Escena V |
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Sala baja en la Pardina.
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LUCRECIA, sentada,
melancólica,mirando al suelo;
EL CONDE, que entra por el foro.
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EL CONDE.-
Señora Condesa...
(Se inclina respetuosamente. Saluda ella
con fría reverencia.) Agradezco a usted que haya tenido la
bondad de concederme esta entrevista, aunque para merecer yo favor tan grande
haya tenido que venir a Jerusa.
(Toma una silla, y se sienta cerca de
ella.)
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LUCRECIA.-
Es obligación sagrada para
mí acceder a su ruego... aquí o en cualquier parte.
Obligación digo: durante algún tiempo me ha llamado usted su
hija.
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EL CONDE.-
Pero ya no... Esos tiempos pasaron...
Fue usted, como si dijéramos, una hija eventual... transitoria, una hija
de paso...
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LUCRECIA.-
(Esforzándose en sonreír para engañar su
miedo.) Y a las hijas de paso... cañazo.
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EL CONDE.-
Extranjera por la nacionalidad, y
más aún por los sentimientos, jamás se identificó
usted con mi familia, ni con el carácter español. Contra
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mi voluntad mi adorado Rafael eligió por esposa a la hija
de un irlandés establecido en los Estados Unidos, el cual vino
aquí a negocios de petróleo...
(Suspirando.)
¡Funestísima ha sido para mí la América!... Pues
bien: como todo el mundo sabe, me opuse al matrimonio del Conde de Laín;
luché con su obstinación y ceguera... fui vencido. Me han dado la
razón el tiempo y usted; usted, sí, haciendo infeliz a mi hijo, y
acelerando su muerte.
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LUCRECIA.-
(Airada, y
todavía medrosa.) Señor Conde... eso no es verdad.
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EL CONDE.-
(Fríamente autoritario.) Señora Condesa,
es verdad lo que digo. Mi pobre hijo ha muerto de tristeza, de dolor, de
vergüenza.
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LUCRECIA.-
(Sacando
fuerzas de flaqueza.) No puedo tolerar...
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EL CONDE.-
Calma, calma. No se acalore usted tan
pronto... cuando apenas he comenzado...
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LUCRECIA.-
Es monstruoso que se me pida una
entrevista para mortificarme, para ultrajarme.
(Afligida.) Señor Conde,
usted nunca me ha querido.
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EL CONDE.-
Nunca... Ya ve usted si soy sincero.
Mi penetración, mi conocimiento del mundo no me
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engañaban. Desde que vi a Lucrecia Richmond la tuve por mala, y si en
algo han fallado mis augurios ha sido en que... en que salió usted peor
de lo que yo pensaba y temía.
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LUCRECIA.-
(Levantándose altanera.) Si esta conferencia,
que yo no he solicitado, es para insultarme, me retiro.
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EL CONDE.-
(Sin
alterarse.) Como usted guste. Si prefiere que lo que tengo que decirle
lo diga a todo el mundo, retírese en buen hora. Por la cuenta que le
tiene, preferirá sin duda oírlo sola, por mucho que le desagraden
mi voz y mis acusaciones. ¿No es eso? El oprobio de que pienso hablarle
quedará entre los dos. Nos lo repartiremos por igual, sin dejar nada
para los extraños. ¿No es esto mejor que arrojarlo fuera, a
puñados, sobre la multitud?
(LA CONDESA, que vacila
entre salir y quedarse, da un paso hacia su asiento.) ¿Ve usted
como no le conviene dejarme con la palabra en la boca?... Así es
mejor.
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LUCRECIA.-
(Angustiada,
pasándose la mano por los ojos y la frente.) Sí,
sí... Le suplico la brevedad... Lo que se propone decirme, dígalo
pronto, pronto...
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EL CONDE.-
Es un poquito largo...
(Le señala el asiento.)
¿A qué tanta prisa? ¡Cuánto mejor está usted
aquí conmigo, oyendo las terribles verdades que salen de mi boca, que
entre gentes aduladoras y embusteras, que públicamente la festejan, y en
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privado la denigran! ¿Acaso es usted tan candorosa que se
paga de esa estúpida farsa de la ovación callejera, y los vivas y
los cohetes? Todos los que se han quedado roncos aclamando a la Condesa de
Laín, se aclaran la voz contando aventuras galantes, anécdotas
maliciosas. Y también digo que, con ser usted mala, no lo es tanto como
creen y afirman los imbéciles que ayer la victorearon.
