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Dos mujeres

Tomo I


Gertrudis Gómez de Avellaneda



Portada



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A su respetable amigo el Sr. D.
Juan Nicasio Gallego.

Gertrudis Gómez de Avellaneda.



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Prólogo

Si la benévola acogida con que el público de Madrid ha concedido a la novelita intitulada Sab, impusiese solamente a su autora la obligación de presentarle otra obra de más estudio y profundidad, acaso no se atrevería a dar a la prensa su ensayo en tal difícil género, desconfiando de llenar debidamente aquella obligación. Pero como quiera que no cree menos imperioso el deber de ofrecer a tan indulgente público un testimonio de su gratitud, y no alcanza otro que el de presentarle sus ligeros trabajos, se determina a publicar la presente novela, sin creerse en la precisión de hacer alarde de una falsa modestia,   -6-   rebajando el mérito que pueda tener, ni menos atribuirle alguno de que acaso carezca.

Dirá únicamente que la presente obrita no pertenece al género histórico descriptivo que inmortalizará el nombre de Walter1 Scott; ni tampoco a la novela dramática, por decirlo así, de Víctor Hugo. No hay en ella creaciones, tales como el Han de Islandia y Claudio, ni ha intentado la autora desentrañar del secreto del corazón humano el instinto del crimen. Más humilde y menos profunda, se ha limitado a bosquejar caracteres verosímiles y pasiones naturales; y los cuadros que ofrece su novela, si no son siempre lisonjeros, nunca son sangrientos.

A los críticos abandona los defectos numerosos que deben contener estas páginas como obra literaria, y previene cualquiera interpretación ligera   -7-   o rigurosa que pueda deducirse de su lectura, declarando que ningún objeto moral ni social se ha propuesto al describirlas.

La autora no se cree en la precisión de profesar una doctrina, ni reconoce en sí la capacidad necesaria para encargarse de ninguna misión de cualquier género que sea. Escribe por mero pasatiempo, y sería dolorosamente afectada si algunas de sus opiniones, vertidas sin intención, fuesen juzgadas con la severidad que tal vez merece el que tiene la presunción de dictar máximas morales doctrinales.





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- I -

-Te repito por centésima vez, hermana, que es absolutamente preciso que mi hijo conozca un poco del mundo antes de contraer empeños tan solemnes como los del matrimonio.

-Sí, porque arrojar a un pobre muchacho de veinte años, que sale de un colegio, en esa Babilonia de Madrid, para que le perviertan y   -10-   corrompan, es el mejor medio de prepararle a ser un buen marido. ¡A la verdad, hermano, que discurres con acierto!

-Leonor, tú interpretas mis palabras con una arbitrariedad que me pasma. ¿Quién trata de arrojar a Carlos, como dices tú, para que le perviertan y le corrompan? No pude mi hijo ir a la corte recomendando a sujetos apreciables y prudentes, que le sirvan de guía en ésa que tú llamas Babilonia? Además, en Madrid como en Sevilla hay bueno y malo: no sé por qué se ha de suponer que todo el que vaya, habrá de pervertirse forzosamente. ¡Tienes unas preocupaciones tan injustas y tan tenaces!

-¡Y tú unos caprichos tan inconcebibles!... Conque, en fin, Francisco, estás resuelto a pesar de las   -11-   repetidas reflexiones que te hago, a enviar al chico a Madrid apenas llegue a Sevilla.

-No digo yo que sea precisamente apenas llegue a Sevilla, no por cierto. Hace ocho años que no veo a Carlos y...

-Gracias a la loca manía que tuviste de querer hacer a tu hijo un revolucionario, un hereje, un francés. No fue ciertamente mi dictamen el que seguiste cuando enviaste a Carlos a tomar lo que tú llamas una brillante educación, a un colegio de Francia: de esa Nínive, de ese centro de corrupción, de herejías, de...

-Por el amor de Dios, hermana, suspende tus calificaciones y déjame concluir lo que iba diciendo. Repito que hace ocho años no veo a mi   -12-   hijo, y que es natural desee tenerlo a mi lado algunos meses antes de volver a separarme de él. Pero después, es cosa decidida, después irá a Madrid, irá a tomar ese bañito de corte que sienta tan bien a un joven de su clase, y que en nada, así lo espero, podrá perjudicar a sus sentimientos y buenas costumbres. ¡Hermana Leonor! Ningún Silva ha sido pícaro ni libertino, y yo juro, vive Dios, que no será Carlos el primero.

-Pero ¿qué necesidad tiene Carlos de ese bañito de corte, como tú dices? Porque se quede tranquilo en su patria al lado de su padre y de su esposa, cuidando sus intereses, que a Dios gracias son considerables, será menos caballero, menos estimado de sus compatriotas? ¿Pierde algo con no ir a Madrid?

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-Sí, señora, porque este paseo, que por otra parte no será largo, le proporcionará revivir útiles relaciones, que yo tengo muy descuidadas: podrá, por medio de ellas, vestir el distinguido hábito de Carlos III que yo obtuve a su edad, pues mi hijo no ha de ser menos que yo; se dará a conocer y cultivará la amistad su primo que es capellán de la Reina, anciano valetudinario y poderosos, que no tiene parientes más próximos... en fin, suponte que ninguna ventaja resulte de este viaje, yo lo quiero y esto basta.

-Ésa es la razón que tú acostumbras oponer a todas las que yo te presento para apartarte de alguno de los proyectos desatinados que formas cada día. A la verdad, hermano, que a los cincuenta y cuatro años   -14-   eres más loco que fuiste a los veinte.

-Y tú más tenaz y dominante a los cincuenta que a los diez y ocho, cuando te casate con aquel pobre hombre a quien echaste a la sepultura a fuerza de impertinencias. Estas beatas o devotas son más temibles que una legión de demonios.

-¡Hermano Francisco!

-¡Hermana Leonor!

-Tú te excedes.

-Tú me precipitas.

En el momento en que el debate de los dos hermanos, llegaba a esta línea peligrosa que divide el terreno de la discusión y el agravio, abriose sin ruido una puerta vidriera cubierta de cortinas de tafetán verde, y asomó por ella una rubia angélica cabeza diga del pincel de Urbino o del Corregio.

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-¿Qué es esto, mi querida mamá?, ¿qué tiene Ud., mi amado tío?, ¿están ustedes riendo? ¡Ah! ¡y yo me aflijo tanto siempre que tienen Vds. estas disputas que terminan por enfadarse!

Al oír estas palabras, pronunciadas con un ligero y gracioso acento andaluz por una voz musical, desarrúguese la frente de don Francisco de Silva, y una sonrisa de orgullo maternal asomó a los pálidos labios de doña Leonor que un momento antes temblaban de cólera.

-Ven, Luisita -exclamó la buena señora, removiendo en un ancho sillón de damasco encarnado con galón de plata, su cuerpo enjuto y acartonado-. Ven y tráeme agua de colonia, éter, cualquier cosa, porque me siento muy mala. ¡Ay, Dios   -16-   mío, qué flato!, estas cosas me asesinan.

-Hermana -dijo don Francisco mirándola con inquietud- yo siento mucho..., ¡pero tú me insultas de un modo...! En fin, olvídese esto; si te he ofendido perdóname. Ya sabes mi genio... soy una pólvora... pero repito que me perdones.

Mientras el caballero tartamudeaba estas palabras, sintiendo sinceramente la indisposición de su hermana, aunque debía estar acostumbrado a tales escenas que eran demasiado frecuentes, Luisa salió del gabinete con un frasquito de éter, y poniéndose en una banquetita delante de su madre, acercó su linda cabeza para examinar con tierno sobresalto las facciones de la anciana, alteradas aún por la cólera, pero en   -17-   las que se traslucía la satisfacción que le causaba la victoria que, merced a su flato, acababa de obtener sobre su antagonista.

Luego la hermosa niña aplicó el frasquillo a la nariz de la enferma, y volviendo a su tío dos bellísimos ojos azules, llenos de ternura y mansedumbre, pareció decirle con ellos: «¿Por qué, por amor a mí, no es Ud. más dulce con mi madre?»

Don Francisco se levantó de su silla, no ya con las cejas fruncidas ni la frente arrugada, sino con aire contrito y avergonzado, y tomando una mano de su hermana.

-Leonor -la dijo-, dime que me perdonas. De todos modos Carlos no irá ya a Madrid.

Estas palabras fueron un himno de triunfo de triunfo para doña Leonor, que   -18-   aparentó sin embargo no atender a ellas, y haciendo alarde de generosidad.

-Yo te perdono, Francisco -exclamó-, y espero que tú también...

