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Capítulo VII


En el cual hay viaje, separación, monólogo y principio de algo más grave


No queriendo don Juan que su amada viajase en compañía de los demás cómicos ni en coche de segunda, como correspondía a su categoría artística, le proporcionó para sí y la doncella un reservado y fue a despedirla a la estación, donde cubrió el asiento que debía ocupar con un precioso ramillete de flores y una cestilla llena de exquisitas provisiones de boca.

Cristeta se presentó en el andén vestida con elegante sencillez. Ya no era la chiquilla que años antes salía muy de mañana con un pañuelo a la cabeza y un vestidillo de percal a comprar buñuelos para que sus tíos tomaran chocolate, ni recordaba en nada la humilde comiquilla de los primeros meses de contrata, en que iba a los ensayos con velo negro, como van al taller las oficialas de modista. Ahora parecía un figurín francés: llevaba un magnífico abrigo gris, largo y muy ajustado al talle; sombrero de anchas alas, adornado con lazos negros; en la mano un saquillo de piel de Rusia, y al subir al vagón mostró que, según su costumbre, iba primorosamente calzada. La doncella vestía con decencia, pero de modo que nadie pudiera dudar que fuese criada.

Ella sentada dentro del vagón, y él de pie en el estribo, Cristeta y don Juan estuvieron hablando un buen rato y sin testigos enojosos, porque doña Frasquita no permitió que su marido fuese a la estación para despedir a su sobrina.

-¿Qué día vendrás?- preguntó ella a su amante.

-Lo antes posible.

-Piénsalo bien -dijo luego Cristeta mirándole con severidad no exenta de cariño-. Te agradezco mucho todas tus finezas; pero..., no puedo adivinar qué fin va a tener esto. Conozco que te quiero, y éste es un mal... ¡sabe Dios! Ahora estamos a tiempo... Si te has de portar mal conmigo... déjame. Por lo menos, el recuerdo que conserve de ti no tendrá nada de rencor.

-¡Tonta mía! ¡Qué cavilosa eres!

-Es que... entiéndelo bien... nunca me resignaré a que mi amor sea cosa de juego. Yo podré no tener exigencias ridículas; pero tampoco me dejaré tratar como... ya me comprendes.

Don Juan, no sabiendo qué responder a tan sinceros avisos, se contentaba con mirarla rendidamente.

De pronto silbó la locomotora, lanzó tremendos resoplidos, crujieron los herrajes, arrancó el tren, dejando al galán en el andén con un «adiós, vida mía», en la boca y Cristeta permaneció asomada a la ventanilla hasta que le perdió de vista, agitando el pañuelo en la mano.

Durante el viaje adquirió el convencimiento de que aquel hombre se le había entrado al corazón más de lo que acaso conviniera. Todo el camino fue pensando en lo distinto que era Juan de cuantos pretendientes tuvo.

Echada en el fondo del vagón, sin dormir ni cambiar palabra con la doncella, se quedó como ensimismada. Unos ratos sus reflexiones semejaban examen de conciencia: mentalmente se hacía reproches por haber dado oídos al amor; otros momentos parecía complacerse en los recuerdos que su memoria iba evocando... En verdad que las galanterías de Juan habían sido de extraordinaria delicadeza: fue el único que, al dirigirse a ella, no tuvo en cuenta exclusivamente su belleza: no cabía duda de que le parecía, no hermosa, sino hermosísima; pero jamás se lo expresó con osadía ni se permitió atrevimientos de mal gusto... algún beso, eso sí; pero un beso casi respetuoso. Nunca mostró desconocer ni olvidarse del decoro debido a la mujer amada. Otros procuraron seducirla fingiéndose enloquecidos por su belleza, no elogiando más que sus encantos materiales: Juan le había dado a entender muchas veces que también apreciaba en ella el ingenio y la bondad: además, había hecho lo posible por despertar en su ánimo aversión a la vida teatral, en lo que tenía de peligrosa. Y sobre esto último pensó mucho Cristeta, porque el teatro y el arte que ella se había fingido leyendo dramas y comedias en la trastienda del estanco o apoyada de codos en el mostrador, no eran el arte y el teatro que la realidad le presentaba. Soñó con una vida toda poesía y encanto, y tropezó con una existencia llena de vulgaridad y desilusión. Por otra parte, ya no podía confundir su afición con su disposición: ya sabía que sus facultades no eran bastantes a eternizar su fama, ni muchísimo menos. Acaso estuviera predestinada a tener que contentarse con ser actriz mediana, de aquellas a quienes nadie echa de menos cuando mueren o se retiran. Era aplaudida por elegante, picaresca, graciosa y bonita, o por salir medio desnuda: todos decían al verla: «¡qué guapa!», rara vez la celebraban como artista. Harto lo comprendía ella, sin forjarse esas dañosas ilusiones con que el amor propio ciega y pierde a los vanidosos... y, además, recordaba que la única persona que había contribuido a promover estas ideas era Juan. Por supuesto, que sus indicaciones fueron hechas con exquisita discreción. Sí; aquel hombre lo tenía todo: galante, fino, cariñoso, espléndido, inteligente, bien educado... hasta guapo mozo, que es la última de las condiciones que debe exigir la mujer. ¡Vaya si era guapo! ¡Qué modo tenía de mirarla! Sus expresivos ojos sabían decir cuanto callaba su comedida lengua. Pero lo que causaba a Cristeta verdadera delicia era la convicción de que don Juan se apenaba cada vez que la veía salir a escena ligera de ropa. Indudablemente tenía celos del público, y por lo mismo que el seductor puso empeño en alejar del pensamiento de la mujer toda idea de pasión exclusivamente sensual, la mujer se obstinaba en persuadirse de que, no sólo con sus perfecciones morales, sino también con sus encantos físicos, le había enamorado.

Toda la noche soñó despierta con don Juan, experimentando dulzura inefable ante la idea de que él compartiese el sentimiento que había inspirado. El monólogo fue muy largo, e innumerables las ideas que mientras duró se encadenaron y sucedieron, quedando al término de todas evidenciada la existencia de un grave peligro para Cristeta. Don Juan era hombre de posición social muy superior a la suya; ella no lo ignoraba, y a pesar de esto le había rendido el albedrío. Don Juan no se aventuró a una sola demostración que indicase atrevimiento, ni dio un paso en el camino de la conquista material; nunca tuvo ella que decirle: «las manos quietas», pero ¿qué pasaría si llegasen las cosas a este terreno? ¿Cómo ponerle a raya, si tal aconteciera? Pensar en boda, sería bobada: don Juan no había de casarse con una comiquilla. ¿Qué quedaba, pues, en el fondo de aquella mutua inclinación sino la perspectiva de unas relaciones predestinadas a morir sin madurar o a convertirse en contrato pasajero?

Cristeta no quería acostumbrarse a la idea de que su pasión creciese fuera de la Iglesia y a espaldas del Registro civil; pero aún le repugnaba más la posibilidad de perder a don Juan.

Mirando tristemente el ramo que le había dado al salir de Madrid, imaginaba que a veces el amor tiene igual destino que las flores: se cortan con mimo, se les quitan las espinas con cuidado, se agrupan con arte, se aspira su aroma con delicia, se conservan artificialmente unas cuantas horas, y luego quien las deseó con vehemencia, las tira con desprecio.

En suma, Cristeta desconfiaba sinceramente de saber ni poder ni querer resistir a don Juan, y al mismo tiempo su dignidad femenina se sublevaba, temiendo que el abandono pudiera ser para ella el mismo despeñadero que para tantas otras. Acaso llegase a conformarse con la idea de perderse por amor; mas no podía transigir con la perspectiva de ser una pérdida. Amar y entregar el alma, y, considerándolo como miserable esclavo del alma, hacer también regalo de su cuerpo... tal vez; pero a un solo hombre, y ese había de ser él.

***

Llegada que fue a Santurroriaga se hospedó en el piso segundo de la Fonda de España. El criado de don Juan, que no la perdió de vista desde que se apeó del tren, se albergó en el mismo establecimiento, y después de saber dónde se había alojado, a fuerza de propinas, consiguió que le trasladasen a una pieza contigua a la que ella ocupaba: en seguida de lo cual dirigió a su amo un telegrama. Después aquel hombre utilísimo, más digno de mandar que de servir, esperó a don Juan, el cual llegó a las cuarenta y ocho horas.

Así urdida la trama, amo y criado se encontraron casualmente en la puerta del hospedaje, y ante el encargado de la fonda, como amigos a quienes el azar reúne, hablaron de este modo:

El criado.- Si va usted a estar aquí muchos días, pida usted que le den el cuarto que yo tengo, porque la vista del mar es una delicia... Yo me voy pasado mañana.

El señor.- Hombre, se lo agradezco a usted mucho. Y luego, dirigiéndose al encargado:

-¿Hay inconveniente en que ocupe la habitación de este caballero?

El de la fonda.- Ninguno. ¿Qué más nos da?

Don Juan tomó posesión del cuarto inmediato al de Cristeta.

Un conquistador principiante o adocenado, hubiera incurrido en la inexperiencia de ir aquella misma noche al teatro de la villa en busca de la mujer asediada, para demostrarle su amor haciendo valer la presteza del viaje. Don Juan, con maquiavélica sagacidad, no se dejó ver. Salía de la fonda muy de mañana, comía fuera, paseaba lejos y regresaba tarde. No hubo compañero de Cristeta que tropezase con él.

Luego transcurrieron unos cuantos días sin que ella recibiese cartas de su amartelado caballero, lo cual estimuló su impaciencia, y ya comenzaba a darse casi por olvidada, cuando una noche el desasosiego se le trocó en alegría.

Regresaba del teatro y subía de prisa la escalera, seguida de la doncella, que por llevar un lío de ropa andaba más despacio, cuando al llegar al descansillo que separaba dos tramos, vio a un hombre que, palmatoria en mano, entraba rápidamente en una habitación. No pudo distinguir bien la figura del desconocido, que abrió y cerró la puerta con extraordinaria precipitación; pero le pareció que aquel hombre era don Juan.

«¡Dios mío!», murmuró la enamorada muchacha; y dándole un vuelco el corazón, quedó parada, sintiendo que comenzaban a temblarle las piernas. Haciendo un esfuerzo llegó a su cuarto, aguardó a que subiese la doncella, despidióla en seguida sin consentir en que la desnudase, y apenas se vio sola, cerró la puerta con llave y la aseguró con el pestillo.

No se había repuesto de la emoción sufrida, cuando una tosecilla seca y entrecortada confirmó sus sospechas. Aquella era la seña que tenían concertada en el teatro de Madrid, para conocer que él había llegado y que esperaba en el pasillo.

Cristeta, entre acobardada y gozosa, se dejó caer en una butaca. Estaba sola, y don Juan a dos pasos. Sólo les separaba un miserable pestillo, que con el dedo meñique podía descorrerse. Su turbación fue grande: estaba segura de que había de venir a pasar algún tiempo en la misma ciudad, y le aguardaba impaciente, no por días, sino por horas; pero no imaginaba que viniese a la misma fonda, ni que se alojase en el cuarto de al lado.

La sacudida nerviosa que experimentó fue indefinible mezcla de pudor alarmado y esperanza satisfecha. Miró con recelo hacia la puerta, y viéndola cerrada y asegurada, se le serenaron algo los ojos, como si juzgase alejado el peligro. En seguida oyó otra vez sonar la tosecilla y sonrió orgullosa diciéndose: «¡Hasta el fin del mundo es capaz de ir por mí!»

De repente se puso pálida como la cera; quiso suspirar, no pudo, y se le vino al rostro una oleada de sangre. La cosa no era para menos. Acababa de fijarse en una puerta de que hasta entonces no hizo caso, o en que no reparó, por hallarse clavada en ella, según es frecuente en las fondas, una percha, de la cual su doncella había colgado varías faldas y otras ropas largas ocultando la entrada; y era lo terrible que esta puerta ponía en comunicación el cuarto de Cristeta con el inmediato.

Se levantó temblando, se acercó de puntillas y quitó las ropas: la puerta estaba cerrada y tenía el pasador echado; pero... ¿podrían abrirla desde la parte opuesta? Mejor dicho: ¿podría Juan entrar por allí?

«No me acuesto», pensó; y volviendo a sentarse en la butaca, dejó pasar unos minutos, que le parecieron siglos.

¿Se habría equivocado? ¿Sería Juan, u otro cualquiera que se le pareciese en el modo de toser? Si fuese él, ¡qué dulcísimo miedo! Si no, ¡qué tranquilidad... y qué desilusión!

Era en verano, y el cuarto había permanecido todo el día cerrado; así que entre su propio sofoco y el calor de la habitación, Cristeta no respiraba a gusto.

Sin mover ruido fue al balcón y lo abrió.

¡Qué hermosa noche! La ciudad estaba dormida, el mar en calma, el aire diáfano, la atmósfera serena, y en el cielo brillaban millares de millones de estrellas. Cristeta se apoyó de codos en la barandilla y aspiró con delicia el aire que venía saturado de emanaciones salinas. En vano quería serenarse. El corazón le latía como avisando un peligro, y los oídos le zumbaban remedando una canción de amor.

De pronto oyó una voz suave y grata, que pronunciaba su nombre con sin igual ternura, y le pareció que ni antes, ni después, ni nunca en lo infinito del tiempo, se dijo ni dirá nombre de mujer con semejante acento.

En el balcón inmediato al que ocupaba Cristeta estaba don Juan. Alargando un brazo cada amante, pudieron estrecharse las manos.

-¡Imprudente! -dijo ella-. ¡Quieres comprometerme!

-Nadie sabe que he venido. Peor sería ir al teatro no habiendo aquí nadie de tu familia. Ni siquiera el bobalicón de tu tío.

-¡Pobrecillo! Bueno le dejé... El teatro le ha vuelto el juicio, o, mejor dicho, aquella corista... Mariquilla. Está loco. Pero el loco de atar eres tú. ¿Cómo te las has compuesto para que te den ese cuarto?

-El cómo, no lo sé; el para qué, figúratelo. Estoy harto de verte ante testigos. Tengo hambre de estar solo contigo, de cogerte una mano, nada más que una mano, ¿entiendes? y comérmela a besos.

-¿Me quieres?

-Más que tú a mí.

-¿Tú que sabes?

-¡Rica mía!

-¡Vida!

-¡Cariño!

Y así siguieron largo rato, dulcísimamente entretenidos en aquel estupendo y delicioso dúo que por primera vez tuvieron Adán y Eva, y que probablemente sostendrán, pareciéndoles original, el postrer hombre y la última mujer que queden sobre el haz de la tierra.

El poético canto de la alondra avisaba a Julieta y Romeo que era llegada la hora de la separación; mas como allí no había pájaros, el aire fresco de la madrugada fue quien impuso la separación a los amantes, recogiéndose ambos a sus cuartos al despuntar el día; y conste que, en obsequio al lector, el autor prescinde de describir la llegada de la aurora. Cristeta se sintió más enamorada que nunca, y don Juan más esperanzado con la victoria, a semejanza de los grandes capitanes que no arriesgan ni proponen batalla hasta después de haber irritado al enemigo en largos días de desear la lucha, porque de esta suerte queden la sangre fría y la calma triunfantes del entusiasmo y del coraje.

***

Sabed ¡oh tímidas y pudorosas doncellas merecedoras del blanco azahar! que la puerta de comunicación no se abrió aquella noche.

Acostóse Cristeta, y al apagar la bujía vio que por el ojo de la cerradura entraba un hilo de luz, al cual parecían dejar paso mal intencionadamente las prendas colgadas de la percha. Entonces, pensando que aquel agujerito podría convertirse en observatorio peligroso para su honestidad, se levantó a oscuras y lo tapó a tientas con la punta de una toalla, murmurando al meterse segunda vez entre las sábanas: «¡Válgame Dios lo que es la vida! ¡Todo Madrid me ha visto medio desnuda en el teatro, y ahora tomo precauciones para que no me vea el único hombre a quien quiero...!»




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Capítulo VIII


Lo que en éste sucede, mejor es para sentido que para escrito


Durante cuatro noches se hablaron de balcón a balcón. A la quinta descargó sobre la ciudad una tempestad horrible, y hubieron de suspender el diálogo. Tan fragorosos eran los truenos, tan frecuentes los relámpagos, que ambos amantes juzgaron prudente retirarse cada cual a su cuarto, don Juan maldiciendo de Júpiter y de Eolo, y Cristeta, que ignoraba la Mitología, renegando de su mala estrella.

Era la una de la madrugada, y acababan de recogerse cerrando persianas y vidrieras, cuando Cristeta oyó golpecitos dados en la puerta por donde comunicaban las dos habitaciones.

Aproximóse al tabique, dio otros golpecitos, y acercando la boca al ojo de la cerradura preguntó:

-¿Eres tú?

Pasaron unos cuantos segundos, y de pronto vio caer al suelo la toalla, que pocos días antes colocara con pudorosa cautela, a modo de tapón, notando al mismo tiempo que por el agujerito destinado a la llave asomaba un mango de pluma, con el cual don Juan había empujado el lienzo hasta tirarlo. Venirse abajo el paño de manos, retirarse el mango de pluma y mirar ella por el agujerito, todo fue uno. Al pronto no distinguió nada; pero apartándose un poco hacia atrás, volvió a mirar, y entonces vio una ceja; luego se quitó la ceja, y en su lugar aparecieron los labios de don Juan, cuya voz entraba por aquel estrecho conducto casi silbando, y decía:

-¿Estás ahí, vida mía?

-Sí.

-¿Quieres que hablemos por aquí?

-Bueno; ¡pero me da una risa!...

-¡Qué angostos son a veces -dijo don Juan- los senderos que Dios nos deja para que caminemos hacia la dicha!

-Chico, parece que nos amamos por cerbatana.

-¿Oyes bien?

-Sí, pero tengo que pegar la oreja a la cerradura.

-¡Alma mía!

-¡Juan de mis ojos! ¡Monín!

A la media docena de exclamaciones melosas sonaron simultáneamente dos carcajadas, y en seguida dijo don Juan:

-Cristeta, vida mía, esto me parece el colmo de la ridiculez.

-A mí también: tu voz suena como silbido de mirlo.

-Pues abre la puerta.

-¡Calla, loco!

-Nada más que entornada.

-¿Para qué?

-Tú lo has dicho: para no ponernos en ridículo ante nosotros mismos.

-Sí, pero, ¿y luego? Tengamos juicio.

-No seas tonta.

-¿Quieres que sea loca?

-¿No estoy yo loco por ti?

-Sí, pero tu locura buscará alivio en mi perdición, y para la mía no habría remedio.

-¡Vaya un discreteo, y cómo se conoce que eres mujer de teatro!

-Y tú hombre de mucho mundo, que es uno de los tres enemigos del alma.

-Vamos, abre, paloma.

-¿Y qué prometes?

-Cerrar cuando tú lo mandes.

-¿Palabra de honor?

-Lo juro.

Oyóse el estridente correrse del pestillo, entreabrióse la puerta, y, merced a la luz que cada interlocutor tenía en su cuarto, pudieron ambos verse perfectamente.

La puerta quedó separada de su marco cosa de un palmo, y por aquel espacio alargó don Juan ambas manos, estrechando entre ellas una de Cristeta, que ésta tuvo la caridad de no retirar.

-¡Parece mentira! -decía él-. La prueba de que te quiero está en la cobardía, en el temor de ofenderte con que te miro y te deseo.

-Sí, pero te agarras.

-¡Maldita tormenta! ¡Estábamos tan bien en el balcón!...

La alegría retratada en el rostro de don Juan le acusaba claramente de mentiroso. Había empezado por no tomar a Cristeta más que una mano; después fue subiendo las suyas hasta cogerle la mórbida y delicada carnosidad del brazo, que mostraba desnudo fuera de la manga de la bata, y acabó por dar un golpecillo a la puerta con el pecho, dejándola medio abierta; de suerte que pudo acercarse mucho más a su novia y cogerle amorosamente la cintura, aunque sin oprimírsela con demasiada libertad.

-¿Qué es esto? -exclamó ella fingiendo un enojo que no sentía, y moviendo la puerta con un pie.

-¿Qué ha de ser? Que con esta maldita puerta me hago daño. ¿Pero qué tienes? ¿Desconfías de mí? ¿No hemos estado solos mil veces en tu cuarto del teatro en Madrid?

-Es verdad... esto es bufo, y vamos a concluir burlándonos uno de otro.

-Y en amor -añadió don Juan- no hay cosa peor que el ridículo.

Estaban en lo cierto. La situación era propia de sainete. Cristeta tenía el cuerpo echado hacia adelante, para que don Juan pudiera estrecharla el talle, y él, ansioso de no perder lo conquistado, había metido medio cuerpo por entre puerta y marco; con lo cual, en vez de personas formales, parecían chiquillos jugando al escondite.

-Basta de niñerías -dijo don Juan de repente, atrayendo hacia sí la puerta y abriéndola de par en par-. Entra en mi cuarto, o déjame que entre en el tuyo, y hablaremos tranquilamente.

-¿Tranquilamente?

-¿Lo dudas?

-¡Como no me has avisado que venías, y luego has tomado ese cuarto!

-¿Había de irme lejos pudiendo estar cerca? ¡Dilo, alma mía!