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LUCRECIA.-
(Queriendo
serenarse.) ¡Más vale así!... Siempre es un
consuelo ser mejor de lo que nos creen los amigos.
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EL CONDE.-
Siéntese usted. Después
de oír tantos embustes y lisonjas, no le viene mal oír la voz de
la justicia, de la verdad... y oírla con paciencia cristiana.
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LUCRECIA.-
¡Paciencia! Ya ve usted que la
tengo, aunque no sea tanta como su malicia. Pero no hay que abusar,
señor mío; no vea usted cobardía en lo que es respeto a la
ancianidad, a los lazos que nos unen y que usted no puede desconocer, a sus
terribles infortunios...
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EL CONDE.-
(Con gran
abatimiento.) Sí, sí: soy muy desgraciado.
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LUCRECIA.-
(Envalentonándose al ver desmayar a su
enemigo.) Pero usted, Sr. D. Rodrigo, no aprende nunca. Las desgracias,
que son lecciones y avisos
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de la Providencia, doman al más
soberbio, y suavizan al más atrabiliario. Esta ley, sin duda, no reza
con usted. Francamente, yo creí que la pérdida total de su
fortuna y el horrible desengaño de América, amansarían su
orgullo... Veo que no. El león, caduco y pobre, vuelve a España
más fiero.
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EL CONDE.-
¿Qué quiere usted?...
Dios me ha hecho fiero, y fiero he de morir.
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LUCRECIA.-
(Intentando
tomar una posición ofensiva.) Es usted, según creo, el
hombre de las equivocaciones, y bien puede decirse que todo aquello en que pone
la mano le sale mal. Le hacen creer que el Gobierno peruano está
dispuesto a reconocerle la propiedad de las minas de Hualgayos, y se embarca,
la cabeza llena de viento, discurriendo cómo traerá la enorme
carga de millones que allá le tenían muy guardaditos... Pero la
realidad le deparó tan sólo desprecios, cansancio inútil,
humillaciones... Y no teniendo sobre quién descargar su despecho, se
resuelve contra una pobre mujer, y la injuria y la maldice.
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EL CONDE.-
Si al regresar de aquella
excursión que consumó mi ruina hubiera yo encontrado a mi hijo
vivo, su cariño me habría hecho olvidar mi triste
situación. Pero la muerte de Rafael, acaecida hace cuatro meses,
avivó en mí la irascibilidad, despecho si usted quiere, el sabor
amargo que en mi alma dejaron las desdichas... y
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avivó
también el odio a la persona que creo responsable de la infelicidad y de
la muerte de aquel hombre tan bueno y leal.
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LUCRECIA.-
(Altanera.) ¡Responsable yo de su muerte! Eso es
una infamia, señor Conde.
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EL CONDE.-
(Con gran
entereza.) Mi hijo ha muerto... del abatimiento, del bochorno a que le
llevaron los escándalos de su esposa. Eso lo sabe todo el mundo.
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LUCRECIA.-
(Airada,
levantándose.) Mire usted lo que dice. Se hace usted eco de
viles calumnias. Tengo enemigos.
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EL CONDE.-
Más que los enemigos, difaman a
Lucrecia Richmond... sus amigos.
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LUCRECIA.-
(Desconcertada.) Repito que es calumnia.
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EL CONDE.-
(Levantándose también.) Ahora lo
veremos...
(Con cierta dulzura.) Lucrecia...
aún podría suceder que yo me equivocara, que fuese usted mejor de
lo que supongo... Este error mío lo confirmaría usted,
dándome con ello una dura lección, si tuviera el arranque de
confesarme la verdad...
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LUCRECIA.-
(Aturdida.) ¿La verdad?...
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—124→
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EL CONDE.-
Sí... sobre un punto
delicadísimo sobre el cual le interrogaré.
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LUCRECIA.-
(Medrosa.) ¿Cuándo?
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EL CONDE.-
Ahora mismo... sí, y
contestándome sin pérdida de tiempo, me proporcionará el
placer inefable de perdonarla. Crea usted que al fin de mi vida, quebrantado,
triste, moribundo casi, el perdonar es gran consuelo para mí.