-No digas más, mi buena Leonor, olvídese de esto; ¿estás mejor?

-Quisiera irme a la cama, hermano mío, necesito reposo. ¡Hace tres días que me siento tan mala!

-¡Y yo, bárbaro!, que sin consideración al estado de tu salud, te doy a cada hora un nuevo disgusto...

-Vamos, tío, ya Ud. ha dicho que no se hable más de eso. Venga Ud.; llevemos a mamá a su cama y luego... luego le daré Ud. un abrazo en premio de lo bien que ha reparado su falta.

-¡Hechicera!

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Y el caballero miraba cayéndosele la baba, como suele decirse en su país, a la linda niña, hasta que dándole un golpecito en el hombro le recordó ésta que era preciso conducir al lecho a la anciana.

Mientras que descansa en sus bien mullidos colchones la respetable y doliente señora; que se marcha don Francisco después de recibir el prometido abrazo; y que Luisa aprovecha el momento en que se ve sola para leer a hurtadillas detrás de las cortinas de la cama de su madre, el libro de Pablo y Virginia, que por pertenecer al anatematizado gremio de las novelas era en el concepto de ésta una obra perjudicial a la juventud, nos tomaremos sin disgusto el trabajo de dar al lector una breve noticia de las personas que le   -20-   hemos presentado. Poco hay que decir de don Francisco de Silva: era ni más ni menos, lo que aparece en la escena anterior. Corazón bueno y generoso, alma cándida, carácter vivo, un poco caprichoso pero fácil de dominar pasado el primer impulso. No era la prudencia su cualidad más sobresaliente, y solía tomar las resoluciones más extravagantes y peligrosas con una ligereza que los años no habían podido destruir y hacían resaltar. Rara vez consultaba otra opinión que la suya propia; irritable la contradicción manifiesta; no cedía jamás a los argumentos; pero nunca supo resistir a la súplica y un niño podía gobernarle a su antojo por medio de la dulzura. Vástago de una familia antigua y poderosa de Sevilla, casó   -21-   con una mujer de igual clase, de la que no tuvo más hijos que Carlos. Su esposa había muerto poco después del nacimiento de éste, y doña Leonor, única hermana de don Francisco, se encargó entonces del niño que no conoció otra madre. Don Francisco, no obstante, sus eternas disputas con su hermana, creyó no poder confiar su hijo a mejores manos. Devota, rígida, severa, doña Leonor era una mujer de cuya virtud la misma envidia no se atrevió a dudar en ningún tiempo. Tenía toda la prudencia que faltaba a su hermano, era tan reflexiva como él precipitado y si tomaba sus resoluciones con menos energía sabía sostenerlas con más tesón. Don Francisco censurando sin cesar la inflexibilidad del carácter de su hermana,   -22-   era, sin que él lo conociese, dominado por este mismo carácter. Leonor jamás retrocedía en camino tomado con madura deliberación; y su posición grave, constante, inmutable a todo lo que contradecía sus principios o contrariaba sus proyectos, quedaba siempre vencedora, ganando a su contrario de cansado muchas veces.

De seis hijos que tuvo doña Leonor, no le quedaba más que uno a la muerte de su esposo, y la pérdida de tantos queridos objetos había hecho más preciosa para ella aquella última prenda de su unión. Luisa, la linda Luisa era esta cara prenda, y su madre había tenido en su educación el más incansable desvelo. No entraba en sus ideas el adornarla de talentos distinguidos   -23-   y la educación de Luisa fue más religiosa que brillante: a pesar de la oposición de don Francisco a un sistema tan rígido. No tuvo maestros de música, ni de baile, ni de ningún género de habilidad; pero en compensación conocía todos los secretos de la economía doméstica, era sobresaliente en el bastidor y la almohadilla, sabía los primeros rudimentos de la aritmética y la geografía, podía recitar de memoria la historia sagrada y estaba medianamente instruida en la profana; con lo cual nada le faltaba, según decía su madre, para poder llamarse una mujer instruida. Además, aunque doña Leonor hubiese anatematizado todos los libros de novelas y poesías amatorias, solía permitir a Luisa obras en su concepto tan amenas como instructivas   -24-   y aprovechando la niña esta concesión leía y releía en sus horas de descanso las Tardes de la Granja, la Vida de las santas, el Almacén de niñas, Eufemia o la mujer verdaderamente instruida, y aun las composiciones de Fray Luis de León, con tal de que no fuesen de aquéllas en las que el poeta se dejaba inspirar algún tanto por la ternura de su corazón. Además su tío solía darla a hurtadillas algunas novelas como el Robinson, Pablo y Virginia, etc.

Luisa no tuvo amigas de su edad, doña Leonor no le gustaba da dar por compañeras a su hija jóvenes del día, tal era su expresión, que se educaban en los teatros y en los bailes, y que a los trece años salían a la reja a pelar la pava con sus amantes. Escandalizábase de la libertad que las   -25-   madres dejaban a sus hijas, sostenía que en su tiempo era muy diferente, y terminaba por mal decir muy devotamente a la Francia y a los franceses, pues creía y probaba que de ella y de ellos, había recibido España el contagio fatal de las malas costumbres.

Doña Leonor era en alto grado española y realista. El culto que daba a Fernando VII estaba como enlazado al que tributaba a Dios, y la desafección al Rey legítimo y absoluto era para ella un pecado de herejía, de tal modo se confundía en su cabeza el altar y el trono. Durante el reinado de José Bonaparte en España habíase confinado en un pueblo pequeño de la sierra viviendo en el más absoluto retiro, para evitar de este modo el oír hablar de aquel   -26-   usurpador hacia el cual conservó toda su vida un odio tan grande como el que profesaba a la Francia, siendo a sus ojos una de las mayores faltas de su hermano el que no participase de sus sentimientos en este punto. Don Francisco, aunque adicto sinceramente a la causa del Rey, no era en manera alguna un enemigo de los Bonapartes; y aun no pocas veces había exaltado la bilis de su hermana, asegurando, a fuer de hombre previsor y político, que conforme o no a sus intenciones, ellos habían traído ventajas a la España que debían hacerse palpables más tarde. Nunca olvidaba el noble caballero contar entre estas ventajas la abolición del tribunal terrible de la Inquisición, y era entonces cuando doña Leonor ponía el grito en los cielos,   -27-   pues la piadosa señora no dejó de rogar devotamente cada día; después del rosario, por la restauración del Santo Oficio y exterminio de los herejes; así como por la vuelta de Fernando y caída de Bonaparte, a quien nunca nombró de otro modo que Malaparte, bien que su hermano se burlase claramente de su una puerilidad tan ridícula.

Doña Leonor volvió a Sevilla a mediados del año 1814 para solemnizar con fiestas religiosas, que hizo celebrar a su costa en varios conventos, la vuelta del Rey.

Tres años habían transcurrido desde dicho día hasta aquel en que comienza nuestra relación, y aunque el entusiasmo popular por el restituido monarca se hubiese algún tanto entibiado durante ese tiempo,   -28-   no sucedía lo mismo con el de doña Leonor, que por el contrario se exaltaba cada día más, como de su devoción religiosa, llegando ambos sentimientos al grado de fatalismo.

Es de suponer que su casa y su familia hubieran podido transportarse al siglo XVII sin que se desdijesen en nada. El aire que allí se respiraba tenía un olor a antiguo y monacal, los muebles, el interior, todo en doña casa de Leonor era español puro, antiguo y acendrado. Comíase a la una del día, merendábase chocolate y dulces a las cinco de la tarde, cenábase a las nueve de la noche, y a las diez, en punto, en verano o en invierno, todo el mundo estaba en la cama.

Doña Leonor trataba a pocas personas   -29-   y no tenía intimidad con nadie. Su única diversión era jugar algunas tardes a la malilla con doña Beatriz y doña Serafina, señoras maduras y devotas como ella, y sus tertulias del otro sexo eran con su hermano, su venerable confesor el cura de las Capuchinas, y dos galanes que se acordaban del casamiento de arlos IV con María Luisa, a cuyas fiestas asistió Leonor al primero y único baile que había visto en su vida. Esta mundana diversión, así como la del teatro, estaban proscriptas de la casa de la austera dama y Luisa no sabía apenas qué significaban tales nombres. Bien es verdad que en compensación solía dejarla ir su madre algunas tardes a ver las corridas de toros, y todos los años la confiaba una noche a sus amigas doña Serafina   -30-   y doña Beatriz para que la llevasen a la velada de San Juan en la alameda de los Hércules, a dar un paseo y a comer un par de buñuelos.