Don Juan se había ya entrado a la habitación de Cristeta, y con la mayor naturalidad, sin arranque de enamorado fogoso ni señal de ataque a lo que debía respetar, fue a sentarse en el sofá, ni más ni menos que si llegara de visita. Ella, sonriente, monísima, se colocó frente a él, en una silla baja, y durante unos segundos ambos permanecieron callados.

Don Juan pensaba: «Todavía no». Cristeta se decía: «¡Veremos!»

Luego hablaron de cómo hizo cada cual el viaje, del tiempo que Cristeta había de estar allí, de cuándo partiría él, hasta que, según costumbre en tales casos, sin saber por dónde, volvieron al eterno dúo en que las promesas de amor se resuelven en suspiros, y se acaban en mimos las frases comenzadas con palabras. Sin duda que andaba cerca de allí un diablo ocioso, y quiso atormentarles, que es, según San Macario, lo más grave que puede acaecer a cristianos, porque al poco rato sucedió que don Juan, alzando suavemente a Cristeta de la silla baja donde estaba y sentándosela muy junto a sí en el sofá, comenzó a decirle miles de cosas amorosísimas, que ella escuchaba dándole gracias con los ojos. No pretendió el diablo tentarles más, o don Juan quiso dejar la tentación para otro día, porque levantándose de repente, como quien se aparta de un grave peligro, se pasó las manos por el rostro, y dijo:

-No, Cristeta, esto es una locura... Adiós, hasta mañana; estás hermosísima y te quiero demasiado. -Y echando a andar hacía su cuarto, entró y cerró la puerta, mientras Cristeta quedaba en el sofá confusa y asombrada, no sabiendo qué sentimiento dominaba en su espíritu, si pena de amor contrariado o gratitud por el respeto que recibía.

Al encerrarse don Juan en su habitación se dejó caer sobre una silla, admirado de su propia heroicidad. No hubo en aquel momento rasgo de casta entereza que no recordara con desprecio. ¿Qué José, huyendo de la mujer de Putifar? ¿Qué Octavio, esquivando a Cleopatra, podían comparársele? Porque estas dos damas fueron caprichosas pervertidas, y estaban cansadas de darse a quien quisiera disfrutarlas; mas Cristeta era la juventud no estrenada, la belleza por nadie poseída, que espontáneamente se le brindaban en el silencio de la noche, como en la soledad de un campo se ofrecen al sediento peregrino los jugosos racimos de la vid.

Don Juan se portó así, seguro de que aquello no era renunciar a la victoria, sino asegurarla, dilatándola; prefirió sitiar la plaza por hambre a tomarla por asalto.

Aunque a la noche siguiente estuvieron el cielo sereno y el aire templado, no se le ocurrió a ninguno de ambos amantes ponerse al balcón ni entornar la puerta. Cristeta fue la primera que, al volver del teatro, como viese el hilillo de luz que penetraba por el agujerito de la cerradura, despidió a la doncella lo más presto que pudo, y apenas la oyó subirse al piso en que dormía, tosió para que don Juan supiese que era esperado, y descorrió el cerrojillo. Sonar la falsa tos, rechinar el hierro y abrirse la puerta, apareciendo en ella el galán, fue obra de un momento.

A estar Cristeta menos enamorada, habría podido, durante las veinticuatro horas transcurridas desde la entrevista anterior, reflexionar sobre la conducta que le convenía seguir; pero ya no discurría tan frescamente como al salir de Madrid. Primero el alejamiento de su amado, luego los diálogos de balcón a balcón, y por último el peligroso encanto de aquella misteriosa proximidad, acaloraron su imaginación, haciéndola sentir mucho y pensar poco; así que, en vez de apercibirse contra la cita, no supo sino esperarla con impaciencia. Al dirigirse hacia la puerta miró al sofá con miedo, a la cama con terror, y, sin embargo... abrió gozosa.

Don Juan adelantó dos pasos, la cogió amorosamente por el talle y la besó en una mejilla con aparente inocencia, reanudando el dúo de la noche pasada con aquella misma naturalidad que emplearía Fray Luis de León al exclamar: «Decíamos ayer...» Cristeta, sin rehuir el beso, habló de este modo:

-¡Vaya una temeridad! ¡No sabes qué cavilosa he pasado el día!

-¿Por qué, vida?

-No debemos continuar viéndonos de esta manera. Si alguien lo sabe, estoy perdida.

-Tú podrás perderte, pero yo lo estoy ya; perdido de amor por ti, que ni descanso, ni duermo, ni sosiego, ni hago cosa a derechas; todo el día estoy contando minutos y esperando que llegue este momento para decirte que te quiero... ¡Qué hermosa estás!

-¿De veras? ¡Nunca lo he oído con gusto hasta que tú me lo has dicho!

-Como que nadie te lo ha dicho queriéndote: con esa cara y ese cuerpo que tienes, ¡claro! alguno habrá habido chiflado por ti, pero... no sé de qué modo expresártelo, no por cariño, como yo... sino... en fin, por lo guapa y por lo mareante que eres, vamos, con hambre de abrazarte... Ya me entiendes... ¡Quita, quita; no me mires así, que me vuelves loco!

-Y tú ¿me quieres de otro modo?

-¿Yo? De los dos. Cuando no te tengo al lado soy dueño de mí, pienso fríamente, y recordándote, siento un placer grandísimo... y tranquilo... vamos, como sí gozara sólo con el entendimiento, como si en vez de ser hombre fuese un ser maravilloso incapaz de... ¿Comprendes?...

-Se me figura que sí.

-Bueno; pero luego, en cuanto me acerco a ti, ¡adiós frialdad! Tú no habrás estado nunca borracha, ya me lo figuro; pero alguna vez, el día del santo de tu tía, o de una amiga, habrás bebido una copita de licor que se te haya subido a la cabeza... No se pierden la voluntad ni el sentido, pero se exalta la imaginación, todo lo demás flaquea y desmaya; parece que los ojos no ven sino lo que quieren ver, lo que da gusto al alma, y se queda uno soñando despierto, perdido de ideas... ¡Se me ocurren unas cosas!...

-Juan, calla, o vete. ¡Déjame!

-La culpa es tuya. Tienes un modo de mirar que me estremece. Como cuando pasa un pájaro aleteando sobre el agua, y parece que el agua tiembla... ¡No te rías! Pues agallado.

-No digas tontunas: ¡ni que estuviéramos en escena en el teatro!

-¿Qué teatro? ¿Quién te ha hablado nunca con la sinceridad que yo? Si hasta se me olvida lo que pienso lejos de ti. Mientras no te veo, se me ocurren cien mil cosas con que volverte loca; me siento más poeta que Dios, y en cuanto te tengo al lado, me quedo tonto, inútil, como un muñeco descompuesto.

Cristeta respiraba penosamente, y en lo interior del pecho sentía una sensación extraña, como de hervor latente. Las palabras de Juan se le iban entrando al alma, haciendo escala en los sentidos. Por fin, igual que otras veces, le dijo, mirándole con melancólica ternura:

-¡Si fuera verdad!...

-¿Y qué derecho tienes para dudarlo?

-No lo sé. Corazonadas... miedo. Vamos a ver; apártate un poquito y hablemos fríamente. No dudo de tu sinceridad; pero no confundamos las cosas. ¿Es que me quieres, o es que te parezco bonita? Piénsalo bien: ¿qué soy yo para ti?

-¡Mi vida! ¡Mi cielo!

-¡Quiá! Una mujer que te gusta... una más. Y por otra parte, ¿qué puedo yo esperar de ti? ¡Nada! ¿No conoces que, aunque te quiera como te quiero, no debo hacerme ilusiones? Vamos, calla, calla. ¡Si no puede ser! Un hombre como tú, tan distinto de mi clase... Yo, que no he pisado alfombras más que en escena... No tendríamos perdón de Dios: yo, por vanidosa; tú, por creer que es amor eso... que es otra cosa.

-¿Y qué es? -preguntó Juan con extraordinaria vehemencia.

Cristeta se puso roja como la grana.

-¿Lo ves? -añadió él-. Hasta te da vergüenza lo que se te ocurre. Dilo claro: ¿crees que yo no siento por ti más que un deseo... un capricho?...

-Ya te he dicho otra vez que me lastima esa idea; yo no he nacido para satisfacer caprichos. Sólo la palabra me ofende y me repugna. Lo que quiero decirte es que tú confundes lo poco que me puedas querer con... lo otro.

-Tú sí que me ofendes. ¿Cuándo se te ha acercado un hombre que te respete más que yo?

-Es que yo sé hacerme respetar.

-Pues conmigo no tienes necesidad de eso.

Cristeta sostenía el diálogo con dificultad: sus frases eran diversas de sus pensamientos y contrarias a sus deseos; semejaba un sofista ansioso de dejarse convencer.

Juan no había llevado la vela de su cuarto; en el de ella, aunque espacioso, puesto como de fonda, con pocos y baratos muebles, no lucía más que la llama temblorosa de una bujía, colocada sobre un veladorcito, en tal disposición, que dejando en sombra los rincones, daba de lleno en el rostro de Cristeta, iluminaba la cama, la mesa de noche y el sofá en que estaban sentados los amantes. Pendientes de perchas y sobre varias sillas, se veían ropas de calle y de escena, resaltando entre éstas una faldilla de seda a listas de colores vivos y tan corta, que habría de dejar las piernas al descubierto. Encima de un baúl había un par de botas altas de raso blanco con cordones de oro.

La calle estaba desierta, al través de los visillos del balcón se divisaba el centelleo de las estrellas y a lo lejos sonaba el bramido ronco y tenaz que subía de la playa.

En la fonda y su proximidad el silencio era completo. Mientras Cristeta hablaba o escuchaba, su propia voz y la de Juan parecían infundirle tranquilidad y sosiego: pero en los breves intervalos en que permanecían callados, entre frase y frase, aquel silencio era para ella un nuevo y peligroso incentivo, añadido a la fascinación que en su ánimo juntamente levantaban la sed de amor y las palabras del hombre. Medrosa por la ocasión y medio rendida ante la idea del amor, fijaba de cuando en cuando la mirada en Juan, cual si pretendiese adivinarle los pensamientos; otras veces dirigía la vista hacia el faldellín y botas de raso, que simbolizaban su peligrosa vida artística, y luego desviaba con desdén los ojos. En los del hombre no descubría presagio de infortunio; antes al contrario, estaban expresivos, atrayentes, llenos de promesas dulcísimas. En cambio -¡hay momentos en que las cosas hablan!- el faldellín y las botas de raso parecían augurar más sinsabores que el coro de la tragedia antigua.

Un reloj de cuco que había en el pasillo inmediato, dio pausadamente las tres de la madrugada. Cristeta, retirando una mano que don Juan le tenía cogida entre las suyas, se puso en pie como tocada de un resorte. No hizo ademán de resistencia premeditada, ni fue el suyo acto sugerido por la voluntad, sino movimiento instintivo con que, sintiéndose flaquear, se apercibió a la defensa, viendo inevitable y cercana su amorosa derrota.

Al verla levantarse, don Juan se puso también en pie, comprendiendo que en aquel instante podía intentar un asalto decisivo. La noche, el sitio, la soledad, el silencio, la excitabilidad de que Cristeta parecía poseída, hacían apetitosa y deleitable la ocasión; mas ¿a qué atacar una fortaleza a la cual faltaba tan poco para rendirse voluntariamente? Don Juan sabía que gozar una mujer, en el más noble y lato sentido de la palabra, no es descerrajar una puerta. La violencia es el peor enemigo del amor. El viento huracanado y raudo roba brutalmente su perfume a las flores y lo esparce sin disfrutarlo; en cambio el aura suave, el céfiro que dicen los poetas, vuela apacible y manso sobre los plantíos y aspira voluptuosamente sus delicadísimos efluvios. Don Juan prefería lo último.

-Adiós, alma mía, hasta mañana... Anda, busca otro hombre que a esta hora, estando así, a tu lado, sea tan...

-Sí, ya lo sé; tan caballero. Nunca esperé menos de ti.

-Hay momentos en que caballero y tonto son sinónimos -dijo él.

-No lo creas -repuso ella tendiéndole ambas manos en señal de despedida, y añadió- Quien sabe amar sabe agradecer.

«Ya me las pagarás todas juntas», pensó don Juan. Y al mismo tiempo, según la tenía cogida por las yemas de los dedos, la atrajo contra sí hasta juntarse ambos cuerpos, y le dio un beso sonoro, largo y apretado, uno de esos besos que despiertan en los ángeles deseo de pedir licencia para venirse al mundo.

En seguida, dejándola presa de aquella impresión, como si la caricia fuese la flecha que arrojaban los partos al huir, se entró en su habitación. Al verse Cristeta sola en la suya y cerrada la puerta, comprendió que había triunfado, mejor dicho, que se había vencido a sí misma. ¡Triunfo efímero y pobre vencimiento que dejaron su imaginación poblada de dudas!; porque aquella aparente victoria, aquel momentáneo éxito de castidad, era pan para hoy y hambre para mañana.

No faltarán almas ruines y fantasías pervertidas que al llegar aquí tachen a don Juan de estúpido y a la pobre Cristeta de fácil y liviana. Los mismos que tal piensen no habrían vacilado en explotar su amorosa turbación. Así es el hombre, pronto a censurar toda flaqueza que no redunda en su provecho. Dios, que cuando tiene tiempo penetra en el corazón de los mortales, sabe que Cristeta no era fácil ni liviana: lo que pasaba era que le había llegado su hora.

Su amor era semejante al agua que se desliza secreta y soterrada, hasta que llega un punto donde surge y brota, trocándose la inútil e ignorada corriente en manantial fresco y fecundo. ¿Sería don Juan quien en él apagara su sed? ¿Lo enturbiaría luego? Ello fue que tampoco aquella noche perdió el pudor sus fueros ni tuvieron por qué regocijarse los diablos. Lejos de darse a ellos, como hubiese hecho cualquier adorador impaciente -y conste que la impaciencia es el error que malogra más victorias amorosas-, don Juan se recogió a reflexionar con frialdad sobre la situación, ni más ni menos que podría un filósofo meditar sobre la ruina de un imperio.

Y consideró lo siguiente:

Que era hombre aguerrido en aquellas luchas, pero que estaba colocado en circunstancias enteramente nuevas. Había rendido mujeres sosas de las que caen sin lucha ni gracia, como fardos abandonados a su propio peso; señoritas imbéciles, tocadas de fría sensualidad; mozuelas que ceden por cálculo y se equivocan en la cuenta; casadas de las que se visten con gajes del adulterio; viudas aventureras, semejantes a los aros de circo con el papel ya roto, en que no deja señal un salto más o menos; pecadoras por hambre, que soportan los besos haciendo números de desempeños y deudas; lascivas por codicia que ponen el cuerpo a interés compuesto; y también disfrutó alguna de esas mujeres inocentemente viciosas, alocadas, que se entregan sin pensarlo, y a quienes se goza de improviso cortando la monotonía de la vida, como esas ráfagas de aire fresco que interrumpen de pronto el bochorno asfixiante de un día abrasador.

Cristeta era un caso enteramente distinto. Sus encantos físicos podían calificarse de excepcionales. En estado normal era una de esas beldades serenas, de aspecto castísimo, en cuya contemplación se deleita el alma; y luego, cuando menos podía esperarse, aquella placidez y decoro dejaban el puesto a una sonrisa picaresca, hija de una sensualidad mimosa y dulce, natural y espontánea, que le resplandecía en los ojos abrillantándole las miradas, o parecía florecer en la humedad rojiza de los labios. Era imposible que su lenguaje fuese muy escogido, porque no es dado usar términos elegantes y frases primorosas a la que nace pobre, crece en una trastienda y entra en la vida social por el proscenio de un teatrucho; mas, en desquite de esta falta de atildamiento, en sus ideas se transparentaba siempre un fondo de delicadeza y honradez de sentimientos, que la hacían en extremo simpática. Aun con palabras mal empleadas revelaba pensamientos sanos. Un clásico hubiese dicho de ella que era hermosa como Diana, amante como Alcestes, compasiva como Antígona, y, sobre todo, enamorada como Cloe. Además, sin ser ignorante ni cándida, tampoco resultaba sosa ni simplona: no creía que los niños se encargan a París, pero el altar de su pureza no había recibido ofrendas, y, su misma reflexiva castidad le daba conciencia del valor de lo que podía perder. De todo lo cual colegía don Juan que no se trataba de una mujer vulgar, buena para poseída una temporadita, a quien se pudiese luego echar o devolver a la circulación como se compra y revende un caballo de lujo.

Resumen: primero: Cristeta era una verdadera conquista, inapreciable, sabrosísima, pero también un origen de pavorosa responsabilidad. Segundo: en esto mismo radicaba la fascinadora atracción que sobre él ejercía. Y tercero: tratándose de una mujer excepcional, era necesario emplear medios extraordinarios para lograrla.

Don Juan se durmió pensando en estas cosas y en sus derivados.

Ella monologueó bastante menos. Luego de cerrar la puerta y tapar con el paño de manos el ojo de la cerradura, se quitó las horquillas, lavóse a chapuz la cara porque estaba muy acalorada, y se acostó.

Ambos soñaron disparatadamente, porque como durante el sueño trabaja el espíritu abandonado a sí propio, no crea sino desatinos y extravagancias. Sin duda por esto quiso Dios que el espíritu tuviese como base de operaciones, el cuerpo, la vil materia, tan calumniada por los espiritualistas. Además, ¿quien sería capaz de comprender o interpretar los ensueños de una doncella?

Dijo Zenón que nunca desentrañará el hombre la esencia de las cosas; mas se le olvidó añadir que el sumo grado de lo imposible es descifrar lo que sueña la mujer.




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Capítulo IX


Busca don Quintín a una mujer y cae en las redes de otra


Ni marido pobre de mujer acaudalada, ni yerno de suegra intolerante, ni protegido por rico vanidoso, se vieron nunca tan privados de libertad como el mísero don Quintín a partir de aquel día en que doña Frasquita se enteró del devaneo que su esposo traía entre manos; porque la aventura con Mariquita, que para él fue simple pecado de pensamiento, semejante a la delectación morosa que dicen los teólogos, a la vieja le pareció adulterio consumado. A fin de tenerle más sujeto, dispuso aquel Tetrarca con faldas que la criada hiciese los pocos recados que en la casa se ofrecían; buscó y pagó persona que acudiese a los centros oficiales de donde había que recoger las sacas del tabaco y los pedidos del papel sellado; obligó a su esposo a encargarse de la venta desde que se abría hasta que se cerraba el estanco para que no tuviera momento libre, y, finalmente, decidió pasar el día sentada junto al mostrador, en continua vigilancia, con propósito de morder y arañar a quien se presentase trayendo carta o recado sospechoso. Tan horrible fue el cautiverio, que el infeliz llegó a no poner los pies en la calle sino los domingos y fiestas de guardar, a primera hora, cuando su esposa le llevaba a misa, sacándole a que tomase el aire, como las doncellas de servir sacan a los perritos falderos para que no empuerquen las alfombras.

Don Quintín pasó muy triste la primera quincena (desde que se había identificado con las cosas del teatro contaba por quincenas); luego, prescindiendo de atractivos inútiles, dejó de usar corbata y de teñirse los bigotes, y, por último, cayó en una melancolía tan dramática para él como risible para los que le rodeaban. Ratos había en que se quedaba embobado, despachando automáticamente lo que le pedían, hasta que la severa y desapacible voz de Frasquita venía a turbar sus arrobos con frases crueles.

-¿En qué piensas, burro? -solía decirle-; ¿te estás acordando de aquella sinvergüenza? ¡Cochino!

Otras veces era más expresiva y humillante.

-¿Y todo para qué? -exclamaba con gesto de pitonisa descreída- ¡No puedes con la comida de casa, y querías ir de fonda!

Lo que más hirió la delicadeza de su amor fue que un día, aludiendo a Mariquita, dijese:

-¡Si fuera una persona decente! ¡Pero una sacadineros y desbaratacamas!

¡Cuánto sufría! ¡Interesada ella, que sólo le hizo gastar en unos cuantos cafés! ¡Desbaratacamas una mujer a quien no consiguió besar sino tres o cuatro veces en la nuca y por sorpresa!

Así pasó algún tiempo, hasta que una mañana, después de haber leído en alta voz cierto periódico que contenía una lista de compañía lírica que la víspera había salido a provincias y en la que figuraba Mariquilla como partiquina, resolvió sacudir el yugo. No podría verla, pues estaba ausente, pero averiguaría su paradero, la escribiría, y acaso le contestara diciéndole la fecha de su regreso. La perspectiva de recibir -buscando medio seguro- una carta suya, le infundió ánimo, y arrojando el periódico sobre el velador de la trastienda, dijo a su mujer:

-¡Tranquilízate! Esa infeliz no está en Madrid... Ahora mismo me largo a respirar un rato a gusto, lejos de ti... ¡fiera!- Y sin esperar respuesta, se calzó y salió.

Aunque, gracias a lo rápido de su resolución, estaba seguro de que no podía ser espiado, anduvo largo rato vagando por calles y plazas, volviéndose de vez en cuando a mirar si le seguían, hasta que, convencido de que no existía tal peligro, tomó el camino de la casa de Mariquita. Nunca la había visitado, pero sabía sus señas: Cuervo, 14, sotabanco, cerca del cielo. ¡Siempre, anda la felicidad por las nubes!

