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Capítulo XIX


De cómo Cristeta representó en un palco mejor que cuando lo hacía en el escenario


Don Juan tenía pensado alquilar un cuarto y amueblar en él dos habitaciones: una tal que pareciese oficina, para dar sombra de apariencia a lo de la empresa teatral, y otra cuidadosamente alhajada, donde, atraída Cristeta, quedara su resistencia vencida; pero en vista de la conferencia con don Quintín, consideró inútil lo primero, pues el grandísimo bribón no había menester disimulo, sino dinero; por lo cual a otro día del almuerzo le mandó a Benigno con una carta en que, a modo de primer mes de sueldo, le remitía mil reales, es decir, el amor de Carola provisionalmente asegurado. En cuanto a lo de alhajar cómoda y lujosamente un nido donde recibir a Cristeta, también varió algo su propósito, discurriendo que tal vez careciera de sentido común el forjarse ilusiones si la paloma había ya anidado en otro lado, y hasta hecho cría.

El deseo de aquel hombre iba sufriendo una transformación tan radical como justificada. Lo que hasta entonces le movió fue el apetito amoroso que juntamente despertaban en su ánimo la belleza de Cristeta, la envidia de su legítimo poseedor y la vanidad herida; pero a consecuencia del almuerzo con don Quintín, todo cambió. Ya no podía bastarle poseer a Cristeta como a una mujer cualquiera; quería saber si aún era amado de ella; aquilatar qué clase de afecto profesaba a su marido, o lo que fuese; obtener pleno conocimiento del origen del niño; en fin, salir de dudas. La frívola pertinacia del galanteador de oficio, la tenacidad irritante del mujeriego afortunado, habían cedido el puesto a móviles más serios. Lo que comenzó a guisa de vulgar conquista, iba transformándose en drama psicológico, sin puñalada, pistoletazo, ni catástrofe, pero muy serio: acaso con su catástrofe y todo, porque ¿quién era capaz de prever las complicaciones a que podría dar ocasión el odioso Martínez? Pero lo grave era que la mujer antes perseguida y deseada sólo por gentil y graciosa, se había trocado en hechicera enigmática: ya no era don Juan un temperamento atraído por la belleza, sino una voluntad obstinada en descubrir el arcano que llevaba una mujer dentro del pecho. Hasta el pecho ¡lo más hermoso del cuerpo de Cristeta! se le olvidaba pensando en su corazón.

Tomó un piso entresuelo en cierta casa de un amigo suyo (la calle, aunque céntrica, casi solitaria), y en cuatro días, a fuerza de dinero y con ayuda de don Quintín, hizo que le amueblaran un precioso gabinete donde todo era sencillo y de exquisito gusto. La alfombra, clara; sobre una mesita, una lámpara preparada, y como adorno, muchas flores. No había reloj, para indicar que quien lo dirigió todo no quería tasado el tiempo. Por precaución tenía la estancia puertas francas a escaleras distintas, y en los balcones visillos muy tupidos. Junto a la chimenea se veía uno de esos asientos llamados confidentes, dispuestos en forma de ese, donde una pareja puede mirarse rostro a rostro, llegando tibio el aliento del que habla a la oreja del que escucha: para diálogo amoroso, imposible hallarlo mejor; pero no era mueble incitante y traidor de aquellos en que la castidad suele reclinarse sana y levantarse herida.

Al quinto día, luego que la casa estuvo dispuesta, don Juan entregó a su representante una llave por si encontraba momento propicio de llevar a Cristeta o de hacer que se resolviese a ir; y envolviendo el ruego en promesas, le suplicó que apurara todos los medios imaginables para que su sobrina le concediese la deseada entrevista.

En un principio, de acuerdo con ella, don Quintín dio largas pretextando que no había logrado verla; después dijo que vacilaba y temía; por último, que comenzaba a desesperar. Así transcurrieron dos semanas, de beneficioso resultado para su bolsillo y de triste incertidumbre para don Juan, quien al cabo determinó escribir a su adorada; de lo que se originó nueva cita con Julia en la Plaza Mayor, y nueva carta, que a la letra decía estas palabras:

«Cristeta de mi alma: Ha pasado qué sé yo cuánto tiempo desde que nos vimos; no tengo ya ninguna esperanza y, sin embargo, no me resigno a perderte. ¿Dejarás que me marche de Madrid? Porque no puedo vivir así. No te pido más que una entrevista muy breve, y te doy palabra de honor que no tendrás que arrepentirte.

He puesto un cuartito en la calle de Belén, 78, entresuelo. Allí te aguardo mañana y pasado, desde la una de la tarde hasta el anochecer. Si no me contestas dentro de cuarenta y ocho horas, será señal de que nada puedo esperar, y esta misma semana saldré de Madrid para no volver nunca. Adiós, Cristeta de mis ojos. Medita bien lo que resuelves, que va de veras, y acuérdate de tu desgraciado

JUAN

Al expirar el plazo, cuyo término caía en lunes, don Juan recibió respuesta con estas palabras, de mano de Cristeta:

«Estoy malucha, y además no puedo ni debo aceptar eso que propones; el domingo que biene toma un palco alto, para por la tarde, en cualquier teatro, y enbiamelo: de otro modo, nada.

C.»

¡Qué semana! Ni educanda encerrada que aguarda el día de salida para ver al primer muchacho que a hurtadillas le oprime la mano, y con quien soñó castamente en el lecho virginal del convento; ni príncipe en vísperas de ser coronado rey; ni miserable usurero a punto de cobrar; ni madre de marino que en la costa espera el navío donde su hijo torna, nadie se impacientó ni desesperó tanto como el pobre don Juan.

Llegó el sábado; fijáronse en las esquinas los carteles teatrales, leyólos, calculó cuál sería la función más larga, y vio que en la Zarzuela representaban un melodrama en cinco actos, seguido de sainete; es decir, cinco entreactos, que era lo que a él le interesaba. Tomó para sí una butaca, escogió un buen palco y se lo mandó a Cristeta. «¿Quién la acompañará? -pensó-. Cuando lo ha pedido para por la tarde, es que lleva al chico.» Y al recordar al niño se le puso carne de gallina.

El domingo amaneció sereno, hermosísimo. Con el temor de que se suspendiera la función, se puso don Juan más nervioso que mujer en tienda de sedas. Por fortuna, al medio día se nubló el cielo y comenzó a llover. Su primera impresión fue de alegría; pero luego se dijo: «¿A que no va porque no coja humedad el chiquillo?»

Hasta la hora del espectáculo permaneció encerrado en casa y, según su costumbre, quiso distraerse leyendo; pero todo fue inútil. Tal estaba su ánimo, que no le hizo gracia Don Quijote. Si llega a hojear La divina comedia se ríe del conde Ugolino. Al oír que daban las tres en el reloj del despacho, púsose el gabán y salió.

Madrid estaba convertido en un lodazal; soplaba norte pulmoníaco, y la lluvia, por lo terca y violenta, se burlaba de toda prenda impermeable; pero a don Juan le pareció que caminaba por las secas alamedas de un jardín donde corría suavísimo céfiro y que del cielo caía tibio rocío perfumado, como aquel que un alarife cordobés hizo llover en el serrallo del califa.

Cuando llegó al teatro aún estaba el pórtico cerrado, y ante él esperaban, devorados de impaciencia y roídos de mal humor, grupos de papás, manadas de niñeras y enjambres de chicos. Por fin, abrieron, y la puerta comenzó a engullir gente. Todos se apresuraron: nadie dio tantos codazos como don Juan.

Otros llevaban al niño de la mano: él llevaba dentro al niño Amor, que, aposentado en su corazón y su pensamiento, lugares donde antes jamás entró, corría de uno para otro.

La sala estaba a media luz: don Juan, que llevaba tres horas diciéndose: -«Principal, número nueve», miró al palco.

Los violines, mal afinados, gruñían como cochinillos hambrientos, oíase algún quejido gangoso de clarinete y rasgaban el aire alegres carcajadas infantiles.

Don Juan, de pie en el callejón central de las butacas, tenía fija la mirada en el palco. De pronto, levantóse la cortina, apareció Julia con el niño en brazos, y tras ella, destacando por claro sobre el fondo oscuro del palco, se dibujó la encantadora figura de Cristeta, en actitud de alzar las manos para quitarse un precioso sombrerillo. ¡Qué semblante y qué talle! A no estar trastornado por sus preocupaciones, don Juan hubiese comprendido mirándola, que la esbeltez de aquella mujer era incompatible con la maternidad. Lo de llevar al teatro un niño de dos años, le pareció insensato...; pero era el pretexto: y además, los padres llevan a sus hijos demasiado pronto al teatro, porque se hacen la ilusión de que entienden lo que ven.

Cuando aumentó repentinamente la intensidad del alumbrado, Julia y el chico lanzaron a dúo un ¡aah! formidable. Cristeta se sonrió, y a don Juan le pareció que de aquella sonrisa había brotado la claridad.

¡Qué hermosa estaba la antigua comiquilla! Lo que descubría del traje por cima del antepecho del palco, era un primor. Vestía una chaquetilla de paño gris perla, bien ceñida y sin adornos, luciendo, al quitársela, el cuerpo del vestido, liso y rojo muy oscuro, con muchos botoncitos de plata; al cuello una gola de piel negrísima, sobre la cual brillaba, como enroscada sierpe de oro, el moño de pelo sedoso y rubio. Nada de joyas, ni siquiera un brazalete; pero, en cambio, sus movimientos, ademanes y posturas estaban impregnados de aristocrática gentileza.

Don Juan enderezó hacia ella los gemelos, y viéndola tan hermosa creyó no haberla poseído nunca. No parecía muchacha plebeya elegantizada de repente, sino hija de grandes, hecha desde niña a todos los refinamientos del lujo.

Lo poco que don Juan oyó del acto primero, se le hizo interminable. ¡Y qué malo! Arte para la galería, espectáculo propio de pueblos atrasados; lo de siempre: la dama perseguida, el traidor eterno, el vulgar gracioso. Por supuesto, que Lope o Alarcón no le hubieran aquel día parecido mejores. Miró hacia el palco muchas veces, y en dos notó que ella le correspondía con amables sonrisas. Terminado el acto, repitió las miradas con gran insistencia, moviendo hacia arriba la cabeza, indicando que quería subir: ella, disimuladamente, extendió el brazo y abrió la mano, moviéndola hacia abajo, lo cual, con toda claridad, significaba: «Espera.» Don Juan puso cara de pariente desheredado. En el segundo, tercero y penúltimo entreacto, que por fortuna no fueron largos, ocurrió exactamente lo mismo, con lo cual el disgusto del enamorado arreció tanto, que comenzó a retorcerse en la butaca como diablo que se ahogase en agua bendita. ¿Si habría pensado aquella mujer que iba él a contentarse con una ración de vista?

Por fin, al caer el telón tras el último acto del melodrama, cuando no quedaban más que un intermedio y el sainete, don Juan, ya tan impaciente que aun sin permiso ni consentimiento subiera, repitió la seña de levantar la cabeza como preguntando: «¿Voy?» Entonces Cristeta le dirigió una mirada cariñosa, haciendo al mismo tiempo un gesto de conformidad, que quería decir: «Ven.»

Salió de la platea, y echando escaleras arriba, medio derribó a un chico, pisó a una señora y tropezó con un caballero, a quien tiró el cigarro. Le pareció oír insultos a su espalda, pero no hizo caso. El corazón le latía como a chico en examen.

Antes de que acudiese el acomodador ya tenía Cristeta entornada la puerta del palco, cuyas cortinas caían rectas, dejando sólo entre sí una estrecha abertura por donde penetraban el resplandor y los rumores de la sala. Juan cerró con tiento; y no por estudiada osadía, como en otros tiempos, sino por sincero e irresistible impulso, cogiendo con fuerza las manos de Cristeta, la empujó hacia atrás, sentándola en la banqueta del antepalco; y en seguida, alzando hasta su boca las manos deseadas, despacio, tembloroso, casi con respeto, se las besó, seguro de que no podían ser vistos, mientras ella, al través de la cabritilla, sintió algo que la quemaba dulcemente.

Pasaron unos segundos sin que ninguno de ambos profanase aquel silencio, que lo decía todo. Por fin habló Juan en voz baja:

-Tú mandas y yo obedezco; pero mía ¡para siempre!

La respuesta fue un suspiro salido de muy hondo, y un movimiento de cabeza triste y negativo.

Estaban en sombra, nadie podía verles, y por entre la separación del cortinaje penetraba una faja de luz que Cristeta procuraba esquivar echando el cuerpo hacia atrás. Al moverse creyó dar con la espalda en el muro; pero Juan había sabiamente deslizado una de sus manos entre la pared y el cuerpo de ella, de modo que al querer recostarse quedó aprisionada por el talle. Ambos se estremecieron, pareciéndoles que no había transcurrido tiempo desde la última caricia. Aquello fue la repetición del bien pasado; acaso la dicha más grata que da el amor. ¡Qué recuerdos! Astucia de mujer, cavilosidad de hombre, entereza de ánimo, escozor de vanidad ajada, ¡cómo vinísteis a tierra fundidos por aquel calor que, traspasando las telas y penetrando las carnes, llegaba por los nervios al centro de las almas!

-¡Vida mía!

-¡Juan, por piedad!

Fueron dos exclamaciones más henchidas de poesía que el mejor poema. Sin embargo, Cristeta, que todo lo arriesgaba en la partida, se rehizo, y dominando su primera impresión, se aprestó a la lucha. Era llegado el instante de lo que ella, a solas con su pensamiento, llamaba el último acto de su comedia. Sin apartar el cuerpo del brazo de Juan ni retirar la mano que le tenía abandonada, pero mostrándose fría y serena (la procesión andaba por dentro), dijo:

-¿Por qué no me dejas vivir tranquila? ¿Qué quieres? ¿No comprendes que todo debe ser inútil?

-Lo veremos. Hay mucho que hablar. Un hombre que se ve en mi situación, tiene derecho a...

-A nada.

-Te equivocas. No queda tiempo, ni éste es sitio para explicarse; pero como tú no has querido nunca venir a terreno mío...

-¿Era decoroso?

-En fin, aprovechemos los instantes. ¿Cuál ha sido tu conducta desde que me fui a París?

-¿Desde que me abandonaste en la fonda de Santurroriaga?

-Bueno, como quieras, te abandoné; de eso luego se tratará. ¿Qué hiciste?

-¿Y no se te ha ocurrido preguntártelo a ti mismo hasta que has vuelto a verme?

-¡Responde!

-¿Y por qué has de ser tú y no yo quien interrogue? ¿Porque eres hombre? Ten calma.

-No puedo, la tendré cuando hayas vuelto a mi poder.

-¡Ah! Me quieres ahora porque no puedo ser tuya.

