sino también necesidad imperiosa a que obedece en todas sus operaciones. Ni toca más a la ciencia que inquirir y demostrar la verdad como hecho positivo, ni más que analizarla como pura abstracción a la filosofía, ni más que representarla como realidad sensible a las artes en general; bien que no todas cumplan de idéntico modo, ni con la misma amplitud, este fin. Pero aun cuando se conviniese en que de manera alguna pueden cumplirlo aquellas que, como la arquitectura y la música, no toman de lo real y verdadero sino elementos informes -de aquí no habría de deducirse que tampoco deban imitar a la naturaleza otras que de ella reciben formas hechas, digámoslo así, tales como la escultura, la pintura y la poesía. Y de la propia suerte que esta última se alza soberana de todas, en fuerza de ser la que, valida del omnímodo instrumento de la palabra, llega a la más precisa y amplia manifestación del mundo moral-, por igual causa, entre sus diferentes géneros, descuella victorioso el dramático. Primero canta la poesía los afectos del alma; narra después la varia fortuna del héroe; representa, al cabo, la persona íntegra y viva, pasando así de la lírica a la épica, y de la épica a la dramática, término y corona de sus afanes. Aquí bórrase y desaparece la personalidad del autor; libre aquí el ente imaginario del yugo de ajena voluntad, y en pleno goce de la suya, por sí obra, por sí habla, él solo se da a conocer; llegando en la representación escénica a tomar carne real y efectiva, con lo cual viene a ser instrumento del arte la naturaleza. Ved, pues, señores, lo que únicamente aspiro a demostrar: que esta criatura ficticia, para ser bella, ha de estar formada a imagen y semejanza de la criatura viviente.

     Si no a imitarla o reproducirla, ¿a qué otro objeto superior pudiera aspirar el ingenio? ¿Acaso a crear un nuevo mundo? Creador no hay más que Dios. Cierto que lo que especialmente distingue al hombre como ser inmortal y de celeste origen, es su eterno aspirar a otra vida mejor, móvil íntimo y secreto de sus entrañas, que sin término lo empuja hacia arriba; y de aquí su facultad innata de referir lo relativo a la absoluto, con cuya propensión jamás alcanzará en el campo de las realidades satisfacción completa. Pero este infinito más allá concebido por una esencia infinita, no es sino presentimiento y esperanza, tipo espiritual extraño a forma alguna, idea pura, en fin, incapaz de convertirse en imagen sensible. Si el humano en la tierra no encuentra puerto de descanso para su anhelo insaciable, confúndese al propio tiempo, y ante el espectáculo de la creación se anonada, hallándose impotente para imaginar cómo ésta podría ser más bella y sublime. A vista del sol, por ejemplo, y contemplando los extremos del amor paternal, la mente se remontará en busca de una belleza superior, pero sin representarse otro sol ni otro amor de padre más excelentes y hermosos. Sentimos esta inmutable propensión, justamente porque no está en lo posible realizarla, porque para concebir la idea absoluta de lo bello, verdadero y bueno, el alma no se figura una escala de seres fantásticos progresivamente más perfectos, sino que desde sí propia vuela inspirada hacia lo infinito, sin poder alcanzarlo nunca mientras permanece ligada a la tierra. Infundiendo el poema dramático, al modo que el espectáculo de la vida, esta misma aspiración, cumplirá su fin supremo; querer revestirla de formas postizas y contrahechas, será siempre sueño y delirio. ¿En qué obra inventó nunca el ingenio figura más admirable que el hombre como amigo, amante, esposo, padre, héroe o santo, animado de la alegría o del dolor, en cualquiera situación de la vida moral?

     Pero entiéndase bien que al hablar de realidad considero comprendidos juntamente en ella la materia y el espíritu, lo visible y lo invisible; apreciándola, no como esos seres degenerados hasta el punto de parecer criaturas intermedias del hombre y del bruto, sino tal como se muestra a los ojos del hombre en quien el bruto no haya dominado al ángel. Y no se olvide tampoco que el mundo y la esfera de la dramática son cosas del todo diferentes. A no poder representarse en la ficción escénica más que sucesos positivamente acaecidos, sin alterarlos de manera ninguna; si un personaje cualquiera no hubiese de poder hacer ni decir sino lo que hubiese hecho y dicho en la vida, ni hablar más que en prosa incorrecta como habla la gente, ni siquiera usar otro idioma que el suyo natural, el arte y la realidad serían lo mismo, o, antes bien, el primero no existiría. Nadie, al sustentar que debe ser verdadero, ha querido nunca dar a entender semejante absurdo. El arte, pues, no copia maquinalmente lo real: inventa lo verosímil, con libérrima acción.

     Ni todo lo que es verdad en el mundo cabe en el teatro. La ficción escénica, dejará de ser bella, y pecará, además, de falsa, cuando represente lo raro y lo no natural, la excepción y no la regla; en lugar de caracteres, caricaturas; monstruos, en lugar de hombres apasionados: cuando pinte con minuciosa exactitud, antes que los del alma, los movimientos de la carne, ahogando, por decirlo así, el espíritu en la materia; cuando, lejos de reproducir solamente lo más acendrado, esencial y poético de la naturaleza, tome de ella lo grosero, insubstancial y prosaico. Antes al contrario, el arte debe elegir con detenido examen, de entre los elementos que juntos y mezclados aparecen en la realidad, tan sólo aquellos que sean dignos de figurar en él; elementos cuya forma sensible despojará de rasgos imperfectos e inútiles, y de cuya invisible esencia reproducirá únicamente lo íntimo y precioso, a fin de que resplandezca a través de aquella forma, como luz atizada a través de fanal sin mancha ninguna. Crisol ha de ser en que el oro quede exento de escoria, abeja que extraiga la miel de las flores; cristal en cuyo foco, reconcentrados, abrasen los rayos del sol. Consistirá su mayor gloria en hacer ver la naturaleza por su lado más espiritual y significativo; en ofrecer al alma un espectáculo siempre sublime de sí misma en imágenes siempre claras y vigorosas, condensando y depurando la realidad, sin alterarla ni desfigurarla, amalgamando lo bello con lo verdadero. Pero vuelva la espalda a la madre que le dio el ser, buscando regiones soñadas, en que vagar suelto y sin traba alguna, y como hijo ingrato caminará por sendas de perdición. Imposible es que sobrepuje a la naturaleza con invenciones peregrinas; imposible que la embellezca falsificándola.

     ¿De qué modo habría de realizar un ser fantástico de mayor valía que el hombre? Infructuoso medio sería, para conseguirlo, representar, sin otra guía que la del capricho, personificaciones abstractas en lugar de personas reales, intentado elevar (como si dijéramos la raíz al cubo) el individuo particular a tipo indeterminado.

     ¿Debe, acaso, la dramática reputar feo y despreciable lo que la individualidad humana tiene de peculiar y característico? Antes al contrario, conforme va siendo mayor el desarrollo de la vida en los distintos objetos y seres de la creación, mayor es, como prueba de su valer, la diferencia que entre ellos existe. Poco se distingue un mineral de otro; más una planta de otra; más un bruto de otro bruto. Y por efecto del libre ejercicio de las potencias morales, cada hombre, en su modo de ser, difiere radicalmente de los demás. Vaciarlos a todos en un molde donde pierdan los rasgos constitutivos de su peculiar carácter, es empobrecerlos y darles condición de seres inferiores. No dejándose deslumbrar el poeta por la superficie engañosa y vana, sino entrañando en lo recóndito de las cosas, pinte en las figuras dramáticas hombres verdaderos, idénticos, a fuer de tales, en el ser, y diferentes en el modo: que así, por la varia forma de que estén revestidas, se mostrará cada una de ellas como sujeto particular, existente en época y pueblo dados, hombre o mujer, anciano o mozo, grande o pequeño, sintiendo y expresándose conforme a su índole corresponda; y al propio tiempo en todas, por razón de la esencia universal que las anime, se patentizará la persona humana, no determinada por tiempo, espacio, clase, condición, índole ni circunstancia ninguna. Dos amantes o dos avaros, por ejemplo, diferirán entre sí por los variados contornos y ricos matices que los caractericen como distintas individualidades apasionadas, manifestándose en ambos a la vez la pasión, inmutable en principio, del amor o de la avaricia. Con esto, en el personaje dramático aparecerán a un tiempo el individuo y el hombre, una persona y la humanidad entera. Aseméjase el alma a la luz, que, sin dejar de ser la misma, se ofrece en cada objeto con diferente color.