Antes de llegar se le llenó el alma de ilusiones. ¿Se habría, como es frecuente, retrasado la salida de la compañía, y estaría Mariquilla en su casa? ¡Cuán sabroso desquite tomaría de la tiránica Frasquita! Mas discurriendo de esta suerte, le asaltó una duda horripilante... ¿Tendría razón su mujer? Él, que nunca sentía apetito en casa, ¿podría soportar la comida de fonda? Paróse un momento, como cuentan que se detuvieron Osmán ante Alejandría y Tito ante Jerusalén, y luego avanzó denodadamente, pensando: «¡Sí... aunque me muera... Cuervo, 14!»

Allí fue la primera decepción. La portera le dijo que efectivamente había vivido en la casa una chica que era del treato, pero que el mes anterior la desahució el amo porque no pagaba, y además por escandalosa y descarada. Don Quintín se alejó tristemente, imaginando que pues Mariquita, a pesar de ser tan guapa, no tenía con qué pagar el cuarto, era criminal poner en duda su moralidad, y que la acusación de escándalo y descaro era calumnia porteril.

Desde la calle del Cuervo fue a ver al conserje del teatro para preguntarle dónde habitaba otra corista llamada Carolina, muy amiga de Mariquita y que tal vez supiese su paradero.

¡Oh impremeditada determinación, qué de males trajiste! ¡Pobre viejo, que imaginando hacer una visita, cayó es un abismo!

Al pisar la entrada del teatro el corazón le latía con desusada fuerza. Ponte, lector, en situación análoga; haz memoria de si siendo colegial te enamoraste de una primita o de una amiga de tu hermana; recuerda luego si pasados los años de la juventud, y ya hecho hombre, tornaste a pisar los lugares donde, al conocerla, sentiste o creíste sentir amor; deja que en tu alma, tal vez vieja y gastada, reverdezca aquella primavera de tu mocedad; adórnala de reminiscencias dulcísimas, y entonces ¡sólo entonces! comprenderás cómo la fantasía de don Quintín se deleitó en recordar la que a él se le antojaba pasión avasalladora.

Previo regalo de un cigarro con que don Quintín le obsequió, el portero del teatro le dijo dónde vivía la corista por quien iba preguntando, y allá se fue a buscarla, deseoso de hablar de Mariquilla y esperanzado en saber cuándo regresaría para precipitarse en su busca; porque durante aquella larga caminata, según se había ido alejando de su casa y cónyuge, sintió que el amor se enseñoreaba de su espíritu y de sus sentidos, y hasta le pareció que si encontrase a Mariquilla podría llevársela a comer de fonda, contra lo que suponía la desengañada Frasquita.

Dominado por tales pensamientos, subió la escalera estrecha y muy pina, de una casa de aspecto pobre y nada limpio, detúvose en un descansillo, tiró de un cordón mugriento y abrióle Carolina; el prototipo de la corista que contratan las empresas, no por lo bonitas, sino por tener mucho repertorio y por no faltarles nunca quien pague con un ajuste el recuerdo de una conquista.

Era mujer de cuarenta y tantos años, gruesa, ex-guapa, en buen estado de conservación, aunque algo ajada, y con más experiencia de los hombres de la que a don Quintín hubiera entonces convenido. Vestía bata flotante de percal claro; no debía de llevar corsé, porque se le notaba el temblor de las carnes libres; estaba recién peinada, y de su cuerpo se desprendía aquella emanación intensa de perfumes baratos con que el estanquero experimentó sensaciones indefinibles cuando habló por primera vez con Mariquilla.

-¡Don Quintín de mis entretelas! ¡Tanto bueno por mi casa! ¿Qué le trae a usted por aquí?

-Lo primero, el gusto de verla, que no es grano de anís; y luego...

-¡Me lo he maliciado; preguntarme por la María!

-No crea usted que sólo por eso. Pues qué, ¿no es nada contemplar ese cuerpo tan hermoso?

-Déjese usted de requiebros. ¡Bonita me encuentra usted! Ni tiempo he tenido de ponerme el corsé.

-¡Mejor que mejor! -Repuso don Quintín, echando una mirada codiciosa al busto de Carolina.

Ésta, cogiéndole de la mano para guiarle por la oscuridad del pasillo, le llevó hasta el comedorcito, donde se sentaron: ella en una silla baja de hacer labor, y él en una butaca vieja y desvencijada. El comedor era muy pequeño, y en la estancia inmediata, que era la alcoba, se veía una cama cubierta con colcha de indiana.

El día estaba caluroso; el estanquero, a fuerza de pensar en la coristilla, venía predispuesto al amor, y Carolina no era la última encarnación de Lucrecia, la casta.

-Sí, señora -repitió él, disimulando su pensamiento; lo primero, el gustazo de verla, como que está usted hermosísima.

-No es usted mal adulador... ahora. Puede que sea usted el único que no me dijo en el teatro «buenos ojos tienes». ¡Andaba usted tan embobado con aquélla!

Aquí le pareció a don Quintín que para averiguar algo debía emplear juntamente la sagacidad y la galantería, por lo cual añadió:

-¿Qué quería usted? ¿Qué anduviese a la greña con todos los que la solicitaban? ¡Buen trabajo! Hubiese tenido que pelearme con ciento y la madre. Pero lo que es guapa... ¡ya lo creo que me lo parecía usted! ¡Vaya un cuerpo... en fin, aquí está, gracias a Dios, y se puede ver!

Poseído de súbito ardimiento amoroso, extendió ambas manos hacia el talle de Carolina, quien, deseando mostrarse pudorosa, pero no arisca, echó el cuerpo para atrás, diciendo con mucha monería:

-¿Qué había usted de fijarse en nadie, sí estaba usted chalado con aquélla?

-Aquélla... aquélla... -murmuró él con fingido desprecio-. No sé por dónde anda, ni me importa. Valiente...

Sus labios intentaron decir una ofensa, pero no acertaron a formularla. Comprendió que era una villanía hablar mal de Mariquilla, aunque fuese en son de astucia para averiguar su paradero.

-Entonces, ¿qué diablos le trae a usted por aquí? ¡Ya está usted buena maula! ¿No sé yo que se gastaba usted con ella los ojos de la cara? ¡Y que no es usted poco rumboso, decían allí!

-¡Bah! Una cosa es gastar y otra querer.

Harto sabía Carolina que el amor de don Quintín no había llegado al terreno práctico, y desde que le abrió la puerta comprendió que iba en busca de noticias de su compañera; pero con la rapidez del pensamiento concibió el atrevido proyecto de seducirle. No era rico, ni de él podían esperarse solitarios para las orejas ni entresuelo amueblado; mas tampoco sería imposible sacarle unos cuantos duros al mes. Su estanco estaba en sitio céntrico, debía de producir bastante... la mujer muy vieja... Nadie es capaz de prever hasta dónde puede llegar un anciano tocado de la tarántula amorosa. Suponiendo que se mostrase insensible y la despreciase, ¿qué le importaba? Aquello era jugar un décimo de lotería: por de contado, no había de caerle el premio gordo; mas acaso el estanquero le ayudase a pagar el cuarto o le regalase algún vestidillo. Por su larga experiencia teatral no ignoraba Carolina que hay en la vida del hombre dos períodos durante los cuales es fácilmente poseído de la pasión impetuosa y arrebatada: la primera juventud, en que las cortesanas parecen ángeles caídos, y la entrada de la vejez, en que uno quiere despedirse de la naturaleza con aquella música de besos que en la adolescencia nos abrió las puertas de la dicha.

A estos picarescos y sabios propósitos de Carolina correspondía perfectamente la situación de ánimo en que se hallaba don Quintín; porque, aunque él lo ignorase o no pudiera razonarlo, lo que sentía por Mariquilla no era enamoramiento exclusivo, sino exacerbación de la facultad amorosa, pronta a extinguirse en su organismo. Estaba en el caso del niño que, deseando un juguete, ambiciona el primero que ve, y luego se satisface, contenta y entretiene con cualquiera otro que le dan.

La táctica de Carolina estribó en hacerle creer que le consideraba como hombre conquistador, enamoradizo, mujeriego y rumboso; y comenzó a mirarle del modo más dulce y hechicero que supo, diciéndole:

-¡Ya, ya, ni que fuéramos tontas! Todos son ustedes iguales. Hoy ésta, mañana la otra... Mariquilla está fuera, y se habrá usted dicho: «Vamos a ver a lo que sabe su amiga».

-¡Qué mal pensada! Verdad que tiene usted disculpa, porque como está usted tan guapa, no haría ningún disparate quien se volviese loco por usted.

Las miradas de Carolina eran incendiarias; don Quintín empezaba a olvidarse de Mariquilla. Hubo un momento en que, comparándola mentalmente con la garbosa hembra que tenía delante, resultó de esta comparación que la primera no pasaba de muchacha vivarachuela y graciosilla, en tanto que la segunda era mujer formada y en plena madurez de belleza.

-Vamos, dígamelo usted claro. ¿Ha venido usted a preguntarme por aquélla, o a verme a mí? Porque para lo primero todavía soy joven, y para lo segundo...

-¿Estoy demasiado viejo?

-No he dicho tal.

-Viejo, ¿eh? ¿Conque viejo? Pues la leña seca es la que arde mejor. -Y al decir esto se levantó y abrazó a Carolina, como en un célebre cuadro de Rubens abrazan los sátiros a las ninfas, sin que ella le rechazara.

¿Cuál será el alma cruel y despiadada que la vitupere? Mandan los santos preceptos que se dé de beber al sediento, pan a quien tiene hambre, y posada al peregrino. Pues, ¿dónde agua más fresca, ni pan más tierno, ni albergue más grato que el amor? Además, la caridad bien ordenada empieza por uno mismo, y Carolina también sentía necesidad de amor.

***

Pasadas dos horas en deliciosa y culpable intimidad, tanto más grata cuanto menos premeditada y prevista, dijo Carolina, mientras él se ponía los tirantes y ella, ante un espejo roto, se atusaba los desordenados rizos.

-Anda, tontín, rico mío, más vale gallinita que pollita. Mejor te irá conmigo que con aquella embaucadora, bribona, que se estaba burlando de ti. ¡Me daba una rabia!

-¿Y cómo lo sabes? -repuso él saboreando la delicia de tutear a una mujer que no era legalmente suya, e indignado al mismo tiempo ante la idea de haber servido de hazmerreír a Mariquilla.

-¡Vaya si lo sé! ¡Qué borricotes sois los hombres! Ahora que ya eres mío, porque supongo que vendrás a menudo, te lo voy a decir. ¡Me gustabas de un modo atroz! ¿Y verdad que tu Carola te gusta también más que aquella gata esmirriada? Mira... no sé los años que tienes; nadie tiene más de los que representa; pero ya quisieran muchos jóvenes igualarse contigo.

-¿De veras, pichona?

-¡Buenos están los jóvenes!... ¡Tísicos! Parece que se va a concluir el mundo. Yo también valgo más que cualquier chiquilla. Compara, compara este pecho y esta mata de pelo con aquellos pellejos colganderos y aquella cabeza llena de añadidos.

-¡Buena diferencia va de mujer a mujer!

-Pues para ti soy. Veremos cómo te las compones en tu casa... porque has de venir a verme casi todos los días.

-¿A diario, chica?... No sé si podré -dijo él algo intranquilo.

-¿No has de poder? ¡Anda, pillín, que no te arrepentirás!

-¿Estás siempre sola?

-Siempre, vidita. Y vive tranquilo: no soy yo como aquella perdida que...

-Mala voluntad la tienes.

-Como que me tenías chaladita y me daba ira de verla cómo se burlaba de ti.

-¿Qué hacía?

En parte mintiendo, en parte diciendo verdad, Carolina resolvió asegurar la adquisición que acababa de hacer. Mezcló en sus frases lo cierto con lo calumnioso, y procuró apartar a don Quintín de Mariquilla, haciéndole creer que le consideraba capaz de la mayor generosidad y lleno de ardimiento para los dúos amorosos.

-Vamos, ¿qué hacía aquella... desdichada? -tornó a preguntar don Quintín.

-No merece que vuelvas a pensar en la muy sinvergüenza. ¿Que qué hacía? Ponerte cuernos. ¡Como si con un granadero como tú no tuviera bastante una pitifláutica como aquélla! Todas las del coro sabíamos que tú le regalaste el mantón bordado y la mar de medias. Decía que te iba a dejar el estanco hasta sin esponja para mojar los sellos. Y al mismo tiempo, como después de la función te ibas con tu sobrina, ella se largaba con el segundo apunte. ¡Me daba una rabia! Porque cuando la mujer es libre, bueno; lo que yo digo, que se amontone con quienquiera, pero que no engañe a nadie... Un hombre es un hombre.

-De modo que ella...

-¡Ya lo creo! Y no era eso lo peor. Algunos del teatro creían que todo era mentira, que no teníais nada que ver, vamos, que os hablábais y nada más..., porque ella no se dejaba... ¿estamos? ¡Como si tú fueras un lila que se gastase la plata sólo por mirarla! Y también decían que don Juan, el querido o novio, lo que fuese, de tu sobrina, era quien había encargado a la María que te hablase y te marease para mientras tanto quedarse solo con la tiple. En fin, distraerte para que no estorbases. Mira que si hubiese sido verdad... ¡bonito papel!

Ante tan cruda y horrible revelación, faltó poco para que don Quintín se enfureciese. Su emoción fue grandísima, porque indudablemente Carola decía verdad. ¿Cómo había él de dudar, sabiendo por experiencia, o mejor dicho por falta de ella, que no había logrado de Mariquita sino algunos besos y apretujones a hurtadillas? En seguida se dio a recordar pormenores e incidentes que confirmaron sus sospechas. No cabía duda. Sí: todo fue comedia. Acaso Cristeta no entrase en la conspiración, pero se aprovechó de ella; Mariquita sirvió de agente a don Juan; los diálogos enloquecedores pasados bajo el mechero de gas que había en el pasillo, fueron otras tantas ocasiones de que los novios se hablasen libremente. ¡Y pensar que él no consiguió de Mariquilla nada sustancioso y positivo! ¡Ni una sola vez! ¡Qué burla tan infame! Lo único que le consolaba era que hubiese quien se lo diera por comido, juzgándole como amante rumboso, pagano y favorecido.

-¿Conque les serví de tapadera? -decía sonriendo-. ¡Tiene gracia! ¡Y yo me contentaba con mirarla... vaya, vaya!

-De lo segundo no te digo nada. Ahora que eres mío, comprendo con conocimiento de causa que no te limitarías a mirarla como si fuera estampa; pero lo que es de que servías de tapadera y de que don Juan fue quien te preparó la conquista de la sinvergüenza... de eso no te quepa la menor duda.

Harto sabía él a qué atenerse. Sí: tapadera, y además lila. Le costó gran esfuerzo disimular el enojo; pasó un rato muy malo, pero los mimos y carantoñas de su Circe le endulzaron algo el pesar.

-¿Vendrás pronto a verme? -le decía, poniéndose archizalamera-. Cuanto antes mejor. Yo no soy exigente; si tienes miedo a que lo sepan en tu casa, pasearemos por las afueras... y luego nos vendremos aquí a nuestro nido, como dos tortolitos.

-Sí, sí; vendré, vendré -repetía el estanquero, que ya sentía prisa por marcharse: mas ella, como si quisiese sellar su amoroso contrato de un modo inolvidable, dio un salto de pantera celosa, y arrojándosele al cuello le abrazó, besándole el cerdoso bigote, al mismo tiempo que decía con la voz astutamente entrecortada por la emoción:

-¡Quintín, qué felices vamos a ser!

Desasióse de ella con suavidad, como don Florambel se apartaba de la encantadora princesa Graselinda, y comenzó a bajar despacio la escalera, repitiendo dulcemente:

-Adiós, rica; vendré, vendré, y seremos buenos amigos.

Ella le vio marchar entre satisfecha y desconfiada... ¿Sería aquella una verdadera conquista, al menos una ayuda para pagar la casa? ¡Y qué lástima que el diablo del hombre no tuviera veinte años menos!

Don Quintín salió a la calle tan engreído y hueco como mujer fea a quien por casualidad chicolean en paseo. La cosa lo merecía. Acababa de adquirir la grata convicción de que, aunque fuese de tarde en tarde, podía comer de fonda.

Mas como no hay dicha completa en corazón humano, junto de este regocijo se alzó en su pecho un mal sentimiento, un odio terrible hacia don Juan, que había jugado con él como con un chiquillo. «Sí -iba gruñendo entre un diente sí y otro no, pues los tenía salteados-; he sido tapadera, Celestina macho, alcahuete sin saberlo... ¡Yo haciendo el buey con la mocosa de la chiquilla en el pasillo, y él encerrado con la otra... sabe Dios! ¡Ah, don Juan de los demonios, ya me las pagarás algún día! ¡Pensar que la trastuela no me dejó... ni una vez!»

Y en lo más íntimo de su alma hizo acopio de rencor, y se juró que si la suerte, la casualidad o su propia astucia se le mostraban favorables, tomaría de don Juan espantosa venganza.




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Capítulo X


En que ocurre el más grave y deleitoso suceso de esta historia


Don Juan resolvió triunfar de Cristeta, empleando medios extraordinarios.

Una de aquellas noches de los dúos forzosamente castos, con reservas mentales, abrió ella la puerta, pasó él, y sentados en el sofá lo más cerca que permitían el pudor y el respeto, comenzaron la cantata mil y tantos diciéndose esas eternas frases juntamente dulzonas, picarescas, inocentes, maliciosas, arteras, ingenuas, sinceras y mentidas, muchas veces estúpidas, pero siempre gratas, con que se entretienen y engañan los amantes mientras se prepara la catástrofe del drama a que la Providencia les tiene predestinados. Aquella noche la elocuencia de don Juan era maravillosa, y su ternura exquisita; a pesar de lo cual Cristeta tardó pocos minutos en notar que estaba caviloso. Traía fruncido el entrecejo y sus miradas denotaban mal disimulada preocupación.

-¿Qué tienes? -le preguntó cariñosamente.

-Nada.

-Me engañas, algo te pasa.

-No, mujer.

-Es claro; como no soy nada para ti...

-Demasiado sabes que te adoro...; pero no voy a inventar cosas graves por capricho.

-Bueno, cállatelo; luego dirás que me quieres.

Don Juan puso cara de gran pesadumbre, lo más triste que pudo, y dejó caer la cabeza sobre el pecho. Entonces Cristeta se la levantó suavemente con ambas manos, y mirándole de hito en hito, cual si quisiera leerle en las pupilas el secreto, dijo:

-Juan... ¡mientes! a ti te pasa algo.

Hubo un instante de ese silencio que los novelistas llaman solemne.

Quien hubiese podido bucear en el pensamiento de don Juan, habría visto que le repugnaba mentir. Por vez primera condenaba su conciencia los medios que iba pronto a emplear su astucia. Cristeta le seguía mirando con todo el poderoso encanto del amor sincero.

-Anda... Juan... ¡dímelo!

Él fingió ceder.

-Sí, me ocurre... y muy grave... Oye.

Y sacando del bolsillo una carta, hizo como que buscaba con la mirada un párrafo, y leyó lo siguiente:

«Lo de París va mal, muy mal, y es preciso que estemos dispuestos a obrar con rapidez y energía si se nos echa encima alguna complicación. Sé de buena tinta que la casa Garcitola está haciendo negocios desastrosos. Desconfío de que, si nos lo propusiéramos, pudiésemos recoger ahora los fondos, y por otra parte reclamarlos en estas circunstancias, acaso sea perjudicarnos contribuyendo al nublado que se les viene encima. En fin, sirvan estas líneas de toque de alarma. En cuanto sepa algo concreto, le avisaré a usted para que me dé órdenes. En asunto tan grave no me atrevo a tomar la iniciativa.»

Todo lo cual oído con profunda atención, dijo Cristeta:

-Bueno, ahora explícamelo.

-Yo tenía valores de importancia colocados en esa casa Garcitola y Compañía, de París. Hace unos cuantos meses se empezó a decir si andaban o no andaban mal y, la verdad, como es una casa tan fuerte, cometí la tontería de no hacer caso...; y ahora, ya lo ves, mi agente de Madrid me escribe lo que acabas de oír... Nada, que si quiebran, me van a dejar por puertas.

Cristeta le escuchó atónita. Él se puso en pie, y sin temor de mover ruido, dio dos o tres paseos por el cuarto, a modo de león enjaulado.

Ella asustada, pero respetando su disgusto, se limitó a mirarle como implorando prudencia. Don Juan -¡parece mentira que sea el hombre capaz de tal perversidad!- aprovechó la ocasión, se acercó de puntillas a Cristeta, y arrojándose en sus brazos dijo en voz muy queda, casi, y sin casi, pegando los labios a la linda oreja de su amada:

-Perdóname, no sé lo que me hago.

Lo grave fue que, en lugar de desasirse en seguida, siguió agarrado a ella. Parecía hombre harto de esperar a la Fortuna, que de pronto la ve, la asalta, la sorprende, la sujeta, y decide no soltarla en su vida. Cristeta nada hizo por despegar su cuerpo del cuerpo de su amante, sino murmurar con voz preñada de caricias:

-¡Juan... Juan mío!

