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ArribaAbajoJornada III


ArribaAbajoEscena I

 

NELL, DOLLY, D. PÍO CORONADO, sentados los tres alrededor de una mesa estudio, donde se ven papeles, tintero, libros de texto.

 
 

(Es el maestro de las niñas de ALBRIT un anciano de estatura menguada, muy tieso de busto y cuello, y algo dobladito de cintura, las piernas muy cortas. La expresión bonachona de su rostro no lograron borrarla los años con todo su poder, ni los pesares domésticos con toda su gravedad. Guiña los ojuelos, y al mirar de cerca sin anteojos, los entorna, tomando un cariz de agudeza socarrona, puramente superficial, pues hombre más candoroso, puro y sin hiel no ha nacido de madre. Un rastrojo de bigote de varios colores, recortado como un cepillo, cubre su labio superior. Viste con pobreza limpia anticuadas ropas, recompuestas y vueltas del revés, atento siempre al decoro de la presencia en público.)

 
 

(Maestro de escuela jubilado, desempeñó con eficacia su ministerio durante treinta años, distinguiéndose además como profesor privado de materias de la primera y segunda enseñanza. Su defecto era la flojedad del carácter, y la tolerancia excesiva con la niñez escolar. Sabía el hombre todo lo que saber necesita un maestro, y algo más; pero con la edad y las inauditas adversidades que le agobiaban fue perdiendo los papeles, y hasta la afición. Su cabeza   —146→   llegó a pertenecer al reino de los pájaros; su memoria era una casa ruinosa y desalojada, en la cual ninguna idea podía encontrar aposento; todo lo que perdía en ciencia lo ganaba en debilidad y relajación del carácter. En esta situación le designó D. CARMELO para maestro de las niñas de ALBRIT, teniendo en cuenta tres razones: que si no sabía mucho, no había en Jerusa quien le aventajara; que era honrado, honesto, absolutamente incapaz de enseñar a sus discípulas cosa contraria a la moral, y, por último, que al aceptarle para aquel cargo realizaba LA CONDESA un acto caritativo. Su bondad, la excesiva blandura de corazón, eran ya en CORONADO un defecto, casi un vicio, por lo cual, lamentándose de sus acerbas desdichas, solía decir, elevando al cielo los ojos y las palmas de las manos; «¡Señor,qué malo es ser bueno!».)

 
 

(Al comenzar la escena llevaba ya el maestro una hora de inútiles tentativas para introducir en las molleras de sus alumnas los conocimientos históricos, aritméticos y gramaticales.)

 

DOLLY.-    (Dando un golpe en la mesa.)  ¿Que no sé una palabra? Mejor... Ni falta que me hace.

D. PÍO.-    (Apelando a la emulación.)  No dirá lo mismo Nell, que desea aprender.

NELL.-   Sí, señor, digo lo mismo: ni falta que me hace.

D. PÍO.-    (Con severidad fingida, que no convence.)  Está bien, muy bien. He aquí dos niñas finas, criadas para la alta sociedad, y que se empeñan en ser unas palurdas.

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DOLLY.-   Sí, señor: queremos ser palurdas.

NELL.-   Salvajes, como quien dice.

D. PÍO.-   ¡Anda, salero! ¡Salvajes las herederas de los condados de Albrit y Laín!

DOLLY.-    (Tirándole suavemente de una oreja.)  Sí, sí, maestrillo salado. ¿No eres tú muy ilustradito?

NELL.-   ¿Y de qué te sirve?

DOLLY.-   ¡Vaya un pelo que has echado con tu ilustración!

D. PÍO.-    (Suspirando.)  Puede que estéis en lo cierto, niñas de mi alma... Bueno, sigamos. Dolly, otra miajita de Historia... ¡Vamos allá!

DOLLY.-    (Apoyando los codos en la mesa y la cara en las manos, le contempla risueña.)  ¡Piito, qué guapo eres!

D. PÍO.-    (Tocando las castañuelas con los dedos.)  Señorita Dolly, juicio.

NELL.-   Tu cara parece una rosa. Si no fueras viejo y no te conociéramos, diríamos que te pintabas.

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D. PÍO.-   Juicio, Nell... ¡Pintarme yo!