     Pero el tipo arbitrariamente realzado por el poeta (que no de otro modo pueden realizarse las abstracciones), adoptando por necesidad forma petrificada y única, con ella se reproduciría a cada hora sin discrepar en nada de su semejante, ni resaltar en el cuadro que lo contuviese, monótono como ejemplar por el daguerreotipo centuplicado; superficial, como pintura de lienzo bizantino, donde la masa de color, destituida de matices, no alcanza a mentir el bulto. Y en vano, ora rígidas e incoloras estatuas, figuras de linterna mágica a veces, cuándo aéreas visiones perdiéndose en las nubes, alternativamente grandes, sin profundidad, brillantes sin expresión, sentimentales sin ternura, en vano aspirarían a competir con la persona humana, gloriándose contra todo fuero y razón en puesto a ella sola debido. Mitos de imposible existencia, darán a entender que son motivos de ajeno impulso, a la manera que los muñecos de retablo. Abstracciones por el capricho animadas, no serán expresión activa, sino pasiva definición de sí propias; y en vez de exprimir espontáneamente los afectos, no harán sino explicarlos y analizarlos como si relataran síntomas de una dolencia: diciendo que sienten en vez de sentir, que son malas o buenas en vez de serlo. Ideas puestas en acción, será naturaleza simple la suya, incapaz de oscilar y moverse en distintas direcciones al vario impulso de móviles diferentes. En medio de las mayores catástrofes de la vida, insensible la gracia, cumplirá su destino de hacer reír; el amor no conocerá otro afecto ninguno; el honor sólo tendrá ojos y corazón para verse y adorarse a sí propio, y de esta suerte, tales ideas ni por asomo harán concebir de sí tan alto concepto como encarnadas en el hombre real y verdadero. ¡Oh, cuánto más que una fantástica personificación del heroísmo caminando sin interrupción ni estorbo a su fin, patentizaría la grandeza y excelsitud de las acciones heroicas el individuo que las realizase contrariado en su querer y poder, símbolo vivo de la lucha perenne que es ley constante de la humanidad!

     Mutilándola, señores, despojándola de sus flaquezas y miserias, tampoco se embellece la naturaleza humana.

     El cumplimiento del deber, la práctica de la virtud, el heroísmo, la abnegación, el dominio del espíritu sobre la materia, embelesan y admiran a título de costosísimas victorias alcanzadas contra adversarios poderosos. ¿Qué sería del varón ilustre, si al afirmar el imperio de la justicia o difundir los tesoros de la civilización, merced a su talento, a la energía de su carácter o al valor de su brazo, cumpliese esta obra sin vacilar ni temer, sin esfuerzo ni angustia? ¿Qué el sabio y el artífice, si las creaciones que aplaude y bendice uno y otro siglo emanasen de su ingenio al modo que la flor brota de la tierra y fluye del manantial el agua? ¿Qué el bueno, si nada le indujese al mal? ¿Qué el santo, si macerándose no padeciera y no sintiese tentación a qué resistir? ¿Qué el mismo Dios-Hombre, sin aquella flaqueza humana en que estriba el misterio de la redención, sin aquellas lágrimas derramadas al contemplar cercanos los tormentos de su pasión y muerte; sin aquella sed que fatiga su cuerpo, y aquel exclamar, descaecido su ánimo, cuando ya pende del madero divino: «Potente Heli, tu mano me desampara»? El hombre, porque lucha, merece, y es doblemente grande el alma por lo mismo que obra sus maravillas en cerrada en estrecha cárcel de barro. Viles instintos, implacables necesidades, pasiones terribles, hipócritas sentimientos contra ella emplean sin tregua, ya seductor halago, ya fuerza tenaz. ¿Y cómo pintar el vencimiento sin pintar la pelea? ¿Cómo enaltecer el uno, disminuyendo y paliando los efectos de la otra? La gloria del vencedor podrá tanto mejor apreciarse cuanto resalte más el encono y poder de sus enemigos. Por cierto, señores, que el personaje dramático no será bello sino cuando, como el hombre, esté compuesto de cuerpo y alma, y alternativamente vuele hacia lo alto y se incline hacia la tierra. Aquellas figuras que aspiren a ser puro espíritu, puro heroísmo, pura bondad, no serán espirituales, ni heroicas, ni buenas: con ínfulas de sobrenaturales valdrán mil veces menos que la naturaleza; sorprenderán acaso, no conmoverán nunca. Y no sólo no es dado al arte despojar al ser humano de sus flaquezas y miserias sin rebajarlo y empobrecerlo; pero tampoco suprimir del espectáculo de la vida, sin menoscabar su grandeza, los vicios y los crímenes, para no representar más que acciones magnánimas y virtudes.

     Lo feo y lo bello, así en los físico como en lo moral, recíprocamente se explican, se completan, se aquilatan: y cuanto en la realidad, son inseparables en el arte. Si el bien y el mal moran juntos sobre la tierra, ejerciéndose uno contra otro; si la exaltación del primero y el abatimiento del segundo son, por igual, triunfo de la justicia; si la naturaleza humana, por acto de libre albedrío y de la conciencia, en un sólo punto puede transformarse de todo en todo, ¿cómo separar en el arte cosas tan íntimamente enlazadas en la vida, proscribiéndose en él con la pintura de las deformidades del alma, a un tiempo la de sus mayores excelencias y perfecciones? La representación de lo malo, de igual suerte que la de lo bueno, será tanto más bella, artísticamente considerada, cuanto sea más verdadera, cuanto mejor alcance a producir en el ánimo del auditorio el propio efecto que la realidad misma le causaría.

     Vano sería también el intento de embellecer al hombre sujetando sus afectos a traza fija y medio convencional. Las pasiones deben desarrollarse en el drama con toda su natural variedad y vehemencia. Proteo de innúmeras formas, bajo una distinta se manifiesta la Pasión en cada individuo. Por motivo igual, éste llorará en brazos de blanda melancolía; quién será presa de horrenda desesperación; en uno, los afectos rugirán sordamente como remolinos de aire en cavidad profunda; en otro, prorrumpirán atronadores como torrente despeñado. Querer ajustar las pasiones a una sola medida, es querer que todos los hombres sean idénticos, que ninguno tenga carácter propio y exclusivo; y figura sin carácter, ya hemos visto que es un ente de razón inferior en mérito y belleza a la criatura real. Cuando todos los personajes dramáticos acertaran a contenerse en un mismo límite; cuando todos fuesen capaces de idéntica circunspección y mesura, ¿quién, que los viese a todos tan precavidos y sesudos habría de interesarse por ellos? ¿Quién dejaría de conocer que no eran hombres apasionados, sino máquinas, por cuyo medio, a sangre fría, hablaba de cuenta propia el poeta? Sistema tan fuera de todo razonable discurso daría por fruto la monotonía y amaneramiento que matan el arte.