Él, sin aflojar los brazos, decía:

-Figúrate... cobraré, si cobro, en créditos, en papeles que tendré que realizar poco a poco, con pérdidas enormes, y al fin y a la postre quedaré mal, muy mal, con una renta miserable, gustos costosos, sin hábitos de trabajo...

-Un hombre como tú hace con el trabajo lo que quiere.

-¡Quiá! Me iré a vivir a un pueblo, sin más lujo que una escopeta, ni más amigo que un perro.

De pronto soltó a Cristeta, se sentó en una silla, y juntando las manos, comenzó a dar vueltas con los pulgares, como suelen hacer los que están muy aburridos.

Cristeta, discurriendo con el sublime egoísmo del amor, pensó: -«¡Pobre! ¡Tal vez se quede pobre! ¡Así será más fácilmente mío!»

-Ya supondrás -continuó él- que tendré pronto necesidad de ir, no sé aún si a Paris o a Madrid. Y luego... se acabaron las locuras.

-Pero ¿qué locuras haces?

-El vivir como vivo. ¡Buen porvenir me espera! Un ama de llaves más vieja que dueña de teatro antiguo, una criada de cincuenta reales... y si no, al pueblo, al pueblo.

-Calla, hombre...; no querrá Dios que lo hayas perdido todo.

-Eso no lo puedo saber hasta que vaya a París y hable con el banquero, o vea en Madrid a mi agente. Hoy por hoy nada sé de cierto.

-No quiero decir eso: digo si supones que ya se ha concluido todo para ti en el mundo. ¡Ingrato! ¿No vale ni significa nada mi cariño?

Don Juan la miró con ternura, la cogió una mano, oprimiéndosela fuertemente, y en seguida, cual si cediese a la dolorosa impresión que acibaraba su ánimo, dejó caer la cabeza sobre el pecho de Cristeta.

A ser otra la ocasión, ésta se hubiera echado hacia atrás con oportuno pudor; pero en aquellos tristes momentos no quiso mostrar esquivez ni parecer arisca.

Ambos permanecieron silenciosos: ella inmóvil, sin valor para rechazarle; él en la misma postura, sintiendo en la frente el dulce calor del pecho de su amada. Al cabo de unos cuantos minutos dijo Cristeta:

-Vamos, no te apures... mírame cara a cara. ¿Sirve esta pobre mujer para convencerte de que no lo has perdido todo? Vaya, hombre, si supiera que esto nos aproximaba... ya te pagaría yo en amor lo que perdieses en dinero. ¡Te quiero tanto! -Y en seguida, como si se arrepintiese de su sinceridad, añadió: -No; no; soy una egoísta. Vete mañana mismo a cuidar de tu fortuna. ¡Yo no debo ni puedo ser nada para ti!

Fueron dichas estas palabras con acento de tan honda tristeza, y produjeron tal emoción en don Juan, que se avergonzó de emplear aquella estratagema ruin y mentirosa. Comprendió que la infeliz a quien estaba engañando no era casada trapisondista que mereciese desprecio por faltar a su deber, ni viuda buscona armada por la experiencia contra la seducción, ni siquiera mozuela desenvuelta y sabedora de cómo se finge la pérdida de la honestidad: era una pobre mujer realmente apasionada, que sin carecer de perspicacia y malicia, las tenía como adormecidas y embotadas por el pícaro amor. Era lista, capaz de la más artera coquetería, pero en frío, respecto de un hombre por quien no hubiese llegado a interesarse. Así lo entendía don Juan, quien comenzó a experimentar lástima de ella y severidad para consigo; mas ambos sentimientos quedaron ahogados por el influjo de la belleza de Cristeta. La perspectiva de que al empobrecer fuese aquel hombre más fácilmente suyo, el afán de mostrarle cariño, y lo mucho que don Juan se había arrimado a ella, la pusieron hermosísima. Tenía los ojos húmedos y brillantes, los labios secos y la tez muy pálida. Sus miradas variaban rápidamente de expresión; tan pronto parecían medrosas, como lucía en ellas la llamarada propia del deseo amoroso.

Durante un rato bastante largo, don Juan siguió hablando de la casa de banca y presagiando infortunios: ella de cuando en cuando le decía:

-No te disgustes...; puede que todo se arregle... mírame...; anda, mírame. ¿No me quieres ya?

En esto, sin saber cómo, ni quien atrajo a quién, ni cuál fue el primero en sentarse, volvieron al sofá -mueble en ciertos casos peligrosísimo-, y sucedió que los brazos de Juan rodearon y ciñeron la cintura de Cristeta, las manos de ésta se le posaron a él amorosamente una en cada hombro, cogiéndole luego la cabeza entremedias, y por fin y remate, para que fuese más bello el grupo, Dios, que es supremo artista, dispuso que el rostro del amante viniese a caer y descansar, por segunda vez, encima del pecho de la amada.

Así permanecieron unos minutos, mudas las bocas, embebecidos los espíritus y quietas las manos de ambos, especialmente las de ella, cual si bastase para su doble delicia aquel dulce calor que los cuerpos se comunicaban. Después sonaron de labio a labio palabras dichas en voz baja, y, por fin, mutuamente sorbidas las almas y atraídas las bocas, se besaron. Ella en seguida, confusa y atemorizada, apartó el rostro; mas él, buscándole la mirada para leerle el pensamiento, le cogió la cara entre las manos y permaneció contemplándola.

El instante fue sublime. A Juan se le olvidaron las teorías de conquistador, el cálculo, la lástima, la astucia, todo, hasta el temor a las consecuencias, mezquina consideración que acibara grandes placeres. De su alma y de su cuerpo se enseñoreó una fuerza incontrastable que le impulsaba a poseer el alma y el cuerpo de Cristeta, para sumarse e identificarse con ella, como se compenetran y confunden dos rayos de luz. En la muchacha tampoco tenía ya imperio la voluntad; desfallecía de amor, miraba y no veía, las palabras de don Juan no le parecían voces humanas; se le antojaba estar oyendo el ruido delicioso que las puertas de los cielos deben de producir al abrirse para que penetre en la gloria un elegido del Señor. Algo semejante a lo que ambos sintieron experimentarían de fijo nuestros primeros padres cuando emprendieron la tarea de poblar el mundo para que hubiese quien alabase a Dios. Sonó un beso digno del Paraíso. La mano izquierda de don Juan se posó sobre la doble y turgente redondez del pecho de Cristeta... Poco después, el corsé, tibio aún por el calor del hermoso tesoro que guardaba, caía sobre la alfombrilla al pie del sofá... Pero, ¡tente pluma!

¿Y por qué? ¿Por qué ha de considerarse vituperable y deshonesta la pintura del amor material en lo que tiene de artístico y poético? Permítese al novelista y al poeta describir todas las fases de la ambición soberbia, de la vanidad ridícula, del odio aborrecible, del rencor infame; podemos desmenuzar en prosa y verso todos los malos sentimientos: ¿y no hemos de poder pintar la deliciosa y natural aproximación de los sexos que instintivamente aspiran a juntarse hasta ser, como el Señor dispuso que fueran, carne de una carne, hueso de un hueso, dos en uno? ¡Es triste cosa! Sólo algún lírico cursi, sólo algún académico fósil, culpan de loco al telescopio que escudriña el espacio, o de cruel al bisturí que dilacera las carnes; y sin embargo, son muchas las gentes que llaman indigna y pecadora a la pluma que pinta los deliciosos transportes del amor.

Arrebata el viento el polen de una flor, lo deja caer en otra de la misma especie, y de allí a poco brotan nuevas yemas y pimpollos. Sacude el céfiro el ramaje de la palmera macho, y llevando un algo misterioso de ella a la palmera hembra, la hermosea y fructifica. ¿Acaso se tacha de inmoral al botánico que lo observa y escribe? Entre las concavidades de las rocas marinas, en lechos de algas o sobre las cernidas arenas de la playa, deposita el pez hembra sus huevas; deslízase luego sobre ellas el amoroso macho, y las fecunda. ¿Culpa nadie de obsceno al naturalista que lo consigna en sus libros?

Si de la humildad de plantas y bestias pasamos a lo más excelso que cabe en el pensamiento, vemos que las religiones que amamantaron a la humanidad en el culto de lo divino, están saturadas de amor. Los dioses amaban como hombres; por eso inspiraron fe; las diosas se dejaban abrazar como mujeres; por eso fueron tan amables y dignas de adoración. El Olimpo pagano era un semillero de aventuras eróticas: Júpiter y Apolo perseguían a las ninfas como los banqueros de nuestro siglo a las costurerillas; Venus y Juno tenían caprichos como nuestras grandes damas, se prendaban de la gallardía varonil, y escogían amante entre semidioses de segunda fila y rústicos pastores. La antigüedad clásica, no deja, sin embargo, de llevar ofrendas a las aras. Los más grandes poetas, sin que nadie les tache de pervertidores, fundan sus obras admirables en aquellas pasiones que convertían en alcobas las grutas, las florestas, los prados, las selvas y los bosques.

Vienen luego los tiempos en que el verdadero Dios escoge por suyo un pueblo entre los que habitan la tierra, y el amor no pierde sus prerrogativas ni sus fueros. Antes al contrario, el mismo Señor lo emplea en su servicio: ÉL hace que la hermosa Thamar conciba de Judá; ÉL dispone que la desvalida Ruth se tienda en la era junto a Booz para que se perpetúe su raza; ÉL aumenta la belleza de Judith para que aparezca incomparable y fascine a Holofernes; ordena que los patriarcas duerman con sus siervas, los reyes con sus esclavas, que Asuero repudie a Vasthi, y que Makeda, reina de Saba, soberana del dichoso Yemen, desfallezca de voluptuosidad en el lecho de Salomón. ¿Qué más? El Redentor perdona a la adúltera, y por haber amado mucho, María de Magdalena es preferida y escogida entre todas para que, merced a su intervención, se funde el sagrado misterio de la Resurrección. No: no quiso el Redentor, después de muerto, aparecerse a ninguna virgen ignorante, a ninguna casada cumplidora de sus deberes, a ninguna viuda sorbida por la devoción; sino que radiante de esplendorosa gloria, circundado de luz, se apareció a una pobre pecadora. Las mujeres hebreas, siriacas y caldeas que en desprecio del amor se rapaban el pelo, no hallaron gracia delante del Señor; en cambio permitió a Magdalena que con su rubia cabellera enjugase los divinos pies.

-«Amor -dice uno de los más admirables místicos españoles-, es río de paz, dulce sueño del alma, transformación del hombre que ni piensa ni siente ni quiere más que amor. Como a la flor se sigue el fruto, se sigue a la perfección el amor ardiente. Amor es el fin de la ley de gracia.» ¡Cuán mezquinas parecen luego las palabras del filósofo moderno que ha dicho que el amor es sólo impulso de los sentidos, que toma origen en el celo!

Sí: amor es esencialmente celestial; la hipocresía, exclusivamente humana. Dijo el Señor: «Creced y multiplicáos»; y sucede que nadie censura a la mujer ni al hombre porque se desarrollen ni crezcan; mas ¡oh terrible inconsecuencia! en cuanto dos que bien se quieren tratan de multiplicarse o se colocan en disposición de que la operación sea posible, todo es ponerles trabas, prohibiciones y obstáculos para que no cumplan la segunda mitad del divino mandato. De esta intolerancia ha nacido, sin duda, la invención de las formalidades civiles y canónicas, pues en el Paraíso no hubo bendición ni juez municipal. ¡Cuán sabio y generoso es Dios! ¡Cuán mezquinos los hombres! Sobre todo, ¡cuán necios! Porque jamás ha intentado la locura humana que los ríos retrocedan cauce arriba desde el mar hasta sus fuentes, ni que los astros, desviándose de sus órbitas, valseen caprichosamente en el éter; ni ha querido nadie trocar en compasivo al tigre, ni en feroz al tórtolo, y, sin embargo, hay quien pretende que el hombre y la mujer no se atraigan. A la luz del día muestran los hombres la codicia, la crueldad, la ira, hasta la asquerosa envidia; sólo para el amor buscan la oscuridad: guerrean y se despedazan al sol; aman y se engendran, como si conspirasen, entre las sombras de la noche. Y es que encima de cada uno de los grandes dones con que Dios nos ha favorecido, hemos echado una mancha. Sobre la sinceridad la mentira, sobre la fe la duda, sobre la caridad el egoísmo, sobre el amor la hipocresía. Porque habéis de saber -niñas inocentes y mujeres contenidas por el falso decoro- que cuando vais por la alameda con el elegido de vuestro corazón y se confunde el rumor de vuestras frases con el ruido del ramaje, y luego suena un beso, puede haber imprudencia, pero no hay delito: cuando en la tentadora soledad del gabinete, siendo ambos libres y estando enamorados, os aproximáis sin desdoro de tercero y sin acordaros luego de quien fue el primero en acercarse, tampoco se enfurruñan los cielos. ¿Sabéis lo que es pecaminoso y detestable sobre todo encarecimiento? La venta de las caricias, el robo del placer ajeno, el rompimiento de la fe jurada, el ultraje al nombre de esposo, el repugnante comercio del amor, que convierte el lecho en posada y la memoria en índice de liviandades. ¡Cuán tristes las que, comerciando con el amor, han de ofrecer la mercancía! ¡Cuán despreciables las que lo dan a cambio de joyas y de galas! Mas las apasionadas que se rinden, ¡cuán dignas de indulgencia! San Pedro no dejará paso a las que ostenten en torno de los ojos el livor que deja el cansancio sensual soportado para comprar brillantes; pero dará entrada en la gloria a las que vea con el rostro demacrado, mitad por el hambre y mitad por el placer; será cariñoso con las que hayan desfallecido de amor, y los Arcángeles, las Dominaciones y los Tronos que gozan perdurablemente la presencia de Dios, cantarán diciendo: «¡Bienaventuradas las que supieron amar, porque de ellas es el reino de los cielos!»

***

Iba ya el resplandor del día dibujando líneas de luz por entre los resquicios y rendijas del maderaje del balcón, cuando don Juan, desasiéndose de los brazos de Cristeta, entre melosidades y ternezas, se fue a su cuarto, donde desbarató su propia cama para que los criados ignorasen que no había dormido allí. En seguida se lavó, casi a disgusto, porque el frescor del agua le arrancaba de la piel el perfume de los halagos de Cristeta, y después se marchó a dar un paseo.

Ella, al verse sola, pasó un rato presa de verdadero estupor: luego quedó entre atónita y apenada. ¿Qué había hecho? ¡Deshonrada... perdida... pero dichosa! No le parecía ser la misma. Unos instantes experimentaba sensaciones análogas a las que sufriría una ciega, para quien la lobreguez de la ceguera se trocase de improviso en viva claridad; se sentía deslumbrada por el amor. Sus conjeturas, sus dudas, su ignorancia medio desflorada por la malicia, todo se había desvanecido, quedando en su lugar la sabrosa certidumbre del pecado. Otros ratos le parecía ser ángel caído sin redención posible. ¿Qué fue de los propósitos de tenaz virtud? ¿Dónde estaban el no debo... no me conviene... yo no soy de esas? Un instante de pasión había dado al traste con todo.

Por cima del vencimiento sufrido, quedaba, sin embargo, en el alma de Cristeta un motivo de respetable orgullo. En la abdicación de su albedrío, en la entrega de su cuerpo, no influyó nada el cálculo. Complacíase en recordar que no tenía cosa que echarse en cara. Vio entrar a su amado pensativo y triste por malas noticias que recibiera, e intentó consolarle; él, agradecido a su piedad, la estrechó entre los brazos. De lo demás no hacía memoria...

La bella Kadjira, contemplando el infortunio de Mahoma, le dijo: «¡Yo seré tu primer creyente!» Cristeta, viendo desdichado a su amante se le entregó diciendo: «Mis labios son manantial de consuelo. ¡Bebe!» Después... suspiros sofocados por caricias y una sensación nueva, indefinible, mitad material, mitad extrasensual. ¿Hizo bien? ¿Cometió gran pecado? ¡Ah! Si pudiese afirmar o negar... ¡qué gran problema habría resuelto!

Lo indudable era que sentía pena por no tenerle allí. ¿Por qué se iría tan pronto? ¿Qué le importaba que aquello se supiese? Juan no era ya a sus ojos el personaje de un ensueño amoroso; debía ser el compañero de su vida, pero sin obligación, sin vínculo forzoso, sin lazo que le sujetase, por propia y complacida voluntad. El alma de la mujer podía en ella más que el instinto de la hembra. El amor material le pareció cosa baladí. Se había entregado; bueno ¿y qué? ¿no era libre? ¡así como así, jamás había de pertenecer a otro! No en vano tenía metida en el cerebro la vehemencia romántica de cuantas escenas dramáticas leyó y vio representar.

A medio día salió al ensayo. Al andar por las calles le pareció que pisaba con más fuerza, que era más mujer. A la hora de la comida oyó que uno de varios huéspedes que había sentados cerca de ella decía, mirándola de reojo: -«La Moreruela está hoy más guapa que nunca.» Cristeta pensó: «¡Mejor para mi Juan!» En el teatro, durante la función, trabajó apriesa; por su gusto hubiese llevado a escape las escenas, no movida de la grosera impaciencia del deseo, sino dulcemente estimulada por el anhelo de ver a Juan.

El segundo canto del poema comenzó en seguida de retirarse a su cuarto de la fonda. Entrar y despedir a la doncella, todo fue uno. Sonaron las dos de la madrugada. Tosió; ahora era ella la que tosía. La puertecilla de comunicación se abrió al momento.

Y así sucesivamente muchos días.

Cristeta estaba muy contenta. La satisfacción por el pleno disfrute de su amor, podía en ella más que el miedo a las desdichas que su debilidad le acarrease.

Don Juan pasaba noches felicísimas, gozando con los sentidos, porque la belleza de Cristeta le enloquecía; y con el entendimiento, porque de la boca de aquella mujer incomparable no salían sino frases de sinceridad y sumisión. Gratos eran sus besos, ya frescos como agua de peña viva, ya ardorosos como latidos de fiebre; pero ¡cuán más deleitosas eran las cosas que decía! ¡Qué mezcla tan extraña de impuro desenfreno y exquisita ternura!

Las manifestaciones de su apasionamiento juntamente extremosas y sinceras, convencieron a don Juan de una verdad terrible: la de que aquella mujer se había dejado poseer materialmente porque estaba enamorada con toda su alma: rindió primero el albedrío y luego como derivación ineludible hizo entrega de su hermosura.

La cosa no podía ser más grave.

Cristeta le parecía hermosísima, encantadora; pero cada día más suya. Le tenía como hechizado. Algunas noches hasta se le olvidaban los preparativos de fuga. Ni siquiera mentaba la quiebra de Garcitola y Compañía.

Por fin, comenzó a monologuear, ni más ni menos que personaje dramático. Sabía perfectamente que con una aventurera a quien no se debe exigir fidelidad, es posible prolongar ciertos devaneos; pero profesaba la máxima de que, tratándose de una mujer no pervertida, es peligrosísimo pasar al segundo mes, porque suelen sobrevenir aquellas lamentables complicaciones a que tanto horror mostraba el gran don Francisco de Quevedo. Por grande que fuese el placer de don Juan, comenzó a experimentar temor. Su sentido moral, hasta cierto punto, le consentía apoderarse de una beldad, como quien se posesiona de un hermoso palacio; pero la idea de que el palacio llegase a estar de pronto habitado, y la consecuencia de tener él luego que cargar con el habitante, era cosa que le ponía los pelos de punta.

Los diálogos íntimos entre amantes mientras dura el primer período de la posesión, son exclusivamente amorosos: ella se despepita en juramentos, él se deshace en promesas, ella fantasea proyectos para lo futuro, él pone por las nubes su dicha y su agradecimiento... como si aquello no hubiese de acabar nunca; hasta que llega una época en que, sin prescindir de hablar y practicar amores, se habla también de otras cosas. El giro que entonces toman estas conversaciones a posteriori decide la suerte de los enamorados. Don Juan sabía todo esto por propia experiencia, y veía con espanto que cuando Cristeta hacía alguna alusión a lo porvenir, sus palabras eran tan sinceras y acusaban un amor tan hondo, que era imposible descubrir en ellas asomo de cálculo ni sombra de interés. No cabía duda: aquella mujer alcanzaba la importancia de su nueva situación; no se dolía de lo ocurrido, ni denotaba la más remota veleidad de querer explotar su sacrificio, mas tampoco le cabía en la cabeza la sospecha de que pudiese ser víctima de una infamia. En resumen: don Juan llegó a convencerse de que la Providencia, o su buena suerte, le habían deparado un regalo digno del más afortunado mortal; pero un regalo al cual era imposible renunciar sin cometer una verdadera canallada.

