Escena Primera
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El jardín del palacio de
Aranjuez.
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CARLOS. DOMINGO.
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DOMINGO.-
Pasaron los hermosos
días de Aranjuez, y Vuestra Alteza va a dejarnos sin
haber recobrado su alegría. De modo que en vano habremos
permanecido aquí. Romped vuestro enigmático
silencio, abrid vuestro corazón, Príncipe,
al corazon de un padre. Pagaría el Rey al más
alto precio la felicidad de su hijo, la felicidad de su hijo
único. (CARLOS silencioso fija la vista en el suelo.)
¿Puede existir por ventura algún deseo cuya realización
niegue el cielo al más querido de sus hijos? Junto
a vos me hallaba, junto a los muros de Toledo, cuando el
altivo Carlos recibió el homenaje de los príncipes
que se apresuraban a besarle la mano, y en una sola genuflexión,
en una sola, seis reinos se postraban a sus plantas. Allí
estaba yo, y vi colorearse su rostro de legítimo orgullo,
y alzarse su pecho henchido de magnánimas resoluciones,
y tender su mirada ébria y radiante de gozo a los
congregados; Príncipe, aquella mirada decía:
veo colmados mis deseos. (CARLOS vuelve la cabeza.) El grave
y solemne pesar que se lee en vuestro semblante, de ocho
meses acá, este enigma para toda la corte, este motivo
de angustia para el reino, costó ya al Rey algunas
noches penosas, y muchas lágrimas a vuestra madre.
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CARLOS.- (Volviéndose rápidamente.) Mi madre
¡Oh Dios! haz que yo perdone al que me la dio por madre. |
DOMINGO.-
Príncipe... |
CARLOS.-
(Reponiéndose
y pasando la mano por la frente.) He sido muy desgraciado
con mis diferentes madres, capellán. Mi primer acto,
al abrir los ojos a la luz, fue dar la muerte a la que me
había dado el ser. |
DOMINGO.-
¿Es posible, Príncipe,
que la conciencia os reproche semejante accidente? |
CARLOS.-
Y mi segunda madre ¿no me ha arrebatado después el
amor de mi padre? Apenas me amaba, y mi único mérito
consistía en ser su único hijo... Ella, le
da otro, ¡oh! ¡Quién sabe lo que se prepara en los
lejanos espacios del tiempo! |
DOMINGO.-
Acaso os chanceáis,
Príncipe... España entera idolatra a su soberana,
¿y sólo vos osaríais mirarla con ojos de hiena,
y sólo la desconfianza inspirará su aspecto
a vuestro corazón? ¿Cómo, príncipe?
La mujer más bella de este mundo, una reina, ayer
vuestra prometida, imposible, Príncipe, increíble,
nunca. Donde todos hallan motivo de adoración, ¿hallaría
el Príncipe motivo de aborrecimiento?... Cuidad, Alteza,
de que jamás advierta ella que desagrada a su hijo,
porque esta noticia la afligiría. |
CARLOS.-
¿Lo creéis
así? |
DOMINGO.-
Sin duda V. A. recuerda todavía
el torneo de Zaragoza, donde nuestro soberano fue herido
de un bote de lanza. La Reina presenciaba el combate desde
un balcón de palacio, sentada entre sus damas... Súbitamente
se oyó gritar: El Rey está herido... Todos
corren en tropel... Un murmullo confuso llega a oídos
de la Reina.- ¡La sangre del Príncipe! -exclama- e
intenta arrojarse de lo alto del balcón.- No,- le
responden.- ¡Es el Rey!... Entonces, -dice ella serenandose,-
que llamen a los médicos. (Pausa.) ¿Quedáis
pensativo? |
CARLOS.-
Me sorprende descubrir en el confesor
del Rey tanta ligereza, y oír de su boca el relato
de tan ingeniosas historias. (Con acento grave y sombrío.)
Siempre oí decir, sin embargo, que los que espían
los actos ajenos y refieren lo que ven, han causado al mundo
mayor número de males, que el veneno y el puñal
en manos del asesino. Podéis ahorraros este trabajo...
Si esperáis las gracias, acudid al Rey. |
DOMINGO.-
Obráis, Alteza, perfectamente mostrándoos circunspecto
con los hombres, pero aprended a distinguir entre ellos y
no rechacéis al amigo con el hipócrita; con
respecto a vos, la más sana intención me guía.
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CARLOS.-
En tal caso, que no la observe mi padre, pues de
otro modo, ¿qué sería de vuestro cardenalato?
|
DOMINGO.-
¡Cómo!... ¿Qué queréis decirme?
|
CARLOS.-
¡Qué!... ¿No os ha prometido el primer birrete
cuya provisión corresponda a España? |
DOMINGO.-
Príncipe, ¿os burláis de mí? |
CARLOS.-
Dios me libre de burlarme del hombre que puede, a voluntad,
condenar o prometer la salvación a mi padre. |
DOMINGO.-
No intentaré, Príncipe, penetrar el augusto
secreto de vuestra pena, mas sí ruego a V. A. que
advierta que la Iglesia ofrece a las conciencias perturbadas
asilo inviolable, aun para los mismos reyes, y donde los
crímenes quedan sepultados bajo el sello del sacramento.
Sabéis ya cuál es mi intención, y bastante
he dicho. |
CARLOS.-
No, lejos de mí la idea de exponer
al depositario a semejante tentación. |
DOMINGO.-
Príncipe,
esta desconfianza... Desconocéis a vuestro más
fiel servidor. |
CARLOS.-
Pues bien; no os ocupéis
más de mí. Sois un santo varón, el mundo
lo sabe; pero si he de hablar con franqueza, me parecéis
muy agobiado de trabajo. Para llegar al solio pontificio,
vuestro camino es muy largo, reverendo padre, y la mucha
ciencia podría seros embarazosa. Decídselo
al Rey, que os envía aquí. |
DOMINGO.-
¿Qué
me envía aquí? |
|
CARLOS.-
Lo he dicho ya. ¡Oh! Harto sé que la traición
me sigue en la corte; sé que cien ojos están
pagados para observarme: sé que el rey Felipe vendería
su hijo único al último de sus criados; que
cada sílaba que se sorprende en mis labios es pagada
a mayor precio del que obtuvo nunca una noble acción;
sé... ¡Silencio!... Ni una palabra más. Mi
corazón ansía explayarse y harto he dicho ya.
|
DOMINGO.-
El Rey ha decidido estar de vuelta en Madrid antes
de esta misma noche, y ya la corte se reúne... Tengo
el honor, Príncipe... |
CARLOS.-
Bien; ya os sigo.
(DOMINGO sale después de un momento de silencio.) -
Padre digno de piedad, ¡cuán digno de piedad es tu
hijo! Tu corazón mana sangre, mordido por envenenada
sospecha... Tu desdichada curiosidad te precipita en busca
del terrible descubrimiento, y cuando lo conozcas, te revolverás
furioso contra él. |
Escena II
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CARLOS. El MARQUÉS
DE POSA.