DOLLY.-   Dime otra cosa: ¿es verdad que cuando eras pollo hacías muchas conquistas?

D. PÍO.-    (Tocando con más rápido movimiento las castañuelas, que es su manera especial de llamar al orden.)  Juicio, niñas. Sigamos la lección.

NELL.-   Nos han dicho que las matabas callando.

DOLLY.-   Y que tenías las novias por docenas.

D. PÍO.-   ¿Novias...? Oh, no: quítenme allá eso... Son muy malas las mujeres.

NELL.-    (Pegándole suavemente en el cuello.)  Peores son los hombres. No hables mal de nosotras.

D. PÍO.-   Vaya, que estáis hoy juguetonas y desatinadas.  (Queriendo enfadarse.)  ¡Por vida de...! Si no dais la lección, os lo digo con toda mi alma, os lo juro...

NELL.-   ¿Qué?

D. PÍO.-    (Deseando enfadarse.)  Que me enfado.

  —149→  

DOLLY.-   Ya lo había conocido. Estamos temblando.

NELL.-   Toca, toca las castañuelas.

D. PÍO.-    (Decidido a tomar la lección.)  Orden, juicio. A ver: decidme algo de Temístocles.

DOLLY.-   Sí: el que le cortó la cabeza a una mala mujer, que llamaban la Medusa.

D. PÍO.-    (Llevándose las manos al cráneo.)  ¡Por Dios, por todos los santos de la corte celestial, no me confundáis la Historia con la Mitología!

NELL.-   Tan mentira es una como otra.

DOLLY.-   Y nos importan lo mismo.

D. PÍO.-   ¡Ay, ay, cómo estáis hoy!... ¡Silencio, formalidad! Pronto, referidme los principales hechos de la vida de Temístocles.

DOLLY.-   No nos gusta meternos en vidas ajenas.

D. PÍO.-   Temístocles, grande hombre de la Grecia, natural de Tebas, vencedor de los lacedemonios.   —150→    (Corrigiéndose.)  ¡Ah!, no... le confundo con Epaminondas... ¡Cómo tengo la cabeza!...

NELL.-   ¡Ay, que no lo sabe, que no lo sabe!...

DOLLY.-   ¡Vaya con el preceptor de pega!

D. PÍO.-    (Afligido.)  Es que me volvéis loco con vuestros juegos, con vuestras tonterías.  (Con gravedad.)  Así no podemos seguir.

NELL.-   Digo lo mismo.

DOLLY.-   Queremos ser burras, y salir a los prados a comer yerba.

D. PÍO.-   Pero mi conciencia no me permite engañar a la Condesa, que sin duda cree que os enseño algo, y que vosotras lo aprendéis...

DOLLY.-    (Poniéndose las antiparras de CORONADO que están sobre la mesa.)  Piito, estamos aburridísimas.

D. PÍO.-    (Queriendo recobrar su anteojos.)  ¡Que me los rompes, hija!

NELL.-   Piito salado ¿no sería mejor que nos fuéramos los tres a dar un paseo por la playa?

  —151→  

D. PÍO.-   Está bien, muy bien. ¡Magnífico! ¡De pingo todo el santo día, aun las horas dedicadas a la educación! Muy bonito; sí, señoras, muy bonito... Y heme aquí de figurón, de monigote irrisorio; yo, que soy la ciencia; yo, yo, que estoy aquí para inculcaros...

DOLLY.-   Piito, no nos inculques nada, y vámonos.

NELL.-   En la playa seguiremos dando lección. Frente al mar, la del viaje de Colón a América.

DOLLY.-   Y el paso del Mar Rojo.

D. PÍO.-    (Suspirando desalentado.)  ¡Ay, qué niñas! ¡No hay quien pueda con ellas! Bueno, pues transijo... Pero antes pasemos un poco de Gramática.

NELL.-    (Tocando las castañuelas.)  ¡Viva Coronado!

DOLLY.-    (De carretilla.)  La Gramática es el arte de hablar correctamente el castellano...

D. PÍO.-   Vamos más adelante. Dolly, dígame usted qué es participio.

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DOLLY.-    (Flemática.)  ¡No me da la gana!

NELL.-   Participio... Una cosa que se parte por el principio.