Por primera vez sentía disgusto pensando en cómo deshacerse de una mujer, no porque estuviera realmente enamorado, aunque Cristeta le gustaba sobremanera, sino por lástima. Tenía la costumbre de gozar las conquistas y renunciar a ellas con indiferencia, sin pensar poco ni mucho en cuál fuese luego la suerte de la que abandonaba. En no lastimar ni escarnecer a sus víctimas puso siempre gran cuidado; mas era la verdad que sus concubinas y queridas, ya duraderas, ya momentáneas, todos sus líos, habían sido muy diferentes de Cristeta. Y, sin embargo, aquello tenía que concluir, so pena de que, el mejor día, es decir, el peor, surgiese una complicación gravísima. A veces, esforzándose en supeditar el pensamiento a la voluntad, imaginaba que la palabra canallada no era propia ni exacta. ¿Habló él nunca de boda? ¿Exigió ella promesa en que él consintiese? Nada de esto. Pues entonces ¿cómo había de figurarse Cristeta que tal hombre podría llegar a ser su esposo? Además, el matrimonio entre un caballero y una comiquilla de un teatro de cuarto orden, era un disparate. Sobre todo, cuando él esquivó cuidadosísimamente dar margen a la menor esperanza de vicaría, ¿qué podía temer? ¡No tendría uno poco trabajo si hubiese de entregar mano, porvenir, fortuna y nombre a cuantas se dejan prender en las redes de la seducción! Cristeta era bellísima, sentimental, ingenua, codorniz sencilla, sobre todo desinteresada; mas sus muchas prendas físicas y morales no justificaban que hombre tal quedase por siempre sometido a su imperio. Lo grave era que don Juan comprendía, no sólo que le agradaba la posesión y goce de los encantos de Cristeta, sino que también le cautivaba su trato, carácter y conversación, y esto es lo más peligroso que respecto de la mujer puede acontecerle a uno. Luego se imponía el rompimiento. El gusto que de ella y con ella recibía, no era razón para perpetuar el amorío. También le gustaba el Borgoña, y, sin embargo, no renunciaba al Jerez; comía con deleite las chochas y no prescindía del salmón. ¿Por qué, pues, había de limitarse a Cristeta, si su paladar amoroso estaba en disposición de saborear infinitos manjares? La pobre muchacha quedó condenada a olvido.

En seguida vino el excogitar procedimiento; y respecto de éste, don Juan comprendió que se le imponían la dulzura y la generosidad, casi la piedad y la largueza. Era preciso portarse del modo que causase en ella el menor daño posible: se había hecho acreedora a todo miramiento. Las bases que en su ánimo adoptó, fueron las siguientes: primera, huir evitando toda escena triste y enojosa, ya que, dado el carácter de Cristeta, no había temor a gritos, pelotera ni escándalo. Harto sabía él que Cristeta era de las que lloran y no alborotan, sufren y no insultan. Esta misma humildad le hacía más desagradable el abandono. Segunda base: regalarle una cantidad de dinero de relativa importancia, como obsequio a su ternura y en compensación del desengaño y desperfectos causados.

En cuanto a la huida, no había dificultad: a las diez de la noche pasaba por Santurroriaga un tren hacia Francia, y Cristeta no volvía del teatro hasta las doce. Lo del dinero había que pensarlo despacio, calculando bien el desembolso. No podía ser tan cuantioso que delatando riqueza despertase codicia, ni tan pobre que resultara mezquino; ¡eso no! Cristeta era el mejor libro de amor que él había leído, el volumen cuyas páginas le proporcionaron goces a la vez más intensos y más plácidos, el más original y nuevo, pues era texto escrito con admirable ingenuidad, y ejemplar por nadie manoseado: ¡ni siquiera tenía cortadas las hojas! ¡Qué prólogo tan deleitoso y lleno de promesas! ¡Qué capítulos tan impregnados de sincera pasión! ¡Cómo, párrafo tras párrafo, había ido viendo al amor quedar victorioso de la castidad!... Quien leyese luego todo aquello, ¿sería capaz de apreciarlo? Acaso el tomo cayera en manos de un hombre zafio y rudo. ¡Vaya usted a saber si un escribano, un comerciante, un militarote, tendrán sensibilidad para apreciar la candorosa impaciencia de Cloe en Las Pastorales, de Longo, o la exquisita voluptuosidad que hace palpitar el corazón de la Sulamita en el divino Cantar de los Cantares!

A fuerza de ahondar en eso, don Juan se convenció de que Cristeta despertaba en él cierto interés, algo que no le hizo experimentar ninguna de cuantas había conocido hasta entonces. No obstante lo cual, sin pararse a desentrañar lo significativo del síntoma, quedaron en su ánimo resueltos el regalo y la fuga.




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Capítulo XI


A consecuencia del cual perderá don Juan la simpatía de las lectoras


Durante varias noches observó Cristeta que su amante volvía a estar caviloso, y que sus impulsos amorosos sufrían intervalos en los cuales se quedaba ensimismado y triste. La verdad era que al pobre conquistador le costaba esfuerzo y pena fingir preocupación y mal humor: lo de tener que ponerse melancólico entre dos caricias, le iba pareciendo intolerable. Había momentos en que le daban ganas de echarlo todo a rodar, declarándose vencido y confesando que la casa Garcitola y su quiebra eran pura embustería. Al mismo tiempo, y esto sí que era grave, cuanto más dueño se hacía de Cristeta, más se asombraba de no sentir amagos de hastío: indudablemente el amor de aquella mujer era un bebedizo que en vez de calmar la sed, la producía y excitaba. Por lo cual don Juan suponiéndose puesto en ridículo ante sí mismo, se asustó y resolvió convencerse de que no había degenerado, y de que estaba en pleno uso de su libre albedrío. Entonces, rechazando como vergonzosa la posibilidad de haberse enamorado, sacrificó su gusto al pícaro amor propio, y determinó huir cuanto antes de Cristeta, en cuyos encantos comenzaba a vislumbrar, no una conquista semejante a sus anteriores hazañas, sino una red capaz de aprisionarle para siempre.

***

Eran las dos de la madrugada.

La bujía colocada encima de la mesa estaba a punto de consumirse. De pronto el pábilo vaciló, cayendo sobre la esperma liquidada, brilló un momento con mucha intensidad, y se apagó. Las tinieblas aminoraron el pudor de Cristeta y dieron valor a don Juan.

Aguardábale ella con los brazos abiertos, cuando en vez de recibir el beso esperado, oyó la voz de don Juan que decía:

-Lo malo es que no tengo fósforos.

-Bueno... no hacen falta.

En vano siguió esperando el beso, prólogo de mayores dulzuras.

-¿Sabes, chica, que hoy he recibido carta del agente?

-¿Y qué? -preguntó con gran vehemencia.

-Lo peor: que el día menos pensado voy a tener que marcharme.

-¿Por mucho tiempo?

-No lo sé.

Don Juan sintió posarse en sus hombros los brazos desnudos de la enamorada y oyó estas palabras, que le hicieron experimentar una indefinible confusión de miedo y de placer.

-¡Juan mío, por lo que mas quieras en el mundo, no me dejes!

¿Cómo hablar, en tal momento, de intereses?

-¿Qué va a ser de mí? -seguía ella-. No tengo miedo al porvenir. Ya sé que no me ha de faltar contrata, que tengo seguro el pan en casa de mis tíos..; pero no podré vivir sin ti. Dime que volverás, que me quieres, que eres mío para siempre.

-Vamos, mujer, no te pongas dramática. ¿No has venido solita a Santurroriaga y he tardado que sé yo cuántos días en llegar?

-Sí; pero aún no era como ahora... no éramos todavía uno de otro. ¡Venías... por lo que yo me sé!... ¡A estas alturas sabe Dios si tendré encanto ni atractivo para ti!

-No seas simple, vidita, antes te quería por lo que esperaba, ahora por lo que tengo. ¡Cualquiera diría que ir quince días a París, a Madrid, o donde sea, es una separación eterna!

Aunque continuaban a oscuras y abrazados, ambos tenían más despabilado el recelo que el deseo. Cristeta debió de notar algo anómalo en la voz de don Juan; tal vez en la tiniebla favorecedora del engaño le pareciese sospechoso su lenguaje, porque de repente exclamó:

-¡Luz, luz, quiero verte la cara!... No me beses..., déjame llorar... ¡Luz... luz!

Oyóse el rápido posarse de los pies de Cristeta sobre el entarimado. Luego añadió:

-Aquí..., encima del tocador: trae tu palmatoria.

Sonó el frotamiento de un fósforo, y quedó débilmente iluminado el cuarto.

Estaba ella casi en paños menores, mas no considerando el momento propicio al amor, en seguida se vistió y calzó; arrebujóse en una bata, y al ver a don Juan que volvía de su cuarto palmatoria en mano, le dijo:

-Ven, siéntate aquí; la verdad... nada te pido...

Y rompió de nuevo en llanto.

Nunca había visto él llorar así: en vano quiso que aquellas lágrimas le pareciesen falsas o ridículas. Por fortuna, sólo duraron unos cuantos segundos, porque ella las contuvo como tragándoselas; procuró serenarse, y habló sin gimoteos ni sollozos.

-Sé que no tengo sobre ti ningún derecho. No te pido nada, ni por soñación. ¿Será cierto eso de la casa de banca y el dinero? Aunque me engañes, me alegraré de que sea mentira, porque prefiero mi desdicha a tu ruina.

Estaba tan nerviosa, que era inútil su empeño por aparecer serena: denotaba tan verdadero pesar, que don Juan comenzó a darse a todos diablos.

-Mira -prosiguió ella-: si aquí hay mal, toda la culpa es mía. Nos conocimos, te gusté, tú a mí más...; luego ha pasado lo que Dios ha querido... Vamos, para que veas si te quiero, no me arrepiento. Conque está tranquilo: no soy mujer que arme trapatiesta ni escándalo; pero no me engañes. Ya no me quieres, ¿verdad? Consiento en ser desgraciada, y lo seré si me dejas; pero no mientas por lástima. Francamente, ¿volverás?

Aunque redunde en descrédito de la pericia de don Juan, forzoso es decir que el giro que tomó la escena le hizo perder su habitual serenidad. El compromiso era de marca mayor. Le mortificaba mentir, y al mismo tiempo le faltaba valor para decirlo en crudo: ¡como que es necesario más coraje para decir a una mujer «ahí queda eso» que para tomar una barricada a pecho descubierto!

En vano intentó hacer un llamamiento al amor físico. Cristeta se mostró refractaria a las caricias. Hay instantes en que resulta grosera la más delicada voluptuosidad: amar sin deseo es peor que comer sin hambre.

-Anda -dijo ella, tragándose el salado amargor de las lágrimas-; confiesa que no vuelves..., que te has cansado de mí.

Entonces él no pudo más, y mintió por salir del atolladero, exclamando:

-¡No he de volver!

A esta frase se agarró ella como a clavo ardiendo.

-No te pido juramento ni promesa, ni mucho menos palabra de honor; pero si esto se acabó, desengáñame de una vez. Comprendo que he hecho mal en ser tuya, y sin embargo, ni me arrepiento ni quiero que me lo agradezcas...; pero tampoco me confundas con otras que hayan sido tuyas sin quererte.

Don Juan había luchado mucho contra la coquetería y la astucia femeninas; había burlado a veteranas de la galantería, a beatas lagartonas, a señoras raposas, quedando siempre victorioso de sus malas artes y enredos; pero no acertó a luchar abiertamente con aquella sinceridad.

¿Fue ternura repentina, de la que se creía incapaz, o vergonzosa abdicación de sus principios y presagio de mayores debilidades? Nadie le culpe. ¿Cómo ser cruel con una mujer que, lejos de echar en cara los favores otorgados, ni arrepentirse de ellos, ni solicitar cosa alguna para lo porvenir, se limitaba a pedir lealtad? De la desvergonzada Zaluka, de la sagaz Cleopatra, cualquiera triunfa, porque el hombre se deleita tanto en humillar la soberbia como en poseer la belleza, pero ¿quién es capaz de permanecer insensible ante la enamorada humilde y suplicante?

-Ignoro cuánto tiempo tendré que estar en Madrid o en París -dijo don Juan-. No sé dónde iré...; en fin, no me voy del mundo. Claro que volveré; y si no te encuentro aquí..., en Madrid nos reuniremos.

-¿Me escribirás a menudo? ¿Podré yo escribirte?

-Siempre que quieras.

-¿Verdad que no estás hastiado de mí? ¿Me quieres?

-¡Con toda mi alma!

(Evocando sus propios recuerdos, ponga el lector aquí cuanto haya experimentado en casos parecidos.)

¡Oh inacabable encadenamiento de frases, tan tontas para escritas como deliciosas para pronunciadas y oídas!

Cuanto hizo don Juan encaminado a enardecer los sentidos de Cristeta, fue trabajo perdido. La ninfa de abrasadora voluptuosidad se había trocado en fría escultura. Estaba triste, lleno su pensamiento de cosas amargas. Recibía los besos como Dios las oraciones, sin darse cuenta de ello.

-No..., hoy no..., déjame...; dime que eres mío..., y nada más. No sabes quererme así..., vamos..., sin eso.

El último diálogo fue casto. A las siete de la mañana, después de haber pasado la noche en triste honestidad, don Juan se retiró a su cuarto. En el instante de separarse la abrazó y besó mucho, sin que Cristeta experimentara emoción. Fue despedida de manos quietas.

Ella, al quedarse sola, se tiró llorando sobre la cama.

«Nada, nada -se decía don Juan poco después, haciendo preparativos de viaje-, la carta, el dinero y tierra por medio. Con esto y con que no lo quiera tomar...; sería la primera. ¿Cómo se lo doy, y cuánto le dejo? Dejarlo..., en un talón contra el Banco, para que lo cobre aquí o en Madrid...; lo difícil de precisar es el cuánto. Por supuesto que a ninguna se lo he dado con tanto gusto. Ni codicia ni exigencias... ¡Lástima de chica! La verdad es que da compasión. Pero yo no he de cargar con ella para toda la vida. Lo que no puedo hacer es andar con tacañerías. Conque... estudiemos fríamente el caso. A una pérdida le daría tanto o cuanto, según su categoría y su modo de vivir, como quien paga cuenta de fonda con arreglo al lujo y fama de la casa. Con una mujer de género intermedio, por ejemplo, una de esas viudas que jamás tuvieron marido, tampoco habría duda: todo era cuestión de darle lo bastante con que vivir hasta que hallara quien me reemplazase. A una señora... ¡éstas sí que salen caras!, una alhaja. Pero con esta desdichada, que no es aventurera, ni perdida, ni soltera de nadie, ni viuda de todos, ni siquiera señora..., ¿qué hago? ¡Maldita sea la hora en que la busqué! No, eso no...; no vengamos ahora con exageraciones: lo malo es tener que dejarla, porque... bonita... ¡como ninguna! Y ¿qué haré? ¡Cuando digo que este problema de quedar bien es en ciertos casos imposible de resolver! Lo esencial es componérmelas de modo que no haya reanudación posible. En amor las soldaduras son fatales..., ya lo sé. Lo malo es que para esto sería necesario que yo me portase como un sucio, y la chica no lo merece..., tan guapa, de tan buen fondo..., ¡pues y la forma! Una cosa es escurrir el bulto, y otra dejar de ser caballero. Hay que hacer el desembolso de una vez. Sí: dar hoy de sobra es adquirir la seguridad de que no pida en lo sucesivo... Aunque bien mirado..., no es de las que piden. Hago cuenta que me asaltó la tentación de ir al Casino.... subí a la sala del crimen..., bacarrat, treinta y cuarenta, cualquier cosa, unos cuantos pases con mala sombra..., y veinte o treinta mil reales fuera del bolsillo. ¿Mil quinientos duros? ¡Mucho es! Me parece que me he escurrido. ¿Y si se engolosina, y yo mismo la echo a perder, despertándole la codicia? En realidad..., ¿qué clase de mujer es? No es cosa de hacer el primo. Una chicuela criada a puerta de calle, en un estanco, una corista distinguida... ¡Me da una rabia pensar que si hubiera tenido paciencia la pesco con cuatro cenas y un traje! Pero ¡quiá! esta mujer ha cedido porque se ha enamorado de mí. Además, ha llegado a mis manos... como nieve recién caída..., intacta. Lo dicho: acabar de una vez, pero portándome como quien soy. La cosa sale cara: ¡bah! cada uno lo gasta como le da la gana. No tengo potros de carrera, ni bebo, ni compro antiguallas, ni juego. Mujeres, eso sí. Bueno, ¿y qué? ¿en qué mejor? Si sabiendo lo que es esta chica le pidiera a uno antes el oro y el moro, daría hasta la última peseta; conque, ¡fuera tacañería!» Y siguió el monólogo.

«Veinte mil... treinta mil reales... mil... mil quinientos... Bueno, mil duretes, cifra redonda. En su vida ha visto tanto dinero junto. Casi puede decirse que no hay en Madrid mujer que no se logre con eso; aunque no, todas no. Lo cierto es que cuanto más espléndido me muestre, más claro verá ella el propósito de romper, y aquí de lo que se trata es de cortar por lo sano... Bien pesado y medido todo, puede que los mil duros sean su perdición... si se los gasta en trapos y se echa a rodar por esos mundos de Dios. Lo sentiría porque la pobre no lo merece. ¿Y a mí qué me importa? Si se ha de perder, lo mismo sucederá dándole poco que mucho. Con tres o cuatro mil pesetillas se vuelve loca. No serían muchos los hombres que hicieran esto en igual caso, sobre todo pudiendo largarse impunemente sin chistar. Por otra parte, según yo escriba la carta de despedida, así será la impresión que ella reciba. Vamos con calma: la carta no debe ser un rompimiento a raja tabla, porque con lo entusiasmada que la tengo y con dinero a mano, se viene detrás de mí. ¡Horror! Hay que decirle que vendré... cuando pueda... plazo indeterminado... los negocios... y al volver a Madrid no parezco por el teatro en que ella esté. Son diez o doce mil reales tirados a la calle, pero lo bailado nadie me lo quita. Diez, no, tienen que ser más... No vayamos mermándola tanto que resulte una mezquindad. Ya sé yo que otro no se los daría. ¡Doce mil reales a una mujer! En el teatro resultaría absurdo, inverosímil; ¡pero yo soy quien soy! La chica me gusta como no me ha gustado ninguna mujer. ¡Si no fuera por miedo a la duplicación de mi individuo, un demonio la dejaba yo! La verdad es que Dios debió decir: Crescite et multiplicamini... si os conviene, y si no, no. En fin, ¿para qué tengo el dinero? ¿me da la gana de quedar bien? ¡pues lo hago y San Seacabó! ¡Quién me dice a mí que luego, cuando ande yo rodando de juerga en juerga y de amorío en amorío, no me la encuentro y reanudamos por unos días! ¡También somos burros los hombres! Tendría gracia que fuese yo capaz de recogerla de los brazos de otro, cuando ahora es mía, y nada más que mía. Eso sería lo mismo que no saborear un buen plato, dejar que se lo llevaran a la cocina, y cuando lo hubieran catado y pringado en él los criados, volver a pedirlo para chuparme los dedos de gusto. ¡Qué mal organizado está el mundo! Vamos a ver, ¿por qué no había yo de seguir con esta mujer hasta que nos cansáramos, y después, sin reñir, separarnos pacíficamente como dos buenos amigos que han hecho juntos un negocio? ¿Dónde mejor negocio que pasar una temporadita en plena felicidad? Y en seguida, lo mismo con otra. Pero... que no me salieran tan caras; porque... ¿En qué quedamos? ¿Cuánto le doy? ¿Diez, doce, veinte, treinta mil reales...?»

Se puso a escribir sin tenerlo fijamente resuelto. Comenzó una carta, la rompió, y después otras. Por fin le pareció que la tercera o cuarta quedaba bien. Luego sacó de la cartera un sobre, y de éste tres talones, con los huecos en blanco, contra el Banco de España. Tomó uno de ellos, y al ir a llenar los claros del impreso, se quedó pensativo, mordiendo el mango de la pluma, como poeta que no halla consonante.

¡Qué animalucho tan despreciable es el hombre! Cuando Cristeta le abrió los brazos no vaciló en poseerla, y ahora llevaba una eternidad pensando si habían de ser diez o veinte. ¡Ah, mujeres! Sabed que al hombre, como al hierro, hay que pedirle las cosas en caliente, porque pasados en uno el entusiasmo amoroso, y la incandescencia en otro, quedan fríos y duros, y a nada se prestan.

Sin embargo, hay hombres de hombres. Don Juan se quitó de la boca el mango de pluma y escribió con letra clarísima cinco mil pesetas. Hecho lo cual, arrojó sobre la mesa el palitroque, murmurando: «¡Quien tal hizo, que tal pague!»

¿Lo tenéis por inverosímil? Pues sois tacaños. ¿Os parece demasiado? Es que no habéis sentido los embriagadores halagos de Cristeta. ¿Fue arranque de hermosísima liberalidad? Tampoco. Si la Venus antigua, manca, mutilada, de la cual sólo gozan los ojos, y que no se digna bajar de su pedestal, no tiene precio, ¿cuánto vale una mujer de veinte años, estatua viva y cariñosa?

Repuesto del esfuerzo que le costó aquel rasgo, don Juan guardó en el baúl las pocas ropas que tenía sobre las sillas y colgadas de las perchas. La cuenta de la fonda no había que pensar en pagarla hasta más tarde: no hiciese el diablo que Cristeta por casualidad se enterara y se escamase.

Al día siguiente, comió mientras Cristeta estaba en el teatro; pagó al amo, en persona, y le entregó la carta para la pobre muchacha, diciéndole:

-No sabía que la Moreruela y yo éramos vecinos de cuarto. Déle usted esto. Son proposiciones que le hace un empresario amigo mío.

-Vaya usted tranquilo.

