Escena I |
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Sala baja en la Pardina.
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EL CONDE, sentado;
EL MÉDICO, que entra a visitarle, y se sienta a
su lado.
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EL MÉDICO.-
¿Qué tal, señor
Conde? ¿Ha pasado usted mala noche?
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EL CONDE.-
Malísima... Insomnio, ideas
lúgubres, ideas de exterminio; cosa nueva en mí, pues aunque de
genio impetuoso y autoritario, nunca hice mal a nadie. Al contrario, mi ruina
proviene del...
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EL MÉDICO.-
(Interrumpiéndole.) Ya lo sé: del
altruismo desordenado, de no saber contenerse en la generosidad y
protección a todo bicho viviente.
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EL CONDE.-
(Con
amargura.) He cultivado la ingratitud. En el jardín de mi vida,
las rosas que planté se me han convertido en zarzales, y entre ellos...
no faltan culebras.
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—342→
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EL MÉDICO.-
(Pulsándole.) Tenemos que enfrenar los nervios,
y, sobre todo, cerrar la llave, el grifo de la ideación, demasiado
afluente.
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CONDE.-
Facilillo es eso... ¡Tasarle a
uno las ideas o medírselas con cuenta-gotas!
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EL MÉDICO.-
Todo depende de que usted trate de
contener su vida cerebral en los límites de lo presente, de lo
práctico, y, si se quiere, de lo prosaico. ¿Me explico?
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EL CONDE.-
Sí, hijo, sí. Entiendes
por poesía la idea exaltada del honor, de la justicia. Es un rodeo
parabólico para evitar el empleo de la palabra
locura.
(EL MÉDICO deniega,
risueño.) ¡Y queríais curarme con la prosa de
Zaratán!
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EL MÉDICO.-
(Cortando todo
motivo de excitación.) No se hable más de eso.
Considérelo usted como una broma. Y si me apura, le diré que nos
equivocamos... en el procedimiento, se entiende...
(EL CONDE intenta decir
algo; pero
ANGULO, que considera peligroso aquel tema, le
quita la palabra cortésmente.) ¡Sí... la libertad,
la preciosa libertad!... Estamos conformes... Ahora explíqueme por
qué le encuentro hoy más desanimado y caviloso que otros
días.
|
—343→
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EL CONDE.-
¿Pero estás en
Belén? ¿Ignoras que Lucrecia ha vuelto de Verola... y que viene
de mal talante, y con la malvada intención de llevarse a las
niñas?
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EL MÉDICO.-
En su buen juicio, no
desconocerá usted que las señoritas necesitan otro ambiente, otra
sociedad...
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EL CONDE.-
(Afligidísimo.) ¡Privarme del
único consuelo de mi vida! No, no lo consiento, no puedo consentirlo.
(Airado, golpea el brazo del
sillón.) Me opongo, me opondré resueltamente, y por
cualquier medio, al inicuo monopolio que esa perversa quiere hacer del
cariño filial.
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EL MÉDICO.-
Sosiéguese... Ya trataremos de
arreglarlo.
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EL CONDE.-
Sí, sí... ¡Buenos
arregladores sois vosotros! ¡Qué amigos me han salido en esta
tierra, donde creí haber arrojado a manos llenas simiente de
bendiciones!... ¡Pero qué remedio!... No puedo hacer que las
piedras se vuelvan amigos.
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EL CURA.-
(Entrando,
jovial, de rondón.) ¿Qué... qué dice?
¡Ya nos está poniendo de hoja de perejil!
(EL CONDE le mira y
calla.) ¿Qué ocurre por aquí? Me dicen que el
señor Conde desea verme...
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—344→
|
EL CONDE.-
Sí, Carmelo... Caigo, me hundo,
y en mi desolación me agarro a lo único que encuentro: a las
piedras, a vosotros.
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EL CURA.-
Comprendido: se agarra a lo firme, a
lo que seguramente le sostendrá.
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EL CONDE.-
(Con
tristeza.) No sois buenos, no...
(EL CURA sonríe y
hace señas al
MÉDICO.) Pero no está el
tiempo para disputas, Carmelo. No eres bueno, pero te necesito.
|
EL CURA.-
(Risueño.) Quiere decir que soy un mal
necesario.
|
EL CONDE.-
(Impaciente
por entrar en materia.) Dos palabras: te perdono lo de Zaratán,
y a ti también, Angulo. Olvido la pasada broma, a
condición...
|
EL CURA.-
A condición de que hagamos
comprender a la Condesa que es una triste gracia arramblar con las
niñas.
|
EL CONDE.-
(Dolorido.) Es inicuo, cruel...
|
EL CURA.-
Pero como a Lucrecia no le faltan
motivos razonables para presentar a sus hijas en sociedad,
—345→
a las
manifestaciones que le hagamos en el sentido que pretende nuestro arrogante
león de Albrit, contestará mandándonos a paseo. La cosa es
tan lógica, tan sencilla, tan racional...
|
EL CONDE.-
(Vivamente.) Vete a verla, Carmelo; vete
allá...
|
EL CURA.-
¡Si de allá vengo! Pero
no ha querido recibirme. Ni las moscas pasan a verla. Según me ha
contado Vicenta, viene la condesa de Laín en un estado moral lastimoso.
Algo ha ocurrido en Verola que la contraría, que la aflige
profundamente. ¿Qué ha sido? Lo ignoramos. Dicen que está
abatidísima, los ojos encendidos de tanto llorar, y la pena que agobia
su alma la desahoga con los pobres pañuelos, haciéndolos trizas
con los dientes.
|
EL CONDE.-
(Con hondo
interés.) ¿Y qué creéis vosotros?
¿Ese estado de su ánimo será favorable o adverso a lo que
yo pretendo?
|
EL MÉDICO.-
Antes de responder, sepamos la causa
de ese duelo.
|
EL CONDE.-
Sea lo que quiera, tú,
pastor Curiambro, vuelves allá. Le
dices que vas de parte mía...
|
—346→
|
EL CURA.-
¿De parte del león?...
Razón más para que me dé con la puerta en los hocicos.
|
EL CONDE.-
No lo creas. Vas como representante de
Albrit, para proponerle una transacción o componenda.
|
EL CURA.-
Ya me figuro. Puesto que se disputan
las dos niñas... a dividir. Es un juicio harto más fácil
que el de Salomón.
|
EL MÉDICO.-
Partes iguales. No está mal
pensado.
|
EL CONDE.-
(Con gran
viveza.) Ni puede concebirse solución más práctica
y elemental. Una para ella, otra para mí... Pero es condición
precisa que yo escoja la mía.
|
EL CURA.-
Sí, sí. Con
proponérselo nada perdemos. Falta que se ponga al habla, y que yo pueda
hoy dedicar mi tiempo a estos negocios. Señor Conde, esta noche
predico.
|
EL CONDE.-
Ya tendrás tu sermón
bien guisado... Preséntate a Lucrecia... pero pronto... No te descuides.
