Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


100

No he mencionado en el texto, porque no viene al caso, la locura de amor, aspecto particular de la locura humana. Este tema tiene grandioso desarrollo en el Orlando Furioso, de Ariosto (1615), y en España adquiere características especiales en la vida y en la literatura de Lope de Vega: Belardo el Furioso y toda la larga lista de obras lopescas que desarrollan el tema de la locura por celos y que culminan en la Dorotea. Quien desee ampliar los conocimientos acerca del Encomium Moriae y el Quijote, y temas afines en la España del siglo XVI, debe consultar la breve pero docta monografía de Antonio Vilanova Erasmo y Cervantes (Barcelona, 1949).



 

101

Un primer asedio al problema que enfoco aquí lo representa mi ensayo «Don Quijote o la vida como obra de arte», Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 242 (febrero 1970), que recojo parcialmente, y adobo, en las páginas que siguen.



 

102

El quijotismo de Julien Sorel es evidente, y ha sido puntualizado más de una vez; por eso me interesa transcribir la siguiente cita del crítico francés Alphonse Thibaudet: « Obra inmensa, que su época no comprendió y que no halló su público y su eco hasta veinte años después; su virus infuso aun hoy no está agotado.» ¡Con cuánta más razón se puede decir lo mismo del originador de la epidemia: don Quijote de la Mancha! Sólo que el paciente don Quijote tuvo que esperar más de doscientos años para tener descendencia digna de su nombre.



 

103

Jorge Luis Borges, «Análisis del último capítulo del Quijote», Revista de la Universidad de Buenos Aires, Quinta Época, I (1956), 36.



 

104

Desde luego que apenas si puedo mencionar tan apasionante tema, que puso en el tablero europeo a lo mejor de la España intelectual, así como lo mejor de la España bélica llevaba ya décadas en efectiva ocupación del mismo tablero. Consulte el lector el bien documentado libro del historiador norteamericano Garrett Mattingly, Renaissance Diplomacy (Boston, 1955), parte III, donde verá el alcance inmenso de las innovaciones de Fernando el Católico a la timorosa diplomacia de los Estados italianos.



 

105

El tono de objetividad que da a sus Comentarios no termina de ocultar la vanidad de Carlos al dictarlos, en la cúspide, como estaba, después de su victoria sobre la Liga de Schmalkalden, lo que se confirma por sus silencios deliberados. Con innato sentido crítico -y con la objetividad que se suele adjudicar a éste-, Carlos V desmonta ante nuestros ojos la obra de arte que constituyó su vida. El curioso lector debe consultar la interesantísima publicación de Manuel Fernández Álvarez Carlos V. Memorias (Madrid, 1960).



 

106

Hay una extrañísima afinidad entre Carlos V y don Quijote de la Mancha; el emperador se preocupa por «los historiadores que [en el futuro] escribieren cómo en mis tiempos...», y don Quijote, ya en su primera salida, como hemos visto, piensa «en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere...» (I, II). Quizá todo esto se pueda empezar a explicar por el hecho de que Cervantes nació en 1547, año de la gran victoria imperial en Mühlberg, en el cenit de las victorias imperiales, y hasta el año de 1580 en que volvió a España vivió una vida de activa lucha contra el turco, como Carlos V, y no como Felipe II, rey de España al regreso del futuro novelista, que vivía arrebujado en su monasterio de El Escorial.



 

107

El lector bien puede repasar lo ya dicho más arriba, y refrescarse la memoria de esta manera.



 

108

No es casualidad ninguna, sino producto de la misma preocupación ambiental, el hecho de que para los mismos años que Cervantes daba tratamiento artístico al tema de la voluntad, nuestro gran jesuita Francisco Suárez, el doctor eximius, le daba largo tratamiento especulativo en sus Disputationes Metaphysicae (1597), en particular en la disputatio XIX.



 

109

La admiración de Schopenhauer por la obra cervantina en su conjunto fue ilimitada. En Parerga und Paralipomena (1851), su última gran obra filosófica, copia a todo lo largo un hermoso soneto de August Wilhelm von Schlegel, dedicado a la Numancia, de Cervantes, con el título de Kopfstimme (Voz de la Cabeza), y lo adiciona con versos propios que tituló Bruststimme (Voz del Corazón).