-Más de lo que te figuras. Estoy dispuesto a todo.

-Y yo a nada.

-¡Parece mentira que se te hayan olvidado ciertas cosas!

-¿Cómo he de olvidar lo que hiciste conmigo?

-Bueno..., ¿qué buscas, qué pretendes? ¿La satisfacción de oírme que hice mal? ¿que te diga que me arrepiento? ¿que ni siquiera me porté como caballero? Corriente; no merezco ni lástima...; humíllame, véngate cuanto quieras; pero, ¡por Dios, Cristeta, vida mía! ¿a quién has querido, de quién eres...? ¡yo no puedo vivir así!

Tal sinceridad había en su acento, que de buena gana Cristeta se hubiese dejado comer a besos, si no temiera que la precipitación malograse su plan. Se limitó a mirarle con dulzura, respondiendo:

-¿Pues qué clase de mujer crees que soy? ¿de las que tú estabas acostumbrado a tratar?

-Es que no puedo callártelo.... esa criatura -y extendió el brazo hacia donde estaba el niño- esa criatura me tiene loco... Cuando yo me marché de Santurroriaga..., porque..., la verdad..., ¿al cabo de cuánto tiempo te casaste? Aun suponiendo que hallases un hombre tonto o... poco escrupuloso, en fin, uno que pasara por todo, ¿no tenía yo algún derecho a saber la resolución que ibas a tomar?

Cristeta, sorprendida, le dejó concluir. Ignoraba las insidiosas frases pronunciadas por su tío el día del almuerzo para herir a don Juan, y no esperaba semejante ataque. Cierto que había, desde un principio, ideado acompañarse del niño para dar más viso de verdad a su condición de casada; pero, a pesar de su travesura, jamas imaginó, ni entró en sus cálculos, excitar a Juan martirizándole con la creencia de que el chico pudiera ser suyo; y en aquel momento comprendió, por fortuna, que el recurso que a las manos se le venía era efímero y de muy peligroso aprovechamiento. Además, su orgullo legítimo de mujer amante le inspiró el recelo de que si don Juan aceptase aquella paternidad, ya no sería ella misma quien venciera, sino el niño, y por último pensó también que como al fin y a la postre habría de descubrirse la mentira, sería fatal para ella que su ingenio de enamorada pudiese ser calificado como ambiciosa tramoya y conspiración de aventurera.

Juan estaba pendiente de sus labios.

Cristeta suspiró; luego guardó silencio en larga pausa, mirándole fríamente, mostrándole impávida el azul profundo de sus ojos; se pasó la lengua húmeda por los labios secos, y muy despacio, levantando una mano y posándosela en el hombro, le dijo con melancólica solemnidad, al mismo tiempo que dejaba caer ruborosa los párpados de larguísimas pestañas.

-Vive tranquilo; te juro que ese niño no es tuyo.

Juan reprimió un suspiro de desahogo, y acentuando el fervor amoroso, por disimular la emoción, repuso a modo de acusador:

-Entonces, infame... sí, perdóname, infame, ¿qué cariño era el tuyo, qué pasión era aquélla, si cuando apenas me fui te entregaste a otro y con tal entusiasmo que... ¡ahí están las pruebas! (Y volvió a señalar al chico.) Yo pude ser falso, engañador, traidor, sobre todo, tonto, porque, al dejarte, en la culpa llevaba la pena; pero ¿qué nombre merece tu conducta?

-¿Es decir, que mi obligación era quedarme toda la vida esperando a que se te antojase volver a acordarte de mí, como se queda un libro en un estante, hasta que su dueño tenga capricho de volverlo a leer? Sé franco, mírame cara a cara y dime: si yo fuera libre, ¿hubieras vuelto a pensar en mí? Dispensa la dureza, pero lo que ahora sientes no es amor, es envidia de otro.

-De ese otro a quien odio y aborrezco, también tenemos que hablar; pero quien me importa verdaderamente, eres tú. Ya lo estás viendo: me has dicho que el niño nada tiene que ver conmigo, y sigo diciéndote que no puedo vivir sin ti.

-¿Pues qué recurso sino conformarse?

-¡Si fuera en Francia!

-Sí, allí creo que se casan y se descasan como perros.

-¡Bendito país, donde la traición, el engaño y hasta el error tienen remedio!

-¿Y quién te dice que yo sea capaz de aceptar eso? ¿Acaso no puedo quererle?

-¿Al niño? Naturalmente; al fin, es hijo tuyo.

-No me has comprendido... -repuso sin atreverse a concluir.

-¡Calla, traidora! porque no respondo de mí.

Y alzó tanto la voz, que ella hizo ademán de taparle la boca con la mano.

-No pensemos en lo imposible -añadió Cristeta tristemente- ¿Has querido verme para que sufriéramos los dos? Ya estarás satisfecho; pero basta... ¡por la Virgen Santa!

Intentó incorporarse, Juan la contuvo oprimiéndola el talle, y aún más con el suplicar de su mirada, al mismo tiempo que decía:

-No perdamos tiempo en recriminaciones inútiles. ¿Me he portado mal?, pues te pido perdón. ¿Has obrado por despecho?, te perdono. ¿Nos hemos equivocado los dos, yo al dejarte y tú al olvidarme?, pues venzamos a la desgracia. Manda, ordena, dispón, decide lo que quieras; paso por todo, ¡pero mía, mía para siempre!

-¿Y qué sabes tú lo que es siempre? ¿Cuánto tardarías en cansarte otra vez de mí? Y, sobre todo, no reparas en lo que hablas... y me estás ofendiendo. Óyelo bien; jamás engañaré a Martínez, lo juro. Lo hecho, hecho está. -Y al decir esto, sonrió ligeramente, como burlándose de sus propias palabras.

-¡Pues yo lo deshago! -replicó Juan en fogoso arranque.

-Eso se dice ahí, en el escenario, pero aquí en la vida... ¡ya no podemos ser dichosos!

-¿Luego me quieres? ¡alma mía! ¿No eres feliz? ¿Qué hombre es ése? ¿Por qué te has enamorado? Cuéntamelo todo.

-No me atormentes más, que estoy sufriendo mucho...; mira, mira -añadió levantando un poco la cortina- márchate, que ha comenzado el sainete.

No había comenzado, sino que faltaba poco para que concluyera.

-¡Quiá! ¡Qué he de irme! ¿Crees que he venido sólo para esto? Vuelves a ser mía... y hoy te acompaño hasta tu casa.

-Ni una palabra más. Accedí a oírte, porque supuse que tendrías juicio. Esto se acabó; yo no transigiré nunca con ciertas cosas.

-Ni yo con perderte.

-Entonces, ¿qué pretendes? ¿que sea de dos a un tiempo? ¿Quién resultaría despreciable, nosotros o él? Figúrate lo absurdo, que él lo tolerase: ¿crees que yo podría tenerle al lado?

-Cuanto dices prueba que no has dejado de quererme: ¡eso es lo que yo deseaba saber! Ahora, la última pregunta, y ¡mira que hablas con un hombre resuelto a todo!: ¿estás realmente casada? porque hay quien... no lo cree.

Cristeta vaciló un punto, sin atreverse a responder categóricamente. Hasta entonces había puesto especial empeño en no afirmarlo. Tampoco en aquel instante quiso decirlo, y en vez de contestar de palabra, como si cediese a una languidez incontrastable, dejó caer el dulce peso de su cuerpo sobre el hombro de Juan, al mismo tiempo que decía:

-¡Qué desgraciada soy! ¡Déjame, déjame!

Al sentir Juan acariciado el rostro por el cosquilleo del pelo de Cristeta, dio al olvido la pregunta que hizo, la respuesta que esperaba, hubiera olvidado hasta la gloria si entonces se la hubiesen ofrecido, y estrechando contra el pecho la cabeza de su amada y pegando los labios a su oído, le dijo:

-Iremos donde quieras, solos... o con tu chico..., yo seré su..., lo que tú mandes, ¡alma mía!

Y la besó callada y blandamente entre el rizo y la oreja.

Cristeta levantó la cabeza, mostrando involuntariamente los ojos llenos de felicidad. Juan había pronunciado aquellas palabras con una expresión nueva, desconocida para ella, y aquel beso fue más casto, más sincero, menos egoísta que los dados en otro tiempo por los mismos labios. No se sintió deseada, sino querida, y en lo más íntimo de su espíritu se alzó una voz que le decía: «Es tan mío como yo suya.»

La función estaba concluyendo. Púsose Cristeta en pie sin que ya él lo estorbase, esquivó sus miradas como aterrada, y le dijo:

-Vete. Quiero salir sola.

-¿No viene nadie, ni tu tío, para acompañarte?

-¡Ah!... A propósito de mi tío. Tengo que pedirte un favor.

A no estar tan ciego el pobre don Juan hubiera notado que no era propio de situación tan grave hablar del ridículo don Quintín; mas sin pensar en ello, repuso:

-¿Tú pedirme favores? Pon un bando, y hago que te obedezca... hasta el mismo Nuncio.

-No exageres. Lo que quiero es que no contribuyas a volver loco a ese pobre hombre. En cuanto tiene dinero hace cada barbaridad... Con que no le des ni un duro. ¿Me lo prometes?

-Pero, mujer...

-No hay pero que valga; cuanto le das es para su mal.

-¿Por qué?

-Porque tiene... Vamos, que se lo gasta todo con una bribona, no para en casa, descuida el estanco, trata mal a la pobre tía... y se pone malo. ¿Lo harás?

-Te prometo no volver a darle ni una peseta. Adiós, y piensa que ya eres mía. Ahora cuando quieras nos veremos para convenir lo que más te agrade.

Cristeta, comprendiendo que había llegado uno de los momentos más amargos y difíciles de su empresa, hizo un esfuerzo, y arqueando con gesto de desesperación los labios, alterada y sombría la voz, dijo, llenando de pesar a Juan:

-No nos hagamos ilusiones... Me despreciarías, y harías bien... Esto es un sueño... Me estás volviendo loca, ¡pobre de mí!... Perdóname... Imposible. ¡Adiós!

Las palabras salieron de sus labios saturadas de amargura; pero al mismo tiempo, sin que pudiera evitarlo, brilló en sus ojos tal llamarada de pasión, que aquella mezcla de negativa y de amor fue lo sumo de la coquetería. Don Juan no sabía a qué santo encomendarse. La boca de Cristeta decía: «Nunca»; los ojos gritaban: «Llévame.»

Reclinada en la pared del antepalco, desordenadillo el rizoso pelo, acarminadas las mejillas y voluptuosa la mirada, estaba realmente encantadora.

Don Juan, medio enloquecido, dijo:

-¿Eres Cristeta, o eres un tigre que está jugando con mi felicidad?

-¡Felicidad! -exclamó ella con acento melodramático, oportuna reminiscencia de su carrera artística- ¡Felicidad!... Juan, no me hagas ser mala... ¡No quiero!... Adiós. ¡Jamás volveremos a vernos!

En seguida hizo a la niñera una seña, salió ésta con el chico, le arroparon, pusiéronse la moza su mantón, la señora su linda chaquetilla, y salieron del palco. En el pasillo, Cristeta habló a su adorador en voz baja:

-¡Por caridad... vete!

-¿Hablaremos? -repuso él suplicante.

-No me hagas ser mala. No quiero. Vete...

El pasillo estaba ya lleno de gente. Don Juan comprendió que no era posible seguir hablando sin ponerse en ridículo.

Mustio, alicaído y rabioso, bajó tras ella la escalera. Su propósito era seguirlas; pero apenas pisaron la calle se metieron en el coche que estaba aguardando. No debió de quedarse tan triste ni asombrado aquel hidalgo de la leyenda que vio ante sus ojos pasar su propio entierro, como quedó don Juan mirando alejarse rápida mente la berlina

Cristeta iba encogida y como acurrucada en el fondo del coche, medrosa por lo que acababa de hacer. El riesgo de su ventura la tenía muerta de miedo. Pensó que acaso fue más allá de lo prudente. ¿Llegaría él a razonar, sentir y disculpar los móviles que la impulsaron, y, sobre todo, a empaparse bien de que eran desinteresados? Si creía que su objeto era atraparle, como en su soez lenguaje dicen los hombres entre sí, estaba perdida. Ocurríasele que con otro hombre habría empleado recursos diferentes; pero en seguida reflexionaba que a otro no le hubiera querido. En cuanto a Juan... él mismo, con su carácter, suministró idea del estímulo que había menester. ¿Estaba enviciado en la facilidad, madre del hastío?, pues hacerse desear. ¿Eran sus amores pasajeros y compradizos?, pues demostrarle que ella no se vendía, ni era su corazón tesoro para derrochado en unos días. ¿Lograría que Juan viese claro el sentimiento que la impulsó a tales aventuras? En caso afirmativo, el éxito sería doble: primero, porque adquiriría la persuasión de que Juan la conocía a fondo, como debe ser conocida la mujer amada; y segundo, porque así la conquista sería definitiva. Hallando mujer tan encariñada y animosa, sólo un necio podía renunciar a ella. En cambio, el fracaso no era únicamente la pérdida de la dicha, sino el descrédito a los ojos de Juan. ¡Adiós esperanza, amor..., todo! No se arredraba pensando en la vuelta al estanco y la pobreza; pero Juan, Juan... ¿Por qué se le habría metido aquel hombre tan adentro del alma? De todos modos, era imposible prolongar mucho la situación.

Y, sin embargo, faltaba el último cartucho por quemar.

Según costumbre, se apeó del coche en sitio apartado y volvió a casa a pie, sola y dando rodeos.

Desnudóse despacio, engolfada en sus ideas, entreteniéndose en guardar con cuidado sus ropas, relativamente lujosas, como el guerrero cuida y guarda las armas. Luego dirigió una mirada a los pobres muebles y blancas paredes de su cuarto, y suspiró pensando:

«¡Quién sabe! ¡El beso de hoy me ha parecido beso de cariño!»

***

Don Juan se retiró como chico a quien dan cañazo en la escuela.

«¿Qué mujer es ésta? -se decía al entrar en su casa-. ¿La coqueta más temible del mundo, o una desdichada que fluctúa entre el deber y el amor? Porque, ¡vaya si me quiere! ¡Cómo temblaba cuando la besé... y qué modo de mirar!»

Ya no se le ocurría todo aquello de capricho, vanidad, lo que me dé la gana, un día, una hora... La quería por suya como se desea la felicidad, sin fijar término ni plazo, lo antes posible y para siempre: ya no era el temible Burlador de Sevilla, que seduce, logra y desprecia, sino el Tenorio apasionado que se rinde a doña Inés.

