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Dulce y sabrosa


Jacinto Octavio Picón






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Advertencia para esta edición


Si creyera que el publicar un escritor sus obras completas implica falta de modestia, no reimprimiría las mías. Lo hago porque están casi todas agotadas; pensando que es deber de padre no consentir que mueran sus hijos, aunque no sean tan buenos ni tan hermosos como él quiso engendrarlos; y también porque considero que el hombre tiene derecho a despedirse de la juventud recordando lo que durante ella hizo honradamente y con amor.

Otra disculpa pienso que atenúa mi atrevimiento. Porque ser partidario del arte por el arte, y yo lo soy muy convencido, no puede amenguar ni estorbar, aun cultivando esta que se llama amena literatura, el entusiasmo por ideas de distinta índole; las cuales unas veces veladamente se transparentan y otras ostensiblemente se muestran en la labor de cada uno; pues no es posible, y menos en nuestra época, que el literato y el artista sientan y piensen ajenos al ambiente que respiran. Quien carece de fuerzas para conquistar la costosa gloria de adelantarse a su tiempo, tenga la persistente virtud de servirle: así lo he pretendido; mas él ha caminado tan deprisa, que hoy acaso parezcamos tímidos los que ayer fuimos osados. De éstos quise ser: de los que al estudiar lo pasado y observar lo presente procuran preparar lo porvenir y se esperanzan con ello. Por eso rindo tributo de constancia y firmeza a las ideas de mi juventud, algunas hoy tan combatidas, reuniendo estos pobres libros, sin que me arredre el recuerdo de cómo unos fueron censurados, ni espere que retoñe la benevolencia con que otros fueron alabados. Discurro al igual de aquel gran prosista que decía: «No es temor, como no es vanidad».

Bien quisiera, lector, que pensáramos a dúo y que mi conciencia hallase siempre eco en la tuya: si por torpe desespero de lograrlo, por sincero creo merecerlo.

No busques en mis cuentos y novelas lección ni enseñanza: quédese el adoctrinar para el docto, como el moralizar para el virtuoso: sólo tienes que agradecerme el empeño que puse en divertir y acortar tus horas de aburrimiento y tristeza.

Sea cual fuere tu fallo, hazme la justicia de reconocer dos cosas: la primera, que he procurado entender y practicar el arte literario con aquel criterio y temperamento español más atento a reflejar lo natural que a dar lo imaginado por sucedido: nunca quise hacerte soñar, sino sentir; la segunda, que soy de los apasionados de esta hermosa y magnífica lengua castellana, si huraña y esquiva para quien la desconoce o menosprecia, en cambio agradecida y espléndida para los que, haciendo de ella su Dulcinea, aunque no lleguen a lograrla, tienen honra en servirla y placer en amarla.

J. O. P.

Madrid, Abril de 1909.



Figúrate, lector, que vuelves a tu casa mohíno y aburrido, lacio el cuerpo, acibarado el ánimo por la desengañada labor del día. Cae la tarde; el amigo a quien esperas, no viene; la mujer querida está lejos, y aún no te llaman para comer. Luego el tiempo cierra en lluvia; y tú, apoyada la frente en la vidriera del balcón, te aburres viendo la inmensa comba de agua que se desprende de las nubes. Llegada la noche, el viento gime dolorosamente formando eco, y acaso despertando las tristezas de tu alma... No quieres dormir ni tienes sueño, y recelas que al reclinar la cabeza en la almohada se pueble tu pensamiento de recuerdos amargos y esperanzas frustradas. ¿A quién le faltan en la vida días negros, estériles para el trabajo, en que la soledad trae de la mano a la melancolía?

Contra ellos está escrito este libro, que, entre desconfiado y medroso, dejo pasar de mis manos a las tuyas. Recíbelo, no como novela que mueve a pensar, sino como juguete novelesco, contraveneno del tedio y engañifa de las horas.

JACINTO OCTAVIO PICÓN.

Madrid, 1891.




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A quien leyere


Figúrate, lector, que vuelves a tu casa mohíno y aburrido, lacio el cuerpo, acibarado el ánimo por la desengañada labor del día. Cae la tarde; el amigo a quien esperas, no viene; la mujer querida está lejos, y aún no te llaman para comer. Luego el tiempo cierra en lluvia; y tú, apoyada la frente en la vidriera del balcón, te aburres viendo la inmensa comba de agua que se desprende de las nubes. Llegada la noche, el viento gime dolorosamente formando eco, y acaso despertando las tristezas de tu alma... No quieres dormir ni tienes sueño, y recelas que al reclinar la cabeza en la almohada se pueble tu pensamiento de recuerdos amargos y esperanzas frustradas. ¿A quién le faltan en la vida días negros, estériles para el trabajo, en que la soledad trae de la mano a la melancolía?

Contra ellos está escrito este libro, que, entre desconfiado y medroso, dejo pasar de mis manos a las tuyas. Recíbelo, no como novela que mueve a pensar, sino como juguete novelesco, contraveneno del tedio y engañifa de las horas.

JACINTO OCTAVIO PICÓN.

Madrid, 1891.






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Capítulo I


Donde se traza el retrato de don Juan y se habla de otro personaje que, sin ser de los principales, influye mucho en el curso de este verídico relato


Dijo uno de los siete sabios de Grecia, y sin ser sabio ni griego pudo afirmarlo cualquier simple mortal, que todo hombre es algo maníaco, y que la índole de su manía y la fuerza con que es dominado por ella, determinan o modifican cuanto en la vida le sucede.

Admitiendo esto como cierto, fácilmente puede ser comprendida y apreciada la personalidad de don Juan de Todellas, caballero madrileño y contemporáneo nuestro, cuya manía consiste en cortejar y seducir el mayor número posible de mujeres, con una circunstancia característica: y es, que así como hay quien se deleita y entusiasma con las ciencias, no en razón de las verdades que demuestran, sino en proporción del esfuerzo que ha menester su estudio, así don Juan, más que en poseer y gozar beldades, se complace en atraerlas y rendirlas; por donde, luego de lograda la victoria, viene a pecar de olvidadizo y despegado, entrándosele al alma el hastío en el punto mismo de la posesión.

En cuanto al origen de su apellido no cabe duda de que Todellas es corruptela y, contracción de Todas-Ellas, alias o apodo que debió de usar alguno de sus ascendientes, y que, andando el tiempo, se ha convertido en nombre patronímico. De casta le viene al galgo ser rabilargo, y a don Juan ser enamoradizo.

Como otros hombres se enorgullecen por descender de Guzmanes, Laras y Toledos, él se precia de contar entre sus abuelos al célebre Mañara, y si no dice lo mismo de Tenorio, es por no estar demostrado que en realidad haya existido: en cambio alardea de que, a no impedírselo las parejas de agentes de orden público, los serenos, el alumbrado por gas y otras trabas, hubiera sido cien veces más terrible que aquellos dos famosos libertinos.

Sin embargo, no es don Juan tan perverso, o no está tan pervertido como se le antoja, para vanidosa satisfacción de su manía; porque cuando algún mal grave engendran sus hechos, antes es en virtud de la fuerza de las circunstancias y de las costumbres modernas, que como resultado de su voluntad.

En una palabra: no carece de sentido moral, pero instintivamente profesa la doctrina de aquellos cirenaicos griegos que fundaban la vida en el placer. A ser posible, quisiera burlar a las mujeres sin deshonrarlas ni perderlas, aspirando el perfume sin ajar la flor, bebiendo en el vaso sin empañar el cristal; limitándose a enseñar a sus queridas lo que es amor, sin que luego en brazos ajenos tengan que sonrojarse por lo que hayan aprendido en los suyos. No es un seductor vulgar, ni un calavera vicioso, ni un malvado, sino un hombre enamoradizo que se siente impulsado hacia ellas, para iniciarles en los deliciosos misterios del amor, semejante a los creyentes fanáticos, que a toda costa pretenden inculcar al prójimo su fe.

Imitando al borracho que dividía los vinos en buenos y mejores, por negar que los hubiese malos, don Juan clasifica a las mujeres en bellas y bellísimas, y añade que las feas pertenecen a una raza inferior, digna de lástima, cuya existencia sobre la tierra constituye un crimen del Destino, por no decir un lamentable error de la Providencia. Sin embargo, antes de calificar de fea a una mujer, la mira y remira despacito, madurando mucho la opinión, pues sabe que aun las menos favorecidas de la Naturaleza se hacen a veces deseables, como acontece verse las almas empecatadas súbitamente favorecidas por la gracia divina.

Don Juan vive exclusivamente para ellas, o, hablando con mayor propiedad, para ella, pues cifra su culto a la especie en la adoración a la individua, en singular, porque jamás persigue, enamora ni disfruta dos mujeres a la vez, ni simultanea dos aventuras; diciendo que el amor es compuesto de estrategia y filosofía, y que jamás ningún gran capitán entró en campaña con dos planes, ni hubo verdadero filósofo que fundase sistema en dos ideas.

La existencia de don Juan es continuo pensamiento en la mujer: si duerme, sueña con ella; si vela, medita enseñorearse de alguna; si come, es para adquirir vigor; si bebe, para que la imaginación se le avive y abrillante, inspirándole frases apasionadas; si gasta, es por ganar voluntades; si descansa, es para aumentar el reposo de que nace la fuerza.

Según el estado de su ánimo y la índole de la conquista que trama, don Juan lee mucho, y siempre cosas o casos de amor. Conoce perfectamente la literatura amatoria, desde la más espiritualista, casta y platónica, hasta la más carnal, pecadora y lasciva. De cuantos autores han escrito sobre el amor, sólo a Safo rechaza; de cuantas tierras han sido teatro de aventuras eróticas, sólo muestra horror a Lesbos; de cuantas ciudades fueron en el mundo aniquiladas, sólo le parece justa la destrucción de Sodoma; y es tal y tan ferviente su adoración a la mujer, que, atraído por todas con igual intensidad, aun ignora cuál sea su tipo favorito, si el de la bacante desnuda, voluptuosa y medio ebria, que convirtió en lechos de placer los montones de heno recién segado, o el de la virgen cristiana que entregaba el cuerpo a la voracidad de las bestias antes que acceder a sentirlo profanado por caricias de paganos.

Circunscribiéndose a la época en que vive, no repara en diferencias sociales: siendo limpia y bonita, requiebra con igual placer a una menestrala que a una dama, y posee arte tan exquisito para lograrlas, que la más arisca y desabrida se convierte con sus halagos en complaciente y mimosa, infiltrándoles a todas en el alma, como veneno que voluntariamente saborean, aquel consejo de la Celestina: «Gozad vuestras frescas mocedades; que quien tiempo tiene y mejor le espera, tiempo viene que se arrepiente.»

Posee don Juan la envidiable cualidad de hablar y pedir a cada una según quien ella es, y con arreglo al momento en que solicita y suplica. La que reniega de la timidez, le halla osado, y comedido la que desconfía de su atrevimiento; con las muy castas observa la virtud de la paciencia, esperando y logrando del tiempo y la ocasión lo que le regatea la honestidad; a unas sólo intenta seducir con miradas y palabras; a otras en seguida les persuade de que los brazos del hombre se han hecho para estrechar lindos talles. Es religioso con la devota, a quien obsequia con primorosos rosarios y virgencillas de plata; dicharachero y juguetón con la coqueta, a quien agasaja con adornos y telas; espléndido con la interesada, y aquí de las alhajas; adulador con la vanidosa, romántico con la poética, mañoso con la esquiva; y se amolda tan por completo al genio de la que corteja, que sentando con ella plaza de mandadero, luego queda convertido en prior. Mientras ejerce señorío sobre una, la hace dichosa. Su cariño es miel, su amor fuego, sus deseos un continuo servir, sus manos un perpetuo regalar; y además de estas fecundas cualidades, que le abren los corazones más cerrados y le entregan los cuerpos más deseables, emplea dos recursos, en los que funda grandes victorias. Consiste uno en murmurar y maldecir de todas las mujeres mientras habla con la que codicia, y estriba el otro en ser o parecer tan discreto y callado, que la que peca con él le queda doblemente sujeta con el encanto del amor y la magia del misterio.