     Primero que a historiar sucesos, tiende la escena a pintar las causas morales de que se originan; menos lo que hace el hombre, que el porqué y cómo lo hace. Y si nadie negó nunca al ingenio el derecho de representar las mayores catástrofes, ¿con qué pretexto, con qué asomo de lógica impedirle reproducir los afectos con la intensidad y energía necesarias para producir tan tremendos resultados?

     Ése, que, ciego de ambición, queriendo siempre más, corre desatinado a perderlo todo; ése que no logra saciar la ira, sino con sangre de sus hermanos; ése, a quien los celos inducen a destruir lo que más ama; ése, que por vivir en otro ser no halla hora ninguna libre de ansiedad y sobresalto y congoja; ése, que llora con lágrimas del corazón la ingratitud de un hijo; aquéllos, en fin, que, destrozadas por infortunios terribles sus entrañas, caen en la desesperación, y a los golpes del dolor vienen a perder el juicio y a veces la vida, aparezcan en la esfera del arte llegando por las mismas sendas que en la realidad, a tan lastimosos extremos. No se quiera pintar al apasionado como si no estuviera más que a medias, patentizando un absurdo desacuerdo entre lo extremado de la acción y lo moderado del móvil que le incite a consumarla. Cierto es que la pasión en el mayor grado nos priva de nuestra ordinaria manera de ser; pero también es cierto que nunca se ve mejor hasta lo íntimo de nuestras entrañas que cuando, ofuscada la razón, nos olvidamos del mundo y de nosotros mismos; fuera de que el teatro no considera sólo a la humanidad en pleno goce de sus facultades morales, sino también poseída de la ceguedad y la locura. ¿Serían tan hermosas las tormentas del corazón, amenguando el pavoroso fragor de sus truenos, el irresistible empuje de sus huracanes, el fuego devorador de sus rayos? ¿Quién señaló ni se atreverá nunca a señalar la pauta a que hayan de ajustarse los erráticos movimientos del alma, capaces de llevar al hombre, a manera de oleadas tumultuosas, ora a escollo de perdición, ora a puerto de eterna salud y vida? No vale más un corazón mermado que otro cabal: ni más que un espíritu con alas, otro sin ellas. Sentir con su cuenta y razón, es no sentir.

     Siempre, señores, siempre daría el resultado contrario cualquiera medio que en literatura dramática se emplease para sublimar la naturaleza, falsificándola; mientras que la verdad será siempre a la vez origen de belleza artística y de belleza moral.

     Sin ella, el arte, como corrompida hermosura, lejos de cautivar, ofende: para alcanzar laudo legítimo necesita deleitar aprovechando. Pero se equivoca si imagina tener obligación indeclinable y constante de probar el bien como por corolario matemático, y más aún si se empeña en definirle y sustentarle teóricamente, haciéndose expositivo, analítico y razonador. Nada tan estrambótico y fuera de quicio como el poema donde, para deducir, a todo trance, de la acción una máxima concreta, por fuerza se la encaminara a término diverso o contrario del suyo lógico y natural, falseando así la representación de la vida; donde, con resultado igual, se comentase y explicase la virtud, en vez de darla a conocer por sus actos, convertido el personaje escénico en declamador de oficio, para quien el público fuese único verdadero interlocutor. Sin carácter de parábola, sin demostrar silogísticamente un principio moral, es dado al arte ejercer saludable y poderoso influjo, despertando afectos nobles y generosos, puras y elevadas aspiraciones. Y yerra por extremo cuando fía a la lección teórica lo que debiera al ejemplo vivo; cuando se dirige a la razón para convencer, y no al corazón para hacer sentir; cuando olvida que no le toca moralizar doctrinando, sino conmoviendo.

     Lo que importa en la literatura dramática es, ante todo, proscribir de su dominio cualquier linaje de impureza capaz de manchar el alma de los espectadores, y empleando el mal únicamente como medio y el bien siempre como fin, dar a cada cual su verdadero colorido, con arreglo a los fallos de la conciencia y a las eternas leyes de la Suma Justicia. Santificar el honor que asesina, la liviandad que por todo atropella; representar como odiosas cadenas los dulces lazos de la familia; condenar a la sociedad por faltas del individuo; dar al suicida la palma de los mártires; proclamar derecho la rebeldía: someter el albedrío a la pasión; hacer camino del arrepentimiento el mismo de la culpa; negar a Dios, consecuencias son de adulterar, con el empleo de lo falso en la literatura dramática, ideas y sentimientos; crimen fecundo en daños infinitamente mayores que el de adulterar hechos en la historia. Con la verdad por guía, no le acontecerá al arte confundir el mal con el bien; y si en tales o cuales épocas a los ojos del vulgo suelen adquirir ciertos vicios y mentiras apariencia de virtudes y verdades, él, despojándolos del pérfido disfraz, los mostrará desenmascarados y al desnudo.

     Y puesto que la dramática debe ser verdadera en el fondo, cúmplele parecerlo también en la forma, lo mismo en la idea que en el signo que la exprese; juntamente en la manera de sentir y en el modo de hablar.

     Sin corrección, la lengua escrita será todo menos literatura, aunque hoy esto, como otras muchas cosas, se ponga en tela de juicio. Pero repárese bien que la corrección en manera ninguna determina la cualidad de verdadero o de falso en el lenguaje: con igual respeto a los fueros de la gramática, es dado hablar natural o afectada y ridículamente en las obras de ingenio. Tampoco la versificación implica ni supone trastorno fundamental en la índole y modos naturales de la expresión: y pruébalo el caber tanta propiedad en la poesía como en la prosa, y en ésta tanta afectación como en aquella. En ambas formas se manifiestan al par los vicios con que en épocas distintas suele el mal gusto adulterar y corromper el lenguaje. Uno de vosotros lo ha dicho: la poesía es ante todo verdad, y vive de la sinceridad de sentimiento y de expresión.

     Sometida la palabra a las leyes del número y la medida, adquiere mayor sonoridad y precisión, más grande eficacia, encantos indefinibles; viniendo a ser para ella la metrificación como preciosísimo cerco, dentro del cual, con pureza y vigor inusitados, brilla y resalta; mas no por esto pierde sus condiciones primitivas, no por esto cambia de naturaleza. Querer hacer consistir la poesía en tal o cual sistemático y arbitrario modo de expresión, téngase, no vacilo en asegurarlo, por lamentable extravío de la inteligencia.

     Aquí hallaremos el habla muy preciada de gran señora, muy grave y sesuda, cautiva en rígido manto de oro, acompasada en el andar por miedo de que se le caiga la corona; verémosla allí, invencionera y refinada cortesana, adulterar con mal simuladas formas postizas las suyas propias, cubrirse toda de afeites, lazos y pedrería, hacer sin tregua ostentación de peregrinos gestos y contorsiones; y en esotra parte parecerá visionaria dama, que, lacia, pálida y quejumbrosa, quiere aparentar que es alma del otro mundo y no toca a la tierra. Aburrimiento y fatiga causa contemplarla a toda hora tan ceremoniosa y enfática; hasta lo sumo complicada y reluciente, deslumbra y marca; hastía y empalaga de puro suave, emblemática y vaporosa. Pero bajo éstos y otros muchos aspectos de que suele indebidamente revestirse la falsa elocución, uno mismo es siempre su carácter principal y distintivo: conócese en el inmoderado empleo de tropos, figuras y amplificaciones, si no bien a bien, traídos por los cabellos para no llamar por su nombre ni expresar naturalmente las cosas; en discurrir por sendas extraviadas, en vez de seguir el camino derecho.