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Escena II |
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EL CONDE,
EL CURA,
EL MÉDICO y
DOLLY.
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DOLLY.-
(Quitándose el sombrero.) Aquí me tienen
otra vez.
|
EL CURA.-
¿Y tu mamá, está
mejor?
|
DOLLY.-
Un poquito más sosegada.
(Al
CONDE.) Como no podemos atender a las dos
casas a un tiempo, hemos determinado partirnos.
|
EL CONDE.-
(Con
alborozo.) ¿Os partís?... De eso hablábamos, hija
mía.
|
DOLLY.-
Allá se queda Nell con
mamá, y yo me vengo a la Pardina para cuidarte a ti.
|
EL CONDE.-
¿Lo veis? Su grande
inteligencia, sin ninguna sugestión de mi parte, percibe y pone en
ejecución la componenda lógica.
|
EL CURA.-
Yo dudo que...
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EL CONDE.-
(Inquietísimo.) ¿Dudas?... Oh, Carmelo,
no me quites la esperanza, no aumentes mi congoja. ¿Te ríes?
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—348→
|
EL CURA.-
Sr. D. Rodrigo de mi alma, ni he dicho
nada, ni me he reído, ni haré más que cumplir fielmente
sus órdenes. Vuelvo allá.
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EL CONDE.-
(Desconcertado, variando de pensamiento.) No, no
vayas; aguarda... Sí, sí, vete y dile...
|
EL CURA.-
¿En qué quedamos?
|
EL CONDE.-
(Decidiéndose.) En que vas. Pero te limitas a
anunciarle que yo la visitaré hoy mismo para tratar con ella de un
asunto de familia. Cosas tan delicadas no puedo fiarlas a nadie.
Tete à tete la pantera y el
león, yo propondré...
|
EL CURA.-
Y puede que la convenza, sí,
señor... Hay panteras razonables.
(Se aparta y habla con
DOLLY.)
|
EL MÉDICO.-
(Despidiéndose.) Luego volveré. Supongo
que seguirá usted en la Pardina.
|
EL CONDE.-
De ningún modo. No me
faltará hospitalidad en cualquiera de las casas de labor, o de las
cabañas que fueron mías. En Forbes, en Polán y Rocamor,
todos mis antiguos colonos están deseando que el viejo Albrit llegue a
su puerta,
—349→
pidiéndoles un pedazo de pan y un albergue
humilde. Verdad que en ninguna de estas casas hallaré las comodidades de
la Pardina. Pero no me importa; prefiero guarecerme en la última choza
de pastores a soportar aquí la estolidez egoísta de estos
ingratos. A otra parte con mis huesos. Iré de puerta en puerta, con la
esperanza de encontrar un corazón noble, un alma cristiana...
|
EL CURA.-
Bueno; pues... ya vendré con la
respuesta.
|
EL CONDE.-
Aquí te aguardo.
|
EL MÉDICO.-
Hasta luego.
|
EL CURA.-
(Aparte al
MÉDICO, retirándose ambos.)
Al fin, nuestra pobre fiera apencará con Zaratán.
|
EL MÉDICO.-
¡Sí es lo mejor!
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EL CURA.-
¡Lo único, señor,
lo único!
(Salen hablando.)
|
DOLLY.-
Abuelito, tengo que decirte una cosa.
Que te quiero mucho, mucho.
|
EL CONDE.-
(Con viva
ternura, abrazándola.) ¡Corazón grande!
|
—350→
|
DOLLY.-
Y vas a saber otra cosa.
|
EL CONDE.-
(Poniendo el
oído.) ¿Es también secreta?
|
DOLLY.-
(Amorosa.) Sí, muy reservada... Que no se
entere nadie. Quiero seguir tu suerte. Si pasas trabajos, yo también...
Si vas de puerta en puerta, como dices, también yo... Yo contigo,
siempre contigo.
|
EL CONDE.-
(Con intensa
emoción.) ¡Señor, qué alegría!...
¡Compensación hermosa de mis infortunios! Todo lo que
padecí, quebrantos de fortuna, humillaciones, pérdida de seres
queridos, se contrapesa con este inmenso galardón de tu cariño,
que Dios me da sin yo merecerlo...
(Abrazándola y besándola
con efusión.) ¿Pues qué merezco yo, que nada soy,
que nada valgo ya?... Dios da la bienaventuranza en esta vida, ya lo veo... a
mí me la da. No necesita uno morirse, no, para entrar en el Cielo...
(Pausa.)
|
DOLLY.-
En la prosperidad o en la desgracia,
abuelito, tu Dolly no te abandonará.
|
EL CONDE.-
(Con
majestuosa solemnidad, levantándose.) Y yo, por el nombre de
Albrit, por los gloriosos emblemas de mi casa, por todos y cada uno de los
varones insignes y de las santas
—351→
mujeres que de ella salieron,
asombro y orgullo de las generaciones; por la conciencia del honor y de la
verdad que Dios puso en mi alma, por Dios mismo, juro que antes me harán
pedazos que arrancar de mi lado a la que es luz, consuelo y gloria de mi
vida.
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Escena III |
|
Jardín del
ALCALDE.
|
|
EL ALCALDE, en zapatillas, con
batín de vistosos cordones, como un húsar;
LA ALCALDESA,
EL CURA,
SENÉN.
|
EL CURA.-
(Que acaba de
entrar.) Aquí otra vez; mas ahora no vengo por mi cuenta.
Mensajero soy, amigo...
|
EL ALCALDE.-
Ya, ya... alguna nueva
leonada.
|
LA ALCALDESA.-
¿Pero qué quiere ese
hombre?
|
EL ALCALDE.-
(En
jarras.) Ya me va cargando a mí ese fantasmón, que,
después de todo, no es más que un desagradecido, pues bien
podía mirar que, enchiquerándole en Zaratán, le
dábamos más de lo que merece la polilla de sus pergaminos...
Agradezca que da con un hombre de mi pasta...
(No se refiere a la de sopa.)
|
—352→
|
EL CURA.-
Amigo mío, hay que respetar las
grandezas caídas.
|
EL ALCALDE.-
Pues digo... ¡los moños
que se puso anoche, María Santísima!...
|
LA ALCALDESA.-
Hijo, como no somos
aristócratas...
|
EL ALCALDE.-
Y hay más. Bien sabía el
vejete que ayer celebrábamos tu fiesta
monástica...
|
LA ALCALDESA.-
Onomástica.
|
EL ALCALDE.-
Y ni un recado de atención, ni
una fineza... Pues digo, la niña segunda, esa Dolly, ha heredado el
tupé y la caballería andante o cargante de todos los Albrites y
Laínes del obscurantismo. ¿Pues no se me subió a las
barbas la muy mocosa? ¡Si la hubieras oído, Vicenta!... Y todo
ello cuando acabábamos de atracarla de dulces y de atenciones,
aquí, en tu fiesta
numismática.
|
LA ALCALDESA.-
Ono... mástica.
|
—353→
|
EL ALCALDE.-
(Bufando.) Lo mismo da... Sacan ahora unas palabras
que le vuelven a uno loco... Acabaremos por tener que hablar por
señas.
|
EL CURA.-
Lo de anoche, mi querido Monedero, ha
perdido su interés con la vuelta repentina de la Condesa en ese estado
de tribulación que ustedes me pintaron esta mañana.
|
EL ALCALDE.-
Lo que yo digo a ésta: menudo
jollín habrán armado en
Verola los duques y marqueses...
|
EL CURA.-
(A
LA ALCALDESA.) ¿Y no se espontanea
con usted, no le cuenta...?
|
LA ALCALDESA.-
Ni una palabra.
|
EL ALCALDE.-
Este tunante de Senén debe de
saber algo. Pero ahora, desde que ha dado en tener
bouquet, como el vino de Burdeos, se
nos ha vuelto tan reservadillo, que ni con saca-corchos se le destapa la boca.
