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ArribaAbajoDespués del secuestro de Centenito

Aquella primera noche del rapto de Centenito voló un gran huracán sobre el bosque. Los arcángeles que custodian la transparencia de las aguas, tuvieron miedo; y asimismo el enano que sale a medianoche para tallar el brillante rojo del sol. Las flores se quebraron en muchos tallos y multitud de ramas tiernas se descolgaron de los árboles.

Mamá Gata Salvaje llegó tarde a su casa y se encontró con la falta de su hijita.

-¿Y vuestra hermana? -preguntó con recelo-. Y entre suspiros oyó el relato de su desdicha.

¿Qué hacer en semejante caso? ¿Buscaría al Gato inmenso que preside las tribus salvajes del bosque o consultaría a la Rana que todo lo adivinaba, sumergiéndose con plumitas de ruiseñor en la boca, tres veces tres sin decir palabra?...

Besó a sus hijos y se acostó llorando; ¡Centenito era tan alegre, tan simpática, que parecían todos sin vida al no estar allí ella! Mientras tanto, el huracán empujaba los pinos, sacudía los chopos, subía y bajaba por los álamos, desgreñaba a los sauces y ponía en la yerba un temblor misterioso. Ecos de ganados que pacían en las alturas bajaban a bocanadas. Las fuentes no se interrumpían nunca, y entre el estruendo sobresalían como campanas alegres y despreocupadas.

Pronto se supo en el bosque que había sido robada Centenito. En muchísimas madrigueras lo celebraron, es verdad; pero entre los hijos de padre Conejo Montés se comentó la noticia con gran pena. Gazapo Lorenzo se echó a llorar sin consuelo, y tomando la bendición de sus padres se retiró a hacer vida solitaria; escogió una ladera casi pelada y en ella abrió una cueva donde pensó vivir el resto de sus días. Por allí había muchas perdices y contemplarlas en felices bandadas era su única distracción. Ellas acabaron por quererle mucho, viéndole siempre solo, trabajando en su huerta, fumando pensativo y callado como si no supiera nada del mundo.

Ni Dama Marica ni Abuelo Tomillo se explicaban la desgracia habida; daban por muerta a la gatita. Pues ellos se decían:

-¿Qué va a hacer una gata salvaje entre los hombres? Les arañará y morderá; les romperá sus cosas y ellos acabarán por matarla... O quizá ella se escape un día... ¿Y si se escapara y la viéramos otra vez con nosotros? ¡Qué alegría!

Cuando el tiempo pasó y perdieron la esperanza del regreso, los árboles dejaron caer sus mejores hojas en homenaje a la perdida. Tres veces tres bajó y subió la Rana en silencio, y dijo así a Mamá Gata Salvaje:

-Dígote que a Centenito nada malo le ocurre ni le ocurrirá. Nació cuando en los astros corrían buenas luces. Su signo es afortunado. Vive entre los hombres, que la querrán, y siempre irá mejorando su suerte. No sé, quizá sí, si algún día volverá al bosque... Pero entonces nos encontrará a muy pocos de los presentes -y se zambulló definitivamente porque la esperaban sus renacuajos para tomar la lección de matemáticas.

Difundiose la adivinación por la selva y cada uno la recibió con su gesto. Gazapo Lorenzo la supo por un hermano suyo que iba de vez en cuando a verle de parte de Madre Rufina.

-Me cuidaré -se dijo- para verla cuando vuelva.

Y Abuelo Tomillo supo que él ya no la vería más, ni Dama Marica, porque ellos eran personajes de breve andar por la tierra.