     De esta suerte, invertido el orden de la naturaleza, quiere el arte encajar a la fuerza en preestablecida forma convencional, como en lecho de Procusto, la expresión de las operaciones de la mente y los movimientos del corazón, haciendo así determinativa la manera de hablar de la de pensar y sentir, tomando por fin el medio, y el afecto por causa; de donde procede el culteranismo de todos tiempos y países, uno siempre en la esencia, bien que múltiple en sus manifestaciones. Y si en cualquiera género de la poesía merece vituperio la dicción amanerada y falsa, merécelo muy particularmente en el poema dramático. Aquí, donde juntos alternan todas las edades, condiciones y sentimientos; donde bajo todas sus fases se pinta la vida, y el hombre aparece de bulto, obrando, sintiendo y expresándose activamente como de veras, aquí, digo, cumple sólo su objeto y merece aplauso aquel lenguaje que, sencillo, claro y flexible, desnudo de artificio convencional y vana pompa, es apto para recorrer todos los tonos, para proporcionarse a todos los tamaños; y así como el viento la llama, ya suspira, ya truena; ora dóblase, ora de nuevo se levanta al vario impulso de los afectos, estimando siempre la fidelidad, norte de su virtud; el candor, principal origen de su belleza.

     ¡Oh, cuán necio el arte que se empeña en estar siempre de manifiesto en sus producciones, para ser no por ellas sino por sí mismo admirado! ¡Y cuán discreto y bien regido el que detrás de su hechura sabe esconderse para que así parezca fácil lo difícil; lo premeditado y artificial, natural y espontáneo! Vicio es en el primer caso, y como vicio, vanidoso; en el segundo, virtud, y a ley de tal, modesto y humilde.

     Fantasee tipos de belleza convencional, sujetándose a preceptos arbitrarios y caprichosos, y no logrará contentar más que al reducido círculo de eruditos de quien tales preceptos sean conocidos y sustentados. Mayor gloria, alcanzará el poeta dirigiéndose con sus obras a todo el mundo. El único tipo inmutable, y para todos inteligible de hermosura, reside en la naturaleza. La gran poética que ha de estudiar el autor dramático, escrita se halla en el corazón del hombre por mano de Dios.

     ¿Ni quién negará que uno de los principales méritos de este ramo de literatura estriba en hacer que la ilusión se apodere del auditorio, en interesarle y conmoverle, como pudiera lo cierto, con el espectáculo de lo fingido? Sin duda que en el teatro los espectadores deben tener ocasión de ejercitar la actividad del espíritu despreciando lo ridículo, tributando admiración a lo sublime, aborreciendo lo malo, amando lo bueno, poniéndose de parte de la justicia, y padeciendo por la humanidad.

     Para crear ficciones animadas del mismo jugo, espontaneidad y vida que lo verdadero, y capaces de impresionar tan hondamente al público, no basta el ejercicio de la imaginación sola: preciso es que el poeta sienta lo que imagine, que se ponga en situación, como vulgar y exactamente decimos, haciendo suyos todos los tiempos y países, todas las condiciones humanas, todos los dolores y alegrías que quiera pintar en su obra. No exprimirá bien afectos que no muevan su pecho; no logrará animar criaturas como las vivas, si entera no les infunde su propia alma.

     Descendamos ahora al terreno de la experiencia, y observaremos cómo lo verdadero ha sido siempre cualidad determinativa de lo bello, tanto en el arte moderno como en el antiguo, juntamente en el clásico y el romántico.

     ¿Qué había en el Olimpo gentilico? Deidades hechas por el hombre a su semejanza, con sus mismas necesidades y pasiones. ¿Qué en la tierra? Hombres en quien el alma, como si toda se hubiese empapado en el barro de su cárcel, no alcanzaba a funcionar sin el auxilio de los sentidos, subyugada y esclavizada por ello. Y dominando el cielo y la tierra, alzábase entonces en lugar ignorado una voluntad tan ciega y tan absurda que ni siquiera se conocía a sí propia. De este modo lo humano y lo divino confundíanse en una misma identidad de substancia, y el espíritu y la materia resultaban unidos en estrechísimo consorcio, originándose de aquí aquel reducir a su más grosera expresión todas las mociones internas del ánimo, y al par aquella fanática adoración del elemento que cae bajo el dominio de los sentidos. El dios adora hechizos de la carne; mérito es preferente en el varón la gentileza y gallardía; conquista, a precio de su hermosura, la vil ramera, un puesto en la sociedad; el Areópago, poseído de admiración, absuelve a la culpable que muestra a sus ojos en desnudez un cuerpo lleno de perfecciones. Y, por otra parte, condenado estaba el hombre a carecer de libertad individual, a ser absorbido por el Estado, a no conocer la familia, a no estimar la mujer sino como instrumento de deleite, a desarrollar su actividad entre las cuatro paredes del mundo exterior, descansando aplomo sobre la tierra. He aquí la civilización que fielmente retrata el drama pagano. Si sus héroes obedecen y no resuelven, llevados de la mano por la fatalidad, natural es que uniformes caminen en línea recta; si los sentimientos en ellos no se desplegan con la mayor vehemencia y variedad, repárese en que nacen de alma encadenada y rendida. Pero esto será bello tan sólo allí donde resplandezca natural, que falso y contrahecho no lo sería. Precisamente porque recibiendo inspiraciones del original y no de artificioso maniquí, pinta libre y desembarazado la vida humana, opino yo que el poema antiguo difiere menos del drama romántico que la moderna tragedia clásica, considerada ésta en su carácter más general y distintivo.

     La situación de ánimo de quien a deshora se encuentra matador de su padre, esposo de su madre, hermano de sus hijos, se manifestará en Edipo, antes como anatema lanzado por la razón, en vista del trastorno de un orden de cosas establecido, que, como espontáneo dolor del alma, como íntimo remordimiento de la conciencia; no podrá este personaje, ciego instrumento del destino, moverse y agitarse con todo el incierto y arrebatado giro de la existencia individual, ni patentizar con sus actos la moralidad proveniente de ver el hombre germinar y multiplicarse hasta lo infinito su culpa. Pero atentos a lo que por semejantes fatales causas no hace más que indicarse en Edipo, sin alcanzar exacto y completo desarrollo, contemplémosle rechazar con ira de inocente el horrible cargo que se le imputa; a medida que va apareciendo más claro su infortunio, empeñarse más en averiguarlo; acoger ansioso la menor esperanza; dudar de lo que no quiere creer; rendirse de pura fatiga a la evidencia, y anhelar el propio castigo; no atreverse ni a pronunciar el nombre de la infeliz en quien fue concebido y en quien él concibió; mirar con espanto a sus hijos; sublevarse impetuoso cuando se los quieren arrebatar; ser, en fin, humano y verdadero, y como tal patético y grande.

     En la forma de la expresión, aquella literatura dramática nos mostrará a cada paso inmensos tesoros de verdad. Inútil sería buscar allí estilo hinchado y vanidoso, porque allí siempre se habla con ingenuidad y candor. Oíd a Ifigenia:

     ¡Oh padre mío, apláquente mis lágrimas, única fuerza que poseo! Humildemente pongo a tus pies mi cuerpo, que para ti dio a luz esa que tienes a tu lado. No pretendas que muera antes de sazón. ¡Es tan hermoso ver la luz! No me obligues a conocer tan pronto los senos de la tierra. Yo fui quien primero te llamó padre, y a quien tú primero llamaste hija. Yo, la que por vez primera, sentada en tus rodillas, te hizo alegres caricias y recibió las tuyas. Preguntabas entonces: «¿Si llegaré a verte, hija mía, vivir contenta y bien lograda en la mansión de un esposo, como a mi gloria cumple?» Y respondía yo, pegada a tu rostro, que ahora acaricio con mis manos: «¿Y a mí me será dado, oh padre, verte gozar cuando seas viejo la dulce hospitalidad de mi albergue, y remunerar entonces la tierna solicitud que a mi niñez consagras?» De estas pláticas aun conservo la memoria; a ti se te olvidaron ya, y quieres matarme. ¡Ah, no hagas tal, por Pélope y por tu padre Atreo; por mi madre, que con tanto dolor me parió, y hoy pasa por mí las angustias de un nuevo alumbramiento! ¿Qué tengo que ver yo con las bodas de Paris y Elena? ¿Por qué han de ocasionar mi ruina? Padre, vuelve a mí los ojos; y si al fin nada han de poder mis súplicas, muéstrame tu cara y dame un beso, para que tan siquiera lleve al sepulcro esta prenda de tu cariño. ¡Oh hermano, menguadas son tus fuerzas para defender a nadie; mas llora conmigo; suplica a tu padre que no mate a tu hermana!