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LUCRECIA.-
(Con
terror.) ¡Interrogarme! ¿Soy acaso criminal?
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EL CONDE.-
Sí.
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LUCRECIA.-
(Luchando con
su conciencia, que anhela manifestarse.) Todos somos imperfectos... No
me tengo por impecable... ¿Pero a usted... quién le ha hecho
confesor... y juez?
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EL CONDE.-
Me hago yo mismo... Quiero y debo
serlo, como jefe de la familia de Albrit, y guardador de su decoro.
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LUCRECIA.-
(Con
pánico, queriendo huir.) Esto es insoportable... No puedo
más...
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—125→
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EL CONDE.-
(Deteniéndola por un brazo.) No, no. No puede
usted negarse a responderme... al menos para demostrarme que no tengo
razón, si en efecto no la tuviera y usted pudiese probarlo. Lo que voy a
preguntar es grave, y el acto de preguntarlo yo, de contestarme usted, ha de
revestir cierta solemnidad. Ahora no soy yo quien habla: es el marido de la que
me escucha, es mi hijo, que resucita en mí...
(Pausa.) Siéntese usted.
(La lleva al sillón.)
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LUCRECIA.-
(Cayendo
desfallecida en el sillón.) Por piedad, señor... Me
está usted martirizando.
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EL CONDE.-
Perdóneme usted... Es
preciso... Hay que sufrir algo, Lucrecia. No todo ha de ser gozar y divertirse.
(Pausa.
LA CONDESA, ansiosa, no se atreve a
mirarle.) Al llegar a Cádiz de mi frustrado viaje,
entregáronme una carta de Rafael, en la cual me manifestaba su dolor, su
amargura hondísima. La vida había perdido para él todo
interés. Hallábase enfermo, y en su desesperación no
anhelaba curarse. Le consumía el desaliento, la pérdida de toda
ilusión, la vergüenza de ver ultrajado su nombre...
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LUCRECIA.-
(Revolviéndose.) ¡Señor Conde, por
Dios...!
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EL CONDE.-
Mi hijo vivía separado de su
esposa desde el año anterior.
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—126→
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LUCRECIA.-
¿Y quién asegura que fue
culpa mía?
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EL CONDE.-
Yo lo aseguro: por culpa de usted.
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LUCRECIA.-
No es cierto.
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EL CONDE.-
(Colérico.) No me desmienta usted. Calle ahora
y escuche.
(Recobrando el tono narrativo.)
Rafael no me decía nada concreto. Expresaba tan sólo el estado de
su espíritu, sin exponer las causas...
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LUCRECIA.-
(Con
viveza.) No decía nada concreto. Luego...
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EL CONDE.-
Pero, a poco de recibir la carta, me
dio cuenta detallada de las aventuras de la Condesa de Laín un amigo
mío queridísimo, persona de intachable veracidad, que no
sólo refería lo que era público y notorio, sino algo que
por circunstancias excepcionales tuvo ocasión de conocer y comprobar;
hombre que no ha mentido nunca, tan bueno y noble, que al hacerme la triste
historia de aquellos escándalos, casi, casi los atenuaba... No necesito
nombrarle. Usted le conoce.
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LUCRECIA.-
(Aterrada,
casi sin voz.) Yo... no.
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—127→
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EL CONDE.-
Usted sabe quién es. Y no se
atreve, no se atreve a sostener que ha mentido, porque su conciencia, Lucrecia,
se sobrepone a su cinismo; y antes dudará usted de la luz que de la
veracidad de ese hombre, venerado de todo el mundo, gloria de la
magistratura...
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LUCRECIA.-
(Agarrándose a un clavo ardiendo.) El hombre
más recto puede equivocarse... sobre todo si respira un ambiente
malsano de hablillas y embustes...
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EL CONDE.-
Sigo. Me refirió todo, todo...
es decir, todo no. Falta algo, tan secreto, que sólo usted lo sabe... y
usted me lo va a decir.
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LUCRECIA.-
(Con angustia
de muerte.) ¡Qué suplicio, Dios mío!