ArribaAbajoHuida de Centenito con Ratón Gutiérrez

Antes de que nadie se enterara de su llegada, Centenito tuvo ocasión de hacer experiencias en su nuevo domicilio. La había soltado su cazador en una habitación poco alumbrada, dejando la jaula al pie de un mueble oscuro que tenía la superficie brillante, y ella al pronto creyó que el tan conocido riachuelo se había venido tras sus pasos y crecía de abajo arriba como un árbol. Se empinó con cuidado, y se vio erizada, los ojos muy abiertos y las orejas de punta. Tenía estampa de susto, lo comprendió; acercándose a su imagen para bebérsela, como tantas veces hizo en el bosque, su lengua resbaló por algo muy frío y pulido que no sabía a nada y que no se acababa nunca, ni se tragaba... Separose para tratar de descifrar el misterio: un resplandor ligero, brumoso, se rompía allí siempre; sombras de objetos se bañaban en el inmóvil riachuelo; como de humo muy batido se levantaban confusas imágenes alrededor de la cabeza espantada de Centenito... ¿Qué era aquello?... En la imposibilidad de comprenderlo desistió por el momento y se quedó sentada en frente, sobre la jaula que la trajo, muy guardadas sus manitas blandas y peludas, con el entrecejo fruncido.

En torno suyo nada se movía; los bultos que poblaban la estancia tenían un raro olor que no se parecía al de la selva; todo emanaba un vaho como de yerba vieja y pisoteada; quizá nunca, entró aquí el viento, ese gran hombrón que se abre camino respirando tumultuosamente y al que nadie osa oponérsele en los montes.

Súbitamente, un ruidito; algo muy chico ingresaba en la oscuridad; la gatita no se movió una línea.

-¿Serán pájaros? -se preguntó.

Pero pronto se dio cuenta que aquellos no entrarían donde nunca lo hizo el aire. Breves arañazos, unas carrerillas... Sin proponérselo, a Centenito se le inflamó el rabo.

-¿Quién anda ahí? -dijo con mal humor.

Una vocecilla insignificante respondió:

-Usted dispense, soy Ratón Gutiérrez, tenedor de libros. ¿Y usted?

Centenito bufó. ¡Un ratón! ¿Qué cosa sería?

-Yo soy la gata Centenito -se dignó contestar.

Un salto y se advirtió que el interlocutor se parapetaba:

-¡Una gata, Dios mío! -chilló con angustia.

-Una gata. ¿Y qué? ¿No está usted conforme? Yo tampoco con estar aquí. Ábrame la puerta y nos quedaremos los dos tranquilos.

Silencio. Ratón Gutiérrez suspiró muy fuerte:

-¡Ayayay!

-¿Está usted enfermo?

-Creo que sí, y de enfermedad sumamente contagiosa.

-¿De veras?

-¡Ya lo creo! El Dr. le dijo a mi esposa que mi carne está envenenada por unas fiebres malignas que vengo padeciendo...

A Centenito no le importaba nada todo aquello; se asfixiaba del mal olor, de calor y le dolía la cabeza fuertemente. Era la hora sagrada del bosque, cuando los árboles emprenden sus confidencias y todos los animales salen a cazarse los unos a los otros.

-¿Por qué me cuenta usted todas esas porquerías? ¿Le he preguntado yo por los detalles de su enfermedad, o le he dicho yo algo de mi salud?

Ratón Gutiérrez se franqueó:

-Se lo dije por si intentaba usted cogerme que no fuera a comerme y entonces se pusiera enferma... ¡Trabajaba en favor suyo!

En el espejo -pues era un espejo lo que Centenito creía riachuelo-, se hundía un reflejo vivo que llegaba ahora por una rendija frontera... Centenito vio en él las orejas agudas de una cabeza desconocida, pero nada respetable, bigotuda... Se puso a reír locamente.

-¿A comérmelo yo a usted? ¡Ja, jay! Yo no como bichos feos; yo como pájaros, conejos, liebres, perdices, piñones.... Viva usted tranquilo, Ratón Gutiérrez.

-Sí, sí -dijo el otro con sorna-. Conozco el truco; yo me confío, me acerco, y ¡zas!, a la tripa. No me engañará ningún gato; estoy bien enseñado.

Centenito le despreció profundamente.

-¡Valiente tonto! Acaban de cazarme a mí en mi propia casa, me han metido aquí no sé para qué y se figura que tengo humor para comérmelo sin saber qué es ni si me va a gustar o no. Además, que no tengo ganas de probar platos nuevos.

Algo hubo en su despectivo acento que convenció a Ratón Gutiérrez. Emergió de su escondrijo y se acercó a Centenito.

-Es verdad que no es como los demás gatos que yo conozco. ¿No nació en el pueblo?