(Los tres miran hacia un cenador,
cubierto de madreselvas, en cuyo interior está
SENÉN, sentado, tristón, mirando al
suelo.) Tú, funcionario, ven acá... o te voy a poner en
mi jardín de estatua de la Hacienda pública esperando un
ministro.
|
—354→
|
LA ALCALDESA.-
Desde las ocho de la mañana le
tiene usted ahí, esperando audiencia de la que fue su ama.
|
SENÉN.-
(Destemplado,
acercándose.) Ya he dicho que no sé nada.
|
EL ALCALDE.-
No negarás que estuviste en
Verola.
|
EL CURA.-
¿Qué personas de viso
había en el castillo de Donesteve?
|
SENÉN.-
Anda, anda... ¿quién las
puede contar?
|
EL ALCALDE.-
¿A que no faltaba el
Marqués de Pescara?
|
SENÉN.-
Llegó el lunes, y con él
los duques de Utrech y sus hijos, y el martes otros, y otros...
|
EL CURA.-
¿Viste a la Condesa?
|
SENÉN.- Sí,
señor... Cuatro minutos nada más. |
EL CURA.-
¿Qué cara tenía?
|
—355→
|
SENÉN.-
La de siempre: la bonita.
|
EL CURA.-
(Riendo.) Pues si no nos das más noticias
debemos decirte que nos devuelvas el dinero.
|
EL ALCALDE.-
Este es muy cuco y no se
compromete.
|
LA ALCALDESA.-
(Viendo entrar
en el jardín a
CONSUELITO con medio palmo de lengua
fuera.) Aquí viene Consuelito, y en la cara le conozco que no ha
perdido el tiempo. Trae comidilla.
|
EL ALCALDE.-
Con tal que no sea fiambre...
|
Escena IV |
|
Los mismos;
CONSUELITO.
|
CONSUELITO.-
(Gozosa.) Ya estoy de vuelta, y con las alforjas bien
repletas.
|
EL CURA.-
¿La de la espalda?
|
CONSUELITO.-
Las dos... Sois unos mandrias, que
aguantáis, sin rascaros la comezón de la curiosidad. Yo no puedo:
o averiguo lo que no sé, o reviento.
|
—356→
|
EL ALCALDE.-
¿Sabes algo, maestra?
|
CONSUELITO.-
¿Cómo algo?
|
EL CURA.-
Y algos.
|
CONSUELITO.-
No me ofendáis suponiendo que
sé las cosas a medias. No: Consuelo Briján, o las ignora por
entero, o las sabe de cabo a rabo; y todo, todito lo que pasó ayer en
Verola lo conoce ya... y vosotros... ni palabra... y estáis rabiando
porque yo os lo cuente: de donde resulta que sois tan curiosones como yo; pero
hipócritas al propio tiempo, porque os regaláis con la fruta que
buscan los que llamáis chismosos... ¡Ay, dejadme que me siente!...
estoy cansadísima... he venido volando para contaros... No, no: punto en
boca. Ahora me vengo de los hipocritones, negándome a darles la
golosina...
(Gozándose en la ansiedad de los
que la rodean.) No, no: no digo nada. Sois más fisgones que yo,
y más ávidos del escándalo ajeno que yo... Mira, mira los
ojos chispos del Alcaldillo... Y el curita... cómo se relame esperando
el dulce... Pues me callo... Soy muy discreta... No me gusta meterme en vidas
ajenas.
(Con énfasis
cómico.) Es pecado; es falta de caridad, de delicadeza... Cada
cual se las arregle para buscar la comidilla, que a mí mi trabajito me
ha costado sacarla de las entrañas de la tierra. ¡Ahora se
fastidian, se fastidian!
|
—357→
|
EL ALCALDE.-
Vaya, no marees, y dinos lo que
sepas.
|
EL CURA.-
¿Pero cómo puede usted
saber...? ¿Acaso tiene espías en Verola?
|
EL ALCALDE.-
Los tiene en todas partes. Son
corresponsales que le escriben, y hasta le ponen telegramas.
|
CONSUELITO.-
Espías, no; pero tengo mi
representación en Verola. ¿Cómo no, habiendo allí
tanta gente gorda de la que da que hablar, y estando además Lucrecia,
que por sí se basta y se sobra para dar materia a setenta
corresponsales?
|
LA ALCALDESA.-
Pues suelta la sin hueso. Abre la
espita. ¿Qué ha ocurrido?
|
CONSUELITO.-
(Sin poder
contenerse.) Una bronca fenomenal. Lucrecia ha reñido con el
Marqués de Pescara, el cual, en una entrevista que tuvieron en la
estufa, debió de insultarla... ¡Cosas tremendas, señores,
que ponen los pelos de punta! ¡Qué tal habrá sido la
gresca, que de ella resultó desafío...!
|
EL CURA.-
Dios nos asista.
|
—358→
|
CONSUELITO.-
La conducta del de Pescara no le
pareció bien al Duquesito de Malinas... Que si esto, que si lo otro, que
patatín y que patatán. Salieron desafiados para la frontera,
donde a estas horas se habrán disparado el uno al otro la mar de
tiros.
|
LA ALCALDESA.-
Pero la causa, el por qué de
toda esa zaragata...
|
EL ALCALDE.-
Vete a saber. Probablemente
celos...
|
CONSUELITO.-
Algún motivo daría
Lucrecia para que el Marqués echara los pies por alto.
|
SENÉN.-
(Vivamente.) No habrá sido la Condesa quien ha
dado el motivo, sino el Marqués, que hace tiempo venía
faltando...
|
EL CURA.-
¡Ah!, tunante; luego tú
sabes... Permítame la señora Doña Consuelo Briján
que ponga en cuarentena todo ese folletín de
La Correspondencia que acá nos
trae...
|
CONSUELITO.-
Mis informaciones, Sr. D. Carmelo, son
siempre
competentemente autorizadas, y
proceden...
|
—359→
|
EL CURA.-
De chismes de lacayos o
marmitones.
|
EL ALCALDE.-
Eso no: el corresponsal de mi prima en
Verola es un punto que sabe su obligación.
|
LA ALCALDESA.-
(Riendo.) Tadea, la planchadora de los Donesteve.
|
EL ALCALDE.-
Y que no se descuida. Larga unas
cartas de seis pliegos, llenos de garabatos, que parecen una alambrera.