Entre su deseo y su esperanza surgía el recuerdo de las últimas frases que Cristeta le dijo en el antepalco. Las recordaba claras, indudables, palabra por palabra, sílaba por sílaba. «... No me hagas ser mala... ¡No quiero!... Vete... ¡Nunca!»

Entonces el hombre insustancial y frívolo, que no había vertido una lágrima desde la muerte de su madre, se dejó caer en una butaca, cubrióse el rostro temiendo que le hicieran burla las Venus de bronce, las fotografías de mujeres hermosas o los retratos de queridas olvidadas y se echó a llorar como un niño.




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Capítulo XX


Los favores que don Juan hizo antaño a su cocinera Mónica, le fueron grandemente pagados sin que él lo sospechara


Cartas impregnadas de ternura, junto a las cuales resultarían pálidas aquellas que se escribieron en el Paracleto; recados apremiantes enviados por conducto de Julia; súplicas, amenazas, todo fue inútil. Cristeta, voluntariamente recluida en su casa, daba la callada por respuesta. Entonces, al modo que el general sitiador a quien es adversa la fortuna suspende el ataque y se encierra en su tienda, don Juan comenzó a filosofar, recurso de desgraciados, y le pareció que su pasado era ridículo; su presente, amarguísimo; su porvenir, incierto. El mal humor fue poco a poco convirtiéndosele en tristeza y ésta en melancolía. Haciendo retrospectivo examen de conciencia, consideró que su vida fue hasta entonces una serie de aventuras vulgares. Las mujeres a quienes venció no eran dignas de ser conquistadas: unas, porque valiendo poco le costaron mucho; otras, porque no se rindieron al galán seductor, sino a su propia desesperada lascivia; ya eran jovencillas viciosas, ex-vírgenes locas; ya mal casadas, ya viudas consumidas en forzosa continencia. Todas le dieron sobras de amor, escoria de los sentidos; pocas recordaba que no le hiciesen reír o avergonzarse. Ahora comprendía que cuanta fruta mordió era de la que se pudre en agraz o de la que por su peso cae dañada del árbol: la única vez que llegó a cogerla sazonada y fragante, dejó, como un estúpido, que otro la saborease, y al querer recobrarla... «Imposible». El acento con que Cristeta pronunció esta palabra le taladraba los oídos y le acibaraba el alma.

A fuerza de permanecer encerrado en casa, comenzó a digerir mal, y luego a comer poco: unióse al desasosiego moral el malestar físico, ayudó la inapetencia a la melancolía, y en menos de tres semanas se quedó flaco y triste como fiera enjaulada.

Benigno, a quien el retiro de su amo tenía la libertad mermada, le propuso llamar a Mónica, la incomparable cocinera que en situaciones menos graves había restaurado sus fuerzas. Don Juan le preguntó:

-¿Recuerdas dónde vive?

-No, pero lo preguntaré.

-Bueno. Haz lo que quieras.

Un poco movida del agradecimiento a la pasada generosidad de don Juan, y un mucho estimulada por el interés, Mónica dejó sus huéspedes encomendados a la cocinera que antaño tomó por hacer papel de ama, y volvió al servicio de su señor. Mas sus habilidades culinarias fueron estériles. ¿Qué vale el buen caldo contra la pasión de ánimo? ¿Qué pueden Vatel ni Motiño contra la lobreguez de ideas? ¡Mísero don Juan! La más suculenta gelatina se le acedaba, irritábanle los mariscos, la carne asada le daba náuseas, lo caliente le producía frío, con lo helado sudaba, las trufas le enfurecían, el rico Borgoña se le antojaba brebaje despreciable y la manzanilla le daba ganas de llorar; púsose al fin más triste que San Juan cuando descubrió la estrella del ajenjo que vertía hiel sobre la tierra. Llamó al médico, y al verle entrar en su cuarto túvole por precursor y heraldo de la muerte. Nada sacó en limpio. ¿Era dispepsia, gastralgia, pirosis? ¡Oh, inútil ciencia! ¡Oh, vanidad moderna! Una buena Celestina le hubiese valido más que el mismo Hipócrates.

Cierta mañana Mónica le preparó ostras, huevos con cabezas de espárragos, solomillo en salsa de vino de Madera, pastel de chochas frías: todo ello en compañía de buen Pomar, incomparable Tío Pepe y café como el que hacen las huríes a Mahoma. Trabajo perdido. Los manjares volvieron, casi intactos, a la cocina. Supuso la vestal del fogón que la inapetencia era desprecio, y por salir de dudas, movida de santa indignación, entró al despacho.

Estaba don Juan macilento, escuálido, sentado en un sillón y más sombrío que Bruto la víspera de Filipos. Recibióla sin sonrisas, sin gana de bromas, preguntando con voz desfallecida:

-¿Qué te pasa, mujer?

-Eso pregunto yo. ¿Qué le pasa al señor?

-No tengo apetito.

-Pues el almuerzo de hoy era para abrírselo a cualquiera.

-Estoy malo.

-Lo que estará el señor será...

Y se detuvo respetuosa.

-Di, mujer; ya sabes que te quiero y que siempre te he permitido que me hables con franqueza. ¡Al cabo de tantos años!

-Pues lo que estará el señor será enamorado, y le habrá dao más fuerte que otras veces.

El silencio de don Juan fue una especie de afirmación.

-El señor es joven y está un real mozo...; pero a cada puerco le llega su San Martín...

-Gracias.

-Perdone el señor. Vamos, señorito, he querido decir que se habrá usted estragao con tanto variar de guisaos, y estará usted reventao de andar a salto de mata, cazando en sotos ajenos, y tendrá gana de fincarse.

-No te entiendo.

-Decía el cura de mi pueblo que el hombre que anda tras las mujeres es como el que ve muchas tierras, que al fin se cansa y quiere tener un rinconcito suyo..., pues; no quiero el monte del tío, sino el terruño mío.

Esta tosca imagen le pareció a don Juan la síntesis de su situación; pero no era cosa de poner a la cocinera en antecedentes de su desventura. Sonrió con benevolencia y repuso:

-Puede que no te falte razón.

-Será alguna de esas señoritas de ahora que van tan majas y tienen unos cuerpos que da gloria. Convídela usted a comer con los papás, y pongo unos platos que se chupan los dedos, se entusiasman y para postre le regalan a usted la niña. ¿O será alguna de las antiguas? ¿Doña Purita, la que llegaba aquí en lunes y se marchaba en domingo, y venía su madre a traerle la muda? ¿La señorita Elisa, que le dejó a usted la mesa del despacho perdía de polvos de arroz? ¿La señora condesa...?

-¡Calla, por Dios, mujer!

-Sí, que sería el cuento de nunca acabar. La verdad es que ya esas no le convienen a usted: más vale que se busque usted otro remedio: a cabeza cansada, almohada nueva. Lo que importa es caer bien. No ha de faltarle a usted árbol donde ahorcarse. ¡Si viera usted qué chicas hay por esos rincones del mundo!

Don Juan escuchaba por distraerse. Mónica seguía:

-Yo tengo la tema de que los señores se gastan ustés el dinero con las que valen menos: toos los cabayeros de Madrid se están ustés arruinando por docenas de mujeres perdías y las mejores se las dejan pa los estudiantillos y los horteras. ¡Hay por ahí ca menestral, y ca señorita cursi..., y ustés gastándose el dinero con unos plumeros! En mis barrios, en mi casa, sin ir más lejos, conozco yo una muchacha que paece un ángel, y allí se está como flor en cerro, que ni la huelen ni la cogen... hasta que pase el burro y se la coma...; es decir, cualquiera.

-Guapa, ¿eh? ¿Alguna modista o peinadora?

-Por ahí, por ahí; pero monísima. Esbelta, graciosa... y cara de buena. Vive sola, en el tercero interior, y debe de ser muy pobrecita. Yo, cuando la vi al principio de vivir en la casa, que usted me dio el dinero pa eso de tener huéspedes, tuve intinciones de hablarla pa que viviese conmigo en compañía: vamos, mi idea era darle cuarto y comida, y que ella, en cambio, me cuidase de la casa, porque yo no puedo atender a todo.

-¿Y no lo hiciste?

-Poco faltó: lo dejé, porque como tengo seis o siete huéspedes jóvenes, y ella es tan guapa, me dije: se va a armar aquí una que ni la Inclusa en diciembre.

-¿Por qué dices eso?

-Porque nueve meses después del Carnaval es cuando llevan más chicos.

-¿De modo que no os arreglasteis? Además, naturalmente, siendo bonita, tendrá sus aventuras.

-Quiá, no señor. ¡Si vive allí que parece una monja! No recibe vesitas, ni van señores, ni tiene novio, ni se le conocen trapisondas, ni apenas sale. Mire usted que es en mis barrios, donde todo se sabe, y no murmuran de ella: está igual que las que tienen el novio en Cuba y lo esperan, como si no hubiera más hombres en el mundo.

-Eso es un fenómeno.

-Aunque usted se burle, debe de ser una bendita, porque tan joven, tan guapa y vivir así... Por la mañana va una chiquilla, por cierto muy chula, y le trae de la plaza cualisquier cosa para comer, y le pone el puchero, y le barre el cuarto, y se larga. Luego ella se las arregla solita, y se pasa el día cose que cose... y también lee mucho.

-¿Y dices que no tiene lío?

-No creo, porque vive como huéspeda con una que le llaman Jesualda, y digo yo, que sí..., vamos, si fuese mala..., pos no andaría tan mal de cuartos. Lo que tendrá si acaso, es alguna cosa muy callá y que no lo sienta ni la tierra; pero no debe de ser muy a su gusto, porque la mayor parte de los días tié los ojos así como de haber yorao, y siempre está triste y con cara de pocos amigos; a mí me da mucha lástima.

Don Juan clasificó mentalmente a la desconocida diciendo para sus adentros: «Modista romántica: conozco la clase.» Mónica continuó hablando:

-En fin, tan sería y tan ensimismá me pareció a mí la tal muchacha, que desistí de proponerle que se viniese conmigo; porque lo que yo me dije: si anda siempre con sus cavilaciones a vueltas, no puede tener cuenta de la casa.

-¿Y vive completamente sola?

-Como canario en jaula: ahora paece un pardillo o un gorrión, porque está mal vestía; pero si la tuviera un señor, con güena casa y mejor ropa..., ¡vaya una pájara bonita! Por supuesto que tié en la cara una bondad y así unas trazas de muchacha de las que no se echan a perder...

-¿Cómo se llama?

-No me acuerdo bien; pero el nombre no es bonito: creo que es Crisanta, o Cristina, o Críspula.

Don Juan, acordándose instantáneamente de su amada, preguntó:

-¿Cristeta?

-Ya le digo a usted que no me acuerdo bien; pero algo así como eso que usted dice: Cristeta... Crisanta... ¿qué sé yo?

Entonces él volvió a preguntar, animándose:

-¿Qué señas tiene?

-Ojos azules, grandes y oscuros; las pestañas larguísimas; el pelo rubio como un trigal, y ¡vaya un cuerpo! Pero ya las gastará usted mejores.

Aquel retrato podía ser el de muchas mujeres, pero a don Juan se le antojó la pintura de Cristeta: el presentimiento, sospecha o lo que fuese le pareció, sin embargo, ridículo; no obstante lo cual, hizo dos últimas preguntas:

-¿Está casada? ¿Tiene un niño?

-¿No le he dicho al señor que vive sola como un hongo? Y lo que es chico..., no hay más que verla; es necesario ser negao ú estar memo pa suponer que pueda tener aquel cuerpo y aquel talle una mujer que...

-¿Qué?

-Vamos, que haiga parido, señor.

La sospecha de don Juan se desvaneció por completo. ¿Qué tenía que ver Cristeta, casada, madre y en buena posición, con una pobre muchacha sola y que seguramente viviría de sus manos? ¿Lo parecido del nombre? Una coincidencia. ¿Rubia, con ojos azules? ¡Hay tantas!

Mónica presenciaba, respetuosamente callada, la actitud pensativa de su amo; y al cabo de unos minutos, creyendo que estorbaba, se despidió:

-¿Tiene el señor algo que mandarme?

-Nada, Mónica, gracias.

-Que se mejore el señor. Nunca me han gustado ciertos papeles; porque lo que yo me digo: si no hubiera alcahuetas, no habría... de las otras. ¡Pero si yo pudiera traerle a usted mi vecinita!

-Abur, mujer.

-Quede con Dios el señor.

Marchóse la cocinera y, al quedarse solo el caballero, tornaron a entristecerle sus ideas. Todavía flotó un momento en su imaginación el fantasma indeterminado y vago de aquella pobre muchacha que, como él, acaso vivía consumida por las penas. Una chica guapa que trabajaba para comer. Ese debió de ser también el destino de Cristeta. La suerte lo quiso de otro modo. ¡La suerte, próspera para ella, contraria para él! ¿Quién le había de decir, años atrás, que por una mujer se vería en tal estado? Porque, no había que forjarse ilusiones, estaba enfermizo, inapetente, aburrido y enamorado de un imposible. La situación era desesperante. La verdad es que hoy el galán desdeñado no tiene más remedio que aguantarse. ¡Dichosos tiempos aquellos en que a un caballero era posible rodearse de allegados, deudos, parientes y escuderos, y sorprender palacio, asaltar castillo o violar convento para llevarse como en volandas a la mujer querida, así fuese dama, emperatriz o abadesa de las Huelgas! ¡Oh, miserables y menguados días modernos, en que cualquier juez protege a un egoísta y miserable marido!

A tales y tan disparatados pensamientos se entregaba, que si no enloquecía le faltaba poco. Aquella noche fue de las más crueles de su vida.

De repente, levantándose del sillón, donde había permanecido caviloso largo rato, dio unos paseos por el cuarto, miró con tristeza las pinturas, grabados y retratos de mujeres hermosas que ahora le parecían feas; contemplólo todo con amargura, como si estuviese resuelto a perderlo pronto de vista, y en seguida, sentándose ante la mesa de despacho, escribió la siguiente carta:

«Cristeta mía (y te llamo así por última vez). Me marcho de Madrid. Quisiera despedirme de ti, pero tú no lo consentirás y no me atrevo a suplicarte que nos veamos. Me has hecho muy desgraciado. No sabía yo que te quería tanto. Adiós, y si algún día crees que puede tener remedio el mal que has causado, llámame. Entonces sabrás lo que yo soy capaz de hacer por ti.

Tuyo,

JUAN.

Si consigo arreglar mis asuntos, me marcharé esta misma semana. Adiós por última vez.»




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Capítulo XXI


Del fin que tuvieron los desordenados amores de don Quintín y del principio de su cautividad



Vuela pensamiento y diles
a los ojos que más quiero
que hay dinero.

Esto, poco más o menos, pensó don Quintín, sin haber leído al gran Quevedo, cuando recibió los cincuenta duros que don Juan le enviara con pretexto de hacerle su representante, y en realidad por esperanza de convertirle en alcahuete.