-Soy del monte.

-¿Y no sabe qué vino a hacer aquí?

-No.

La luz en el espejo era ya más ancha y podían verse dentro los dialogantes.

-Me figuro que lo sé yo...

-¿Sí? ¡Pues dígamelo!

Ratón Gutiérrez puso una voz trágica:

-¡La trajeron aquí para que nos cazara a nosotros! Somos una familia de ratones que vive muchos años en las bodegas de esta casa. Por fuerza la trajeron para que acabara con nosotros.

-¡Pero si a mí no me gustáis!

-Eso no lo saben ellos.

-Ya se enterarán.

Por la mente de Ratón Gutiérrez cruzó una idea magistral.

-Diga usted, doña Centenito; ¿quiere escaparse?

La gata dio un salto y la infeliz se asustó.

-¡Ahora mismo! -gritó.

-Véngase conmigo. Sígame.

Descendió Centenito de la jaula y empezó a caminar tras del ratón... A la puerta de una oscurísima galería maloliente se detuvo asqueada.




ArribaAbajo En la bodega

-¿No entra usted? ¿Tiene miedo? -preguntó con finura Ratón Gutiérrez.

-¿Miedo yo? -movió el rabo, que parecía más de zorra que de gata-. Es que me repugna la peste que sale de ahí.

-¿Peste? -Ratón Gutiérrez se admiró-. ¡Si huele a gloria, hija mía!

Por un momento se cruzaron los paisajes olfativos de los dos: la libre tierra y los sótanos.

-Vamos aprisa; quiero enseñarle mis dominios antes de que se marche.

Centenito hizo un esfuerzo y siguió andando. Después de atravesar unos agujeros grandotes se halló en una escalera vieja de madera al final de la cual se extendía un feísimo panorama: del techo pendía una lucecilla mísera que alumbraba la bodega; grandes tinajas, odres, toneles, cajas y botes se agrupaban, sin orden; de un rincón lleno de zapatos viejos salió chillando un familiar de Ratón Gutiérrez.

-¡Socorro, que viene un gato!

-¡Cállate, Tecla! Es una amiga de confianza.

Pero Tecla, tembloteando, no se avenía a razones.

-¡Socorro, mi marido está loco! ¡Un gato, un gato!...

En un instante se vieron acorralados por centenares de ratas y ratoncitos que en su pánico abandonaban sus escondrijos seguros para exponerse al enorme peligro que les anunciaba la desgraciada señora de Gutiérrez.

-¡Calma, hijos míos, calma! -recomendaba el buen señor-. Calma, tías y primos. He dicho que se trata de una amiga de confianza.

-¿A qué vienes aquí? -indagó fosca una de las grises y bigotudas tías.

-Va de paso; se marchará en cuanto yo le enseñe nuestra mansión.

Un rumor sordo acogió sus palabras; poco a poco se fue tranquilizando aquella población ratonil, y Centenito que sufría bascas constantes se enteró de una cosa más: del terror infinito que su presencia infundía en aquellos seres tan ridículos. Pero era tal el asco que le inspiraba aquel mundo pestífero, que carecía de humor hasta para sonreír.

-Pase usted, doña Centenito, pase usted. Esta es la bodega de una tienda muy modesta en apariencia, pero que tiene buenos quesos y mejores embutidos. Desde tiempo inmemorial se establecieron aquí mis antepasados y ha sido inútil que pretendan arrojarnos. ¡Mi raza -y se irguió para pronunciar estas frases- es tenaz y conquistadora! En este libro -y mostró uno muy gordo orgullosamente- anoto yo las adquisiciones nuestras y también llevo las cuentas de la familia que vive en la vecina taberna.

Tecla, que ya se había tranquilizado al ver cómo su marido hablaba con la gata amistosamente, metió baza, como es costumbre en todas las esposas mal educadas y resabidas.

-Mi esposo, ahí donde le ve usted, señora gata, es un talento. Y todo lo sabe por él solo, que conste. Nadie le ha enseñado nada, nadie.

Los ratoncitos, entre los cuales había varios con gafas, asintieron:

-¡Mi papá es un sabio!