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EL CONDE.-
¡Suplicio! No se acuerda usted
del de su esposo, fugitivo, solo, muriendo de melancolía, sin que
ningún cariño le consolara... porque yo estaba ausente, y usted,
que no le amaba, no hacía más que rebuscar pretextos para
apartarse de su lado... Claro que al recibir la carta y al oír los
informes de mi amigo, me faltó tiempo para correr al lado de Rafael.
Tomé el tren, y sin parar en ninguna parte, me fui a Valencia...
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—128→
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LUCRECIA.-
¡Ay de mí!
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EL CONDE.-
(Con voz
lúgubre.) Dos horas antes de llegar yo, mi adorado hijo
había muerto. Agravose su enfermedad en aquellos días. Él
no hacía caso... Un tremendo acceso de disnea, el espasmo... la muerte.
Todo en unas cuantas horas...
(Llora. Pausa.) Murió en
el cuarto de una fonda... vestido sobre la cama... mal asistido de gente
mercenaria... ¡Jesús... qué dolor...!
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LUCRECIA.-
(Muy
conmovida, sollozando.) ¡Oh! Señor Conde, aunque usted no
lo crea, yo le amaba...
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EL CONDE.-
(Iracundo,
limpiándose las lágrimas.) ¡Mentira! Si le amaba
usted, ¿por qué no corrió a su lado al saber que estaba
enfermo?
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LUCRECIA.-
(Sin saber
qué decir.) Porque... no sé... Complicaciones de la vida
que no puedo explicar en breves palabras. Yo...
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EL CONDE.-
Déjeme concluir...
Fácilmente comprenderá mi desesperación al encontrarle
muerto. ¡No escuchar de sus labios explicaciones que sólo
él podría darme! Terrible cosa era perderle; pero más
terrible aún verle yerto, frío, mudo para siempre, como le vi
yo... y no poder consolarle, no poder decirle: «cuéntame tus
martirios,
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y tu padre te contará los suyos».
(Cruza las manos, sollozando.)
¡Oh, pena inmensa, agonía lenta de mi vejez, más espantosa
que cuantos males en todo tiempo sufrí! Verle cadáver, hablarle
sin obtener respuesta, sin que a mis caricias respondiese con un gesto, con una
mirada, con una voz. ¡Y sabiendo yo el infinito dolor que amargó
sus últimos días, ver que todo se lo llevaba, todo, al abismo del
silencio, la muerte, sin darme una parte, un poco de dolor suyo, que era su
alma!...
(LA CONDESA, agitada y
poseída de profunda emoción, llora, apretándose el
pañuelo contra los ojos.) ¡Horrible, pavoroso!... Usted no
tiene corazón y no sabe lo que es esto.
(La ve llorar. Pausa.)
¡Qué hermoso sería que en este instante pudiéramos
llorar usted y yo por aquel ser querido!...
(LA CONDESA da algunos pasos
hacia él; están a punto de abrazarse... vacilan...
EL CONDE la rechaza secamente.) No...
Tú, no...; usted, no.
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LUCRECIA.-
Sinceras son mis lágrimas.
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EL CONDE.-
Naturalmente... Viendo mi pena... No
es usted de bronce, no es usted una fiera... Pero no, no sostenga que amaba a
su esposo; al hombre que se ama no se le engaña solapadamente,
pisoteando su honra, y arrojando al escándalo y a la befa del
público su nombre sin tacha.
(LA CONDESA inclina la
cabeza, y fija los ojos en el suelo, no dice nada.) Al fin calla usted.
Ahora, ahora veo a la desdichada Lucrecia en el único terreno en que
debe ponerse, que es el de la resignación sumisa, esperando un fallo de
justicia.
(Pausa.)
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¿Declara usted que su conducta con mi hijo, al menos en determinadas
épocas de su vida, no fue buena?
|
LUCRECIA.-
(Tímidamente.) Lo declaro... Pero algo debo
decir en descargo mío...
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EL CONDE.-
Ya escucho.
|
LUCRECIA.-
Mis desavenencias con Rafael son
antiguas.
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EL CONDE.-
Lo sé... Datan de los primeros
años del matrimonio, porque usted, penoso es decirlo, no hubo de esperar
mucho tiempo para lanzarse por mal camino. ¿Lo niega usted?
