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ArribaAbajoJornada V


ArribaAbajoEscena I

 

Sala baja en la Pardina.

 
 

EL CONDE, sentado; EL MÉDICO, que entra a visitarle, y se sienta a su lado.

 

EL MÉDICO.-   ¿Qué tal, señor Conde? ¿Ha pasado usted mala noche?

EL CONDE.-   Malísima... Insomnio, ideas lúgubres, ideas de exterminio; cosa nueva en mí, pues aunque de genio impetuoso y autoritario, nunca hice mal a nadie. Al contrario, mi ruina proviene del...

EL MÉDICO.-    (Interrumpiéndole.)  Ya lo sé: del altruismo desordenado, de no saber contenerse en la generosidad y protección a todo bicho viviente.

EL CONDE.-    (Con amargura.)  He cultivado la ingratitud. En el jardín de mi vida, las rosas que planté se me han convertido en zarzales, y entre ellos... no faltan culebras.

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EL MÉDICO.-    (Pulsándole.)  Tenemos que enfrenar los nervios, y, sobre todo, cerrar la llave, el grifo de la ideación, demasiado afluente.

CONDE.-   Facilillo es eso... ¡Tasarle a uno las ideas o medírselas con cuenta-gotas!

EL MÉDICO.-   Todo depende de que usted trate de contener su vida cerebral en los límites de lo presente, de lo práctico, y, si se quiere, de lo prosaico. ¿Me explico?

EL CONDE.-   Sí, hijo, sí. Entiendes por poesía la idea exaltada del honor, de la justicia. Es un rodeo parabólico para evitar el empleo de la palabra locura.  (EL MÉDICO deniega, risueño.) ¡Y queríais curarme con la prosa de Zaratán!

EL MÉDICO.-    (Cortando todo motivo de excitación.)  No se hable más de eso. Considérelo usted como una broma. Y si me apura, le diré que nos equivocamos... en el procedimiento, se entiende...  (EL CONDE intenta decir algo; pero ANGULO, que considera peligroso aquel tema, le quita la palabra cortésmente.)  ¡Sí... la libertad, la preciosa libertad!... Estamos conformes... Ahora explíqueme por qué le encuentro hoy más desanimado y caviloso que otros días.

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EL CONDE.-   ¿Pero estás en Belén? ¿Ignoras que Lucrecia ha vuelto de Verola... y que viene de mal talante, y con la malvada intención de llevarse a las niñas?

EL MÉDICO.-   En su buen juicio, no desconocerá usted que las señoritas necesitan otro ambiente, otra sociedad...

EL CONDE.-    (Afligidísimo.)  ¡Privarme del único consuelo de mi vida! No, no lo consiento, no puedo consentirlo.  (Airado, golpea el brazo del sillón.)  Me opongo, me opondré resueltamente, y por cualquier medio, al inicuo monopolio que esa perversa quiere hacer del cariño filial.

EL MÉDICO.-   Sosiéguese... Ya trataremos de arreglarlo.

EL CONDE.-   Sí, sí... ¡Buenos arregladores sois vosotros! ¡Qué amigos me han salido en esta tierra, donde creí haber arrojado a manos llenas simiente de bendiciones!... ¡Pero qué remedio!... No puedo hacer que las piedras se vuelvan amigos.

EL CURA.-    (Entrando, jovial, de rondón.)  ¿Qué... qué dice? ¡Ya nos está poniendo de hoja de perejil!  (EL CONDE le mira y calla.)  ¿Qué ocurre por aquí? Me dicen que el señor Conde desea verme...

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EL CONDE.-   Sí, Carmelo... Caigo, me hundo, y en mi desolación me agarro a lo único que encuentro: a las piedras, a vosotros.

EL CURA.-   Comprendido: se agarra a lo firme, a lo que seguramente le sostendrá.

EL CONDE.-    (Con tristeza.)  No sois buenos, no...  (EL CURA sonríe y hace señas al MÉDICO.)  Pero no está el tiempo para disputas, Carmelo. No eres bueno, pero te necesito.

EL CURA.-    (Risueño.)  Quiere decir que soy un mal necesario.

EL CONDE.-    (Impaciente por entrar en materia.)  Dos palabras: te perdono lo de Zaratán, y a ti también, Angulo. Olvido la pasada broma, a condición...

EL CURA.-   A condición de que hagamos comprender a la Condesa que es una triste gracia arramblar con las niñas.

EL CONDE.-    (Dolorido.)  Es inicuo, cruel...

EL CURA.-   Pero como a Lucrecia no le faltan motivos razonables para presentar a sus hijas en sociedad,   —345→   a las manifestaciones que le hagamos en el sentido que pretende nuestro arrogante león de Albrit, contestará mandándonos a paseo. La cosa es tan lógica, tan sencilla, tan racional...

EL CONDE.-    (Vivamente.)  Vete a verla, Carmelo; vete allá...

EL CURA.-   ¡Si de allá vengo! Pero no ha querido recibirme. Ni las moscas pasan a verla. Según me ha contado Vicenta, viene la condesa de Laín en un estado moral lastimoso. Algo ha ocurrido en Verola que la contraría, que la aflige profundamente. ¿Qué ha sido? Lo ignoramos. Dicen que está abatidísima, los ojos encendidos de tanto llorar, y la pena que agobia su alma la desahoga con los pobres pañuelos, haciéndolos trizas con los dientes.

EL CONDE.-    (Con hondo interés.)  ¿Y qué creéis vosotros? ¿Ese estado de su ánimo será favorable o adverso a lo que yo pretendo?

EL MÉDICO.-   Antes de responder, sepamos la causa de ese duelo.

EL CONDE.-   Sea lo que quiera, tú, pastor Curiambro, vuelves allá. Le dices que vas de parte mía...

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EL CURA.-   ¿De parte del león?... Razón más para que me dé con la puerta en los hocicos.

EL CONDE.-   No lo creas. Vas como representante de Albrit, para proponerle una transacción o componenda.

EL CURA.-   Ya me figuro. Puesto que se disputan las dos niñas... a dividir. Es un juicio harto más fácil que el de Salomón.

EL MÉDICO.-   Partes iguales. No está mal pensado.

EL CONDE.-    (Con gran viveza.)  Ni puede concebirse solución más práctica y elemental. Una para ella, otra para mí... Pero es condición precisa que yo escoja la mía.

EL CURA.-   Sí, sí. Con proponérselo nada perdemos. Falta que se ponga al habla, y que yo pueda hoy dedicar mi tiempo a estos negocios. Señor Conde, esta noche predico.

EL CONDE.-   Ya tendrás tu sermón bien guisado... Preséntate a Lucrecia... pero pronto... No te descuides.