En las rupturas es donde mejor demuestra su habilidad. Lo primero que intenta, cuando quiere renunciar a una mujer, es persuadirla de que a ella no le conviene seguir en relaciones con él: ya invoca el temor a la murmuración y el respeto al decoro de quien le ha hecho feliz; ya, si ve pretendiente que la persiga, alardea de sacrificarse dejándola en libertad para que otro pueda hacerla dichosa. Si esto no basta, simula reveses de fortuna que le apartan de la que le cansa, con lo cual el hastío toma forma de delicadeza; o miente celos, fomenta coqueteos, tiende lazos, acusa de traiciones, provoca desdenes, y fingiéndose agraviado, se aleja satisfecho. Con las pegajosas recalcitrantes emplea, si son tímidas, la amenaza del escándalo; y si son de las feroces y bravías, lo arrostra valerosamente, cortando el nudo, como Alejandro, cuando no puede desatarlo. Finalmente, muchas veces acepta el cobarde pero seguro recurso de la fuga; asiste a la última cita, mostrándose tan rendido como en la primera, y desaparece groseramente, dejando tras sí la humillación y el despecho, que cierran las puertas a la reconciliación.

Los que conocen poco a don Juan creen que es un libertino vulgar, empeñado en jugar al Tenorio: en realidad, es un hombre que ha puesto sus facultades, potencias y sentidos al servicio de sus gustos, con el entusiasmo y la tenacidad propios del que consagra a un invento la existencia. Visto en la calle o el teatro, es un caballero elegante sin afectación, un buen mozo que parece ignorar la gentileza y gallardía de su persona; a solas con ellas, tan pronto resulta conquistador irresistible como villano medroso que desea rendirse. Dice que no es más diestro quien sabe vencer, sino quien acierta y aprovecha el instante de darse por vencido: y llegado aquel momento que, según un Santo Padre, sirve para renovar el mundo, no hay mujer que no le reconozca por señor, gozándose él en hacerles creer que le poseen cuando acaban de hacerle entrega de lo mejor que poseían.

Don Juan tiene treinta y tantos años, es soltero, por lo cual da gracias a Dios lo menos una vez al día, y vive solo, sin más compañía que la de sus criados. Uno entre ellos es digno de elogio: Benigno, el ayuda de cámara, que es listo, discreto, trabajador y hasta fiel, porque le trae cuenta la honradez. Nadie sabe como él llevar una carta a su destino, y, según los casos, dejarla precipitadamente o lograr en seguida la contestación. Es maestro en negar o permitir oportunamente la entrada a las visitas, y en cuanto a intervenir y ser ayudante y, tercero en aventuras e intrigas amorosas, no hay Mercurio ni Celestina que le aventaje.

Pero de quien conserva don Juan recuerdo gratísimo es de Mónica, cocinera que guisó para él durante muchos años. No era una fregatriz vulgar, sino una sacerdotisa del fogón. Instintivamente tenía idea de la alteza de su misión; nació artista, y sin haber leído a Ruperto de Nola, ni a Martínez Motiño, ni a Juan de Altimiras, ni a la Mata, ni a Brillat-Savarin, ni a Carême, sabía que quien da bien de comer a sus semejantes merece que se le abran de par en par en este mundo las puertas del agradecimiento y en el otro las del Paraíso.

En las épocas en que don Juan tenía buen apetito, Mónica se lo satisfacía con escogidos platos, que jamás le proporcionaron indigestión ni hartazgo; cuando desganado, le excitaba el hambre comprándole y condimentándole moderadamente lo que mejor pudiese regalarle el paladar. Si el calor del verano o los excesos amorosos le debilitaban, aquella mujer incomparable le preparaba caldos sustanciosos, asados nutritivos y sabrosos postres. Si, por el contrario, sabía que su amo gozaba de perfecta salud y traía conquista entre manos, guisaba para él, con abundancia de vinos generosos, especias y estimulantes que contribuyesen a su vigor, a su alegría y a sus triunfos. Mónica era ecléctica, es decir, no trabajaba con sujeción a la rutina de ninguna escuela, sino que las cultivaba todas. Con igual maestría guisaba los delicados y finos manjares franceses que los suculentos platos de resistencia a la española; tan ricas salían de sus admirables manos, por ejemplo, las chochas a la Montmorency o las langostas a la Colbert, como la castiza perdiz estofada o la deliciosa empanada de lampreas. Don Juan decía que apreciaba a su cocinera más que a su médico, porque éste le curaba las enfermedades a fuerza de pócimas y drogas, y aquélla le conservaba la salud con exquisitos bocados.

Dos o tres años antes de comenzar la acción de este relato tuvo don Juan que ausentarse de Madrid, y queriendo dar a Mónica una prueba del cariño que le profesaba, le regaló unos cuantos miles de reales, que ella invirtió en poner una casa de huéspedes, mas sin envilecerse guisando para ellos; antes al contrario, tomó cocinera que lo hiciese: de este modo se improvisó señora y no puso mano en cazuela a beneficio de quien acaso no supiese saborear su trabajo. Por supuesto, la generosidad de don Juan halló eco en el corazón de Mónica, la cual prometió a su amo volver a servirle cuando tornase a la corte.

La casa de don Juan está alhajada con cuantos primores pueden allegar el buen gusto y el dinero. El principal adorno de sus habitaciones es una preciosa colección de estatuillas, dibujos, aguasfuertes, fotografías y pinturas, en que se refleja la pasión que le domina. Allí todo habla de amor. Hay reproducciones de las Venus más célebres, efigies de santas que amaron, como Magdalena y María Egipciaca; copias de las cortesanas y princesas desnudas, inmortalizadas por los pintores del Renacimiento italiano; miniaturas y pasteles de damas francesas, deliciosamente escotadas; mujeres adorables, que fueron hermosas hasta en la vejez, ruinas de la galantería, mártires de la pasión y sacerdotisas de la voluptuosidad; pero sin que figure en aquel precioso conjunto de obras artísticas ninguna que sea de mal gusto, o tan libre que haga repugnante el amor, en vez de presentarlo apetecible. No: don Juan aborrece la obscenidad y la grosería tanto como se deleita en la belleza y en la gracia. Ni en los más recónditos secretos y escondrijos de sus muebles podrá encontrarse una fotografía desvergonzadamente impúdica; pero en cambio le parece honesta sobre todo encarecimiento aquella ninfa que, sorprendida desnuda y acosada por un sátiro, se escondió... tras el tenue y plateado hilo que formó una oruga entre dos ramas de árbol.

Don Juan es deísta, pues dice que sólo la Divinidad pudo concebir y crear la belleza femenina: y es bastante buen cristiano, recordando que Cristo absolvía a las pecadoras y perdonaba a las adúlteras: mas al propio tiempo es por sus gustos artísticos e inclinaciones literarias, algo pagano; lo cual le ha hecho colocar a la cabecera de la cama una estatuilla de Eros, muy afanado en avivar con sus soplos la llama de una antorcha que sustenta entre las manos. Y si alguien manifiesta sorpresa al verlo, don Juan declara que, no pudiendo hallar imagen auténtica del Dios omnipotente, y pareciéndole un poco tristes los crucifijos, ha colocado en su lugar aquella representación del amor, que es delicia y mantenimiento del mundo.

En cuanto al retrato de las prendas físicas de don Juan... mejor es no hacerlo; a los lectores poco ha de importarles la omisión, y en cuanto a las lectoras, preferible es que cada una se le figure y finja con arreglo al tipo que más le agrade. Baste decir que es simpático, y, aunque sin afeminación ni dandysmo, cuidadoso de su persona, tanto que se ha preocupado mucho de cómo debe llevar repartidos los pelos en el rostro quien se consagra a perfecto amante.

Algún tiempo anduvo lampiño, como dicen los arqueólogos que están las estatuas de Paris, a quien amó Elena, y el busto del famoso Antinóo; luego lució bigote a la borgoñona, a semejanza de aquellos galanes españoles del siglo XVII, que fueron regocijo de damas, monjas y villanas; por fin resolvió dejarse barba apuntada, según es fama que la tuvo el duque de Gandía cuando amó a Isabel de Portugal, y bigotes largos, como aquel conde de Villamediana que murió por haber puesto en otra reina los ojos.

Bien quisiera don Juan vestir de manera que la ropa favoreciese su buen talle; alguna vez imaginó verse engalanado con capotillo de terciopelo negro, esmaltado por la venera roja de Santiago, gregüescos acuchillados de raso, calzas de seda, zapatos de veludillo, chambergo de plumas, con su joyel de pedrería, guantes de ámbar, espada de taza y lazo, y escarcela, bien preñada de doblas: pero no siendo carnaval todo el año, se ha resignado a usar prosaicos pantalones de patén, levitas de tricot y americanas de chiviot, conservando como único elemento práctico de otros tiempos las monedas de oro que lleva en el bolsillo del chaleco, por cierto en abundancia, aunque parezca inverosímil. Los billetes de banco no le gustan, porque dice que las damas no deben tocar más papeles que cartas de amor y cuentas pagadas, y que con las criadas oros son triunfos.

De todo lo dicho se deduce que la amatividad de don Juan no le domina y absorbe tan por entero, que llegue a cegarle; antes por el contrario, él la dirige y encauza de modo que, en vez de quedar esclavo de sus pasiones, las ordena con arreglo a sus deseos.

Pero puede afirmarse que extrema la filantropía en lo que a la mujer se refiere, hasta la exageración, y aun sostiene que con ser tan sublime y adorable virtud la caridad, le lleva ventaja el amor; porque la caridad alegra un solo corazón, y el amor regocija dos almas y dos cuerpos.




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Capítulo II


En que, para satisfacción del lector, aparece una mujer bonita


Estaba don Juan hacía pocos días de regreso en Madrid, tras una ausencia de dos años y medio, semana más o menos, cuando una tarde, después de almorzar como debe hacerlo quien vive en servicio del amor, no pudo resistir a la tentación de abrir el balcón de su despacho y asomarse a dar, apoyado en la barandilla, las primeras chupadas a un buen veguero. Dos ideas ocupaban su imaginación: la primera mandar que buscasen y avisasen a la célebre Mónica para que estuviese dispuesta a volver a su servicio si la cocinera provisional no cumplía bien su sagrada obligación; y la segunda, no permanecer ocioso en materia de amores, para evitar lo cual, entre cada dos bocanadas de humo, dirigía unas cuantas miradas a la casa de enfrente, donde vivía una viuda de peregrina belleza, pero de tan fresca y reciente viudez, que don Juan no juzgaba cuerdo empezar todavía su conquista. A pesar de ello, miró discretamente varias veces hacia los visillos medio levantados, tras cuya muselina se dibujaba la figura de la viuda, entretenida en hacer labor. Acaso aquellas miradas fuesen estériles, mas también podían dar resultado; porque hay galanterías, homenajes y aun simples demostraciones de agrado, que son como letras de cambio a muchos días vista.

Luego se vistió don Juan con su habitual elegancia, tomó de sobre una mesa el sombrero, los guantes de piel de perro avellanados, con pespuntes rojos, el bastón con puño de plata labrada, y se echó a la calle deseoso de pasear, andando a la ventura y a lo que saliere, porque a la sazón no tenía mujer determinada que le ocupase el ánimo.

Al cabo de media hora llegó a una de aquellas alamedas del Retiro que empiezan junto a la Casa de fieras y terminan en el estanque llamado Baño de la elefanta.

El sol iba cayendo lentamente hacia la parte de Madrid, cuyas torres, puntiagudas y negruzcas, aparecían envueltas en una atmósfera de polvo luminoso, y a lo lejos se oía el rumor confuso de muchos ruidos juntos, que semejaban la turbulenta respiración de la ciudad. La temperatura era grata y el paseo estaba muy lucido, como si aquella tarde se hubiesen citado allí las madrileñas más lindas y elegantes, al contrario de otros días, en que parece que se congregan las cursis y feas para amargarnos la vida, atormentarnos los ojos y hacernos dudar del Todopoderoso.

Don Juan miraba sin descaro, pero con bastante detenimiento a cuantas pasaban cerca de él, y las miraba comenzando por abajo, es decir, procurando verles primero los pies, luego el talle, y últimamente la cabeza. Si aquéllos eran feos o muy grandes, no proseguía el examen; si el cuerpo no era airoso, desviaba la vista: mujer en quien llegase a investigar con la mirada el color del pelo, la forma del cuello o el encaje de la cabeza sobre los hombros, podía mostrarse orgullosa de sus pies y su cintura. Acaso resultara demasiado minucioso y rigorista en estos exámenes; pero él los disculpaba diciendo que si a un caballo de carrera se exigen innumerables cualidades para ser calificado de bello, muchas más deben desearse reunidas en la mujer, que es lo principal de la vida para todo hombre de mediano entendimiento.

En esta ocupación iba gratamente entretenido, cuando acertó a pasar a su lado una señora elegantísima. Comenzó don Juan el examen.