A esto se reducían todos los placeres de Luisa, pero a falta de ellos llenaban su vida mil pequeños deberes que su madre la hacía cumplir escrupulosamente.

Ningún sábado dejaba de confesar y comulgar en las Capuchinas, ningún domingo de oír dos misas en la catedral. Había ciertos días del año: destinados a visitar hospitales para consolar y socorrer a los enfermos, otros que madre e hija consagraban a trabajar con sus manos ropas para los niños de la cuna, de cuyo establecimiento era especial protectora doña Leonor: en fin la multitud de novenas, las varias fiestas que se   -31-   ofrecían ya a un santo, ya a una santa, las visitas a los conventos de monjas, en cada uno de los cuales tenía doña Leonor una parienta o una amiga, todas estas cosas unidas a los cuidados domésticos, ocupaban la vida de Luisa lo bastante para preservarla tal vez de estos éxtasis ardientes, peligro de la juventud en inacción, de esas vagas cavilaciones de la vida contemplativa que suelen extraviar las imaginaciones más puras. Además, nada anunciaba en Luisa una de aquellas almas de fuego, una de aquellas imaginaciones poderosas y activas que s devoran a sí misma si carecen de otro alimento.

Aunque nacida bajo el ardiente cielo de Andalucía no tenía ni física ni moralmente los rasgos que caracterizan a las mujeres meridionales.   -32-   Cándida y pura como su tez era su alma, y su carácter dulce y humilde como su mirada. La inocencia brillaba en cada una de sus facciones, como en cada uno de sus pensamientos, y cuando sus ojos azules y serenos se levantaban en lo alto, y un rayo de luz argentaba su blanca frente, diríase que recordaba en la tierra la existencia del cielo.

Parecía cercar a aquella figura pública e ideal una atmósfera de divina poesía, y que en torno suyo se respiraba un aroma de pureza.

La imaginación menos casta concebía al verla, pensamientos vagos de amor tímido y religioso, el corazón más gastado se sentía reanimar al aspecto de aquella juventud tan bella y tan cándida. Parecía que las pasiones de los hombres, no podían tener   -33-   influencia sobre una criatura toda celestial, y que la voz humana debía herir aquellos oídos acostumbrados a los cánticos de los ángeles.

Todo en ella correspondía a su divina figura: tierna, suave, benigna, siempre con la sonrisa en los labios y la paz en el corazón, no había conocido ni los placeres ni los dolores de la vida, y llevaba en su frente el sello de un alma virgen. Sin embargo, si nadie contemplándola se atrevería a imaginar que pudiesen hallar entrada en aquella existencia apacible fogosas y terribles pasiones, cualquiera al observar la dulzura melancólica de su frente y la exquisita sensibilidad que se traslucía en su mirada, hubiera comprendido que aquella alma todavía serena, había sido formada para amar: para   -34-   amar con toda la pureza del ángel, y toda la abnegación de la mujer. Ella empero lo ignoraba: ¡pobre niña! ¿se había atrevido nunca a preguntar a su corazón por qué palpitaba algunas veces cuando las tortolillas arrullaban en torno de sus nidos, cuando escuchaba en el silencio de la noche los amorosos trinos del ruiseñor, o cuando vagando solitaria por el jardín a la luz de la luna, veía temblar las ramas halagadas por el viento, y producir un sonido vago y melancólico que semejaba un suspiro?

Tenía solamente siete años y diez Carlos su primo, cuando los dos hermanos concertaron unirlos. Aquel enlace era bajo todos los aspectos proporcionado: ambos ran hijos únicos, ambos ricos y análogos en edad:   -35-   Luisa y Carlos se habían criado como dos hermanos, y como tales se amaban. Los padres no vieron en lo futuro nada que pudiera contrariar aquel proyecto, pero don Francisco quiso enviar a su hijo a educarse a un colegio de Francia, y desde que realizó este pensamiento doña Leonor pronosticaba sin cesar que aquel deseado enlace no se verificaría.

Y la verdad, la buena señora hubiera sentido con extremo que se cumpliesen sus pronósticos, pues sea por apego a su familia, sea por el largo tiempo que alimentaba el proyecto de dicha unión, o porque viéndose anciana y enferma quisiese asegurar cuanto antes a su hija un protector, doña Leonor deseaba ardientemente no sólo realizar, sino también apresurar en lo posible el casamiento de Luisa con su primo. Con la considerable dote de ésta y su mérito es de suponer que no faltarían muchos interesados por su mano, pero el conocimiento que todos tenían de su proyectado enlace y el absoluto retiro en que vivía, no habían permitido hasta entonces que ninguno se presentase como aspirante, y doña Leonor temblaba al pensar que podía morir sin haber colocado a su hija.

Sin duda estas consideraciones la hacían oponerse con tanto tesón al paseo que don Francisco quería hiciese su hijo a Madrid, y su corazón no descansó completamente ni aun después de haberle oído ofrecer que desistiría de tal pensamiento.

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Tendida en su cama daba vueltas a un lado y a otro sin poder sosegar, y entre los ayes que le arrancaban, de vez en cuando, sus dolores reumáticos y sus accesos de histérico, la oía Luisa exclamar con voz destemplada.

-No, no estaré tranquila hasta verlos volver del altar.



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- II -

He aquí que en una hermosa mañana del mes de mayo del año 1817, cuando los colorines saludan a la primavera en los ricos campos de la Andalucía, y Sevilla, recostada, como una reina oriental en el centro de su fértil llanura se perfuma de azahares y jazmines; cuando empiezan a adornarse los moriscos patios con macetas de porcelana sembradas   -39-   de geranios, heliotropos, clavellinas y rosas; que las aguas de las fuentes saltan murmurando en giros caprichosos de sus surtidores de mármol; que el Guadalquivir se cubre de ligeros botes y veleras lanchas, mientras envanecidos de mirarse en sus celebradas linfas los naranjos y granados levantan en la orilla sus cabezas floridas: cuando el sol parece sonreír con amor a la vegetación que reanima: cuando las hermosas salen con la aurora, tan risueñas como ella, a pasearse por las orillas del río: en fin, cuando todo en Sevilla es vida, placer y poesía, he aquí, repito, que en un buque fondea en la ribera y dos minutos después don Francisco de Silva abraza a su hijo. Carlos había hecho su viaje por mar de Francia a   -40-   Cádiz, en donde apenas se había detenido algunas horas, anhelando el momento que entonces gozaba.

No tarda doña Leonor en recibir oficialmente el aviso de la feliz llegada de su sobrino y futuro yerno, y de que aquel día vendrá con don Francisco a comer con ella. A pesar del histérico y el reumatismo se supone al instante en movimiento, y hace poner igualmente a toda su servidumbre, para obsequiar dignamente a tan queridos huéspedes.

Es fama que los muebles antiguos y venerandos de aquella casa tan constantemente tranquila, se espantaron al ver el inusitado movimiento de aquel día, y la vieja ama de llaves que en treinta años que servía a doña Leonor no se acordaba de haber presenciado iguales gastos y profusiones,   -41-   se santiguó devotamente y dijo en voz baja al mayordomo.

-No hay remedio, nuestra ama va a morir pronto, Tadeo, pues cuando las personas hacen esas cosas extraordinarias nada bueno para ellas puede esperarse.

Luisa no tenía ningún adorno que pareciese bueno a la mamá, y bien que hasta entonces hubiese sido acérrima enemiga de las modas, en obsequio de tan gran día permitió que su oficiosa amiga doña Serafina recorriese varias tiendas para comprar mil chucherías del ornato mujeril. La pobre Luisa que hasta aquel día había oído decir que era un grave pecado perder los momentos en el tocador, hubo de someterse en aquella memorable mañana a dos largas horas de toilette. No aseguraremos   -42-   que su prendido pudiese aspirar a la calificación de elegante, pues nos consta que fue dirigido por la respetable señora Serafina, que aunque se hubiese acreditado hacía treinta años de manejar con mucho salero su mantilla de raso, no estaba muy al corriente de las alteraciones que tan a menudo experimenta el voluble ídolo de la moda. Lo que sí sabemos es que salieron aquel día de sus acerados cofres todos los diamantes de su bisabuela, y que Luisa cargada de todos ellos se quejaba por la noche de una horrible jaqueca. Pero, en fin, lo cierto es que concluido el tocador doña Serafina declaró que estaba tan hermosa y tan bien prendida, como lo estuvo la misma Leonor el día que dio su mano al difunto, y que la ama de   -43-   llaves, el mayordomo, la doncella y hasta la cocinera, quedaron deslumbrados a la vista de tanta hermosura y de tantos diamantes.