Las tías, limpiándose los bigotes, corearon:

-Ratón Gutiérrez, no es porque sea sobrino nuestro, es muy leído, sí señora.

En_la_bodega

A Centenito le daba vueltas la cabeza; tan pronto una tinaja se lo ofrecía de costado, como un tonel se le achicaba como si se lo llevara alguien muy lejos. ¿Cuándo se volvería a ver en el monte, con los suyos, fuera de aquel antro cochambroso donde se elogiaban los unos a los otros, y los otros a los unos, como si ella hubiera manifestado afán de saber sus cualidades y aptitudes?

-¿Por dónde se sale de aquí? -bufó congestionada-. ¡Quiero irme en seguida! -y se erizó, arqueó el lomo y puso un jopo imponente.

-¡Jesús, doña Centenito! Ahora mismo se lo diré.

Y Ratón Gutiérrez cerró el libro con sobresalto, se caló los lentes que acababa de entregarle su señora, y apartando con un gesto a la tribu se dirigió a un extremo de la bodega.

-¡Ayudadme vosotros, chicos, a destapar la gatera! -ordenó. Como uno sólo acudieron veinte o treinta ratoncillos que con celeridad ejemplar empezaron a desescombrar el agujero redondo por donde antaño entraban los gatos a cazar las ratas de la bodega.

Tímidamente, mientras la limpieza se llevaba a efecto, Ratón Gutiérrez informaba a la gata:

-Por la gatera venían nuestros enemigos; pero en cuanto yo me hice jefe de la familia ideé taparla y desde entonces no ha vuelto ninguno.

-¡Sí; yo que, en vez de entrar, salgo!

-Efectivamente. ¡Qué cosa es la vida!

El agujero, rodeado de basura y de piedrecillas, se veía negro ya; por él entraba la oscura presencia de la calle...

-Ya está libre el camino; por ahí saldrá usted a la calle, cerca del Ayuntamiento. A estas horas hay gente oyendo la radio en la plazoleta. ¡Buena suerte!

Centenito gruñó su gratitud y toda arrebatada se lanzó a lo desconocido: ¿dónde estaría el monte; por dónde se llegaría antes a él? La cabeza fuera, sintió que la empujaban por detrás y en se huida oyó que amontonaban otra vez los escombros para barricar la gatera y hacerla inexpugnable.

Se encontró en plena noche; a lo lejos brillaban luces y se oía una voz gangosa que gritaba cosas muy raras. Miró al cielo: ¡qué hondas las estrellas y qué limpio estaba él! Su corazón empezó a latir con agitación y las piernas le flaquearon.

-¡Libre; libre otra vez!

Dio varios saltos y echó a correr como loca. El aire fresco la seguía dándole palitos en el lomo:

-¡Hala, Centenito, hala, hala! ¡Ya estás en la calle; a ver si sabes volver a tu país!

Más cerca la voz gangosa... más cerca el pueblo... Y de pronto, entre dos calles, cuando ya se veía, se ¡olía! el monte...




ArribaSegundo secuestro de Centenito

-¿Qué es eso que corre tanto, una liebre? -preguntó una voz bronca que caía del cielo.

-¡Es un gato! ¿Lo cojo? -gritó otra voz fina, de niña.

-¡Si es que puedes!...

-Ya está aquí. Y Centenito fue levantada en alto por unas manos delicadas que no la hicieron daño.

-Es muy bonita; porque es gata.

-¿En qué lo conoces?

-En que tiene tres colores.

La habían puesto bajo un farol y a ella le latía el corazón arrebatadoramente. Tenía miedo.

-¡Pobrecita mía! Si vieras qué susto tiene. ¿La llevo a casa?

-Tráetela.

La niña la apretó contra su pecho y Centenito, sin darse cuenta, escondió sus uñas; tan tibio era el calor, tan suave, que empezó a dormirse. Llevaba muchas horas sin descanso, sin comer, y con dos prisiones sucesivas... Soñó con el bosque, con sus hermanos...; cuando se despertó estaba en una humosa habitación iluminada en la que se olía muy bien, ¡casi a bosque!

-¿La suelto?

-Suéltala, a ver lo que hace.