Ésta sola los entiende.
|
CONSUELITO.-
Y que no se le escapa nada. Antes de
la gresca, los Donesteve y Lucrecia habían concertado casar a Nell con
el marquesito de Breda, primogénito de Utrech.
|
EL CURA.-
Buena boda. ¿Y a Dolly?
|
CONSUELITO.-
Seguían los tratos para
apalabrarla con el hijo segundo.
|
EL ALCALDE.-
Eso se llama barrer para adentro.
|
LA ALCALDESA.-
¿Y qué más?
|
—360→
|
CONSUELITO.-
La noticia gorda, la bomba final...
¡Ah!, esa no te la digo si no me la pagas en lo mucho que vale.
|
LA ALCALDESA.-
(Riendo.) ¿Qué quieres por ella?
|
CONSUELITO.-
Me has de dar el tarro de dulce de
coco con batata que recibiste ayer de la confitería. Ya sabes que me
muero por el coco.
|
EL CURA.-
(A
carcajadas.) Golosa había de ser.
|
EL ALCALDE.-
Está bueno. ¡Que le den
el dulce por las mentiras!
|
CONSUELITO.-
(Poniendo
morros.) Pues si no me lo dan, no hay caso. No suelto una palabra.
|
LA ALCALDESA.-
Hija, no: lo que es el coco, no lo
catas...
|
CONSUELITO.-
Pues no cataréis vosotros la
miel que tanto os gusta... ¿Ves, ves al curita cómo se relame?...
|
—361→
|
EL CURA.-
(Riendo.) Vicenta, dele usted el tarro, ¡por San
Blas!, porque si no se lo dan, no habla; y si no habla, revienta.
|
LA ALCALDESA.-
Bueno; le cederé la mitad.
|
CONSUELITO.-
Anda, cicatera... Pues la noticia es
que a Lucrecia le dieron como unos siete ataques espasmódicos
seguiditos.
|
EL ALCALDE.-
Bah, bah...
|
CONSUELITO.-
Espérate... Y se tiró de
los pelos, y se abofeteó a sí misma, diciéndose por su
propia boca muchas más abominaciones que han dicho de ella las bocas de
los demás.
|
EL CURA.-
Principio de arrepentimiento.
|
CONSUELITO.-
Como que reconocía que por
haber sido ella tan alegre de cascos pasan estas trifulcas. Y consternada,
medrosa del Infierno, volvió los ojos a la verdad, y... vamos, que se le
ocurrió confesarse.
(Estupor general.)
|
EL CURA.-
(Oficiosamente, a
LA ALCALDESA.) Pásele usted recado,
Vicenta. Dígale que estoy a sus órdenes.
|
—362→
|
CONSUELITO.-
Tarde
piache. Desde Verola mandó un propio a Zaratán.
|
EL ALCALDE.-
Sí, hombre... Hace dos
años, se confesó también con Maroto. Por cierto que
dijimos: «Ya no volverá a las andadas». Pero al poco
tiempo... ¡trómpolis! Lo que hacen estas: vaciar de pecados viejos
la conciencia, para hacer hueco, y poder ir estibando los pecados nuevos.
|
EL CURA.-
(Desconcertado.) Pero entendámonos:
¿mandó aviso a Maroto anunciándole que ella iría a
Zaratán, o le suplicaba que fuese él a Verola?
|
CONSUELITO.-
La carta no lo puntualiza. Está
escrito en una postdata, momentos antes de salir el peatón.
|
EL ALCALDE.-
Bueno; y después de todo,
¿qué nos importa? La
especie de la confesión apenas vale
un cuarto kilo de dulce.
|
EL CURA.-
(Cejijunto.) Sí vale, sí... En fin,
Vicenta, hágame el favor de decir a la Condesa...
|
LA ALCALDESA.-
Al momento voy.
(Entra en la casa.)
|
—363→
|
EL ALCALDE.-
(Oyendo la
campana que anuncia entrada de visitante por la puerta principal del
jardín, al lado opuesto de la casa.) ¿Quién
entra?
|
SENÉN.-
(Que ha
corrido a enterarse.) ¡D. José, D. José!...
|
EL ALCALDE.-
¿Quién es?
|
SENÉN.-
El Prior de Zaratán.
|
EL ALCALDE.-
Que pase a la sala... ¡Y me coge
en zapatillas!...
|
EL CURA.-
(De mal
talante.) Yo le recibiré.
|
|
(Momentos de
confusión.
EL PADRE MAROTO y el cogulla que te acompaña
son recibidos por
D. CARMELO. Preséntase luego
EL ALCALDE; baja
LA ALCALDESA; median las cortesías usuales.
Sube
EL PRIOR a la estancia de
LA CONDESA. Salen nuevamente al jardín los
demás personajes, entre ellos
EL MONJE, a quien anuncia
MONEDERO que el señor
PRIOR y la compañía comerán en
su casa. Alega
D. CARMELO mejor derecho y significación, que
los Monederos reconocen. Después,
CONSUELITO entretiene con ameno coloquio al
MONJE.)
|
LA ALCALDESA.-
Yo espero que después de la
confesión recibirá a los amigos.
|
—364→
|
EL CURA.-
(Displicente.) ¡Y si no los recibe, qué
le hemos de hacer...! Yo predico esta noche. Comenzamos la novena de la
Esperanza, y entre repasar el sermón y vestir un poquito la iglesia, se
me va el día... Me parece que no podré volver.
|
EL ALCALDE.-
¿Y las niñas?
|
LA ALCALDESA.-
Nell estaba con su mamá...
¿Pero no sabes?... Dolly se ha vuelto a la Pardina, sin decirnos nada.
La Condesa me encarga que la mande venir inmediatamente. Quiere que las dos
estén a su lado.
|
EL ALCALDE.-
Lo que digo: es loca esa chicuela.
Anda, Senén; vete a la Pardina y te la traes. Dile que lo manda su
mamá, y que también lo mando yo, el Presidente del Ayuntamiento.
Ya le bajaremos los humos a esa leoncita...
|
|
(La confesión dura cinco cuartos de hora,
determinados reloj en mano por
CONSUELITO y
D. CARMELO. Este se lleva a su casa a los dos frailes,
que resuelven quedarse en Jerusa hasta el día siguiente, porque
EL PRIOR tiene que solventar asuntos varios en el
Ayuntamiento. Alégrase de esta detención
EL CURA, para que puedan oír y apreciar su
sermón de aquella noche dos teólogos insignes.)
|
|
(Vuelve
SENÉN de la Pardina con la incumbencia de que
DOLLY no quiere salir de allí, y que ha hecho
burla del
ALCALDE y de su vara, lo que saca de quicio a
MONEDERO. Le calma su esposa con el razonamiento de
que es muy
—365→
natural que la chiquilla desee comer con su abuelo por última
vez. Transige
D. JOSÉ MARÍA, asegurando que a la
tarde, o viene la fierecilla, o va él a buscarla con la Guardia Civil.