La hora de la visita se acercaba: doña Leonor habiendo ya concluido todos sus preparativos se había sentado majestuosamente en su enorme sillón de damasco encarnado con galón de plata, recogiendo cuidadosamente su vestido de raso de color de hoja seca, y acomodándose simétricamente en los hombros su pañuelo de crespón de la India. Doña Serafina y doña Beatriz, sus únicas amigas, llenaban un canapé o sofá que formaba juego con el sillón, adornadas también con lo más selecto de sus guardarropas; y junto a su madre, en un taburete antiguo, Luisa estaba sentada con timidez y   -44-   abrumada bajo el peso de sus joyas, oyendo las prudentes advertencias que la hacían alternativamente su madre y sus amigas. Mientras tanto la pobre niña allá en sus adentros se admiraba sin poder comprender a qué se dirigía tanta solemnidad. Se le había dicho mil veces que estaba destinada a casarse con su primo, pero la inocente no daba a esta palabra un significado tan terrible como debiera. Se acordaba de un muchacho muy bonito que le rompía sus muñecas, pero que, en cambio, la regalaba pajaritos y dulces, y nada veía que la espantase en la idea de vivir siempre junto con aquel compañerito de su infancia. ¿Para qué tantos consejos, tantas prevenciones? Nada comprendía Luisa y empezaba a sentir una vaga inquietud que procuró disipar   -45-   repitiéndose a sí misma, que aquel novio tan esperado, aquel marido tan solemne anunciado no era otro que su amigo Carlos, su gracioso Carlos, el cual se presentaba todavía con su carita redonda y blanca, sus largos cabellos, sus grandes ojos negros llenos de candor y alegría, y su risa infantil y estrepitosa. Casi se le figuraba que al verle, a pesar de todas las advertencias del venerable triunvirato, no podría contenerse sin correr a abrazarle. Mientras ella pensaba esto la repetía a su madre, por centésima vez.

-Niña, es preciso no estar ni tan seria que parezca que no tomes parte en el placer de la familia, ni tan risueña y contenta que pueda creerse que te hallas con el derecho de manifestar que recibes la mayor parte.   -46-   Compostura, Luisita, moderación, y, sobre todo, silencio. Una doncella bien educada no habla sino lo indispensable, mayormente en la primera visita de su futuro esposo.

En el momento en que se terminaba esta arenga, probablemente para volver a comenzarla, oyose el ruido de un coche que paraba a la puerta y las tres señoras exclamaron a la vez, arreglando sus toquillas con majestuosa y casi solemne compostura.

-Ya están aquí.

Los hermosos ojos de Luisa se dirigieron involuntariamente hacia la puerta, pero doña Leonor la dio un golpecito con el abanico en el hombro, diciéndola con severidad.

-¡Niña, niña!, esos ojos bajos.

Obedeció Luisa, y quedose inmóvil hasta que oyó la voz de su tío gritar   -47-   junto a ella.

-Luisita, saluda a tu primo.

Levantó entonces la cabeza y fijó su dulce y candorosa mirada en la persona que don Francisco le presentaba, pero en el mismo instante y sin necesidad de nueva orden maternal volvieron a inclinarse al suelo sus hermosos ojos, tiñéndose de púrpura su rostro.

La causa de tan súbita turbación no es imposible de adivinar. Luisa no había hallado a su Carlos. El objeto que estaba delante de ella no era el mismo de quien se había separado ocho años antes. El alegre, el gracioso Carlos había desaparecido: la niña no había encontrado sus redondas y frescas mejillas, sus largos cabellos castaños, sus ojos vivaces, y su boca risueña y diminuta. Bucles de un negro perfecto sombreaban   -48-   una frente morena y espaciosa, en medio de la cual se señalaba distintamente una azulada vena: facciones varoniles y bien pronunciadas formaban un rostro de fisionomía meridional, fogosa y altiva: en fin, Luisita al buscar la sonrisa del niño había hallado la mirada del hombre.

Un sentimiento sin nombre, una mezcla confusa de sorpresa, placer, tristeza y temor, embargó en aquel momento su corazón. Los cumplimientos entre Carlos, don Francisco y las tres señoras, se habían empezado y concluido por tres veces; los recién llegados se habían ya sentado y la conversación había agotado todos los lugares comunes, todas las vaciedades que se emplean en semejantes casos, antes de que   -49-   la pobre Luisa se hubiese atrevido a volver a mirar a su primo. Por fin, aprovechando un momento en que Carlos contaba a las señoras los pormenores de su viaje, y en el que pensó Luisa que no repararía en ella, levantó lenta y tímidamente sus bellos ojos, dirigiéndolos como a hurtadillas haca él, pero... ¡terrible casualidad!, apenas su mirada se había detenido un instante en el rostro del mancebo, cuando la de éste volviose a ella súbitamente, tan directa, tan brillante, tan ardiente, que Luisa pasó de la turbación al desconcierto. Inclinó sobre el pecho agitado su rostro encendido de rubor, y sin saber que hacerse comenzó a romper las varillas de nacer de su abanico. Parecíale que nunca hasta entonces había sido mirada,   -50-   que nunca había visto ojos hasta entonces... En fin, parecíale que aquella mirada pasaba sobre su corazón y que iba a ponerse mala. Doña Leonor que por muy ocupada que estuviese en cumplimentar a su sobrino, no dejaba de mirar disimuladamente a su hija, notó el poco divertimiento de la niña, que iba haciendo trizas el precioso abanico que doña Leonor conservaba hacía dieciocho años (pues era ni más ni menos el mismo que había usado el día de su boda), y no pudo contener su enfado gritando con impetuosidad:

-¿Qué haces niña?

Un trueno no asusta más a un viajero descuidado que lo fue Luisa al oír aquella repentina interpelación; ¿qué hacía?, ¿por ventura lo sabía ella misma? El fatal abanico   -51-   cayó de sus manos al movimiento de susto que no pudo dominar, y viendo volverse hacia él todas las miradas, y notando entonces que había roto su abanico, y sin saber qué hacer ni qué decir, la pobre criatura volvió hacia su tío sus ojos confusos y preñados de lágrimas, como si implorase un defensor contra el extraño sentimiento que l conturbaba. Pero antes que don Francisco, acudió Carlos a levantar al caído abanico, y al presentárselo a Luisa como si fuese contagiosa la turbación de ésta, también se puso encendido y bajó sus soberbios ojos negros como ella bajaba sus dulces ojos azules. ¡Oh momento primero de un primer amor! ¿Qué pluma habrá que acierte a describirte? Cuando un rayo del cielo baja y enciende   -52-   a la vez dos corazones vírgenes, los ángeles sonríen batiendo con languidez sus blancas alas, y ellos solos pueden comprender los castos misterios que entonces encierra el alma y que la inocencia oculta con su cándido velo.

Gracias a la oportuna intervención de don Francisco, no se trató más del abanico: la conversación volvió a entablarse y Luisa pudo reponerse poco a poco de su primera emoción. Las tres señoras se habían situado por último en su terreno; es decir, comenzábase a hablar de jaquecas, histéricos y reumatismos, y se hacía la prolija enumeración de odas las recetas probadas o no probadas, que podían convenir. Don Francisco las oía mezclándose de vez en cuando en la conversación para   -53-   confirmar la inefabilidad de las unas o sostener la ineficacia de las otras, y Carlos y Luisa sentados uno frente del otro, callaban y se miraban alternativamente; y digo alternativamente porque es de notar que como por un recíproco convenio evitaron ambo que volviesen a encontrarse sus ojos. Cuando Carlos fijaba en Luisa su irada apasionada la niña mantenía la suya inclinada hacia el suelo, y cuando Carlos notaba con disimulo que Luisa alzaba hacia él sus modestos ojos, dirigía los suyos a dos grandes cuadros al óleo que adornaban las paredes, y que representaban el uno el prendimiento de Jesús, y el otro la Asunción de María.

Dos o tres veces pareció que el joven intentaba dirigir alguna palabra   -54-   a su prima, pero esta palabra, que casi asomaba a sus labios, quedábase helada entre ellos, sin llegar a ser proferida. Por fin llegó la hora de la comida que aquel día por extraordinario fue a las tres, exceso que produjo un cólico a doña Leonor, cuyo estómago por el largo hábito de ser satisfecho a la una en punto, no se sometió impunemente a la dilación de dos horas. Quiso la buena señora que en conmemoración del último día que su sobrino con ella en la misma mesa que entonces, antes de su ida al colegio, ocúpase la silla que en aquel día había ocupado, y que Luisa se sentase junto a él, de la misma manera que entonces. Esta vecindad no fue la invención más propia para dar apetito a los dos jóvenes   -55-   pues uno y otro se quedaron sin comer, Carlos por mirar a Luisa, Luisa por no mirar a Carlos.

