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ArribaAbajoEscena IX

 

LUCRECIA, EL ALCALDE, LA ALCALDESA; después NELL.

 

EL ALCALDE.-   ¿No lo decía yo? ¿Ha sacado la zarpa?... Si estoy por bajar, y aplacarle un poquito los humos.

LUCRECIA.-   No, no... ¡Pobre viejo!... Es muy sensible que no pueda yo acceder a lo que pretende. Dejarle.  (Atendiendo al ruido de los pasos.)  ¿Se caerá en la escalera? Vicenta, mande usted que le acompañe alguien.

 

(Sale LA ALCALDESA a dar órdenes.)

 

EL ALCALDE.-   De veras, ¿no se ha desmandado?

LUCRECIA.-   No... Debemos compadecerle, cuidar de él con todo el cariño del mundo.

LA ALCALDESA.-    (Que ha visto alejarse al CONDE.)  El pobrecito llora... Parece que no puede tenerse en pie. Pero se resiste a que le acompañe un criado. Quiere andar solo.

  —388→  

LUCRECIA.-   Solo... ¡Qué dolor! ¡Triste ancianidad!...  (Sintiendo perturbado su espíritu.)  ¡Oh, Dios mío!, ¿dónde está la paz que diste a mi alma? Ese hombre me la quitó... Es el agitador de mi conciencia... ¡Otra vez el tumulto en mi mente... otra vez la ansiedad, el temor, la duda!...  (Consternada, alza los brazos, echa la cabeza hacia atrás, cierra los ojos.) 

LA ALCALDESA.-   ¿Otra vez mal, amiga mía?

EL ALCALDE.-   Que venga el médico.

LA ALCALDESA.-   Al instante.

LUCRECIA.-   Los dos... Que vengan los dos médicos. Quiero ver al Prior... Que vuelva.

EL ALCALDE.-    (Oficiosamente.)  Mandad recado a la Rectoral: allí estará.

LUCRECIA.-    (Agitadísima.)  Sí... yo no quiero ser mala; no quiero padecer... quiero curarme. Se renueva la herida. Meteré la mano en ella, y si duele, que duela; y si con el dolor se me acaba la vida, que se   —389→   acabe. ¿Dónde está mi hija? Nell, alma mía.  (Entra NELL y se arroja en sus brazos llorando.)  Ven, abrázame. ¿Verdad que no te separarás de mí, que no quieres separarte de mí?

NELL.-    (Con emoción infantil.)  Nunca, nunca.



ArribaAbajoEscena X

 

Calle de Potestad, callejón del Cristo. Anochece.

 
 

EL CONDE, que avanza con lentitud, vacilante, tentando las paredes; después, D. PÍO.

 

EL CONDE.-   Ya lo veo, ya lo veo; es lo único que veis, ojos míos... que estoy de más en el mundo. ¡Pobre Albrit, tu vida termina...! «Imposible, ha dicho esa mujer, imposible...». Y ese imposible cierra todo espacio a la esperanza... Ya no hay esperanza... Vida, te acabaste; alma, vete de aquí... El monstruo me ha negado mi consuelo, me roba el único bien de mi triste vejez... Señor, Dios mío, ¿qué delito he cometido para caerme en este abismo de desolación?... ¡No poder estrechar entre mis brazos a mi hija, a mi Dolly, retoño preciosísimo de mi raza, flor nueva de una familia que no debe extinguirse!... ¡Y se la lleva... se las lleva a las dos, quizás para envilecerlas!... Porque no creo en su arrepentimiento, no. Se siente abrumada por las terribles consecuencias de sus pecados... le duele el mal... y cuando el pecado duele,   —390→   el pecador llora... Sus clamores quieren decir dolor, opresión, empacho del vicio; mas no quieren decir arrepentimiento. Cuando el glotón se indigesta, maldice la comida; pero pasa el mal y vuelve a comer... No creo en tu enmienda, diablo harto de carne, ni creo que te haya perdonado Dios... No, a Dios no le engañas... ni tampoco al viejo Albrit... ¿Verdad, Señor, que no la has perdonado?  (Detiénese bajo un farol y vuelve los ojos al cielo.) 

D. PÍO.-    (Parado en la acera de enfrente, contemplándole.)  ¡Albrit!

EL CONDE.-   ¿Quién me llama? Conozco esa voz; es voz familiar.

D. PÍO.-    (Acercándose.)  Soy Coronado, tu amigo... quiero decir el amigo de usía.  (Le abraza.) 

EL CONDE.-   ¡Ah!, mi único amigo quizás... Ven, acompáñame. ¿En dónde estamos? Mi Jerusa también se vuelve contra mí, y me trastorna con el cariz nuevo de sus calles reformadas.

D. PÍO.-    (Guiándole.)  Por aquí. Si va usía a la Pardina, entremos por el callejón del Cristo.

EL CONDE.-   No sé a dónde voy... ¿Es de noche ya?

  —391→  

D. PÍO.-   Sí, señor. Júpiter está encendiendo los faroles.

EL CONDE.-   ¿Quién es Júpiter?

D. PÍO.-   El farolero, señor. Se llama Jove, Pepe Jove, y yo por broma le llamo Júpiter, aunque más le cuadraría Baco, porque es el primer borracho de Jerusa.

EL CONDE.-    (Abismado en sus reflexiones.)  ¡Noche triste, más triste que aquella en que nos reunimos en el Páramo! No hay humano juicio que pueda discernir esta noche cuál de los dos es más desgraciado.

D. PÍO.-   ¡Ah, señor!, ahora y siempre, Coronado se lleva la palma. Y lo comprendería el señor Conde, si ver pudiera las magulladuras y cardenales de mi cara, donde esas condenadas han escrito esta tarde, con sus uñas, la maldad de sus corazones.