     Cierto que, de los tres grandes soberanos de la escena ateniense, es Eurípides el que más ahonda en el humano corazón, dando así a la palabra mayor tinte de sinceridad. Cuando Sócrates expira sosteniendo que el alma no puede morir, el poeta, su amigo, atrévese a los dioses; y si bien como alumbrado de indeciso fulgor, vacilando y cayendo, entraña en el mundo del espíritu más que su contemporáneo Sófocles, atento a conservar las tradiciones antiguas en toda su pureza, mucho más que su predecesor Esquilo. Y véase cómo por esto mismo es Eurípides corruptor del arte pagano.

     Luego, en Roma, trabada ya la lucha entre las dos civilizaciones, cristiana y gentílica, el vigoroso numen de Séneca, por instinto acaba de destruir el reposado y armonioso tipo de la belleza clásica en valentísimos poemas, donde, a vuelta de grandes errores, empiezan a traslucirse la energía, la actividad y el poder del alma regenerada, y con ello algunos de los caracteres que después habían de distinguir el drama romántico.

     Forzoso era que el arte antiguo y el moderno, expresiones distintas de diversos estados del espíritu, difiriesen entre sí, como con temples desiguales difieren los sonidos de una misma cuerda.

     Semejante es el antiguo a sereno lago contenido en cerco de flores, de poco profundas y al par muy cristalinas aguas; parécese el moderno al mar, nunca del todo quieto, sin valla que al parecer lo limite, negando a los ojos, no al alma, que presiente y adivina, el penetrar hasta su fondo en que de todas sus riquezas oculta lo más precioso y admirable: como el carro de Venus, aquél, deslizándose mansamente en región intermedia; éste, como el carro de Elías, que parte del cielo, toca en la tierra, y vuelve, despidiendo llamas, a confundirse en las alturas: el uno es bello, el otro es sublime.

     Ya de nuevo se ha dejado ver el Dios Increado, único, omnipotente, principio y fin de todas las cosas; ya su excelso Hijo, con el indecible sacrificio de su encarnación y su muerte, ha hecho patente el abismo que media entre el cielo y la tierra y entre una y otra naturaleza del hombre. Vuelve éste de su letargo, y a impulso de la voluntad y de la conciencia, muévese en opuestas direcciones, anda y deshace lo andado; lucha sin tregua consigo propio, y por una misma causa experimenta a la vez dos efectos contrarios; su espíritu valiente, sustrayéndose al yugo de los sentidos, con libertad discurre y por sí solo vive y funciona en los ilimitados ámbitos del mundo moral. Instintivamente se complace en el dolor que le purifica; la resignación es su mayor fortaleza; la abnegación, su mayor victoria. Vínculos indisolubles ligan los corazones; ideas y sentimientos desarróllanse con intensidad imponderable; el devaneo, la ilusión y el éxtasis son cebo irresistible del alma. Conoce, al fin, la criatura que la tierra no es su patria, que su destino es inmortal. Con la exaltación de la mujer al igual del hombre nace la familia, y en ella se reconcentra la actividad humana.

     Esta nueva civilización, esta nueva existencia, animarán la escena cristiana. Para figurar en ella dignamente no ha menester el personaje dramático ser monarca, príncipe o héroe: bástale ser hombre. En ella el honor será objeto del más fervoroso culto; el amor, tan poderoso como la muerte; cualquiera movimiento del ánimo, siempre grande y sublime; como vivos contrastes del espíritu y la materia, hallaremos aquí rostros feos ocultando corazones hermosos; el valor moral animando la flaqueza física; en cuerpo dolorido y turbado, alma satisfecha y gozosa; transformándose a cada momento aquí la persona humana, tan pronto ríe como llora; alternativamente osa y teme, alienta y desmaya, desconfía y espera; del despecho pasa a la resignación; del odio, a la piedad; de la culpa, al arrepentimiento; ve que la vida de los sentidos es sueño, y verdadera únicamente la vida del alma, y si ayer le dominaba el instinto brutal, hoy ya le alumbra y le guía divina inteligencia; cuándo, desde las elevadas regiones de la penitencia y la gracia cae precipitada, por la duda, en los infiernos; cuándo, desde los abismos de la corrupción y el pecado, en alas de la contrición, se levanta a la gloria.

     A esta oposición y contraste de los dos elementos constitutivos del ser racional, a esta acción combinada del libre albedrío y de la Providencia, a este arrebatado vuelo del alma hacia lo infinito, será estrecho el angosto cauce de la tragedia antigua, y necesario el ancho y abierto campo de la escena romántica. Así, el culto del verdadero Dios, no cabiendo en el reducido templo gentílico, hubo menester la espaciosa catedral con sus laberintos de naves y columnas, con las torres donde suenan misteriosas voces llamando a orar, con las agujas que se pierden entre las nubes del cielo.

     Crear este nuevo teatro, empresa fue de aquellos poetas sacerdotes de nuestra España, y de aquel vehementísimo inglés Shakespeare, ingenios dotados de tan ardorosa fantasía, corazón tan sensible y tan levantado espíritu, que no parece sino que adrede para sólo ello habían nacido.

     Otros insignes poetas de Francia, bien que cediendo, como no podía menos de suceder, al influjo de lo moderno, quisieron restablecer en sus poemas la forma clásica del arte pagano, atentos a evocar fantasmas de una civilización muerta. ¿Y qué sucedió? Como árbol indígena, prende vigoroso el drama romántico en la madre tierra, y cada vez con mayor pompa y lozanía se desarrolla al aire libre, fecundizado por el sol y las lluvias del cielo; como planta exótica, encerrada en estufa y alimenda de riego y calor artificiales, la tragedia clásica de día en día se agosta y descaece. Ni en Francia mismo conseguirá prevalecer; aferrada a este sistema, la Italia, con ser emporio del saber y las artes, carece todavía de un teatro nacional; en tanto que Alemania rindió culto a la misma escuela, su numen se arrastró insípido y lánguido por el suelo, alzándose después a las nubes vivificado con el ejemplo de Calderón y Shakespeare; salvo muy raras excepciones, la imitación de la Melpómene francesa esteriliza y prostituye la escena española: y no necesito deciros cómo recobra su antiguo esplendor, al punto que, recibiendo de rechazo el impulso que ella primero comunicó a la de otras naciones, y alentada por los consejos de un sabio que hoy tiene asiento en esta Academia, vuelve con nuevo calor y brío al sendero de donde nunca debió haberse apartado.

     Pues ved, señores, que el triunfar, siempre y en todas partes, de la forma clásica la romántica, está en ser la una más verdadera que la otra.