Los pies de la dama eran de forma irreprochable, finos, algo elevados por el tarso, ni tan largos como de bolera, ni tan cortos como de china, y no calzados, afectando descuido, con zapatones a la inglesa, sino con medias de seda roja y zapatos de charol a la francesa, de tacón un poquito alto y sujetos con lazo de cinta negra. (Dicho sea de paso, don Juan maldecía con sagrada indignación de la pérfida Inglaterra que, no contenta con habernos robado a Gibraltar, ha hecho adoptar a nuestras mujeres la aborrecible moda de los zapatos grandes.)

Aquella mujer no llevaba ridícula y dañosamente apretada la cintura; su talle, sin que nada le oprimiera, resultaba en perfecta armonía de líneas con las curvas que hacia arriba dibujaban el pecho y con las que hacia abajo modelaban las caderas. El traje no podía ser más elegante. Componíanlo falda negra y plegada en menudas tablas con primoroso arte, abrigo corto de rico paño gris muy bordado, que se ajustaba perfectamente a su hechicero cuerpo, y gran sombrero, también negro, guarnecido de plumas rizadas, y velo de tul con motas que, fingiendo lunares, sombreaba dulcemente su rostro. Vista de espalda, descubría por bajo del sombrero gran parte del rodete bien prieto, formado por una cabellera rubia oscura, surcada de hebras algo más claras, que, heridas por la luz, parecían de oro. Su andar era pausado y firme; pisaba bien y sus movimientos estaban animados por una gracia encantadora. Don Juan se dio en seguida a pensar en lo bonita que estaría aquella mujer envuelta en una bata lujosa, lánguidamente tumbada en una butaca, o vestida de baile con los brazos desnudos, ceñido el cuerpo en sedas y encajes, o mejor aún, en el momento de lavarse y peinarse, que es el instante más favorable para saber si la belleza femenina está en aquel punto de sazón y frescura que la hace ser la obra maestra de Dios.

Aquella mujer era de las que resisten el más minucioso análisis, de las escogidas entre las hermosas, de las que redimen perversos o pervierten santos, según se les antoja. Luzbel se hubiera hecho humilde por una sonrisa de su boca, y el santo que vivió en el desierto, sin más compañía que un cerdo, hubiera renunciado a su parte de paraíso a la menor indicación que ella le hiciese de cenarse juntos el marrano.

Don Juan la miró primero de refilón, y en conjunto, luego por la espalda, después de perfil, y, pareciéndole guapa, pasó junto a ella para verla mejor. Entonces se quedó parado, cual si le hubiesen detenido poniéndole una mano sobre el hombro, porque creyó conocerla, o, mejor dicho, reconocerla. Su memoria le trajo al pensamiento un nombre en que iban compendiados muchos recuerdos, pero la desconfianza le hizo decirse en seguida: «No, no es ella..., con esa ropa... ¡imposible!». Sin embargo, no se rindió a la duda, y tornó a mirarla. Ella ni aceleró ni acortó el paso; la insistencia casi descarada de don Juan no descompuso su tranquilo caminar de diosa vestida a la moderna; pero a la segunda vez que le sintió pasar a su lado, alzó el manguito en que llevaba metidas las manos, y se oprimió el velillo contra el rostro, como queriendo recatarse, lo cual avivó en el hombre la curiosidad y la sospecha. De pronto, ella, casi gritando, dijo:

-¡Ten cuidado, monín!

Hasta entonces no había notado don Juan que a pocos pasos delante de la dama marchaba un pequeñuelo, de dos años a lo más, y una muchacha vestida a lo niñera, cuyas ropas mostraban estar sirviendo en casa rica. El niño iba hecho un pimpollo, cubierto todo el vestidito de cintas y encajes, y la criada rodaba, para divertirle, un aro con cascabeles, hacia los cuales él tendía las manecitas. Hubo un momento en que por abalanzarse al juguete vacilaron sus pies, aún no hechos al ingrato contacto de la tierra; estuvo a punto de caer, y entonces la madre (porque debía de ser su madre), repitió sobresaltada:

-¡Cuidado, monín!

«¡Su voz!», pensó don Juan; mas en seguida, fijándose en el costoso sombrero de la dama (harto sabía él lo que cuesta un sombrero de mujer), añadió mentalmente: «¿Se habrá casado?» y esta suposición le hizo sonreír, como burlándose de alguien. Después se puso serio, diciéndose: «rara es la fruta que llega a los labios de su legítimo poseedor sin que la hayan picoteado los pájaros».

Llevaba andada más de media alameda y aún no había don Juan logrado que la memoria le aclarase las dudas sugeridas por el espectáculo de aquella mujer. Apretó el paso, adelantóse casi rozándole la falda, y a los diez o doce metros se volvió y vino hacia ella, resuelto a mirarla como las águilas miran al sol, cara a cara. Cruzáronse entonces las miradas de ambos; ella permaneció impasible, serena, y con voz que denotaba perfecta tranquilidad de ánimo, dijo a la niñera:

-Haga usted seña a Manolo para que arrime.

Entre mirarla y oírla no le quedó duda a don Juan; y fue tal la impresión que le produjo ver confirmada su sospecha, que, parándose involuntariamente, murmuró: «¡Cristeta!»

Tan claro pronunció este nombre, que ella no pudo menos de oírle; pero no se le inmutó el semblante. Avanzó hacia la berlina que venía siguiéndola, esperó a que se detuviese, y sin volver el rostro, abrió la portezuela; en seguida dejó que montase la niñera, después levantó al pequeñín en brazos para que aquélla lo acomodara sobre sí, y, por último, subió ella, descubriendo algo más que el pie, con lo cual don Juan quedó maravillado y suspenso, experimentando una impresión parecida a la que debió de sentir Moisés cuando le enseñaron de lejos la tierra prometida.

En el instante de arrancar el carruaje, la desconocida se alzó el velillo.

Don Juan pudo dudar mientras vio el rostro al través del tul; pero toda perplejidad quedó desvanecida al mirarlo libre de aquel adorno. ¡Qué cara! Los ojos eran azules, oscuros, hermosísimos; la boca un poquito grande, como hecha adrede para que se admirasen bien los dientes; el color trigueño claro; las facciones delicadas; las orejas chicas; la expresión de la fisonomía entre seria y picaresca; en conjunto, un tipo popular realzado por una elegancia y dignidad exquisitas.

Se había perdido ya de vista el coche, y don Juan seguía inmóvil pensando: «Esto es increíble. ¿Estará con alguno? Pero ¿y el niño?». Y volvió a sonreír, porque aquellos grandes ojos de azul sombrío, aquella graciosísima boca y airoso talle los había él contemplado muchas veces de cerca, tan de cerca que se los sabía de memoria, como se saben las cosas aprendidas a gusto. En un principio dudó por ver tales hechizos rodeados de prendas costosas, lazos y perifollos caros. Una voz íntima le había dicho, poco más o menos: «Zapatos, siete duros; abrigo, setenta duros; medias de seda, seis duros; sombrero, veinte duros; manguito de legítima nutria, qué sé yo cuántos duros»... etc., etc., y estas etcéteras ascendían a mucho; por lo cual se decía don Juan: «Sí, ella todo lo vale; cualquiera que tenga buen gusto se gastará en contentarla el oro y el moro; pero ¿y el chiquillo?»

***

Don Juan volvió a su casa muy pensativo. Por la noche fue al teatro, a una tertulia, al club, y con nada logró distraerse. En los palcos, en los salones, en el cuarto del tresillo, en todas partes creyó tenerla delante de los ojos. Unos momentos le miraba cariñosa, otros le sonreía burlona; de pronto se le borraba de la imaginación y surgía su propia figura, la del mismo don Juan, en actitud de ir a coger amorosamente las manos de Cristeta, que ella retiraba esquiva. A la fingida visión que así gozaban los ojos, sucedía luego la ilusión de voces y palabras confusamente recordadas: promesas, juramentos, ternezas; todo el interminable repertorio de frases deliciosas que el diablo inspira a los que van a pecar, están pecando o acaban de pecar.

Casi de madrugada se acostó con un periódico en la mano, según su costumbre. Leyó y no entendió: letras, líneas, párrafos y columnas bailaban trocando sus puestos y componiendo estupendos disparates. «Ha sido detenido por blasfemo... el santo del día. CULTOS: en las Calatravas... la Traviata» y otras incongruencias por el estilo. De pronto, extendiendo el brazo, mató de un periodicazo la bujía; después su espíritu fluctuó largo rato entre vigilia y soñolencia, y comenzaron a borrársele las ideas, sustituyéndose los antojos de lo soñado a las impresiones de lo real.

E imaginó ver una figura de mujer hermosísima, que surgía de entre un macizo de plantas tropicales, intensamente iluminadas por la batería del gas de un escenario, y envuelta en humo rojizo de bengalas. Estaba medio desnuda y circundada de resplandor vivísimo, destacando las gallardas líneas y el blanco bulto de su cuerpo sobre un amplísimo manto rojo que le pendía de los hombros. Era ninfa de apoteosis zarzuelesca, profanada por el carmín barato, los polvos de arroz y el arrebol; aprisionadas las formas en lascivas mallas; pero en su rostro no se dibujaba la sonrisa forzadamente sensual de la comiquilla aventurera. No estaba provocativa y desapudorada, sino bellísima y muy seria. De pronto comenzó a sonar una música suave y mortecina, a intervalos interrumpida por reminiscencias de giros canallescos. Luego un caballero en quien don Juan se reconocía, salía precipitadamente de un palco proscenio, bajaba una escalera ancha, atravesaba un patio, subía otra escalera muy estrecha, cruzaba un pasillo lleno de mujeres, unas sudorosas, otras tiritando, todas casi desnudas, y sin hacer caso de ellas ni de sus dicharachos y sus risas, se detenía ante una puerta, sobre la cual estaba escrito este letrero:

Señorita Moreruela.

El caballero daba en la puerta unos golpecitos con el puño del bastón; oíase una voz que decía: «Espera...»

Don Juan quedó profundamente dormido.




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Capítulo III


Donde el autor dice quién es la mujer bonita


El padre de Cristeta fue covachuelista a la antigua, con poco sueldo, menos consideración, gorrito de pana y mangotes1 de percalina negra: la madre fue encajera de primorosas manos, que así componía, dejándolo nuevo, un entredós de Malinas, como restauraba un cuello de Alençon. Durante muchos años vivieron amantes y felices con el producto de su trabajo; pero llegó un día en que él quedó cesante, porque fue preciso emplear al sobrino del querido de la querida de un ministro, y a ella le faltó labor porque pasaron de moda los encajes. Entonces comenzaron a sufrir adversidades, escasez, pobreza, y hubieran llegado hasta verse miserables, si la muerte, que esta vez llegó a tiempo, no atajara sus desdichas. Ambos murieron con pocas semanas de diferencia, dejando en el mundo una niña de diez años, fruto de su amor, la cual tuvo por única herencia el despejo y la hermosura de su madre. Recogió a Cristeta una tía, casada, hermana de aquélla, que tenía estanco en uno de los sitios más céntricos de Madrid; y aunque las malas lenguas del barrio dijeron que el amparar a la huérfana fue arbitrar medio de tener persona de confianza que ayudase al despacho, es lo cierto que no sólo no sufrió malos tratos la niña, sino que hasta fue acogida con cariño y enviada a la maestra, donde aprendió a leer, escribir, contar, bordar y coser, pasando luego a encargarse del mostrador, hecha ya una mocita muy mona, y tan lista, que jamás se equivocaba en dar las vueltas, ni recibía moneda falsa, ni trabucaba los sellos de las cartas. Sus tíos no la mataban a trabajar; antes al contrario, le concedían permiso para salir de paseo los domingos con sus amiguitas, y la tenían limpia y decentemente vestida; limpieza y decencia que, según Cristeta fue creciendo, comenzaron a convertirse en extraordinario aseo y primoroso gusto.

Mientras ella despachaba sellos y cigarros, su tía permanecía junto al mostrador, en invierno haciendo calceta con el gato en la falda y puestos los pies en la tarima del brasero; en verano dormitando o abanicándose, y en todo tiempo celosa de que ningún comprador sostuviera conversación larga o palique peligroso con la chica, que ya exigía aquella vigilancia, porque según se iba desarrollando, aumentaba el número de los que la echaban chicoleos y flores, no siempre de aroma muy puro. Así llegó a tener fama de bonita, sin que nadie pudiera jactarse de haber conseguido de ella una mirada cariñosa.