D. PÍO.-    (Poniendo el paño al púlpito.)  ¡Tontas, casquivanas, que no tenéis aquel punto de amor propio que veo yo en otras niñas, ¡Señor!, en otras niñas aplicaditas y formales, que aprenden para lucirse en los exámenes, y para que a sus padres se les caiga la baba oyéndolas!

DOLLY.-   No queremos lucirnos, ni a mamá se le cae ninguna baba... ¡Vaya con el maestrillo este!

NELL.-   Coronadito, si no tienes juicio te pondremos de rodillas.

D. PÍO.-   ¡Anda, salero!... ¿Pero qué trabajo os cuesta retener en la memoria cosas tan fáciles? Luego seréis mujercitas aristocráticas, y cuando vuestra ilustre mamá os lleve a los salones, os vais a lucir, como hay Dios... Figuraos que en los saraos se habla del participio, y vosotras no sabéis lo que es. ¡Bonito papel harán mis niñas! Dirá la gente: «¿pero de qué monte ha traído la Condesa este par de mulas?». Eso dirán, y se reirán de vosotras, y no os querrán vuestros novios.

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DOLLY.-   Los novios nos querrán aunque no sepamos el participio, ni la conjunción, ni nada.

NELL.-   Que seamos bonitas, que seamos elegantes, y verás tú si nos quieren.

D. PÍO.-   Sí, sí: lindas borriquitas seréis. Pues yo me planto, señoras mías; ya sabéis que soy atroz cuando me planto; tengo mal genio.

NELL.-   ¡Terrible!

DOLLY.-   ¡Ay, qué miedo!

NELL.-    (Que, apoyada en la mesa con indolencia, le mira burlona.)  ¿Sabes, Piillo, que estoy observando una cosa? Tienes los ojos muy bonitos.

DOLLY.-   Parecen dos soles... pillines.

D. PÍO.-    (Cruzándose de brazos.)  Ea, burlaos de mí todo lo que queráis.

NELL.-   No es burla, es confianza.

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DOLLY.-   Es que te queremos, maestrillo, porque eres muy bueno y no tienes malicia.

NELL.-    (Acariciándole la barba.)  ¡Es un buenazo este D. Pío! Por eso te hacen rabiar las niñas de Albrit, que son y serán siempre tus amiguitas...

D. PÍO.-    (Embobado.)  ¡Zalameras, melosas, carantoñeras!

DOLLY.-   Di una cosa: ¿es verdad que tienes muchas hijas?

D. PÍO.-    (Lanzando un suspiro muy hondo y fuerte. Diríase que lo saca de los talones.)   Muchas, sí...

NELL.-   ¿Son guapas?

D. PÍO.-   No tanto como lo presente.

DOLLY.-   ¿Te quieren?

D. PÍO.-    (Intentando sacar otro suspiro hondo, que se le queda atravesado en el pecho, cortándole la respiración.)  ¡Quererme... ellas!

  —155→  

NELL.-   Me han dicho que no. Si es así, no te importe, que bien te queremos nosotras.

DOLLY.-   ¿Y tú, nos quieres?

 

(D. PÍO hace signos afirmativos.)

 

NELL.-   Nos idolatra... Estudiamos cuando se nos antoja, y cuando no, jugamos.

DOLLY.-   Y eso haremos hoy: jugar, irnos a la playa.

D. PÍO.-    (Vencido.)  ¡A la playa!

NELL.-   Está un día espléndido.  (Mira por la ventana.) 

DOLLY.-    (Tocando las castañuelas.)   Y el cielo y la mar nos dicen: «¡Venid, volad, y traed a vuestro adorado preceptor!».

D. PÍO.-    (Deseando ir, pero no queriendo manifestarlo.)  ¿Yo... también yo? ¡Viva la indisciplina!

NELL.-   Vendrás con nosotras, porque si no, Venancio no nos dejará salir ahora. Tú tienes que decirle: «hoy han estudiado tanto, que en premio de su aplicación las saco a dar una vuelta».

  —156→  

D. PÍO.-   ¡Anda, morena! ¡Vaya, que si la señora Condesa se enterara de cómo cumplo mis deberes profesionales!...

DOLLY.-   Lo que quiere mamá es que estemos siempre a la intemperie, y nos hagamos robustas como unas aldeanotas.