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CARLOS.-
¿Quién llega?... ¡Qué veo!
¡Oh! Mi buena suerte... Mi Rodrigo... |
MARQUÉS.-
¡Mi
Carlos! |
CARLOS.-
¿Es posible?... ¿Es verdad?... ¿Eres tú?...
¡Oh! Sí; eres tú. Te oprimo contra mi pecho,
y siento palpitar el tuyo con fuerza... Desde ahora va a
renacer la dicha, mi alma enferma halla su curación
en este abrazo... Descanso, al fin, en los brazos de mi Rodrigo...
|
MARQUÉS.-
¡Enferma!... ¿Enferma vuestra alma?...
¿Qué dicha es la que renace..., qué desventura
la que cesa?... Me sorprende vuestro lenguaje... |
CARLOS.-
¿Y quién te trae de Bruselas, en momento tan inesperado?...
¿A quién debo esta sorpresa..., a quién? Vuelvo
a preguntar... Perdóname, Providencia divina, perdona
esa blasfemia a la embriaguez de mi júbilo... Pues,
¿a quién puedo deberlo, sino a ti? ¡Dios de bondad!
Sabías que faltaba a Carlos un ángel y le envías
éste, y pregunto todavía. |
MARQUÉS.-
Perdón a mi vez, querido Príncipe, si respondo
consternado a tan ardientes arrebatos. No esperaba hallar
así al hijo de Felipe; extraño rubor inflama
vuestras mejilla...; febril movimiento agita vuestros labios.
No veo en vos al mancebo de corazón de león,
al cual me envía un pueblo oprimido pero heroico;
porque no es Rodrigo quien veis aquí, no es el compañero
de infancia de Carlos, sino el diputado de la humanidad entera,
quien os oprime entre sus brazos, y las provincias de Flandes
lloran sobre vuestro pecho, y os conjuran solemnemente para
que las libertéis. ¡Ay de esta querida comarca si
Alba, el atroz verdugo al servicio del fanatismo, se presenta
ante Bruselas armado de las leyes españolas! En el
glorioso nieto de Carlos quinto se funda la última
esperanza de estos nobles países; sucumbirán,
si su corazón generoso ha cesado de latir por la humanidad.
|
CARLOS.-
Pues sucumbirán. |
MARQUÉS.-
Desdichado
de mí... ¿Qué es lo que oigo? |
CARLOS.-
Hablas
de tiempos harto lejanos. También mi fantasía
se fingió un Carlos, cuyo rostro se inflamara al nombre
de libertad..., pero duerme sepultado, hace mucho tiempo.
No ves en tu presencia al que se despidió de ti en
Alcalá, que en su dulce embriaguez esperó ser
de España el creador de una nueva edad de oro... ¡Ah!
Pensamientos de niño, pero ¡cuán divinos!...
Estos sueños han pasado... |
MARQUÉS.-
¿Estos
sueños, Príncipe?... ¿No eran más que
sueños?... |
CARLOS.-
Déjame llorar, déjame
derramar sobre tu corazón lágrimas ardientes...
¡Oh! Mi único amigo..., a nadie poseo en este vasto
mundo, a nadie, a nadie... Por lejos que extiendan sus fronteras
los dominios de mi padre, por lejos que lleven nuestras naves
sus pabellones, no existe para mí un sitio, uno solo,
sino éste donde pueda dar rienda suelta a mis lágrimas.
¡Oh Rodrigo!... Por cuanto esperamos alcanzar un día
en el cielo, no me alejes de tu lado. (El MARQUÉS
se inclina hacia él, con muda emoción.) Figúrate
que soy un huérfano que recogiste al pie del trono,
llevado de la compasión... Ignoro que sea un padre:
soy un hijo de rey. ¡Ah!... Si es verdad, como me lo dice
mi corazón, que para comprenderme te hallaste entre
millones de hombres; si es verdad que la naturaleza ha reproducido
en mí tu semejante, y que en la aurora de la vida
las fibras delicadas de nuestras almas se movieron al mismo
impulso; si una lágrima que me alivia, es para ti
más preciosa que el favor de mi padre... |
MARQUÉS.-
¡Oh!... Más que el mundo entero... |
CARLOS.-
Tanto
he descendido, tan miserable es ahora mi condición,
que he de recordarte los primeros años de mi infancia
y la deuda por mucho tiempo olvidada que contrajiste conmigo
cuando vestías la blusa de marinero. Cuando fraternalmente
unidos, sentimos crecer al par nuestra impetuosa naturaleza,
otra pena no tenía que la de ver mi talento eclipsado
por el tuyo. Por fin, decidí amarte sin medida, no
sintiéndome con fuerzas para igualarte. Te importuné,
primero, con mis caricias y mi afecto de hermano: tu corazón
altivo las recibía con frialdad. ¡Cuántas veces,
sin que tú lo advirtieras jamás, veía,
junto a ti y con gruesas y ardientes lágrimas, cómo
abrazabas a otros niños de condición inferior!-
¿Por qué sólo a ellos?- ¡Exclamaba yo con tristeza!...
¿No siento yo la misma afección?... Pero tú,
tú te postrabas de hinojos con fría gravedad
delante de mí, y decías: Esto se debe al hijo
del Rey. |
MARQUÉS.-
¡Oh, Príncipe!... Haced
punto a estos relatos de la infancia que me llenan de confusión.
|
CARLOS.-
No había merecido esto de ti; podías
despreciar, rasgar mi corazón, pero no alejarle de
ti. Tres veces rechazaste al Príncipe, y otras tantas
acudió a implorar tu afecto y te forzó a aceptar
el suyo. Logró un accidente, lo que Carlos no había
logrado... Ocurrió un día en nuestros juegos,
que tu volante dio en el ojo de la Reina de Bohemia mi tía,
y como ella creyera que el golpe había sido premeditado,
quejose al Rey, deshecha en lágrimas. Todos los jóvenes
de Palacio fueron obligados a comparecer para denunciar al
culpable, a quien el Rey quería imponer ejemplar castigo,
aunque fuera su propio hijo. Yo te vi temblando en un rincón,
y entonces me adelanté, y me arrojé a los pies
del Rey... Yo soy, yo soy el culpable... Véngate en
tu hijo. |
MARQUÉS.-
¡Ah, Príncipe! ¿Qué
me recordáis? |
CARLOS.-
El Rey cumplió su palabra
en presencia de la corte, hondamente movida a compasión;
su Carlos fue castigado como un esclavo. Te miraba y no lloraba...;
rechinaban mis dientes de dolor, pero no lloraba; corría
mi sangre real, vergonzosamente vertida a fuerza de impíos
azotes, pero no lloraba. En esto, te acercas sollozando;
te arrojas a mis pies... ¡Sí, exclamas; venciste mi
orgullo!... Yo te recompensaré cuando serás
rey. |
MARQUÉS.-
Y lo haré, Carlos. (Le tiende
la mano.) El hombre renueva el juramento del niño,
y lo cumpliré; quizás ha llegado la hora.
|
CARLOS.-
Ahora, ahora; no se ha hecho esperar; ha llegado
ya, ha llegado el tiempo en que puedes pagar tu deuda. Necesito
una viva afección; horrible secreto devora mi alma,
y es fuerza aliviarme de él... Quiero leer mi sentencia
de muerte en tu pálido semblante... Escucha..., tiembla...,
mas no pronuncies una sola palabra... ¡Amo a mi madre! |
MARQUÉS.-
¡Oh, Dios mío! |
CARLOS.-
No; no quiero contemplaciones.