Era lista y comprendía perfectamente, de un lado, que no le convenía incurrir en el desagrado de sus tíos ni desacreditarse a fuerza de coqueteos; y de otro, que no podía encontrar con facilidad, entre los hombres que frecuentaban el estanco, quien honrosamente mejorase su suerte. No le gustaban los jornaleros, y con instinto superior a sus años, adivinaba que los señoritos eran peligrosos.

Como crecida a puerta de calle, sabía mucho más de lo que debe ignorar la pureza; pero esto que, a ser ella tonta, hubiera constituido un escollo, dado su natural despejo se trocaba en ventaja. Las doncellas ricas que despiertan a la vida entre muebles lujosos y en casas suntuosas, conocen las sirtes donde naufraga la virtud por la torpe murmuración de las visitas y el grosero lenguaje de ayas y criadas; pero lo inmoral y pecaminoso llega a su entendimiento desfigurado, incompleto y hasta poetizado con cierto aroma de encanto prohibido que acrecienta el peligro. En cambio, las pobres como Cristeta, desde pequeñas se codean simultáneamente con lo vedado y lo lícito, aprenden a defenderse por sí mismas, se acorazan contra los hombres, y con perfecto conocimiento de causa se esfuerzan en conservar lo que tanto les importa no perder.

Cristeta vendía con amabilidad, sin hablar más de lo necesario; y en cuanto despachaba lo que le pedían, se ponía a leer, apoyada de codos en el mostrador, siendo su lectura favorita la de dramas y comedias.

Apenas se estrenaba en cualquier teatro una obra, ya la tenía entre las manos: y como los ejemplares cuestan dinero y ella no lo gastaba, claro está que alguien se los prestaba.

Sus tíos eran muy cariñosos, pero no podían vigilarla con igual interés que lo hubieran hecho sus padres, así que le dejaban leer cuanto quería; de modo que, a fuerza de devorar escenas de apasionamientos románticos y exageraciones realistas, llegó la chica a saber, teóricamente, mil cosas de amor que fueron aleccionándola en tan peligrosa y dulce enseñanza. Pero ¿quién proveía a Cristeta de dramas y comedias?

En el piso principal de la misma casa del estanco vivía un editor, quien, por ser pequeña su habitación, tenía arrendado en la planta baja un cuarto, convertido en almacén de las obras que administraba. Cristeta escogía cuidadosamente los puros que el editor fumaba, daba a sus dependientes las cajetillas más gruesas, y, a cambio de esta amabilidad, ellos le prestaban cuantos libros pedía. Además, el cuarto-almacén tenía la entrada por un patio, que era de los estanqueros, y éstos cuidaban de que sólo entrasen allí los dependientes del editor, con lo cual él, seguro de robos, pagaba la custodia con billetes de favor para los teatros, a que de ese modo asistía Cristeta gratis y a menudo.

Por último, los dependientes, que frecuentaban el estanco, habían puesto a Cristeta al corriente de quiénes eran los autores de las más de las obras que tenía leídas: así que la chica, merced a lo céntrico del sitio y a la mucha gente que allí entraba, llegó a conocer de vista y por sus nombres a casi todos los actores y poetas dramáticos y cómicos de Madrid.

Entre semejantes lecturas y el roce de tales parroquianos, Cristeta fue cobrando desmesurada afición al teatro. Aquella mujercita sería, hasta parecer esquiva con la generalidad de los compradores, reservaba las sonrisas y el agrado para los escritores y cómicos, a quienes en el fondo de su imaginación no veía según la realidad, sino que pensaba en ellos como en seres superiores, de cuyos cerebros surgían y en cuyos labios tomaban vida todos los lances, intrigas, amores y aventuras que le encantaban el ánimo.

Su fantasía transfiguraba y ennoblecía a los autores de los versos que se sabía de memoria. En vano le decían, por ejemplo, mostrándole un poeta sucio, grosero y malhablado: «Ése es quien ha escrito La vida por el amor». Ella en seguida le confundía con su obra, le limpiaba con la poesía de sus propias frases, acabando por figurárselo y verlo, no tal cual era, sino ennoblecido, pulcro y elegante. Venía al estanco un comicastro, injerto en payaso, rodeado de amigos tabernarios; pedía entre ternos y tacos una cajetilla de las más baratas, pagaba mostrando puercas las manos, sebosa la ropa, y apenas Cristeta le servía y veía marchar, ya no era su figura real la que conservaba en la imaginación, sino la de algún apuesto y enamorado caballero que le vio representar en las tablas.

Pero estas pequeñas emociones nada eran ni valían comparadas con su alegría cuando el editor, por tener propicios a los estanqueros, les enviaba un par de butacas de tifus en las últimas filas de cualquier teatro que andaba mal. Entonces Cristeta se vestía y emperejilaba, cepillaba cuidadosamente a su tío la americana o ayudaba a su tía a ponerse la mantilla, y con el que había de acompañarla partía gozosa, siendo completa su satisfacción la noche que, durante algún entreacto, la saludaba familiarmente cualquier poeta ramplón o se le acercaba un actor, por malo que fuese, a echarle cuatro requiebros.

En medio del contento que Cristeta experimentaba viendo así halagados sus gustos, aún le quedaba una gran curiosidad por satisfacer. Conocía a muchos actores y poetas, músicos y danzantes, pero nunca había hablado con una cómica, dama joven o graciosa, ni siquiera característica, a quienes ella se fingía poco menos que como criaturas extraordinarias, completamente felices, que no tenían tiempo de sufrir ni padecer, perpetuamente ocupadas en ser grandes señoras, reinas y hasta diosas, cuya misión única en el mundo consistía en escuchar frases bonitas y estar preparadas para raptos de esos que, según los casos, terminan en muerte violenta, o boda y perdón de padre bondadoso.

Para Cristeta una actriz era una mujer que nunca deja de tener a sus pies un hombre arrodillado, y en su camarín un mueble lleno de doblas con que pagar albricias por los mensajes de amor. Ignoraba que muchas veces la que en las tablas hace de princesa es en su casa criada de sí misma. Por fin llegó un día en que vio de cerca a una cómica, y no de las que andan de pueblo en pueblo trabajando a partido, sino de las que triunfan en Madrid y pagan a su modista cuentas que importan miles de pesetas.

Había entrado un poeta en el estanco, le vio la comedianta, que en aquel momento pasaba por la calle, y, deseando hacerle algunas preguntas, entró tras él. La conversación que sostuvieron fue larga, y mientras duró pudo Cristeta contemplar a su sabor la elegantísima figura de aquella mujer a quien tantas veces había visto en la escena. Llevaba un primoroso traje negro con lunares blancos, el cuerpo del vestido cortado con tal arte que, sin formar la más leve arruga, dibujaba un busto de hermosas líneas; iba coquetamente calzada y sobre sus guantes grises, muy altos, brillaban tres o cuatro aros de plata y de oro. El sombrero era de ala ancha y estaba guarnecido con una pluma grande y rizada. Sus ademanes eran vivos, se movía mucho y jugueteaba rápidamente con el mango de la sombrilla; su voz, aunque dulce, denotaba carácter hecho a dominar y vencer.

Cristeta, mirándola y remirándola, se anegaba en la admiración que sentía: hasta llegó a forjarse la ilusión de ser ella misma la que tenía delante de los ojos, antojándosele ser ella la cómica y ésta la estanquera; y que después, en vez de continuar allí vendiendo sellos y pitillos, podría irse a representar comedias por la noche y observar desde la escena cómo la miraban los hombres y la envidiaban las mujeres... Luego caería a sus pies una lluvia de ramos, y por el pasillo central de las butacas entrarían los acomodadores cargados con canastillas de flores y chucherías de regalo... Durante unos instantes soñó despierta, y hasta el ruido confuso de la cercana calle le pareció rumor de aplausos.

Al marcharse la cómica, el poeta dijo a Cristeta que aquella mujer ganaba una onza de oro diaria; pero la estanquerita no dio señal de envidioso asombro ni de cosa que denotase codicia. No; lo que le parecía realmente envidiable era el constante triunfar, el bien vestir, el hablar y oír cosas bonitas, el vivir, aunque fuese con existencia fingida, en un mundo más poético y extraordinario que el de la realidad.

Cuando Cristeta cumplió los dieciocho años, ya estaban en ella perfectamente desarrolladas la hermosura y la afición al teatro. Respecto a la primera, su belleza era indiscutible; y en cuanto a la segunda, que tanto había de influir en su vida, aquellas lecturas dramáticas y diálogos con poetas y cómicos, tanto ir a ver comedias y admirar a las actrices, concluyeron por entusiasmarla y sorberla el seso en tal grado que, aun sin atreverse todavía a comunicárselo a sus tíos, formó propósito de dedicarse a la escena.

La casualidad o la Providencia, que acaso sean hermanas según la semejanza de sus obras, vino al poco tiempo en ayuda de Cristeta.

Una mañana, mientras se peinaba, comenzó a cantar coplas de cierta zarzuela que a la sazón estaba en moda. Era verano y los balcones de la vecindad que daban al patio aparecían entornados. De repente, sin que ella lo advirtiera, se asomó a uno de ellos el editor, acompañado de otro caballero, y, suspendiendo ambos la conversación, escucharon a Cristeta, que siguió cantando con agradables modulaciones, ajena de toda pretensión vanidosa, como pájaro incapaz de sospechar que nadie se detenga a oírle. Su acento era gracioso y picaresco; su voz escasa, pero argentina, juvenil, y no viciada por los esfuerzos ni la mala enseñanza. No era voz potente ni de gran extensión, pero sí dulcísima, alegre y fresca, como debieron de ser las de aquellas ninfas que en la antigüedad jugueteaban llamando a su compañera Eco, corriendo y ocultándose tras los troncos de los bosques sagrados.

-¿Oye usted eso? -preguntó al editor su amigo.

-Sí; es la chiquilla de los estanqueros.

-¿Bonita?

-Un primor.

-¿Se convence usted -añadió el caballero- de que si uno se propusiera buscarlas, encontraría mujeres para el teatro?

-Hombre, no sea usted niño. Desde que no sé quién encontró un tenor en una herrería, todo el mundo se maravilla de cualquier voz que escucha en cualquier parte. Pero, en fin, si quiere usted hacerle proposiciones... Yo le ayudaré a usted. Me consta que la muchacha tiene la querencia de las tablas; vamos, que se pirra por el teatro.

Poco después Cristeta, que sin saberlo acababa de probarse la voz, calló, concluyendo de peinarse con su acostumbrada gracia; hecho lo cual salió al estanco y comenzó a vender.

Aquella misma noche, casi en el momento de cerrar, entró a comprar cigarros el dependiente mayor de la casa editorial y, trabando conversación con Cristeta, le dijo sin rodeos ni ambages:

-¡Ni que lo hubiera usted hecho adrede! ¡Vaya una vocecita que ha sacado usted esta mañana mientras se peinaba! En fin... ¿quiere usted salir al teatro?

-¿Yo? -repuso en el colmo del asombro.- ¡Usted sí que se quiere quedar conmigo!

Estaban solos: el dependiente, que no era viejo ni feo, tenía las manos apoyadas en el mostrador; ella estaba turbada, recelosa, esforzándose por sonreír, y agitada por un presentimiento incomprensible. El sota-editor se había puesto muy serio; a la chica un sudor se le iba y otro se le venía; de pronto, en un momento en que ella alzaba con cierta coquetería una mano para retocarse el peinado, dijo el hombre:

-Vamos a ver: ¿le parece a usted que se han hecho esos dedos para pegar sellos y contar calderilla? Vaya, me ha dicho don Pedro, mi principal, que suba usted mañana con su tío, que tiene que hablar con ustedes.

-¿Para qué?

-Para saber si quiere usted ser cómica.

-¡Yo artista! -exclamó Cristeta con indefinible sorpresa.

-La misma que viste y calza. Es usted joven, guapa, tiene talento, voz, afición.

-Lo que es afición sí que tengo.

-Bueno, pues con estudiar un poco... En fin, suban ustedes mañana.

Y se fue.

Cuando Cristeta quedó sola, tuvo que apoyarse en la anaquelería para no caerse. Acostóse sin cenar casi, ni hablar con nadie; permaneció largo rato sentada en la cama, tardó mucho en desnudarse, lloró sin saber por qué, se le olvidó rezar y, por fin, al deslizarse entre las sábanas sintiendo las frías caricias del lienzo, tornó a sus pasadas ilusiones, antojándosele que el ruido de los coches que pasaban por la calle era estrepitoso rumor de aplausos y que las voces de los vendedores de periódicos eran bravos frenéticos.