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ArribaAbajoEscena II

 

EL CONDE, EL CURA, EL MÉDICO y DOLLY.

 

DOLLY.-    (Quitándose el sombrero.)  Aquí me tienen otra vez.

EL CURA.-   ¿Y tu mamá, está mejor?

DOLLY.-   Un poquito más sosegada.  (Al CONDE.)  Como no podemos atender a las dos casas a un tiempo, hemos determinado partirnos.

EL CONDE.-    (Con alborozo.)  ¿Os partís?... De eso hablábamos, hija mía.

DOLLY.-   Allá se queda Nell con mamá, y yo me vengo a la Pardina para cuidarte a ti.

EL CONDE.-   ¿Lo veis? Su grande inteligencia, sin ninguna sugestión de mi parte, percibe y pone en ejecución la componenda lógica.

EL CURA.-   Yo dudo que...

EL CONDE.-    (Inquietísimo.)  ¿Dudas?... Oh, Carmelo, no me quites la esperanza, no aumentes mi congoja. ¿Te ríes?

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EL CURA.-   Sr. D. Rodrigo de mi alma, ni he dicho nada, ni me he reído, ni haré más que cumplir fielmente sus órdenes. Vuelvo allá.

EL CONDE.-    (Desconcertado, variando de pensamiento.)  No, no vayas; aguarda... Sí, sí, vete y dile...

EL CURA.-   ¿En qué quedamos?

EL CONDE.-    (Decidiéndose.)  En que vas. Pero te limitas a anunciarle que yo la visitaré hoy mismo para tratar con ella de un asunto de familia. Cosas tan delicadas no puedo fiarlas a nadie. Tete à tete la pantera y el león, yo propondré...

EL CURA.-   Y puede que la convenza, sí, señor... Hay panteras razonables.  (Se aparta y habla con DOLLY.) 

EL MÉDICO.-    (Despidiéndose.)  Luego volveré. Supongo que seguirá usted en la Pardina.

EL CONDE.-   De ningún modo. No me faltará hospitalidad en cualquiera de las casas de labor, o de las cabañas que fueron mías. En Forbes, en Polán y Rocamor, todos mis antiguos colonos están deseando que el viejo Albrit llegue a su puerta,   —349→   pidiéndoles un pedazo de pan y un albergue humilde. Verdad que en ninguna de estas casas hallaré las comodidades de la Pardina. Pero no me importa; prefiero guarecerme en la última choza de pastores a soportar aquí la estolidez egoísta de estos ingratos. A otra parte con mis huesos. Iré de puerta en puerta, con la esperanza de encontrar un corazón noble, un alma cristiana...

EL CURA.-   Bueno; pues... ya vendré con la respuesta.

EL CONDE.-   Aquí te aguardo.

EL MÉDICO.-   Hasta luego.

EL CURA.-    (Aparte al MÉDICO, retirándose ambos.)  Al fin, nuestra pobre fiera apencará con Zaratán.

EL MÉDICO.-   ¡Sí es lo mejor!

EL CURA.-   ¡Lo único, señor, lo único!  (Salen hablando.) 

DOLLY.-   Abuelito, tengo que decirte una cosa. Que te quiero mucho, mucho.

EL CONDE.-    (Con viva ternura, abrazándola.)  ¡Corazón grande!

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DOLLY.-   Y vas a saber otra cosa.

EL CONDE.-    (Poniendo el oído.)  ¿Es también secreta?

DOLLY.-    (Amorosa.)  Sí, muy reservada... Que no se entere nadie. Quiero seguir tu suerte. Si pasas trabajos, yo también... Si vas de puerta en puerta, como dices, también yo... Yo contigo, siempre contigo.

EL CONDE.-    (Con intensa emoción.)  ¡Señor, qué alegría!... ¡Compensación hermosa de mis infortunios! Todo lo que padecí, quebrantos de fortuna, humillaciones, pérdida de seres queridos, se contrapesa con este inmenso galardón de tu cariño, que Dios me da sin yo merecerlo...  (Abrazándola y besándola con efusión.)  ¿Pues qué merezco yo, que nada soy, que nada valgo ya?... Dios da la bienaventuranza en esta vida, ya lo veo... a mí me la da. No necesita uno morirse, no, para entrar en el Cielo...  (Pausa.) 

DOLLY.-   En la prosperidad o en la desgracia, abuelito, tu Dolly no te abandonará.

EL CONDE.-    (Con majestuosa solemnidad, levantándose.)  Y yo, por el nombre de Albrit, por los gloriosos emblemas de mi casa, por todos y cada uno de los varones insignes y de las santas   —351→   mujeres que de ella salieron, asombro y orgullo de las generaciones; por la conciencia del honor y de la verdad que Dios puso en mi alma, por Dios mismo, juro que antes me harán pedazos que arrancar de mi lado a la que es luz, consuelo y gloria de mi vida.



ArribaAbajoEscena III

 

Jardín del ALCALDE.

 
 

EL ALCALDE, en zapatillas, con batín de vistosos cordones, como un húsar; LA ALCALDESA, EL CURA, SENÉN.

 

EL CURA.-    (Que acaba de entrar.)  Aquí otra vez; mas ahora no vengo por mi cuenta. Mensajero soy, amigo...

EL ALCALDE.-   Ya, ya... alguna nueva leonada.

LA ALCALDESA.-   ¿Pero qué quiere ese hombre?

EL ALCALDE.-    (En jarras.)  Ya me va cargando a mí ese fantasmón, que, después de todo, no es más que un desagradecido, pues bien podía mirar que, enchiquerándole en Zaratán, le dábamos más de lo que merece la polilla de sus pergaminos... Agradezca que da con un hombre de mi pasta...  (No se refiere a la de sopa.) 

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EL CURA.-   Amigo mío, hay que respetar las grandezas caídas.

EL ALCALDE.-   Pues digo... ¡los moños que se puso anoche, María Santísima!...

LA ALCALDESA.-   Hijo, como no somos aristócratas...

EL ALCALDE.-   Y hay más. Bien sabía el vejete que ayer celebrábamos tu fiesta monástica...

LA ALCALDESA.-   Onomástica.

EL ALCALDE.-   Y ni un recado de atención, ni una fineza... Pues digo, la niña segunda, esa Dolly, ha heredado el tupé y la caballería andante o cargante de todos los Albrites y Laínes del obscurantismo. ¿Pues no se me subió a las barbas la muy mocosa? ¡Si la hubieras oído, Vicenta!... Y todo ello cuando acabábamos de atracarla de dulces y de atenciones, aquí, en tu fiesta numismática.