Lo triste del caso fue que aquellos mil reales que el estanquero consideró como el primer filón de una mina quedaron reducidos a la triste condición de prólogo sin libro y preludio sin ópera.

He aquí cómo y por qué.

Tornar don Quintín los cincuenta pesos y correr a casa de Carola todo fue uno; treinta regaló a su querida, regiamente, de un golpe; con un billete de veinte, ocultándolo en el forro del hongo, se quedó él para satisfacción de atrasos y menudencias. Los seiscientos reales cayeron en manos de la corista igual que agua en criba, y no fue lo peor que los derrochara en cuatro días, sino que, engolosinada con tal esplendidez, llegó a sospechar si su amante habría descubierto modo de convertir los perros chicos en centenes.

Luego que hubo invertido la fabulosa cantidad en lazos, cosméticos, afeites y menjurjes, pidió más, exigiéndolo con tal imperio que don Quintín, de un lado sujeto al hechizo de su Circe, y de otro confiado en que tenía por banquero a don Juan, determinó ir a su casa y darle un fenomenal sablazo. Allí no fue Troya, pero fue la gallina de los huevos de oro.

Después de urdir en su pobre entendimiento una mentira burda, presentósele don Quintín diciéndole en sustancia que Cristeta se le mostraba cada día más entera y rebelde; pero que él había discurrido manera de amansarla y rendirla. Añadió que la muchacha se había entrampado por gastar en ropas y galas mucho más de lo que podía con arreglo a lo que su marido le enviaba, llegando a deber a una modista hasta dos mil reales, por lo cual él proponía a don Juan que éste le entregase dicha cantidad para que satisficiese en su nombre la cuenta pendiente, rasgo con que ella se ablandaría, demostrándolo en seguida aceptando cita o acudiendo a entrevista.

Don Juan, avisado como estaba por Cristeta, le oyó sin hacerle caso, comprendió que su amada era incapaz de dejarse influir por una cuenta de quinientas ni de quinientas mil pesetas y, poniendo cara de hereje a la petición, negó en redondo el dinero. Entonces don Quintín quiso alardear de franqueza, y le pidió lisa y desvergonzadamente cuarenta duros prestados a cuenta de sus futuras mensualidades como representante, con lo cual don Juan, persuadido de que Cristeta tenía razón al exigirle que no le diera un cuarto, también se los negó en pocas y desabridas palabras, sin alegar pretexto ni excusa. Tal hizo, primero por obediencia de amante, y segundo, porque si de algo se convence pronto el hombre es de que no debe dar.

De haberle prestado, tal vez se le apaciguase a don Quintín el odio que le profesaba; pero aquella descortés negativa recrudeció hasta lo indecible sus antiguos deseos de venganza.

«¡Habrá tío marrano -se decía-, que me da de almorzar vino agrio y patatas negras; me propone que le ayude a engatusar a mi pobre sobrina, que al fin es mi sobrina, y ahora me niega cuarenta miserables duros!»

Irritóle, sobre todo, la consideración de que ya no era una, sino dos, las conquistas que por su culpa se le malograron: antes la de Mariquita, y ahora la de Carola, pues indudablemente, apenas ésta le viese arruinado, le plantaría de patitas en la calle.

Y no era el suyo falso pesimismo ideológico, sino exacto conocimiento de la realidad.

Carola, engolosinada por aquel fabuloso regalo de los treinta pesos, pidió más; el estanquero se deshizo en promesas, dio largas, rogó plazos, tomóse prórrogas, pasaron muchos días, no llevó un cuarto, y la corista fue trocándose rápidamente de jamona complaciente y lúbrica en arpía exigente y pedigüeña. Más de una semana transcurrió sin que don Quintín la convidase a cenar, hasta que aquel día infausto del sablazo frustrado se presentó en su casa llevándole por todo regalo un cuarterón de butifarra y siendo recibido con tal desabrimiento que pudo conjeturar cercano el fin de sus placeres. En vano quiso mostrarse dulce y apasionado. ¿Qué ternura ni qué vehemencia pueden amansar a una pantera? Carola, que necesitaba dinero, rechazó el embutido de don Quintín, alardeando de burlona, coqueta y desesperante.

Días atrás le había pedido con qué comprarse un abrigo adornado, según dijo el tendero, con piel de marta cibelina, que sería nutria de alero, y don Quintín, ¡tacañería insufrible!, demoró el regalo, así que la presentación de la butifarra fue considerada como un insulto.

-Guárdatela -le dijo- para la desdentada de tu mujer, que se contentará con eso.

-Vidita, no he podido más y cálmate, que mi señora no tiene nada que ver en nuestras diferencias.

-¡Qué difiriencias, si siempre es lo mismo; yo pedir y tú negar!

-Ya lucirán días mejores.

-Pues entonces vienes, galán.

-Vamos, fierecilla, no seas tan brava, que tu Quintín es capaz de vender el alma al diablo por complacerte.

-¡Buena venta nos dé Dios! Por lo visto el demonio no da más que para butifarra, y esa poca y pasada.

La sonrisa con que Carola subrayó esta frase fue un modelo de canallesco desgarro.

Don Quintín, para desarmarla, quiso darle un beso; pero ella le apartó de un codazo, gritando:

-No estoy de humor, agüelo; esta tarde no quiero babas.

-¡Carola!

-Lo dicho. ¿Te parece ni medio decente que una mujer que te da su cuerpecito haiga de estarse siempre pidiendo como chico goloso? Tú quieres mucho mimo por poco trigo. No podemos seguir así. Me das para vivir con decoro o despejas la plaza.

-Ya te doy cuanto puedo..., todo lo que puedo.

-Pues en vez de esas roñoserías es preciso que me pases una cosa fija cada mes, como hacen todos los caballeros. Pero, ¡qué sabes tú de caballero! Vergüenza debía darte tenerme así. Vamos a ver: ¿cuándo me pones un cuarto como Dios manda?

Esta especie de invocación a hombres que ponen casa a la querida, dejó muy caviloso a don Quintín, haciéndole discurrir amargamente sobre las injusticias sociales.

«¡Unos tanto y otros tan poco! -pensaba-. Hay quien está como yo y quien regala a la querida caballos rusos, y quien, como ese maldito, amuebla casa para una sola cita... No ha puesto más que un gabinete; pero para el caso es igual.»

De este rápido hermanar en su imaginación la propia miseria con la riqueza del aborrecido don Juan, brotó en su lóbrego y envidioso pensamiento una llamarada de odio y venganza. La desgracia le hizo mal filósofo, y la mala filosofía le trastornó el seso.

Sin hacer caso de Carola, siguió monologueando tristemente:

«Sí..., esto se acaba... por culpa de ese tuno. Y podría reventarle de mil modos. Yo me quedo sin Carola, pero antes voy a darme el gustazo de gozarla a costa suya, en su propia casa... y además le hago romper con la otra. No está mal pensado. Llevo a Carola, hago que Cristeta lo sepa, con lo cual se creerá engañada y le deja compuesto y sin novia. La cosa tiene un peligro muy gordo: porque si luego se sabe la verdad, Cristeta se lo cuenta todo a Frasquita y ésta me saca los ojos. Además, lo que debo hacer no es apartarle de Cristeta, sino todo lo contrario. Anda, que se arreglen, que se casen si pueden, y ya se cansarán como me he cansado yo de mi mujer. ¡Si pudiera darle a su Cristeta para toda la vida! ¿Quiere conquistar a lo rico, sistema de llegar y besar el santo? Pues santo para in eternum. Como hubiese modo de casarlos, ya se vería él, andando el tiempo, con Cristeta hecha Frasquita: los ojos tiernos, la boca desdentada, los zapatitos coquetones convertidos en zapatillas de orillo, medias caseras de algodón azul, y en vez de ligas color de rosa, cinta balduque. ¡Si pudiera casarle! Hay que madurarlo. Ahora, por lo pronto, algo he de hacer con él..., ¡cochino!, y con esta pícara que se me va de entre las manos. ¡Un hombre que pone un gabinete como aquel para una cita nada más, y luego me niega cuarenta duros!... Lo salado sería que yo llevase allí a Carola, pero no para hacer una comedia, sino para pasar una tardecita de juerga en los muebles que él ha pagado. ¡Hay allí unos almohadones! ¡Buena broma llevar mi pájara al nido que él fabricó para la suya! La cosa es fácil, porque tengo la llave que me dio por si Cristeta quería ir... Nada, nada, que lo hago.»

Carola, viéndole tan largo rato callado y con la cabeza baja, e imaginando que su silencio y humildad eran implícita confusión y vergüenza por su carencia de recursos, comenzó a afirmarse en la idea de que aquel hombre no tenía un cuarto, y discurrió que pues no le servía ni de pagano ni para capricho, lo mejor era darle pasaporte. Por lo cual, deseosa de exasperarle y provocar la ruptura definitiva, le dijo con gran sorna:

-¿Estás pensando en comprarme la Casa de la Moneda?

Don Quintín, seducido por aquella idea de sabrosa venganza, miró a su querida, gozándose de antemano en la sorpresa que había de causarle y, tras larga pausa, habló tranquilo y sonriente:

-¡Parece mentira qué repoquísimo olfato tenéis las hembras! Vengo a darte la gran prueba de que siempre estoy pensando en ti, y me recibes con cara de vinagre.

-¿Qué me traes?

-Hoy, nada; pero mañana...

-Habla clarito...

-Sabrás, pichona -repuso él urdiendo la más enmarañada trama de cosas verdaderas y falsas-, has de saber, monina, que un señor, amigo mío, toma el teatro de las Musas para este año, y me ha nombrado su representante. Como comprenderás, no han de faltarte dos duritos diarios, por supuesto, sin obligación de ir a ensayo más que cuando te dé la gana.

-¿De verdad?

-Lo que oyes. Un tío muy rico, con vocación de caballo blanco.

-He conocido muchos.

-Como la perdida de mi sobrina fue del teatro, y yo andaba metido siempre entre bastidores, ese señor cree que yo debo saber algo de tales negocios... Yo le he dicho a todo que sí. Tú me pondrás al corriente de ciertas cosas. Lo principal es que nos ponemos las botas..., y mientras dura... vida y dulzura.

-Te azvierto que yo no vuelvo al coro... Quiero ser parte, y tres duros.

-Todo se andará, Y escucha, prenda, que el bien y el mal nunca vienen solos. Lo que tiene gracia es que ese caballero está liado con una señora de alto copete, condesa creo que es, y para verse con seguridad han puesto un cuartito..., ¡vaya un gabinete!, donde tienen sus citas.

-¿Y nosotros qué sacamos con eso?

-Ahora lo verás. Te digo que es un gabinete como una caja de dulces: ¡con un lujo! Pero como ella es casada no van allí más que con grandes precauciones... Bueno, pues nos ha venido Dios a ver.

-¿Por qué?

-Como yo antes salía poco de casa y ahora siempre falto de ella porque estoy aquí contigo, mi mujer anda loca de puro escamada; tanto, que me ha mandado seguir por un chico que afortunadamente me lo ha dicho, y callará. Pero estamos amenazados de que el mejor día haga Frasquita averiguaciones, se plante aquí y nos arme la escandalera del siglo.

-Eso será lo que tase un sastre, porque si viene, del primer trastazo la dejo perniquebrá.

-Tú no eres capaz de hacer tal cosa, porque, al fin y al cabo, se trata de mi señora.

-Te azvierto que de tres patás la espampirolo y te quedas más viudo que el marido de una difunta.

-Cálmate. No llegará el caso de que nos pesque, porque vamos a curarnos en salud.

-¿Tapujos?

-No, hija, sino la gran comodidad para pasar unas horitas como unos marqueses, sin que lo sepa nadie. ¡Verás qué gabinete! Nos citamos, entramos con cinco minutos de diferencia: yo primero, tú en seguida, y al salir lo mismo. Cuando veas el cuarto, querrás quedarte allí.

-¿Puesto con lujo?

-Así quisiera yo arreglarte uno... y ¡quién sabe! Mira, tengo la esperanza de que ese señor, por lo que me ha contado, en cuanto pueda rompe con la dama, la deja plantada y... yo veré cómo me las ingenio, pero malo será que no discurramos modo de quedarnos con alfombras, espejos, muebles: en fin, todo. ¿Y para quién será, rica del alma?

-Eso es vender la piel del lobo antes de haberlo matao. Por ahora, lo que tú tienes es un miedo atroz a la fantasma de tu mujer.

-No es miedo; pero no quiero que pudiendo evitarlo nos den una desazón en tonto. ¿Y dónde me dejas el tratarnos a cuerpo de rey? Chica, ¡qué cuarto! Hay un sofá retorcido para sentarse dos y comerse a besos... Nada más que mirarlo da vergüenza.

-Lo que dará serán ganas de sentarse.

-Anda, paloma, ¿vendrás?

-Me se figura un disparate. De aquí nadie puede echarnos..., y de allí, ¡sabe Dios!

-Por ir una tarde, tomarnos allí media librita de jamón y unas copitas, y tirarte yo cuatro bocados, no perdemos nada. Tengo la llave; mi amigo no va nunca sin que yo lo sepa. Pasado mañana está citado con la condesa; de modo que mañana tenemos por nuestra toda la tarde. ¿Querrás, gachona?

Por fin consintió y se citaron.

-Bueno; pues mañana, a las tres, sin falta. Belén, 78, entresuelo; allí estaré para recibirte.

-Te prometo que no faltaré.

-Adiós, reina.

-Abur, capitalista.

Movida por la curiosidad y espoleada por su instinto de mujer perdida, aceptó Carola la proposición; pero lo que más inclinó su ánimo fue aquella remota posibilidad de que llegasen a ser suyos los muebles a que se refirió el vejete. Si no había mentido, y cuenta que el caso, por lo vulgar, parecía verosímil, no era soñar con lo imposible, El caballero que alquila un cuarto donde recibir a una casada, puede necesitar la ayuda de otro hombre para mil cosas en que el secreto es necesario, como hablar al administrador, firmar recibo, comprar trastos, pagar cuentas, etc., etc., y puede luego tronar con la conquista y, por último, decir a su complaciente auxiliar que se quede con los muebles, que él no sabe dónde guardar, o acaso se le hayan hecho aborrecibles por el recuerdo de quien se los hizo pagar. No dijo, pues, don Quintín ninguna majadería cuando admitió la posibilidad de que aquellos primores de que se componía el gabinete pasaran, andando, y tal vez volando el tiempo, a manos de Carola, quien se alegró tanto con esta esperanza que siguió largo rato acariciándola, y aun ideando traza con que anticiparla.