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Capítulo IV


En el cual queda demostrado que la virtud, como el agua, brota donde menos se espera


A las pocas semanas de lo narrado estaba Cristeta contratada como otra tiple cómica en un teatrillo de tercer orden, cuyo empresario era el amigo del editor que la oyó cantar mientras se peinaba. Los tíos de Cristeta, engolosinados con la oferta de dos duros diarios, consintieron en el ajuste. Convínose en que al principio no representaría la niña sino papelitos cuya parte musical pudiese aprender al oído, y también en que, sin pérdida de tiempo, comenzase a tomar lecciones de canto. Ella se puso loca de contento y los estanqueros, imaginando que su sobrina tenía una mina en la garganta, transigieron en pagar maestro.

El teatro donde quedó Cristeta escriturada era de los que dividen por horas las funciones, y en él se representaban cuatro cada noche. A la primera apenas iba gente; a la segunda asistían familias de los barrios cercanos cansadas de jugar a la perejila, jovenzuelos sin permiso para retirarse tarde, matrimonios de larga fecha que iban a pasar el rato para no verse solos, y forasteros deseosos de olvidar los sofiones recibidos en los ministerios con la agradable perspectiva del coro de señoras. Provinciano de éstos había capaz de renunciar a la esperada credencial con tal de poder contar en su pueblo que había sido dueño de cualquiera de aquellas infelices, condenadas a estar siempre haciendo muecas voluptuosas con la cara pintada y trenzados con las piernas presas en las desvergonzadas mallas. El público que frecuentaba la tercera y cuarta función se componía casi exclusivamente de hombres aficionados a comprar hecho el amor, y de pecadoras elegantes. A última hora se ponían las piezas y zarzuelitas más verdes, y cual si esto les sirviese de aperitivo, era de ver cómo a la salida muchos caballeros, o vestidos de tales, esperaban en la calle la salida de bailarinas, coristas y figurantas: por fin, cuando terminado el espectáculo comenzaba la puerta del escenario a vomitar mujeres envueltas en mantones y con toquillas de estambre a la cabeza, cada hombre se llevaba su prójima, que solía ser ajena; alguna, envidiada de las demás, subía en coche, y ya formadas las parejas, que a veces en realidad eran tercetos, todos se iban contentos; ellas haciéndose las conquistadas, y ellos imaginando triunfo lo que, a lo más, era compra.

A llevar y recoger a Cristeta iba el tío estanquero, no sin repugnancia y protestas de su cónyuge, la respetable y añosa doña Frasquita.

Las primeras noches intentaron algunos chuscos divertirse a costa suya; pero advertidos de que tenía mal genio, le dejaron en paz; en cambio, los señoritos que pretendían acercarse a Cristeta solicitaban su conversación, llamándole don o señor de; y él, no acostumbrado a que gente tan bien vestida le tratase de igual a igual, acabó por creer que para codearse con personas finas era necesario andar entre bastidores.

El día en que trabajó Cristeta por primera vez, estuvo mal servido el estanco. Nadie pensó sino en hacer viajes o enviar recados a casa de la modista, autora del traje que había de sacar a escena, en peinar y repeinar a la nueva artista, y en prepararle una banasta para las ropas y una caja para los untos, cosméticos, polvos, mano de gato y otros afeites.

Por la mañana, un asturiano que tenía en la esquina inmediata puesto de café económico, vulgo de a cuarto, entró en el estanco a comprar pitillos y dijo a la criada, especie de Maritornes a medio desbastar, que el nombre de Cristeta estaba en el cartel del teatro con todas sus letras; y la palurda, aunque no sabía leer, salió corriendo a que se lo mostrasen; luego cruzó la calle con el mismo objeto la estanquera, sin lograr nada, porque se le habían olvidado los espejuelos, y, por último, fue también el tío, permaneciendo largo rato en contemplación de aquella línea del reparto donde decía:

«CHULA PRIMERA-SEÑORITA MORERUELA»

Tal fue la emoción del pobre hombre, que señalando con el bastón las letras, dijo enfáticamente a un cochero de punto que allí estaba: «¡Es mi sobrina!», y la frase salió de sus labios con aquella entonación de noble orgullo que debía de emplear la romana Cornelia cuando dijera: «¡Yo soy la madre de los Gracos!»

Cristeta se estrenó (debutó, dijeron los periódicos) en un papel de chula, y lo hizo con mucha gracia y desparpajo, luciendo un mantón gris de ocho puntas, que por la mañana costó setenta reales en la calle de Toledo, vestido de lanilla oscura con dibujitos claros, y a la cabeza un vistoso pañuelo de seda, a listas azules y amarillas, entre cuyos pliegues aparecía su bonitísima cara de madrileña picaresca. Iba calzada con medias rayadas y zapatos bajos, mostrando en cada movimiento las enaguas muy blancas. Sin que incurriese en desvergüenza ni descaro, su figura resultaba tan gallarda y airosa como encantador era su rostro. Se presentó en escena con los ojos turbados del miedo; pero en la segunda salida, al terminar una tirada de redondillas, sonaron unos cuantos aplausos y perdió el temor. En el resto de la zarzuelita estuvo saladísima, y en la única pieza que cantó, también la aplaudieron. Moviéndose y accionando parecía cómica veterana.

Cuando al retirarse a casa salió acompañada de su tío, había en la puerta una manada de caballeretes esperando para verla de cerca; don Quintín, que así se llamaba su Argos, puso cara feroz y ella, esforzándose por reprimir la alegría, procuró estar seria.

Nadie durmió sosegadamente aquella noche en el estanco. La tía, porque a pesar de la edad de su marido, estaba solevantada con lo peligroso que era, según dijeron las vecinas, que el bueno del hombre fuese a pasar las noches entre bailarinas y coristas; el tío porque, asombrado de la facilidad con que Cristeta se ganaba sus cuarenta reales, pensaba ya en el cobro de la quincena, y la muchacha porque aún le zumbaban en los oídos las palmadas. Mas su verdadera satisfacción fue a la mañana siguiente, cuando en la sección de espectáculos de un periódico leyó que la señorita Moreruela era de agraciada figura y tenía brillantes disposiciones, y estaba llamada a conquistar grandes triunfos en el difícil arte a que se dedicaba.

Hasta final de temporada trabajó en otras dos obras, y por una de ellas experimentó la primera contrariedad de las muchas a que había de estar sujeta.

Citáronla para asistir a la lectura, y acabada ésta le entregaron su papel, de poco más de un pliego, en cuya primera hoja estaban manuscritas las siguientes palabras:

NINFA ELÉCTRICA

La obra era una revista, manojo de desvergüenzas mal escritas, adornado con música populachera de aires franceses disfrazados a la chulesca.

La esperanza del éxito estaba fundada en media docena de decoraciones y en los trajes de las actrices, o, más claro, en la poquísima ropa que habían de ponerse. Cristeta tenía que salir con el pelo suelto, corpiño liso, muy escotado, de raso azul eléctrico, zapatos de lo mismo, nada en los brazos y en las piernas mallas hasta la cintura; es decir, desnuda: porque aunque de sus carnes sólo habrían de verse el escote y brazos, todas las líneas y prominencias del cuerpo quedaban de manifiesto.

Cuando una de sus compañeras se lo explicó detalle por detalle, la pobre muchacha se puso como la grana y su primer impulso fue decir que renunciaba a ser cómica, pero le dio vergüenza avergonzarse. Volvió a su casa malhumorada, se encerró en su cuarto y estuvo llorando hasta la hora de tornar al teatro.

Seguramente hubo por fuerza de ocurrírsele mucho tiempo antes que aquello había de llegar, mas no lo imaginó para tan pronto; así que su sorpresa fue terrible. Si al menos hubiese salido a escena un día muy de corto y otro muy escotada... pero así, de repente, sin preparación... ¡y casi desnuda! Buscando luego paliativos a su disgusto, se dijo que el exceso de pudor ahogaría su porvenir artístico. ¡Pues qué! ¿No había visto, por ejemplo, y nada menos que a célebres cantantes, lucir las piernas haciendo el paje de los Hugonotes, y algo más que las piernas en la Venus del Tannhauser? En realidad, lo que le enfadaba extraordinariamente no era ostentar sus encantos, porque estaba cierta de no hacer gesto, ademán ni movimiento indecoroso: la causa principal de su enojo era el tener que salir entre otras mujeres desapudoradas y venales que alardeaban de su desnudez, y con quienes había de alternar y confundirse. Esto la sacaba de sus casillas. En vano tenía ya acostumbrados los oídos al grosero lenguaje usado en lo interior del teatro y a las frases soeces con que algunos gomosos la perseguían; su mirada severa y su ceno adusto ponían a todo el mundo a raya; pero ahora, obligada a circular por entre bastidores de aquel modo, ¿cómo evitar las bromas insolentes, los dicharachos lascivos? Y luego, al salir a escena, ¡cómo caerían sobre su cuerpo las miradas! ¡Qué vergüenza!... En cambio, no se reirían de ella, cual les acontecía a algunas de sus compañeras que tenían los brazos flacos, las piernas torcidas, las caderas desconcertadas y el escote huesoso. Segura estaba de obtener un triunfo la noche en que se estrenase la revista, porque el espejo y la comparación de sí misma con aquellas desdichadas le habían dicho que su cuerpo era un prodigio de hermosura.

En tales dudas y vacilaciones dejó pasar días y días, hasta que se echó encima la víspera del estreno. Entonces tuvo miedo del ridículo, pensó que aquello no era más que una contrariedad inherente a su profesión, y cuando al concluir el ensayo general le preguntó la sastra que a qué hora podría ir a probarla el traje, la citó sin oponer resistencia para la misma tarde, sumisa e indiferente como si se tratase de un asunto zanjado.

Llegó la hora convenida, fue la sastra a su casa, entró en el cuartito de Cristeta y comenzó ésta a desnudarse, dejando por fin caer sobre la estera de cordelillo las ropas y prendas dichosas que llevaba más inmediatas al cuerpo. Entonces la encargada de vestir y desnudar cómicas, según los casos, no pudo reprimir una exclamación de sorpresa y, haciendo ademán de santiguarse, dijo:

-¡Bendito sea Dios! ¡Ay, señorita; mujeres hermosas tengo vistas, pero como usted, ninguna!

Cristeta se sintió halagada y su pudor murió a manos de su vanidad.

Letra y música de la revista fueron estrepitosamente silbadas, contribuyendo esto a realzar el triunfo de Cristeta porque cuando mayores eran las muestras de desagrado, salió ella a las tablas y, lo mismo fue verla el público, que acallarse el bastoneo y los chicheos. En seguida cantó bien dos o tres coplas, de esas que luego alcanzan los honores del organillo, y aquella música, que por sí sola no hubiese arrancado una palmada, fue aplaudida. Al terminar hizo la artista una pirueta, dio un saltito muy mono, y se metió entre bastidores.

Lo que entonces estalló no fue entusiasmo, sino delirio: el público quiso que se repitiera la canción, no por oírla, sino por ver nuevamente a Cristeta; y ésta, animada con aquel éxito personalísimo, cantó mejor y aún se movió con más libertad. Las mujeres pensaban mirándola: «¿Qué harán estas bribonas para ponerse tan guapas?» Los hombres se la comían con los ojos.

A partir de aquella noche, no hubo trapero literario de los que surten de majaderías propias y ajenas a los teatros de último orden, en cuyas cavilaciones no entrasen como elemento dramático los encantos corporales de Cristeta.

El empresario recibió muchas obras, donde se adjudicaban a la nueva artista papeles que requerían poquísima ropa, con lo cual la pobre muchacha se persuadió de que no eran su voz y su talento los que la iban sacando a flote, sino su belleza.

Esta fue su primera desilusión.

Los pretendientes cayeron sobre Cristeta como moscas sobre pastel fresco; mas por ninguna de aquellas conquistas se sintió halagada. Cuantos hombres se le acercaban traían imaginado que era cosa de llegar y besar el santo, con tal de echar antes alguna limosna en el cepillo. Un banquero riquísimo, y muy conocido en Madrid por la protección que dispensaba a las chicas de vida alegre, le propuso descaradamente amueblarle un entresuelito y ponerle coche; un caballerete trapisondista y jugador intentó llevársela una noche a cenar, imaginando que cuatro copas de Champaña y un gabinete de fonda le asegurarían la conquista; un autor le ofreció un papel de gran lucimiento a cambio de una cita, y hasta el director de escena se brindó a solicitar para ella un beneficio, a condición de que ensayasen a solas lo que hubiera de cantar. A ser ella interesada o de temperamento fácilmente inflamable, pronto hubiera sucumbido: su salvación estuvo, por entonces, en que ni la deslumbraba el brillo del oro, ni la imaginación se le exaltaba hasta poner en peligro su castidad; antes al contrario, aquella larga serie de acometidas bruscas, en que sin poesía ni delicadeza trataron de comprar barata su belleza, concluyó por darle asco. No se le exacerbó la virtud, pero vio claro el peligro.