LA ALCALDESA.-   Ono... mástica.

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EL ALCALDE.-    (Bufando.)  Lo mismo da... Sacan ahora unas palabras que le vuelven a uno loco... Acabaremos por tener que hablar por señas.

EL CURA.-   Lo de anoche, mi querido Monedero, ha perdido su interés con la vuelta repentina de la Condesa en ese estado de tribulación que ustedes me pintaron esta mañana.

EL ALCALDE.-   Lo que yo digo a ésta: menudo jollín habrán armado en Verola los duques y marqueses...

EL CURA.-    (A LA ALCALDESA.)  ¿Y no se espontanea con usted, no le cuenta...?

LA ALCALDESA.-   Ni una palabra.

EL ALCALDE.-   Este tunante de Senén debe de saber algo. Pero ahora, desde que ha dado en tener bouquet, como el vino de Burdeos, se nos ha vuelto tan reservadillo, que ni con saca-corchos se le destapa la boca.  (Los tres miran hacia un cenador, cubierto de madreselvas, en cuyo interior está SENÉN, sentado, tristón, mirando al suelo.)  Tú, funcionario, ven acá... o te voy a poner en mi jardín de estatua de la Hacienda pública esperando un ministro.

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LA ALCALDESA.-   Desde las ocho de la mañana le tiene usted ahí, esperando audiencia de la que fue su ama.

SENÉN.-    (Destemplado, acercándose.)  Ya he dicho que no sé nada.

EL ALCALDE.-   No negarás que estuviste en Verola.

EL CURA.-   ¿Qué personas de viso había en el castillo de Donesteve?

SENÉN.-   Anda, anda... ¿quién las puede contar?

EL ALCALDE.-   ¿A que no faltaba el Marqués de Pescara?

SENÉN.-   Llegó el lunes, y con él los duques de Utrech y sus hijos, y el martes otros, y otros...

EL CURA.-   ¿Viste a la Condesa?

SENÉN.- Sí, señor... Cuatro minutos nada más.

EL CURA.-   ¿Qué cara tenía?

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SENÉN.-   La de siempre: la bonita.

EL CURA.-    (Riendo.)  Pues si no nos das más noticias debemos decirte que nos devuelvas el dinero.

EL ALCALDE.-   Este es muy cuco y no se compromete.

LA ALCALDESA.-    (Viendo entrar en el jardín a CONSUELITO con medio palmo de lengua fuera.)  Aquí viene Consuelito, y en la cara le conozco que no ha perdido el tiempo. Trae comidilla.

EL ALCALDE.-   Con tal que no sea fiambre...



ArribaAbajoEscena IV

 

Los mismos; CONSUELITO.

 

CONSUELITO.-    (Gozosa.)  Ya estoy de vuelta, y con las alforjas bien repletas.

EL CURA.-   ¿La de la espalda?

CONSUELITO.-   Las dos... Sois unos mandrias, que aguantáis, sin rascaros la comezón de la curiosidad. Yo no puedo: o averiguo lo que no sé, o reviento.

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EL ALCALDE.-   ¿Sabes algo, maestra?

CONSUELITO.-   ¿Cómo algo?

EL CURA.-   Y algos.

CONSUELITO.-   No me ofendáis suponiendo que sé las cosas a medias. No: Consuelo Briján, o las ignora por entero, o las sabe de cabo a rabo; y todo, todito lo que pasó ayer en Verola lo conoce ya... y vosotros... ni palabra... y estáis rabiando porque yo os lo cuente: de donde resulta que sois tan curiosones como yo; pero hipócritas al propio tiempo, porque os regaláis con la fruta que buscan los que llamáis chismosos... ¡Ay, dejadme que me siente!... estoy cansadísima... he venido volando para contaros... No, no: punto en boca. Ahora me vengo de los hipocritones, negándome a darles la golosina...  (Gozándose en la ansiedad de los que la rodean.)  No, no: no digo nada. Sois más fisgones que yo, y más ávidos del escándalo ajeno que yo... Mira, mira los ojos chispos del Alcaldillo... Y el curita... cómo se relame esperando el dulce... Pues me callo... Soy muy discreta... No me gusta meterme en vidas ajenas.  (Con énfasis cómico.)  Es pecado; es falta de caridad, de delicadeza... Cada cual se las arregle para buscar la comidilla, que a mí mi trabajito me ha costado sacarla de las entrañas de la tierra. ¡Ahora se fastidian, se fastidian!

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EL ALCALDE.-   Vaya, no marees, y dinos lo que sepas.

EL CURA.-   ¿Pero cómo puede usted saber...? ¿Acaso tiene espías en Verola?

EL ALCALDE.-   Los tiene en todas partes. Son corresponsales que le escriben, y hasta le ponen telegramas.

CONSUELITO.-   Espías, no; pero tengo mi representación en Verola. ¿Cómo no, habiendo allí tanta gente gorda de la que da que hablar, y estando además Lucrecia, que por sí se basta y se sobra para dar materia a setenta corresponsales?

LA ALCALDESA.-   Pues suelta la sin hueso. Abre la espita. ¿Qué ha ocurrido?

CONSUELITO.-    (Sin poder contenerse.)  Una bronca fenomenal. Lucrecia ha reñido con el Marqués de Pescara, el cual, en una entrevista que tuvieron en la estufa, debió de insultarla... ¡Cosas tremendas, señores, que ponen los pelos de punta! ¡Qué tal habrá sido la gresca, que de ella resultó desafío...!

EL CURA.-   Dios nos asista.

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CONSUELITO.-   La conducta del de Pescara no le pareció bien al Duquesito de Malinas... Que si esto, que si lo otro, que patatín y que patatán. Salieron desafiados para la frontera, donde a estas horas se habrán disparado el uno al otro la mar de tiros.

LA ALCALDESA.-   Pero la causa, el por qué de toda esa zaragata...

EL ALCALDE.-   Vete a saber. Probablemente celos...

CONSUELITO.-   Algún motivo daría Lucrecia para que el Marqués echara los pies por alto.

SENÉN.-    (Vivamente.)  No habrá sido la Condesa quien ha dado el motivo, sino el Marqués, que hace tiempo venía faltando...

EL CURA.-   ¡Ah!, tunante; luego tú sabes... Permítame la señora Doña Consuelo Briján que ponga en cuarentena todo ese folletín de La Correspondencia que acá nos trae...

CONSUELITO.-   Mis informaciones, Sr. D. Carmelo, son siempre competentemente autorizadas, y proceden...

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EL CURA.-   De chismes de lacayos o marmitones.

EL ALCALDE.-   Eso no: el corresponsal de mi prima en Verola es un punto que sabe su obligación.