Pero luego el mucho pensar, como sucede siempre, enturbió su alegría, porque de la reflexión nacieron la duda y el desasosiego. ¿Quiénes serían el caballero y la dama que tan misteriosamente se amaban? ¿No podía suceder también que don Quintín fuese rico y buscara medio de evitar mayores gastos, atribuyendo al capricho de otro lo que él fraguase para su seguridad y regalo? Su proceder autorizaba las sospechas: le había dado dinero con gran desigualdad de plazos y desproporción de cantidades; sus regalos fueron muy rogados o imprevistos; sus intermitencias y variaciones tenían marcado tinte de tacañería. Aquel caballero, ¿sería él? ¿Tendría mucho dinero, o tal vez fuese todo una broma grosera, una venganza por las pasadas esquiveces y amenazas de mandarle noramala? ¿Y si el estanquero tuviese gato? ¡Buena torpeza estaría el tratarle despreciativamente, pudiendo, con maña, sacarle el oro y el moro!

¿Habría en realidad otro caballero? Aquello del teatro..., salir del coro..., ser parte..., dos o tres duros..., los muebles...

¡Era cosa de volverse loca! ¿Y si todo fuera embustería de don Quintín, que tratase de llevarla a una indecente casa de citas por miedo a su mujer?

Resuelta a salir de dudas, aquella misma tarde se lió en un mantón, púsose un pañuelo de seda a la cabeza y en tan chulesco atavío, que era como mejor estaba, se fue al núm. 78 de la calle de Belén, apenas cerró la noche.

Cinco minutos después, según suele acontecer entre gente de poco más o menos, estaba en amigable diálogo con la portera. ¿Cómo se las arregló? Ideando una de esas mentiras mujeriles que de puro sencillas se confunden con la verdad. El diálogo fue del modo siguiente:

-Diga usted, señora -preguntó muy arrebujada en el mantón-, ¿m'hace usted el orsequio de decirme si es cierto que hay aquí un sotabanco desarquilao?

-No lo hay.

-Pos me lo habían asegurao.

-Pos l'han engañao a ustez.

-Me lo ha dicho una compañera, que trabajamos ella y yo en ca el tapicero que ha traído muebles al entresuelo, pa ese señor que ha puesto el cuarto.

No fue necesario más. La portera, que había visto alquilar el piso, ignorando el objeto, traer los muebles sin saber de dónde, y quedar luego la casa cerrada, ardía en deseos de aclarar el enigma: de suerte que, al oír a Carola, quien por su astucia parecía enterada de algo, en seguida entró en conversación con ella.

-Pues esa oficiala, compañera mía -hablaba Carola- me ha dicho que por los chicos que trajeron los muebles sabe que hay un sotabanco de cincuenta riales.

-No hay tal; son guardillas trasteras de los enquilinos..., buenas familias. -Y fue enumerando cuanta gente había en la casa, hasta llegar al cuarto entresuelo.

-Sí, al señor del entresuelo le conozgo yo: es alto, flaco, viejo, de bigote recio -dijo Carola detallando las señas de don Quintín.

La portera comenzó a negar moviendo la cabeza.

-¿Cómo que no?

-Como que no; ese caballero anciano que usted dice, y que también ha venido por aquí, debe de ser el mayordomo u cosa tal, de otro más joven, que es quien ha puesto el cuarto.... por cierto que ahora lo quita.

-¡Cómo que lo quita!

-Quitándolo y llevándose los trastos. Ya me olí yo que se trataba de una trapisonda, vamos, de un señor arrimao con una señora. Verá usted: primero vino el joven y tomó el cuarto, luego volvió con el viejo ese que usted dice, que le trataba al joven con mucho miramiento, dejándole pasar siempre por delante...; no, amigos no son, más parecen amo y mayordomo. El joven le dio una de las dos yaves para que golviese a inspecionar; pero crea usted que, según les he visto yo de hablar, uno manda y otro calla y obedece.

-¿Y no ha venido nadie más?

-Nadie. Y ya va pa cinco semanas que trajeron los muebles. Indudablemente esto era con ojebto de traer una mujer casá y luego se les habrá torcío el carro, ú pa una de esas ofecinas que dan timos. En fin, la última vez que estuvieron los dos, el joven le dijo al viejo aquí en el portal: «no importa nada; total, un trimestre de alquiler y los muebles, que como son pocos y buenos no estorban; la semana que viene me los llevaré a mi casa y servirán para renovar el gabinete..., o por si algún día me caso.»

Carola, rabiosa y despechada, pero disimulando el enojo, preguntó:

-¿De modo que el viejo es un lacayón alcahuete, cochino?

-No digo tanto; pero me malicio que hacen de él repoquísimo caso; vamos, es un criado antiguo de esos que hay en las casas grandes.

Carola sabía cuanto deseaba. Todo quedó explicado. Don Quintín estaba sirviendo de aquello que dijo la portera al caballero de los muebles, luego éste dispondría que le llevasen los trastos a su casa, y sobre tal fundamento se le ocurrió al viejo la idea de engatusarla con esperanzas. Resumen: el estanquero era un imbécil chocho, sin una peseta y además lioso y trapalón que, viéndose amenazado de calabazas, pretendía ganar tiempo... y tener querida de balde. Se puso furiosa. Aquel hombre de quien, por lo menos esperó el cuarto pagado, algún vestido, cenas y chucherías, era un farsante tronado, ganguero, sinvergüenza. Tuvo ahorrillos, se los gastó, y aquí paz y después gloria. En una palabra: no era proporción para conservada, ni había que esperar de él cosa buena. «Lo mejor -se decía Carola- es despedirle pronto, cuanto antes, de modo que no volvamos a vernos, lo cual que hay que armarle un tiberio mu gordo. Los muebles..., vaya una guasa..., me la tié que pagar. Demasiado sabía que no habían de ser para él. ¡Marranote! ¿Cómo haría yo para que me dejase en paz? Lo seguro es que lo sepa su mujer y lo mate de un sofocón.»

Siguió muy cavilosa andando hacia su calle, y poco antes de llegar, como quien acaba de adoptar una resolución, entró en una lonja de ultramarinos, donde compró un pliego de papel y un sobre.

«Es lo mejor -pensaba-, una marimorena espantosa, y se acabó.»

Su plan era canallesco, pero terrible y de seguro resultado. Llegó a su casa, buscó una pluma, un resto de tinta clarucha que tenía en una jícara y, desfigurando la letra, escribió en el papel recién comprado las siguientes palabras:

«Doña Frasquita, si quiere ustez saber lo que es el pérdis de su marido, baya ustez mañana a las cuatro y media, calle de Belén, 78, piso entresuelo, que allí estará él con una bribona (esta palabra la tachó y luego la volvió a poner) que es la que te tié esmirriao y le saca los cuartos, y a plique ustez remedio porque es una mala vergüenza, y se lo avisa quien bien la quiere, y rascarse agüela.»

Escrito el anónimo, puso el sobre a doña Frasquita, y llamando a un muchacho de la vecindad, de quien podía fiarse, le dijo:

-Vas al estanco que hay a lo último de la calle de la Pingarrona, preguntas por esta señora, la entregas la carta en propia mano, teniendo cuidado de que esté sola, y en seguida aprietas a correr.

***

A las tres y media de la tarde siguiente llegaba don Quintín a la casa de la calle de Belén.

-Dentro de un rato -advirtió a la portera-, vendrá una señora; no necesita usted preguntarle a qué cuarto sube.

-Corriente -repuso ella, pensando para su capote-: «ya pareció el peine.»

Luego que don Quintín se quedó solo en el gabinete, sacó de bajo la capa una botella de Jerez barato y tres o cuatro paquetes: en uno traía jamón en dulce, en otro pasteles y aceitunas, en el último y más voluminoso, una rosca para Carola, que tenía buenos dientes, y para él un panecillo bajo, todo miga. En seguida salió para pedir a la portera un vaso, uno solo; pues, sin haber leído a Béranger, sabía que los amantes deben beber en la misma copa: y tornando a encerrarse, encendió la chimenea, y paseo arriba, paseo abajo por el corredor, esperó.

«¡Ah, infame don Juan; empiezas a pagármelas! ¿Conque muebles, alfombras, almohadas, sedas, palitroques dorados y silla en forma de ocho para traer a mi sobrina? ¿Pues ahora verás! Tú lo gastas y yo lo aprovecho. Y si puedo, te caso. ¿Cómo? Todavía no lo sé, pero ya veremos.»

Estas y análogas majaderías se repetía mentalmente por vigésima vez, cuando sintiendo pasos tras la puerta de la escalera, abrió antes que llamasen. No se había equivocado: era Carola, que acababa de pasar de largo sin corresponder al saludo porteril.

El estanquero recibió a su amada con un largo beso. Luego ella, con miradas displicentes y poniendo a todo reparos, como quien sabe que aquello no ha de ser jamás suyo, inspeccionó el gabinete. Sin embargo, en su interior, quedó maravillada y envidiosa.

Nunca había visto muebles tan ricos. Eran pocos, pero elegantísimos. Dos butacas de raso entre azulado y ceniciento, con flecos de borlitas y madroños multicolores y brillantes; en la pared, un magnífico espejo con ancho marco de dorada hojarasca; en el centro, un veladorcito de ónix y bronce, sobre el cual había una canastilla de porcelana de Sèvres, llena de las flores, ya marchitas, que llevó don Juan el primer día; ante la chimenea encendida, la famosa doble silla en forma de S, y en el suelo, para que la esperada beldad pusiese los lindos piececitos, dos grandes almohadones de seda oscura, que destacaban sobre la alfombra casi blanca cuajada de rosas amarillentas.

Carola, pensando que todo aquello pudo ser y no sería jamás suyo, lo contempló despreciativamente, escupió sin mirar dónde, y encarándose con don Quintín, dijo con gran sorna:

-Este es lujo para mujeres malas. Oye, galán, ¿y que has traído en esos papeles?

Deshizo él los paquetes, destapó la botella, y extendiendo la mano, repuso triunfalmente:

-Mira.

-¡Vaya una merienda para un cuarto como éste! ¿No te da vergüenza? ¿Cuándo me llevas estos trastos a casa?

-Veremos...

-Dijo el ciego, y nunca vio.

-Rica, dame un beso, y toma un bocadito de estas golosinas.

Carola, dejándole con la palabra en la boca, recorrió las demás habitaciones en que no había muebles, y volvió al gabinete diciendo con desapudorada malicia:

-Chico, ¿sabes que aquí falta un mueble muy importante?: aquel que se nos desvencijó a nosotros, ¿u es que el caballero amigo tuyo trata a la señora como santo de barro, que se mira y no se toca?

-Déjate de eso, y pensemos en nosotros.

-¡Mira, mira qué cortinas!

-Siéntate en esa butaca, y yo a tus pies, en ese almohadón como un perrito; luego nos iremos a tu casa.

-Salimos acaloraos y nos da un aire...

-Otra cosa mejor; ven a esa silla que parece un ocho, y te doy ocho mil besos.

-No, chico: los besos son como las aceitunas: que abren el apetito, y tenemos que largarnos pronto.

El envidioso asombro que aquellos muebles le inspiraban, se traducía en movimientos nerviosos y gestos desabridos; desparramaba las miradas por la estancia, y en seguida se le contraían los labios y se le dilataban las ventanas de la nariz. ¿No era una desesperación que andando por el mundo hombres capaces de gastarse aquello, hubiese mujeres como ella que, aun siendo pródigas de su cuerpo, tenían que vivir entre hambre y remiendo? De repente, clavando los ojos en don Quintín, lanzó sobre el pobre vejete toda la envidia acumulada en sus cuarenta y muchos años de deslices, caídas por capricho y complacencias cobradas muy barato para poder vivir. ¿No era irritante que algunas compañeras suyas hubiesen hallado imbéciles que de buenas a primeras les pusieron coche, y ella, con haber rodado tanto, viera llegar la vejez sin pan y sin lumbre? Unas cuanto más se venden, más caras valen, y otras... Se acordó del anónimo y comenzó a desasosegarse. Doña Frasquita lo habría recibido la víspera al anochecer... No tardaría en llegar. El escándalo iba a ser mayúsculo, pero así acababa todo de una vez. ¿Qué podía esperar del vejestorio? Ni dinero ni placer. Nada. Si fuese un señor rico como el que había pagado todo aquello... La suntuosidad de la estancia le inspiró envidia, y la envidia amargura, porque la más abominable de las pasiones torpes lleva en sí propia su castigo.

Don Quintín se mostraba resplandeciente de alegría. Las sedas, los rasos, la grata comodidad de los muebles, cuyas curvas incitaban a la voluptuosidad, la satisfacción de aprovecharlo todo, siendo ajeno, y la presencia de aquella mujer, que aunque ordinaria parecía una figura de Rubens, le tenían extático, suspenso el espíritu y alborotados los sentidos. A ratos se acordaba de don Juan, imaginando que la jugarreta tenía muchísima gracia; y cada vez que al recostarse se hundían, bajo su peso, los muelles de las butacas, creía sentarse sobre la propia dignidad de su enemigo.

Alardeando de fino, colocó los almohadones ante la chimenea, y dijo a Carola:

-Anda, gachona, ven y siéntate aquí conmigo, en el suelo, como los moros; nos calentaremos los pies, que estoy hecho un sorbete.

-Burro, ¡mira que tener frío junto a mí! -Y en seguida, con pérfida premeditación, añadió-: ¡Vaya una fogata que has armao!... Me ahogo... yo me quito la esclavina, y si quieres creerme, desabotónate el chaleco, que luego, en la calle, te hielas.

Dicho lo cual, se desabrochó el cuerpo del vestido enseñando la chambra y el nacimiento del pecho, para que quien les sorprendiese supusiera que estaban entregados a impuras y culpables caricias.

Don Quintín se desabrochó también el chaleco, mostrando la pechera de la camisa. Después, alargando una mano, según estaba sentado, cogió de sobre el velador la botella de Jerez, hizo que Carola empinase, y en seguida pretendió que, con los labios húmedos, le besara.

-¿No te dan gusto este vinillo y ese fuego tan cariñoso?

-¡Vaya un hombre, que tié al lado una mujer y se pone en cuclillas junto a la chimenea!

-¿Qué te parece el cuartito? ¡Mira que si pudiéramos quedarnos, es decir, quedarte con todo esto!

De repente, sonó un campanillazo. Don Quintín tembló de miedo, como los convidados de Tenorio al oír el aldabonazo del Comendador. Carola se dijo: «a lo hecho, pecho.»

Ambos guardaron medroso silencio.

Siguió un segundo campanillazo, y entonces dijo él:

-Nosotros no abrimos: ya se cansarán.

-Panoli, ¿tienes miedo? Yo iré, que a mí no me conocerán, y diré que no hay nadie.