Alguna vez, al refugiarse en el cuarto del teatro, contemplando a solas su gallarda figura ante el espejo, sintió deseo de riqueza; quizá, ebria de adulaciones, resplandores y músicas, soñó despierta con la realidad del amor, mas ni el fantasma del lujo ni la tentadora voz de la Naturaleza lograron rendirla, porque se sentía humillada de no despertar en los hombres más que la misma impureza que les inspiraban aquellas de sus compañeras, viciosas o hambrientas, que se vendían por un traje o se prostituían por una joya. ¿Era esto castidad ingénita, frío cálculo, tibieza de sangre o señal de orgullo?

Cristeta no era hipócrita ni desdeñosa del amor, ni de las que, por lo ariscas, hacen antipática la virtud; pero instintivamente consideraba su hermosura como complemento de su corazón: quien no poseyese éste, no disfrutaría de aquélla. Se reconocía hermosa, y no concebía que pudiera tasarse su belleza. Era capaz de disimular el enojo y hasta de no enojarse contra un buen mozo que, atrayéndola con exquisito arte o por sorpresa, la besase, imprimiendo al beso aquella deliciosa ingenuidad del niño que se apodera de una golosina; pero a cuantos se atrevieron a propasarse con ella ofreciéndole dinero, les recibió como se recibe a un perro en un juego de bolos. En su corazón tenían entrada libre la impremeditada flaqueza que vence el ánimo más fuerte, la voluptuosidad que a veces flota en el ambiente y se desliza suavemente por los sentidos hasta lo más recóndito del alma, la ocasión traidora que llega cuando menos se piensa; en una palabra, todos los estimulantes del amor; en cambio, su pensamiento estaba cerrado al interés. Un día de campo, un rayo de sol o cuatro frases dichas a tiempo, podían hacer que Cristeta cayese trémula en los brazos de un hombre; pero quien se arriesgase a proponerle crudamente la compra de sus labios, los vería trocados en manantial de indignación; el enojo de Lucrecia fuera pálido comparado con el suyo.

Sí: Cristeta era romántica, como casi todas las mujeres españolas; y de igual suerte que en un aduar de negruzcos gitanos se puede descubrir un niño sonrosado de pelito rubio y rizoso; a semejanza del grano de oro que corre arrastrado entre el légamo y las toscas piedras del río, así en aquel teatrucho donde toda obscenidad tenían su asiento, vivía ella cercada de ex-vírgenes andariegas y mamás alquiladizas, esperando, no el chocar de los centenes ni el crujir de las sedas, sino la voz de un hombre que murmurase en su oído: «¡Quiéreme!»

Mujer que así pensaba no podía transigir con la perspectiva de quedarse sin flor, exponiéndose a dar fruto que acaso no tuviese dueño conocido.

Su entereza estaba además cimentada en otra base de resistencia, acaso más salvadora que la misma castidad romántica.

A poco de ingresar en el teatro observó Cristeta que a cuantas compañeras suyas pecaban y se envilecían por codicia, les salía errado el cálculo. Hoy se entregaban a un calavera rico, mañana a un señorito achulado, tal noche a un marido ajeno, tal otra a un pollancón estúpido; y total, alguna cena, algún traje, desempeñar a costa de uno lo que había de lucir con otro, y a la postre el rostro ajado y la juventud malbaratada: vida de moza mesonera, trajín constante, pocas propinas y vejez: mendiga.

Tales fueron, durante algún tiempo, sus pensamientos.

La maledicencia y la calumnia se cebaron en ella. Quién dijo que no era buena, sino pecadora a escondidas; quién que por avariciosa se hacía deseable, para venderse cara; quién, llegando hasta el colmo de la infamia, afirmó que Safo había retoñado en ella: lo cierto fue que nadie pudo probar acusación alguna.

Por fin, cierta mañana circuló en el ensayo una noticia estupenda. Díjose que la noche anterior Cristeta no había salido del teatro acompañada sólo de su tío; que con ellos iba un caballero de treinta y tantos años, buen mozo y elegante; añadióse que Cristeta se apoyó en su brazo para llegar desde su cuarto a la calle, que luego siguieron juntos, ella bien arrebujada en su abrigo, él subido el cuello del gabán de pieles, y detrás, a dos pasos, como guardia de respeto, el tío estanquero. La fiera debía de estar domada y el domador se llamaba don Juan de Todellas.




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Capítulo V


Que puede dejar dudas sobre la compatibilidad del amor y la virtud


Pocos días antes de nacer aquellas murmuraciones, paseaba don Juan por los pasillos del teatro con un amigo, que le decía así:

-No recuerdo dónde afirma Cervantes que los alcahuetes son gentes útiles a la república, y que debieran ser muy considerados. Bueno: pues escudado en tan autorizada opinión, no tengo inconveniente en presentarte a la incorruptible.

-¡No sabes la impresión que me ha causado esa mujer! ¿Y tú crees que nadie ha...?

-Eso dicen, aunque también le quitan mucho el pellejo. Yo creo que es honrada. Veremos hasta dónde llega tu buena suerte..., y te advierto dos cosas: primera, que no te propases a ciertos atrevimientos, como cerrar la puerta del cuarto estando solo con ella, y segunda, que te congracies con el tío. Háblale de Espartero, elogia a la milicia nacional, quema incienso en honor del difunto partido progresista. Por último, aunque te parezca ridículo, enamórala por lo fino.

Cuando el que hizo la cita cervantesca y dio estos consejos a don Juan entró con él en el cuarto de Cristeta, estaba ella vestida a lo gitana, con falda de percal de mucho vuelo, pañuelo de espuma al talle, rizos en las sienes y moño bajo, hecho un jardín a puras flores. El tío sentado en un sillón gótico de guardarropía, leía un periódico.

Luego de las frases usuales en toda presentación, el amigo dio tres o cuatro noticias de teatros y, pretextando saludar a una cómica, se salió al pasillo. Don Juan, fingiendo turbación, adoptó la postura más decente que pudo, como si estuviera en el salón de una gran señora. Frente a él Cristeta, recostada en un pequeño diván, se entretenía en hacer nuditos con el fleco de la pañoleta. El tío, como de encargo, no chistaba. Ya iba don Juan a entablar conversación, temeroso de que el traspunte llamase a Cristeta, cuando ésta, por decir algo, dijo poniéndose en pie:

-¿Qué tal? ¿Resulta gitano el traje?

-Muy característico, muy típico...

Y calló, sin terminar la frase.

-Hable usted con franqueza.

-Que no hay analogía entre usted y ese atavío.

Y como ella hiciese un mohín de sorpresa, continuó:

-Quiero decir que esa falda tan hueca, ese moño tan bajo, esos rizos tan... subversivos, todo tan... flamenco no está en relación con la belleza elegante y distinguida de usted. Cuanto lleva usted encima pide una cara más, enérgica, facciones duras...

-Gracias por la galantería -repuso ella secamente.

Pero no le fue desagradable la lisonja. Estaba acostumbrada a que la llamasen rica en el mundo o barbiana, y aquella era la primera vez que un hombre la galanteaba con finura.

-Vamos -siguió él-; convenga usted conmigo en que su fisonomía y su porte son demasiado aristocráticos para estas flamenquerías: mejor estaría usted con un traje de baile, de raso muy claro, por ejemplo, y con un gran abrigo forrado de pieles que le llegase hasta los pies...; pero que no los ocultase... Nada de alhajas: el lugar que cubrieran valdría más que el mejor brillante. En fin, me resulta usted una gitana demasiado señorita.

Cristeta sonrió con mayor afabilidad y repuso:

-Pues ya lo ve usted; al público le da por esto.

-Lo triste es que artistas como usted tengan que hacer estas obras.

Cristeta estaba muy acostumbrada a oír elogiar sus encantos corporales; pero no le sucedía lo mismo respecto de sus facultades artísticas y, sorprendida por la última frase de don Juan, repuso con más sinceridad que amor propio:

-Pues qué, ¿cree usted que yo sirvo para otra cosa?

Con distinta mujer, don Juan hubiera aprovechado la pregunta para hacer un juego de palabras y un chiste picante: con Cristeta no se atrevió.

-¡No lo he de creer! En cuanto se forme una buena compañía de zarzuela, de ópera cómica española quiero decir, verá usted cómo la buscan. El día en que haga usted un papel de sentimiento, una obra fina... se la comen a usted.

De repente se asomó el traspunte a la puerta del cuarto y, sin detenerse, dijo:

-Voy a empezar.

Don Juan se despidió de Cristeta prendado hasta donde él se podía prendar de una mujer.

Aquella noche no pasó más. Sin embargo, para completa exactitud, es necesario añadir que Cristeta trabajó más a gusto que de ordinario, y que luego, a solas en la alcoba de su casa, recordó las palabras de don Juan, pensando con agrado y amor propio satisfecho, en la posibilidad de ser artista de las que rara vez tienen que ensenar en escena lo que la mujer debe cubrir casi en todas partes. Después se esforzó por reconstruir mentalmente su diálogo con don Juan, y le pareció que había dado prueba de buen gusto censurando el exagerado atavío gitanesco. Por último, pensó que otros trajes y otros papeles le sentarían mejor: por ejemplo, el de la Princesa de Pan y Toros, el de la Magdalena de La Marsellesa, el de Aurora en Luz y sombra. Sí, sí; zarzuela seria. Y se durmió.

Don Juan no incurrió en la torpeza de volver al cuarto de la señorita Moreruela a la noche inmediata, ni a la siguiente, ni a la otra: dejó pasar algunos días, hasta que hubo estreno en que ella trabajase; de modo que al verle entrar en su cuarto no sospechó que fuese por visitarla, sino con ocasión de la obra nueva.

El tío, que había tomado muy en serio el papel de Argos, estaba, como de costumbre, leyendo un periódico, sentado en su sillón gótico, del cual no se levantaba más que cuando Cristeta decía: «que me voy a mudar». Entonces se trasladaba a un rincón del pasillo, y situándose bajo un mechero de gas, seguía leyendo, charlaba con el bombero de servicio o daba palique a alguna de las coristas que andaban de un lado para otro pidiéndose prestados los peines, la borla de los polvos o la mano de gato.

Cristeta interpretaba en la pieza nueva un papel de mocita traviesa que se fingía juiciosa. Se había vestido con sencillez, y lo que más contribuía a su aspecto de modestia y candor era el peinado, con la raya partida por medio y alisado luego el pelo hacia las sienes. Parecía una colegiala. Apenas la vio don Juan, dijo como si tratase de reanudar la conversación que anteriormente tuvieron:

-Hoy sí que está usted monísima. ¡Cualquiera diría que se ha escapado usted de uno de esos conventos donde se educan las señoritas de la grandeza!

-Pues mire usted, estoy que rabio. Hoy me han repartido otro papel... también de esos que... en fin, véalo usted.

Y tomando unos pliegos de sobre la mesa del tocador, se los mostró a don Juan, quien los hojeó rápidamente. Se trataba de otra revista, y en la escena en que se hacía referencia a la última Exposición de Bellas Artes, salían personificadas en tres guapas chicas la Arquitectura, la Pintura y la Escultura. Había de sacar la primera corona mural, túnica blanca, y en la mano la escuadra; la segunda era un mancebo de la época del Renacimiento, y llevaba como atributo una paleta; y la Escultura debía aparecer sobre un pedestal a modo de estatua, en la mayor desnudez posible, y sin más ropaje que un trozo de paño liado a las caderas. Todo esto lo explicó rápidamente Cristeta, añadiendo malhumorada:

-¡Y la estatua... soy yo!

Frunció don Juan el entrecejo, y exclamó, tirando los papeles sobre el diván:

-Da grima. ¡No haga usted eso!

Tan claramente manifestó su desagrado, que Cristeta no pudo menos de sentir sorpresa.

¿Qué le importaría a aquel buen señor, que apenas la conocía, que ella saliese a escena más o menos ligera de ropa?