D. PÍO.-   ¡Y qué diría vuestro abuelo!

NELL.-   El abuelito nos quiere lo mismo en bruto que pulimentadas.

D. PÍO.-   Os adora, sí. Como que sois sus nietas. Acompañadle, dadle palique, hacedle mimos: también él es niño. Y cuando le oigáis un disparate muy gordo, se lo contáis al señor Cura y al Médico.

DOLLY.-    (Enojada.)  No dice disparates el abuelo.

D. PÍO.-   Ayer me decía que vosotras dos no sois más que una para él...

NELL.-   Y eso, ¿por qué ha de ser disparate, maestrillo?

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DOLLY.-   Quiere decir...

NELL.-   Que el grande amor que nos tiene nos iguala, y hace de las dos una sola.

D. PÍO.-   Esta chica es un portento.

DOLLY.-   Hola, hola; ¿y para mí no hay piropo?

D. PÍO.-   ¿Te enfadas, ángel?

DOLLY.-    (Riendo.)  Está eso bueno. Mi hermana es un portento... y yo nada.

D. PÍO.-   Tú otro portento... ¡Vivan las nenas de Albrit!

NELL.-    (Alborotando.)  ¡Viva el más sabio profesor y catedrático de la antigüedad pagana, mitológica... y cosmopolita! En fin, ¿nos vamos o qué?

D. PÍO.-    (Deteniéndolas.)  Esperad. Parece que viene alguien.

DOLLY.-   Siento el vocerrón de D. Carmelo.

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D. PÍO.-    (Tomando el tonillo profesional.)  ¡Orden, formalidad!... Pues hemos dado un repasito a la Gramática, venga ahora un buen jabón a la Historia. Niñas, el Papado y el Imperio... A ver...



ArribaAbajoEscena II

 

NELL y DOLLY, D. PÍO, EL SEÑOR CURA, VENANCIO.

 

EL CURA.-    (Riendo, en la puerta.)  Presentes, mi general. Yo soy el Papado, y el Imperio es éste.  (Entran.) 

VENANCIO.-   ¿Cómo vamos de lección?

EL CURA.-   ¿Saben, saben mucho estas picaruelas?

D. PÍO.-   Regular... Hoy, vamos, hoy, no lo han hecho del todo mal.

EL CURA.-   No me fío. Este Coronado es la pura manteca.  (Saludando a las niñas y acariciando sus manos.)  ¡Qué monada de criaturas!

VENANCIO.-   Muy monas, pero desaplicaditas... No quieren más que corretear por el campo.

  —159→  

EL CURA.-   Mejor... ¡Aire, aire!

VENANCIO.-   Y su abuelito, en vez de reprenderlas para que se apliquen, les dice que la señora Gramática y la señora Aritmética son unas viejas charlatanas, histéricas y mocosas, con las cuales no se debe tener ningún trato.

EL CURA.-   ¡Qué bueno!... Si digo que el Conde...

VENANCIO.-    (A D. PÍO.)  ¿Y anoche, cuál fue la tecla que nos tocó?

D. PÍO.-   Que no debo introducir más paja en la cabeza de las señoritas, pues lo que les conviene es educar la voluntad.

EL CURA.-   No está mal...

DOLLY.-   Por eso a mí no me gusta saber nada de libros, sino de cosas.

EL CURA.-   ¡Brava!

VENANCIO.-   ¿Y qué son cosas, señorita?

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NELL.-   Pues cosas.

DOLLY.-   Cosas.

EL CURA.-    (Comprendiendo.)  Ya... Pero el arte de la vida ya lo iréis aprendiendo en la vida misma.

VENANCIO.-   Y eso no quita que estudien lo de los libros, ¿verdad, D. Pío?  (EL MAESTRO hace signos afirmativos.)  Tan distraídas están con el corretear continuo, que ya Dolly ni siquiera dibuja.

EL CURA.-   ¡Qué lástima!...  (A DOLLY.)  Y aquellos monigotitos, y aquellas vaquitas, y aquellos...

 

(DOLLY se encoge de hombros.)

 

NELL.-   Ya no dibuja. Le gusta más cocinar.

EL CURA.-   ¿De veras?... ¡Oh, serafín de los cielos!