Habla; di que no existe una desgracia mayor en el ancho mundo...
Habla... Adivino cuánto puedes decir... El hijo ama
a su madre los principios sociales, el orden de la naturaleza,
las leyes de Roma, todo condena esta pasión. Mis deseos
lastiman hondamente los derechos de mi padre, lo siento...
pero amo. Esta senda sólo conduce a la locura o al
cadalso... Amo... Amo sin esperanza, criminalmente, con las
angustias de la muerte, a riesgo de mi vida; lo veo, pero
amo. |
MARQUÉS.-
¿Conoce la Reina esta pasión?
|
CARLOS.-
¿Podía descubrírsela? Es la esposa
de Felipe, es la Reina y nos hallamos en España...
Vigilada por los celos de mi padre, cercada por el ceremonial
de Palacio, ¿cómo aproximarme a ella sin testigos?
Ocho meses han trascurrido, ocho meses de infernales angustias,
desde el día en que el Rey me llamó aquí,
y me veo condenado a verla diariamente, mudo como un sepulcro.
Durante estos ocho meses de infierno, Rodrigo, desde que
este fuego devora mi alma, mil veces el terrible secreto
vagó por mis labios, y el terror y la vergüenza
lo han sepultado en mi corazón. ¡Ah, Rodrigo!... Un
instante..., sólo un instante con ella. |
MARQUÉS.-
¿Y vuestro padre, Príncipe? |
CARLOS.-
¡Desdichado!
¿Por qué me lo recuerdas? Háblame de todos
los terrores de la conciencia, pero no me hables de mi padre.
|
MARQUÉS.-
¿Le aborrecéis? |
CARLOS.-
No...
Oh, no; no aborrezco a mi padre, pero el terror y la ansiedad
del delincuente se apoderan de mí al oír este
nombre!.. No es mía la culpa, si mi educación
de esclavo sofocó en mi pecho el dulce germen del
amor. Seis años contaba cuando se ofreció a
mis ojos, por vez primera, el hombre temible que llaman mi
padre. Era una mañana en que acababa de firmar, una
tras otra, cuatro sentencias de muerte. Desde aquel día,
sólo volvía a verle siempre que me anunciaban
el castigo de algunos delitos... ¡Oh, Dios mío!...
Mi lenguaje amarga; dejemos este asunto. |
MARQUÉS.-
No, Príncipe; forzoso es que ahora me abráis
vuestro corazón; las palabras alivian el ánimo
gravemente oprimido... |
CARLOS.-
¡Cuántas veces, luchando
conmigo mismo mientras mis guardias dormían, caí
de hinojos y bañado en lágrimas ante la imagen
de la Virgen!... Suplicábala que me infundiera el
amor filial, pero me levantaba sin haber sido oído...
¡Ah, Rodrigo! Explícame este raro enigma de la Providencia:
¿Por qué entre mil, me concedió este padre?
Y a él ¿por qué le dio éste, entre mil
hijos mejores? No formó la naturaleza dos seres más
incompatibles. ¿Como pudo unir esos dos puntos extremos de
la raza humana, él y yo? ¿Cómo pudo imponernos
tan sagrado lazo? ¡Suerte espantosa! ¿Por qué ha acaecido
esto? ¿Por qué dos hombres que se evitan sin cesar,
se encuentran con horror impulsados por el mismo deseo? He
aquí, dos astros enemigos que en la carrera del tiempo
chocan una sola vez en su curso, se rompen en pedazos y se
alejan uno de otro por toda la eternidad. |
MARQUÉS.-
Presiento un instante desastroso. |
CARLOS.-
También
yo. Como las furias del abismo, me persiguen espantables
sueños, y mi espíritu lucha en el seno de la
duda con proyectos horribles. El fatal poder de la cavilación
me conduce por un laberinto de sofismas, hasta que al fin
detiene mis pasos, al borde del abismo entreabierto. ¡Oh,
Rodrigo!... Si un día olvidase que era mi padre, Rodrigo...
La palidez mortal de tu rostro me anuncia que me comprendes...
Si llegase a olvidar que era mi padre, qué sería
el Rey para mí? |
MARQUÉS.-
(Después de
un momento de silencio.) ¿Osar dirigir una súplica
a mi Carlos? Cualquiera que sea vuestro propósito,
prometedme que nada realizaréis sin vuestro amigo...
¿Me lo prometéis? |
CARLOS.-
Cuanto tu amistad me exija;
me arrojo sin reserva en tus brazos. |
MARQUÉS.-
Dicen
que el Rey vuelve a la capital; en Aranjuez podréis
hablar a la Reina, si tal es vuestro deseo. La tranquilidad
del sitio, y la mayor libertad que en el campo se goza, lo
favorecen. |
CARLOS.-
Esta era también mi esperanza,
pero por desgracia ha salido fallida. |
MARQUÉS.-
No
del todo, porque voy a presentarme a ella al instante. Si
en España es la misma que en la corte de Enrique,
hallará franqueado su corazón; ¿podré
leer en sus ojos alguna esperanza para Carlos?, ¿la encontraré
dispuesta a tal entrevista?, ¿podremos alejar de su lado
a las damas? |
CARLOS.-
Casi todas me son adictas y en particular
la de Mondéjar que me he atraído, protegiendo
a su hijo, que me sirve de paje. |
MARQUÉS.-
Tanto
mejor; quedaos cerca de aquí, Príncipe, para
salir a la primera señal que os haga. |
CARLOS.-
Sí,
sí; esto haré. Sólo te ruego que te
apresures. |
MARQUÉS.-
No perderé un solo instante;
Príncipe, hasta luego. (Ambos salen por opuesto lado.) |
Escena III
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|
La corte de la Reina en Aranjuez. Sitio campestre,
cruzado por un camino que conduce a la habitación
de la REINA.
|
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LA REINA, la DUQUESA DE OLIVARES, la PRINCESA
DE ÉBOLI, la MARQUESA DE MONDEJAR, llegan por el
camino.
|
LA REINA.-
(A la MARQUESA.) Marquesa, os deseo junto
a mí. La alegría de la Princesa me excita desde
esta mañana... Observad que apenas puede ocultar el
júbilo que le causa dejar el campo. |
PRINCESA.-
No
me es posible negar a la Reina que será para mí
un gran gozo ver de nuevo a Madrid. |
MONDÉJAR.-
¿No
siente lo mismo V. M.? ¿Tanta será la pena que le
cause salir de Aranjuez? |
REINA.-
Sentiré al menos
abandonar este bello sitio, porque me hallo en él
como en mi centro, y es para mí la morada predilecta.