 

110

Lástima grande que André Gide fuese un extremista vital y estético. Lo primero lo atestigua, entre otras muchas cosas, L’Inmoraliste (1902); lo segundo, el hecho de que llegó a opinar que Los hermanos Karamazov, de Dostoievski, era la mejor novela del mundo. El propio Dostoievski ya se había encargado de desmentir por anticipado el extremismo estético de Gide en el texto de su Diario de un escritor, que campea como lema al frente de estas páginas.



 

111

Como el tema es de subido interés, y me tengo que quedar en su superficie, creo cumplir con mi obligación al indicar al lector la existencia de un gran artículo de Joseph E. Gillet, «The Autonomous Character in Spanish and European Literature», Hispanic Review, XXIV (1956), 179-90.



 

112

Acerca del metamorfoseado tópico de enviar salud quien no la tenía, por estar enfermo de amor -don Quijote no tiene libertad por estar atrapado en las redes del amor de Dulcinea-, puede consultar el lector las notas a mi edición de La Galatea, I (Madrid, 1961), 170-71.



 

113

Viene bien a cuento recordar algo del prólogo de las Novelas ejemplares (1613): «Heles dado el nombre de ejemplares, y si bien lo miras, no hay ninguna de quien no se pueda sacar un ejemplo provechoso y si no fuera por no alargar este sujeto, quizá te mostrara el sabroso y honesto fruto que se podría sacar, así de todas juntas, como de cada una de por sí. Mi intento ha sido poner en la plaza de nuestra república una mesa de trucos, donde cada uno pueda llegar a entretenerse sin daños de barras: digo, sin daño del alma ni del cuerpo, por que los ejercicios honestos y agradables antes aprovechan que dañan.» Tocado en clave mucho más solemne el tema llegó a adquirir las grandiosas proporciones de lo que don Américo Castro denominó la «muerte post errorem»: Anselmo, en el Curioso impertinente (Quijote, I, XXXI); Carrizales, en El celoso extremeño; ver Américo Castro, El pensamiento de Cervantes, nueva edición ampliada (Barcelona, 1972), capítulo III, «El error y la armonía como temas literarios».



 

114

Desde el lema de este libro ya hemos visto cómo Dostoievski definía al Quijote como «la ironía más amarga que puede expresar el hombre». Aunque yo prefiero subrayar, en vez de la amargura de la ironía cervantina, su simpatía cordial, que libera y enaltece. Por ello es que para Pío Baroja el descubrimiento del humorismo lo hizo Cervantes, y en consecuencia éste no fue un producto del genio anglosajón, como quiso Taine; ver la primera parte de La caverna del humorismo (1919).



 

115

Ya he aludido a la ironía como característica de profundo arraigo en el estilo cervantino (supra); ahora creo conveniente anotar que también se ha visto a la ironía como factor diferencial de don Quijote en cuanto héroe, frente a los héroes épicos, trágicos y cómicos, según sostuvo el poeta inglés W. H. Auden en su gran ensayo «The Ironic Hero: Some Reflections on Don Quixote» (1949).



 

116

El pretendido viaje es tan corto, dada la distancia actual de la Sierra Morena a la aldea de Dulcinea, que don Quijote tiene que recurrir a la intervención de encantadores para explicárselo: «¿Sabes de qué estoy maravillado, Sancho? De que me parece que fuiste y veniste por los aires, pues poco más de tres días has tardado en ir y venir desde aquí al Toboso, habiendo de aquí allá más de treinta leguas; por lo cual me doy a entender que aquel sabio nigromante que tiene cuenta con mis cosas y es mi amigo (porque por fuerza le hay, y le ha de haber, so pena de que yo no sería buen caballero andante); digo que éste tal te debió de ayudar a caminar, sin que tú lo sintieses» (I, XXXI). El mundo creado por la lesionada imaginativa de don Quijote tiene, está visto, todos los elementos del mundo literario de la caballeresca, ejemplo muy importante que añadir a los otros que estudié en el capítulo anterior, con referencia a su locura y los encantadores.