Doña Leonor expresó al final de la comida cuán agradecidos debían estar a Dios de que les hubiese dado vida para volver a reunirse en familia, del mismo modo y con igual placer que lo habían hecho hacia ocho años.

-Sí, mi querido sobrino -dijo después dirigiéndose a Carlos- yo doy gracias a la Providencia porque te haya vuelto al seno de tu familia; y a mí me haya concedido ver este dichoso día. En los ocho años que ha durado tu ausencia nunca me he sentado a la mesa sin mirar con tristeza el sitio que tú ocupabas en ella, y acordábame con emoción de tus travesuras y donaires.

Carlos se atrevió entonces por primera   -56-   vez a dirigir la palabra a su prima.

-Y Vd., Luisa -dijo con voz baja y algo trémula-, ¿y Ud. nunca se ha acordado de mí?

Su nombre pronunciado por Carlos hizo estremecer a la doncella, y la conclusión de su pregunta la puso en un embarazo inexplicable. Quiso contestar, y el monosílabo salió de sus labios con un sonido tan tenue que Carlos pudo adivinarle más bien que oírle.

-Yo también -añadió él con alguna osadía-, yo también me acordaba de Ud., pero a la verdad, no de Ud. como es ahora, sino como era cuando nos separamos.

-¡Ah! -exclamó con candidez la niña-, ¿con que le ha sucedido a Ud. lo mismo a mí?

Las señoras y don Francisco se levantaban de la mesa, pero distraídos   -57-   los dos jóvenes quedaron sentados.

-Yo la recordaba a Ud. tan linda como era cuando tenía ocho años, Luisa, pero ¡ahora es Ud. tan hermosa!

Luisa volvió a ponerse encendida, pero acertó sin embargo a responder:

-¡También Ud. ha variado tanto!

-Yo quisiera ser siempre el mismo Carlos a quien Ud. tuteaba, a quien Ud. llamaba hermano. ¿Se acuerda Ud. Luisa?

-¡Ah!, sí: pero...

-Pero ahora soy otro a sus ojos de Ud. ¿no es verdad? Ahora, prima, no me trata Ud. ya como hermano, ahora no me quiere Ud. como entonces.

-Yo siempre... -le quiero a Ud., iba añadir Luisa, pero como en aquel instante encontró otra vez aquella mirada del mancebo que tanto   -58-   la había turbado, quedose sin concluir la comenzaba frase.

Carlos tampoco acertó a decir nada más: pero estúvose mirándola largo espacio tan distraído en su contemplación que no oyó a doña Leonor que le invitaba a pasar con su padre a un gabinete para descansar un rato, pues no podía la buena señora ni aun a favor de tan gran día pasarse si sueño de la siesta. Tres veces repitió su indicación antes que el joven la oyese; y acaso aun la haría inútilmente por cuarta vez, si Luisa, que no podía resistir por más tiempo el rubor y la emoción que experimentaba, al sentir, por decirlo así, el fuego de la tenaz mirada del joven, no se hubiese levantado y entrádose precipitadamente en su alcoba.

  -59-  

Entonces Carlos se dejó conducir al gabinete, y al verse sólo con Francisco:

-¡Padre mío! -exclamó en un exabrupto de entusiasmo-, ¡qué feliz soy! ¡qué felices seremos!

El joven pensaba sin duda en aquel momento que aquella divina criatura le estaba destinada: mientras estuvo junto a ella no había pensado sino en verla tan bella y tan pura como un ángel.

Y Luisa, ¿en qué pensaba mientras dormían la mamá y venerables colegas, y ella echada en un sillón leía su libro de Pablo y Virginia...? No lo sé, pero me consta que, aunque estaba ya en el pasaje más interesante de la novela, en el momento en que los dos amantes se separaban, la siesta se pasó sin que aún hubiese leído la niña el embarque   -60-   de Virginia. Verdad es que debemos confesar que más de una vez se escapó el libro de sus manos, y que otras muchas, auque estuviesen fijos en él sus bellos ojos largo espacio de tiempo, no se la veía volver una página. Es indudable que en algo pensaba más interesante ya para ella que los amores de los dos criollos; pero ¿quién se atreverá a expresar en el lenguaje humano los pensamientos de una virgen que comienza a amar?

La siesta pasó: las señoras dejaron sus lechos, y Luisa y Carlos se volvieron a ver sino con tanto embarazo con mayor agitación. Pero don Francisco, a quien le era tan imposible dejar de dar algunas vueltas todas las tardes de verano por la alameda, como a su hermana   -61-   el dejar de dormir dos horas de siesta, manifestó a su hijo (no sé si con gran satisfacción de éste), que era ya tiempo de despedirse de las damas. Volviéronse entonces a repetir todas las bienvenidas y ofrecimientos que a la llegada se habían dirigido las personas visitadas y las visitantes, y doña Leonor las terminó convidando con mucha instancia a su sobrino a venir a acompañarlas todas las noches.

-Aunque no sea mi casa -dijo- una de aquéllas en que hay reuniones numerosas, no se pasa mal rato. Mis dos apreciables amigas que están presentes (y aquí doña Beatriz y doña Serafina hicieron una ligera cortesía), el cura don Eustaquio, sujeto de amabilísimo trato, y algún otro amigo, suelen venir a favorecernos,   -62-   y aunque no tengamos bailes ni conciertos, ni otras de esas diversiones mundanas, jugamos nuestra malilla, y aun algunas noches la lotería. Así, pues, mi querido sobrino, no te faltará en qué entretenerte sin ofensa de Dios ni perjuicio al prójimo, y si te fastidiase el jugar...

Carlos interrumpió con viveza a su tía para asegurar que lejos de fastidiarse se preparaba a divertirse muchísimo, pues tenía una decidida afición a la malilla y a la lotería.

Doña Leonor, sin embargo, concluyó su prospecto diciendo:

-Si te fastidiase el juego alguna noche, Luisita te dará conversación, pues ella nunca juega.

-Si tuvieras un piano en tu casa como debías -dijo don Francisco- y si no te hubieses encaprichado en que la niña no aprendiese música,   -63-   bien podríamos tener ahora buenos ratos, pues, según tengo entendido Carlos es un filarmónico consumado. Pero tú, hermana, has privado a Luisa de toda agradable habilidad, y con la educación que le has dado...

-Hermano -exclamó doña Leonor con algún enfado-, al oírte pensará mi sobrino que la niña es una ignorante, una estólida, y a la verdad que no porque no haya querido hacer de ella una profesora de música, ni una bailarina, creo que pueda tachárseme, de no haber dado a mi hija la educación correspondiente a su sexo. Otro día enseñará Luisa a su primo el mantel que ha hecho para el altar de nuestra señora del Amparo, que es la admiración de cuantas personas le han visto, y las dos imágenes de la   -64-   Dolorosa y de santa Teresa de Jesús, que ha bordado sobre raso blanco con sedas, y que tal parecen pintadas con pincel. Pues no digo nada de las flores que hace que casi va uno a olerlas, tan naturales están; ¡y eso que es de pura afición! Ella lee que da gusto oírla, ella escribe bastante claro, ella ejecuta para la perfección toda clase de obras de aguja, ella sabe las cuatro primeras reglas de aritmética como cualquier comerciante y puede relatar de memoria una porción de libros que ha leído. Digo, creo que no es tan ignorante como tú supones.

-¿He dicho yo acaso semejante cosa? Hermana, contigo no se puede hablar, pues das a la palabra más sencilla una interpretación absurda.

-Hermano, es que tú...

  -65-  

Verosímilmente iba a entablarse un altercado de los dos de costumbre entre los dos hermanos, cuando llegó felizmente la amabilísima persona del cura don Eustaquio que cortó con su presencia el comenzado debate. Después de otra media docena de felicitaciones y bienvenidas del reverendo cura de la familia, y contestadas una por una con escrupulosa exactitud, se despidieron padre e hijo y se encaminaron a la alameda, diciendo el uno:

-¡Mi hermana es insoportable!

Y el otro:

-¡Mi prima es encantadora!



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- III -

Carlos de Silva era uno de aquellos que las mujeres juzgan a la primera mirada, y de los que suelen decir en su interior:

-¡Feliz aquella a quien ame!

En efecto, sus ojos revelaban un alma ardiente y apasionada, y un corazón generoso, lleno de fe y fácil a exaltarse, así como su frente llevaba el sello de la inteligencia y de una noble altivez.