Hallo aquí la naturaleza de mi tierra natal, que hizo
las delicias de mi juventud y los juegos de mi infancia,
y el ambiente de mi Francia querida. No me reprochéis
esta predilección; la patria tiene siempre mil atractivos
a nuestros ojos. |
PRINCESA.-
Pero ¡cuán solitario
es este lugar; qué aspecto tan triste y muerto! Se
diría que nos hallamos en la Trapa. |
REINA.-
A mí,
por el contrario, me parece muerto Madrid... Pero ¿qué
dice a esto la Duquesa? |
OLIVARES.-
Mi opinión es,
señora, que desde que hay reyes en España,
ha sido siempre costumbre pasar un mes aquí, otro
en el Pardo, y el invierno en la corte. |
REINA.-
Sí,
Duquesa, ya sabéis que con vos no discuto jamás.
|
MONDÉJAR.-
¡Y qué animación la de Madrid
muy en breve! Ya se ha dispuesto la Plaza Mayor para una
corrida de toros y se nos ha prometido un auto de fe. |
REINA.-
¡Prometido!... ¿Mi bondadosa amiga es la que habla así?
|
MONDÉJAR.-
¿Y por qué no?... Son herejes los
que vemos quemar... |
REINA.-
Supongo que la Princesa de Éboli
opina de otro modo. |
PRINCESA.-
¿Yo?... Ruego a V. M. que
no me tenga por menos buena cristiana que la Marquesa de
Mondéjar. |
REINA.-
¡Dios mío!... ¡Olvidaba
dónde me hallo!... Hablemos de otra cosa... Hablábamos,
según creo, del campo.... Este mes me ha parecido
extrordinariamente breve; esperaba divertirme mucho, mucho,
y no ha sido como esperaba... ¿Sucederá lo mismo con
cada esperanza? No puedo atinar, sin embargo, con el deseo
que no he visto satisfecho. |
OLIVARES.-
Princesa de Éboli,
no nos habéis dicho todavía si Gómez
puede esperar, ni si podremos saludaros como su prometida.
|
REINA.-
Mil gracias, Duquesa, por haberme recordado este
asunto. (A la PRINCESA.) Me han rogado que os hablara en
su favor, pero ¿cómo hacerlo si el hombre que quisiera
ceder en recompensa a mi cara Princesa de Éboli, debe
ser digno de ella? |
OLIVARES.-
Lo es, señora; es un
hombre respetable, conocido de nuestro augusto soberano,
y honrado con su favor. |
REINA.-
Lo cual hará, sin
duda, su felicidad... pero quisiéramos saber si es
capaz de amar y si merece ser amado... Princesa, os lo pregunto...
|
PRINCESA.-
(Permanece silenciosa y confusa, con los ojos
clavados en el suelo; por fin cae a los pies de la REINA.) ¡Oh Reina clemente! Tened piedad de mí, no me dejéis
en nombre del cielo; no permitáis que sea sacrificada...
|
REINA.-
¡Sacrificada!... Esto me basta: alzad. Penosa suerte
la de la mujer sacrificada; os creo; alzad... ¿Hace mucho
que rechazáis las ofertas del Conde? |
PRINCESA.-
(Levantándose.) Muchos meses; el príncipe Carlos se hallaba todavía
en la Universidad. |
REINA.-
(Sorprendida, y con mirada penetrante.)
¿Y habéis examinado los motivos que teníais
para hacerlo? |
PRINCESA.-
Esta unión no puede realizarse,
señora, no..., por mil motivos... |
REINA.-
(Con mucha
gravedad.) Más de uno es ya demasiado si no puede
agradaros... Basta para mí; no hablemos más
de ello... (A las otras damas.) Hoy no he visto todavía
a la Infanta, mi hija; Marquesa, traédmela... |
OLIVARES.-
(Mira su reloj.) No es la hora todavía, señora...
|
REINA.-
¿No es la hora de que se me permita ser madre?...
Triste cosa es; pero no olvidéis recordármelo
cuando suene la hora... |
|
(Un paje entra y habla en voz baja
a la de OLIVARES, que se acerca a la REINA.)
|
OLIVARES.-
Señora, el Marqués de Posa. |
REINA.-
¿De Posa?
|
OLIVARES.-
Llega de Francia y los Países-Bajos, y
solicita el favor de poner en manos de V. M. las cartas que
trae de la Reina madre. |
REINA.-
¿Es permitido esto? |
OLIVARES.-
(Reflexionando.) En mis instrucciones no se halla previsto
el caso particular de que un grande de España, llegado
de una corte extranjera, venga a presentar unas cartas a
la Reina en sus jardines. |
REINA.-
Quiero recibirle, pues,
a mi riesgo. |
OLIVARES.-
Pero V. M. permitirá que
me aleje durante la audiencia. |
REINA.-
Haced lo que gustéis,
Duquesa. |
Escena IV
|
|
La REINA. La PRINCESA. La de MONDÉJAR.
El MARQUÉS DE POSA.
|
REINA.-
Bien venido seáis,
caballero, a tierra de España... |
MARQUÉS.-
Jamás la llamé mi patria con más legítimo
orgullo... |
REINA.-
(A las dos damas.) El Marqués
de Posa que, en el torneo de Reims, rompió una lanza
con mi padre, e hizo triunfar por tres veces mi divisa. El
primer hombre de su nación que me dio a comprender
cuánta gloria alcanzaba con ser reina de España.
(Dirigiéndose al MARQUÉS.) Cuando nos vimos
por última vez en el Louvre, caballero, no presumisteis,
sin duda, que un día me veríais en Castilla.
|
MARQUÉS.-
No, señora; no presumí entonces
que Francia nos concediera lo único que podíamos
envidiarle. |
REINA.-
Orgulloso español, ¿lo único?,
¿y esto decís a una hija de la casa de Valois? |
MARQUÉS.-
Oso decirlo, señora, porque ahora sois nuestra. |
REINA.-
Dicen que vuestros viajes os han conducido a Francia... ¿Qué
me traéis de mi venerable madre y de mis queridos
hermanos? |
MARQUÉS.-
(Presentándole las cartas.)