Adivinando lo que había de suceder, se puso el mantón, cogió disimuladamente el velo para estar dispuesta a la fuga, y se dirigió hacia el pasillo.

Transcurrió un minuto; aún rechinaban los goznes de la puerta, cuando don Quintín oyó el timbre de una voz que le dejó trémulo de espanto; apenas sus labios acertaron a balbucear un nombre:

-¡¡Es Frasquita!!

También sonó la voz de Carola:

-Buena mujer -decía-, aquí no vive ese señor.

-¡Ya lo sé, ya lo sé! -repetía la voz espantable-; pero ahí dentro está; ¡déjeme usted pasar!

-¿Es usted su criada?

-¡Es mi marido!

Carola, fingiendo tremenda ira, comenzó a gritar:

-¿Marido? Embustera, vieja, estantigua, si lo que paece usted es la estampa de las cuarenta horas.

Y vuelto el rostro hacia dentro, añadió:

-Quintinito, hijo, mono, sal y pega un empellón a esta fiera.

Al mismo tiempo retrocedió con malicia por el pasillo, dejando avanzar a la exasperada Frasquita, que al fin penetró en el gabinete, desencajada y colérica.

Era alta, flaca, barbipeluda, huesosa, sin pecho, recta de caderas; la figura espantable, los ademanes ridículamente trágicos. Venía toda vestida de oscuro, con largo velo a la cabeza, de suerte que, por su traje y catadura, parecía una de aquellas entre brujas y dueñas calderonianas que hace doscientos años servían para arredrar galanes, vigilar mozas y asustar chiquillos.

En el instante de pisar ella el gabinete, don Quintín estaba tumbado ante la chimenea, con la cabeza reclinada en un almohadón, desabrochado el chaleco y sujetando en una mano la botella de Jerez medio vacía.

Verle Frasquita y abalanzarse a él, todo fue uno.

-Canalla, indecente, sucio, vicioso, ¿en esto te gastas el dinero? ¿Quién es esa tía?

El pobre hombre se quedó como muerto. Carola, afinando su astuta perversidad, se había desabotonado por completo el cuerpo del vestido, deslazándose, además, la cinta de las enaguas, como si tuviera la ropa en tal desorden antes que llegara Frasquita, y al mismo tiempo, encarándose con ella, decía:

-¿Pero es usted su mujer? ¡Jesús, qué antigua! Diga usted, señora, ¿qué sucedió el Dos de Mayo? Oye, Quintín, ahora te digo, que haces bien en buscar carne fresca fuera de casa, porque tu parienta está mojama. Anda, calzonazos, échala o me marcho.

Frasquita, espantada de tales improperios y aturdida por la estúpida pasividad de su esposo, dudó un momento entre arañar al infiel o agarrarse con la desvergonzada manceba; por fin, temerosa de que ésta la maltratase, se arrancó contra el estanquero, y a pellizcos y tirones de pelos, le levantó del suelo, vociferando:

-¡Despídela, pégala, quiero que la mates!, ustez, mala mujer, ladrona de hombres, ¡fuera de aquí!

Quintín continuaba mudo. Tenía la seguridad de que la menor imprudencia de sus labios contra Carola empeoraría la situación, y con su mujer tampoco se atrevía.

-¿Qué hacíais? -preguntó Frasquita, clavando los ojos en el desnudo pecho de la corista pecadora.

Carola miraba socarronamente al estanquero, diciéndole con retintín:

-¿Y es esto lo que usas pa diario? Elige pronto: la bruja o yo...; pero luego no me vengas a casa babeando.

-¡Cállese usted, so chupacharcos! -gritó Frasquita, lívida de puro encorajada.

-¿Escuchas? Ya te lo había yo anunciao, que no tendrías hígados pa decir a esta vieja en su cara lo que a mí me dices cuando tú sabes... Adiós, hombre, adiós, y que seáis felices. ¡Bueno te vas a poner de huesos! ¡Mia que se podían sacar hormillas de esta buena señora! -Y dirigiéndose a la esposa ofendida, añadió-: Guárdelo usted como oro en paño, que todavía pueden ustés tener familia. En esto ha parao tanta monería, que parecías un perrito faldero -dijo-, y salió lentamente por el pasillo, mientras Frasquita, temblona de pura rabia, continuaba dando a don Quintín pechugones, arañazos, pellizcos, tirones de pelo y, lo que era peor, dirigiéndole un interrogatorio, cuya entonación y preguntas auguraban la más espantable venganza.

-¿Por qué estaba contigo?¿Cuánto tiempo hace que os habláis? ¿Quién es? ¿Quién ha pagado todo esto? Gorrinos, ¿por qué estabais desabrochados? ¿De dónde sacas el dinero?

No pudo más. El sofoco había llegado a su límite; zumbáronle los oídos, tambaleóse y dio con su cuerpo sobre aquellos mismos almohadones que Quintín dispuso para distinto empleo.

Al cabo de un rato, tras mucho rociarle su marido el rostro con Jerez, volvió en sí; pero enteramente transformada. Ya no era la arpía que araña, ni la euménide que desgarra, sino una terrible y serena parca que, extendiendo trágicamente el brazo hacia la puerta, dijo en olímpico reposo:

-Señor mío, vámonos; en casita ajustaremos cuentas.

Después enmudeció, como si se hubiese tragado la lengua. No hubo medio de que rompiese aquel mutismo pavoroso. Salieron, pasaron calles y plazas; él, cabizbajo y anonadado, delante; ella, implacable y rencorosa, detrás; ambos medio muertos, uno de miedo y otro de coraje, hasta llegar a la calle de la Pingarrona.

Al entrar en el estanco, Frasquita, solemne y triunfadora, levantó la trampilla del mostrador, y dejando paso a Quintín, al par que le señalaba la silla puesta junto al brasero, en la trastienda, dijo con voz reposada y grave:

-Viciosote; usted, que siempre estaba en casa, flojo y alicaído, como bandera en día sin viento, ¿salía a presumir fuera? ¡Ya te daré yo querindangas! ¡Cochino! ¡Mientras yo viva, no saldrás a la calle más que conmigo!

La escuchó atónito, dejó escapar un suspiro de galeote recién sujeto al banco, y tendió la vista por la oscura mansión estanqueril, como debió de hacer, al verse abandonado de sus verdugos, aquel príncipe faraónico a quien sepultaron vivo en las entrañas de la gran pirámide.

Tal fin tuvieron los desórdenes quintinescos, y es fama en el barrio que jamás ha vuelto el pobre viejo a salir solo.

Bien dice el Ecclesiastes: «Cada cosa tiene su tiempo y sazón, y es mucha la aflicción del hombre».




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Capítulo XXII


El delirio


Pocas horas después de enviar don Juan a Cristeta su romántica y desesperada carta de despedida, recibió de ella un papelito que traía estas palabras escritas con mano temblorosa:

«Juan: Oy mismo a las once de la noche te espero en la plaza de oriente frente a la puerta de Palacio, y si no estás decidido a todo no bayas.

Cristeta.»

***

Don Juan, de hongo y capa, impaciente y nervioso, aguarda en el sitio y hora que le marcaron.

En un reloj cercano da el cuarto para las once. Del Guadarrama, y haciendo escala en la Punta del Diamante y la Garita del Diablo, viene un norte sutil y helado que traspasa los tuétanos. Los enormes y desnarigados reyes de piedra que rodean el jardinillo, surgen de entre los árboles como grandes espectros blancos. Las llamas del gas se agitan en sus fanales de vidrio, proyectando sombras temblorosas en el suelo húmedo y barroso. No pasa casi nadie: sólo se oye de rato en rato la sorda trepidación del tranvía y continuamente el rápido y corto pasear de los centinelas de Palacio.

Don Juan, que comienza a malhumorarse, lanza sin cesar miradas hacia el sitio donde arranca el Viaducto de la calle de Segovia, cuando repentinamente, de entre la negrura del ambiente, surge un bulto de mujer, a quien delatan su airosidad y gallardía. Viene modestísimamente vestida con traje oscuro, mantón, y toquilla de estambre blanco a la cabeza. Don Juan cree asistir a la resurrección de su antigua Cristeta, la que salía del teatro en su primera época de comedianta pobre. No se ha equivocado; ella es.

-Dame el brazo -le dice en voz baja y acercándose.

Cristeta obedece, y el galán, al rozar el cuerpo de su amada, siente algo parecido al latigazo de una descarga eléctrica. La mujer tiembla pudorosamente, pero sin medrosa hipocresía.

-Cristeta de mi alma, ¿qué es esto?, ¿te has decidido? ¡No me engañes, que me moriría de pena!

-No hay momento que perder, quiero volverme pronto.

-Habla, vida mía. Todo lo que quieras, menos que yo viva sin ti.

-Juan..., estamos locos.

-Dime que me quieres y me dejo matar.

Sus voces languidecían; sus cuerpos, poseídos de atracción mutua e imperiosa, se juntaban como dos hojas de árbol que el viento agita. Acortaron el paso. Juan, deseoso de prolongar aquella emoción paradisíaca, exclamó sin tener en cuenta el intenso frío:

-¡Qué hermosa noche! ¡Cristeta, ya eres mía!

-Espera -dijo ella-; antes tienes que oírme. Se trata de nuestro porvenir... Toda la vida. ¡Piensa lo que haces!

-Te juro que te quiero como no he querido a nadie. Ahora dispón lo que se te antoje.

Miróle ella con inefable ternura, adhiriéndose a su brazo como planta endeble que ha menester apoyo, y murmuró:

-¿Qué será de mí? ¿Me quieres de veras?

La respuesta fue un delicioso apretujón por bajo de la capa, y al mismo tiempo una mirada en que iba envuelta la promesa de la felicidad.

-Pues bien, Juan, no puedo luchar más; soy tuya..., haz lo que quieras; manda, llévame donde quieras.

-No: mandar tú, obedecer yo.

-¿Me abandonarás otra vez?

Don Juan aflojó el embozo, y subiendo hasta sus labios la mano de Cristeta, se la besó con más fervor que si la tocara por vez primera, diciendo al mismo tiempo:

-Traigo dinero de sobra; vengo dispuesto a todo...

-Por ahora, paciencia -continuó ella-, tengo que irme en seguida; pero... pocas horas faltan. Mañana a las dos de la tarde ven a mi casa. ¿Entiendes? Quiero que vengas a buscarme y quiero salir de mi casa contigo, a la luz del sol..., iremos donde quieras... para siempre. ¿Comprendes? ¡Toda la vida! ¿Querrás? Pero te advierto que jamás volveré a mi casa ni a soportar a ningún hombre que no seas tú. Tuya, y nada más que tuya...

-Te juro -interrumpió él con acento solemne-, que nunca te abandonaré..., y si algún día eres libre..., en fin, ya hablaremos.

Pretendió ir por la calle de Bailén abajo para prolongar el paseo, mas Cristeta le hizo volver.

-Vámonos, tengo prisa -decía-; acompáñame hasta pasado el Viaducto.

-Como quieras; pero ¿te arrepentirás de lo dicho?

Anduvieron largo trecho silenciosos: al pasar sobre el puente de hierro, mirando por bajo la pavorosa negrura del abismo, se les ocurrió a los dos una idea espantosa. ¿Fue natural romanticismo de sus almas, o resultado de la exaltación de sus espíritus? ¡Quién sabe! Lo cierto es que ambos temblaron, y al temblar se pegaron uno a otro.

Cerca de la calle de Don Pedro, dijo Cristeta:

-Vete desde aquí. Hasta mañana. ¿Sabes el número?

Entonces ella, deteniéndose bajo una farola para ser bien vista, fijó en don Juan sus hermosísimos ojos; y oprimiéndole las manos en señal de despedida, repitió:

-Toda la noche, te queda toda la noche; ¡piénsalo bien! ¿Verdad que serás bueno conmigo? Y ya lo sabes, es para toda la vida, porque yo no soy capaz más que de resoluciones extremas.

Dicho lo cual, desasiéndose de él y dejándole confuso en medio de la acera, se alejó precipitadamente hasta entrar en el anchuroso portal de la casa donde vivía.

Don Juan pasó de largo, miró con disimulo, y después de verla torcer hacia el arranque de la escalera, apretó el paso. Luego, dando rodeos para no encontrarse con nadie, se fue a su casa, impaciente por saborear a solas la realización de su esperanza.

Encerróse en el despacho, abrió el cajoncito más recóndito de su mesa, y fue reuniendo y apuntando todo el dinero que tenía: sesenta y tantos duros en plata, unas cuantas monedas de oro y ocho mil pesetas en billetes. Además, de su último viaje a Francia le quedaban diecisiete luises y dos o tres billetes de cien francos. Total, dinero sobrado para llegar a cualquier parte. Después, a modo de novio en víspera de boda, quemó en la chimenea varios retratos y un puñado de cartas, y, por último, llamó a Benigno, quien oyó con verdadero asombro estas palabras:

-Mañana temprano me pones encima de esa butaca un traje gris, de americana, la manta de viaje con las correas, una gorra y el gabán de pieles. Prepara un maletín con los avíos de tocador y ropa interior; nada de frac, ropa de etiqueta, ninguna. Saldré en cuanto almuerce; puede que vuelva acompañado... y entonces ya te daré órdenes; pero lo probable es que no vuelva. Si te envío recado, llevarás el maletín donde te mande, y hasta que recibas noticias mías, mucho cuidado con la casa, y cuando te escriba harás lo que te indique al pie de la letra. ¿Te has enterado?

-De todo, señor.

-Ya lo sabes. No te muevas de aquí hasta que recibas orden por escrito; puede que vuelva..., no lo sé, y puede que te mande cerrar la casa y venir donde yo esté.

-Comprendido, señor.

-Pues ahora déjame.

Al quedarse solo volvió a contar el dinero, y al cabo de una hora se acostó. Estaba tranquilo, con esa falsa serenidad propia de quien, tras desearlo mucho, adopta una resolución muy grave.

Tardó largo rato en conciliar el sueño. Su imaginación vagaba desvariando de unas ideas a otras, como si el razonamiento fuese incapaz de sujetarlas. Quería pensar despacio, aquilatar la trascendencia de su propósito, traer a juicio su pasado, considerar lo presente..., adivinar lo porvenir... Inútil empeño.

La fantasía, estimulándose más cada instante, quedaba triunfante del raciocinio. Compromisos, obligaciones, conflictos, luchas, catástrofes, todo lo grave que le parecía cercano y probable, se desvanecía, quedando en su lugar un fantasma encantador e imperioso que le abría los brazos y le llamaba con promesas de perdurable felicidad. Era Cristeta; pero una Cristeta nueva, renovada, hacia la cual se sentía impulsado, no sólo por inclinación amatoria, sino también por algo misterioso, privativo del espíritu y puramente anímico, en que no entraba para nada la fascinación de la hermosura. Antes, al pensar en beldades deseadas y no poseídas, siempre le dominó el encanto de la forma: ahora sus sentidos parecían aletargados, y en cambio el ansia de perfecciones morales surgía potente y avasalladora.