 

117

Son muchísimos los textos de San Juan de Ávila que se vienen a los puntos de la pluma para ilustrar lo antecedente. Escojo sólo el siguiente, con el que comienza el sermón Amarás al Señor Dios tuyo. Domingo XVII después de Pentecostés. En un velo de monja:

Dice el glorioso doctor San Agustín no muy fuera de este propósito: «Danos, Señor, lo que tú mandares, y manda lo que quisieres.» Mándanos, Señor, que te amemos, danos tú tu amor, y manda lo que tú quisieres, que, si mucho mandas, con tu amor mucho podremos. Y si es ansí que para las cosas muy fáciles hemos menester gracia e ayuda especial de Dios, cuánto más será menester para alcanzar cosa tan alta como es amar a Dios, y no como quiera, sino como las palabras del tema lo significan.





 

118

Como no encuentro forma ni tiempo para meterme en estas tan interesantes materias, nuevamente doy por cumplida mi obligación si apunto al lector en la dirección más provechosa, en este caso el admirable libro, ya citado, de Marcel Bataillon Erasmo y España, segunda ed. (México, 1966), págs. 754-56, y la bibliografía allí contenida, que omite, sin embargo, el artículo de Leo Spitzer «No me mueve, mi Dios...», Nueva Revista de Filología Hispánica, VI (1953), 608-17.



 

119

No puedo aguantarme, y citaré un texto más de tan sinuoso poeta, que resume el encuentro verbal entre don Quijote y su escudero que he analizado en las páginas precedentes: «Both read the Bible day and night, / But thou read’st black where I read white», The Everlantig Gospel (1794). No es del todo ocioso recordar que en su época William Blake fue considerado demente.



 

120

La locura de Cardenio es, en consecuencia, de tradición literaria. En el propio centro de su epopeya Ariosto coloca estas declaraciones capitales acerca de la demencia de Orlando: «Chi mette il piè su l’amorosa pania, / cerchi ritrarlo, e non v’inveschi l’ale; / che non è in somma amor, se non insania, / a giudizio de’ Savi universale. / E se ben come Orlando ognun non smania, / suo furor mostra a qualch’altro segnale. / E quale è di pazzi segni più espresso / che, per altri voler, perder se stesso? // Varii gli effetti son; ma la pazzia è tutt’una però, che li fa uscire. / Gli è come una gran selva, ove la via / conviene a forza, a chi vi va, fallire. / Chi su, chi giù, chi qua, chi là, travia. / Per concludere in somma, io vi vo’ dire: / a chi in amor s’invecchia, oltr’ogni pena / si convengono i ceppi e la catena. // Ben mi si potria dir: -Frate, tu vai / l’altrui mostrando, e non vedi il tuo fallo. - / Io vi risponde che comprendo assai, / or che di mente ho lucido intervallo: / et ho gran cura (e spero farlo ormai) / di riposarmi, e d’uscir fuor di ballo; / ma tosto far, come vorrei, nol posso, / che ’l male è penetrato infin’ a l’osso»; Orlando Furioso, canto XXIV, estrofas 1-3. La locura de amor de Cardenio también le ha penetrado hasta los huesos, mientras que la de don Quijote, como es fingida -«imaginados celos»-, no le pasa de la epidermis.



 

121

Los comentaristas del Quijote no han desperdiciado campo tan feraz para buscar modelos y analogías, y se han remontado a lejanas ascendencias escritas, y por el otro extremo temporal han llegado a la tradición oral contemporánea. Que el artificio era de rancia tradición folklórica lo declara el propio Cervantes, sin embargo. Sancho ha acabado abruptamente su cuento, y apostilla el autor por boca del protagonista: «Dígote de verdad -respondió don Quijote- que tú has contado una de las más nuevas consejas, cuento o historia, que nadie pudo pensar en el mundo, y que tal modo de contarla ni dejarla jamás se podrá ver ni habrá visto en toda la vida, aunque no esperaba yo otra cosa de tu buen discurso.» No cabe dudar después de estas palabras que don Quijote era tan buen catador de ironías como su creador.