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Había en su fisonomía todo el ardor, todo el entusiasmo de la primera juventud, templados ligeramente por una tintura de orgullo y de melancolía. Era un hombre hermoso en toda la extensión de la palabra, pues su hermosura era enteramente varonil, y observando aquel rostro tan joven, presentíase que más tarde debería tener un gesto de severidad. Pero, entonces, Carlos no tenía más que veinte años.

Los doce primeros de su vida los había pasado cerca de su tía, en la atmósfera de devoción y de austeridad que la rodeaba. Habíanse formado sus primeras ideas análogas a las de las personas con quienes vivía. Los principios severos de doña Leonor, su rígida moral, sus hábitos religiosos y su inflexible carácter,   -68-   habían presidido, por decirlo así, al desarrollo del corazón de Carlos, ejerciendo su influencia sobre toda su vida.

En la época más brillante para la Francia y cuando el gran drama político comenzado con la revolución acababa de terminar con la caída del imperio; en aquella época de las nuevas ideas y los nuevos principios, Carlos a cuya natural comprensión se unía un carácter reflexivo, no había dejado escapar los varios acontecimientos de un período tan fecundo en grandes instrucciones.

Sus ideas se habían modificado y engrandecido, ilustrado su razón y extendido su inteligencia, sin que por eso se corrompiese su corazón ni viciase su carácter.

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Sin duda, al volver al lado de su tía no le acompañaban las mismas preocupaciones que ella le había inculcado, pero conservaba intacta la fe religiosa y la severa moral que distinguía a la respetable señora. Aunque dotado de un temperamento sanguíneo irritable y violento, y de pasiones muy vivas -acaso más vivas que profundas-, manteníase constante en sus principios, su conducta era regular e consecuente, y la franqueza impetuosa de su carácter era temperada por la energía de su razón. Verdad es que hasta entonces aquellos principios y aquella razón no habían tenido que sostener ninguna lucha tenaz con sus pasiones. Carlos era, pues, una bella y fuerte organización que aún no se había ejercitado; un ardiente corazón   -70-   que aún no había vivido; un elevado juicio que aún no podía juzgar con acierto y exactitud; una alta capacidad que aún no se conocía a sí misma: era, en fin, un hombre de veinte años, con los nobles instintos de la edad feliz, con las ilusiones y las teorías de las almas ardientes, con todos los peligros de la inexperiencia y con algunas de las preocupaciones recibidas en una primera educación.

Desde muy niño había oído repetir a su alrededor que Luisa debía ser su esposa: en el colegio no dejó de pensar alguna vez en esto. Cuando su corazón empezó a hablar, cuando la juventud circuló ardiente e impetuosa por sus venas, entonces pensó muchas veces en que estaba ya elegida la que debía ser compañera   -71-   de su vida. La imagen de Luisa tal cual él la había dejado no bastaba ya a la ambición de su alma apasionada, no era el objeto de sus sueños de amor. Tenía el joven allá en su mente el tipo de una mujer hermosa, pura, radiante, con la dignidad en la frente y la ternura en la mirada, creábase una esposa ideal que su corazón reclamaba, y a veces se decía a sí mismo:

-¡Y yo no podré buscarla! ¡Y habré de aceptar a otra que no sea ella!

Pero por un acaso feliz y raro, la mujer elegida por su padre para Carlos, era, sin que él lo sospechase, la realidad de sus ilusiones, el original del retrato que le bosquejaba su ardiente imaginación. Carlos vio a Luisa y la conoció: conoció a su creación, a su esposa ideal: aquélla   -72-   era la virgen sin mancha que le sonreía en sus éxtasis solitarios, la hechicera visión que entreveía en sus sueños. Carlos vio a Luisa y la amó: La amaba ya hacía tiempo: la amaba con un doble afecto. Luisa era la amante que hasta entonces él no conocía: en la niña, en la hermana había encontrado a su ideal compañera: y aquella virgen adorada y aquella hermana querida era la elegida para él por su familia: la mujer que le daban era la mujer que él hubiera buscado por todo el mundo. ¡Carlos era feliz!

Fácil es adivinar que no echó en el olvido la invitación de su tía y que fue exacto en concurrir todas las noches a su casa. No hizo, es verdad, grande empeño en participar de la divertida malilla que doña Leonor   -73-   le pintó como una distracción tan grata como honesta, prefirió el segundo prospecto de su tía: dar conversación a Luisa. Sin embargo, en honor de la verdad confieso que la tal conversación no era de las más animadas. Mientras jugaban las tres señoras, y el reverendo cura se paseaba con don Francisco a la sala discutiendo cuestiones teológicas o políticas, o acaso declamando el uno contra la corrupción de las costumbres y haciendo el otro la defensa, sólo por espíritu de contradicción. Luisa sentada en un taburete junto a un veladorcito de caoba, se entretenía en tejer medias o en hacer flores, y Carlos en otro taburete junto a ella la miraba trabajar en silencio. De vez en cuando Luisa consultaba el gusto de su   -74-   primo sobre tal o cual color, o le preguntaba si le parecían bastante finas las medias que tejía. De vez en cuando, también Carlos hacía alguna corta observación sobre la variedad que ostenta la naturaleza en sus obras, y la dificultad de imitar con el pincel o con la aguja la frescura y el colorido de esas flore con que alfombra pródigamente nuestro suelo, y también solía admirar la ligereza con que su prima ejecutaba su labor. Si una tijera o una aguja se caían, Carlos se bajaba a cogerlas, atreviéndose tal cual vez a engañar a Luisa retirando el objeto presentado en el momento en que ella iba a tomarlo. Entonces la niña se sonreía avergonzándose: él volvía a presentar y a retirar el objeto una o dos veces, y la niña comenzaba a   -75-   impacientarse tomando un empeño infantil en quitárselo. Si en esta especie de juego la casualidad hacía rozar si mano con la de Carlos, Luisa al punto la retiraba tiñéndose de púrpura su rostro, y Carlos, agitado y trémulo, cesaba en el juego. Así pasaban las noches en casa de doña Leonor, hasta que Carlos obtuvo permiso de su tía para enseñar a Luisa a pintar flores y pájaros. Desde entonces no se tejieron medias ni se hicieron flores. Sentados los dos delante de una mesa de forma antigua, daba Carlos a su amada largas lecciones que Luisa recibía con docilidad y complacencia. Durante el día el joven se entretenía en pintar bonitos ramos y pájaros de toda especie, que llevaba para modelos por la noche a su discípula.

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Era el mes de julio, tan caluroso en Sevilla, y según la costumbre del país las familias establecían su domicilio en las habitaciones bajas, y los patios se adornaban con primor. El de casa de doña Leonor no sobresalía por el lujo de sus muebles, pero sí por la abundancia y variedad de flores que Luisa cultivaba en jarrones azules y blancos, y cuyos aromas perfumaban el aire. En aquel patio estaban las mesas en que jugaba su malilla doña Leonor, y en la que pintaba Luisa. El ambiente fragante de aquel recinto parecía la única atmósfera en que debía vivir aquel ángel, y cuando Carlos apoyado en el respaldo de su silla inclinaba la cabeza, para seguir de más cerca los movimientos de la linda mano que se ensayaba en imitar los   -77-   pájaros pintados por él, las auras solían agitar los rubios cabellos de Luisa que tocaban un momento la frente del joven.

Si entonces su corazón latía con violencia y sus labios ardían, ávidos de devorar aquel hermoso pelo y aquellos hombros de nieve, cuando Luisa volvía hacia él sus ojos serenos y apacibles, la frente del hombre se inclinaba confusa y respetuosa a la mirada inocente de aquella virgen querida.

Junto a ella el alma más que los sentidos eran sensibles, y las tempestades del corazón se serenaban al aspecto de aquella reunión de lo más dulce y más poderoso que existe sobre la tierra: la inocencia y la hermosura.