LA ALCALDESA.-    (Riendo.)  Tadea, la planchadora de los Donesteve.

EL ALCALDE.-   Y que no se descuida. Larga unas cartas de seis pliegos, llenos de garabatos, que parecen una alambrera. Ésta sola los entiende.

CONSUELITO.-   Y que no se le escapa nada. Antes de la gresca, los Donesteve y Lucrecia habían concertado casar a Nell con el marquesito de Breda, primogénito de Utrech.

EL CURA.-   Buena boda. ¿Y a Dolly?

CONSUELITO.-   Seguían los tratos para apalabrarla con el hijo segundo.

EL ALCALDE.-   Eso se llama barrer para adentro.

LA ALCALDESA.-   ¿Y qué más?

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CONSUELITO.-   La noticia gorda, la bomba final... ¡Ah!, esa no te la digo si no me la pagas en lo mucho que vale.

LA ALCALDESA.-    (Riendo.)  ¿Qué quieres por ella?

CONSUELITO.-   Me has de dar el tarro de dulce de coco con batata que recibiste ayer de la confitería. Ya sabes que me muero por el coco.

EL CURA.-    (A carcajadas.)  Golosa había de ser.

EL ALCALDE.-   Está bueno. ¡Que le den el dulce por las mentiras!

CONSUELITO.-    (Poniendo morros.)  Pues si no me lo dan, no hay caso. No suelto una palabra.

LA ALCALDESA.-   Hija, no: lo que es el coco, no lo catas...

CONSUELITO.-   Pues no cataréis vosotros la miel que tanto os gusta... ¿Ves, ves al curita cómo se relame?...

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EL CURA.-    (Riendo.)  Vicenta, dele usted el tarro, ¡por San Blas!, porque si no se lo dan, no habla; y si no habla, revienta.

LA ALCALDESA.-   Bueno; le cederé la mitad.

CONSUELITO.-   Anda, cicatera... Pues la noticia es que a Lucrecia le dieron como unos siete ataques espasmódicos seguiditos.

EL ALCALDE.-   Bah, bah...

CONSUELITO.-   Espérate... Y se tiró de los pelos, y se abofeteó a sí misma, diciéndose por su propia boca muchas más abominaciones que han dicho de ella las bocas de los demás.

EL CURA.-   Principio de arrepentimiento.

CONSUELITO.-   Como que reconocía que por haber sido ella tan alegre de cascos pasan estas trifulcas. Y consternada, medrosa del Infierno, volvió los ojos a la verdad, y... vamos, que se le ocurrió confesarse.  (Estupor general.) 

EL CURA.-    (Oficiosamente, a LA ALCALDESA.)  Pásele usted recado, Vicenta. Dígale que estoy a sus órdenes.

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CONSUELITO.-   Tarde piache. Desde Verola mandó un propio a Zaratán.

EL ALCALDE.-   Sí, hombre... Hace dos años, se confesó también con Maroto. Por cierto que dijimos: «Ya no volverá a las andadas». Pero al poco tiempo... ¡trómpolis! Lo que hacen estas: vaciar de pecados viejos la conciencia, para hacer hueco, y poder ir estibando los pecados nuevos.

EL CURA.-    (Desconcertado.)  Pero entendámonos: ¿mandó aviso a Maroto anunciándole que ella iría a Zaratán, o le suplicaba que fuese él a Verola?

CONSUELITO.-   La carta no lo puntualiza. Está escrito en una postdata, momentos antes de salir el peatón.

EL ALCALDE.-   Bueno; y después de todo, ¿qué nos importa? La especie de la confesión apenas vale un cuarto kilo de dulce.

EL CURA.-    (Cejijunto.)  Sí vale, sí... En fin, Vicenta, hágame el favor de decir a la Condesa...

LA ALCALDESA.-   Al momento voy.  (Entra en la casa.) 

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EL ALCALDE.-    (Oyendo la campana que anuncia entrada de visitante por la puerta principal del jardín, al lado opuesto de la casa.)  ¿Quién entra?

SENÉN.-    (Que ha corrido a enterarse.)  ¡D. José, D. José!...

EL ALCALDE.-   ¿Quién es?

SENÉN.-   El Prior de Zaratán.

EL ALCALDE.-   Que pase a la sala... ¡Y me coge en zapatillas!...

EL CURA.-    (De mal talante.)  Yo le recibiré.

 

(Momentos de confusión. EL PADRE MAROTO y el cogulla que te acompaña son recibidos por D. CARMELO. Preséntase luego EL ALCALDE; baja LA ALCALDESA; median las cortesías usuales. Sube EL PRIOR a la estancia de LA CONDESA. Salen nuevamente al jardín los demás personajes, entre ellos EL MONJE, a quien anuncia MONEDERO que el señor PRIOR y la compañía comerán en su casa. Alega D. CARMELO mejor derecho y significación, que los Monederos reconocen. Después, CONSUELITO entretiene con ameno coloquio al MONJE.)

 

LA ALCALDESA.-   Yo espero que después de la confesión recibirá a los amigos.

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EL CURA.-    (Displicente.)  ¡Y si no los recibe, qué le hemos de hacer...! Yo predico esta noche. Comenzamos la novena de la Esperanza, y entre repasar el sermón y vestir un poquito la iglesia, se me va el día... Me parece que no podré volver.

EL ALCALDE.-   ¿Y las niñas?

LA ALCALDESA.-   Nell estaba con su mamá... ¿Pero no sabes?... Dolly se ha vuelto a la Pardina, sin decirnos nada. La Condesa me encarga que la mande venir inmediatamente. Quiere que las dos estén a su lado.

EL ALCALDE.-   Lo que digo: es loca esa chicuela. Anda, Senén; vete a la Pardina y te la traes. Dile que lo manda su mamá, y que también lo mando yo, el Presidente del Ayuntamiento. Ya le bajaremos los humos a esa leoncita...

 

(La confesión dura cinco cuartos de hora, determinados reloj en mano por CONSUELITO y D. CARMELO. Este se lleva a su casa a los dos frailes, que resuelven quedarse en Jerusa hasta el día siguiente, porque EL PRIOR tiene que solventar asuntos varios en el Ayuntamiento. Alégrase de esta detención EL CURA, para que puedan oír y apreciar su sermón de aquella noche dos teólogos insignes.)