EL CONDE.-   ¿Qué me dices?

D. PÍO.-   Me han insultado, clavándome sus garras en el rostro; me han herido en la cabeza con una palmatoria... me han tenido todo el día sin comer. Gracias que en casa de un amigo me dieron estos pedazos de pan...

  —392→  

EL CONDE.-   ¿Y no las matas? Si malo es ser bueno, peor es no ser hombre.

D. PÍO.-    (Con desprecio de sí mismo.)  Albrit amigo, yo no soy hombre... yo no sé lo que soy.

EL CONDE.-   Mátalas.

D. PÍO.-   ¿Matar yo?... Ni un mosquito ha recibido la muerte de mi mano. Que las espachurre Dios si quiere... Y usía, señor D. Rodrigo, tenga la dignación de acabar conmigo esta noche, porque ya no puedo más, ya no aguanto más. Coronado no ha de ver salir el sol de mañana, porque ese sol significaría más vida; significaría luz, aire, sonido, y yo quiero... ver las tinieblas, oír el silencio.  (Pateando con desesperación.) 

EL CONDE.-   Así me gusta. ¿De modo que estás decidido?

D. PÍO.-   Tan decidido, que todo lo he dispuesto. Escribí la carta, en la que digo que a nadie se culpe de mi muerte, y no me he vestido de limpio, porque esas bribonas me han empeñado la ropa... ¿Pero qué me importa la ropa, si esta noche he de acabar? Ahora iba yo en busca de usía para que me cumpliera lo ofrecido.

  —393→  

EL CONDE.-    (Cogiéndole por un brazo y sacudiéndole con nerviosa fuerza.)  Sí... lo haré, lo haré con toda el alma... Me siento esta noche... no sé... me siento criminal.

D. PÍO.-   No será un crimen, sino favor.

EL CONDE.-    (Con gran vehemencia.)  Sí... morirás, Pío; caerás rodando por el cantil... antes de llegar al fondo del abismo, te harás pedazos. Morirás, sí. El hombre extremadamente bueno debe morir. Es una planta viciosa, estéril... Sí, bendito Coronado: verás con qué gracia y con qué denuedo te arrojo a la sombría inmensidad como si lanzara una pelota. Aún tengo vigor para eso y para mucho más...

D. PÍO.-    (Tocando las castañuelas.)  Ahora mismo, si usía quiere...

EL CONDE.-   No, ahora no. Tengo que ver a mi Dolly, a mi adorada Dolly... quiero darla el último adiós, comérmela a besos... sí, lo que se llama comérmela... Abur, Coronado, no me sigas. Puedo andar solo.

D. PÍO.-   Espero a Vuecencia...

EL CONDE.-   En el Páramo.

  —394→  

D. PÍO.-   Más seguro será en las Tres Cruces, al extremo de la calleja que sube a Santorojo, a la entradita del bosque.

EL CONDE.-   Bueno... Iré. Déjame ahora.

D. PÍO.-   ¿No quiere usía que le acompañe?

EL CONDE.-   No... ya estoy cerca.

D. PÍO.-   Todo seguido. Allí se ve una luz: es la Pardina... Adiós.

EL CONDE.-   Hasta luego.  (Renqueando, se pierde en la obscuridad. Después de verle entrar en la Pardina, D. PÍO se aleja.) 



ArribaAbajoEscena XI

 

Habitación del CONDE en la Pardina.

 
 

EL CONDE, VENANCIO, GREGORIA; después SENÉN.

 

VENANCIO.-    (Que entra y ve al CONDE revolviendo en su maleta.)  ¿Qué hace el señor Conde?

EL CONDE.-   Ya lo ves: recojo algunos papeles que deseo llevar siempre conmigo.

  —395→  

GREGORIA.-    (Alarmada.)  ¿A dónde va usía?

EL CONDE.-   A donde a vosotros no os importa. ¿Por qué no viene Dolly? Dos veces la he mandado llamar.

VENANCIO.-   Ahora vendrá.

EL CONDE.-   Pues voy a donde quiero. A vosotros os bastará saber que os dejo en paz.

VENANCIO.-    (Premioso, rascándose la cabeza.)  Me alegro de que el señor Conde facilite la separación, porque yo vengo a decir a Vuecencia... que... que no puede seguir en mi casa.

GREGORIA.-   Nada más que por el carácter soberbio del señor Conde... que por lo demás...

EL CONDE.-   Sí: mi carácter altanero no se aviene con el vuestro, tan suave, tan pacífico.

VENANCIO.-   Por lo cual he determinado que Su Excelencia se aloje en donde guste, fuera de mi casa... Por esta noche puede quedarse; pero mañana...

  —396→  

EL CONDE.-    (Con dulzura, resignado y calmoso.)  Esta noche misma: no te apures. Tú te quedas en tu Pardina, y yo me voy... a donde me acomode. No hablemos más. Al fin y a la postre, tengo que agradeceros la hospitalidad que me habéis dado.

VENANCIO.-   Nada tiene Vuecencia que agradecernos. Lo que me duele es que no hayamos podido hacer buenas migas.

EL CONDE.-   Las migas hacedlas vosotros... y que os aprovechen... Os pido el último favor. Traedme a Dolly. Los minutos que paso sin verla me parecen siglos.

VENANCIO.-   Vamos.

EL CONDE.-    (Sintiendo ruido en la puerta.)  ¡Ah!, ella es...

SENÉN.-    (Entrando.)  Soy yo, señor...

EL CONDE.-   ¡Maldito seas!  (Exaltado.)  ¡Que venga Dolly, que venga al instante!

SENÉN.-    (Aparte a VENANCIO y GREGORIA.)  Dejadle conmigo. No hará nada, y en todo caso, yo sabré ponerle como un guante.

 

(Se van GREGORIA y VENANCIO.)