 

122

Recordará don Quijote, ya a punto de comenzar su penitencia: «Una de las cosas en que más este caballero [Amadís] mostró su prudencia, valor valentía, sufrimiento, firmeza y amor fue cuando se retiró, desdeñado de la señora Oriana, a hacer penitencia en la Peña Pobre ... Ansí, que me es a mí más fácil imitarle en esto que no en hender gigantes, descabezar serpientes...» (I, XXV).



 

123

Don Quijote, nuevo Adán, como ya he dicho inducido por otros motivos, se saca a Sancho de una de sus costillas. Cuando el cura y el barbero le encuentran en las faldas de la Sierra Morena presencian este espectáculo: «Decía esto Sancho con tanto reposo, limpiándose de cuando en cuando las narices, y con tan poco juicio, que los dos se admiraron de nuevo, considerando cuán vehemente había sido la locura de don Quijote, pues había llevado tras sí el juicio de aquel pobre hombre» (I, XXVI). Y todo esto recibe tácita confirmación en la aventura de los cueros de vino, cuando Sancho y don Quijote creen que éste ha cortado la cabeza del gigante Pandafilando de la Fosca Vista, el enemigo de la princesa Micomicona, «como si fuera un nabo». Pero la cabeza no se encuentra por ningún sitio: «Andaba Sancho buscando la cabeza del gigante por todo el suelo ... Y estaba peor Sancho despierto que su amo durmiendo» (I, XXXV).



 

124

Nuevo caso de la quijotización de Sancho que agregar a los ejemplos de la nota anterior.



 

125

Es curioso observar que la aventura del barco encantado había tenido, a su vez, anticipaciones en la imaginativa de don Quijote. Cuando se abre la segunda parte dialogan nuestro héroe, el cura y el barbero. Don Quijote lamenta la ausencia de caballeros andantes en el mundo moderno, y dice: «Ya no hay ninguno que saliendo deste bosque entre en aquella montaña, y de allí pise una estéril y desierta playa del mar, las más veces proceloso y alterado: y, hallando en ella y en su orilla un pequeño batel sin remos, vela, mástil ni jarcia alguna, con intrépido corazón se arroje en él, entregándose a las implacables olas del mar profundo...» (II, I). Es evidente que al llegar al Ebro y encontrar el barco don Quijote siente el imperativo de declararlo encantado por la simple razón de que el barco análogo vivía desde hacía tiempo en su imaginativa. Es caso idéntico al del encantador que escribe la primera parte de sus aventuras; el autor de ellas no puede ser otra cosa, ya que el sabio historiador vivía en su imaginativa desde el segundo capítulo de la primera parte. Aclaro ahora que algunas de las ideas que he desarrollado en el texto aparecen más en cifra en el capítulo sobre Don Quijote que redactamos mi querido amigo E. C. Riley y yo para nuestro libro Suma cervantina (Londres, 1973). Más sobre el barco encantado podrá encontrar el lector en este libro.



 

126

El episodio de la cueva de Montesinos ha sido estudiado desde muchos puntos de vista, y lo escrito sobre el tema es más que abundante; una buena bibliografía que le sirva de guía en esta tupida espesura encontrará el lector en el artículo de Helena Percas Ponseti «La cueva de Montesinos», Revista Hispánica Moderna, XXXIV (1968), páginas 376-99.



 

127

Hasta la sabiduría popular de Sancho Panza está por encima de la seudoerudición del estudiante. Pregunta Sancho al guía y humanista: «Dígame ahora, ¿quién fue el primer volteador del mundo? -En verdad, hermano -respondió el primo-, que no me sabré determinar por ahora, hasta que lo estudie. Yo lo estudiaré en volviendo adonde tengo mis libros, y yo os satisfaré cuando otra vez nos veamos; que no ha de ser ésta la postrera. -Pues mire, señor -replicó Sancho-; no tome trabajo en esto, que ahora he caído en la cuenta de lo que le he preguntado. Sepa que el primer volteador del mundo fue Lucifer, cuando le echaron o arrojaron del cielo, que vino volteando hasta los abismos» (II, XXII). El tapabocas cervantino al estudiante y humanista está en perfecta consonancia con lo que nos declara el propio Cervantes acerca de sí mismo: «Naturalmente soy poltrón y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos» (I, Prólogo).