El contemplarla en un mudo y   -78-   religioso éxtasis; el oír de vez en cuando su voz musical profiriendo palabras tiernas y expresando pensamientos tan puros como su corazón; el respirar junto a ella aquel ambiente de flores bajo el cielo poético de la Andalucía; el recibir una sonrisa, una mirada; eran placeres tan intensos para Carlos, eran una felicidad tan perfecta que no podía acordarse de si existía otra mayor. Y Luisa, ¡ah!, ¡y Luisa!... Sentía la inocente de una nueva vida en su corazón: un manantial de sensaciones desconocidas brotaba en su seno, como a la luz del sol se despiertan los colores que dormían en la noche; y sin comprender lo que sentía ni lo que inspiraba, hallábase, sin embargo, dichosa y agitada al mismo tiempo. Asústabale su propia ventura, y   -79-   cuando una mirada de Carlos la decía con respetuosa pasión, -¡te amo!- y sentía la niña inundarse de felicidad su corazón, levantaba al cielo sus ojos para preguntarle si no era un crimen ser tan dichosa en la tierra. En aquella alma casta y religiosa todos los sentimientos tenían un carácter místico, y muchas veces, mientras sus ojos quedaban dulcemente clavados en el rostro adorado, su pensamiento se elevaba al cielo para buscar más allá de la vida terrestre el porvenir de su amor. Cuando Carlos no estaba con ella, Luisa sentía un placer infantil en tocar todos los objetos que él había tocado, en ocupar la silla que él había ocupado, en repetir las palabras que él había proferido, y en imitar todos sus gestos y las inflexiones de su   -80-   voz; pero cuando ella misma advertía su locura ruborizada y arrepentida, se postraba delante de una imagen de la virgen, invocándola por protectora, y sus votos puros y sus esperanzas tímidas, subían al cielo en alas de la oración.

El sentimiento nuevo y poderoso que llenaba su corazón lejos de entibiar su piedad la había exaltado: porque el amor en las almas que aún no se han corrompido es también una religión: una fe.

¿Y dónde está el hombre que al amar por primera vez en su vida, cuando aún no ha visto y sentido que el amor tiene cansancio, que la felicidad tiene límites, no ha creído estrecha la tierra y breve la vida para el sentimiento que le engrandece? ¿Dónde está aquél que no haya   -81-   necesitado entonces del Dios paternal que ofrece una vida eterna para un eterno amor?

Por eso ningún hombre es materialista a los veinte años. Sólo se deja de creer cuando se deja de amar.

Pero ellos, con sus corazones vírgenes, con su poderosa juventud, ellos que se amaban sin crimen, que en breve harían un deber sagrado de su ardiente y pura pasión, ellos tan castos y tan dichosos, creían en todo: en la eternidad de la vida; en la eternidad del amor. ¡Oh! No seré yo ciertamente quien se burle de ninguna fe. Veo en todas las creencias una virtud y una felicidad. Búrlense en buena hora los corazones desgastados y fríos de esos elevados instintos del hombre que llaman ilusiones. ¡Venid a mí, verdaderas   -82-   o falsas, venid a mí, dulces creencias de la primera juventud! ¿Qué le queda al hombre cuando os ha perdido?



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- IV -

Dos meses habían corrido desde que Carlos llegó a Sevilla, y don Francisco aún no había dicho ni una sola palabra relativa al enlace de los dos primos. Este silencio molestaba ya a doña Leonor, tanto más cuanto que por ciertas expresiones que se escapaban a su hermano tenían fundadas sospechas que aún no había desistido enteramente   -84-   de su proyecto de enviar a Carlos a Madrid. Proyecto que, como ya hemos visto, desagradaba altamente a la buena señora, que temía que una ausencia, una larga dilación en el proyectado enlace, acarrease algún contratiempo que pudiera frustrarle: como, a pesar de su vida monástica, no estaba destituida de aquel conocimiento que se adquiere con los años, por poco que se frecuente la sociedad de los hombres, conocía doña Leonor que en la edad de su sobrino si muy bien vivas las impresiones, no son siempre las más profundas, y que no era cosa prudente poner a prueba su constancia, mayormente antes de haberle ligado con un vínculo indisoluble. Doña Leonor, cuya salud era cada día más delicada y, por consiguiente,   -85-   más vivo el deseo de establecer a su hija, observaba cuidadosamente los rápidos progresos que hacía el amor en los dos jóvenes, y se los hacía notar a su hermano para provocar por este medio una resolución decisiva. Pero don Francisco no hablaba y doña Leonor comenzaba a enfadarse seriamente. Carlos no limitaba ya sus visitas a dos o tres horas de la noche: casi todo el día estaba en la casa de su tía, siempre junto a Luisa, mirando a Luisa, enajenado con Luisa. La niña, por su parte, descuidaba medianamente sus ocupaciones domésticas, y aunque siempre dulce, humilde y afectuosa, parecía melancólica y sin sosiego los momentos en que yo no veía a Carlos. Doña Leonor, cuya severidad y maternal vigilancia   -86-   eran irrelajables, veíase obligada a descuidar también muchas de sus devociones para estar continuamente en guarda de los amantes, pues, a pesar de la conducta respetuosa del joven y el perfecto recato de la doncella, hubiera creído faltar a todas las leyes del decoro, y hacerse culpable del pecado de omisión, si no vigilaba todas sus acciones, movimientos y aun miradas. Cuando su histérico o su reumatismo la imposibilitaban de llenar exactamente sus deberes de madre cuidadosa y prudente, la reemplazaba la respetable viuda doña Serafina. Doña Beatriz no recibió nunca tan augusto cargo, pues, no obstante sus cincuenta años, su estado de doncella no la daba a los ojos de la escrupulosa madre un carácter bastante   -87-   respetable. Cansábase ya doña Leonor de la sujeción en que la constituía el cuidado de vigilar a su hija, y un escrupulizaba de permitirla un trato tan frecuente con su novio cuando aún no sabía si efectuaría pronto aquel deseado consorcio. Estos motivos, por una parte, y por otro su temor de que volviese don Francisco a su tema de enviar a Carlos a la corte y de que pudiera sobrevenir algún obstáculo a la realización de sus deseos, la determinaron a tomar por fin un expediente formal que sacase de la inacción a su hermano. Antes de poner en ejecución su pensamiento, observó detenidamente a su sobrino, para confirmarse en el juicio que tenía ya formado de que estaba locamente enamorado.

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En efecto, no podía dudarse que de día en día se aumentaba el cariño del joven. Era cosa digna de verse cómo pasaba horas tras horas sentado junto a su prima, embebecido en mirarla y como olvidado del mundo entero. Sus conversaciones que eran regularmente en presencia de un respetable auditorio, se reducían a naderías o palabras insignificantes en sí, pero en aquellas pláticas tan indiferentes, ¡había tantos medios de entenderse dos amantes! Una mirada tímida y furtiva, un suspiro ahogado, las inflexiones de la voz, más dulce, más lenta, más expresiva cuando se dirigían uno al otro la palabra... Todas las pequeñeces que son tan grandes en el amor, venían naturalmente al auxilio de nuestros héroes, y sin que   -89-   jamás se hubiese pronunciado la palabra amor ni por uno ni por otro, ambos sabían que eran amados.

Las lecciones de pintura que Carlos continuaba dando a su prima les proporcionaban algunos momentos de menos sujeción, porque entonces estaban algo más separados, aunque nunca fuera de la vista de la vigilante mamá. Pero sucedía que la mayor libertad los hacía más tímidos. Muchas veces, al verse espiado, por decirlo así, por las miradas inexorables de doña Leonor, imposibilitado de poder decir a su prima una palabra que ella sólo oyese, deseaba Carlos y promovía la lección de dibujo, pareciéndole que tenía mil y mil cosas apasionadas que decirla: pero luego que se veía en la posición deseada, intentaba en vano expresar   -90-   lo que con tanta vehemencia sentía. Turbábase, templaba, la voz expiraba en sus labios, y algunas veces que se violentaba y hacía un esfuerzo para decir algo, sus palabras eran tan incoherentes que él mismo no podía darse razón de lo que había querido expresar. Si entonces Luisa volvía sus ojos hacia él, sus modestos ojos llenos de serenidad y de ternura, y dejaba de oír su voz tan dulce, tan musical, el joven la miraba y la escuchaba estático: su agitación se calmaba, su desconcierto desaparecía y embelesado, subyugado por el encanto de aquella hermosura tan apacible y tan pura, sólo tenía la necesidad de amarla como se ama a Dios: tributándole un culto silencioso. Entonces volvía a enajenarse, a ser feliz con sólo contemplarla,   -91-   entonces su mirada fija en ella con una expresión de ternura mezclada de respeto, hacía sonreír alguna vez a los espectadores y sonrojar a la modesta doncella.

Doña Leonor, que en vista de todos estos síntomas no dudó ya de que Carlos amaba verdaderamente a su hija, resolvió dar un paso prudentemente meditado hacia el blanco de sus deseos, y cuando vio más enamorado a su sobrino le declaró seriamente que su decoro y el de su hija exigía que se hiciese menos largas y frecuentes sus visitas.