 

  —397→  

ArribaAbajoEscena XII

 

EL CONDE, SENÉN; después GREGORIA.

 

EL CONDE.-    (Receloso, altanero.)  ¡Ah!... te dejan aquí, como de guardia, por temor de que yo...

SENÉN.-   No, señor: vengo... porque es de todo punto indispensable que hable dos palabras con usía.

EL CONDE.-   ¿Conmigo?... ¿Palabritas tú? No: tú vienes a vigilarme. Creen que voy a pegar fuego a la casa... No, Senén; yo no hago mal a nadie.  (Óyense gritos lejanos de DOLLY, llorando, pidiendo socorro.)  ¡Oh!, ¿qué es eso?... ¡Dolly grita... llama! ¿Es su voz... o estoy yo loco y no sé lo que escucho?... Infames, ¿qué hacéis a mi hija, a mi Dolly?  (Furioso, se precipita hacia la puerta. Cesan las voces.) 

SENÉN.-    (Cortándole el paso.)  Deténgase usía. Ya no puede evitarlo.

EL CONDE.-   ¿Qué?

SENÉN.-   Que se la llevan.  (Mira por la ventana.)  Ya, ya salen con ella.

 

(Corre ALBRIT a la ventana.)

 

EL CONDE.-   ¡Bandidos, ladrones!  (Vuelve a la puerta.) 

  —398→  

SENÉN.-    (Sujetándole.)  Deténgase, y óigame un instante.  (Cierra la puerta y quita la llave.) 

EL CONDE.-    (Amenazante.)  ¿Qué haces?... ¡Me encierras!

SENÉN.-    (Agitadísimo.)  Una palabra, señor Conde, una sola, y usía comprenderá que quiero prestarle un gran servicio... Yo le explicaré...

EL CONDE.-   Pronto.

SENÉN.-   La niña... Su madre la mandó llamar; no quiso ir... Ha venido el Alcalde con toda su fatuidad, y con una pareja de la Guardia Civil, y se la ha llevado.

EL CONDE.-    (Fuera de sí.)  Ábreme ese puerta, o te mato ahora mismo. Ciego, aún tengo vigor para defenderme, para defender el ser amado. Ábreme te digo.  (Coge una silla, decidido a estrellársela en la cabeza.) 

SENÉN.-    (Trémulo.)  Abriré... pero antes... quiero deshacer el grave error de usía.

EL CONDE.-   Habla... pronto.

  —399→  

SENÉN.-   Usía, movido del honor, ha pretendido descorrer el velo, señor; descorrer el velo...

EL CONDE.-   Acaba.

SENÉN.-    (Sudando la gota gorda.)  El velo ¡ay!, para descubrir la verdad, el endiablado secreto de la familia.

EL CONDE.-   Sí.

SENÉN.-   Y usía no ha visto nada.

EL CONDE.-   Sí he visto.

SENÉN.-   Lucrecia no ha querido decir a su padre político la verdad... Ese secreto, señor Conde, no lo posee más que un hombre en el mundo, y ese hombre soy yo.

EL CONDE.-   ¡Tú!

SENÉN.-   Yo, que lo oculté, y ahora lo revelo. La hija falsa, la hija espúrea... es Dolly.

  —400→  

EL CONDE.-    (Aterrado.)  ¡Oh!... No, no... ¡Tú mientes!  (Poseído súbitamente de un furor trágico.)  Lacayo vil, tú mientes, y yo... ahora mismo,  (Se arroja sobre él, clavándole ambas manos en el cuello.)  ¡te ahogo, rufián!  (Forcejean. EL CONDE, aunque anciano, es mucho más vigoroso que SENÉN; le arroja al suelo, y oprimiéndole con el peso de su cuerpo, le acogota.)  ¡Villano, serpiente!... te mato, te ahogo, te aplasto.  (Breve y formidable lucha.) 

SENÉN.-    (Que al fin, con gran trabajo, logra desasirse del CONDE.)  ¡Qué furor!... ¡Así paga mi servicio! Tengo pruebas.

EL CONDE.-   Tus pruebas son falsas.

SENÉN.-   Ahora lo veremos.

EL CONDE.-   ¡Falsario, traidor! Dolly es mi sangre.

SENÉN.-    (Trémulo, descompuesto el rostro y el cabello, registrándose los bolsillos.)  Aquí, aquí la verdad, señor... Tan verdad como que hay Dios.  (Saca un paquetito de papeles.) 

EL CONDE.-   Venga.  (Arrebata el paquete que muestra SENÉN, lo deshace, abre un pliego, intenta leer aproximándose a   —401→   la luz.)  No veo... no veo...  (Con desesperación.)  ¡Dios mío, luz a mis ojos; quiero luz!... Este hombre me engaña.

 

(Llaman a la puerta. Óyese la voz de GREGORIA.)

 

SENÉN.-   Aguarde un poco.

EL CONDE.-    (Consternado, indeciso.)  No veo... Toma, toma tus papeles...  (Se los da, y luego los retira.)  No... léemelo tú... pero no me engañes.

GREGORIA.-    (Golpeando la puerta.)  Abrir... Abre, Senén.

EL CONDE.-   ¡Qué importunidad!

SENÉN.-    (Recogiendo sus papeles de manos del CONDE.)  Luego los veremos.

EL CONDE.-    (A GREGORIA, que sigue llamando.)  ¿Qué demonios quieres?

 

(GREGORIA dice dentro algo que ALBRIT no entiende. SENÉN aplica su oído a la cerradura.)

 

SENÉN.-   Dice que han traído una carta de la Condesa.

EL CONDE.-   ¿Para mí?... Venga pronto.  (Abre SENÉN. Entra GREGORIA y da una carta al CONDE, que la abre con temblorosa mano.)  No veo...  (A SENÉN, dándosela.)  Léemela tú.