Hallé enferma a vuestra madre, desligada de toda felicidad
terrena, si no es la de ver dichosa a su hija en el trono
español. |
REINA.-
¿No he de serlo a mi vez, sabiendo
que acompaña mi recuerdo a tan caros parientes? ¿No
han de hacerme dichosa tan dulces memorias? Habéis
visitado muchas capitales, caballero, habéis visto
muchos países y observado diversas costumbres, y dícenme,
sin embargo, que ahora resolvéis vivir para vos, en
vuestra patria, más feliz príncipe en vuestro
tranquilo palacio, que el rey Felipe en su trono... Hombre
libre... Filósofo... Dudo mucho que Madrid os complazca...
Se goza en Madrid de una tranquilidad... |
MARQUÉS.-
Dicha que no posee el resto de Europa. |
REINA.-
A lo que
se dice, pues por mi parte he perdido hasta el recuerdo de
lo que pasa en el mundo. (A la PRINCESA.) Me parece, Princesa,
que veo allí un jacinto... Hacedme el favor de traérmelo.
(La PRINCESA va a donde le indica la REINA; ésta,
en voz baja, al MARQUÉS.) O yo me engaño, caballero,
o vuestra llegada ha colmado de gozo a más de uno...
|
MARQUÉS.-
Hallé sumido en la tristeza a quien
una sola cosa podría alegrar en este mundo. (La Princesa
vuelve con la flor.) |
PRINCESA.-
Puesto que este caballero
visitó tantos países, forzosamente traerá
algo que contarnos digno de interés. |
MARQUÉS.-
Es sabido que uno de los deberes de los caballeros es buscar
las aventuras... El más sagrado de todos, defender
a las damas. |
MONDÉJAR.-
¿Contra los gigantes? En
el día no existen ya... |
MARQUÉS.-
La violencia
es siempre para el débil un gigante... |
REINA.-
Tiene
razón el Marqués; existen todavía los
gigantes, pero no existen ya los caballeros... |
MARQUÉS.-
Últimamente, a mi vuelta de Nápoles, fui
testigo de una conmovedora historia que hice mía como
legado de la amistad, y sino temiera fatigar a la Reina...
|
REINA.-
¿Podría titubear un instante? La Princesa
no rehúsa nada a su curiosidad, y por mi parte gusto
también de las aventuras. |
MARQUÉS.-
Dos nobles
familias de la Mirándola, fatigadas de su mútua
envidia y largas enemistades, que heredaron por algunos siglos
desde la época de los Güelfos y Gibelinos, resolvieron
hacer las paces para siempre, contrayendo lazos de parentesco.
Fernando, sobrino del poderoso Pedro, y la divina Matilde,
hija de Colonna, fueron los elegidos para formar el lazo
de esta unión. Nunca hasta entonces la naturaleza
había formado dos nobles corazones más propios
el uno para el otro, ni el mundo aplaudió jamás
elección más acertada. Fernando, sólo
por retrato había adorado a su amante; ¡cuánto
temía que la realidad desmintiera la copia! Porque
en su ardiente amor, apenas osaba creer que tal realidad
pudiese existir. Detenido por sus estudios en Padua... ¡Con
qué impaciencia esperaba el feliz momento de balbucear
al pie de Matilde la primera declaración de amor!
(Crece la atención de la REINA. El MARQUÉS,
después de breve pausa continúa su relato que
dirige a la PRINCESA de Éboli, en cuanto lo permite
la presencia de la REINA.) En esto enviuda Pedro. Con el
ardor de su pasada juventud, presta oídos a la fama
que celebra por donde quiera la belleza de Matilde; acude,
mira, ama, y esta nueva pasión sofoca en su ánimo
el débil acento del parentesco. El tío pide
la mano de la prometida de su sobrino y la lleva al altar.
|
REINA.-
¿Y qué hace Fernando? |
MARQUÉS.-
Ignorante
de tan terrible mudanza, vuela ebrio de impaciencia y en
alas del amor a la Mirándola; su veloz caballo llega
a la puerta de la ciudad ,entrada la noche. Hiere su oído
el rumor extraordinario del baile y la música, que
resuena en el iluminado palacio. Con paso vacilante y sobrecogido
de terror, vedle, desconocido de todos, en la sala de bodas,
donde entre alegres convidados, halla a Pedro junto a un
ángel de belleza; un ángel que Fernando conoce,
que no soñó jamás tan radiante de hermosura.
De una sola ojeada comprende cuánto era el valor de
lo que poseía, de lo que acaba de perder para siempre.
|
PRINCESA.-
¡Desgraciado! |
REINA.-
Así termina la
historia, caballero, así termina sin duda. |
MARQUÉS.-
No del todo. |
REINA.-
Habíais dicho que Fernando era
vuestro amigo. |
MARQUÉS.-
Y el más querido
de mi alma. |
PRINCESA.-
Continuad vuestro relato, caballero.
|
MARQUÉS.-
Es muy triste, y este recuerdo renueva
mi dolor; permitid que lo dé por terminado. (Silencio
general.) |
REINA.-
(A la PRINCESA.) ¿Me será permitido,
por fin, besar a mi hija?... Princesa, traédmela.
(La PRINCESA sale. El MARQUÉS hace una seña
a un paje que espera en el fondo y desaparece luego. La REINA
abre las cartas que el MARQUÉS le ha entregado, y
parece sorprendida; entre tanto el MARQUÉS habla en
voz baja y con precipitación a la MARQUESA DE MONDÉJAR.
La REINA después de haber leído las cartas,
dirige al MARQUÉS una mirada penetrante.) Nada nos
habéis dicho de Matilde; tal vez ignora cuánto
padece Fernando. |
MARQUÉS.-
Nadie ha sondeado aún
el corazón de Matilde... Un alma grande sufre en silencio.
|
REINA.-
¿Por qué miráis en torno vuestro?...
¿Qué buscáis? |
MARQUÉS.-
Estaba pensando
cuán dichoso sería en mi lugar, alguien que
no me atrevo a nombraros. |
REINA.-
¿Quién tiene la
culpa? |
MARQUÉS.-
(Con viveza.) ¡Cómo!... ¿Puedo
interpretar estas palabras conforme a mi deseo?... ¿Sería
perdonada su presencia en este instante? |
REINA.-
(Sobresaltada.)
¡En este instante... Marqués..., en este instante!...
¿Qué queréis decirme? |
MARQUÉS.-
Osaría
esperar..., osaría esperar... |
REINA.-
(Con sobresalto
creciente.) Me asustáis, Marqués... Él
no intentará... |
MARQUÉS.-
Vedle aquí.
|
Escena V
|
|
La REINA. CARLOS.
|
|
(El MARQUÉS DE POSA
y la MARQUESA DE MONDÉJAR se retiran hacia el fondo.)
|
CARLOS.-
(Arrojándose a los pies de la REINA.) Llegó
por fin el instante de que Carlos se atreva a estrechar esta
mano querida. |
REINA.-
¡Qué paso habéis dado!...