 

128

En su relato de lo visto de las profundidades de la cueva, don Quijote menciona a Dulcinea encantada: «Cuando Sancho Panza oyó decir esto a su amo, pensó perder el juicio, o morirse de risa; que como él sabía la verdad del fingido encanto de Dulcinea, de quien él había sido el encantador y el levantador de tal testimonio, acabó de conocer indubitadamente que su señor estaba fuera de juicio y loco de todo punto» (II, XXIII).



 

129

Hay un interesantísimo texto platónico que puede servir de apoyo a las preguntas del texto, ya que no de respuesta: «A menudo habréis oído preguntar a las personas: “¿Cómo se puede comprobar que en este mismo momento estamos dormidos, y que todos nuestros pensamientos son sueños; o bien, que estamos despiertos, y hablando uno con otro en estado de vigilia? Porque todos los fenómenos se corresponden, y no hay dificultad alguna en suponer que nos hemos estado hablando ahora en nuestro sueño; y cuando en un sueño expresamos pensamientos que son sólo sueños, el parecido entre los dos estados es muy sorprendente”», Teeteto, 158.



 

130

En el episodio de la cueva, Cervantes pone en boca de Durandarte unos versos de romance: «¡Oh, mi primo Montesinos! Lo postrero que os rogaba» (II, XXIII). Esto nos apunta hacia las fuentes del episodio en el Romancero, y los cervantistas han puesto esto en claro con afán. Citaré a Diego Clemencín, uno de los primeros y más ilustres, quien anota los versos recién copiados así: «Cervantes, copiando de memoria este pasaje, mezcló en él versos de dos romances antiguos que tratan de la muerte de Durandarte.» Y explica que uno de ellos se halla en el Cancionero de Romances, Amberes, sin año, y el otro en el Romancero historiado (1579), de Lucas Rodríguez, con cierta originalidad en los dos últimos. La diligencia de Francisco Rodríguez Marín, en nota al mismo pasaje, adujo el romance burlesco de don Luis de Góngora «Diez años vivió Belerma» -su composición la fechó el manuscrito Chacón en 1582; su primera publicación ocurrió en Flores del Parnaso. Octava Parte. Recopilado por Luis de Medina (1596)-, pero el romance de Góngora, conocido, casi con seguridad, por Cervantes, se dilata en un amplio discurso en que doña Alda aconseja a Belerma, discurso cargado de misoginia, nota ausente en todo el Quijote.



 

131

El texto que acabo de copiar es el que incluyó Ferdinand Josef Wolf en su Primavera y flor de romances (1856), donde hay varios más; otros, que ya no me importan mayormente, se pueden hallar en el famoso Romancero de Agustín Durán (1828-1832), incluido en la Biblioteca de Autores Españoles, VIII y XVI, de Manuel Rivadeneyra, unos decenios más tarde, con lo que se ha garantizado su popularidad hasta nuestros días.



 

132

El problema del tiempo exterior no interesa en absoluto al hombre medieval, quien ajusta su vida diaria a las campanas de la iglesia al tañer a oraciones -con lo que se interioriza el tiempo nuevamente-, o bien, cerca del amanecer, por el canto de los gallos -«A prièssa cantan los gallos e quieren quebrar albores», Poema de Mío Cid, verso 235-; el tema del tiempo queda efectivamente relegado por la mente medieval. Así, por ejemplo, Santo Tomás escribió que Numerus motus secundum prius et posterius, con lo que la noción de tiempo se arraiga en la de numeración, de movimiento numerado y las cosas movidas; abundan los ejemplos: consultar, verbigracia, Summa Theologica, I, quaest. LXXXVI, art. III, obj. 2. En la fílosofía árabe, pienso en Avicena, el tiempo queda totalmente interiorizado, ya que el antes y el después sólo existen en la inteligencia. Es Cervantes, en el arte, quien nos da la maravilla de un tiempo exteriorizado e interiorizado simultáneamente, aunque en dos personajes distintos.