  —402→  

SENÉN.-    (Leyendo, alumbrado por el farol que trae GREGORIA.)  «Señor Conde, por consejo de mi confesor, he autorizado a este para revelar a usted la verdad que desea saber. -Lucrecia».

EL CONDE.-   ¿Dice eso?

GREGORIA.-    (Examinando la carta.)  Eso dice.

EL CONDE.-   Basta.

SENÉN.-   El Prior está en la parroquia.

EL CONDE.-    (Disparado.)  Corro allá.



ArribaAbajoEscena XIII

 

Iglesia parroquial de Jerusa, situada al Norte de la villa. Es irregular, conjunto inarmónico de nobles vestigios, y de restauraciones y enmiendas de fementido gusto. En el costado de Poniente, conserva un bello pórtico románico rodeado de poyos de piedra, muy cómodo para los que van a esperar la misa, o ver salir la gente. La puerta, que por allí da ingreso a la nave lateral, es gótica, pintada de ocre, y sus gastadas esculturas, con las repetidas manos de cal, parecen obra de pastelería. En un ángulo del pórtico hay una puertecilla, de arco rebajado, que conduce a la sacristía. En diversas partes del edificio se ve el escudo de Laín: banda de cuarteles y un águila explayada con el lema en el pico: Decor vinxit. El interior ofrece escaso interés.

 
  —403→  
 

Como primera noche de novena de Nuestra Señora de la Esperanza, hay sermón, que predica D. CARMELO, y Manifiesto. Asisten al piadoso acto los DOS MONJES de Zaratán, ocupando los sitiales del presbiterio, en que antaño se sentaban los Condes de Laín y señores de Jerusa, y hogaño son para las autoridades y personas de viso. Ha querido D. CARMELO deslumbrar al PRIOR, prodigando las luces con ayuda de las señoras piadosas de la villa. Cortinas de terciopelo baratito, ramos de dalias y guirnaldas de follaje, completan la vistosa decoración.

 
 

Prevalece en Jerusa una costumbre que el progreso no ha podido destruir, y consiste en que las mujeres usan, para ir a la iglesia, unas mantellinas o caperuzas de franela, blancas, en forma de saco abierto por un lado, y ribeteado de estambre de color, con una motita en el vértice. Este tocado, que ha resistido valientemente a las anuales acometidas de la moda, es extremadamente gracioso y pintoresco, y da a las multitudes un aspecto medieval. Úsanlo también las señoras principales, distinguiéndose por la finura de la franela y la mayor gala del adorno, comúnmente de seda.

 
 

Sube al púlpito D. CARMELO, y enjareta un sermón pesadito, recamado de retóricas de similor, y el indispensable latiguillo de latinajos al final de cada período. Óyenlo con gran recogimiento los feligreses, sin entender palabra, lo que les aumenta la devoción, que tira un poquito a somnolencia.

 
 

EL CONDE, SENÉN, en la iglesia, fatigados del plantón y del kilométrico discurso.

 

EL CONDE.-    (De mal talante.)  Salgamos; esto es insoportable.

UN HOMBRE DE PUEBLO.-    (Abriendo paso al PRÓCER.)  ¿Por qué no sube usía a su sitial, en el presbiterio?   —404→   Por la sacristía puede pasar sin apreturas.

EL CONDE.-   Gracias, amigo... me voy fuera. Se ahoga uno aquí con tanto calor y tanta retórica.  (Salen y esperan. Ambos permanecen silenciosos. EL CONDE da espacio a la ansiedad de su espíritu paseándose.) 

SENÉN.-    (En el camino de la Pardina a la iglesia, le ha contado algo de las ocurrencias y zaragata de Verola, sin que EL CONDE demuestre interés alguno.)  Pues, señor, D. Carmelo lo ha tomado con gana. ¡Vaya una correa de sermón que se ha traído!

EL CONDE.-   Es pesadísimo. Todos estos que comen mucho hablan sin término. El chorro de palabras les facilita la digestión... ¡Y no es floja contrariedad para mí! ¿Pero esto, Dios mío, no se acaba nunca?... Sin duda Carmelo quiere lucirse con el Prior, y no cae en la cuenta de que el pobre fraile estará tan aburrido como nosotros.

 

(Pasa tiempo. Como todo tiene fin en este mundo, se acaba el sermón carmelino. Óyense modulaciones de órgano, cantos... Media hora más, y empieza a salir la gente. Retírase ALBRIT al ángulo del pórtico, para dar paso a la multitud, y en esto sale por la puerta de la sacristía NELL, acompañada de CONSUELITO y de una criada del ALCALDE. Lleva la niña de Albrit caperuza de franela, que le da aspecto de figura gótica arrancada de las vitelas de un misal antiguo. Su rostro, de hermosas líneas, adquiere distinción severa. Caen sobre sus hombros los pliegues de la tela con suprema elegancia.)

 
  —405→  
 

(Antes que vea NELL a su abuelo, SENÉN llama la atención de este sobre la aparición de la niña. Se estremece ALBRIT de sorpresa y emoción; la busca con su mirada incierta. NELL le ve al fin, y corriendo hacia él, le coge las manos y en ellas da sonoros besos. Al aproximarse la señorita, SENÉN se escabulle.)

 


ArribaAbajoEscena XIV

 

EL CONDE, NELL, CONSUELITO.

 

NELL.-   Abuelito mío, ¿tú también aquí? ¿Por qué no has pasado? Arriba, junto al altar, tienes tu silla.

EL CONDE.-   ¡Nell, qué hermosa estás! Te veo; veo la caperuza blanca...

CONSUELITO.-    (Oficiosamente.)  Esta es una de las que usó su abuelita Adelaida, Condesa de Albrit. La conservo yo como recuerdo histórico.