¡Qué temeraria y culpable sorpresa! Alzad; nos miran;
muy cerca de mí se halla mi séquito. |
CARLOS.-
No me levantaré; quiero permanecer eternamente de
hinojos, y por arte de encantamiento echar raíces
en esta posición. |
REINA.-
¡Insensato!.. ¡A qué
osadía os conduce mi indulgencia!... ¡Cómo...
Ignoráis que este lenguaje temerario se dirige a una
Reina, a una madre; ignoráis que yo misma debo decir
al Rey... |
CARLOS.-
¿Y que yo he de morir? Arrástrenme
de aquí para el cadalso. ¡Un momento de dicha en el
paraíso no se paga con la vida! |
REINA.-
¿Y vuestra
Reina? |
CARLOS.-
(Se levanta.) ¡Dios mío!... Me retiro...
Os dejo... Debo hacerlo, puesto que lo exigís... ¡Madre
mía! ¡Madre mía! ¡Cómo jugáis
conmigo! De una seña, de una mirada, de una palabra
de vuestros labios depende mi vida o mi muerte... ¿Qué
más puede ocurrir? ¿Qué habrá bajo el
sol para sacrificar a vuestro amor, si así lo deseáis?
|
REINA.-
¡Salid! |
CARLOS.-
¡Oh, Dios! |
REINA.-
Es lo único
que os pido con llanto en los ojos; salid, antes que mis
damas, mis carceleros me sorprendan con vos, y lleven la
noticia a oídos del Rey... |
CARLOS.-
Aguardo mi destino,
ya sea la vida, ya la muerte. ¿Pues qué?... ¿Habré
concentrado todas mis esperanzas en este único instante
para que infundado temor me arrebate la realización
de mi intento? No, Reina. Cien vueltas, mil vueltas puede
dar el mundo sobre su eje, antes que la suerte me conceda
de nuevo este favor. |
REINA.-
Que por toda la eternidad no
debe repetirse... ¡Desdichado! ¿Qué pretendéis
de mí? |
CARLOS.-
¡Oh, Reina!... Pongo a Dios por testigo
que he luchado, he luchado como ningún otro mortal.
Y ¡en vano, Reina!... Cae aniquilada mi heroica fortaleza:
sucumbo. |
REINA.-
Ni una palabra más... en nombre
de mi esposo. |
CARLOS.-
A la faz del mundo me pertenecíais;
dos grandes reinos me concedían vuestro mano; el cielo
y la tierra consentían nuestra unión, y Felipe,
Felipe os arrebata de mis brazos. |
REINA.-
Es vuestro padre.
|
CARLOS.-
Es vuestro esposo. |
REINA.-
Él os concederá
por herencia el mayor imperio del mundo. |
CARLOS.-
Y a vos
por madre. |
REINA.-
¡Dios mío... Deliráis!
|
CARLOS.-
¿Conoce al menos el valor del tesoro que posee?...
¿Posee un corazón capaz de apreciar el vuestro? No
quiero lamentarme. No; quiero olvidar la inefable dicha que
hubiera gustado con vos, si él al menos es dichoso.
Pero no lo es; no lo es. He aquí la causa de mi infernal
tormento. No lo es, ni lo será jamás... Me
han arrebatado mi paraíso para anonadarlo en los brazos
de Felipe. |
REINA.-
¡Horrible idea! |
CARLOS.-
¡Ah! Sé
quién ha realizado esta unión; sé cómo
puede amar Felipe y cómo ha intentado hacerse amar...
¿Qué representáis en este reino?... Oid...
¿Sois regente? No... Si lo fuerais, ¿cómo el Duque
podría cometer sus crímenes?... ¿Cómo
Flandes pagaría con sangre sus creencias?¿Sois la
esposa de Felipe? Imposible; no puedo creerlo. La esposa
posee el corazón del esposo, y ¿a quién pertenece
el suyo? Si en un acceso de fiebre se siente enternecido,
¿acaso no pide perdón de ello a su cetro y a sus canas?
|
REINA.-
¿Y quién os ha dicho que unida a Felipe,
mi suerte sea digna de compasión? |
CARLOS.-
Mi corazón,
que siente enajenado cuánto junto a vos sería
digno de envidia. |
REINA.-
¡Joven presuntuoso! Si el mío
me dijera lo contrario; si la respetuosa ternura de Felipe,
y el mudo lenguaje de su amor, me conmovieran más
que la voz temeraria de su orgulloso hijo; si la reflexiva
estima de un anciano... |
CARLOS.-
Esto es otra cosa... En
este caso perdonadme. Ignoraba, señora, que amarais
al Rey. |
REINA.-
Honrarle es mi deber y mi satisfacción.
|
CARLOS.-
Vos no habéis amado nunca. |
REINA.-
No amo
ya... |
CARLOS.-
Porque así lo ordenan vuestro corazón
y vuestro juramento. |
REINA.-
Dejadme, Príncipe, y
no entabléis otra vez semejantes conversaciones.
|
CARLOS.-
Porque así lo ordenan vuestro corazón
y vuestro juramento. |
REINA.-
Decid mi deber... ¡Desgraciado!
¿Por qué intentar el triste examen de una suerte,
a la cual ambos debemos resignarnos... |
CARLOS.-
Ambos debemos...,
ambos debemos. |
REINA.-
¡Cómo!... ¿Qué significa
este tono solemne? |
CARLOS.-
Que Carlos no se resigna a abdicar
su voluntad en aras del deber; que Carlos no se resigna a
ser el hombre más desgraciado de su reino, cuando
bastaría un trastorno en las leyes para que fuera
el más feliz. |
REINA.-
¿Os habré comprendido?...
¿Esperáis todavía? ¿Os atrevéis a esperar,
cuando todo, todo se ha perdido? |
CARLOS.-
Nada doy por perdido
sino los muertos... |
REINA.-
Esperáis... de mí...,
de vuestra madre? (Clava en él la mirada largo rato
y con dignidad.) ¿Y porqué no? ¡Oh! El Rey nuevamente
elegido puede hacer más todavía; puede destruir
con el fuego las disposiciones de su predecesor, y derribar
sus retratos; puede... ¿Quién se lo impediría?...
Arrancar al reposo del Escorial el esqueleto del muerto,
arrastrarlo a la faz del sol, aventar sus profanadas cenizas,
y en fin, para terminar dignamente... |
CARLOS.-
¡Por el cielo!
No acabéis... |
REINA.-
Y en fin, casarse con su madre!...
|
CARLOS.-
¡Hijo maldito! (Queda un momento inmóvil
y en silencio.) Todo terminó, desde ahora; todo terminó;
veo con claridad y evidencia lo que debía ignorar
para siempre. Os he perdido, perdido, perdido para siempre.