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LUCRECIA.-
(Cohibida,
abrumada, queriendo y no queriendo decirlo.) Acusada con tanta fiereza,
no acierto a buscar razones, que algunas hay siempre en estos casos, para
disculparme.
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EL CONDE.-
Búsquelas usted... pero antes,
¿reconoce sus faltas?
|
LUCRECIA.-
(Con gran
esfuerzo.) Las reconozco. Sería una hipocresía indigna de
mí negarlas en absoluto. Pero...
|
EL CONDE.-
¿Pero qué...?
|
—131→
|
LUCRECIA.-
Digo que Rafael, llevándome
desde el principio, contra mi gusto, a la esfera social más favorable a
la relajación del vínculo matrimonial, contribuyó a
perderme. Me vi rodeada de gente frívola, de aduladores, de personas sin
conciencia...
|
EL CONDE.-
¡Sin conciencia!
Tuviérala usted, ¿y qué le importaban los
demás?
|
LUCRECIA.-
(Premiosa.) En aquel ambiente no supe o no pude
combatir el mal. A mi lado no tenía un censor severo de mi propia
debilidad, un guardián vigilante...
|
EL CONDE.-
Difícil es guardar a la que
guardarse no quiere.
|
LUCRECIA.-
(Batiéndose desesperadamente.) ¡Oh,
señor Conde: si hubiera usted encontrado vivo a su hijo, si hubiera
podido escuchar de sus labios la confidencia o confesión que deseaba...
estoy segura de ello, Rafael, que era sincero y justo, habría tenido la
generosidad, la rectitud de decirle: «no sólo es ella culpable; yo
también...!».
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EL CONDE.-
No lo habría dicho, no.
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—132→
|
LUCRECIA.-
(Con
firmeza.) Creo, como esta es luz, que Rafael, al juzgarme, no
habría sido extremadamente duro.
|
EL CONDE.-
Fue, más que duro,
implacable.
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LUCRECIA.-
¿En sus últimos
momentos?
|
EL CONDE.-
En sus últimos momentos:
fíjese usted en lo que afirmo.
|
LUCRECIA.-
(Con
estupor.) Pero si acaba usted de decirme...
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EL CONDE.-
Que le encontré muerto...
sí.
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LUCRECIA.-
Entonces...
(Pausa. Ambos se miran.)
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EL CONDE.-
Los muertos hablan.
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LUCRECIA.-
(Con
terror.) ¡Y Rafael...!
(Vacilante entre la incredulidad y un
miedo supersticioso.)
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EL CONDE.-
Desesperado, loco, permanecí...
no sé cuántas horas... ante el cadáver de mi pobre hijo,
—133→
sin darme cuenta de nada que no fuera él y el misterio
inmenso de la muerte. Pasado algún tiempo, empecé a fijar mi
atención en lo que me rodeaba, en sus ropas, en los objetos que le
pertenecieron, en los muebles que había usado, en la estancia...
(Pausa.
LA CONDESA le escucha con ansiosa
expectación.) En la estancia había una mesa con varios
libros y papeles, y entre ellos una carta...
|
LUCRECIA.-
(Temblando.) ¡Una carta...!
|
EL CONDE.-
Sí. Rafael estaba
escribiéndola a las tres de la madrugada, cuando se sintió mal.
Vino bruscamente la muerte, le atacó con furia, ¡ay!... El infeliz
llamó; acudieron... Se le prestaron los auxilios más
perentorios... Todo inútil... La carta allí quedó medio
escrita... Allí estaba, ¡hablando... y viva!, hablando...
¡era él!... La leí sin cogerla, sin tocarla, inclinado
sobre la mesa, como me habría inclinado sobre su lecho si le hubiera
encontrado vivo... La carta dice...
|
LUCRECIA.-
(Casi sin
aliento, la boca seca.) ¿Era para mí?
|
EL CONDE.-
Sí.
|
LUCRECIA.-
Démela usted.