EL CONDE.-    (Con arrobamiento.)  Nell, veo tu rostro. Una aureola de nobleza y majestad lo rodea...

NELL.-    (Sorprendida de la emoción del anciano.)  Albrit... ¿por qué me miras así? ¿Por qué tiemblan tus manos?... ¿Lloras?

  —406→  

EL CONDE.-    (Siente hondamente removida su alma. En ella entra una ola impetuosa. Es el convencimiento de que tiene entre sus manos las de la legítima sucesora de Laín y Albrit.)  Hija mía, tu presencia me causa tanto regocijo como orgullo. Te reconozco. Eres mi descendencia, la continuidad gloriosa de mi sangre. ¡Rama florida de Arista-Potestad, Dios te bendiga!

NELL.-    (Apenada, atribuyendo las palabras del anciano a desconcierto de su razón.)  Abuelo querido, ¿por qué has venido tan solo?

CONSUELITO.-    (Radiante de oficiosidad.)  ¿Pero no hay en la Pardina quien le acompañe?

EL CONDE.-   Mejor estoy solo. Y tu hermana, ¿cómo no ha venido contigo?

NELL.-   Mamá me ha mandado a la iglesia, encargándome que rece por ella y por ti.

EL CONDE.-   Y harás bien en rezar... por ella más que por mí.

NELL.-   No ha querido que venga Dolly, porque está un poco mañosa.

  —407→  

CONSUELITO.-    (Que rabia por hablar.)  Como que fue preciso traerla a la fuerza de la Pardina.

NELL.-   La pobrecita quería estar más tiempo contigo. Mañana iremos las dos a verte.

EL CONDE.-    (Muy agitado.)  No vayáis, no vayáis, porque no me encontraréis.

NELL.-   ¿Pues a dónde te vas?

EL CONDE.-    (Velada la voz por la emoción.)  Sucesora de Albrit, futura marquesa de Breda... ya sé... ya lo sé... sigue tu camino lleno de luz, y déjame en el mío tenebroso.

NELL.-    (Confusa.)  Papaíto, ¿qué razón hay para tanta tristeza? ¡Si te queremos lo mismo! Yo te aseguro que vendremos a verte, y que nos enfadaremos con mamá si no nos trae.

EL CONDE.-   No os traerá... ¿Y para qué? ¿Qué soy yo? Un despojo miserable... El viejo tronco muere; pero quedas tú, gallardísimo árbol nuevo, que perpetuará mi nombre y mi raza.

NELL.-    (Con mayor ternura.)  Abuelo mío, si tanto me quieres, ¿por qué no haces lo que yo digo, lo que yo te mando? Eres   —408→   un niño, y los que te aman deben... no digo mandarte... eso no... dirigirte. ¿Me permites que te dirija?

EL CONDE.-   Marquesa de Breda, tú mandas.

NELL.-    (Envaneciéndose.)  Pues si alguna autoridad tengo sobre ti, oye lo que te digo, y hazlo, hazlo por Dios... Acepta el recogimiento de Zaratán.

EL CONDE.-    (Lastimado en lo más vivo.)  Adiós, Nell... Vete con tu madre.

NELL.-   En Zaratán estarás muy bien.

CONSUELITO.-    (Metiendo su cucharada.)  Como un príncipe, como un emperador.

NELL.-   Vendremos a verte.

EL CONDE.-   Adiós, Nell...  (Se retira tambaleándose.)  ¿El Prior dónde está?

NELL.-    (Gozosa, creyendo que su abuelo busca al PRIOR para tratar con él de su retiro en Zaratán.)  En la sacristía... Por aquí.

  —409→  

CONSUELITO.-    (Cogiendo a NELL de la mano y llevándosela.)  Niña, vámonos... Ya le has dicho lo que debías decirle. ¡Pobre anciano! Es, en verdad, un niño... demente.

NELL.-   ¡Qué pena, Dios mío!...  (Llamándole.)  ¡Abuelo, abuelo!...

CONSUELITO.-   Déjale ya... El león arrogante y fiero entra en la sacristía. No dudes que nuestro buen Prior le armará una bonita trampa... Verás, verás cómo cae...  (Confundidas entre la multitud, se alejan de la parroquia.) 

EL CONDE.-    (Que, tentando la pared, logra coger la puerta y se precipita en las salas que conducen a la sacristía.)  ¡Horrible, horrible! Ni siquiera ha manifestado el deseo de vivir en mi compañía... Ni siquiera me ha dicho, como su madre: «Vente con nosotras». Lo que quiere es encerrarme... Esto es dar con el pie al ser inútil, al ser caído, que estorba... La duda, oh Dios, me asalta otra vez; la duda sopla otra vez en mi alma como huracán, y de las pavesas que se iban apagando levanta llamaradas... No, no es ésta la legítima, no puede serlo. Todos me engañan... Nell no tiene corazón; su frialdad desdeñosa desmiente la noble sangre. No es, no es...  (Gritando.)  ¡Padre Maroto! ¡Prior de Zaratán!  (Tropezando se abre camino. Un monaguillo le conduce. EL PRIOR sale a su encuentro. Cambian algunas palabras. Para hablar a solas, se encierran en el camarín de la Virgen.) 

  —410→  
 

(En la confusión del gentío que se retira, SENÉN busca al CONDE dentro y fuera de la iglesia. Sospechando que estará en la Rectoral, corre hacia ella por un atajo. En la obscuridad se desvía; encuéntrase con un seto que le corta el camino; creyendo abreviar saltándolo, sube a unas piedras, pega un brinco y cae en un montón de estiércol.)

 


ArribaAbajoEscena XV

 

Calle del Buen Conde, que conduce de la iglesia a la subida del Calvario.

 
 

EL CONDE, que anda como un ebrio, tropezando en el desigual piso; un HOMBRE DEL PUEBLO, LA MARQUEZA.