Mi suerte está echada... Os he perdido... Esta idea
es para mí un infierno... Sois de otro...; aquí
está el infierno... ¡Oh desdicha!... ¡No puedo soportarla
y mis nervios van a estallar! |
REINA.-
¡Oh!... ¡Querido Carlos,
digno de piedad! ¡Siento en mí el dolor inefable que
ruge en vuestro pecho! Dolor infinito, como vuestro amor;
infinita será también la gloria de vencerlo.
Conquistadla, joven héroe. El premio de tan rudo,
de tan noble combate, es digno de quien guarda en su ánimo
la virtud de tan esclarecidos progenitores. ¡Valor, noble
Príncipe! El nieto de Carlos quinto comienza su valerosa
lucha, en el punto en que los hijos de los hombres sucumben
a la fatiga. |
CARLOS.-
¡Es tarde, Dios mío!... Es
tarde! |
REINA.-
¿Tarde para ser hombre?... ¡Oh, Carlos...
¡Cuán grande es nuestra fortaleza, cuando rompe el
propio corazón con sus fuerzas! La providencia os
colocó muy alto, por encima, Príncipe! de millones
de semejantes vuestros, y en su parcialidad por su predilecto,
le concedió lo que a otros tomaba, y millones de hombres
se preguntan: ¿Merecía acaso éste, ser más
que nosotros desde el seno de su madre? Id y justificad esta
predilección del cielo, haciéndoos digno de
marchar a la cabeza del mundo; sacrificad lo que nadie sacrificaría.
|
CARLOS.-
¿Y acaso lo puedo? Para conquistaros, me sentiría
con fuerzas de gigante, y me faltan para perderos. |
REINA.-
Confesad, Carlos, que la arrogancia, la amargura y el orgullo
excitan en parte los deseos que con exaltación os
impulsan hacia vuestra madre. El amor, este corazón
que pródigo me sacrificáis, se deben a los
reinos que gobernaréis un día. Ved como disipáis
los bienes confiados a vuestra protección. El amor
es vuestro primer deber. Hasta ahora, se extravió
hacia vuestra madre; guiadle de nuevo hacia vuestros futuros
reinos, y suceda a los tormentos de la conciencia, el placer
de asemejarse a los dioses. Isabel fue vuestro primer amor;
sea España el segundo; cedo a esta sagrada afección.
|
CARLOS.-
(Dominado por su emoción, se arroja a sus
pies.) ¡Cuán grande sois, celeste criatura! ¡Oh!
Sí; quiero hacer cuanto deseáis..., quiero
que sea así... (Se levanta.) En manos de Dios todopoderoso...
os juro... Oh, cielo!... Os juro un eterno..., no eterno
olvido, pero sí eterno silencio. |
REINA.-
¡Cómo
podría exigir de Carlos lo que yo misma no podría
cumplir!... |
MARQUÉS.-
(Llegando.) ¡El rey! |
REINA.-
¡Dios mío! |
MARQUÉS.-
Huid, Príncipe,
huid de este sitio. |
REINA.-
Sus sospechas son terribles,
y si os ve... |
CARLOS.-
Me quedo. |
REINA.-
¡Quién
será la víctima entonces! |
CARLOS.-
(Cogiendo
del brazo al MARQUÉS.) Vamos; vamos; ven... (Se va
y vuelve otra vez.) ¿Qué puedo llevarme conmigo?
|
REINA.-
¡La amistad de vuestra madre! |
CARLOS.-
¡La amistad
de mi madre! |
REINA.-
Y las lágrimas de los Países-Bajos.
|
|
(Le entrega algunas cartas. CARLOS y el MARQUÉS se
van. La REINA busca sus damas con ademán inquieto.
En el punto en que va a retirarse, sale el REY.)
|
Escena
VI
|
|
El REY. La REINA. El DUQUE DE ALBA. El CONDE DE
LERMA. DOMINGO. Damas y Caballeros que se detienen en
el fondo.
|
REY.-
(Mira en torno suyo con sorpresa y guarda
silencio breve rato.) ¿Sola, señora?... ¿Ni una sola
dama en vuestra compañía? Me sorprende. ¿Dónde
están vuestras damas? |
REINA.-
¡Querido esposo! |
REY.-
¿Por qué sola? (A su séquito.) Han de pagarme
cara la negligencia... ¿Quién se hallaba de servicio
con la Reina?... ¿Quién debía permanecer hoy
a su lado? |
REINA.-
No os irritéis, señor;
soy yo la culpable, pues que por mi orden ha salido de aquí
la Princesa de Éboli... |
REY.-
¿Por mandato vuestro?
|
REINA.-
Para que llamara la camarera, deseosa como estaba
de ver a la Infanta. |
REY.-
¿Y por qué se ha alejado
al propio tiempo todo vuestro séquito? Lo que me decís
disculpa a la primera, ¿pero dónde se hallaba la segunda
dama de honor? |
MONDÉJAR.-
(Que durante este diálogo
ha llegado, y se ha confundido con los demas; se adelanta.)
Señor, soy culpable... |
REY.-
Diez años os
concedo para que lo penséis lejos de Madrid. |
|
(La MARQUESA
se retira llorando. Silencio general. Todos miran con sorpresa
a la REINA.)
|
REINA.-
Marquesa, ¿por quién lloráis?
(Al REY.) Señor, si he cometido una falta, la corona
de este reino, que nunca codicié, debiera preservarme
de una afrenta. ¿Existe en este país ley alguna que
obligue a comparecer ante la justicia a las hijas de sangre
real? ¿Sólo la sujeción guarda a las mujeres
en España, y un testigo ocular es mejor salvaguardia
que su propia virtud? Ahora excusadme, señor, si no
estoy acostumbrada a que se despidan de mí con lágrimas
en los ojos, las que con gusto me han servido... Marquesa
de Mondéjar (toma su cinturón y lo entrega
a la MARQUESA) , habéis disgustado al Rey, pero no
a mí; aceptad este presente como recuerdo de mi favor,
y desde este momento... abandonad el reino... Sólo
en España se os dirá culpable; en mi querida
Francia todos se complacerán en enjugar tales lágrimas.