     Pero si todas las obras compuestas bajo sistemas y gustos y en épocas y pueblos distintos, se diferencian entre sí por lo que tienen de falsas y convencionales, todas llegan a identificarse en igual manera de ser cuando fielmente retratan la verdad. ¿Y quién negará que aquello en que todos los grandes poetas convienen debe ser lo bueno y lo que forma regla general, y, por el contrario, lo excepcional y lo malo aquello en que radicalmente se opongan y dividan? Clásicos y románticos, antiguos y modernos, españoles, ingleses, franceses, italianos y alemanes, caminan mal avenidos, volviéndose la espalda, cuando por lados contrarios huyen de la madre naturaleza; puestos en ella los ojos, van juntos por una misma senda como buenos amigos.

     Unas veces arrastrada de la pasión, otras por deliberado propósito, suele convertirse la crítica en sátira o panegírico, y juntamente alabar o deprimir defectos y bellezas, con lo cual se vician y confunden las más claras y universales nociones de lo bueno y lo malo en literatura, dando lugar a que el juicio del observador se pierda en oscuro laberinto. Pero es lo cierto que no hay obra humana perfecta, y que el mérito de los escritores no se mide por la frecuencia, sino por la magnitud de los aciertos, siendo de advertir que aun en los mismos errores puede manifestarse con magia seductora un gran ingenio peregrino, así como en acciones vituperables una gran cualidad moral: Shakespeare y Calderón, por ejemplo, bien que su vivífico numen resplandezca aun a través de las mayores imperfecciones, al modo que el sol al través de las nubes, son, quizá, los dos más defectuosos, y al par los dos más insignes dramáticos que han existido nunca. En ellos, y en cuantos ingenios se conocen, el sentido común reprueba lo falso y aplaude lo verdadero.

     Lauro hermoso de nuestros célebres poetas del siglo XVII es haber fundado un teatro universal en cuanto cristiano, y nacional en cuanto español; haber sabido pintar en él de más de la índole común a la humanidad en las sociedades modernas, el carácter peculiar del hijo de España. Templada está su sangre por el ardiente sol que le alumbra; mueve y dilata su alma el aspecto de la varia y deleitosa naturaleza que lo rodea; el pelear continuo le ha dado espíritu hazañoso y aventurero; el constante vencer arrogancia y soberbia; más y más se ha arraigado en su pecho el amor a Dios, al rey y la patria, arrostrando por ellos a cada hora la muerte durante ocho siglos; la mujer, en quien halló, tras el afán y los horrores del combate, descanso a su fatiga, sostén a su esfuerzo y dulce premio a sus hazañas, parécele ángel de paz y alegría, a cuyo servicio consagra todo el fuego de su corazón apasionado y generoso. De mostrarse este carácter en la ficción tal como es en la realidad, dimana su mérito y el que tanto nos interese y agrade. Mas ¿por qué, entre los poemas de Calderón, descuellan La vida es sueño y El alcalde de Zalamea, La estrella de Sevilla, entre los de Lope; entre los de Rojas, el García del Castañar, y El desdén con el desdén, entre los de Moreto? Porque estas obras son de aquellas en que el poeta, abandonando la rutina arbitraria y rompiendo moldes amanerados, no sólo pintó con verdad el espíritu de una civilización y el carácter de un pueblo, sino también la índole peculiar de la individualidad humana, el modo natural de sentir el hombre y de expresar los afectos que le conmueven. ¿Cuál la razón de que los villanos de Tirso estén reputados por modelos inimitables? Lo asombroso de su parecido con la realidad. ¿A qué debe atribuirse la mayor perfección, ya que no la mayor grandeza, del autor de La verdad sospechosa respecto de sus contemporáneos, a qué sino a la circunstancia de aparecer en el uno más a la continua que en los otros lo humano y verdadero?

     Recordad el mundo animado en la esfera del arte por el numen de Shakespeare. Allí la inagotable variedad de la naturaleza, distinguiéndose cada personaje entre los demás por una fisonomía propia; allí el humano sin enmiendas ni mutilaciones, causando al par lástima y admiración; allí los más ocultos móviles de la voluntad, las más impenetrables operaciones de la conciencia, los más hondos abismos de la mente y el corazón; allí lady Macbeth, Julieta, Desdémona, Shylock, Ricardo III, Macbeth, Otelo, Romeo, Hamlet, Lear, haciendo creer que un alma verdadera los vivifica; allí la humanidad retratada al vivo bajo todas sus fases en su actitud más imponente y expresiva; y ésta es la causa de que el nombre de Shakespeare llene los ámbitos de la tierra. Siendo intérprete feliz de los sentimientos heroicos y magnánimos, haciendo que la antigua Roma resucite para no volver a morir jamás, gana Corneille su gloria imperecedera, ¿Qué es lo que principalmente nos admira en Racine? El gran tesoro de verdad con que enriqueció sus gallardos poemas al representar los tormentos del amor culpable y la furia de los celos; la ternura y la abnegación de que la mujer es sólo capaz. Infunde Molière en sus personajes la espontánea viveza de la criatura realmente animada; logra que en ellos nos veamos a nosotros mismos con nuestros vicios, miserias y extravagancias, y por esto aplauden y aplaudirán siempre a Molière el sabio y el ignorante, pueblos y generaciones distintas. ¡Qué bien patentiza Schiller, en Wallenstein, al hombre que ama el bien y le huye, devorado de injusto anhelo insaciable, caminando a tiento en la vida por sendas mal seguras, con indecisa voluntad, mente supersticiosa y conciencia turbada! ¡Qué bien en María Estuardo la vanidad de la hermosa, la flaqueza y soberbia de la mujer, la majestad de la reina, el nuevo ser de la pecadora regenerada por el dolor, la unción y recogimiento del alma religiosa en el trance de la muerte! ¡Cuán admirablemente, en Guillermo Tell, la ruda cordialidad, la sencilla ternura y el rústico heroísmo! Al primer golpe de vista se conoce que este hombre no puede ser esclavo. En todos sus dramas pinta Schiller cuadros de singular perfección y hermosura con pinceles robados a la naturaleza, y de aquí el ser este maravilloso ingenio dueño y árbitro de los corazones. Obsérvese cómo, ciñéndose, quizá en demasía, a la más nimia y particular imitación de la realidad que tiene delante de los ojos, llega Moratín (que no es clásico, sino romántico, a pesar suyo), llega, digo, a crear una comedia, tal y tan buena, que nunca produjo, ni acaso producirá nunca, otra mejor el entendimiento humano. ¡Cómo están caracterizados los personajes todos de El sí de las niñas! Parécele a uno que el día menos pensado va a encontrárselos en el mundo de manos a boca semejantes nuestros en todo y por todo, dándose a conocer con la mayor naturalidad en lances ordinarios y cotidianos de la existencia, esclavizan nuestra atención, y ya nos hacen reír con el espectáculo de sus extravagancias, ya con el de su dolor nos afligen, ya con el ejemplo de sus virtudes nos inspiran el amor del bien, halagando dulcemente nuestras almas. El diálogo de Moratín, modelo de corrección y ternura y a la vez copia exactísima del corriente modo de hablar, será eternamente, por esta razón, asombro de los entendidos y desesperación de cuantos quieran imitarlo.