 

EL CONDE.-    (Viendo venir un bulto.)  Buen hombre, ¿por dónde se va al Infierno?

EL HOMBRE DEL PUEBLO.-    (Que no conoce al CONDE.)  ¿Tabernas? Por aquí no las hay.  (Sigue su camino.) 

EL CONDE.-   ¿No hay un rayo del cielo que me haga ceniza? Nell es la verdadera; la falsa es Dolly, Dolly, ¡la que me quiere más! ¡Vanidades del mundo, grandezas del honor, con qué mueca tan horrible me miráis!  (Parándose ante un machón de pared que permanece vertical entre montones de ruinas.)  ¿Quién va? ¿Eres tú, Senén? Lo que me dijiste es verdad. Tu revelación traidora resulta verdadera. Es verdad. Maroto no miente. ¿Ves qué burla?... Mis ideas me persiguen, no ya como águilas voraces, que quieren picotearme   —411→   el cerebro, sino como cotorras charlatanas, que con su graznido, semejante al habla de hombres afeminados, se mofan de mí...¡Maldito rufián, déjame! Eres una babosa perfumada... hueles horriblemente... y tu contacto da frío... No me toques. (Avanza; pasa junto último farol de Jerusa por aquella parte; sube por el sendero que conduce al Calvario. En dirección contraria viene una mujer del pueblo, corpulenta y descarnada, que no es otra que la anciana Sibila a quien llaman LA MARQUEZA. Lleva una cesta al brazo.) 

LA MARQUEZA.-    (Parándose y reconociéndole.)  ¡Señor, mi Conde, por aquí solito a estas horas!

EL CONDE.-   ¿Quién eres? Soy Albrit, el último Albrit de la línea masculina. ¿Tú, quién eres?  (La anciana se nombra.)  ¡Ah!, la Marqueza... Sibila de Jerusa, aquí me tienes. Ya no dudo: luego no existo... Esto que ves en mí, no es la persona de Arista-Potestad: es su esqueleto. No te asustes: los esqueletos no hacen daño. Asustan por el chocar de los huesos, por el mirar burlón de sus ojos vacíos... pero nada más.

LA MARQUEZA.-   Señor, ¿qué le pasa? ¿Qué disparates dice? Voy a la Pardina con esta cesta de caracoles que me ha encargado el Sr. Venancio. ¿Quiere algo para allá? ¿Por qué no se viene conmigo?

  —412→  

EL CONDE.-   ¿Yo a la Pardina?... ¿Has visto a las niñas de Albrit? ¡Qué feas son!... repugnantes como gusanos venenosos. La legítima no me quiere: me manda al manicomio. Dolly, que me ama, no es mi nieta. Es hija de un pintor vicioso y grosero... linaje de contrabandistas en el Alto Aragón.  (Riendo sarcásticamente.)  Dime, Sibila, ¿dónde está el hoyo más hondo de basura y lodo para meterme, y hacer en él mi cama eterna? Como escarabajo, allí labraré la nueva casa de Albrit, toda inmundicia.

LA MARQUEZA.-   Buen señor, no piense cosas malas.

EL CONDE.-   Vete, déjame. Si ves a Venancio, le dices que me arrodillo ante su radiante imbecilidad... Adiós, Sibila, adiós.  (Se aleja dando tumbos. La anciana sigue su camino.) 



ArribaAbajoEscena XVI

 

Calvario de Santorojo. Tres cruces en un altozano.

 
 

EL CONDE, D. PÍO.

 

D. PÍO.-    (Viéndole subir.)  Albrit, hijo mío, ¿qué horas son éstas de venir? Ya me cansaba de esperarte... digo, de esperar a usía.

  —413→  

EL CONDE.-   ¿Quién me llama? Eres tú, excelso Coronado, mi amigo del alma. Gran filósofo, dame la mano: no puedo ya con mis huesos, que pesan como barras de plomo.

D. PÍO.-    (Dándole el brazo.)  Subamos un poco más, y nos sentaremos en la grada de las Tres Cruces. ¿Qué tal? Yo vengo decidido... Como tenía mucha hambre, me he traído estos pedazos de pan.

EL CONDE.-   Dame un poco. También yo estoy desfallecido, hijo. Es cosa poco higiénica matarse con hambre.

D. PÍO.-   Claro, tomando algún alimento podemos aguardar hasta la madrugada, hora la más propicia...

EL CONDE.-   Te arrojo a ti, y después yo.

D. PÍO.-   No, usía no; no lo consiento. Me sublevo; no hay trato.

EL CONDE.-    (Comiendo pan.)  Bueno; pues juntos, en amor y compaña.

D. PÍO.-    (Muy apurado.)  Usía no. Mire que aviso, y vienen los celadores. Arrójeme a mí, según lo tratado, y váyase usía tranquilo a su casa.

  —414→  

EL CONDE.-   ¿Sabes que es amargo tu pan?

D. PÍO.-    (Suspirando.)  Lo que amarga es la boca.

EL CONDE.-   Soy todo amargura, y más desgraciado que tú. ¿Sabes una cosa? Mis nietas, que yo adoraba, se diferencian poco de tus hijas. Con buenas palabras, Nell me ha arañado el rostro. Espinas de rosas rasguñan lo mismo que espinas de zarza... Y con todo, Nell es mi legítima descendencia: lo sé por testimonio irrecusable. Dolly, que me ama, no es mi descendencia; es una intrusa, la cría infame de la traición, que con fraude se introdujo en mi casa, y se escondió entre los brocados de Albrit.

D. PÍO.-    (Asustado.)  Señor, mire lo que habla.

EL CONDE.-   Y yo quiero que me digas... antes de caer al abismo, lanzado por mí... quiero que me digas, gran filósofo: ¿qué piensas tú del honor?