¡Oh! Sin duda es fuerza recordármela siempre. (Se
apoya en la de OLIVARES y oculta su rostro.) En mi querida
Francia no pasaba esto. |
REY.-
(Algo conmovido.) ¿Un reproche
de mi amor puede afligiros de tal modo? ¡Una sola palabra
que puso en mis labios la más tierna solicitud! (Dirigiéndose
a los grandes.) Ved en torno mío a los vasallos de
mi trono; decid si nunca se rinden mis ojos al sueño
antes de examinar qué ocurre en el corazón
de mis pueblos, en las más apartadas regiones. ¿Y
habré de cuidar más de mi trono que de la esposa
de mi corazón? Mi espada y el Duque de Alba responden
de mis pueblos, pero sólo estos ojos me responden
del amor de mi esposa. |
REINA.-
Señor, si os he ofendido!...
|
REY.-
Soy llamado el hombre más rico del orbe cristiano,
el sol no se pone en mis dominios. Pero cuanto poseo, otro
lo poseyó antes que yo y otros lo poseerán
después; cuanto pertenece al Rey, lo debe a la fortuna,
pero Isabel es de Felipe, y por este lado soy mortal. |
REINA.-
¿Teméis, señor?... |
REY.-
No temo todavía
mis canas. Si empezara a temer, cesaría de temer.
(Dirigiéndose a los grandes.) Cuento los grandes de
mi reino... Falta el primero. ¿Dónde está Carlos,
mi hijo? (Nadie contesta.) El joven Carlos empieza a causarme
alguna inquietud. Desde que llegó de Alcalá,
evita mi presencia; su sangre es ardiente; ¿por qué
fría su mirada y solemne su aspecto? Fijad en él
vuestra atención; os lo recomiendo. |
ALBA.-
Cuido
de él. Mientras lata mi corazón bajo este peto,
Felipe puede dormir tranquilo; del modo que el ángel
de Dios a la puerta del Paraíso, vela el Duque de
Alba al pie del trono. |
LERMA.-
No sé si deba contradecir,
bien que humildemente, al Rey más cuerdo que ha existido
jamás, pero venero demasiado la majestad de mi Rey
para juzgar a su hijo con tal prontitud y rigor. Algo temo
de la sangre ardiente de Carlos, pero nada de su corazón.
|
REY.-
Conde de Lerma, vuestro lenguaje lisonjea al padre,
pero el Duque defiende al Rey. No se hable más de
este asunto. (Dirigiéndose a su séquito.) Ahora
vuelvo apresuradamente a Madrid, donde me llaman mis deberes
de soberano. El contagio de la herejía invade mis
pueblos y cunde la rebelión en los Países-Bajos;
el tiempo apremia. Un castigo ejemplar y terrible debe convertir
a los extraviados, y mañana cumpliré el gran
juramento que prestaron todos los reyes de la cristiandad.
La sangrienta ejecución será sin ejemplo; convoco
solemnemente a presenciarla a toda la corte. |
|
(Se lleva a
la REINA. Los demás le siguen.)
|
Escena IX
|
|
CARLOS. El MARQUÉS.
|
CARLOS.-
Te he comprendido y te doy las gracias pero sólo
la presencia de un tercero excusa este respeto. ¿No somos
dos hermanos? Deseo que desde ahora cese entre nosotros esta
comedia de la jerarquía. Figúrate que nos hemos
encontrado en un baile de máscaras, tú disfrazado
de esclavo, yo envuelto por capricho en un manto de púrpura.
Mientras dura la farsa, respetémosla con cómica
gravedad, por no llamar la atención de la aturdida
muchedumbre, pero a través de su disfraz, Carlos te
hace una seña, le estrechas la mano, y nos comprendemos.
|
MARQUÉS.-
¡Sueño fascinador!... ¿No se disipará
jamás? ¿Mi Carlos está bastante seguro de sí
mismo para arrostrar las seducciones de su ilimitada soberanía?
Porque debo recordaros que llegará para vos momento
solemne en que esta alma heroica será sometida a duras
pruebas!... Muere Felipe, y hereda Carlos el más vasto
imperio de la cristiandad, un espacio inmenso le separa de
los mortales. Ayer hombre, hoy dios. No tiene ya ninguna
flaqueza. Los deberes eternos callan ante él. La humanidad
que resuena como una gran palabra en su oído, vendiéndose
al ídolo, se arrastra a sus plantas. Se extingue su
compasión y se enerva su virtud en brazos de la voluptuosidad.
El Perú le envía oro para sus locuras, y la
corte pone demonios a su servicio. Duérmese embriagado
bajo el cielo que sus esclavos han tendido hábilmente
sobre su cabeza, y dura su divinidad lo que su sueño.
¡Ay del insensato que movido a compasión le despierte!...
¿Qué hará Rodrigo? La amistad es sincera y
audaz; la majestad debilitada no soporta su terrible claridad
como no soportaréis la arrogancia del ciudadano, tampoco
yo el orgullo del Príncipe. |
|
CARLOS.-
Tu pintura
del monarca es exacta y terrible; sí..., te creo...,
pero sólo la voluptuosidad abre la puerta al vicio.
Tengo veinte y tres años y soy puro. Cuántos
millares de seres han disipado locamente en orgías,
la mejor parte de la inteligencia, la fuerza viril, lo he
conservado para el futuro soberano, y si las mujeres no pudieron,
¿quién podrá arrojarte de mi corazón?
|
MARQUÉS.-
¿Y podría amaros profundamente,
Carlos, si debiese temeros? |
CARLOS.-
Nunca llegará
este caso. ¿Tienes necesidad de mí? ¿Sientes alguna
pasión de las que mendigan junto al trono? ¿Puede
seducirte el oro cuando eres más rico como vasallo,
que no lo seré yo nunca como rey? ¿Codicias honores,
si joven áun te he visto colmado de ellos y los desdeñaste?...
¿Quién de ambos será el acreedor o el deudor?...
Callas; ¿tiemblas ante esta prueba?... ¿Estás seguro
de ti mismo? |
MARQUÉS.-
Pues bien; cedo; he aquí
mi mano. |
CARLOS.-
Mía es. |
MARQUÉS.-
Para
siempre, en el más lato sentido de la palabra. |
CARLOS.-
¡Tan fiel y ardiente para el futuro rey, como hoy para el
Príncipe!... |
MARQUÉS.-
Os lo juro... |
CARLOS.-
Si la sierpe de la lisonja se enrosca a mi corazón
indefenso; si estos ojos olvidan las lágrimas en otro
tiempo vertidas; si mi oído se cierra a la queja,
intrépido custodio de mi virtud, ¿acudirás
a fortalecerme, a recordar a mi genio su nombre venerando?
|
MARQUÉS.-
Sí. |
CARLOS.-
Una súplica
aún; trátame de tú; envidié siempre
a tus iguales este privilegio de la confianza, y esta palabra
fraternal hechiza mi corazón y mi oído con
el dulce sentimiento de la igualdad. Supongo lo que vas a
decir; esto para ti es una bagatela, mas para mí,
hijo de rey, es mucho. ¿Quieres ser mi hermano? |
MARQUÉS.-
Tu hermano. |
CARLOS.-
Ahora ya no temo nada en Palacio; mi
brazo en el tuyo desafío a mi siglo. |