 
 

(Vuelve SENÉN de la Pardina con la incumbencia de que DOLLY no quiere salir de allí, y que ha hecho burla del ALCALDE y de su vara, lo que saca de quicio a MONEDERO. Le calma su esposa con el razonamiento de que es muy   —365→   natural que la chiquilla desee comer con su abuelo por última vez. Transige D. JOSÉ MARÍA, asegurando que a la tarde, o viene la fierecilla, o va él a buscarla con la Guardia Civil. SENÉN, que no se da por vencido con los repetidos desaires de LA CONDESA, se va a su casa, prometiendo volver al plantón a primera hora de la tarde. Es de los que se imponen por el terror.)

 
 

(A la una comen LOS MONEDEROS con NELL y CONSUELITO. A LUCRECIA se le sirve en su cuarto. Dan las dos, las tres...)

 


ArribaAbajoEscena V

 

Sala en casa del ALCALDE.

 
 

LA ALCALDESA; EL CONDE, que acaba de entrar; después NELL.

 

LA ALCALDESA.-    (Aturdida.)  Ya me figuro, señor Conde de Albrit, a qué debo el honor de verle en mi casa.

EL CONDE.-   Deseo hablar con Lucrecia. Y no sé con qué palabras solicitar de usted la benevolencia que necesito por esta libertad, por esta osadía de mal gusto con que llego a su casa.

LA ALCALDESA.-   ¡Oh, señor Conde...!

EL CONDE.-   Es que su esposo de usted y yo no hacemos buenas migas. Anoche hemos cruzado algunas palabras un tanto mordaces... Si el Sr. Monedero   —366→   me arroja de su casa lo llevaré con paciencia...  (LA ALCALDESA, sin saber qué decir, hace con ojos y boca diferentes muecas y monerías.)  Ya no me importa. En el conflicto en que me veo, la dignidad, ¿qué digo dignidad?, la vergüenza, no significa nada para mí. Voy derecho a mi objeto con cara insensible, y mi objeto es...

LA ALCALDESA.-    (Recobrando su aplomo.)  Ver a Lucrecia, sí.

EL CONDE.-   Y me atrevo a rogar a usted que haga comprender a su amiga que sólo me mueve a molestarla la necesidad imprescindible de tratar con ella, sin recriminaciones, un grave asunto de familia.

LA ALCALDESA.-   Yo se lo diré. No dude usted que hablaré a mi amiga con vivo interés.

EL CONDE.-   Gracias, millones de gracias, señora mía. Carmelo quedó en proporcionarme la entrevista; mas sin duda sus ocupaciones se lo han impedido. Cansado de esperarle, deshecho, ardiendo en impaciencia, no he podido refrenar mi temperamento ejecutivo, y arrostrando el disgusto del señor Alcalde, aquí me tiene usted...

LA ALCALDESA.-    (Decidida a emplear un lenguaje extremadamente fino.)  Abrigo la esperanza de ser afortunada en la misión que usted me confía. Pero no puedo evitar   —367→   al señor Conde la molestia de esperar un ratito, porque Lucrecia, que ha venido malísima, en un estado nervioso imposible, ¡ay qué pena!, ha podido al fin conciliar el sueño. La verdad, no me atrevo a despertarla.

EL CONDE.-    (Alardeando de paciencia.)  Aguardaré todo lo que usted quiera: tres días con sus noches, si fuese preciso. Para mí no es molestia esperar. Si para usted no lo es tener a este pobre viejo en su casa, aquí me estoy, sentadito, hasta que mi ilustre nuera se digne mejorar de sus nervios, y acuerde recibirme.

NELL.-    (Entrando con timidez.)  Abuelito, hasta ahora no me habían dicho que estabas aquí.

EL CONDE.-    (Besándola.)  Hija mía, vengo a ver a tu mamá.

NELL.-   ¡Oh, cuánto sufre la pobre! Yo te ruego que no hables con ella más que un ratito. Y si pudieras dejar la conversación para mañana, mejor.

EL CONDE.-   Mañana... ¡ah!, estoy muy viejo. Los viejos no pueden esperar tanto.

NELL.-   Lo he dicho pensando que sería lo mismo para ti.  (El abuelo le da suavemente en la mejilla.)  Porque   —368→   mañana no estará mamá en disposición de que nos marchemos.

EL CONDE.-   ¿Tienes prisa?

NELL.-   Ninguna. Lo que tengo es una penita de dejarte... ¡qué pena! Pero yo te aseguro, te doy mi palabra, ¿me crees?... de que siempre que podamos vendremos a verte.

EL CONDE.-    (Con profunda tristeza.)  ¡Ojos que te vieron ir...!

LA ALCALDESA.-   En buena lógica, debemos suponer, y aun afirmar, que vendrán.

EL CONDE.-   ¡Ah! Cuando os encontréis en ese mundo que ha de aprisionaros con sus mil atractivos y seducciones, no os acordaréis del viejo Albrit, a quien dejáis en Jerusa aposentado de limosna.

NELL.-    (Abrazándole.)  Papaíto de mi alma, no digas que te olvidamos, porque me enfadaré contigo. Ni yo ni Dolly podemos olvidarte. Las dos te queremos lo mismo. Te escribiremos cartitas, y tú a nosotras también, pidiéndonos lo que te haga falta. ¿Qué quieres, qué deseas?

EL CONDE.-   Por el momento, que despierte tu mamá.

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NELL.-   ¡Si está despierta! Apenas ha dormido veinte minutos.

LA ALCALDESA.-   Pues voy allá, oficiando de introductora de embajadores.

EL CONDE.-   Sí, señora, vaya usted... Se lo agradeceré toda mi vida.

 

(Vase LA ALCALDESA.)

 

NELL.-    (Mirando al jardín.)  Desde esta mañana, tenemos aquí a ese cataplasma de Senén con la pretensión de que mamá le reciba.

EL CONDE.-   Por lo visto, hay cola. Senén y yo nos encontramos en igual situación de solicitantes de audiencia; pero como yo estoy en desgracia, pobre viejo que soy, y regañón insoportable, verás cómo tu madre atiende a ese lacayo antes que a mí. Tu abuelo será el último, lo verás... No me importa, no. Ya dijo nuestro Señor: «Los últimos serán los primeros». Seamos humildes, aunque, la verdad, se necesita gran violencia y abnegación grande para ponerse en fila detrás de Senén.  (Vuelve LA ALCALDESA y suplica al CONDE que aguarde un ratito, pues antes recibirá LUCRECIA a un postulante importuno.)  ¿No te lo dije?

LA ALCALDESA.-   No: si es porque se vaya de una vez, y quitarnos de encima esa mosca.

  —370→  

EL CONDE.-   Bueno. Vaya delante la mosca. Luego pasará el moscardón...  (Siente subir a SENÉN.)  Ya sube ese hombre. Dios le dé lo que no tiene: la santa concisión.