A las diez salía el tren, y aunque la estación distaba poco de la fonda, a las nueve andaba ya don Juan paseando su impaciencia por el andén, tan contrariado y en tal estado de ánimo, que si en aquellos momentos hubiese aparecido ella, se la lleva consigo.

Luego, al reclinar la cabeza en los ásperos almohadones del vagón, se acordó del suave pecho de Cristeta. La forma del recuerdo no era en verdad, muy desinteresada; pero lo cierto es que echó de menos a su víctima, cosa en él enteramente nueva.

Al otro día pernoctó en Burdeos. Comió poco, callejeó sin saber por dónde, y se acostó. ¡Santo Dios qué noche! Ni momento de sueño ni instante de reposo. ¡Qué desasosiego, qué cama... y qué espantosa soledad!

¿Era que se arrepentía, o simplemente que la echaba de menos? En vano intentó explicárselo.

Cuanto sentía estaba en abierta contradicción con sus antecedentes, sus ideas y sus prácticas amorosas; al par le daban orgullo los recuerdos y vergüenza lo presente.

Probándose don Juan ropa en casa de su sastre, vio cierto día a una linda muchacha, de oficio chalequera, que iba a entregar. El lenguaje al par candoroso y achulado de la menestrala, su inexperiencia amatoria y su tipo mitad picaresco y distinguido, le sorbieron el seso; casi llegó a temer haberse enamorado de veras, cuando a las pocas semanas la dejó por otra, no sin endulzarle el disgusto a fuerza de generosidad.

En los últimos días de una primavera cortejó a una viuda aristocrática tan honesta y virtuosa, que no murmuraban de ella ni aun sus íntimas amigas. Al empezar el verano logró rendirla, y comenzado en Madrid el idilio, se dieron cita para continuarlo en un pueblecillo de baños. La ilustre cuna de la dama, su fama de virtuosa y su intenso amor de viuda con deseos atrasados, le cautivaron en tal grado, que también esta vez imaginó hallarse en vías de sincero apasionamiento. Pronto se convenció de que su entusiasmo era mero resultado del contraste que formaban los picantes atractivos de la chalequera con el exquisito libertinaje de la gran señora. Por temor al qué dirán no quisieron viajar juntos, conviniendo en que él se adelantaría tres días. Despidiéronse con derroche de caricias; hubo dúo de amor con música de juramentos; partió el dichoso amante maldiciendo la separación, luego ella, a pesar de lo convenido, adelantó su marcha veinticuatro horas, y en premio de tanta priesa lo primero que vio al llegar al balneario fue al traidor don Juan, no entretenido, sino embobado en decir melosidades a una señorita pazguata y cursi, cuyo modesto atavío y encogidos modales formaban nuevo y apetitoso contraste con la elegancia de la viuda.

Entre estos dos extremos, uno plebeyo y otro linajudo, yacían olvidadas en el corazón de don Juan docenas de conquistas intermedias, de las cuales ninguna hubo que le dejase en la memoria recuerdos mortificantes. Así que el hombre estaba triste y desazonado, porque ahora Cristeta le ocasionaba, juntamente, pesar de haberla perdido y casi disgusto por su proceder respecto de ella. Jamás hasta entonces se preocupó del porvenir que cupiese en suerte a la mujer por él abandonada. Y ahora... ¡qué diferencia entre el estúpido diálogo en que estaba engolfado con su propio pensamiento y el que a tales horas pudiera tener con Cristeta! Además, su olfato estaba hecho a deleitarse con el perfume juvenil del hermoso cuerpo de la muchacha, y las sábanas de la fonda le olían a jabón ordinario. Y casi sentía remordimiento. ¿Qué sería de ella? Si se perdiese, ¿quién tendría la culpa? Aunque bien miradas las cosas, ¿qué le importaba? ¿Quién era aquella mujer? Una chica guapa que se había dejado atrapar. ¡Bonito estaría que don Juan de Todellas se desvelase por tan poco! Caída... seducción... engaño... palabrería ridícula. Pasados los dieciocho años ella no es nunca seducida, sino seductora.

A pesar de todas estas reflexiones, el pobre hombre pasó la noche pensando en Cristeta como colegial enamorado de la hermanita de un compañero.

***

Mientras don Juan escapaba cobardemente, falseando su carácter y sintiendo un desasosiego moral que le avergonzaba, Cristeta volvía del teatro a la fonda.

Entró en el vestíbulo, se acercó al casillero donde estaban las palmatorias y las llaves, y vio junto a la de su cuarto una carta. Sin saber por que, le dio un vuelco el corazón. La víspera había recibido noticias de sus tíos. ¿Quién la escribiría?

En seguida, observando que el sobre carecía de sello, se tragó la partida.

Subió precipitadamente la escalera, tiró sobre la cama el abrigo, y dejó la carta sobre la mesilla de noche... ¡la misma mesita donde él ponía la vela para ver mejor los encantos de su cuerpo! Despidió a la doncella, rasgó el sobre y buscó con la mirada la firma... tuyo, Juan. ¡Qué mentira!

Los ojos se le arrasaron en llanto. Lo menos tardó un cuarto de hora en poder leer con tranquilidad de espíritu aquellas malhadadas líneas. Decían así:

«Cristeta mía: Lo que temíamos. Esta mañana he recibido carta del agente. Estoy casi arruinado. Tengo forzosamente que ir a París, desde donde te escribiré. Lo que no puedo decirte aún es cuánto tiempo estaremos separados. Me ha faltado valor para despedirme de ti. Si te veo no me voy. Escríbeme a mi nombre, Poste Restante (que es como a la lista del Correo) París. El cariño que te profeso me autoriza, sin que puedas ofenderte, para pensar en ti, por si tardo en volver, y te dejo ese papelillo, que es un talón contra el Banco: puedes cobrarlo aquí o en Madrid. Cuando lo presentes te darán, sin excusa ni demora, cinco mil pesetas. No son regalo; es por si necesitas algo. Creo que tendrás bastante hasta que nos veamos. Escríbeme en seguida para que yo sepa que no ha habido extravío. Las circunstancias disculpan esta precipitada marcha. Además, tú eres muy buena y me perdonarás. Muchos, muchos besos.

Tuyo,

Juan.»

Mientras Cristeta leía la carta, se le cayó al suelo el talón contra el Banco.

Llenósele el alma de tristeza, y lloró silenciosamente. No existen palabras con que expresar su pena. La prosa vulgar y llana sería pálida; la retórica, falsa e insufrible. No hay vocablo que dé idea de lo amarga que es una lágrima, ni giro que refleje el desconsuelo que se enseñorea del corazón desposeído de esperanza. Por supuesto que ni por asomo pensó en que se acostaría sola. Y es que la mujer, por sensual y materialista que sea, tiene en los instantes de dolor una pureza de sentimientos que rara vez brilla en el hombre.

***

A la hora del alba, cansada de martirizarse el pensamiento, se asomó al balcón.

Las auras, cargadas de sales marinas, vinieron frescas y vivas a besarla el rostro, pálidamente iluminado por la claridad difusa y temblorosa.

¡Qué hermosa descripción podría hacerse de mujer romántica, joven, bonita y abandonada! El hueco del balcón donde destaca la gallarda figura esfumada en el incierto resplandor del amanecer; las gentiles formas ceñidas por un abrigo de viaje; el rostro pálido y ojeroso; aquellos labios huérfanos del beso; aquel pecho sin corsé, cuya blandura descansaba, no en las avariciosas manos del amante, sino en la fría barandilla de hierro..., el ánimo combatido por la desesperación, el cuerpo invadido de laxitud... y el sol oculto entre un cendal de nubes, como pesaroso de alumbrar tanta tristeza.

¡Pobre Cristeta! ¡Qué infame abandono!

En grandes errores incurre a veces la Providencia: mientras las personas padecen hambre y sed, las bestias de sabrosa carne pastan libres en las montañas, y los arroyos culebrean inútiles por el llano; mientras tantos hombres permanecían castos por fuerza, aquella mujer estaba sola. Pero Cristeta no era groseramente materialista: ¡no! lo que traía lágrimas a sus ojos era la pérdida de las ilusiones, aves misteriosas que anidan en el corazón, donde jamás tornan, si el desengaño las ahuyenta... Tin, tin... Las seis. Ya pasaba gente por la calle.

Poco a poco sus pensamientos se apaciguaron, las ideas impuestas por la realidad se abrieron paso a través del dolor exacerbado por la fantasía, y finalmente surgió la voluntad, imponiendo cordura y calma. ¡La calma, el recurso de los desdichados!

Borráronse de la linda frente las arrugas del ceño fruncido por la tristeza... ¿En qué pensaba? ¡Misterio! También los hay en la realidad, que es una gran novela.

Permaneció largo rato apoyada en la barandilla: sus labios se movían como si hablase. Por fin, transida de frío, se entró al cuarto y cerró el balcón. Entonces vio caído en el suelo un papel y recogiéndolo murmuró con desprecio:

-¡Ah, sí, el dinero!

Y quedó como ensimismada.

La mujer es poco dada a pensar; mas cuando piensa despacio, ¡pobre del hombre!

Las ropas que tenía puestas no eran lujosas; el ajuar del cuarto era mezquino, pero ella por la actitud y la expresión de su semblante, parecía una reina destronada, en el instante de concebir el irrevocable propósito de reconquistar lo perdido.

Felipe II solía decir: «El tiempo y yo para otros dos»; Cristeta, se contentó con murmurar:

«Haré lo que pueda.»




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Capítulo XII


Siguen, Cristeta enamorada, don Quintín echándose a perder, y don Juan sin sospechar la que le espera


Cuando, pasados algunos días, se convenció Cristeta de que don Juan no se acordaba de ella para escribirle cuatro líneas, su tristeza rayó en melancolía. Lo primero que se le ocurrió fue romper la contrata, volver a Madrid, renunciar al teatro y resignarse a vivir en el estanco con sus tíos. Lo que no se le pasó por el magín fue buscar ni desear heredero al amante fugitivo y perdido; porque, no cabía duda, don Juan se había escapado como chico que pone pies en polvorosa después de robar la golosina largo tiempo deseada. Unos ratos esta idea hacía presa en su pensamiento, otros momentos se esperanzaba con la posibilidad de reconquistarle. Por fin, comprendió que no era cuerdo aquello de romper la escritura. ¿Con qué pretexto? ¿Qué haría si la empresa, auxiliada por el gobernador, se obstinase en obligarla a trabajar? Era forzoso seguir en el teatro.

Estaba una noche sentada en su cuarto, después de concluida la última obra en que cantaba, cuando entró a saludarla uno de sus más entusiastas galanteadores, hijo de una rica familia comercial de Santurroriaga.

-Me alegro de que venga usted -dijo ella- porque tengo que pedirle un favor.

-Usted no pide... manda. Y luego, aunque no me pague usted, yo me daré por recompensado con el gusto de haberla servido.

-Hará usted bien, porque no tengo nada que dar.

-Como usted quisiera...

-Bueno, ya sabe usted que es servicio gratuito, desinteresado, sin otra esperanza que la de que seamos buenos amigos.

-¿Nada más?

-¿Hará usted lo que yo le pida?

-De cabeza.

-Dios se lo premie. Deseo que averigüe usted, y me diga, dónde está en París una casa de banca española que se llama de Garcitola y Compañía. Vamos, las señas para poder enviar una carta.

-Pues... se me figura que en ninguna parte.

-¿Por qué?

-Porque mi padre está en relación con casi todas las casas españolas de París, y esa no la he oído nombrar nunca. Conque, si tiene usted negocios, déjese usted de semejante casa y entiéndase usted conmigo.

-¿Pero usted no lo sabe con certeza?

-Certeza, no: me enteraré, y mañana sabrá usted lo que haya, con toda seguridad.

-Se lo agradeceré a usted con toda mi alma.

-¿Nada más con el alma?

-Déjese usted de bromas: no hemos de ser nunca más que amigos.

-¿Ni siquiera me dejará usted que la bese, como la besa un compañero en escena?

-Bueno; me besará usted la mano, y entendiendo que el beso no tiene importancia ni trastienda de ninguna clase.

-Quiere decir que la besaré a usted como los chicos besaban antes la mano a los curas.

-Igualito.

A la noche siguiente supo Cristeta que ni en París ni en Madrid había tal casa de Garcitola ni solo ni con compañía: y lo peor del caso era que su adorador no mentía.

-¡Lo que yo me figuré! -exclamó ella.

-Ahora venga la mano -dijo él.

-Le advierto a usted que mi interés en saber si existía esa casa era por averiguar el paradero de un hombre...; de modo que recibiré el beso que usted me dé como quien no recibe nada. Ya ve usted si soy leal. Ahora, si usted quiere...

Aquel hombre era discreto, y no insistió. Luego, a solas, Cristeta, se quedó muy pensativa.

«Ésta ya me la tenía yo tragada. Ni quiebra... ni disgustos... ¡Todo mentira! Y, sin embargo, Juan algo siente por mí... algún cariño o principio de cariño me tiene... y miedo de que vaya en aumento, porque si no... ¡quiá! no se escapa él con semejante cobardía. No hubiera preparado las cosas con tanta astucia y con tales visos de verdad. ¡Ha sido todo tan verosímil! ¡Y a mí que me dio lástima! Lo que es bien urdido sí que ha estado. Pero ha tenido miedo, mucho miedo... Le ha faltado valor para decirme cara a cara: 'esto se acabó'. Por supuesto que ha pensado despacio en mí: el dinero lo demuestra. No me ha regalado una alhaja como quien deja un recuerdo a una mujer coqueta y vanidosa...; no, ha sido dinero, como quien dice: 'por si necesitas algo': luego su deseo no ha sido regalarme, sino que no llegue a faltarme nada. ¡Me dan unas ganas de devolvérselo! Pero... ¿cómo? Y además... no, mientras yo conserve ese dinero siempre habrá algo entre nosotros. Poco he de poder... En fin, veremos.»

A partir de entonces, Cristeta recobró aparentemente la tranquilidad de espíritu, sobre todo en el teatro y en presencia de gentes extrañas; hasta se dejó cortejar; pero con frecuencia se quedaba ensimismada, sujeta al imperio de una idea, como persona que medita y fragua un plan calculando todos los casos, incidentes y peripecias que en su desarrollo pueden sobrevenir.

Por fin un día, tras cavilar y sufrir mucho, determinó escribirle, procurando que sus palabras no acusaran despecho sino amargura. La carta, después de muy pensada, quedó con estas mismas frases y ortografía; bien es verdad que no podían exigirse superiores a quien se crió en un estanco y comenzó a vivir en un teatro de tercer orden.

«Querido Juan mío: No tengas miedo de que te aburra echándote en cara lo mal y remal que te as portado conmigo. No quiero más que decirte una cosa, y esa cosa es que no puedes tener queja de mí que e sido tonta de remate por demasiado buena, porque lo que as hecho tú no lo hace un cabayero, y, sin embargo, eres bueno y te quiero: lo que no sé es por qué te as ido así, cuando yo no te he faltado ni por soñación. También te quiero decir que no me hago ilusiones contigo, pues estoy combencida de que ni me escribirás ni arás por verme: yo, aunque te quiero con toda mi alma, ojalá no fuese la pura verdad, tampoco procuraré de que lleguemos a encontrarnos en ningún lado, porque te había de ver azorao, y no quiero que le dé bergüenza de aber se portao mal al hombre a quien yo he, querido. Ésta es también para decirte que ya sé que no tengo derecho ninguno para obligarte a nada. Figúrate cuando yo no he sabido guardarme, cómo voy a decirte por qué no has mirado por mí; los hombres sois así, y la que se fía de vosotros merece que la maten por tonta. No creas que me consuelo tan fácilmente, porque perdiéndote seme a ido toda la alegría, y no por lo que tú te figurarás, sino cuando estoy sola, muy sola, es cuando te echo de menos, porque las cosas que me decías parecía que me querías. En fin, esto se acabó, y no soy nada para ti, y te deseo que seas muy feliz con la que busques, pero para mí se acabaron los hombres. Lo mucho que te he querido Juan mío, no me ha dejado nada para otros. En fin, adiós Juan, y disimula que haya sido tan larga; pero no lo puedo remediar, porque estoy yorando. Ya sé que tú no me querías, y me engañabas y mentías al revés de esta que te a querido y no te a engañao nunca tu

CRISTA.

PORDATA: Te doy las gracias por el dinero que me as regalado. La primera intención que me dio fue debolvértelo, porque yo no lo he echo por el interés; pero me lo guardo por si algún día lo necesito, que lo sacaré pensando que me lo a dado el único hombre de quien yo puedo tomarlo sin que me dé vergüenza, porque siempre te he mirado como si fueras mío de beras, aunque ya sabía yo que todo esto era por pasar el tiempo. En fin, adiós por última vez, y que la Birgen te perdone, que yo no te deseo mal ninguno. Cuando te as ido así, es que no volverás nunca.»

La letra era torpe y temblorosa; algunas palabras estaban medio borradas por las lágrimas que habían caído sobre el papel, mezclándose a la tinta fresca.

Aunque don Juan se lo dejó encargado, no quiso dirigirle la carta a París-Poste Restante, y deseosa de que no se extraviara se la remitió a don Quintín, cerrada, y acompañada de otra para él, en que le decía lo siguiente:

«Querido tío: Ésta es para decirle a usted que le mando por Fernández, como el mes pasado, dieciséis duros para ayuda de la casa, y para que vean ustedes que no soy descastada, porque lo que yo pueda ganar ustedes lo an echo. También ba con ésta otra carta para el señor Todellas, y ará usted lo que yo le digo, ya le diré a usted por qué cuando nos veamos, que será pronto, porque aquí llueve y se acaba el berano, y se va la gente y el teatro anda perdido esta quincena. Yo no me voy antes por no pagarme el biaje de mi bolsillo, y con la compañía no. Pues con la carta azjunta ará usted lo siguiente: irá usted a su casa, preguntará usted en dónde está y sus señas, y, si no lo dicen irá usted al casino, y sino lo preguntará usted como pueda, y enviará la carta certificada con lacre, como cuando se manda dinero. También se me ocurre la idea de que pregunte usted a los periodistas que iban por el teatro, y no deje usted de hacerlo, que va se lo explicaré a usted todo, y no quiero que sepa nada la tía, y usted me escribirá enseguida. Sin más por hoy que me digan ustedes enseguida si han recibido ésta. Muchos recuerdos para usted y besos para la tía de ésta su sobrina que les quiere mucho y berles desea,

CRISTETA MORERUELA.»

***

Por los días en que don Quintín recibió ambas cartas, brillaba para él con vivo resplandores la estrella del amor: estaba sometido al imperio de Venus, representada por Carola.

Cometió la imprudencia de mostrarse generoso, en cuanto permitían sus ahorros, comprando hoy un vestido, mañana un abrigo; le dio para desempeñar alhajillas, hasta la llevó a cenar al café, con todo lo cual Carola llegó a persuadirse de que el vejete tenía dinero. Resultado: la corista machucha y corrida determinó, primero, desplegar cuantas zalamerías y gatadas pudiese sugerirle su deseo de asegurar la presa, y segundo, recurrir, si fuese necesario, a la bronca y el escándalo para evitar el abandono: cuando no bastasen las cucamonas y los mimos, emplearía el terror. Estaba en el otoño, ya muy entrado, de su azarosa vida, y comprendía que aquel hombre era una ganga.

Entregáronse, pues, al mayor desenfreno amoroso: ella por cálculo y él por torpe apasionamiento.

Cuentan las historias de Oriente que Seleuco, rey de Antioquía, mandó fabricar un estanque con fondo y muros de plata bruñida, lleno de agua limpísima y aromatizada, donde dispuso que su prometida Maiouma nadase desnuda a la luz de la luna, antes de serle llevada a la cámara nupcial: y refieren las crónicas arábigas que Yusuf de Granada gozó a su favorita Jandaya teniendo por tálamo un montón que mandó formar deshojando las rosas más encendidas y rojas que pudieron cogerse en el Generalife; pero estas son exageraciones de historiadores, o fantasías de poetas, que resultan pobres y mezquinas comparadas con los modos que Carolina inventaba para enloquecer a su amante.

Un día, fingiendo que para airearlos había sacado del cofre los trajes de teatro, le esperó vestida de odalisca zarzuelera, con perlas de vidrio entre las trenzas, collar de monedillas de cobre, y el cuerpo impúdicamente semioculto entre rasos deslucidos y gasas tazadas, pero al fin rasos y gasas como don Quintín no los había visto ni en sueños. Otra tarde, pues aquellos desórdenes eran vespertinos, le aguardó vestida de aldeana, y otra vez en traje de bailarina. Carola no era mujer: era un serrallo. Pero lo que le ponía fuera de sí era admirarla de señora, con abanico de plumas, vestido de cola, escotada y con prendido de flores en el pecho. Cuando la veía engalanada de este modo, no se sentaba, sino que se dejaba caer estupefacto en un sillón desvencijado: ella entonces se ponía de media anqueta en uno de los brazos del butacón, y alzando una copa de Champaña, que compró en el Rastro, brindaba con pardillo de la taberna cercana: luego paladeaban a medias los incendiados sorbos, y de fijo que no gozaron la mitad que ellos los más venturosos amantes de la historia. No hizo tanto Aspasia, prendada de Alcibíades. Don Quintín se anegaba en un mar de impurezas: sus amorosos aspavientos sólo eran comparables a las convulsiones de una rana sometida a una corriente eléctrica. Aquel hombre que imponía respeto a sus convecinos mientras despachaba sellos y cajetillas, más serio que San Luis cuando administraba justicia bajo el legendario roble, era por las tardes un personaje enteramente distinto. Lo único que sentía era no tener ropa con que disfrazarse de magnate o de emperador; de algo, en fin, con autoridad para hacer que el mundo entero se postrara en adoración de aquella sirena.