-No tengo más remedio -dijo- que conformarme. No estoy, ni acaso llegue a verme nunca, en situación de imponerme a una empresa.

-Hasta que sea yo empresario; bien es verdad que entonces trabajará usted lo menos posible.

Don Juan no acertó a expresar bien su pensamiento, o no se atrevió a completarlo. Ella lo adivinó, sin embargo, y no queriendo dárselo a entender, repuso:

-¡Pues buen modo de protegerme!

En noches sucesivas don Juan asistió con frecuencia al cuarto de Cristeta, y por el lenguaje que usó con ella comprendió la muchacha que había producido honda impresión en aquel hombre: mas no llegó a tener que aceptarle ni rechazarle categóricamente.

Estaba convencida de que la cortejaba, pero con tal comedimiento, que no le era fácil decidir la disposición de ánimo que debía adoptar respecto de él: el mucho agrado pudiera parecer liviandad, la esquivez fuera grosería, y despedirle con cajas destempladas era exponerse a que él la pusiese en ridículo encogiéndose de hombros, o acaso diciéndole claramente que se había hecho ilusiones. Por todo lo cual determinó esperar, discurriendo de este modo: «Si piensa en mí, por muy astuto que sea, algún día se clareará, y según sus intenciones... veremos. Una cómica como yo no puede pensar en casarse con un hombre como él: lo otro no debe ser, no me conviene, no quisiera... Malo es que esté ya tan preocupada. En fin...¡Dios dirá!»

Cristeta no tenía estipulado beneficio en la escritura: ¿quién podía haber adivinado que en tan poco tiempo creciera tanto, respecto de ella, el favor del público? Pero a falta de beneficio, el día de su santo la empresa le hizo regalo de una corona, y sus admiradores le llenaron el cuarto de flores y multitud de esas baratijas más o menos inútiles, como jarroncillos bomboneras, muñecos de loza y sortijeros. Cada uno de los que la regalaron, deseoso de mostrar su largueza o buen gusto, envió el obsequio al teatro. Una sola persona se lo mandó a casa; y consistió el regalo en un magnífico neceser de costura, formado por una gran caja de piel de Rusia, colocada sobre un precioso mueblecito, y provista de tijeras, pasacintas, devanaderas, carretes y dedal, todo de plata: nada faltaba de cuanto puede desear una mujer aficionada a hacer labores. Cristeta recibió el presente por la tarde, antes de ir al teatro, y abrió la caja con alegría infantil mezclada de sorpresa, como Margarita debió de abrir el estuche de las joyas. En uno de los casilleros destinados al hilo había una tarjeta de don Juan, y bajo su nombre estas palabras escritas con lápiz:

«B. L. P. a su amiga la señorita de Moreruela y le envía ese humilde recuerdo».

Cristeta lo apreció todo de una ojeada: amiga... señorita... humilde recuerdo... ¡Cuánta finura y qué poca ostentación!

La estanquera se quedó pasmada: el tío tomó las piezas del costurero una por una, pensando con respeto en el hombre que hacía regalo de tres o cuatro o seis libras, de plata. Cristeta se dio a reflexionar en aquello con más calma. Primero. ¿Por qué, contra lo acostumbrado, le envió el presente a su casa? Sí: esto indudablemente era horror a la ostentación. Segundo. ¿Por qué, pues el obsequio era costoso, haber gastado tanto para ella? Aquí estaban claras la esplendidez y el deseo de agradar. Finalmente, ¿a qué regalar un costurero a una mujer que no tenía tiempo de dar puntada? Esto no podía explicarse.

El resultado de las anteriores y análogas cavilaciones fue que, llegada la noche, cuando don Juan entró a saludarla en su cuarto del teatro, apenas pudieron hablar a solas, le dijo ella sin disimular su pensamiento ni prever la respuesta:

-Muchas, muchísimas gracias; pero señor Todellas, ¿cómo diablo ha regalado usted eso a una infeliz que no tiene tiempo para coserse una cinta? ¡Y cuidado que es lujoso y bonito!... Sobre todo de buen gusto.

Entonces don Juan se puso muy serio, se aproximó a la cómica, como quien sacando fuerzas de flaqueza ha hecho propósito de osadía, y dijo con voz sabiamente turbada:

-Cristeta, perdóneme usted la torpeza; arrincónelo usted si no le sirve; pero mí regalo obedece a una idea que no puedo desechar.

-¿Qué idea es esa? -preguntó ella, volviendo la cabeza para mirarse al espejo y ocultar de algún modo la emoción que le causó la fingida turbación de don Juan.

-Pues bien, Cristeta, lo diré, aunque se ría usted de mí: cuando pienso en usted, cosa que me ocurre con muchísima frecuencia, no veo con los ojos de la imaginación esta mujer que ahora tengo delante, no me acuerdo de la actriz ni del teatro, ni me gusta figurármela a usted haciendo de ninfa, ni de chula, ni de paje...; me exaspera la idea de que todo el mundo pueda contemplar...; en fin, cuando yo la veo a usted con los ojos del alma, se me antoja que es usted una señorita que vive recogida en su casa, sin que nadie pueda saber todo lo hermosa que es, sin que nadie la profane con deseos ni miradas. Lo confieso; me hace daño... hasta sufro viniendo aquí a verla a usted, y, sin embargo, vengo... y seguiré viniendo mientras no comprenda que mi presencia la enoja.

Más claro, agua: pero estaba dicha la cosa de tal modo, que, aun suponiendo que Cristeta recibiera disgusto, no podía manifestarlo. La verdad es que en el fondo del alma sintió aquella satisfacción dulce y apacible que en las novelas románticas experimentan las zagalas galanteadas por grandes y poderosos señores. El diálogo terminó así:

-¡Válgame Dios, y qué formal se pone usted para decirme esas cosas! ¿No conoce usted que todo eso tan fino se despega de estos sitios?

-Pues para probar que hablo seriamente, me voy a permitir darle a usted un consejo.

-Diga usted.

-Haga usted una prueba... doble. La empresa está ya convencida de que usted sirve, y de que el público ha de quererla más cada día. En cuanto usted lo intente, verá cómo le guardan ciertas consideraciones. Niéguese usted a hacer el papel de la pieza nueva... ese de la estatua. ¿A que no le tuercen a usted la voluntad? Si es usted franca al decir que le disgustan las mallas, saldrá usted ganando no tener que ponérselas. Y de paso se convencerá usted de la alegría que yo experimentaré al saber que no han de verla otra vez medio desnuda... y reflexione usted un poco sobre qué clase de sentimiento será el que me inspira para que yo piense todo esto.

-Pero... ¿qué diablos le importará a usted que salga así o de otro modo? -le interrumpió Cristeta con dureza; y en seguida, deseando apurar la situación, añadió-: ¿Imagina usted que voy a creer en esas delicadezas? ¿Se le dicen de veras semejantes cosas a una actriz de este teatro?

No deseaba ella sino que don Juan cayese en el lazo y hablara más claro. Y como está escrito que todo Hércules tropiece con su Onfalia, don Juan cogió una mano a Cristeta y siguió hablando de este modo:

-La temporada va a concluir; evite usted hacer ahora ese papel; nos trataremos durante el verano, procuraré que me conozca usted a fondo, que seamos verdaderos amigos... y ¡quién sabe! tal vez para el otoño empiece usted a pensar en si le conviene renunciar al teatro.

Entonces no experimentó Cristeta lo que las pastorcillas solicitadas por príncipes, sino que sintió agitársele su viva sangre madrileña, y encarándose con don Juan, repuso ásperamente:

-Sí, que renuncie al teatro, donde al fin y al cabo puedo ser buena, aunque no lo parezca, para dejar de serlo a beneficio de usted. Luego se cansa usted de mí, y me deja. Lo de siempre, usted a otra... y yo...

-Es usted injusta, cruel y mal pensada -dijo don Juan, poniéndose en pie y haciendo ademán de coger el sombrero para irse.

Cristeta le detuvo con una sonrisa, y mirándole con la más hechicera mezcla que imaginarse puede de tristeza y ternura, repuso:

-¡Si hablara usted de veras! ¡Bah!... ¡Imposible!... Además, tengo una contrata para salir fuera este verano.

-Pero no irá usted sola.

-Probablemente con mi tío.

-Y yo detrás.

-Veremos...; pero crea usted que desde ahora hasta el verano ya se le habrá quitado a usted eso de la cabeza.

-No vaya usted a creer que es un capricho.

Cristeta le miró algo severa, frunció el ceño y respondió:

-Nunca he creído yo que pudiera servir para satisfacer caprichos.

***

Aquella misma semana tuvieron varias conversaciones parecidas. Por fin, una noche, dando pasto a la murmuración, Cristeta y su tío salieron del teatro acompañados de don Juan: delante iba la pareja enamorada y detrás el estanquero.

Nadie hubo en el teatro que no diera por cierta la caída y perdición de la Morteruelo; y, sin embargo, el diablo no tenía todavía motivo para regocijarse. Lo único grave que pasó entre ella y su adorador fue que una noche, mientras el tío había salido a comprar un periódico, llegó don Juan, entró en el cuarto, se acercó de puntillas y la besó en el cuello. Cristeta le vio por el espejo aproximarse, pero ni esquivó el cuerpo ni mostró enfado, y mirándole con mayor dulzura que severidad, le dijo:

-Pase... como extraordinario.

Quien presenciase el atrevimiento de él y la indulgencia de ella, acaso imaginara que ya habían trocado el amor platónico por el experimental: y sin embargo, Cristeta estaba tan limpia de pecado, como la madre Eva antes de verse obligada a estrenar el primer vestido de hojas de parra entretejidas.




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Capítulo VI


En el cual don Juan despliega su astucia, y don Quintín se hace la ilusión de que pueden volver «aquellos tiempos»


La noticia del viaje a provincias llenó al pronto de júbilo a don Juan, quedando luego su alegría algo mermada con la perspectiva de que Cristeta fuese bajo la guarda de don Quintín; así que resolvió evitar a todo trance dicha compañía, pero sin contar con la complicidad de aquélla.

Don Juan decidió poner en práctica uno de sus más profundos axiomas, que dice: «Conviene a veces, para lograr una mujer buena, utilizar los servicios de otra maleada». No se crea por esto que pensó en recurrir a ninguna corredora de alhajas, prendera a domicilio, o cualquiera otra congénere de la famosa vieja que perdió a Melibea: no buscó quien hiciese de demonio tentador, sino simplemente quien le despejase el camino.

Se propuso que don Quintín no saliese a provincias con Cristeta, y he aquí cómo lo consiguió.

Una tarde en que su amada no tenía ensayo, fue a la puerta del teatro, esperó a que saliesen las coristas, y siguió de lejos a una con quien en otro tiempo tuvo una aventurilla, y de la cual, por haberse mostrado generoso y conocerla bien, podía fiarse.

Iba la muchacha a entrar en el portal de su casa, cuando la detuvo llamándola por su nombre: volvió el rostro la chica, acercóse el caballero y cambiaron unas cuantas frases, que denotaban gran confianza. Hablaron en broma de lo pasado, como quien revuelve cenizas sin temor a encontrar rescoldo, y, por fin, don Juan, con aquel tono autoritario, propio del hombre que tiene seguridad de haberse portado bien con la mujer a quien habla, le dijo:

-La verdad: ¿tienes algún lío? Porque no quiero comprometerte.

-¡No pasa un alma! Suba usted y hablaremos.

-¿Aún me llamas de usted?

-Ya sabe usted que nunca pude acostumbrarme a otra cosa. Vamos arriba.

Y comenzaron a subir la escalera, no con la impaciencia de antaño, sino como dos buenos amigos que traen entre manos un negocio. Media hora duró la conversación, y debieron de entenderse, porque al despedirse, don Juan decía:

-Marearle un poco, mucha conversación, nada de hacerle concesiones, de cuando en cuando una dedadita de miel... y, sobre todo, que lo sepa su mujer.

-Vaya usted descuidado: le voy a volver tarumba.

***

Aquella misma noche, en un momento en que don Quintín salió del cuarto de Cristeta para que ésta se mudase de traje, y mientras estaba sentado leyendo el periódico bajo el mechero de gas que había en el corredor, se le acercó la corista a quien por la tarde habló don Juan.

Venía hecha la caricatura de una gran señora, con traje de baile muy escotado y guantes hasta el codo, uno de ellos sin abotonar.

-Vamos, don Quintín, hágame usted el favor de echarme estos botoncitos -dijo al estanquero, presentándole la mano y acercándosele mucho.