 

(Asómase a la puerta EL ALCALDE, que, como ha vuelto a ponerse las zapatillas, puede aproximarse sin hacer ruido. Contempla con burlona sonrisa al CONDE.)

 


ArribaAbajoEscena VI

 

Gabinete alto en la misma casa.

 
 

LUCRECIA, recostada en un sofá con gatuna indolencia, sin corsé, suelto y en desorden el cabello. Su rostro desmejorado, y el centelleo insano de sus bellos ojos, son el rastro de la furiosa tempestad; SENÉN, que, respetuoso, permanece en la puerta.

 

LUCRECIA.-    (Impaciente y altanera.)  Pasa y cierra... Pero no te acerques. Quédate ahí. Traerás, como siempre, tus endiablados perfumes.

SENÉN.-   Dispense la señora... He puesto mi ropa al aire...

LUCRECIA.-    (Desdeñosa.)  No te aproximes... ¿Qué quieres? Dímelo pronto. Ya ves qué mala estoy.

SENÉN.-    (Con falsa humildad.)  Ya debe suponer la señora que vengo a...

  —371→  

LUCRECIA.-   Aquello no ha podido ser.

SENÉN.-   Ya lo sé. Han nombrado a otro. Por eso digo que vengo a quejarme.

LUCRECIA.-    (Con acritud.)  ¡A quejarte! ¿De qué? Pues eso me faltaba. ¿Crees que tengo yo en mi mano los destinos, las fianzas, y todo eso que ambicionas?

SENÉN.-    (Sacando las uñas.)  La señora no ha conseguido la fianza, que era lo principal, porque no ha querido. Teniendo la fianza, la plaza es lo de menos. Ya tenemos otra vacante de agente ejecutivo.

LUCRECIA.-   ¿Y cómo había de conseguir yo la fianza?

SENÉN.-    (Tragando saliva.)  Ya, ya sé que al señorito Ricardo no podía pedírsela... No se enfade la señora: yo me pongo en lo razonable... A D. Ricardo no era posible... Pero con que la señora hubiera dicho al Duque de Utrech: «Señor Duque, quiero...».

LUCRECIA.-    (Interrumpiéndole.)  ¿Pero de dónde sales tú? En ese mundo de tu ambición ridícula se pierde, por lo visto, toda noción de la realidad. Está bien: yo no tengo   —372→   más que hacer que importunar a todos mis amigos, pidiendo fianzas para este gaznápiro.

SENÉN.-    (Escondiendo las uñas.)  Sí, ya sé... la señora no puede... ¡Qué le hemos de hacer! Es difícil... y además, ¿quién soy yo para que la señora se moleste por mí? No, no lo pretendo. Los servicios que he prestado a la Condesa de Laín, mi lealtad a toda prueba, ¿qué valen?

LUCRECIA.-    (Con arrogancia.)  Tus servicios bien pagados están. Ea, me canso ya de contemplaciones. Senén, no te debo nada.

SENÉN.-    (Erizándose el pelo.)  Bueno... sea como la señora dice. Yo me callo. Eso he hecho yo toda mi vida, callarme; y de tanto callar, me veo tan atrasado en mi carrera... de tanto callar, sí, señora; y si quieren que lo pruebe, lo pruebo.

LUCRECIA.-   Tu silencio me importa ya tan poco, que no doy nada por él... No me tiene cuenta.

SENÉN.-    (Agachándose para dar el salto, los verdes ojuelos centelleando.)  Eso quiere decir que la señora en nada estima mi fidelidad, esta fidelidad de perro, que no tiene igual... y lo pruebo.

LUCRECIA.-   Lo que estás probando tú es mi paciencia.

  —373→  

SENÉN.-    (Acobardado nuevamente, sin atreverse más que a desenvainar las uñas de sus patas delanteras.)  No molesto más. Aunque la señora me da este pago, yo no le haré ningún perjuicio. Pero, en justicia, bien podría desquitarme. Como soy tan caballero, me he perjudicado por guardarle la consecuencia, por poner arrimos a su decoro, por custodiarle los secretos, por tapar la boca de todos los que hablaban de ella... lo que la señora no debiera oír...  (En su cobardía, no hace más que enseñar los colmillos, y tirar levemente la zarpa.)  Vamos, que ni por su madre haría ningún hombre lo que yo he hecho. De suerte que si la señora dice que no le importa...

LUCRECIA.-   No me importa. Vete pronto.

SENÉN.-   Pues bien puedo jurar que a mí me importa menos.

LUCRECIA.-   Bastante tiempo he sufrido a este animalucho siniestro, con sus garras clavadas en mí. Ya no más. Si no sales pronto, llamaré para que te arrojen a escobazos.

SENÉN.-   No alborote, no alborote, que es peor.

LUCRECIA.-    (Furiosa, tirando de la campanilla.)  ¿Cómo que es peor? ¡Trasto, si no te vas...!

 

(Entran precipitadamente una CRIADA, LA ALCALDESA, después EL ALCALDE.)

 
  —374→  

SENÉN.-    (Turbado por la rabia.)  Si no digo nada; si yo... si es que...

LUCRECIA.-   Por favor, arrójenme de aquí a este hombre, y a su paso vayan echando ácido fénico.

EL ALCALDE.-    (Con un castañeteo de lengua, como el que se emplea para despedir a un perro.)  ¡Eh... tú...!

SENÉN.-    (Al salir, todo uñas, bufando.)  Ácido fénico... Por donde ella vaya... hace más falta... y lo pruebo.



ArribaAbajoEscena VII

 

LUCRECIA, EL ALCALDE, LA ALCALDESA, después NELL.

 

LA ALCALDESA.-   Hija, si llego yo a sospechar esto, cualquier día le dejo pasar.

LUCRECIA.-    (Tranquilizándoles.)  No; si es mejor así. Se me ha resuelto un absceso; me he sacado una muela, que me dolía horriblemente.

EL ALCALDE.-   Pues digo, lo que le espera a usted ahora, mi querida Lucrecia.

  —375→  

LA ALCALDESA.-   ¡Ah!, el león... Hija mía, no he podido evitarlo... ¿Qué había de decirle?

EL ALCALDE.-   Pues muy claro: que llamara a otra puerta. ¡Ah!, si soy yo quien le recibe...

LUCRECIA.-    (Sorprendiendo a todos con su inesperada serenidad y alegría.)  ¿Queréis que os diga la verdad? Pues mi ilustre suegro, que me inspiraba un pavor horrible, ya no... Es raro... Vamos, que ya no le temo.

NELL.-    (Entrando a la carrera.)  Mamita, por más que le digo al abuelo que mañana, insiste en que ha de verte hoy.