-No puedes figurarte -añadió- cuánto siento el verme en la precisión de hacerte esta súplica, mi querido sobrino, pero ha llegado a mis oídos que las gentes empiezan a murmurar la intimidad que te permito con Luisa, pues aunque   -92-   nadie ignora la intención que hace muchos años tenemos ambos hermanos de estrechar más nuestros vínculos, por medio de un enlace entre nuestros dos hijos, todos extrañan, y con razón, el que sin ningún motivo conocido se retarde tanto la realización de este matrimonio. El honor de mi hija exige, pues, que se limite vuestro trato hasta que no haya obstáculo que se oponga a vuestra unión.

Carlos que hasta entonces no había sentido una gran impaciencia por ver llegar el día de aquella unión, porque la certeza de lla le quitaba toda inquietud, quedó dolorosamente sorprendido al oír aquel discurso de su tía, y, entonces, por primera vez, pensó en que ya podía estar casado y que no lo estaba. Turbose   -93-   algún tanto y dijo después con bastante emoción:

-¡Dejar de verla todos los días, a todas las horas! ¡Oh! ¡Sería una crueldad! ¡Obstáculo dice Ud.! ¿Cuál es? ¿Qué puede impedir que se verifique muy pronto esa unión concertada hace tanto tiempo y en la que cifro yo la felicidad de mi vida?

-Estoy en ese punto tan ignorante como tú mismo -respondió la astuta devota-, por mi parte hoy mismo pudieras casarte.

-¿Quién es pues...?

-Tu padre tendrá acaso algún motivo para este retardo, que extraña toda Sevilla y que da margen a los ociosos para mil suposiciones y comentarios, poco honoríficos a la verdad para él y para mí. Pero Francisco no reflexiona en nada de esto y sospecho que su intención es enviarte a la corte y...

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-¡Enviarme a la corte!... -interrumpió con impetuosidad el mancebo. ¡Separarme de Luisa! ¡Oh! ¡No! ¡No consentiré!

Trabajo le costó a doña Leonor disimular su gozo al oír esta declaración que disipaba todos sus temores: procuró hacerlo, sin embargo, y dijo con fingida severidad a su sobrino que un buen hijo no debía resistir a la voluntad de su padre, aun cuando esta voluntad fuese tiránica y caprichosa.

-No poco se murmura de esta resolución de mi hermano -añadió-, y no poco hará padecer a mi corazón que anhela darte el dulce nombre de hijo, pero no me corresponde a mí el empeñarme en apresurar ese día, como si me pesase mi hija y quisiera a toda costa descargarme de ella. A Dios gracias estoy muy lejos de este caso.

-¿Quién   -95-   duda de ello? -exclamó Carlos con vehemencia: ¡Luisa es un ángel! ¡Querer descargarse de lla! ¡Oh! ¿Quién puede pensar semejante cosa? Pero Ud. dice bien, no es a Ud. a quien corresponde apresurar ese día que debe hacerme el más feliz de los hombres; si me lo permite Ud. yo seré quien hable con mi padre hoy mismo, quien le suplique de rodillas que no dilate más mi ventura. ¿Consiente Ud. en ello, tía mía?

Doña Leonor aparentó vacilar, y viendo la decisión del joven fue recogiendo velas hasta el punto de decir, que acaso convendría mejor que se tomasen más tiempo de meditar en ello, antes de echarse un yugo tan duro como el matrimonio.

-Pero continuaremos como hasta ahora -exclamó Carlos-, ¿no es verdad mi   -96-   amada tía? Yo esperaré todo el tiempo que Ud. quiera: haré cuanto Ud. me ordene; pero permítame ver a Luisa todos los días.

Doña Leonor que no esperaba tanta resignación, se guardó bien de consentir en lo que su sobrino le pedí, y como éste por su parte no suscribiese a ver con menos frecuencia a Luisa, fue preciso, por fin, acceder a su primera proposición; pero supo hacerlo doña Leonor de un modo tan decoroso, con tanta maestría, que su sobrino la dejó persuadido de que cedía casi a pesar suyo, y ella quedó muy segura de que no había comprometido en nada su dignidad, ni rebajado ni un ápice su orgullo.

Carlos habló aquel mismo día a su padre, manifestándole su deseo de que se realizase cuanto antes el casamiento.   -97-   En vano el anciano le dio las razones buenas o malas que le movían a no querer casarle tan joven. El apasionado amante las refutó victoriosamente. ¡Se tiene tanta elocuencia para defender la causa del corazón! En tales casos el hombre más limitado encuentra recursos estupendos. El papá, que sin ser muy prudente era, por fin, un papá, que había tenido veinte años y tenía ya cincuenta y cuatro, no dejó de hablar mucho de la solemnidad del empeño que iba a contraer, de la necesidad de reflexionarlo maduramente, de conocer un poco el mundo antes de querer ocupar en él el augusto rango de esposo y padre, de lo horrible que sería un arrepentimiento tardío..., pero todo esto no hizo mella alguna en su hijo. ¡Arrepentimiento!   -98-   ¡Cuando se tienen veinte años no se concibe nunca el arrepentimiento! ¿Se prevé cuando se ama la posibilidad de cesar de amar?

¡La juventud! ¡El amor! Si tuvieran por compañeras a la prudencia y a la previsión no producirían tantos errores, tantos arrepentimientos, tantos dolores: pero, ¡ah!, ¿tendrían entonces tantos encantos?

Don Francisco racionaba: Carlos sentía, Carlos debía triunfar y triunfó.

Quince días después de las siete de la mañana se celebró en la catedral la ceremonia que unía a dos personas hasta la muerte. Ceremonia solemne y patética en el culto católico, y que jamás he presenciado sin un enternecimiento profundo mezclado de terror.

Al salir de la iglesia Carlos que   -99-   daba el brazo a su joven esposa estaba radiante de alegría: Luisa tenía los ojos bajos, la frente y las mejillas bañadas de rubor, y en toda su persona se advertía una especie de vaga inquietud y dulce melancolía; pero solamente cuando de vuelta a su casa fue conducida con Carlos por los padrinos al sillón en que estaba su madre (cuyo mal estado de salud no le permitió aquel día acompañarla a la iglesia), sólo entonces se vio una cristalina lágrima deslizarse lentamente por su mejilla. Doña Leonor, cuyo rostro descarnado y amarillo contrastaba de una manera singular con el semblante puro y hermoso de su hija, tendió sus brazos enflaquecidos hacia los dos jóvenes, que doblaron las rodillas delante de ella para recibir   -100-   su bendición. Las facciones enfermizas y adustas de la anciana, se suavizaron y reanimaron en aquel momento, y poniendo sus manos trémulas sobre las cabezas de ambos jóvenes, levantó al cielo una mirada que jamás hasta entonces se había visto en sus ojos: la mirada de una madre que pide al cielo la felicidad de su hija, ¡mirada elocuente, indescribible, sublime. Luego con voz débil, pero con acento solemne y profundo, dirigió a los recién casados un largo discurso sobre las obligaciones que acababan de contraer. Su tono grave y severo fue suavizándose gradualmente, y al terminar aquel discurso con estas palabras que dirigió a su yerno:

-Consérvala pura y piadosa como te la entrego: ha sido buena hija,   -101-   prémiala tú haciéndola una feliz esposa.

Su fisionomía tomó un carácter verdaderamente patético.

Carlos, conmovido, tomó una de sus manos enflaquecidas, y, uniéndola entre las suyas con las de Luisa, las apretó sobre su corazón exclamando.

-¡Yo lo juro!

-Tú, hija mía -prosiguió Leonor-, no olvides nunca que después de Dios tu primer amor debe ser tu marido: ámale, obedécele en todo aquello que no se oponga a la salvación de tu alma.

Luisa levantó a hacia su esposo una mirada de inefable ternura: Carlos, enajenado, la estrechó entre sus brazos; y ella, reclinando lánguidamente su cabeza sobre el pecho de su marido, pronunció con voz tan dulce que sólo él pudo oírla

-Sí, siempre te amaré: ¡Dios y tú!

  -102-  

Era la primera palabra de amor que pronunciaban aquellos labios tan puros. Carlos fuera de sí imprimió un beso de fuego en su frente virginal: era la primera vez que el joven veía en sus brazos a una mujer amada.

-Ahora -exclamó doña Leonor con tono solemne-, yo os bendigo hijos míos, que Dios os haga virtuosos y felices, y que vuestros hijos sean para vosotros lo que habéis sido vosotros para vuestros padres.

Y los circunstantes respondieron a coro:

-Amén.

El ángel de los castos amores debió desde su asiento de nubes palpitar de placer en aquel momento.



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