No tuvo más remedio que acceder: púsose en pie, y cruzando las piernas y sujetando entre ellas el periódico, comenzó a meter botones en los ojales.

Sus dedos eran demasiado gruesos y torpes para aquella operación: además, ojales y botones, aquéllos por chicos y éstos por grandes, parecían preparados con diabólica astucia; y entretanto sus miradas venían a caer precisamente en medio del escote de la corista, cuyos rizos le rozaban al menor movimiento, cosquilleándole en la frente.

Nunca había visto tan de cerca mujer engalanada de aquel modo. A lo que más se asemejaba era a las figuras de grandes damas que adornaban algunas novelas de las que él solía leer en sus ratos de ocio. Doña Frasquita fue en sus buenos tiempos una real moza; varias criadas que logró conquistar le dejaron recuerdos de índole picaresca; pero jamás soñó, en sus largos monólogos de estanquero aburrido, tener tan cerca de sí una señora como aquélla. Si Mariquita, que así se llamaba, no era pura ni a juzgar por su aspecto podía ceñirse justificadamente la corona de azahar, en cambio estaba guapísima. Sus ojos eran tan expresivos, que parecían habladores; su boca tenía sonrisas entre mimosas y burlonas; y en conjunto, por su talle y rostro recordaba los tipos de aquellas muchachas diabólicamente hermosas que algunos pintores han trazado en torno de los santos combatidos de voluptuosas tentaciones.

Lo que a don Quintín le producía más turbadora impresión era el olor que de ella se desprendía: tal vez fuese perfume barato, pero a él se le antojaba efluvio de diosa.

Entre aspirar aquellas que le parecían suavísimas emanaciones y hacer esfuerzos por ajustarle el guante, lo menos tardó diez minutos en meter los catorce botones por sus correspondientes ojales; hecho lo cual se dejó caer sudoroso sobre la silla, diciendo:

-¡Qué trabajos!

A lo que ella repuso:

-Para otras fatigas tendrá usted más habilidad.

Y sentándosele de golpe en las rodillas, como niña juguetona, permaneció encima de él un instante: en seguida se levantó, y, alzándose la falda, echó a correr, mientras el pobre hombre se quedaba pasmado, semejante a devoto fanático que imaginase haberse visto favorecido por una aparición sagrada. En las manos sentía el calor de los brazos desnudos que acababa de tocar, ante los ojos creía tener aún el escote tentador, y el olorcillo a hembra le andaba escarabajeando en el olfato, como el dejo de una sensación gratísima. Hubo un momento en que enderezando el cuerpo sobre el asiento, soltó el periódico y se irguió, a modo de caballo viejo que ha guerreado mucho y se engalla y estira el pescuezo al percibir ruido de trompetas lejanas. ¡Oh, memoria, qué dulces recuerdos trajiste! ¡Oh, fantasía, cómo los poetizaste! Mozuela que allá en el pobre lugarejo le esperabas en el pajar; sabrosa luna de miel pasada con Frasquita; cocinerilla vencida en la trastienda, en una sofocante siesta de verano; dichosas y felices aventuras, ¡cómo y con qué fuerza surgisteis en la imaginación del estanquero, poblándola de halagadoras reminiscencias que le inspiraron deseos de nuevos triunfos!

El episodio del guante fue prólogo de otros conmovedores sucesos.

Al día siguiente la corista tuvo que ponerse, por razón de una de las obras en que cantaba, el más caprichoso traje que imaginarse puede. A modo de antenas, llevaba entre el revuelto peinado dos cuernecillos; el arca del cuerpo, encerrada en un corsé de terciopelo casi negro tornasolado, a listas pardas y de oro; y en lo restante de su persona, o, mejor dicho, personilla, porque era pequeña y traviesa, malla del color de la carne; las eternas mallas, que eran como el alma y principal aliciente de aquel templo de Talía. Así ataviada, y en todo semejante a una avispa, la gentil muchacha anduvo largo rato por un pasillo, hasta que, viendo a don Quintín sentado bajo el mechero de gas y enfrascado en la lectura, se le acercó y le dijo, aludiendo al periódico que tenía en las manos:

-Si ve usted en los anuncios que alguien busque casa para vivir en compañía, dígamelo usted, que tengo un gabinete muy mono.

Don Quintín no pudo reprimir el atrevido pensamiento, y repuso:

-Monina, ¿me quieres a mí de huésped?

-No, porque vivo solita; un señor mayor, sí; pero hombres de buena edad, así como usted... ¡nones!

¡De buena edad! ¿Qué cosa podía lisonjearle más? Una mujer joven y bonita le consideraba peligroso. Se atusó el áspero bigote, tosió con fuerza, se acordó de las asonadas del cuarenta y del cincuenta, de las formaciones en que lucía el gallardo cuerpo, hasta de las barricadas, y recobrando el pasado ardimiento, cogió a la hechicera avispa las manos, que ella tuvo buen cuidado en no retirar.

-Oye -le dijo-, gachoncita, pimpollo, ¿me tendrías miedo?

-Miedo no, porque no asustan más que los feos; pero no quisiera que nadie murmurase de mí...

Don Quintín creyó ver que el rostro de la chicuela se cubría de pudoroso carmín.

-¿Te gustaría más un joven, un mocito?

-No quiero nada con chiquilicuatros, que no tienen pizca de formalidad.

-¿Prefieres hombres serios..., por ejemplo, yo?

-Sí; pero usted no es para mí. La mujer debe buscar uno de su igual.

En seguida bajó los ojos, fingió turbarse, y terminó diciendo:

-Por Dios, don Quintín, déjeme usted vivir tranquila.

Claramente comprendió el vejete que aquella mujer le consideraba como caballero, y además como peligroso. No le faltó más que oírse llamar guapo.

En seguida sacó la chica un caramelo que llevaba oculto entre los pliegues del corpiño, le quitó el papel, se lo llevó a la boca, hizo como si quisiese y no pudiese partirlo con los dientes, y, por último, se lo presentó, húmedo todavía, a don Quintín, diciéndole:

-Pártalo usted y deme la mitad.

El estanquero no pudo más. Miró a uno y otro lado del pasillo, vio que nadie venía, y cogiendo a la avispa por el talle, a riesgo de quebrarle un ala, la atrajo hacia sí y le plantó en el cuello un beso como no se lo había dado a mujer alguna desde la regencia de Espartero, exclamando:

-¡Tú vas a ser mi perdición!

-¡Y usted la mía! -repuso ella con la voz trémula, como desposada que viera descorrerse las cortinas del tálamo.

El momento fue solemne. Los dedos del ex-miliciano oprimían la cintura de la corista, cuyo cuerpo temblaba como pájaro en poder de niño.

Mariquita murmuró con extraordinaria dulzura:

-¡Por Dios, don Quintín!

-Él, estrechándola con más fuerza, dijo:

-¡Llámame Quintín nada más!

-¡No, no quiero! -repuso balbuciente y medrosa-. ¡No sea usted malo... no quiero perderme... no me pierda usted!

***

En los sucios pasillos del teatro comenzó a desarrollarse el idilio más conmovedor del mundo. ¿Dónde hay poesía tan intensa como la del tronco viejo que de improviso empieza a reverdecer y retoñar?

Don Quintín se relajó en el cuidado y vigilancia de Cristeta, quien, a decir verdad, no lo sentía, porque mientras estaba con don Juan, para nada se acordaba de su tío y éste, prescindiendo de su sobrina, como en justa reciprocidad, siempre andaba en busca o en espera de Mariquita.

La endiablada mozuela, ciñéndose a las instrucciones de don Juan, se hacía desear mucho, tardaba en acudir a las citas, luego venía armada de malicia, fingiendo estremecimientos, vacilaciones y sonrojos que la hacían más apetitosa; y si se dejaba tocar por el ex-miliciano remozado, en seguida se le escapaba de entre las manos, como si le tuviese condenado a eterna dedada de miel, sin esperanza de mayores goces. Las burlas de su amor eran muchas y frecuentes: las veras, escasas y tardías; de suerte que don Quintín pasaba, no las de Caín, sino las de Tántalo; pero era tal su pasión, que con un apretoncillo cada cuatro o seis días, con un abrazo de cuando en cuando, tenía bastante para seguir entusiasmado. No había cosa que no estuviera pronto a sacrificar por Mariquita: el estanco con anaquelería, puros, carteras de sellos, papeles de matrículas, todo se le antojaba poco para arrojarlo a los pies de aquella sirena. ¡Cuán horrible le parecía, al volver a casa, la severa figura de su esposa doña Frasquita! ¡Qué fea estaba con aquellos parches de alquitira en las sienes y aquella eterna labor de calceta azul entre las manos! Y no era lo malo que doña Frasquita hiciese medias, sino que luego se las ponía. ¡Qué diferencia entre aquellas groseras fundas de algodón, con que cubría sus escuálidas piernas, y las mallas que apretaban y contenían los bien formados encantos de Mariquita! ¡Oh amor, cómo pusiste al pobre don Quintín! ¡Desde la guerra de Troya no había hecho la pasión tan cruel estrago en un hogar como lo hizo en aquel estanco!

Porque sucedió que mientras don Quintín y Mariquita pudieron verse en el teatro, de nada se enteró la esposa engañada; pero luego, al terminar el año cómico, ni él tuvo pretexto para salir a callejear todas las noches, ni su enamoramiento quiso transigir con la ausencia del bien amado. La corista entonces, cumpliendo órdenes de don Juan, tan bien dispuestas como generosamente pagadas, empezó a enviar misivas a don Quintín.

En vano rogó éste a la que consideraba su amante que no le mandase chicos con recaditos, ni mozos de cordel con cartas.

Mariquita llegó a decirle:

-¡Eres un mandria; anda, bayeta, si me quisieras de veras, no tendrías miedo a la estantigua de tu mujer!

Por fin, la catástrofe se vino encima.

Uno de aquellos billetes amorosos cayó en manos de doña Frasquita. ¡Y en qué momentos! Precisamente cuando era cosa resuelta que don Quintín acompañase a Cristeta en su campaña de verano. La carta interceptada estaba escrita con la peor intención del mundo; la fraguó don Juan, dijo luego a Mariquilla cuál había de ser su contenido, y después ella misma la redactó con espantables faltas de ortografía. Sus párrafos no dejaban lugar a duda. Doña Frasquita supo de un golpe que la querida de su marido era corista, que habían tenido sus diálogos pecadores en el teatro, y que, según ella le ofrecía, en el punto donde durante el verano había de trabajar Cristeta continuarían aquellos vergonzosos desórdenes. Para que nada faltase, la individua debía de ser una desuellabolsas y sacadineros, porque la epístola concluía de este modo:

Quintín mío, esta es para decirte que no se te olbide benir a buscarme pronto una noche, para yevarme a desempeñar el mantón, que me lo as ofrecido, y a ber si me traes o me compras, para trabajar afuera este berano, media dozena de pares de medias muy vistosos, mono mío. Adiós, pichón, y es tullo el corazón de esta que te quiere y verte desea y no te olbida.

Mariquita.

La cólera de Jehová cuando supo los retozos de Adán y Eva, fue cosa de risa comparada con el furor de la estanquera. No bastaron a torcer la resolución que adoptó ni el temor a que se malease la sobrina ni siquiera los cuatro duros diarios que llevaba de sueldo. Doña Frasquita era algo avara; pero antes de tolerar que su marido acabase de corromperse y perderse comprando medias a una sinvergüenza, consintió en que Cristeta saliese de Madrid acompañada de una doncella, costara lo que costara. Menos ruinosa resultaría la doncella que la pérdida de su marido. La escena que pasó entre los cónyuges fue trágica. Primero Frasquita rogó, suplicó y lloró, mientras don Quintín aguantó, cruzado de brazos, jurando y perjurando que el origen de aquello debía de ser una broma pesada de algún mal intencionado; por último, exasperada la esposa, empuñó un formón viejo que servía para desclavar cajones, y amenazó enérgicamente a su marido, diciéndole:

-¡Te mato cuando estés durmiendo, y luego me mato yo! ¡Vamos a salir en los papeles!

El pobre don Quintín cedió amedrentado.

La maquinación del conquistador estaba bien urdida. El mismo día y en el mismo tren en que partió Cristeta para Santurroriaga salió el utilísimo Benigno, el ayuda de cámara de don Juan, destinado por éste a servicios análogos a los que el padre de los dioses exigía de Mercurio. Benigno iba vestido a lo burgués, llevaba instrucciones reservadas, y Cristeta no le conocía.



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