VENANCIO.-   A lo mejor se nos mete en la cocina, se pone su delantal de arpillera, y allí la tiene usted entre cacerolas, tiznada, hecha una visión...

EL CURA.-   ¡Divino!

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VENANCIO.-   ¡Miren que una señorita de la aristocracia, con las manos ásperas y llenas de pringue!

EL CURA.-   Eso es juego... Pero no está de más saber de todo... por lo que pueda tronar. ¿Y Nell, no cocina?

DOLLY.-   A mi hermana le gusta más lavar cristales... mojarse, fregotear, pegar cosas rotas, limpiar las jaulas de los pájaros, y echarles la comidita.

EL CURA.-   También es útil. Bien, bien, niñas saladísimas; seguid estudiando.

NELL.-   Es que...

DOLLY.-   D. Pío había dicho que... pues hoy hemos trabajado bárbaramente... podíamos pasear.

D. PÍO.-   ¡Ah!... permítanme... dije que si acabábamos la Aritmética, saldríamos, y en el bosque les explicaría algo de Geografía.

EL CURA.-   Paseen, sí.

  —162→  

VENANCIO.-   Pero por el bosque no.

DOLLY.-   A la playa.  (Las dos se quitan los delantales.) 

VENANCIO.-    (Aparte a D. PÍO.)  El Conde suele pasear por el bosque. Llévelas usted a la playa... No se separe de ellas... ¿Se entera de lo que le digo?...

D. PÍO.-   Sí, hombre. A la playa...

NELL.-    (A VENANCIO.)  ¿Ha salido ya el abuelito?

VENANCIO.-   No; ni creo que salga. Vayan las señoritas con el maestro.

NELL.-   ¿Y usted se queda, D. Carmelo?

EL CURA.-   Sí, hija mía: espero al amigo Angulo, con quien tengo que hablar.

VENANCIO.-    (Mirando por la ventana.)  Ya está aquí.

EL CURA.-   Pues bajemos todos. Las niñas por delante.

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DOLLY.-    (Que sale la primera, gozosa.)  En marcha.  (Llamando al perrito.)  ¡Capitán!

NELL.-    (Detrás de su hermana.)  ¡Capitán!

 

(Salen los demás.)

 


ArribaAbajoEscena III

 

Sala baja en la Pardina.

 
 

GREGORIA, EL MÉDICO; después VENANCIO, EL CURA.

 

EL MÉDICO.-   ¿Cómo es que no ha salido aún a dar su paseo de la mañana?

GREGORIA.-   ¿Yo qué sé?... Todavía le tiene usted en su cuarto. He mirado por el agujero de la llave, y está dando paseos arriba y abajo, con las manos en los bolsillos.

EL MÉDICO.-   ¿Come bien?

GREGORIA.-   Regular.

EL MÉDICO.-   ¿Sabe usted si duerme?

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GREGORIA.-   Esta mañana, cuando le entré el desayuno, le dije... con todo el respeto del mundo, claro: «¿Qué tal ha pasado la noche el señor Conde?» y me contestó: «Bien»; pero en seco, y con un tonillo que, a mi parecer, era lo mismo que decir: «Mal».

EL CURA.-   ¿Qué? ¿Hay algo de nuevo?

EL MÉDICO.-   Nada. Hoy no le he visto aún. En la conversación que anoche tuvimos, pude observar que a la exaltación del orgullo aristocrático, añade nuestro D. Rodrigo otra monomanía: la sutileza del honor y de la moral rígida, en un grado de rigidez casi imposible, y sin casi, en las sociedades modernas.

EL CURA.-   Lo mismo observé yo en nuestro paseo de ayer tarde. Por cierto que... me hizo pasar un mal rato.

EL MÉDICO.-   ¿Qué ocurrió?

EL CURA.-   Nada... Es que por lo visto gusta de pasear solo... Desde que salimos, hube de comprender que le desagradaba mi compañía. Claro que no me despidió de mala manera: su buena educación no se desmiente nunca. Pero con perífrasis   —165→   ingeniosas, me decía: «Mejor voy solo que mal acompañado». Francamente, creía yo hacerle un favor dándole el brazo, entreteniéndole con una conversación grata...