LUCRECIA.-   Hoy, sí...

LA ALCALDESA.-   ¿Le digo que...?

LUCRECIA.-    (A NELL.)  Ve tú, hija, y suéltame al león.  (Sale NELL gozosa, y se precipita por la escalera.) 

EL ALCALDE.-   Nos pondremos todos en guardia detrás de esa puerta, ¡trómpolis!, y en cuanto oigamos el menor rugido...

  —376→  

LUCRECIA.-    (Con locuacidad nerviosa.)  No es necesario... ¿No me ven tan tranquila? Me siento ahora muy bien, despejada, casi alegre, y con ganas de ver a mi papá político, y de pasarle la mano por la melena... Es que mi espíritu se ha refrescado, soy otra... aire nuevo en mí.  (Óyese el tardo paso de ALBRIT en la escalera, y la vibrante voz de NELL.)  El león sube. ¡Pobre viejo!... Ya, ya está aquí... Ya llega... Déjenme sola con él.

EL ALCALDE.-   Por aquí.  (Vanse por la puerta de la alcoba.) 



ArribaAbajoEscena VIII

 

LUCRECIA, EL CONDE.

 

EL CONDE.-   Siento infinito molestar a una persona que, según me dicen, no está bien de salud.

LUCRECIA.-    (Que permanece en pie.)  Me siento mejor. Tome usted asiento.

EL CONDE.-   ¿Y usted en pie?

LUCRECIA.-    (Un tanto cohibida.)  Como por encanto se me ha quitado la pereza. Ya sabe usted que estos arrechuchos nerviosos... la epidemia de las señoras... de improviso nos acometen y de improviso también se nos pasan.

  —377→  

EL CONDE.-    (Suspicaz.)  Lo celebro mucho.

LUCRECIA.-   Enfermamos como heridas del rayo, y basta una vibración del aire para ponernos buenas. De la espantosa crisis sólo me queda cierta alegría interna, y un deseo ardientísimo, irresistible...

EL CONDE.-    (Suspenso.)  ¿Qué...?

LUCRECIA.-   El deseo de besarle a usted la mano...  (Se arrodilla y le besa la mano una y otra vez.)  y de pedirle perdón por las injurias que aquel día triste le dirigí.

EL CONDE.-    (Queriendo levantarla.)  Lucrecia... ¿qué es esto?...  (Por un momento cree que es burla; pero no tarda en advertir la sincera emoción de la dama.) 

LUCRECIA.-   Mi única pena es que usted sospechará quizá... que le engaño.

EL CONDE.-   No, no; creo que es verdad...

LUCRECIA.-    (Que se levanta, enjugando sus lágrimas.)  Necesito explicar a usted cómo ha venido esta crisis... sacudimiento moral, revolución   —378→   de todo mi ser...  (Se sienta. Su lenguaje es cortado, febril.)  Los temblores de tierra trastornan el suelo... Una catástrofe horrible en mis sentimientos me ha trastornado a mí, me ha hecho morir y revivir en menos de dos días... ¿Es esto nuevo? Yo creo que no. Ha ocurrido mil veces... Fácilmente lo comprenderá usted... Un desengaño de los que anonadan... la perfidia de un hombre... tempestades del alma que todo lo destruyen y todo lo iluminan. Mi dolor ha sido como un incendio entre las ruinas... He visto mi conciencia... la he visto. Ya sé que no debo ser la que he sido, y estoy decidida a ser otra.

EL CONDE.-   ¡Bendito desengaño, bendita convulsión del alma, que trae el arrepentimiento!

LUCRECIA.-   Pero el arrepentimiento, lo reconozco, necesita probarse. Por eso digo: «Espere usted y verá...».

EL CONDE.-    (Gozoso.)  Pues lo veremos... y pronto... Si el arrepentimiento es verdad, nos lo dirán los hechos.

LUCRECIA.-   Y aguardando confiada los hechos, he querido dar a mi enmienda una sanción soberana, una garantía que asegure mi convicción y la de los demás.  (Pausa.)  Hoy he confesado con el Padre Maroto.

  —379→  

EL CONDE.-    (Gratamente sorprendido.)  ¡Ah!... ya me dijo la niña que estuvo aquí el Prior... Mas no sospeché...

LUCRECIA.-   No tenía sosiego, no podía vivir mientras no descargara mi alma de la horrible balumba... ¡Qué alivio, qué consuelo!

EL CONDE.-   Me da usted una grande alegría... Por de pronto, ¡qué situación tan distinta de aquélla... la última vez que hablamos en la Pardina!

LUCRECIA.-   En efecto, yo he variado radicalmente.

EL CONDE.-   Yo también.

LUCRECIA.-   ¿Usted? ¡Ah!, sí, se ha despejado su razón, y ya no piensa en hacerme las terribles preguntas que en aquella conferencia me hizo.

EL CONDE.-   Mi razón no ha estado nunca turbada. ¿Y por qué no había de repetir yo en esta ocasión la pregunta que usted llama terrible? Ya no lo es. Su estado de conciencia facilita la respuesta, que sería la confirmación de lo que sospecho, de lo que sé... porque al fin, Lucrecia, he podido descubrir...

  —380→  

LUCRECIA.-    (Con serena frialdad.)  Hoy no puedo incomodarme, señor Conde. No abuse usted de que estoy desarmada...

EL CONDE.-   Incomodarse..., ¿por qué?

LUCRECIA.-   Porque viene usted a remover en mi corazón heces muy amargas, a trastornar de nuevo mi espíritu, queriendo penetrar los misterios más profundos del alma y de la Naturaleza... Eso, señor mío, eso que aun de nosotras mismas quisiéramos recatar, porque el pensarlo sólo nos avergüenza, eso, a que no doy nombre, porque si lo tiene yo lo ignoro...  (Con solemnidad.)  ya lo he dicho a Dios, único a quien debo decirlo... Y crea usted que, para expresarlo, he tenido que violentar mi voluntad de un modo espantoso. Todo el que no sea Dios es un extraño, es un profano, sin derecho ninguno a recibir declaración tan grave. Ni una palabra más.  (Pausa.) 

EL CONDE.-    (Gravemente.)  Sea. Ni una palabra más. Reconozco la extremada delicadeza del asunto, y no puedo menos de respetar el sosiego reparador en que hoy se halla su espíritu. No insisto. Ni es justo que la martirice exigiéndole una manifestación dolorosa, toda vez que lo que usted había de decirme... ya lo sé.

LUCRECIA.-    (Desconcertada.)  ¡Que lo sabe!

  —381→  

EL CONDE.-   Sí.  (Pausa. Ambos se miran.) 