SENÉN, que no se da por vencido con los
repetidos desaires de
LA CONDESA, se va a su casa, prometiendo volver al
plantón a primera hora de la tarde. Es de los que se imponen por el
terror.)
|
|
(A la una comen
LOS MONEDEROS con
NELL y
CONSUELITO. A
LUCRECIA se le sirve en su cuarto. Dan las dos, las
tres...)
|
Escena V |
|
Sala en casa
del
ALCALDE.
|
|
LA ALCALDESA;
EL CONDE, que acaba de entrar; después
NELL.
|
LA ALCALDESA.-
(Aturdida.) Ya me figuro, señor Conde de
Albrit, a qué debo el honor de verle en mi casa.
|
EL CONDE.-
Deseo hablar con Lucrecia. Y no
sé con qué palabras solicitar de usted la benevolencia que
necesito por esta libertad, por esta osadía de mal gusto con que llego a
su casa.
|
LA ALCALDESA.-
¡Oh, señor Conde...!
|
EL CONDE.-
Es que su esposo de usted y yo no
hacemos buenas migas. Anoche hemos cruzado algunas palabras un tanto
mordaces... Si el Sr. Monedero
—366→
me arroja de su casa lo
llevaré con paciencia...
(LA ALCALDESA, sin saber
qué decir, hace con ojos y boca diferentes muecas y
monerías.) Ya no me importa. En el conflicto en que me veo, la
dignidad, ¿qué digo dignidad?, la vergüenza, no significa
nada para mí. Voy derecho a mi objeto con cara insensible, y mi objeto
es...
|
LA ALCALDESA.-
(Recobrando su
aplomo.) Ver a Lucrecia, sí.
|
EL CONDE.-
Y me atrevo a rogar a usted que haga
comprender a su amiga que sólo me mueve a molestarla la necesidad
imprescindible de tratar con ella, sin recriminaciones, un grave asunto de
familia.
|
LA ALCALDESA.-
Yo se lo diré. No dude usted
que hablaré a mi amiga con vivo interés.
|
EL CONDE.-
Gracias, millones de gracias,
señora mía. Carmelo quedó en proporcionarme la entrevista;
mas sin duda sus ocupaciones se lo han impedido. Cansado de esperarle,
deshecho, ardiendo en impaciencia, no he podido refrenar mi temperamento
ejecutivo, y arrostrando el disgusto del señor Alcalde, aquí me
tiene usted...
|
LA ALCALDESA.-
(Decidida a
emplear un lenguaje extremadamente fino.) Abrigo la esperanza de ser
afortunada en la misión que usted me confía. Pero no puedo evitar
—367→
al señor Conde la molestia de esperar un ratito, porque
Lucrecia, que ha venido malísima, en un estado nervioso imposible,
¡ay qué pena!, ha podido al fin conciliar el sueño. La
verdad, no me atrevo a despertarla.
|
EL CONDE.-
(Alardeando de
paciencia.) Aguardaré todo lo que usted quiera: tres días
con sus noches, si fuese preciso. Para mí no es molestia esperar. Si
para usted no lo es tener a este pobre viejo en su casa, aquí me estoy,
sentadito, hasta que mi ilustre nuera se digne mejorar de sus nervios, y
acuerde recibirme.
|
NELL.-
(Entrando con
timidez.) Abuelito, hasta ahora no me habían dicho que estabas
aquí.
|
EL CONDE.-
(Besándola.) Hija mía, vengo a ver a tu
mamá.
|
NELL.-
¡Oh, cuánto sufre la
pobre! Yo te ruego que no hables con ella más que un ratito. Y si
pudieras dejar la conversación para mañana, mejor.
|
EL CONDE.-
Mañana... ¡ah!, estoy muy
viejo. Los viejos no pueden esperar tanto.
|
NELL.-
Lo he dicho pensando que sería
lo mismo para ti.
(El abuelo le da suavemente en la
mejilla.) Porque
—368→
mañana no estará
mamá en disposición de que nos marchemos.
|
EL CONDE.-
¿Tienes prisa?
|
NELL.-
Ninguna. Lo que tengo es una penita de
dejarte... ¡qué pena! Pero yo te aseguro, te doy mi palabra,
¿me crees?... de que siempre que podamos vendremos a verte.
|
EL CONDE.-
(Con profunda
tristeza.) ¡Ojos que te vieron ir...!
|
LA ALCALDESA.-
En buena lógica, debemos
suponer, y aun afirmar, que vendrán.
|
EL CONDE.-
¡Ah! Cuando os encontréis
en ese mundo que ha de aprisionaros con sus mil atractivos y seducciones, no os
acordaréis del viejo Albrit, a quien dejáis en Jerusa aposentado
de limosna.
|
NELL.-
(Abrazándole.) Papaíto de mi alma, no
digas que te olvidamos, porque me enfadaré contigo. Ni yo ni Dolly
podemos olvidarte. Las dos te queremos lo mismo. Te escribiremos cartitas, y
tú a nosotras también, pidiéndonos lo que te haga falta.
¿Qué quieres, qué deseas?
|
EL CONDE.-
Por el momento, que despierte tu
mamá.
|
—369→
|
NELL.-
¡Si está despierta!
Apenas ha dormido veinte minutos.
|
LA ALCALDESA.-
Pues voy allá, oficiando de
introductora de embajadores.
|
EL CONDE.-
Sí, señora, vaya
usted... Se lo agradeceré toda mi vida.
|
|
(Vase
LA ALCALDESA.)
|
NELL.-
(Mirando al
jardín.) Desde esta mañana, tenemos aquí a ese
cataplasma de Senén con la pretensión de que mamá le
reciba.
|
EL CONDE.-
Por lo visto, hay cola. Senén y
yo nos encontramos en igual situación de solicitantes de audiencia; pero
como yo estoy en desgracia, pobre viejo que soy, y regañón
insoportable, verás cómo tu madre atiende a ese lacayo antes que
a mí. Tu abuelo será el último, lo verás... No me
importa, no. Ya dijo nuestro Señor: «Los últimos
serán los primeros». Seamos humildes, aunque, la verdad, se
necesita gran violencia y abnegación grande para ponerse en fila
detrás de Senén.
(Vuelve
LA ALCALDESA y suplica al
CONDE que aguarde un ratito, pues antes
recibirá
LUCRECIA a un postulante importuno.)
¿No te lo dije?
|
LA ALCALDESA.-
No: si es porque se vaya de una vez, y
quitarnos de encima esa mosca.
|
—370→
|
EL CONDE.-
Bueno. Vaya delante la mosca. Luego
pasará el moscardón...