D. PÍO.-    (Lleno de confusiones.)  El honor... pues el honor... Yo entendía que el honor era... algo así como las condecoraciones... Se dice también honores fúnebres, el honor nacional, el campo del honor... En fin, no sé lo que es.

  —415→  

EL CONDE.-   Hablo del honor de las familias, la pureza de las razas, el lustre de los nombres... Yo he llegado a creer esta noche... y te lo digo con toda franqueza... que si del honor pudiéramos hacer cosa material, sería muy bueno para abonar las tierras.

D. PÍO.-   Y criar la hermosa lechuga y el rico tomate. Para semilleros, he oído que no hay nada como la gallinaza y palomina.

EL CONDE.-   Y para la hortaliza social, para este mundo de ahora, nacido sobre acarreos, la mejor sustancia es la ignominia, la impureza y mezcolanza de sangres nobles y sangres viles... Quedamos en que tú no aciertas a decirme lo que es el honor, ni te has encontrado nunca esa alimaña en tus excursiones filosóficas.  (Se sientan al pie de las cruces. La noche está plácida, y la luna, en creciente avanzado, platea el cielo y la mar, y baña en dulce claridad la tierra.) 

D. PÍO.-    (Aguzando el entendimiento.)  Pues el honor... Si no es la virtud, el amor al prójimo, y el no querer mal a nadie, ni a nuestros enemigos, juro por las barbas de Júpiter que no sé lo que es.

EL CONDE.-    (Con triste sonrisa.)  Ya sales con tu Mitología... Por cierto que en la fábula mitológica no figura para nada el   —416→   honor: los dioses hacían el amor a las hijas del pueblo, así como las diosas se enamoriscaban de cualquier pastor de cabras.

D. PÍO.-   Como que no había más aristocracia que la hermosura.

EL CONDE.-   Pues mira, sería bueno que ahora, después de bien estrellados y deshechos contra las rocas, nos convirtiéramos tú y yo en dioses o semidioses mitológicos.

D. PÍO.-   Aunque fuera cuartos de dioses. Nos pondrían en el séquito de Neptuno.  (Un escalofrío mortal atraviesa todo su cuerpo, y lo estremece desde la nuca al tobillo.)  ¡Abuelo, qué fría estará la mar!...

EL CONDE.-   Mejor. Así, fresquitos y bien desmenuzados, seremos más del gusto de los peces.

D. PÍO.-    (Sintiendo un intenso pavor.)  Es horrible... ¿Y qué hace uno en el estómago del pez?

EL CONDE.-    (Con lúgubre humorismo.)  Lo que haría probablemente Jonás en el vientre de la ballena: aburrirse... Porque no se dice que llevara periódicos que leer, ni baraja para hacer solitarios.

  —417→  

D. PÍO.-    (Dando diente con diente.)  Yo me figuro que cuando llegue a lo hondo del cantil, ya no estaré vivo... Y así es mejor, Albrit. No le gusta a uno padecer, ni aun en el momento crítico de poner fin a sus padecimientos... Esperemos a la madrugada, hora en que no pasa por aquí alma viviente. Hasta media noche, hay el peligro de que algún pescador rezagado pase, nos vea, y nos denuncie...  (Descubriendo un bulto lejano.)  ¡Ah!, por allí viene alguien.

EL CONDE.-   Será un vagabundo... quizá un animal; que en las noches claras, como en días de brillante sol, suelen confundirse los cuadrúpedos con las personas.

D. PÍO.-    (Observando atentamente.)  Es una mujer.

 

(Pausa. En el silencio grave de la noche, suena como vibración intensa de la atmósfera la voz de Dolly gritando: ¡Abuelo!)

 


ArribaEscena XVII

 

EL CONDE, D. PÍO, DOLLY.

 

EL CONDE.-    (Despavorido, agarrándose a D. PÍO.)  ¡La voz de Dolly!... ¡Será una racha de viento!... Dios mío, ¡qué extraña sensación!

D. PÍO.-   Pues, sí, me parece que es Dolly.  (Poniéndose en pie y llamando.)  Niña, estamos aquí.

  —418→  

EL CONDE.-   ¡Dolly! ¿Pero qué...?, ¿se abre la tierra y me traga?

DOLLY.-    (Andando hacia las cruces, sin correr, porque cojea un poco, como si le doliera un pie.)  ¡Abuelito querido... lo que me ha costado encontrarte! ¿Sabes? Me escapé de casa. Corrí a la Pardina, y en la puerta me encontré a la Marqueza con una cesta de caracoles, y me dijo que te había visto subir hacia el Calvario.  (Acercándose.)  ¿Pero qué haces? ¿Vuelves la cara?

 

(EL CONDE se agarra tan fuertemente a D. PÍO, que parece querer estrujarle.)

 

D. PÍO.-   Cuenta, niña... Hemos oído mal. ¿Dices que te escapaste?

DOLLY.-   Tuve que saltar por la verja... Me lastimé un pie... A Monedero se le antojó ponerme presa en su despacho, porque dije a mamá que a todo trance quiero quedarme en Jerusa con el abuelo, y vivir siempre con él... ¡Ay, lo que he corrido!

EL CONDE.-    (Con estupor terrorífico.)  Veo la ignominia, veo la sublimidad, no sé lo que veo... ¿Se hunde el cielo, se acaba el mundo, o qué pasa aquí?

DOLLY.-    (Acongojada.)  Papaíto, ¿por qué no miras a tu Dolly?... ¿Qué dices?... ¿Ya no quieres a tu Dolly?

  —419→  

EL CONDE.-    (Desconcertado.)  Eres mi oprobio... Dolly... ¿por qué me amas?

DOLLY.-   ¡Vaya una pregunta!  (Acariciándole.)  Ya te dije esta mañana en la Pardina que tu Dolly no se separará nunca de ti... A donde tú vayas, voy yo... Váyase Nell con mamá; yo quiero compartir tu pobreza, cuidarte, ser la hijita de tu alma.