 

133

Rosaflorida habita en Castilla, en el castillo de Rocafrida, según explica uno de estos dos romances que comienza «En Castilla está un castillo que se llama Rocafrida». El castillo de Rocafrida (llamado de Rochafrida hoy en día) está muy cerca de la cueva de Montesinos, lo que refuerza los disparos imaginativos de don Quijote.



 

134

Por lo demás, ya hemos visto (supra) cómo la mente creadora de Cervantes había anticipado este mismo tipo de oropeles seudoeruditos en las increíbles pruebas del Caballero del Bosque.



 

135

Desde otros puntos de vista he tratado con anterioridad la aventura del barco encantado, vide supra.



 

136

Con todo respeto a la memoria del gran bilbaíno, debo expresar mi desacuerdo. La más honda pesadumbre me la causa a mí el pasaje final de la aventura de Clavileño, cuando don Quijote susurra al oído de su escudero: «Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos. Y no os digo más (II, XLI). El caballero quiere ajustar la verdad a un innoble cambalache. Y él había hecho profesión de imponerla con la punta de su lanza, de ser necesario. Don Quijote en una época conoció la verdad más alta de todas, fuera de las de la religión, y así lo proclamó al mundo: «Yo sé quién soy» (I, V). Pero en la cuesta abajo vital que presenciamos en la segunda parte, don Quijote cree aceptable reducir la verdad al vergonzoso nivel de objeto de trueque. ¡Tristísima situación!



 

137

La fisiología de la época explicaba que un exceso de melancolía era mortal, como traté de exponer en el capítulo IV.



 

138

Las palabras citadas del bardo inglés van mucho más allá que la definición calderoniana de que la vida es sueño, puesto que para Shakespeare el ser mismo del hombre es un sueño. Claro está que Unamuno eleva esto a potencias insospechadas por Shakespeare. En Del sentimiento trágico de la vida (1912) el tema absorbente es que el hombre es sólo un sueño de Dios, y Dios, quizás, es sólo un sueño del hombre. Y angustiosos desarrollos del tema que abundan en la obra del gran vasco.



 

139

Rafael Lapesa, «Aldonza-Dulce-Dulcinea», en su libro De la Edad Media a nuestros días. Estudios de historia literaria (Madrid, 1967), págs. 212-18.



 

140

La axiología de don Quijote responde punto por punto a los estatutos de la Orden de la Banda. Cuando la princesa Micomicona le pide un don, la respuesta es: «Yo vos le otorgo y concedo -respondió don Quijote-, como no se haya de cumplir en daño o mengua de mi rey, de mi patria y de aquella que de mi corazón y libertad tiene la llave» (I, XXIX). La paridad de valores se debe a que tanto el rey Alfonso XI como don Quijote de la Mancha tienen puestos los ojos en el código del amor cortés, según se verá.



 

141

La historia de los estatutos de la Orden de la Banda es bastante complicada. En el siglo XVI los parafraseó fray Antonio de Guevara en su s interesantísimas Epístolas familiares (Valladolid, 1542), epístola 40, «Letra para el conde de Benavente, don Alonso Pimentel, en la cual se trata de la orden y regla que tenían los antiguos caballeros de la Banda. Es letra notable». De Guevara tomo la última cita. Mas las dos anteriores, y mucho más, menos el texto de Guevara, todo eso lo hallará el lector en la vieja monografía histórica, redactada en 1812, de Lorenzo Tadeo Villanueva, «Memoria sobre la Orden de Caballería de la Banda de Castilla», Boletín de la Real Academia de la Historia, LXXII (1918). Por último, texto distinto de los estatutos fue el que publicó en forma póstuma Georges Daumet, «L’Ordre castillan de l’Echarpe (Banda)», Bulletin Hispanique, XXV (1923), donde tampoco figura la regla copiada por Guevara, aunque el manuscrito que publicó Daumet está enriquecido con buen aparato de notas.