Los ojos de Cristeta oscuros y azulados, como cielo en noche serena; la boca, fuente de ternura y sumidero de besos; el pelo rubio y largo, como crecido para cubrir la almohada formando al rostro un nimbo de oro; el pecho blanco y firme, donde parecían palpitar impacientes dos rubíes carnosos perdidos entre nieve; todo el conjunto de atractivos que formaban lo material de la mujer, lo veía don Juan desvanecido, borroso, deseable, pero secundario; y en cambio, al poner su pensamiento en el pensamiento de ella, experimentaba una sensación de ansia y desasosiego entre penosa y grata, como si la voluntad y el alma carecieran de algo que sólo pudiese hallar satisfacción y plenitud en la posesión pura e inmaterial de Cristeta. Tormento y placer análogo debieron de sentir y gozar los místicos que, abrasados en fervor religioso, tendían a identificarse y sumarse con la divina esencia, cual si anhelaran ver anonadarse su alma dentro de otra alma superior e increada. Tuvo luego también momentos de intensa embriaguez amorosa; pero brevísimos, fugaces, y apaciguada pronto aquella excitación, se rindió al cansancio físico.

Entonces el espíritu, libre de influjo externo, prosiguió su incansable labor, y comenzó a soñar disparatadamente, mezclándose y trabándose en sus desvaríos lo verosímil con lo imposible, y las reminiscencias de lo real con las locuras de lo imaginario.

De igual suerte que cuando el maestro duerme los chicos arman bulla y algazara, así al quedar en reposo la voluntad de don Juan, se le avivaron los deseos, excitáronsele los recuerdos, y las imágenes creadas por la fantasía, unas brillantes, otras pálidas, pero todas de intensa realidad para su mente, comenzaron a desfilar en ronda interminable.

No creyó ver sino que con los ojos del alma vio a Cristeta como estaba la primera vez que hablaron: falda muy hueca, de percal, pañoleta de espuma al talle, zapatitos con galgas y moño bajo, lleno de flores; todo el atavío gitanesco; pero no en el cuarto del teatro, sino en aquella plazoleta de la Moncloa situada junto a la fuentecilla. Servían de fondo a la figura los troncos de los árboles atigrados por manchas musgosas, y en torno de su cabeza revoloteaban hojas secas de plátano que, traídas y llevadas por el viento, semejaban errantes estrellas de oro. De pronto, mujer, paisaje y fuente, se deshicieron como humo ingrávido, el espacio quedó vacío, y en la atmósfera desierta, pero alumbrada por un sol invisible, sonaron muchos ruidos diferentes que juntos simulaban un coro de mujeres burlonas. Hubo crujir de sedas manoseadas, rumor de varillajes de abanicos, chasquidos de besos, sonoridades de monedas de oro caídas sobre mármol, y luego grandes carcajadas, como si alguien diabólicamente se mofara de la hermosura, el lujo y el amor. De improviso, todo cambió, apareciendo por arte de magia un cuarto vulgarmente amueblado con cama de hierro, sofá de espadaña, dos baúles y una percha clavada en la puerta. Sobre asientos y muebles había muchas ropas adornadas de oropel y talco.

Contemplando aquello el hombre dormido se obstina en avivar recuerdos y coordinar ideas, pero es en vano; porque las memorias no obedecen a la evocación y los pensamientos se alteran. Luego su atención y sus ojos son imperiosamente atraídos por algo que le suspende y encanta.

Al pie de la cama deshecha, hay una mujer sentada en una silla baja: tiene el pelo revuelto, el rostro abrillantado por las lágrimas restregadas, y la boca contraída por el amargo dejo de una felicidad apenas gozada y ya perdida. Junto a ella, caídos en el entarimado del piso, se ven dos papeles arrugados: una carta y un impreso pequeño con cifras manuscritas. Después todo aquello se transforma en una capilla oscura y sucia, donde huele a sudor y a cera. Un hombre y una mujer se arrodillan ante otro hombre que lee un librote, trazando con las manos en el aire figuras misteriosas: la mujer es Cristeta; pero la fisonomía y el aspecto de su acompañante carecen de rasgos definidos. No es alto ni bajo, flaco ni grueso; a ratos lampiño, a ratos barbudo... Al sonar un campanillazo la visión se disipa y el lúgubre recinto se trueca en un paseo enarenado, por donde corretea un niño tras un ato de madera. El chiquitín tropieza, cae, se lastima... y suena un grito. Una mujer queda tendida en tierra y dos hombres se abalanzan a socorrerla; en el primero se reconoce don Juan; el segundo es el otro, el desconocido de la capilla, el monstruo sin fisonomía. Su audacia no tiene límites. Se inclina sobre el cuerpo de la desmayada, y con la insolente autoridad de un poseedor legítimo, hace ademán de ir a desabrocharle el cuerpo del vestido para que, respirando mejor, cese la congoja. Entonces a don Juan se le sube la sangre a la cabeza. ¡Tocar aquel hombre el pecho de Cristeta! ¡Profanación! Tanto valdría que un bárbaro escupiese al Apolo Délfico o que un judío cometiese irreverencia ante Jesús Sacramentado. Don Juan se arroja, o cree arrojarse, sobre el marido, y ofendiéndole de palabra, le sujeta, le zarandea y le sacude... Suena una bofetada. La mano invisible del hombre sin fisonomía ha caído ruidosamente sobre el rostro de don Juan como cae el mazo del batán sobre la superficie del agua. El ofendido saca un revólver, dispara y se oye un ruido semejante al desplome de un cuerpo exánime. Al desvanecerse el humo del fogonazo, todo desaparece y se disipa; por el aire vuelan pedazos de papeles que llevan impresas palabras terroríficas: asesinato..., mujer casada..., amante..., niño huérfano. Después, en la lejanía de un campo, junto a unos murallones de ladrillo, se alza un tablado, encima del cual, destacando sobre el cielo, se ven cuatro hombres que sientan a otro por fuerza en un banquillo, tras el cual, a manera de respaldo, hay un madero tieso...

¡Qué horrible pesadilla! Por fortuna, un cambio de postura desvía la sangre de ciertos sitios del cerebro, quedan libres los nervios oprimidos, sufren otros la presión y...

Un bosque fantástico, cuyos árboles tienen, en vez de hojas, monedas de oro. Don Juan camina silenciosamente por una vereda, cuando de pronto, hendiéndose las cortezas de los troncos, dejan paso a mujeres magníficamente ataviadas y ninfas en todo el esplendor de su sagrada desnudez.

Las hay blancas con el transparente blancor del alabastro; rubias como hebras de mazorca; morenas en que parecen haberse deleitado las miradas del sol, y también las hay enteramente negras, al igual de aquella princesa de las leyendas árabes que fue engendrada por el misterio en el vientre de la noche.

Agitadas de neurosis, exasperadas de lujuria, como diablos súcubos se dejan poseer por don Juan, y apenas poseídas, se truecan en pelados y mal olientes esqueletos. Gasas, tisúes y rasos quedan desfilachados y en jirones, flotando sobre las osamentas. En derredor de las vértebras cervicales caen desgranados y sueltos los collares. De los cúbitos penden los brazaletes rotos. En torno de las sienes calvas, con la amarillez del marfil viejo, se marchitan las coronas de rosas, y en la medrosa concavidad de las órbitas vacías, en vez de las pupilas bañadas de efluvios amorosos, brilla la pálida fosforescencia de las larvas inquietas. El suelo todo es podredumbre; el espacio todo luz: y he aquí que, de repente, la figura de Cristeta vestida de hilos de agua y rayos de luna entretejidos, cruza el éter impasible y angélica, dejando tras sí una estela de polvo luminoso. El alma de don Juan da un vuelco hacia ella, la alcanza, la detiene, y al tocarla queda convertida en estatua. En vano pretende vivificarla acariciando sus hermosas caderas, y gimiendo de dolor entre sus marmóreos pechos. Ya no es mujer, es una divinidad.

Es la diosa del amor en nueva forma, con caracteres desconocidos, No es Afrodita a quien se rinde culto de pasiones sensuales; no es la Venus Cálvica, que recibe en ofrenda cabelleras de vírgenes; parece la Venus Apostropha, que desdeña y castiga los pensamientos impuros. A fuerza de besarla éntrasele a don Juan por los labios hasta el alma el frío de la piedra, y paralizada su sangre, se desploma rendido.

Cuando torna en sí, la amargura se ha enseñoreado de su alma: la privación del placer le ha hecho filósofo; pero la filosofía seca su corazón, y sediento de esperanza, se hace religioso y degenera en místico...

Sueña que es el apóstol único de una religión nueva, agradable y tolerante, que abarca y atesora la poesía pagana, la severidad protestante, el fausto católico, el sentido práctico hebreo y el poder político del islam, simbolizándolo todo en ritos fantásticos y heterogéneos de que él es gran sacerdote, y en que se hallan representadas todas las aspiraciones del espíritu y todos los apetitos de la carne, desde el ascetismo de los anacoretas hasta los bailes misteriosos y lúbricos del Oriente primitivo.

La efigie de Cristeta-Venus se transforma de repente en la Eva mosaica que perdió el Paraíso, y en torno de ella comienza el desfile de una procesión interminable. Allí van las virginales deidades indias, moradoras de los lagos, que con el calor de sus pechos entibian el agua que ha de regar la flor del loto; las impúdicas danzadoras egipcias y malacitanas, que acuden a Roma para divertimiento de Césares; las doncellas corintias consagradas a Palas, que asisten a las Panateneas; las sacerdotisas galas que lanzan a los bárbaros contra el antiguo mundo; las damas de las cortes de amor que tiñen en la púrpura de su sangre la flor que ha de premiar a su poeta; las cortesanas del Renacimiento, que el arte convierte en imágenes de dolorosas; las monjas españolas, devoradas de histerismo religioso; las damas galantes de la Francia borbónica, que sin traicionar al amor supieron hacer de cada hombre un amante; y, por último, la mujer moderna, cuyo tipo varía, desde la Hermana de la Caridad que riega con sus piadosas lágrimas las llagas del herido, hasta la pecadora de oficio que, vendiéndose al rico y regalándose al pobre, ofrece a todos la ilusión del amor. Y aparecen figuras extraordinarias, enigmáticas, en quienes palpitan encarnaciones distintas y olvidadas de la eterna Eva. Allí se acercan la Venus Fecunda, ensangrentada por un cilicio, envuelta en un sudario, y María de Nazareth, coronada de pámpanos y esgrimiendo el tirso de las bacantes. La diosa gentílica canta el Dies irae. La virgen cristiana recita los versos impíos de Lucrecio...

Entre tantas, ¿cuál es la dispensadora de la dicha, cuál la verdadera mujer? ¡Nadie lo sabrá nunca!

Poco a poco todo aquello se borra, reaparece la noche oscura, y del cielo comienzan a caer las estrellas, metamorfoseadas en almeas desnudas mal envueltas en gasas transparentes. Don Juan se aleja de ellas, y llega a la orilla de un lago, por cuyas tranquilas aguas se desliza una barca tripulada de doncellas, que se alejan cantando tristemente. Las mira y ve que son sus propias ilusiones, que bogan río abajo de la vida despidiéndose de él para siempre.

Por último, todo cambia: lo fantástico se trueca en realidad pavorosa.

Es de noche: un hombre viejo y enfermo está solo en un gabinete. La tos le desgarra el pecho, tiene las piernas hinchadas por la gota, el estómago roído de dolores, y para que el sufrimiento sea completo, conserva el cerebro despierto y sano. Una criada torpe y gruñona le asiste con malos modos, sin solicitud ni cariño. ¡Qué soledad tan triste! ¡Ni una hija, ni una caricia, ni un beso! ¡Oh mocedad malbaratada! ¡Oh presente amarguísimo! Perdidos en la lejanía de la juventud y vigorosamente evocados por el pensamiento, vienen a la mente los recuerdos: pasan muchas mujeres: don Juan las ve, violenta su imaginación para acordarse de sus nombres y no puede; porque si todas le dieron su cuerpo, ninguna le dejó la dulzura del cariño en la memoria. La postrera de todas trae las miradas impregnadas de amor, la boca prometedora de besos, pero al mismo tiempo sus labios murmuran una palabra: «Imposible». Es Cristeta. Don Juan, reconociéndola, suplica, implora, ruega, grita, procura detenerla, y nuevamente el fantasma se disipa, dejándole en las manos la sensación de un sudor frío y pegajoso.

***

Suena el lento y ruidoso rodar de un carro; luego el campanilleo de las burras de leche; óyese a lo lejos el vocear de un pobre vendedor ambulante; y por los resquicios y rendijas del balcón penetra, en hilos plateados, la clara luz del día.

Don Juan despierta y se arroja del lecho abajo, restregándose los ojos.

Todo ha sido un sueño mentiroso. Es joven, está en su casa, no ha matado a nadie, y... a las dos le espera Cristeta; no en forma de impalpable fantasma ni de fría escultura, sino en carne y hueso, amante y cariñosa. Entonces, sacudiendo el sopor morboso de la pesadilla, mira en torno. Lo primero que ve es la ropa de viaje colocada sobre una butaca, y en un rincón el mueblecillo donde la víspera guardó el dinero para huir con ella, robándosela al hombre misterioso sin rostro ni facciones. Un nombre se le viene a los labios: «¡Martínez!» Esta es la única tristeza indudable que pasa del sueño a la vigilia.

Al dar la una en el reloj del despacho, don Juan sale de su casa llevando el corazón henchido de amor, el ánimo resuelto a todo y los bolsillos repletos de dinero.

¿Qué más necesita el hombre a quien aguarda una mujer?




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Capítulo XXIII


Concluye ésta, entre verídica o imaginaria historia, con el raro ejemplo de una mujer que todo lo pospone al deseo de ser amada


Salió don Juan vestido de viaje, tomó un coche, apeóse cerca de la calle de Don Pedro, y por fin llegó al portal de la casa en que vivía Cristeta. No arribó Ulises a la deseada Itaca, ni vieron los Magos el sagrado pesebre poseídos de tan honda emoción como la que él sentía.

Penetró en el zaguán, y acercándose casi respetuosamente al portero, de suntuoso levitón y gorra blasonada, le preguntó:

-¿La señora de Martínez?

-No vive aquí.

-¿Cómo?

-Que no es aquí.

-Sí, hombre; una señora joven y guapa que se llama doña Cristeta.

-¡Acabara usted! Sí, señor. Segundo patio, escalera interior, piso tercero.

-¿Está usted seguro?