No era difícil prever. Lo primero que hizo fue echar a correr y de un salto plantarse en lo más alto de un aparador lleno de vajilla delicada.

-¡Ay, Dios mío! -gritó la mamá de la niña.

-No grites, Elvira -aconsejó el padre-. Se asustará más. ¡Mis, mis!

Pero Centenito no entendía aquellos silbidos y no se movió de su sitio. Sentía hambre y sueño. No quería moverse, pero temblaba; una tacita chocó con una copa y las dos rodaron al suelo. ¿Véis? ¡Qué idea tan feliz habéis tenido, cogiendo este bicho de la calle!

El padre hizo un gesto:

-Es del monte... -dijo, explicando sus modos.

-¿Del monte; salvaje, entonces?

-Naturalmente.

-¡Ave María! No quiero oír más. Y la pobre señora se fue desesperada.

La niña estaba triste:

-No querrá educarse. ¿Se nos escapará?

-Será lo más probable. Y el padre se fue a consolar a su mujer.

Se acercó al aparador la niña; sus ojos claros, buenos, se fijaron en los asustadísimos de Centenito...

-¡Gatina! -la llamó mimosa-. ¿Por qué no bajas a jugar conmigo? ¡No seas huraña! Te quiero mucho.

Centenito vio flores en los ojos de la niña, y su voz le recordó el arroyo donde bebía de chiquitina, en el bosque. «Debe ser hija de Abuelo Tomillo», pensó; y bajándose confiada dio topacitos a las piernas de la niña. Esta, sorprendida y feliz, acarició su lomo sedoso.

-¡Si eres de terciopelo, Gatina!

Poco a poco Centenito se dulcificaba. Sin saber cómo se encontró delante de un platito con leche que bebió aprisa, porque tenía sed. Se puso contentísima. Le trajeron las hadas otra cosa que olía divinamente y que ella se comió encantada. No sabía qué era; cerró los ojos y la reconoció como de la familia de unos seres que vivían en el arroyo y que ella veía pasar de perfil en el agua...

Las manos de la niña le trajeron una piedra muy blanca que se puso caliente en cuanto que ella se dejó acostar encima.

-Está más buena que las del bosque -pensó- mientras de su garganta se escapaba muy suavemente un ronquidito de satisfacción. Cuando estuvo dormida la levantó la niña y se la llevó a su cuarto. Centenito se dio cuenta de que la transportaban, pero como olía a la niña que la llevaba, no intentó huir; confiaba en ella.

-¡Duérmete, preciosa! Yo no te haré mal y te daré de comer. Por un milagro, entre sueños, se enteró Centenito de aquellas promesas. Sonrió, moviendo los bigotes agradecida. Pero la llamaban del bosque; ante ella corrían conejos, liebres... ¡Había que cazarlos! Uno, de repente, se paró; era Gazapo Lorenzo.

-¿Vas a comerme? -le preguntó con ternura.

Pero Centenito se echó a reír; tenía en la boca sabor de pescado y de leche.

-No; a ti no te comeré; ahora sé comer otros bichos.

Él se asombró:

-¿Qué es lo que comes ahora? Dame a mí también.

Ella sonrió desdeñosa.

-Los conejos no comen estas cosas; sólo os gusta la yerba tierna. ¿No sabes que soy amiga de una hija de Abuelo Tomillo? Gazapo Lorenzo se reía de ella y se escapó. La gata, enfadada, fue tras él y no logró alcanzarle. Tuvo que resignarse a devorar un infeliz gorrión que dormía entre las flores como un alma de Dios.

Era de día, muy temprano, cuando abrió los ojos. ¿Qué mundo era éste? Andaba sobre un césped sin olor, seco; se olía a jardín, pero no se veían flores ni árboles; encontró un montecillo y saltó a él para divisar el horizonte; encima, envuelta en nubes blancas, estaba la niña.

Centenito, sin saber por qué, la llamó con dulce maullido:

-¡Miau!

Abrió la niña los ojos, sonrió, tendiéndole los brazos.

-¡Ven conmigo, ven!

Y ella se acercó sumisa. A poco, dentro del lecho de la niña, dormían otra vez las dos como dos benditas.





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