 

142

Esto se relaciona directamente con la hostilidad que demuestra don Quijote por las armas de fuego, y de la que ya queda relación, vide supra.



 

143

Se refiere Navagero a don Alonso de Aguilar, cuya heroica muerte durante el primer alzamiento de las Alpujarras quedó unida para siempre al bellísimo romance «Río Verde, Río Verde, tinto vas en sangre viva».



 

144

La edición más asequible del Viaggio y las cartas de Navagero, en español, se puede hallar en Viajes de extranjeros por España y Portugal, recopilación, traducción, prólogo y notas de J. García Mercadal, I (Madrid, 1952).



 

145

Esta labor de estudio comparativo ya la efectuó, por suerte para todos, Justina Ruiz de Conde, El amor y el matrimonio secreto en los libros de caballerías (Madrid, 1918). Pero aun en esta obra especializada el enfoque es selectivo, y se estudian nada más que el Caballero Cifar, Tirant lo Blanc, Amadís de Gaula y Palmerín de Inglaterra. Así y todo, bien vale la pena tenerla a mano para añadir más referencias a las pocas que podré estudiar.



 

146

La edición más popular del Amadís sigue siendo la que hizo Pascual de Gayangos para la Biblioteca de Autores Españoles, volumen XL, pero fuera de la introducción, muy buena para su época, el texto sufre de serias endebleces. En la actualidad el texto de consulta indispensable es el que preparó el hispanista norteamericano Edwin B. Place, y que en cuatro volúmenes publicó el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Madrid, 1959-1969), aunque debo confesar que la introducción y notas vuelan bastante bajo.



 

147

No invento ni descubro el hecho de que la poesía amorosa de Quevedo está firmemente respaldada por la ideología del amor cortés; esto lo demostró hace años el meritorio hispanista norteamericano Otis H. Green, El amor cortés en Quevedo (Zaragoza, 1955), cuya publicación original fue en inglés y en los Estados Unidos. De todas maneras, y en forma profética, en la última página de su monografía estampó Green las siguientes palabras: «Este estudio, como el dedicado al amor cortés en el cancionero [otra monografía suya, en inglés], son expresión de llevar a cabo una interpretación y valoración mejores de la poesía española del Siglo de Oro. Quedan estudiados los dos términos extremos. Falta investigar los poetas intermedios. El resultado, creo yo, contribuirá a una mejor inteligencia de todos los géneros literarios que en algún modo tratan del amor: el bucólico, la novela cortesana, la comedia, el Quijote mismo.»



 

148

Desde la época que se escribieron las vidas y razos de los trovadores provenzales es muchísimo lo que se ha escrito sobre ellos y sobre el concepto de amor cortés. Como suele ocurrir con un tema tan popular como el que abordo ahora, los estudiosos se hallan muy lejos de estar de acuerdo. Para el lector español todavía son muy útiles las páginas que dedicó Pedro Salinas a «la tradición de la poesía amorosa» en su gran libro sobre Jorge Manrique o tradición y originalidad (Buenos Aires, 1947), con varias reediciones. A mí me han resultado de gran utilidad otras dos obras: Maurice Valency, In praise of Love. An introduction to the Love Poetry of the Renaissance (Nueva York, 1961), y una gran antología, con abundantes excursos críticos, preparada por el equipo de T. G. Bergin, Susan Olson, W. D. Paden y N. Smith, Anthology of the Provençal Troubadours, dos vols. (New Haven, 1973). El lector español debe consultar, con indudable provecho, a Martín de Riquer, Los trovadores. Historia literaria y textos. Tres volúmenes (Barcelona, 1975).



 

149

Si alguien quiere atender mi consejo, debe leerse toda la poesía de Jaufre Rudel y complementarse con el brillante estudio de Leo Spitzer, L’amour lointain de Jaufre Rudel et le sens de la poésie des troubadours (Chapel Hill, 1944).



 
Indice