     Y hoy, señores, ¿qué triunfos no ha logrado el arte escénico pidiendo inspiraciones y modelos a la naturaleza? Maldecir de lo presente es común achaque de todos los tiempos: no creo yo incurrir en el vicio contrario estimando la escena contemporánea digna de grande admiración. Cierto que en ella se han cometido vituperables errores, haciéndola falsa a fuerza de querer hacerla verdadera, prostituyéndola y encenagándola con la representación de verdades groseras e impúdicas, ofensivas al buen gusto y a la moral, cuando no más propias de una sala de clínica que del teatro. Pero, en cambio, ¡cuántas y cuán notables bellezas no enaltecen hoy la literatura dramática, debidas al culto decidido y constante de la verdad! Y para hallar altos ejemplos que lo acrediten, ¿necesitaré, señores, salir de nuestra patria, ni siquiera de este recinto? A cualquier lado que me incline puedo coger llores lozanas que justifiquen mi propósito. Y, al hacerlo así, permitidme buscar también en lo moderno acendrados modelos de expresión verdadera, que siendo de cuantos me escuchan conocidos, alcancen por ello a confirmar con mayor prontitud y eficacia mi doctrina.

     ¡Cómo en Don Álvaro exaltan mi fantasía y conmueven mi corazón aquel placentero aguaducho del puente de Triana, aquella inquieta y alegre posada de Hornachuelos, aquel revuelto campamento de Italia, aquel tranquilo y majestuoso monasterio de Nuestra Señora de los Ángeles! ¡Oh, cuál lamento los dolores de este generoso Don Álvaro, todo pasión y fuego, nacido a grandes cosas y arrastrado siempre a la desdicha por la fuerza de su carácter! Cuando le veis precipitarse desde la roca al abismo, ¿no se os conturba el alma pensando si le aguardará la condenación eterna; y no os halaga la idea de que en un solo punto, al caer, puede haberle salvado el arrepentimiento? Así, el drama cristiano lleva la mente de la criatura al Criador, sin que jamás su desenlace se verifique en la tierra, sino en el cielo. ¡Con qué acierto expresa en este monólogo sus afectos Don Carlos de Vargas:

                     ¿Ha de morir, ¡qué rigor!,
tan bizarro militar?
Si no le puedo salvar
será eterno mi dolor.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
     Nunca vi tanta destreza
en las armas, y jamás
otra persona de más
arrogancia y gentileza.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
     Y de Calatrava el nombre
¿por qué así le horrorizó
cuando pronunciarlo oyó?
¿Qué hallará en él que le asombre?
     ¿Sabrá que está deshonrado?
¿Será un hidalgo andaluz?
     ¡Cielos, qué rayo de luz
sobre mí habéis derramado
     en este momento!... Sí.
¿Podrá ser éste el traidor,
de mi sangre deshonor,
el que a buscar vine aquí?
     ¿Y aún respira? No: ahora mismo,
a mis manos... ¿Dónde estoy?
¿Ciego a despeñarme voy
de la infamia en el abismo?
     A quien mi vida salvó
y que moribundo está,
¿matar inerme podrá
un caballero cual yo?
     ¿No puede falsa salir
mi sospecha? Sí... ¿Quién sabe?...
Pero, cielos, esta llave
todo me lo va a decir.
     Salid, caja misteriosa,
del destino urna fatal,
a quien con sudor mortal
toca mi mano medrosa.
     Me impide abrirte el temblor
que me causa el recelar
si en tu centro voy a hallar
los pedazos de mi honor.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
     Ya el legajo tengo aquí.
¿Qué tardo el sello en romper?
¡Oh cielos, qué voy a hacer!
¿Y la palabra que di?
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
     Nadie, nadie aquí lo ve.
¡Cielos, lo estoy viendo yo!
Mas si él mi vida salvó,
también la suya salvé.
     Y si es el infame indiano,
el seductor asesino,
¿no es bueno cualquier camino
por donde venga a mi mano?
     Rompo esta cubierta, sí,
pues nadie lo ha de saber.
     Mas, ¡cielos!, ¿qué voy a hacer?
¿Y la palabra que di?
     A Italia vine anhelando
mi honor manchado lavar,
¿y mi empresa ha de empezar
el honor amancillando?
     Queda, oh secreto, escondido,
si en este legajo estás;
que un medio infame jamás
lo usa el hombre bien nacido.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
                             Esta cajilla
que algún retrato contiene,
ni sello ni sobre tiene;
tiene sólo una aldabilla.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
     ¡Cielos!, no, no me engañe.
Ésta es mi hermana, Leonor
¿Para qué prueba mayor?
     Con la más clara encontré.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
     ¡Cuán feliz será mi suerte
si la venganza y castigo
sólo de un golpe consigo,
a los dos dando la muerte!
     Mas, ¡ah!, no me precipite
mi honra cielos, ofendida:
guardad a ese hombre la vida
para que yo se la quite.

     Ved, señores, ved en Isabel y Marsilla dos criaturas a quien no parece sino que Dios quiso destinar al amor,

                     Y para hacer la igualdad
de sus afectos cumplida,
les dio un alma en dos partida
y dijo: vivid y amad.

     Obstáculos insuperables separarán estas dos mitades de un mismo ser; pero en vano; que ellas tenderán constantemente la una hacia la otra, y ya que no en vida, se unirán en la muerte. Eres pobre, Marsilla; no importa; conquistarás riquezas: te ama otra mujer que es reina y hermosa; tú la desdeñarás: gimes cautivo; romperás, al fin, tu cautiverio. Ya llegas adonde mora tu Isabel. ¡Ay!, llegas tarde; Isabel es ya esposa de don Rodrigo. ¿Y qué: ni los ruegos, ni las lágrimas de tu padre alcanzan a contener el ímpetu del furor que te enloquece?

               -Desgraciado, ¿qué intentas?
                                                 -Con el crimen
aniquilar el crimen. Una vida
de Isabel me separa: que perezca.
-¡Hijo!
              -Perecerá.
                                -No.
                                        -Maldecido
mi nombre sea, si la sangre odiosa
de mi rival no vierto.
                                   -Es poderoso.
-Marsilla soy.
                       -Mil deudos le acompañan.
-Mi furia a mí.
                         -Respeto te merezca
el vínculo...
                     -Es sacrílego, es injusto.
-En presencia de Dios formado ha sido.
-Con mi presencia queda destruido.

     Y tú, desventurada Isabel, tú, cuya constancia no quebrantaron la dilatada ausencia, ni la tenaz voluntad de un padre, ni súplicas y rendimientos de un galán bizarro y poderoso, ni los celos, ni el anuncio de que es muerto el objeto adorado; tú, en quien solamente pudo vencer al amor la piedad filial ¿qué no padecerás cuando, casada ya con otro, sepas que te han engañado, que Marsilla vive, que está en Teruel? ¿Cuál no será tu asombra y despecho cuando Adel te diga que la pérfida rival, causa de tu horrible infortunio, se esconde en tu propia casa? Llévesela Adel que de ti la reclama para darle castigo; véngate: no haya piedad.

                     ...Sí, moro, salga
pronto de aquí: no le valga
el fuero del hospedaje.
     Como perseguida fiera
entró en mi casa; pues bien,
al cazador se la den,
que la mate donde quiera.
     Mostrarse de pecho blando
con ella, fuera rayar
en loca; voy a mandar
que la traigan arrastrando.
     Sean de mi furia jueces
cuantas pierdan lo que pierdo.
¡Jesús! ¡Cuando yo recuerdo
que hoy pude!... ¡Jesús mil veces!
     No le ha de valer el llanto,
ni el ser mujer, ni ser bella,
ni reina... ¡Si soy por ella
tan infeliz! ¡Tanto, tanto!
     Vamos a ver: tu señor
¿qué suplicio le impondrá?
-Una hoguera acabará
con su delincuente amor.
     -¡Su amor! ¡Amor desastrado!...
     ¡Pero es amor!
                              -¿Y es bastante
esa razón?...
                     -¡Es mi amante
tan digno de ser amado!
     Le vio, le debió querer
en viéndole. Y yo, que hacía
tanto que no le veía,
¡y ya no le puedo ver!
     Moro, la víctima niego
que me vienes a pedir.
Quiero yo hacerle sufrir
castigo mayor que el fuego.
     Ella con feroz encono
mi corazón desgarró:
me asesina el alma...; yo
la defiendo, la perdono.