Sin embargo, en medio de tan enloquecedoras orgías sentía punzadas de amargura, porque junto a los rasgados ojos de Carola descubría la terrible pata de gallo, y el exceso de celo con que le procuraba placeres nuevos y sensaciones desconocidas le hacía pensar en que aquella mujer debía de haber aprendido tan impuro arte en brazos de otros amantes: sobre todo, le molestaba que se desesperase y quedara rendida cuando él tardaba en responder, o no respondía, al llamamiento voluptuoso a que ella le incitaba con todo linaje de rebuscados artificios. Finalmente: varias veces, al hundir sus dedos en los desordenados rizos de Carola, había sorprendido mechones de canas ocultas en lo más recóndito del moño. ¡Terrible descubrimiento! En un principio Carola le pareció apropiada a su edad y estado de conservación; pero luego se le antojó algo entrada en años. ¡Cuánto más intensas hubieran sido aquellas dulzuras compartidas con una querida joven! Entonces, del fondo de su pensamiento surgía el recuerdo de Mariquilla, y junto a ella, por relación de ideas, la odiosa figura de don Juan, el hombre aborrecido, porque para don Quintín era verdad incontrovertible que, a no evitarlo aquél, la muchacha se le hubiera rendido. Los paralelos que establecía con la imaginación al pensar en tales cosas, resultaban poco favorables a Carola. ¡Qué diferencia entre sus blanduchos y manoseados encantos y el duro y levantado pecho de Mariquilla!

Había también otro motivo para que don Quintín persistiese en su rencor hacia don Juan; y era, que desde la época en que doña Frasquita dio crédito a los supuestos desórdenes de su esposo con Mariquilla, no dejó de atormentarle con furibundos celos. Consentía de mala gana en las salidas al caer la tarde, que él aprovechaba para convertir en harén el sotabanco de Carola; pero de noche no le permitía poner el pie en la calle. Además, de los labios de doña Frasquita continuamente brotaban dichos y apóstrofes tan destemplados como éstos: -«¡Carcamal! ¡No haber tenido familia a los veinte, y querer correrla con un pie en la sepultura! ¡Cochino! ¡Buen chasco se llevaría la que fuese, porque... al burro que no puede con la albarda, échele usted doble carga!»

Don Quintín sonreía y callaba, esperanzado con tomar secreta venganza de tan ofensivas frases, a falta de Mariquilla, en brazos de Carola, aunque no fuese más que una o dos veces por semana.

Lo peor era que, sorbido por el amor, se cuidaba muy poco del estanco. No hacía oportunamente las sacas del tabaco, no iba al sello cuando debía, se le olvidaba escoger los peninsulares, y hasta llegó a tomar moneda falsa.

Tal era su situación cuando recibió las dos cartas de Cristeta. Leyó primero la que le iba destinada, y en seguida ocultó la otra, temeroso de que doña Frasquita la viese. Luego comenzó la curiosidad a roerle el pensamiento. ¿Por qué escribiría su sobrina con tanto misterio al aborrecido don Juan? ¿Qué habría pasado entre ambos? ¿Estarían en relaciones... íntimas... arrimaos, que dice la gente ordinaria? El empeño de Cristeta en averiguar su paradero, autorizaba las más ofensivas conjeturas y don Quintín tenía el espíritu predispuesto a concebir pecados y liviandades. ¿No estaba él enamorado hasta las cachas? ¿Pues cómo había de ser inverosímil que Cristeta hubiese incurrido en alguna desenvoltura?

Claro está que al imaginarlo no se apenó como si se tratara de una hija suya; pero se disgustó y, sobre todo, aprovechó la ocasión para acrecentar con justa causa su odio hacia don Juan; casi alegrándose por tener motivo que atizara su deseo de venganza. Consideró a Cristeta seducida, abandonada, y le dio lástima; mas el sentimiento que le dominó fue el rencor. Cuando se le ocurría la idea de que tal vez la desdicha de Cristeta fuese figuración suya, se ponía triste cual si viese quebrantada la base de sus proyectos de venganza. ¿Se habría ella, tan lista y juiciosa, dejado atrapar por aquel bribón? El único medio de salir de dudas era abrir la segunda carta. ¿Con qué derecho? Con el mismo que tuvo don Juan para burlarse de él, haciéndole juguete de una chicuela y, lo que era peor, estorbando que la conquistase. La dificultad estaba en abrir la carta sin que luego se conociera. Tras largas cavilaciones, obedeciendo a una idea que le pareció tan original como atrevida y segura, sin pararse en peligros, rasgó el sobre y leyó.

La carta le dijo claramente el infortunio de su sobrina. En el alma de don Quintín sonó una voz que pareció gritar ¡venganza! con aquella terrible entonación que en los dramas históricos emplean los racionistas para gritar: «¡Arma, arma, guerra, guerra!» Después se quedó abismado en un mar de dudas. ¿Se daría por enterado del secreto que acababa de descubrir, confesando a Cristeta la violación de la carta? No, porque se enfurecería. Lo conveniente era ayudarla, tenerla contenta, aparentando ignorancia, y buscar en ella un aliado, con cuyo auxilio fuese posible domesticar a doña Franquista y gozar de mayor libertad. Por último, encerrado en su cuarto, releyó tres o cuatro veces la carta para empaparse bien de sus quejas. Después buscó un sobre parecido al que había roto, y colocando el viejo sobre el vidrio de un balcón y poniendo el nuevo encima, calcó el primero al trasluz, haciéndolo con tanta habilidad, que su misma sobrina hubiera quedado engañada.

Al día siguiente estuvo en la secretaría del Casino, averiguó dónde vivía don Juan, fue a su casa, esperó al cartero, le siguió hasta Correos, y mostrándoselo a otro cartero amigo suyo que allí estaba, hizo que éste preguntase a su colega dónde dejó encargado don Juan que le remitiesen las cartas que para él llegaron. La respuesta fue satisfactoria: 12, rue de Rochechouart, París. Y allí envió el pliego, certificado en toda regla.

***

A las pocas semanas de esto llegó Cristeta, triste de ánimo y desmejorada de cuerpo. Lo primero que hizo fue comunicar a sus tíos que había formado irrevocable propósito de renunciar al teatro. Prometióles que en la casa les aliviaría cuanto pudiese del trabajo, habló de ponerse a oficio, y añadió que, a ser forzoso, se buscaría de cualquier modo honradamente la vida: todo menos volver a pisar un escenario. Tan firme la vieron en su resolución, que no intentaron disuadirla; don Quintín nada objetó, comprendiendo que hubiera sido inútil; doña Franquista lo sintió, calculando que ya no volverían sus guardadores dedos a tocar el importe de las quincenas; pero al mismo tiempo se alegró, imaginando que, alejada Cristeta del teatro, no habría pretexto para que lo frecuentase su marido.

La regla de conducta que Cristeta se había impuesto consistía en esperar los acontecimientos y dar tiempo al tiempo. En lo más recóndito del pensamiento dejó que anidara la esperanza; en el fondo del corazón ocultó su amor a Juan, y en lo más seguro de su cómoda guardó el pequeño fajo de billetes de banco que cobró en Santurroriaga al presentar el talón firmado por su ex-amante.

Su vida fue desde entonces toda recogimiento y prudencia. Por la mañana temprano se alisaba el pelo, sin tufos, rizos, ni flequillo; se vestía modestamente, y comenzaba a despachar en el estanco sin más descanso que el preciso para almorzar y comer. Luego de cerrada la tienda, se retiraba a su cuarto y allí poblaba de recuerdos su triste soledad, o lloraba, doliéndole como a verdadera enamorada, antes la injusticia del abandono, que la crueldad de la deshonra. Otras veces, embriagándose de esperanzas, acariciaba proyectos, y soñando juntamente con lo porvenir y lo pasado, le parecía que las lágrimas que le resbalaban desde las mejillas a los labios, tenían el sabor dulcísimo de los besos perdidos. ¡La deshonra! ¿Qué le importaba? ¿Ni a qué echar de menos el encanto de la doncellez sí jamás había de sentir no poder ofrecérselo a otro hombre?... ¡Qué días tan largos! ¡Qué noches tan tristes! Comparaba las de ahora, con las pasadas, y aunque exenta de grosera sensualidad, veía que la almohada de su cama era para ella sola demasiado grande. Como de hoguera encendida en campo raso que cuando parece apagada, de pronto se aviva y chisporrotea al menor soplo de aire, así en su mente se iban alzando los recuerdos. Largas y turbulentas veladas de amor, estabais lejanas, pero no olvidadas. ¡Qué impaciencia en la espera! ¡Qué alegría cuando llegaba! ¡En la posesión, qué completa entrega de alma y cuerpo! ¡Qué dulce laxitud en el reposo! Y en la despedida, ¡qué dulcísima pena! ¿Quién hacía la última caricia? Esto sí que era irrecordable. Las escenas y momentos que Cristeta se complacía en evocar, no le venían a la memoria como delirio de imaginación viciosa obstinada en reproducir mentalmente lo que aun para el pensamiento debe ser pudoroso; eran reminiscencias espontáneas, dispersas e incompletas, rememoradas como versos sueltos de un poema leído en días venturosos. ¡Cuánto gozaba él sepultando las manos entre sus rizos de oro, y con qué delicia aspiraba la leve ráfaga de perfume que de ellos se escapaba! Después venía el ruido rápido que producen las trencillas del corsé al deslizarse por entre los ojetes metálicos; luego caían sobre la alfombra las ropas, con gemir de ola en playa, oíase el murmullo de las frases ahogadas en besos, y en seguida comenzaban esos primores de refinamiento amoroso que condenan los hipócritas y disculpan los sabios. ¡Cómo los recordaba! Juan tenía la costumbre de colocar la luz sobre la mesa de noche, porque no le gustaba poseerla sin mirarla; durante los primeros abrazos charlaban mucho, boca con oído. Después... un pecho anheloso sirviendo de almohada palpitante a un rostro agradecido, y, por fin, el resplandor del alba que, como virgen pálida y envidiosa, llamaba temblando en los vidrios del balcón para decir a los felices amantes: «¡Basta!» Mas no todo lo que Cristeta sentía era deliciosamente impuro, no; que junto a la involuntaria tentación del deseo también bullían en su alma ideas ajenas al placer. Sí; cien cuerpos quisiera tener para que él, como señor, los poseyera, y cada noche una virginidad para entregársela; pero al mismo tiempo, si enfermase, ¡con qué sincera abnegación le cuidaría! Si el dolor le postrara dejándole años y años sin fuerza para oprimirla ni voluptuosidad para besarla, ¡cuán tranquila y resignadamente se trocaría de querida en enfermera! Entonces vendría la lujuria del cariño, el no dormir para velarle, el contar los minutos para darle a su tiempo los remedios, el espiar el hervor de su respiración y el ardor de la frente y la transpiración de la piel; y los bajos oficios que a otras personas fueran repugnantes y que ella haría gozosa saboreando su triste y voluntaria servidumbre. Le amaba mucho, pero aún le quería más. Capaz era de sorberle la vida y destrozarle la salud a fuerza de pedirle amor; pero también tenía en el alma un tesoro de cariño, donde, como en un Jordán, podían purificarse sus caricias y sus besos.

De esta suerte, entre avivar recuerdos y esperanzas con espejismos del deseo, se le fue pasando el tiempo. Transcurrieron semanas, meses, y llegó el aniversario del día en que le conoció... No: no fue de día, fue de noche. Lo recordaba hasta en los menores detalles. Estaba vestida de gitana: falda de percal muy hueca, rizos en las sienes, moño bajo y la nuca acariciada por un manojillo de flores que parecían colocadas por el mismo diablo. Cuantos así la vieron la elogiaron achuladamente: sólo él tuvo valor para decir que todo aquello, por flamenco y grosero, desdecía de su tipo elegante y fino. ¡De cuántas cosas parecidas se acordaba!

Ansiosa de saber si Juan había llegado a Madrid, fue a los teatros en días de estreno, al primer turno del Real, y nada. Llegaba a primera hora, acompañada de su tío, se acomodaba en una galería alta, tendía la vista por la sala, y cuando se convencía de que Juan no estaba, se volvía a casa con las lágrimas agolpadas a los ojos y la esperanza refugiada en lo más hondo del alma. No era su propósito hacerse la encontradiza, ni hablarle, ni menos reconvenirle; lo que ansiaba era verle.

Acabó el invierno; pasaron la primavera y el verano siguiente sin que pudiese averiguar su paradero. Cada vez que don Quintín, enviado por ella, iba al portal de la casa en que vivía le daban la misma respuesta: «No sabemos nada; se plantará aquí sin avisar, como siempre; luego come unos días de fonda hasta que puede venir Mónica, su cocinera.» De cuando en cuando Cristeta leía en los periódicos las revistas de salones por ver si el nombre de Juan figuraba en la relación de algún baile; y si entraba en el estanco persona de quien ella supiese que le conocía, preguntaba con timidez mezclada de astucia. Todo era inútil: en los teatros no se le veía, la portera seguía esperándole, y los revisteros de salones sin nombrarle. ¿Cuál sería la causa de tan prolongada ausencia? ¿Por huir de ella? ¡Ojalá! Señal de que no la había olvidado. ¿Estaría preso en brazos de otra? Amarga era la suposición; pero no importaba gran cosa, porque Juan no permanecía nunca mucho tiempo en tal cautividad: se prendaba de un cuerpo hermoso hasta conocerlo poco a poco, beso a beso; pero enamorarse... ¡imposible! En esto precisamente fundaba Cristeta su esperanza. ¿Cuál era su plan? A nadie lo comunicó. Doña Franquista ignoraba que hubiese sido seducida y abandonada: don Quintín, merced a su pasada indiscreción, sabía la verdad incompleta; que don Juan se portó villanamente; pero del provecto que ella abrigase, ni palabra.

Mientras tanto don Juan continuaba en París haciendo vida de hombre alegre, libre y rico. ¿A qué narrar sus aventuras? Hoy, una pecadora más o menos cara, de esas cuyo amor gozado sin ilusión, deja en alma y cuerpo el descaecimiento y el hastío propios de todo lo forzado; mañana, una gran señora de aquellas a quienes se corteja por vanidad, cuyas caricias no valen el sobresalto que cuestan; otro día, una camarera de fonda de las que a primera vista parecen limpias y resultan insoportables; de cuando en cuando, la mujer con quien se tropieza en viaje, posesión de lo anónimo, encanto de lo desconocido, los besos en el túnel, la parada en la misma fonda, noche, almuerzo, regalo y despedida con tristeza falsificada. Pero entre tanto desatino amoroso, entre tanto deleite comprado, ni un solo latido de verdadera pasión. Ni en las almohadas recién puestas de la cortesana, que diariamente se mudan sin que su dueño sepa quién habrá de arrugarlas, ni en los cojines sedosos del gabinete de la gran señora, aún oprimidos por el peso de otro adulterio, ni en las camas de fonda cuyos muelles crujen hoy para uno y mañana para otro, en ninguna parte gozó don Juan aquel plácido y tranquilo deleite que le ofrecieron los brazos de Cristeta. No la echó de menos ni se arrepintió de haberla huido; pero la recordaba porque las otras mujeres se la traían a la memoria sugiriéndole involuntarias comparaciones de que siempre salía victoriosa. Ocurríale, sin embargo, que cuanto mayor era el encanto con que la recordaba, más intenso era también el desasosiego que le producía, porque la reflexión se hartaba de decirle que Cristeta no era flor de un día o estrella de una noche. Sólo pudo librarse de ella empleando el cobarde recurso de la fuga. ¿Qué sucedería si volviese a encontrarla en su camino? Aunque por propia voluntad nunca evocaba su recuerdo, muchas veces, en la impaciencia de una cita, en el ficticio entusiasmo de una parodia de amor, en medio del enojo que causa la posesión de lo que se ha deseado tibiamente, surgía en su pensamiento la imagen de Cristeta, única mujer que al entregársele le había dado, al par del cuerpo, algo del alma.

Hubo antiguamente en tierra de Indias una princesa que poseyendo un arenal extenso, quiso convertirlo en jardín. A fuerza de gastar vidas de esclavos y talegos de monedas, pobló el arenal de flores maravillosamente raras cada una de las cuales representaba un tesoro. Y ocurrió, que estando un día la princesa apoyada de codos en la baranda de ágata que dominaba aquel campo de colores vivos y movibles, vio una flor sencillísima, blanca y ligeramente sonrosada como mejilla pudorosa, que había brotado espontáneamente sin costar una gota de sudor ni un hilo de agua. Y desde entonces, por mucho que la princesa se deleitase en contemplar las flores que representaban vidas de esclavos y montones de riquezas, siempre se le iban los ojos hacia la florecilla humilde, cuya semilla trajo el aire misterioso de regiones lejanas.

Lo mismo le pasaba a don Juan. Las ropas casi impalpables por lo finas, los perfumes más rebuscados, los corsés llenos de encajes no conseguían destronar de su memoria los lienzos que envolvían a Cristeta, el natural aroma de su limpio cuerpo y el modesto corsé blanco que tanto les hacía reír, entre impacientes y burlones, cuando se le hacía nudos la trencilla.

¡Misterio incomprensible! Las reminiscencias de don Juan no eran castas, y, sin embargo, al desvanecerse y borrarse le dejaban en el alma cierta serena placidez; semejantes al humo que cuando se alza de la tierra es vapor sucio, y que a veces acaba por parecer en el espacio nube resplandeciente y limpia.

Dos años y unos cuantos meses pasaron Cristeta y don Juan, viviendo de esta suerte, cada uno por su lado.

Recordaba él de tarde en tarde, sin querer; ella no dejó un solo día de esperarle.




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Capítulo XIII


Hacen alianza el amor, que es niño, y la travesura, que es mujer


En el estanco hubo notables alteraciones originadas de aquella alborotada pasión que se apoderó del viejo; pues lo que le hubiera ocurrido con Mariquilla, si don Juan no lo estorbara, le sucedió con Carola. Comenzó yendo a verla una vez por semana, como periódico de modas o entrega de novelón patibulario; luego cada tres días, cual si su amor fuese terciana, y acabó visitándola casi diariamente; no siendo lo lastimoso que menudeara las visitas, sino que entre el desasosiego que las precedía y lo desmazalado y lacio que solían dejarle, ni fuerza le quedaba en la lengua para humedecer un sello. A consecuencia de las cenas, y particularmente de los postres, el infeliz no tenía cabeza para nada.

Doña Franquista, creyendo que su mal humor era rabia por habérsele frustrado la aventura que ella evitó, le oía refunfuñar y maldecir sin hacerle pizca de caso, hasta que irritado con aquella ofensiva indiferencia y envalentonado por su senil amor, llegó a convertirse en tiranuelo del hogar donde dos años antes tenía idéntica autoridad que el gato. En vano pretendió su mujer recobrar el perdido ascendiente: Quintín estaba desconocido: tan pronto se enfurecía por un quítame allá esas pajas, como respondía a las lágrimas con desdeñoso encogimiento de hombros, acabando por quedarse impasible, a modo de ídolo chino de los que se contemplan el ombligo, con lo cual ella llegaba al paroxismo de la cólera.

Por contera, se hizo rumboso, y no para su casa. No podía regalar a su Circe piedras preciosas ni brocados; pero en la medida de sus posibles, le compraba los diamantes americanos por libras, y las telas de lanilla por kilómetros. En metálico le fue llevando primero poco a poco, y en seguida mucho a mucho, cuanto tenía ahorrado desde que vendió la primera tagarnina de a tres cuartos, y luego dio en la flor de sangrar el cajón de la venta diaria, dejándolo algunas veces sin cambio de dos pesetas. Si no trasladó al sotabanco de Carola cuanto había en la trastienda, fue por considerarlo indigno de tan gran señora; pero la única prenda lujosa que tenía Frasquita, un soberbio pañolón de Manila poblado de chinos y guacamayos multicolores, pasó del cofre marital al baúl del adulterio. Afortunadamente, la ultrajada esposa tardó mucho en saberlo.

En el estanco no se comía más que sopa, cocido, ensalada, y de postre fruta, cuando por barata hasta los soldados podían comprarla. La tacañería de Quintín suprimió los buñuelos de Todos los Santos, el besugo de Nochebuena y los panecillos de San Antón; en cambio para su daifa, pavo y perniles se le antojaban poco. Raro era el día que al ir a visitarla no le llevaba alguna golosina; unas veces jamón con huevos hilados, otras píos nonos rellenos de dulce crema, y en viéndola bostezar de aburrimiento, que le parecía flato, bajaba de tres en tres las escaleras para que del café cercano trajesen un bisté sepultado bajo un cerrillo de patatas. Su mayor delicia consistía en obsequiarla con merengues, que luego ambos comían a medias, mordiéndolos al mismo tiempo por opuestos extremos, hasta que, tropezándose las culpables bocas, sonaban escandalosos besos.