(Siente subir a
SENÉN.) Ya sube ese hombre. Dios le
dé lo que no tiene: la santa concisión.
|
|
(Asómase a la puerta
EL ALCALDE, que, como ha vuelto a ponerse las
zapatillas, puede aproximarse sin hacer ruido. Contempla con burlona sonrisa al
CONDE.)
|
Escena VI |
|
Gabinete alto en la misma casa.
|
|
LUCRECIA, recostada en un
sofá con gatuna indolencia, sin corsé, suelto y en desorden el
cabello. Su rostro desmejorado, y el centelleo insano de sus bellos ojos, son
el rastro de la furiosa tempestad;
SENÉN, que, respetuoso, permanece en la
puerta.
|
LUCRECIA.-
(Impaciente y
altanera.) Pasa y cierra... Pero no te acerques. Quédate
ahí. Traerás, como siempre, tus endiablados perfumes.
|
SENÉN.-
Dispense la señora... He puesto
mi ropa al aire...
|
LUCRECIA.-
(Desdeñosa.) No te aproximes...
¿Qué quieres? Dímelo pronto. Ya ves qué mala
estoy.
|
SENÉN.-
(Con falsa
humildad.) Ya debe suponer la señora que vengo a...
|
—371→
|
LUCRECIA.-
Aquello no ha podido ser.
|
SENÉN.-
Ya lo sé. Han nombrado a otro.
Por eso digo que vengo a quejarme.
|
LUCRECIA.-
(Con
acritud.) ¡A quejarte! ¿De qué? Pues eso me
faltaba. ¿Crees que tengo yo en mi mano los destinos, las fianzas, y
todo eso que ambicionas?
|
SENÉN.-
(Sacando las
uñas.) La señora no ha conseguido la fianza, que era lo
principal, porque no ha querido. Teniendo la fianza, la plaza es lo de menos.
Ya tenemos otra vacante de agente ejecutivo.
|
LUCRECIA.-
¿Y cómo había de
conseguir yo la fianza?
|
SENÉN.-
(Tragando
saliva.) Ya, ya sé que al señorito Ricardo no
podía pedírsela... No se enfade la señora: yo me pongo en
lo razonable... A D. Ricardo no era posible... Pero con que la señora
hubiera dicho al Duque de Utrech: «Señor Duque,
quiero...».
|
LUCRECIA.-
(Interrumpiéndole.) ¿Pero de
dónde sales tú? En ese mundo de tu ambición
ridícula se pierde, por lo visto, toda noción de la realidad.
Está bien: yo no tengo
—372→
más que hacer que importunar
a todos mis amigos, pidiendo fianzas para este gaznápiro.
|
SENÉN.-
(Escondiendo
las uñas.) Sí, ya sé... la señora no
puede... ¡Qué le hemos de hacer! Es difícil... y
además, ¿quién soy yo para que la señora se moleste
por mí? No, no lo pretendo. Los servicios que he prestado a la Condesa
de Laín, mi lealtad a toda prueba, ¿qué valen?
|
LUCRECIA.-
(Con
arrogancia.) Tus servicios bien pagados están. Ea, me canso ya
de contemplaciones. Senén, no te debo nada.
|
SENÉN.-
(Erizándose el pelo.) Bueno... sea como la
señora dice. Yo me callo. Eso he hecho yo toda mi vida, callarme; y de
tanto callar, me veo tan atrasado en mi carrera... de tanto callar, sí,
señora; y si quieren que lo pruebe, lo pruebo.
|
LUCRECIA.-
Tu silencio me importa ya tan poco,
que no doy nada por él... No me tiene cuenta.
|
SENÉN.-
(Agachándose para dar el salto, los verdes ojuelos
centelleando.) Eso quiere decir que la señora en nada estima mi
fidelidad, esta fidelidad de perro, que no tiene igual... y lo pruebo.
|
LUCRECIA.-
Lo que estás probando tú
es mi paciencia.
|
—373→
|
SENÉN.-
(Acobardado
nuevamente, sin atreverse más que a desenvainar las uñas de sus
patas delanteras.) No molesto más. Aunque la señora me da
este pago, yo no le haré ningún perjuicio. Pero, en justicia,
bien podría desquitarme. Como soy tan caballero, me he perjudicado por
guardarle la consecuencia, por poner arrimos a su decoro, por custodiarle los
secretos, por tapar la boca de todos los que hablaban de ella... lo que la
señora no debiera oír...
(En su cobardía, no hace
más que enseñar los colmillos, y tirar levemente la
zarpa.) Vamos, que ni por su madre haría ningún hombre lo
que yo he hecho. De suerte que si la señora dice que no le
importa...
|
LUCRECIA.-
No me importa. Vete pronto.
|
SENÉN.-
Pues bien puedo jurar que a mí
me importa menos.
|
LUCRECIA.-
Bastante tiempo he sufrido a este
animalucho siniestro, con sus garras clavadas en mí. Ya no más.
Si no sales pronto, llamaré para que te arrojen a escobazos.
|
SENÉN.-
No alborote, no alborote, que es
peor.
|
LUCRECIA.-
(Furiosa,
tirando de la campanilla.) ¿Cómo que es peor?
¡Trasto, si no te vas...!
|
|
(Entran precipitadamente una
CRIADA,
LA ALCALDESA, después
EL ALCALDE.)
|
—374→
|
SENÉN.-
(Turbado por
la rabia.) Si no digo nada; si yo... si es que...
|
LUCRECIA.-
Por favor, arrójenme de
aquí a este hombre, y a su paso vayan echando ácido
fénico.
|
EL ALCALDE.-
(Con un
castañeteo de lengua, como el que se emplea para despedir a un
perro.) ¡Eh... tú...!
|
SENÉN.-
(Al salir,
todo uñas, bufando.) Ácido fénico... Por donde
ella vaya... hace más falta... y lo pruebo.
|
Escena VII |
|
LUCRECIA,
EL ALCALDE,
LA ALCALDESA, después
NELL.
|
LA ALCALDESA.-
Hija, si llego yo a sospechar esto,
cualquier día le dejo pasar.
|
LUCRECIA.-
(Tranquilizándoles.) No; si es mejor
así. Se me ha resuelto un absceso; me he sacado una muela, que me
dolía horriblemente.
|
EL ALCALDE.-
Pues digo, lo que le espera a usted
ahora, mi querida Lucrecia.
|
—375→
|
LA ALCALDESA.-
¡Ah!, el león... Hija
mía, no he podido evitarlo... ¿Qué había de
decirle?
|
EL ALCALDE.-
Pues muy claro: que llamara a otra
puerta. ¡Ah!, si soy yo quien le recibe...
|
LUCRECIA.-
(Sorprendiendo
a todos con su inesperada serenidad y alegría.)
¿Queréis que os diga la verdad? Pues mi ilustre suegro, que me
inspiraba un pavor horrible, ya no... Es raro... Vamos, que ya no le temo.
|
NELL.-
(Entrando a la
carrera.) Mamita, por más que le digo al abuelo que
mañana, insiste en que ha de verte hoy.
|
LUCRECIA.-
Hoy, sí...
|
LA ALCALDESA.-
¿Le digo que...?
|
LUCRECIA.-
(A
NELL.) Ve tú, hija, y
suéltame al león.