(EL CONDE deniega con la
cabeza.) ¿Pues cómo he de enterarme...?
|
—134→
|
EL CONDE.-
Basta que yo repita su contenido. La
sé de memoria.
|
LUCRECIA.-
No basta... Si me acusa, necesito
leerla, reconocer su letra...
|
EL CONDE.-
No es preciso. Yo no miento. Bien lo
sabe usted... Principia con un párrafo de amargas quejas que pintan la
discordia matrimonial, lo inconciliable de los caracteres. Siguen estos
gravísimos conceptos:
(Repitiéndolos palabra por
palabra.) «Te anuncio que si no me envías pronto a mi
hija, la reclamaré. Quiero tenerla a mi lado. La otra... la que,
según declaración tuya en la desdichada carta que escribiste a
Eraul, y que pusieron en mi mano sus enemigos... no es hija mía... te la
dejo, te la entrego, te la arrojo a la cara...
(Pausa silenciosa.)
|
LUCRECIA.-
(Con estupor,
que casi es embrutecimiento.) ¿Eso decía... eso
dice...?
|
EL CONDE.-
Esto dice...
(Repitiendo con pausa.) «La
otra... la que no es mi hija, te la dejo, te la entrego, te la arrojo a la
cara». Y luego añade: «Ya sabes que lo sé. No puedes
negármelo... Tengo pruebas».
|
LUCRECIA.-
(Buscando una
salida.) ¡Pruebas!... ¡Quiero ver la carta!
|
—135→
|
EL CONDE.-
¿Duda usted de lo que
digo...?
|
LUCRECIA.-
No lo dudo... no sé... Pero la
carta puede ser falsa. La escribiría algún enemigo mío
para vilipendiarme.
|
EL CONDE.-
(Con
ademán de sacar la carta.) La escribió mi hijo.
|
LUCRECIA.-
(Espantada.) No, no quiero verla... ¡Qué
abominación!
|
EL CONDE.-
Luego, usted niega...
|
LUCRECIA.-
(Maquinalmente.) ¡Lo niego!
|
EL CONDE.-
Y yo ¡necio de mí!,
esperaba encontrar en usted la suficiente grandeza de alma para revelarme toda
la verdad, sin ocultar nada, única manera de obtener el perdón.
Llevado de este noble anhelo, solicité la entrevista, y aspiraba y
aspiro a que la infeliz Lucrecia complete su revelación
diciéndome...
|
LUCRECIA.-
(En el colmo
del terror.) ¿Qué... qué más...?
|
—136→
|
EL CONDE.-
(Con austera
frialdad.) Diciéndome... cuál de sus dos hijas es la que
usurpa mi nombre, la que simboliza y personifica mi deshonor.
|
LUCRECIA.-
¡Infame idea!... No, no es
verdad.
|
EL CONDE.-
(Repitiendo
las graves palabras.) «Ya sabes que lo sé... No puedes
negármelo».
|
LUCRECIA.-
(Decidida a la
negativa, y negando con ahínco.) Lo niego... Es falso...
|
EL CONDE.-
¿Niega usted que hizo... a Carlos Eraul, pintor, muerto
hace un año... la grave revelación que ahora le pido?
|
LUCRECIA.-
(Vivamente,
sin poder contenerse.) ¿La tiene usted?
|
EL CONDE.-
Luego existe...
|
LUCRECIA.-
(Volviendo
sobre sí.) Quiero decir que si la tiene usted, si posee
algún papel que me comprometa, será falso... habrán
imitado mi letra.
|
EL CONDE.-
Como no puedo mentir, diré que
no poseo ese precioso documento. Lo he buscado inútilmente entre los
papeles de mi hijo.
|
—137→
|
LUCRECIA.-
(Respirando.) Todo esto es una farsa, una impostura,
de la cual no culpo a nadie... sólo acuso a mi destino.
|
EL CONDE.-
Ya que no satisface usted mi anhelo de
la verdad, conteste al menos a esta otra pregunta: ¿Ama usted lo mismo a
las dos niñas?...
|
LUCRECIA.-
(Rabiosa,
paseándose muy agitada.) No, lo mismo no... digo, sí... a
las dos igual... Deseche usted esa torpe idea.
|
EL CONDE.-
Antes hará usted del día
noche y de la noche día que conseguir arrancarme de la mente la idea de
que lo escrito por mi hijo es la pura verdad.
(Con autoridad severa.)