So pretexto de adecentarse por la mucha gente que entraba en el estanco, y en realidad por deseo de aparecer más elegante a los ojos de su amada, don Quintín se hizo casi gomoso. La americana pardusca, de codos raídos y solapas sebosas, fue sustituida con otra de paño fantasía a cuadros azul-verdoso y ocre; las corbatas de tres vueltas, contemporáneas de la vicalvarada, se trocaron en nudos a la marinera, ya morados como pellejo de ciruela damascena, ya blanquisucios como cuello de tórtola; con asombro de Frasquita, se acostumbró a mudarse de camisa dos veces por semana; y desafiando al reuma, en lugar de calzoncillos de bayeta amarilla, comenzó a usarlos de bombasí, que otros llaman fustán, tela peluda, con lo cual de medio cuerpo abajo, más que hombre parecía oso blanco. ¡Irracional y triste condición que le trajo la ponzoña de la sensualidad!

Lo peor fue que por tanto emperejilarse y tanto ir a casa de su querida, se relajó en la vigilancia y cuidado del despacho, de tal modo, que cuando no le faltaban cajetillas se le concluían los sellos; resultando que empezó por perder la confianza de los parroquianos a quienes escogía puros, y acabó por desacreditar la tienda en pocos meses.

Lo que sucedió entonces, fue horrible. Cierto individuo que ambicionaba el estanco y que servía de agente electoral a un personaje político, logró que para dárselo a él se lo quitaran a don Quintín, el cual al volver una tarde de casa de Carola, deshecho a puras caricias, se encontró sobre el mostrador un oficio en que la Dirección de Rentas Estancadas le desposeía de aquella concesión estanqueril, cambiándosela por otra en los barrios bajos, que seguramente produciría mucho menos.

El golpe fue tremendo. ¡Un estanco en la calle de la Pingarrona! «¡Un miserable tenducho donde sólo entrarían jornaleros y verduleras, donde no se despacharía un céntimo de escogidos, ni sobres, ni plumas, ni boquillas, ni más sellos que de a quince, ni apenas papel sellado! Además, derrochados los ahorros reunidos desde tiempo de Narváez, ¿con qué tesoros pagaría los caprichos de su adorada? ¡Adiós, regalos agradecidos con caricias de pantera enamorada! ¡Adiós, huevos hilados y bistés con patatas, y cafés con tostada como no los soñó ningún sátrapa de Oriente! Jamás ilusiones humanas se derrumbaron desde tan alto. ¡Infeliz estanquero, en quien la suerte hacía escarnio, mostrándole brutalmente que el amor, cuanto más caro cuesta, con mayor facilidad se pierde!

Le fue preciso resignarse, y aceptó el traslado desde el estanco céntrico al de la calle de la Pingarrona.

Antes de que se verificara la mudanza ocurrieron en la casa grandes novedades.

Hacía tiempo que don Quintín estaba cariñosísimo y muy servicial con Cristeta, impulsándole a ello, primero, el afán de influir en su ánimo para que tornase al teatro, de lo cual a él no podía menos de seguírsele provecho; y segundo, el haber adivinado que a la chica le bullía en el pensamiento alguna maquinación contra don Juan, empresa en que estaba dispuesto a favorecerla. «Si no tiene a ese maldito entre ceja y ceja -pensaba-, ¿a qué viene el encargarme cada tres días que averigüe si ha vuelto?» Ello fue que, por aquellos mismos días en que sobrevino la traslación del estanco, supo que don Juan estaba de regreso y acto continuo se lo comunicó a Cristeta.

¡Con qué dulcísima emoción recibió ésta la noticia! Ante la idea de verle, su alma se bañó en alegría, después frunció el lindo ceño, revelando perplejidad, y, por último, su actitud y la expresión de su rostro fueron los mismos que cuando dos años atrás quedó abandonada en la fonda de Santurroriaga. Como entonces, el ajuar de su cuarto era modestísimo; como entonces, ella, por su arrogancia y seriedad, tomó aspecto de reina destronada y resuelta a reconquistar el cetro. Lo que fraguaba era misterio impenetrable. Con nadie comunicó su designio, pero su plan debía de estar erizado de obstáculos, porque aquella noche durmió mal. No la desvelaron voluntarios ensueños de amor sino cálculos de presupuestos, cuentas y números.

A la mañana siguiente, hallándose con sus tíos en la trastienda, que todos habían de abandonar en breve, les habló de esta suerte:

-Tiítos, no crean ustedes que lo que les voy a decir es por falta de cariño...; pero en fin..., aquí todo va muy mal, y con la picardía que han hecho de quitarles a ustedes este estanco, comprendo que habrá que reducir mucho los gastos.

-Habla, que nos tienes con el alma en un hilo -dijo don Quintín.

-Si creen ustedes que hago lo que voy a hacer por no estar a las duras, como he estado a las maduras, que se les quite eso de la cabeza. Yo seguiré ayudándoles a ustedes en lo que pueda; por de pronto, aquí están estos treinta duros para la mudanza. Y como doña Frasquita abriese más boca que un horno, Cristeta prosiguió: -Déjenme ustedes concluir. No quiero serles gravosa y me voy.

-¡Muchacha!

-¿Estás en tu juicio?

-Nada, nada; quiero vivir sola, Además, tal vez vuelva al teatro, y como ustedes comprenderán, no puedo ser artista y vivir en la calle de la Pingarrona, donde ustedes van a parar.

La conversación fue larga, mostrándose Cristeta tan firme en su propósito, que los vicios bajaron la cabeza. Doña Frasquita tembló ante la idea de que, si su sobrina volvía al teatro, tornase su marido a las pasadas liviandades: don Quintín, barruntando que en aquello andaba Juan, calló seguro de que Cristeta le hablaría luego reservadamente.

No se había equivocado. Cuando tío y sobrina se quedaron solos, dijo ella con la energía de quien no admite contradicción:

-Óigame usted bien, tío. Quiero irme a vivir solita, porque me conviene; no hay fuerzas humanas que me hagan desistir. Y le advierto a usted una cosa: que sé todo lo que se trae usted con la Carolina, la que estaba de corista cuando yo trabajaba, Y hasta me malicio que si le han quitado a usted el estanco, es porque no piensa usted más que en ella ni se cuida usted de nada, y a eso se han agarrao.

Don Quintín abrió desmesuradamente los ojos.

-Bueno -continuó Cristeta-; pues no quiero que nadie, ¿lo entiende usted?, que absolutamente nadie sepa dónde voy a vivir. Venga quien venga, usted como si no supiese jota. Mientras yo no disponga otra cosa.

-¿Y si viene don Juan?

-A ése menos que a nadie.

-¿Pero qué líos traes entre manos?

-A su tiempo se sabrá todo; ahora no. Y le advierto a usted que ya puede enseñar bien la lección a la tía. Compónganselas ustedes como quieran; pero en cuantito que digan a alguien, sea quien fuere, mi paradero, vengo y le cuento a la tía de pe a pa todas sus trapisondas de usted; lo de Mariquilla, que si no fue... no quedó por usted, y lo de esta mala pécora de ahora, que le tiene a usted sorbido el seso.

-¡Chiquilla! Yo hago de mi capa...

-Usted no hace más que tonterías. Clarito; armo la de Dios es Cristo, y entre la tía y Carola le sacan a usted los ojos. Usted verá lo que ha de hacer para tenerme contenta; en cambio, le daré a usted de cuando en cuando lo que pueda, no por ayudarle a mantener vicios, ¿estamos? sino para que no meta usted mano al cajón y evitar disgustos a la tía, porque esa chifladura de hacerse el enamorado no habrá medio de quitársela a usted de la cabeza... es cosa de los años.

-Muchacha... ¿es que vas a darme lecciones? ¿Te has vuelto loca?

-Usted sí que está chocho; pero yo no puedo evitarlo. ¿Qué adelantaría con tirar de la manta? La tía se moría del sofocón.

-O me ahogaba.

-Pues lo dicho. En cuanto alguien sepa, por culpa de usted, dónde vivo yo, sabrá doña Frasquita dónde tiene usted la querida.

Tan vanidoso es el hombre, que la palabra querida sonó en los oídos de don Quintín como una música deliciosa. Luego, por la cuenta que le traía, convenció a su mujer de que a Cristeta le era indispensable vivir sola. Ambos viejos, medio en serio, medio en broma, la llamaron descastada, ingratona y mala cabeza; pero se conformaron, quedando resuelto que a nadie dirían su paradero.

Aquella tarde Cristeta permaneció encerrada en su cuarto arreglando ropas y baúles, y al día siguiente salió muy de mañana, tan pobremente vestida, que parecía una modistilla. Desde la Plaza Mayor bajó por la calle de Toledo, torció luego hacia la derecha, a los pocos minutos de marcha se detuvo en una calle cercana a San Francisco el Grande, miró el número de una casa, entró en el portal sin vacilar, subió la escalera, y en uno de los pisos altos llamó. A los pocos segundos le abría la puerta una joven, guapetona y de fisonomía inteligente. Se llamaba Inés, y había sido criada de doña Frasquita, de cuya casa salió para casarse con un ex-cochero que, tras haber servido a un grande, con la protección de éste y sus propios ahorros, estableció un servicio de carruajes por abono.

Mientras duró el noviazgo de Inés y Manolo, que así se llamaba el mozo, Cristeta compadecida de ellos, les protegió cuanto pudo, facilitando salidas a la muchacha, disculpándola si tardaba, y hasta espumando el puchero cuando la enamorada se entretenía un rato en la esquina inmediata. Por último, al celebrarse la boda se prestó a ser madrina, en nombre de una condesa a quien había servido el novio, y desde entonces, agradecida la pareja, aunque parezca inverosímil, mostró siempre cariño a la señorita Cristeta, sin parar mientes en que, a pesar de este señorío, eran ellos casi ricos con relación a la sobrina de los estanqueros.

Al verse Inés y Cristeta cruzaron unas cuantas frases llanamente afectuosas, y según hablaban fueron entrando a un cuarto, en cuyas paredes se veía hasta media docena de litografías con color que representaban caballos y carruajes de distintas formas, láminas arrancadas sin duda del catálogo de algún constructor de coches. Componían el modesto mueblaje una consola, sillas de tapicería muy usadas, procedentes de casa de los condes, y un sofá de gutapercha en plena decrepitud, Sobre la consola había un santo bajo fanal, dos floreros de loza con ramos de mano y varias fotografías; el retrato de la condesa con galas de baile, haciendo pareja a éste el de Cristeta en traje de teatro, el del conde a caballo y, por último, los de Manolo e Inés, él con capa y ella con mantilla de casco.

Grave y trascendental debió de ser lo que trataron ambas mujeres, porque a pesar de hallarse solas, Cristeta bajó la voz cuanto pudo, limitándose Inés a contestar con inclinaciones de cabeza y caídas de párpados, que denotaban conformidad y sumisión. Después el diálogo se hizo más entrecortado, pero tan a la sordina, que quien hubiese estado cerca habría oído unas palabras sí y otras no, quedando, por lo tanto, incompleto y truncado el sentido de las frases. Por ejemplo:

Cristeta.- No sé..., dos, tres meses... Esencial..., niñera.

Inés.- Sí..., doña Jesualda..., don Pedro, casa vieja..., el administrador conocido... Chico... mañana iremos juntas.

Cristeta.- Berlina..., tu marido. Los sitios convenidos de antemano... ¿Comprendes?

Inés.- Hablarán ustedes.

La conversación se prolongó mucho, y al final hablaron un poco más alto, refiriéndose a lo anteriormente dicho.

Inés.- Todo se arreglará.

Cristeta.- Convéncele tú.

Inés.- Mañana sin falta.

Cristeta.- No tengo más esperanza.

Inés.- ¿Quién sabe?

Cristeta.- Tómalo con empeño.

Inés.- Vaya usted tranquila, y hasta mañana...; pero, la verdad.... ¡qué granujas son los hombres!

Cristeta.- Y nosotras, ¡qué simples!

Inés.- No, pues si todas fuéramos tan listas come usted, ¡pobrecitos!

Cristeta.- Con eso y con que no me sirva de nada...

Inés.- Adiós, señorita.

Aquella misma noche discutieron marido y mujer el caso, hasta que él cedió a los deseos que tenía ella de complacer a la que fue protectora de su amor.

Volvió Cristeta al día siguiente, y en la misma salita de la víspera fue recibida por Inés, que la estaba esperando, acompañada de una mujer entrada en años, corpulenta, ex-guapa, muy achulada y al parecer amable. Inés dijo presentándolas mutuamente:

-Esta es la señorita de quien hemos hablado, aquí tiene usted a doña Jesualda. A ver si se entienden ustedes.

La Jesualda habitaba un cuarto tercero interior de una casa de la calle de Don Pedro; había sido prestamista, pero se le torcieron los negocios y tuvo que renunciar al comercio. Entonces quiso vivir en compañía de alguien que le ayudase a pagar el inquilinato, mas por lo apartado de aquel barrio no halló gente de la condición que deseaba. Al oír la proposición de Cristeta, comenzó presentando obstáculos y haciendo aspavientos, luego sonrió maliciosamente, después fingió sentirse súbitamente movida de simpatía, y concluyó aceptando el trato previo ajuste del pago y otras condiciones. Hubo aquello de «con tal que no haya escándalo..., yo no quiero líos..., usted parece persona decente, etc., etc.». Todo lo cual oyó Cristeta violentándose para no enviar a la Jesualda noramala.

En conclusión: por una cantidad módica dispondría de una alcoba y un gabinetito con cuatro sillas, cómoda y un sofá de Vitoria; daría un tanto para la comida, y habían de correr por cuenta suya el lavado y el planchado de su ropa. Al final menudearon las promesas de fidelidad y complacencia. Cuando se despidieron, Cristeta pensaba: «¡Bah!..., por dos o tres meses...» Jesualda se decía: «Ahora rompe a volar...; pero esta mocita se pierde de vista. Puede que sea una mina.»

Pasado un rato, Inés y Cristeta salieron juntas dirigiéndose a una casa de la calle de San Lucas, que tenía un portalón, sobre el cual se leía este letrero:

COCHES DE LUJO
ABONOS POR MESES
Se admiten caballos a pupilo

-Aquí es -dijo Inesilla al llegar, cediendo el paso a la señorita.

«La Virgen me ayude», -pensó Cristeta, que iba muy preocupada.

Entraron: al fondo, bajo cobertizo, había varios coches; a la derecha una gran cuadra; a la izquierda, un cuartito con una mesa, sobre la cual se veían un tintero, varias plumas y dos gruesos cuadernos: era el sitio donde Inés ayudaba a su marido tomando apuntación de los encargos y reclamaciones.

Manolo, que estaba esperándolas, salió a recibirlas, y como lo tenía todo hablado con su mujer, en seguida se entendió con Cristeta. A cuanto ella decía contestaba:

-Con usted no quiero ganar; en no perdiendo, lo que usted mande; como que es usted más buena que el pan.

Al despedirse estaban de acuerdo.

Cristeta e Inés quedaron juntas en el cuartito; la segunda decía:

-Con la Jesualda no estará usted mal; es formalota y no tiene mala vecindad; abajo, una viuda y su hija que cosen para el corte; en el segundo, una tal Mónica, que tiene huéspedes de medio pelo, ¡figúrese usted en aquel barrio qué huéspedes ha de haber!; arriba, un militar retirao que vive con una que dicen si es sobrina u lo otro; y en el sotabanco, la madre del niño y la sobrina, que ahora las llamaré. Toda esta gente en lo interior; la parte que tié vistas a la calle, ya lo sabe usted, es de los señores dueños de la casa. Lo prencipal es que yo estoy cerca, y si se pone usted mala no ha de faltarle . Yo no acabo de hacerme cargo de lo que usted prepara; en fin, cuando usted lo hace, sus motivos tendrá. En cuanto a mi Manolo... es callao, no lo sabrá ni la tierra, y como él arree un cabayo..., ya puén golverse locos los que la busquen a usted.

En seguida llamó a la mujer de un mozo, la cual se presentó a los pocos momentos acompañada de una sobrina, de dieciséis años, graciosa, esbelta, vivaracha, al parecer muy inteligente, y que traía de la mano a un niño de dos años. Aunque desarrapado, sucio y mocoso, el chiquitín parecía un angelito. Muchos lores ingleses hubieran dado sus bosques de Escocia y sus rentas de la India por ser padres de un muñeco como aquél. La chiquilla tenía trazas de descarada.

Cristeta habló en voz baja con ella y con su tía. Ésta dijo:

-Ya má enterao la señá Inés de lo que usted desea. No hay deficultad, mayormente. De cuartos, lo que diga la señá Inés, porque yo la debo el pan... La chica es ésta..., ya la ve usted, ¡más lista!, parte un pelo en el aire, como que la querían en un taller ir a la cobranza de cuentas atrasás a las señoras que no pagan..., y el niño, aunque sea mío..., velay que paece un capuyo de rosa. Por supuesto, que ha de dormir en mi casa.

Cristeta cogió al niño, hízole fiestas y, mirando a la sobrina, preguntó:

-¿Cómo te llamas?

-Julia, para servir a Dios y a ustéz.

-Bueno, pues tú y yo hablaremos despacio. ¿Harás todo lo que te mande?

-Ya lo verá ustéz; todo.

Intentó Cristeta dar a la muchacha instrucciones detalladas, pero la tía interrumpió la explicación, que amenazaba ser larga, con estas palabras:

-Eso mañana, en su casa de ustéz, o lo que es lo mesmo, en la nuestra, porque va le habrá esplicao a ustéz la señorita Inés que nosotras vivimos encima de doña Jesualda, en el sotabanco. En cuanto a la chica, es obediente, espabilá y tóo lo ha de hacer a satisfación.

-Entonces, asunto concluido -dijo Inés.

Luego acompañó a la señorita hasta el centro de Madrid, donde cerca del estanco se separaron. Cristeta siguió sola, tan ensimismada, que ni siquiera se fijaba en que, a pesar de lo humildemente que iba vestida, los hombres se la comían con los ojos.

Al día siguiente, muy temprano, salió del estanco y fue a casa de una modista, con la cual, tiempo atrás, contrajo amistad mientras trabajó en el teatro.

Estuvo largo rato viendo telas, escogiendo colores, examinando figurines, probándose modelos y dejándose tomar medidas. Todo lo que se encargó fue sencillo y elegantísimo; pero caro para ella. La modista sonreía maliciosamente, como diciendo: «Esta ya cayó. Parroquiana tenemos. ¿Quién será el pagano?»

Otras dos mañanas pasó Cristeta comprando de tienda en tienda guantes, velitos, menudencias de adorno y pequeñas galas de esas que son complemento de todo traje femenino. Y por último, después de haber preparado cuanto consideró necesario, una tarde, entre dos luces, se mudó al tercero interior de doña Jesualda, en la calle de Don Pedro. En un carrito fueron la cama, sus dos baúles, un arca y varios líos de ropa; ella montó en un simón, llevando sobre las rodillas el costurero que en días más tranquilos le regaló don Juan.

La despedida de los tíos no fue dramática. Doña Frasquita parecía decir: «Hágase tu voluntad.» Para ella Cristeta simbolizaba el teatro, es decir, la perdición y los vicios de su marido. Don Quintín sonreía mirando socarronamente a su sobrina; desde que la sabía conocedora de sus liviandades, recelaba que hablase. Cristeta estuvo muy cariñosa, y en el momento de salir del estanco, lloró. Allí había pasado los primeros años de la juventud; allí había soñado con damas, galanes, romances, raptos, aventuras, trajes y aplausos; allí, sobre todo, sufrió las primeras noches de insomnio pensando en Juan.

Por la noche, ya en su nueva casa, permaneció largo rato, primero echando cuentas por los dedos y luego haciendo números en un papelito. Temía que le faltase dinero.

Después de acostada, sus recuerdos y esperanzas comenzaron a desvelarla.

Borrosas memorias de la infancia, primeros latidos de la juventud, amarguras, goces conseguidos, deseos frustrados, proyectos rotos, espejismos que finge la ambición, retazos de lo pasado y visiones de lo porvenir... ¡Parece que os refugiáis entre los pliegues de la almohada y que, cuando en ella reclinamos la cabeza, salís a estorbar el sueño, hermosa imagen de la nada!

«Sí, esta es la tercera o cuarta cama en que duermo... De chiquita... no hago memoria... ¡Ah, sí! Mi madre era rubia, muy guapa: siempre estaba trabajando con almohadillas, encajes y alfileres...; el pelo como el oro, la voz dulce...; debió de ser muy desgraciada. ¡Por qué no habrá vivido mi madre! Luego he dormido en casa de los tíos. ¡Pobrecillos, nunca les abandonaré! Después la cama de la fonda en Santurroriaga... ¡con él!..., y ahora esta alcoba, porque la cama es la mía. Si algún día tuviera yo casa, quisiera conservar esta cama. ¡Dios mío, qué será de mí!... Juan... Aunque no me tocara nunca...; pero sentirle cerca..., verle todos los días..., saber lo que piensa..., cuidarle..., que me hable con cariño... ¿Por qué encontrarán otras mujeres quien las quiera?...»

Se quedó dormida con un brazo caído fuera del embozo, despechugada y el pelo revuelto en primoroso desorden sobre la almohada, como madeja que hubiesen enmarañado ángeles.



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