LUCRECIA.-   Pues si lo sabe, es más generoso no preguntármelo.

EL CONDE.-    (Muy tranquilo.)  Es verdad. A generoso no me gana nadie. Ahora conviene que haga usted alarde de hidalguía, Lucrecia. Si le satisface que crea yo en su arrepentimiento, empiece usted por ser magnánima, aceptando la proposición que voy a hacerle.

LUCRECIA.-   ¡Proposición!

EL CONDE.-   No he venido a otra cosa. Su conformidad con mi deseo establecerá la concordia inalterable de nuestras almas... En suma, quiero que partamos el bien que Dios nos ha dado: las niñas. Una para usted, la otra para mí.

LUCRECIA.-    (Con profunda intención, que disimula.)  ¡Para usted!...  (Pausa.)  ¿Cuál?

EL CONDE.-   Acceda usted a la partición, y después escogeré. ¿A las dos quiere usted lo mismo?

LUCRECIA.-   Lo mismo: son mis hijas.

  —382→  

EL CONDE.-   Yo no puedo decir lo propio: las dos no son mis nietas.

LUCRECIA.-    (Con temor.)  Otra vez la tremenda interrogación.

EL CONDE.-   Otra vez, y siempre... Llévese usted a una de las dos, y déjeme a mí la otra, la que yo quiera.

LUCRECIA.-   ¡Dejarla aquí, en poder de usted, y sola con usted! Señor Conde de Albrit, eso es imposible. Además, me hace falta el amor de mis hijas.

EL CONDE.-    (Fríamente.)  Y a mí el de mi nieta. Tengo derecho a ese consuelo.

LUCRECIA.-   Hoy es indispensable que las dos estén a mi lado, por muchas razones. No sólo debo atender a su porvenir, sino a la salud de mi alma, a mi corrección, en una palabra. Como las plantas necesitan aire y luz, yo necesito el cariño de esas dos criaturas, que fundiré en un solo cariño.

EL CONDE.-    (Vivamente.)  No son iguales para usted.

  —383→  

LUCRECIA.-    (Con firmeza.)  Lo son... Otra vez clava usted los ojos de su alma en lo que para usted será siempre tremendo enigma... Son iguales, y si no lo fuesen, yo haré que lo sean. Por nada de este mundo me separo de ellas.

EL CONDE.-    (Con desconsuelo.)  ¿Y yo...?

LUCRECIA.-   En ninguna situación será el Conde de Albrit un extraño para mí. Nell y Dolly vendrán conmigo a verle... en la temporadita de verano... y usted, como ahora, a las dos las querrá por igual... por igual. Esa es condición indispensable para la concordia de nuestras almas, de que usted me hablaba. Dejemos el misterio allá, ante Dios que lo ve, y atengámonos a la realidad... convencional, a la realidad de la ley.

EL CONDE.-    (Con arranque.)  No... ¡Maldita sea la ley...! La Naturaleza...

LUCRECIA.-   ¡La Naturaleza, no... la ley!

EL CONDE.-    (Encrespándose.)  No, no. Abomino de una ley infame. Quiero a mi nieta; me pertenece, la reclamo, y usted me la dará.

  —384→  

LUCRECIA.-   A mí me pertenecen las dos: las he llevado en mi seno.

EL CONDE.-    (Con desesperación, clavándose en el cráneo los dedos de ambas manos.)  ¡Triste de mí! Lucho con la ley, lucho con la madre... contienda imposible...

LUCRECIA.-    (Con tesón, levantándose.)  Y ni como madre, ni como tutora puedo acceder a lo que mi padre político pretende.

EL CONDE.-   ¿Será usted capaz de rechazar mi proposición, de desairarme, de negar lo que pide el infortunado Albrit?

LUCRECIA.-   Con grandísima pena me veo precisada a negarlo. Mis hijas son mis hijas. A ellas les conviene el calor maternal, y a mí el cariño y la presencia continua de entrambas para vivir en paz con Dios, y asegurarme la rectitud de mi alma. La una es mi deber, la otra mi error. Mi conciencia necesita los dos testigos, las dos presencias, para que yo pueda tener siempre entre mis brazos, sobre mi corazón, mis buenas y mis malas acciones.

EL CONDE.-    (Atribulado.)  Y entre mis brazos y en mi corazón, la soledad, el horrible vacío.  (Levantándose, altanero.)  No,   —385→   no, Lucrecia, no me conformo... Por Dios, no me lance usted a la desesperación.

LUCRECIA.-   Sea usted razonable.

EL CONDE.-    (Suplicante.)  Sea usted generosa.

LUCRECIA.-   Soy madre...

EL CONDE.-    (Exaltándose.)  Soy abuelo, soy viejo... Necesito familia, amor.

LUCRECIA.-   En mí y en mis hijas lo tendrá.  (Con una idea feliz.)  Última palabra: véngase usted con nosotras.

EL CONDE.-   ¡Con usted... con las dos! ¡Nunca!

LUCRECIA.-   ¡Loca obstinación!

EL CONDE.-    (Brioso.)  Entereza, sentimiento del honor.

LUCRECIA.-   Demencia.

EL CONDE.-   Si es demencia, maldita sea la razón.

  —386→  

LUCRECIA.-   Yo arreglaré la vida de usted... yo...

EL CONDE.-    (Inflexible.)  Sin lo que pido, sin mi nieta, no quiero nada.

LUCRECIA.-   No tardará el viejo Albrit en renegar de esa independencia, impropia de su edad y de su situación. Acójase a mí, o su vejez será muy triste.

EL CONDE.-   Nada me arredra... nada temo. Lo mismo me importa la vida que la muerte.  (Implorando.)  Lucrecia, por última vez...

LUCRECIA.-   No insista usted... Se cansa en vano...

EL CONDE.-   Bien: no diré nada más. Ni está en mi carácter extremar la súplica... Lucrecia, adiós para siempre.

LUCRECIA.-   Eso es locura.

EL CONDE.-    (Trémulo, balbuciente.)  Sí, sí... y los locos pacíficos... cuando no se les da lo que piden, hacen lo que yo... se van. Mas no saldré sin decir a usted que no veo, que no toco el cambio moral que debía ser resultado de su arrepentimiento. No. Lucrecia Richmond   —387→   es siempre la misma... Confesada y sin confesar, la misma siempre... No creo que la haya perdonado Dios... ¡No la ha perdonado, no la ha perdonado, no, no!...  (Sale con vivísima agitación. Se siente su paso inseguro por la escalera. Baja agarrándose al pasamanos. LUCRECIA, muy agitada, cae en el sofá llorosa. Acuden presurosos a ella MONEDERO y su esposa.)