(Sale
NELL gozosa, y se precipita por la
escalera.)
|
EL ALCALDE.-
Nos pondremos todos en guardia
detrás de esa puerta, ¡trómpolis!, y en cuanto oigamos el
menor rugido...
|
—376→
|
LUCRECIA.-
(Con
locuacidad nerviosa.) No es necesario... ¿No me ven tan
tranquila? Me siento ahora muy bien, despejada, casi alegre, y con ganas de ver
a mi papá político, y de pasarle la mano por la melena... Es que
mi espíritu se ha refrescado, soy otra... aire nuevo en mí.
(Óyese el tardo paso de
ALBRIT en la escalera, y la vibrante voz de
NELL.) El león sube. ¡Pobre
viejo!... Ya, ya está aquí... Ya llega... Déjenme sola con
él.
|
EL ALCALDE.-
Por aquí.
(Vanse por la puerta de la
alcoba.)
|
Escena VIII |
|
LUCRECIA,
EL CONDE.
|
EL CONDE.-
Siento infinito molestar a una persona
que, según me dicen, no está bien de salud.
|
LUCRECIA.-
(Que permanece
en pie.) Me siento mejor. Tome usted asiento.
|
EL CONDE.-
¿Y usted en pie?
|
LUCRECIA.-
(Un tanto
cohibida.) Como por encanto se me ha quitado la pereza. Ya sabe usted
que estos arrechuchos nerviosos... la epidemia de las señoras... de
improviso nos acometen y de improviso también se nos pasan.
|
—377→
|
EL CONDE.-
(Suspicaz.) Lo celebro mucho.
|
LUCRECIA.-
Enfermamos como heridas del rayo, y
basta una vibración del aire para ponernos buenas. De la espantosa
crisis sólo me queda cierta alegría interna, y un deseo
ardientísimo, irresistible...
|
EL CONDE.-
(Suspenso.) ¿Qué...?
|
LUCRECIA.-
El deseo de besarle a usted la mano...
(Se arrodilla y le besa la mano una y
otra vez.) y de pedirle perdón por las injurias que aquel
día triste le dirigí.
|
EL CONDE.-
(Queriendo
levantarla.) Lucrecia... ¿qué es esto?...
(Por un momento cree que es burla; pero
no tarda en advertir la sincera emoción de la dama.)
|
LUCRECIA.-
Mi única pena es que usted
sospechará quizá... que le engaño.
|
EL CONDE.-
No, no; creo que es verdad...
|
LUCRECIA.-
(Que se
levanta, enjugando sus lágrimas.) Necesito explicar a usted
cómo ha venido esta crisis... sacudimiento moral, revolución
—378→
de todo mi ser...
(Se sienta. Su lenguaje es cortado,
febril.) Los temblores de tierra trastornan el suelo... Una
catástrofe horrible en mis sentimientos me ha trastornado a mí,
me ha hecho morir y revivir en menos de dos días... ¿Es esto
nuevo? Yo creo que no. Ha ocurrido mil veces... Fácilmente lo
comprenderá usted... Un desengaño de los que anonadan... la
perfidia de un hombre... tempestades del alma que todo lo destruyen y todo lo
iluminan. Mi dolor ha sido como un incendio entre las ruinas... He visto mi
conciencia... la he visto. Ya sé que no debo ser la que he sido, y estoy
decidida a ser otra.
|
EL CONDE.-
¡Bendito desengaño,
bendita convulsión del alma, que trae el arrepentimiento!
|
LUCRECIA.-
Pero el arrepentimiento, lo reconozco,
necesita probarse. Por eso digo: «Espere usted y
verá...».
|
EL CONDE.-
(Gozoso.) Pues lo veremos... y pronto... Si el
arrepentimiento es verdad, nos lo dirán los hechos.
|
LUCRECIA.-
Y aguardando confiada los hechos, he
querido dar a mi enmienda una sanción soberana, una garantía que
asegure mi convicción y la de los demás.
(Pausa.) Hoy he confesado con el
Padre Maroto.
|
—379→
|
EL CONDE.-
(Gratamente
sorprendido.) ¡Ah!... ya me dijo la niña que estuvo
aquí el Prior... Mas no sospeché...
|
LUCRECIA.-
No tenía sosiego, no
podía vivir mientras no descargara mi alma de la horrible balumba...
¡Qué alivio, qué consuelo!
|
EL CONDE.-
Me da usted una grande
alegría... Por de pronto, ¡qué situación tan
distinta de aquélla... la última vez que hablamos en la
Pardina!
|
LUCRECIA.-
En efecto, yo he variado
radicalmente.
|
EL CONDE.-
Yo también.
|
LUCRECIA.-
¿Usted? ¡Ah!, sí,
se ha despejado su razón, y ya no piensa en hacerme las terribles
preguntas que en aquella conferencia me hizo.
|
EL CONDE.-
Mi razón no ha estado nunca
turbada. ¿Y por qué no había de repetir yo en esta
ocasión la pregunta que usted llama terrible? Ya no lo es. Su estado de
conciencia facilita la respuesta, que sería la confirmación de lo
que sospecho, de lo que sé... porque al fin, Lucrecia, he podido
descubrir...
|
—380→
|
LUCRECIA.-
(Con serena
frialdad.) Hoy no puedo incomodarme, señor Conde. No abuse usted
de que estoy desarmada...
|
EL CONDE.-
Incomodarse..., ¿por
qué?
|
LUCRECIA.-
Porque viene usted a remover en mi
corazón heces muy amargas, a trastornar de nuevo mi espíritu,
queriendo penetrar los misterios más profundos del alma y de la
Naturaleza... Eso, señor mío, eso que aun de nosotras mismas
quisiéramos recatar, porque el pensarlo sólo nos avergüenza,
eso, a que no doy nombre, porque si lo tiene yo lo ignoro...
(Con solemnidad.) ya lo he dicho a
Dios, único a quien debo decirlo... Y crea usted que, para expresarlo,
he tenido que violentar mi voluntad de un modo espantoso. Todo el que no sea
Dios es un extraño, es un profano, sin derecho ninguno a recibir
declaración tan grave. Ni una palabra más.
(Pausa.)
|
EL CONDE.-
(Gravemente.) Sea. Ni una palabra más.
Reconozco la extremada delicadeza del asunto, y no puedo menos de respetar el
sosiego reparador en que hoy se halla su espíritu. No insisto. Ni es
justo que la martirice exigiéndole una manifestación dolorosa,
toda vez que lo que usted había de decirme... ya lo sé.
|
LUCRECIA.-
(Desconcertada.) ¡Que lo sabe!
|
—381→
|
EL CONDE.-
Sí.