     He aquí la prueba más eficaz de la doctrina que sostengo. ¡Qué energía en las palabras de Isabel, qué vida, cuánta belleza! ¡Cómo llegan al alma estos verdaderos afectos, esta natural expresión! Cuando en el teatro de una época dada se hallen rasgos tan Sublimes como el que acabo de citar, ¿quién osará decir que ese teatro está en decadencia?

     Y lo mismo que en el género dramático ha hecho en el cómico maravillas la musa contemporánea, teniendo a la verdad por amiga y compañera. Díganlo, si no, A Madrid me vuelvo y El hombre de mundo.

     En la primera de estas dos excelentes producciones logra el poeta retratar con tino y habilidad suma las costumbres lugareñas, mostrando que, así en la aldea como en la corte, el hombre es siempre el mismo, iguales sus extravíos y ruindades. El codicioso Don Baltasar y el engreído y zafio Don Esteban son figuras trasplantadas de la realidad al teatro, y dignas de Moratín y Molière. Uno y otro aceptarían por suyos estos rasgos de la comedia a que me refiero: tan llenos están de verdad y de gracia.

                     -¡Toma! ¿Y qué función de aldea
no se acaba a garrotazos?
Aquí ya nadie se altera
por semejante bicoca.
El año que no hay pendencia,
que sucede rara vez,
¡es tan insulsa la fiesta!
Gracias que no ha habido muertes,
como en julio, por la feria.
Estos hombres de la corte,
tanto como cacarean,
parece que no han vivido
entre gentes.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 
                       ...Mire usted: yo
soy caviloso en extremo,
y... Vamos; si me casara
con ella... Porque lo cierto
y lo seguro es que Carmen
tiene ya su quebradero
de cabeza. ¿No es así?
Y..., como dice el proverbio,
quien bien ama tarde olvida.
No haga el demonio que luego...
Lo que es la chica es muy guapa:
eso es otra cosa; pero...
¿qué quiere usted que le diga?
No es tanto, tanto mi afecto
que apechugue... Mire usted;
yo, por otra parte..., hablemos
claros, hacía una boda
muy desigual. Mis inmensos
caudales... Bien es verdad
que si me hallaba dispuesto
a casarme, yo soy franco,
era con el solo objeto
de no entrar en quintas, pues,
porque yo no tengo apego
a la milicia; y me bastan
los timbres de mis abuelos,
sin exponer mi pelleja
por adquirir otros nuevos.
En fin, cada uno se entiende.
Buenas noches, caballeros.

     En El hombre de mundo, donde, bajo la risueña máscara de Talía se esconde el austero semblante de la moral, todo es verosímil, todo profundamente humano: los accidentes de la fábula, los caracteres, los afectos, el lenguaje. Benita, la hija del cosechero de Arganda, suele morar en nuestras casas muy a menudo y con sus razones de pie de banco apurarnos la paciencia. ¿Qué os diré, del disipado Don Juan, a quien la ceguedad de la despreocupación impide ver el bien que toca? La creación de Don Luis nunca podrá ser con exceso alabada. No cabe pintar con más propio colorido al calavera que expía sus faltas temiendo de los demás lo que él les hizo padecer, viendo visiones en todas partes, receloso de su propia conciencia, y hallando en la experiencia del mal el mejor medio para vivir siempre engañado. ¿A quién no encanta oír al personaje escénico expresarse con esta sencilla y hermosa naturalidad:

                     Pues hazlo. Mira que es cosa
de que no tienes idea
lo que cautiva y recrea
el cariño de una esposa.
     Y no lo juzgues por ese
con que te tiene embaucado
la francesa; amor comprado,
por mucho que te interese;
     ni es tampoco aquel delirio,
aquella fiebre de amante,
abrasadora, incesante,
que más que gozo es martirio.
     Es fuego que da calor
al alma sin abrasar,
es conjunto singular
de la amistad y el amor.
     Huye de ti el egoísmo,
porque hay a tu lado un ser
que tu pena y tu placer
los siente como tú mismo.
     En vez de frivolidad
y de desprecio del mundo,
se despierta en ti un profundo
instinto de dignidad.
     Quieres merecer del hombre
respeto, aprecio, interés,
porque refleje después
en la que lleva tu nombre.
     Ese tu eterno viajar
por Francia, Italia, Inglaterra,
sin que haya un punto en la tierra
que alivie tu malestar,
     ¿Qué es sino cansancio, di?
¿Que es sino un vago deseo
de encontrar más digno empleo
a la vida que hay en ti?
     Pues esa eterna vagancia,
ese vivir volandero,
que te hace tan extranjero
en España como en Francia;
     la indiferencia fatal,
o el tedio, más bien, que sientes
     cuando ventilan las gentes
algún negocio formal...
     Todo eso, que yo he probado
cuando como tú vivía,
se borra, Juan, desde el día
en que te miras casado.
     Ya por el público bien
te afanas, y en ti rebosa
con el amor de tu esposa
el de tu patria también;
     y el alma y los ojos fijos
en su porvenir tendrás;
porque esa patria, dirás,
es la patria de mis hijos.
     En fin, Juan, el matrimonio
es origen, no lo dudes,
de las mayores virtudes
de la tierra. Y, ¡qué demonio!
     Mucho contra él se propala;
pero cuando todos dan
en casarse..., vamos, Juan,
no será cosa tan mala.

     Prolijo fuera citar todas las obras en que eminentes españoles de nuestros días han dado ejemplos de que en literatura dramática es la verdad principal origen y fundamento de lo bello. Hoy, como siempre, emularla constituye el más notable distintivo de los grandes poetas; por el contrario, lo falso es constante patrimonio de escritores pequeños y baladíes. Los primeros únicamente logran hallar esos concisos rasgos y felices expresiones que con tanta fuerza nos hieren, que nunca envejecen, y que se reputan maravilla del ingenio, sin otro mérito que el de parecer espontánea emanación de la naturaleza viva. Cuando le pregunten a Horacio qué había de hacer el último de sus hijos, viéndose acometido de los tres Curiacios, se necesita ser Corneille para contestar por su boca: «Morir.» Cuando exhorten a Macduff a vengarse de Macbeth, matador de su prole, se necesita ser Shakespeare para hacerle exclamar: «¡Ay, Macbeth no tiene hijos!» Cuando, irritado, Segismundo venza lo que se le pintó como imposible, arrojando a las olas a quien desafió su audacia, se necesita ser Calderón para arrancar este imponente grito a la humana soberbia:

                      Cayó del balcón al mar.
¡Vive Dios, que pudo ser!

     Pudo, ser, en efecto, que el hombre, por medio del arte, hiciese criaturas como él, inteligentes y apasionadas; como él, vivas. La ciencia, descubriendo los arcanos de la tierra y el aire, no es más grande que el arte cuando penetra en los misterios del alma, y los patentiza a los ojos de todo el mundo. Pero si se limita a vanas y caprichosas combinaciones, viviendo de la mentira, debajo de sus vistosos arreos no habrá más que el vacío. Si se hace cortesano del mal y lo agasaja y victorea, a la condición de falso unirá la de inicuo y abominable. Sólo cuando en él aparezcan hermanados, como gemelos cariñosos, lo bello, lo verdadero y lo bueno, será el arte noble deleite y eficaz motor de los corazones, enseñanza de los pueblos, compañero de la filosofía, hijo bien querido de la religión, digno empleo del espíritu que nos infundió el Hacedor Supremo, y que en su facultad creadora tiene segura prenda de inmortalidad.

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