Dígame usted pronto, pronto, cuál de esas dos adorables
niñas es la falsa... o cuál la verdadera: es lo mismo. Necesito
saberlo, tengo derecho a saberlo, como jefe de la casa de Albrit, en la cual
jamás hubo hijos espúreos, traídos por el vicio. Esta casa
histórica, grande en su pasado, madre de reyes y príncipes en su
origen, fecunda después en magnates y guerreros, en santas mujeres, ha
mantenido incólume el honor de su nombre. Sin tacha lo he conservado yo
en mi esplendor y en mi miseria... No puedo impedir hoy, ¡triste de
mí!, este caso vergonzoso de bastardía legal; no puedo impedir
que la ley transmita mi nombre a mis dos herederas, esas niñas
inocentes. Pero quiero hacer en favor de la auténtica,
—138→
de
la que es mi sangre, una exclusiva transmisión moral. Esa será la
verdadera sucesora, esa será mi honor y mi alcurnia en la posteridad...
La otra, no. Falsa rama de Albrit, la repudio, la maldigo... maldigo su
extracción villana y su existencia usurpadora.
|
LUCRECIA.-
¡Por piedad!... No puedo
más.
(Cae en el sillón consternada,
sollozando. Pausa larga.)
|
EL CONDE.-
Lucrecia, ¿reconoce usted al
fin la razón que me asiste?... Llora usted...
(Creyendo que los procedimientos de
suavidad serán más eficaces.) Sin duda expongo mis quejas
con demasiada severidad; sin duda interrogo con altanería... No puedo
vencer la fiereza de mi carácter. Perdóneme usted.
(Con dulzura.) Ahora no mando...
no acuso... no soy el juez... soy el amigo... el padre, y como tal suplico a
usted que me saque de esta horrible duda.
(LA CONDESA calla, mordiendo
su pañuelo.) Valor... Una palabra me basta... Después de
oírla no he de decir nada desagradable. La verdad, Lucrecia, la verdad
es lo que salva.
|
LUCRECIA.-
(Que
después de horrible lucha se levanta bruscamente, y desesperada y como
loca, recorre la estancia.) ¡Oh, no puedo más!...
¡Un balcón abierto para arrojarme!... Huir, volar, esconderme...
Este hombre me mata... ¡Favor!
|
EL CONDE.-
Bueno, bueno... Veo que no quiere
usted entrar en razón... ¿No me contesta?...
|
—139→
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LUCRECIA.-
(Con fiereza,
con resolución inquebrantable, parándose ante él.)
¡Nunca!
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EL CONDE.-
¿De veras?
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LUCRECIA.-
(Con
más energía.) ¡Nunca!... ¡Antes morir!
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EL CONDE.-
(Se sienta,
calmoso.) Pues lo que usted no quiere decirme, yo lo
averiguaré.
|
LUCRECIA.-
¿Cómo?
|
EL CONDE.-
¡Ah!... yo me entiendo.
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LUCRECIA.-
Está usted loco... Su demencia
me inspira compasión.
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EL CONDE.-
La de usted, a mí no me inspira
lástima. No se compadece a los seres corrompidos, encenagados en el
mal.
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LUCRECIA.-
(Iracunda.) Continúa injuriándome,
¡a mí, a la viuda de su hijo!
|
EL CONDE.-
(Levantándose altanero.) La que me habla no es
la viuda de mi hijo, pues aunque la ley, una ley imperfecta, así lo
—140→
dispone, por encima de esa ley está la autoridad moral del
jefe de la familia de Albrit, que la coge a usted, y la arranca, como cosa
extraña y pegadiza, y la arroja a la podredumbre en que quiere
vivir.
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LUCRECIA.-
(Furiosa,
descompuesta.) ¡Albrit!... raza de locos... caballería
burlesca... honor de bambolla para cubrir la mendicidad. ¡Qué
sería del viejo león si yo no le amparase! Soy generosa, le
perdono sus injurias, y cuidaré de que no muera en un hospital o
arrastrando su melena gloriosa por los caminos.
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EL CONDE.-
(Con supremo
desdén.) Lucrecia Richmond, quizás Dios te perdone. Yo...
también te perdonaría... si pudieran ir juntos el perdón y
el desprecio.
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LUCRECIA.-
(Dirigiéndose a la puerta.) Basta ya.
(A las niñas, que entreabren la
puerta, sin atreverse a entrar.) Podéis pasar.
|