(Pausa. Ambos se miran.)
|
LUCRECIA.-
Pues si lo sabe, es más
generoso no preguntármelo.
|
EL CONDE.-
(Muy
tranquilo.) Es verdad. A generoso no me gana nadie. Ahora conviene que
haga usted alarde de hidalguía, Lucrecia. Si le satisface que crea yo en
su arrepentimiento, empiece usted por ser magnánima, aceptando la
proposición que voy a hacerle.
|
LUCRECIA.-
¡Proposición!
|
EL CONDE.-
No he venido a otra cosa. Su
conformidad con mi deseo establecerá la concordia inalterable de
nuestras almas... En suma, quiero que partamos el bien que Dios nos ha dado:
las niñas. Una para usted, la otra para mí.
|
LUCRECIA.-
(Con profunda
intención, que disimula.) ¡Para usted!...
(Pausa.) ¿Cuál?
|
EL CONDE.-
Acceda usted a la partición, y
después escogeré. ¿A las dos quiere usted lo mismo?
|
LUCRECIA.-
Lo mismo: son mis hijas.
|
—382→
|
EL CONDE.-
Yo no puedo decir lo propio: las dos
no son mis nietas.
|
LUCRECIA.-
(Con
temor.) Otra vez la tremenda interrogación.
|
EL CONDE.-
Otra vez, y siempre... Llévese
usted a una de las dos, y déjeme a mí la otra, la que yo
quiera.
|
LUCRECIA.-
¡Dejarla aquí, en poder
de usted, y sola con usted! Señor Conde de Albrit, eso es imposible.
Además, me hace falta el amor de mis hijas.
|
EL CONDE.-
(Fríamente.) Y a mí el de mi nieta.
Tengo derecho a ese consuelo.
|
LUCRECIA.-
Hoy es indispensable que las dos
estén a mi lado, por muchas razones. No sólo debo atender a su
porvenir, sino a la salud de mi alma, a mi corrección, en una palabra.
Como las plantas necesitan aire y luz, yo necesito el cariño de esas dos
criaturas, que fundiré en un solo cariño.
|
EL CONDE.-
(Vivamente.) No son iguales para usted.
|
—383→
|
LUCRECIA.-
(Con
firmeza.) Lo son... Otra vez clava usted los ojos de su alma en lo que
para usted será siempre tremendo enigma... Son iguales, y si no lo
fuesen, yo haré que lo sean. Por nada de este mundo me separo de
ellas.
|
EL CONDE.-
(Con
desconsuelo.) ¿Y yo...?
|
LUCRECIA.-
En ninguna situación
será el Conde de Albrit un extraño para mí. Nell y Dolly
vendrán conmigo a verle... en la temporadita de verano... y usted, como
ahora, a las dos las querrá por igual... por igual. Esa es
condición indispensable para la concordia de nuestras almas, de que
usted me hablaba. Dejemos el misterio allá, ante Dios que lo ve, y
atengámonos a la realidad... convencional, a la realidad de la ley.
|
EL CONDE.-
(Con
arranque.) No... ¡Maldita sea la ley...! La Naturaleza...
|
LUCRECIA.-
¡La Naturaleza, no... la
ley!
|
EL CONDE.-
(Encrespándose.) No, no. Abomino de una ley
infame. Quiero a mi nieta; me pertenece, la reclamo, y usted me la dará.
|
—384→
|
LUCRECIA.-
A mí me pertenecen las dos: las
he llevado en mi seno.
|
EL CONDE.-
(Con
desesperación, clavándose en el cráneo los dedos de ambas
manos.) ¡Triste de mí! Lucho con la ley, lucho con la
madre... contienda imposible...
|
LUCRECIA.-
(Con
tesón, levantándose.) Y ni como madre, ni como tutora
puedo acceder a lo que mi padre político pretende.
|
EL CONDE.-
¿Será usted capaz de
rechazar mi proposición, de desairarme, de negar lo que pide el
infortunado Albrit?
|
LUCRECIA.-
Con grandísima pena me veo
precisada a negarlo. Mis hijas son mis hijas. A ellas les conviene el calor
maternal, y a mí el cariño y la presencia continua de entrambas
para vivir en paz con Dios, y asegurarme la rectitud de mi alma. La una es mi
deber, la otra mi error. Mi conciencia necesita los dos testigos, las dos
presencias, para que yo pueda tener siempre entre mis brazos, sobre mi
corazón, mis buenas y mis malas acciones.
|
EL CONDE.-
(Atribulado.) Y entre mis brazos y en mi
corazón, la soledad, el horrible vacío.
(Levantándose, altanero.)
No,
—385→
no, Lucrecia, no me conformo... Por Dios, no me lance usted a la
desesperación.
|
LUCRECIA.-
Sea usted razonable.
|
EL CONDE.-
(Suplicante.) Sea usted generosa.
|
LUCRECIA.-
Soy madre...
|
EL CONDE.-
(Exaltándose.) Soy abuelo, soy viejo...
Necesito familia, amor.
|
LUCRECIA.-
En mí y en mis hijas lo
tendrá.
(Con una idea feliz.)
Última palabra: véngase usted con nosotras.
|
EL CONDE.-
¡Con usted... con las dos!
¡Nunca!
|
LUCRECIA.-
¡Loca obstinación!
|
EL CONDE.-
(Brioso.) Entereza, sentimiento del honor.
|
LUCRECIA.-
Demencia.
|
EL CONDE.-
Si es demencia, maldita sea la
razón.
|
—386→
|
LUCRECIA.-
Yo arreglaré la vida de
usted... yo...
|
EL CONDE.-
(Inflexible.) Sin lo que pido, sin mi nieta, no quiero
nada.
|
LUCRECIA.-
No tardará el viejo Albrit en
renegar de esa independencia, impropia de su edad y de su situación.
Acójase a mí, o su vejez será muy triste.
|
EL CONDE.-
Nada me arredra... nada temo. Lo mismo
me importa la vida que la muerte.
(Implorando.) Lucrecia, por
última vez...
|
LUCRECIA.-
No insista usted... Se cansa en
vano...
|
EL CONDE.-
Bien: no diré nada más.
Ni está en mi carácter extremar la súplica... Lucrecia,
adiós para siempre.
|
LUCRECIA.-
Eso es locura.
|
EL CONDE.-
(Trémulo, balbuciente.) Sí, sí...
y los locos pacíficos... cuando no se les da lo que piden, hacen lo que
yo... se van. Mas no saldré sin decir a usted que no veo, que no toco el
cambio moral que debía ser resultado de su arrepentimiento. No. Lucrecia
Richmond
—387→
es siempre la misma... Confesada y sin confesar, la
misma siempre... No creo que la haya perdonado Dios... ¡No la ha
perdonado, no la ha perdonado, no, no!...
(Sale con vivísima
agitación. Se siente su paso inseguro por la escalera. Baja
agarrándose al pasamanos.
LUCRECIA, muy agitada, cae en el sofá
llorosa. Acuden presurosos a ella
MONEDERO y su esposa.)
|