EL CONDE.-    (Con grandísima agitación.)  ¡Oh, Dolly, Dolly!...

DOLLY.-   ¿Qué tienes?...

EL CONDE.-   Parece que me ahogo... Es que Dios me abre el pecho de un puñetazo, y se mete dentro de mí... Es tan grande, tan grande... ¡ay!, que no cabe...

DOLLY.-   Si Dios entra en tu corazón, allí encontrará a Dolly con su patita coja... Abuelo, abuelo mío, cuando todos te abandonan, yo soy contigo.  (Le abraza y le besa.) 

EL CONDE.-    (Alelado.)  Cuando todos me desprecian, tú eres conmigo... El mundo entero pisotea el tronco de Albrit, y Dolly hace en él su nido.

  —420→  

DOLLY.-   Sí que lo haré... De veras digo que si no me llevas en tu compañía a donde quiera que vayas...

EL CONDE.-    (Vivamente.)  Si no te llevo, ¿qué?

DOLLY.-   Me moriré de pena.

EL CONDE.-    (Elevando hacia el cielo las palmas de sus manos.)  Señor, ¿qué es esto? ¿Tal monstruosidad es obra tuya? ¿Qué nombre debo dar a esta cosa espantable y enorme que llena mi alma de gozo?... Del seno del cataclismo salen para mí tus bendiciones... Ya veo que de nada valen los pensamientos, los cálculos y resoluciones del ser humano. Todo ello es herrumbre que se desmorona y cae. Lo de dentro es lo que permanece... El ánima no se oxida.

D. PÍO.-    (Con hermosa ingenuidad.)  Señor, ¿hacia qué parte de los cielos o de los abismos cae el honor? ¿En dónde está la verdad?

EL CONDE.-    (Abrazando a DOLLY.)  Aquí...  (Como quien vuelve de un desvanecimiento.)  Dime, amigo Coronado, ¿he dicho muchos disparates? Porque siento que vuelve a mí la razón.   —421→   Esta chiquilla, trastornándome, me ha vuelto a mi ser, y yo, trepidando, recobro mi equilibrio. Ya ves... Todos me desprecian; ella sola me ama y consagra a este pobre viejo su florida juventud.

DOLLY.-    (Besándole.)  Albrit, ¿quién te quiere?

EL CONDE.-   Tú sola.

DOLLY.-   No te llamaré Albrit, sino Abuelo.

EL CONDE.-   Sí, sí: me gusta ese nombre... ¡Es tan dulce! Puedes darle el sentido que quieras.

D. PÍO.-    (Con unción.)  Dios es el abuelo de todas las criaturas.

EL CONDE.-   Por eso es tan grande. La eternidad, ¿qué es más que el continuo barajar de las generaciones? Y ahora, Pío, gran filósofo, si te dan a escoger entre el honor y el amor, ¿qué harás?

D. PÍO.-    (Sollozando.)  Escojo el amor... el amor mío, porque el ajeno lo desconozco. Nadie me ha querido. Lo juro por la laguna Estigia.

  —422→  

EL CONDE.-   ¡Eres tan infeliz como yo dichoso, pobre Pío!...  (Con resolución, incorporándose.)  Vámonos.

D. PÍO.-   ¿A dónde?

EL CONDE.-   A pedir hospitalidad a cualquiera de mis antiguos colonos. Son pobres; pero a Dolly no le importa la pobreza.

DOLLY.-   Con mi cariño te haré yo rico.

EL CONDE.-    (Con ardiente júbilo.)  Coronado, ¿has oído esto?

D. PÍO.-   Oigo a Dolly... Ángeles he visto yo en sueños; pero siempre mudos. Ahora hablan.

EL CONDE.-   Vámonos... Pío, te nombro mi amigo, te hago la síntesis de la amistad. Ven, síguenos.

D. PÍO.-    (Señalando el cantil.)  Pero...

EL CONDE.-   Estás lucido. ¡Matarme yo, que tengo a Dolly! ¡Matarte a ti... que me tienes a mí! Ven, y esperaremos a morirnos de viejos.

D. PÍO.-   Escondámonos en cualquier aldea.

  —423→  

EL CONDE.-   Dios nos protege.  (A DOLLY.)  ¿Está cojito mi ángel? Ven a mis brazos. Pesas poco, y yo aún tengo vigor para cargarte.  (La toma en brazos.)  Vámonos primero hacia Rocamor. Allí espero encontrar almas compasivas.

 

(Huyen hacia Occidente. D. PÍO, conocedor de los senderos y atajos, va delante guiando. A ratitos, DOLLY, por no cansar al abuelo, se desprende de los brazos de él y anda. Desaparecen en las lomas que separan el término de Jerusa del de Rocamor. En la aldea de este nombre, y en una pobre casa de labor, les da generosa y cordial hospitalidad un matrimonio dedicado a la cría de carneros y vacas; gente sencilla; un par de viejos honradísimos y joviales, que allí habían nacido, y allí moraban desde tiempo inmemorial; restos nobilísimos, olvidados ya, del poderoso Estado de Laín. Amanece.)

 
 

(Al filo del mediodía, llega la pareja de la Guardia civil con una carta de LA CONDESA. DOLLY la lee. Dice así: «Señor Conde, puesto que usted quiere a Dolly, y Dolly le quiere, doy mi consentimiento para que viva en su compañía, por sus días. Y que éstos sean muchos desea ardientemente su hija -Lucrecia».)

 

D. PÍO.-    (Entre los helechos, filosofando.)  ¿El mal... es el bien?





 
 
FIN DE LA NOVELA
 
 


Santander (San Quintín), Agosto-Septiembre de 1897.