-¿Quedrá usted saber de la casa más que yo?

En otra ocasión, don Juan hubiera castigado con un sopapo la porteril arrogancia; pero en aquellos momentos no estaba para provocar conflictos.

Dejando a su derecha el arranque de la escalera señorial, lujosamente alfombrada, atravesó el patio, empedrado como para espera de coches, y comenzó a subir la otra humilde y estrecha escalera que le indicaron. La contestación del portero le había dejado confuso. ¿Qué significaba aquello? ¿Cristeta en piso interior y con entrada miserable? ¿Cómo tan gran dicha por tan ruin camino? Tal vez el siervo enlevitonado hubiese recibido discreta orden para enviarle por la escalera de servicio. ¡Oh mujer, cuán grande es tu prudencia que a todo atiendes y remedias!

De pronto, en un descansillo, vio un niño jugando solito con unas cajas viejas de fósforos; representaba, poco más o menos, tres años, y se parecía, como una gota de agua a otra gota de agua, al chiquitín de quien iba Cristeta acompañada la tarde que se la encontró en el Retiro. Creyendo reconocerle, pero resistiéndose a dar crédito a sus ojos, pensó: «Parece imposible que descuide al niño de este modo. No, no puede ser. ¿Cómo es posible que esta criatura sucia, desarrapada y mocosa, sea el angelito vestido de encajes a quien vi en el Paseo de Coches?» Subió los seis tramos que le faltaban y tuvo que detenerse a respirar. ¿Por cansancio? No. ¿Por miedo? Tampoco. Por incertidumbre y turbación de espíritu. En su memoria flotaba una frase preñada de misterios. Cristeta le había dicho al separarse la noche anterior: «... ¡resoluciones extremas!» ¿Qué pretendería? En un segundo imaginó don Juan mil clases diversas de resoluciones extremas. La fuga, el sud-expreso, el sleeping car, la ocultación en su propia casa, la vida errante por el extranjero con nombres supuestos... ¿Querría, tal vez, que provocara y matase a su marido? ¡Absurdo! ¿Habría pensado en un doble y romántico suicidio? Al ocurrírsele esto se acordó de cómo temblaba la pobrecilla cuando pasaron por el Viaducto de la calle de Segovia. Lo que faltaba de escalera no dio tiempo a más suposiciones.

Estaba en el descansillo del piso tercero, ante una puerta de cuarterones, groseramente pintada de azul. El cordel de la campanilla, de puro mugriento, parecía negro.

«¡Cosa más rara!»

Llamó con mano temblorosa, y casi al mismo tiempo abrió la puerta, no una criada, ni la esperada niñera, sino la propia Cristeta, cuya esbelta figura destacó sobre la pared blanca de un pasillo. Estaba vestida y peinada con adorable sencillez; el traje, de lana oscura sin adornos; el pelo, modestamente recogido hacia las sienes. Esforzábase por aparentar serenidad, pero sus ojos revelaban haber llorado mucho, y su hermoso pecho, alzándose y deprimiéndose a intervalos muy cortos, daba prueba de agitación mal contenida. Tendió a don Juan la mano derecha, que él estrechó entre las suyas, y calladamente, sin soltarle, le guió hacia dentro.

El pasillo era muy corto, y a su término había un cuarto de humilde aspecto. Constaba el mueblaje de cuatro sillas de Vitoria, un sofá viejo de espadaña y una cómoda de nogal. Por la ventana, que descubría mucho cielo, entraba la claridad a torrentes. Tras una puerta vidriera entreabierta veíase la alcoba y en ella un catre de hierro cubierto por una colcha de cotonía. Sobre las sillas no había nada, pero el sofá quedaba casi oculto por un montón de ropas relativamente lujosas, que formaban contraste con lo modesto y pobre de la estancia. Allí estaban la falda negra plegada en menudas tablas con primoroso arte, y el abrigo corto de rico paño gris que tiempo atrás lució Cristeta en el paseo del Retiro, el otro abrigo forrado de seda roja que llevó a la cita en la Moncloa, el cuerpo encarnado con botoncitos de plata que se puso la tarde del teatro, y encima de todo un boa gris y un sombrero negro de ala grande y pluma rizada.

Don Juan, mudo y absorto, permanecía en pie; Cristeta separó a un lado las ropas e hizo a su amante seña de que se sentara junto a ella en el sofá. Obedeció él, y en seguida, mirándolo todo con extrema curiosidad, sin poder ni querer contenerse, dijo:

-Esto es imposible, no puede ser. ¿Vives aquí?

Cristeta, con grandísima calma, pero algo alterada la voz por la emoción, repuso:

-Esta es mi casa.

-¿Pero no tienes criados?

Suspiró lentamente, y replicó:

-No tengo criados.

-¿Tu hijo?

-No tengo hijo.

-¿Tu marido?...

-No tengo marido.

Entonces... explícame... ¿Verdad que eres mi Cristeta de mi vida?

-Eso no lo sé todavía. Veremos.

-¡Habla!

Por el ancho hueco de la ventana se veían torres, veletas, campanarios, las masas rojizas y las líneas quebradas de los tejados vecinos, y dominándolo todo, el cielo azul radiante de esplendorosa claridad. Un rayo de sol venía a juguetear sobre los ladrillos del piso haciendo dibujos luminosos. Don Juan pensó llegar a una casa de burgueses ricos y estaba rodeado de pobreza. Las riquezas del mundo parecían refugiadas en las pupilas de Cristeta, donde brillaba un tesoro de amor.

-Habla, por piedad -repitió él.

Cristeta, violentándose mucho, como jugador nervioso que arriesga su porvenir entero al azar de un naipe, dijo así:

-¿Te acuerdas de cómo me dejaste abandonada en Santurroriaga?

-Sí; pero, ¿verdad que me has perdonado? Ahora soy otro, y te adoro.

-Yo hasta entonces no había querido a nadie ni me había dejado querer..., ni poseer. Fuiste el primero y el único, porque después... tampoco.

-¿Qué?

-La pura verdad. En cambio, a ti te quise como te quiero en este momento. Cuando te fuiste hice propósito de ser para toda la vida tuya o de nadie. Soy libre, enteramente libre, y lo único que sé de amor es lo que aprendí en tus brazos. Luego volviste a verme, creíste otra cosa, me deseaste de nuevo, y aquí estás.

-¡Por Dios te pido que no me vuelvas loco! ¡Habla claro!

-Que tu Cristeta es la misma de siempre, la de antes, tuya, nada más que tuya, y que te ha engañado para no perderte.

-Pero ¿y tu marido, tu hijo, tu modo de vivir, el coche, el lujo?

-Todo mentira.

-¿Has hecho una comedia?

-No me culpes. Si yo hubiera sido mujer rica, señora que frecuentase la misma sociedad que tú, te habría buscado de otro modo: en bailes, teatros y tertulias; pero estábamos tan lejos uno de otro, que por fuerza tenía que valerme de medios extraordinarios. Y, sobre todo, piensa una cosa: yo no te he dicho nunca, ni una sola vez, ¡buen cuidado he tenido!, que estuviese casada; te lo he dejado creer y nada más.

-¿Pero es posible?

-¿No fue posible que tú me dejases sin motivo, queriéndome como decías? ¿De qué te sorprendes? ¿Quién ha buscado a quién? Mientras fui tuya, ¡vergüenza me da recordarlo!, ni siquiera sospechaste el cariño que mi corazón encerraba para ti. Después, suponiendo que era de otro hombre, me has deseado con rabia, con locura, como se desea lo ajeno. Ahora ves que no tengo dueño y comienzas a dudar.

-¿Y esas ropas, ese lujo, el coche, todo lo que yo he sabido de otro hombre... un señor Martínez... un niño?

-¡Pobre de mí! ¿Cuánto dinero me dejaste al marcharte de Santurroriaga?

-Veinte mil reales.

-Pues aún me quedan algunos duros. Lo demás lo he gastado en ese lujo de que hablas, en alquilar este cuartito y ese coche que has visto, en tener niñera, una chica que, a pesar de tu experiencia, te ha engañado como a un chino, y en que unas pobres gentes me dejasen por unas cuantas veces ese niño a quien yo he vestido y de quien tú te has figurado...

-¡No me mientes eso!

-Total: la mujer a quien abandonaste siendo tuya y nada más que tuya, te ha enloquecido por sólo parecerte ajena.

En seguida, punto por punto, minuciosamente, sin omitir detalle, le refirió cuanto había tramado y hecho con propósito de atraerle, desde que en la fonda de Santurroriaga se quedó pensativa como reina destronada que medita reconquistar lo perdido, hasta el instante en que, sintiéndole subir la escalera, colocó sobre el sofá aquellos trajes con que se había engalanado. Nada calló; ni el auxilio recibido de Inés, ni la complicidad de don Quintín, ni el alquiler de la berlina, ni el precio de aquel pobre cuartito, ni sus muchas y amargas lágrimas. Fue una confesión larga y completa, un examen de conciencia en que dejó que se transparentase su alma, mostrando a don Juan lo íntimo de su corazón tan franca y lealmente como en otro tiempo le dio a besar la blanca y tibia redondez de su pecho. Por último, añadió:

-Ya lo sabes todo, y ahora sólo te pido que respondas a esta pregunta: ¿Cuándo has sentido verdadero amor por mí? ¿Mientras fui tuya honrada y pobremente, a pesar de lo cual me despreciaste, o ahora, cuando nada más que con darte oídos debí parecerte infame y despreciable?

Don Juan, avergonzado, callaba. Cristeta prosiguió:

-Tal vez no me perdones estos engaños, hijos de mi amor, y, sin embargo, me agradecerías los besos que ahora te diera, aunque fuesen robados a otro hombre. Te juro que no he mentido en nada. Mis tíos, la falsa niñera que tantos plantones te ha dado, mi antigua criada Inés, su marido, a quien alquilé la berlina, la madre del chico, cuantas personas me conocen, hasta la Mónica, una mujer que tiene aquí abajo casa de huéspedes y que ha servido en la tuya; todos pueden decirte cuál ha sido mi vida. Te dirán también que alguna vez salía muy bien vestida: ya sabes para qué. Mucho he sufrido, pero todo lo doy por bien empleado, porque al verte seguirme, y perseguirme, y rogarme, y temblar en mis brazos, y besarme, como temblaste y me besaste la tarde del teatro... vamos, he llegado a creer que me amas de veras. ¿Me perdonas?

Estaba hermosísima. Un ligero estremecimiento hacía palpitar sus labios; los ojos, prometiendo amor, imploraban piedad, y el rostro iba tomando la palidez marmórea de la estatua que vio don Juan en sueños; pero ésta no era piedra esculpida, sino hermosa carne modelada por Dios y vivificada con el soplo de su espíritu para delicia del hombre.

Don Juan no pudo aguantar más. Levantóse del sofá, la miró frente a frente, como para buscar en el abismo azul de sus ojos confirmación a sus palabras, y luego, alzándola y atrayéndola lentamente hacia sí, pegó los labios a la oreja encendida de su amada, y murmuró estas palabras:

-¿Tanto me quieres?

Ella dobló la cabeza sobre el hombro del amante, pegóse a él, cuerpo con cuerpo, y en voz muy queda, como se dicen las grandes cosas de la vida, repuso:

-¿No me dejarás nunca?

Entonces -nadie sabrá jamás si fue sincero arranque o astucia premeditada- volvió a mirarla fijamente, y presentándole la mano derecha, preguntó con increíble valor:

-¿Quieres ser mi mujer?

Ella, desasiéndose de sus brazos, apartó el cuerpo, se restañó con el pañuelo las lágrimas, y revelando la energía de quien en todo ha pensado y tiene, hace tiempo, adoptada una resolución, contestó:

-¡Eso... jamás!

-¿Por qué?

Cristeta quiso expresar todo lo que sentía, y acordándose tal vez de que fue comedianta, lo formuló en lenguaje, aunque sincero, un poquito dramático, diciendo:

-Lo que yo quiero no es tu libertad, sino tu cariño. ¿Casarnos? ¿Para qué? ¿Para darte por seca y rigurosa obligación lo que por libre y complacido albedrío quiero que sea tuyo? ¿Para mermar a la pasión el encanto de la espontaneidad? ¿Por ventura serán entonces más cariñosos tus besos, más prietos tus abrazos? ¿Tendremos mayor firmeza en la confianza ni más brava abnegación en la desgracia? ¿Qué ceremonia, qué rito, que fórmula ha puesto el Señor por cima de este anhelo con que mi pensamiento quiere volar para hacer nido en tu alma?

-¡Cristeta!

-Yo te serviré en el bien, de estímulo, en el mal, de rémora. Duplicaré tus venturas y compartiré tus penas. ¿Te veré dichoso?, pues mi amor será la gota que llene el vaso de tu felicidad. ¿Desgraciado?, yo lloraré por ambos... Pero ¿casarme? ¿Y si te arrepintieras? ¡Qué horror si algún día confundieses mi gratitud con mi cariño! ¿Llevar tu nombre? Bajando está siempre de mi pensamiento a mis labios; mío es aunque no quieras, y al dormirme siento que se me asoma a la boca para guardarte todo el aliento de mi vida. ¡No! tú, libre como el aire; yo esclava, quieta, callada y mansa como el agua eternamente enamorada del cielo que, aun sin darse cuenta de ello, igual refleja los alegres arreboles del alba que las tristes nubes de la tempestad.

Don Juan hizo ademán de arrodillarse -la cosa no era para menos-; mas ella no lo consintió, y poniéndole una mano en cada hombro le miró embebecida, al mismo tiempo que decía:

-En el momento en que nos sujetase algo superior a nuestra voluntad, el amor no sería dulce impulso del alma, sino tributo doloroso.

-¿Y el mundo, la sociedad y las gentes?

-¿Ahora te preocupas por eso? ¿Te cuidabas de ello al perseguir casadas? Los que acaso me disculparan adúltera, me rechazarán amante... ¡Ya lo sé! Pero ¿a quién consagro yo mi existencia, a ti o al prójimo?

-¿Me prometes que serás siempre mía?

-Vive tranquilo. Si he hecho tanto para que vuelvas a mí, ¿qué no seré capaz de hacer por merecerte y conservarte?

Callaron, cambiando dos miradas que hacían inútil toda protesta de sinceridad. En la imaginación de ambos surgió la misma idea, formulada en sentido contrario. Él pensó: «Será mi mujer»; y ella se dijo: «Si me caso le pierdo».

Juan abrió los brazos, y Cristeta, limpia de pensamiento impuro, pero llorosa de felicidad, se arrojó en ellos. Oprimióla él cariñosamente contra sí, y mientras sentía sobre el pecho su dulce sollozar, hundió los labios entre sus rizos de oro y los cubrió de besos.

Madrid, 1891.





 




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