EL MÉDICO.-   Pues mire usted, D. Carmelo: en esto no conviene contrariarle. ¿Quiere andar solo? Pues solo. No, no se cae. En mi opinión, ve bastante más de lo que dice.  (A VENANCIO.)  Lo que puede usted hacer es mandar un criado que le vigile a distancia...

GREGORIA.-    (De mal temple.)  En esta época, Sr. de Angulo, no tenemos a nuestra gente tan desocupada...

VENANCIO.-    (Arrancándose.)  D. Carmelo, D. Salvador, yo que ustedes diría a la Condesa que su señor suegro estará mejor en otra parte. Y esto no significa que queramos echarle. Es nuestro deber tenerle aquí; hemos sido... fuimos, como quien dice, sus criados...

GREGORIA.-   El cuento es que el Sr. D. Rodrigo, por haber venido tan a menos, no encaja en nuestras costumbres de gente pobre, ni se acomoda al trato modestito que le damos. Y es natural: yo me pongo en su caso.

VENANCIO.-    (Rascándose la cabeza.)  Hay que mirarlo todo, señores. Con la consignación que nos ha señalado la señora no   —166→   podemos hacer milagros. A un grande de España, por más que ahora sea chico, no hemos de tenerle aquí como un estudiantón, hartándole de puchero, y... vamos, que con tanto extraordinario y tanta finura de cocina, se nos van nuestros ahorros que es un gusto.

EL CURA.-   En efecto...

GREGORIA.-   Y, por añadidura, vivimos siempre sobresaltados... Que si sale, que si tarda, que si le habrá pasado algo... Se necesita un regimiento de criados para servirle y atenderle.

VENANCIO.-   Tenemos aquí mucho trajines. Vivimos de nuestro trabajo.

GREGORIA.-   Atendemos a la tierra, a las plantas, al fruto. Hay que mirar a todo.

VENANCIO.-   Al ganado de pelo y de pluma.

GREGORIA.-   Ahora me tienen ustedes todo el santo día en la cocina; y que no trabajo menos con la cabeza que con las manos: ¡Señor, qué pondré hoy!... ¡Si le gustarán las manos de ternera!... ¡Si acertaré a freír el filete!... ¡Ay, Jesús!... Y a todas éstas, mis judías sin coger, mis tomates   —167→   pudriéndose en las ramas... y mis gallinas olvidadas...

VENANCIO.-   Olvidadas, no, que aquí estoy yo para retorcerles el pescuezo... A este paso, señores míos, pronto liquidará la Pardina.

EL CURA.-   Vamos... siempre habéis de ser lo mismo... aldeanos que se ahogan, aunque naden en la abundancia.

EL MÉDICO.-   Siempre llorando... y escondiendo a la espalda las llaves del granero.

EL CURA.-   ¡Avarientos, mezquinos!

VENANCIO.-    (Achicándose.)  Sr. D. Carmelo, no hemos dicho nada.

GREGORIA.-    (Suspirando.)  Sr. D. Salvador... ustedes mandan.

EL CURA.-   Por lo demás, yo creo también que el pobre león de Albrit estará mejor en otra leonera.

EL MÉDICO.-   A ver si ha pensado usted lo mismo que yo.

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EL CURA.-    (Enfatuado.)  Tengo una idea...

VENANCIO.-    (Adivinando.)  Yo tengo también una idea...

EL MÉDICO.-   Llevarle a Zaratán.

EL CURA.-   Al convento de Jerónimos.

VENANCIO.-    (Asintiendo con viveza, lo mismo que GREGORIA.)  Eso, eso.

EL CURA.-   Solución que debe ser la mejor, pues se aprueba por unanimidad.

EL MÉDICO.-   Allí estará como un príncipe. Falta que los reverendos quieran.

EL CURA.-   Deseándolo, querido Salvador, deseándolo. Locos de contento en cuanto les propuse...

VENANCIO.-   ¿Pero habló usted con el Prior?...

EL CURA.-   ¡Toma! ¿Creen que soy de los que cuando dan con una feliz idea, la están rumiando siete   —169→   meses?... Y no sólo he hablado con el Prior, sino que he escrito a la Condesa...

GREGORIA.-    (Viendo, llegar al CONDE.)  Cuidadito, que aquí viene.



ArribaAbajoEscena IV

 

EL MÉDICO, EL CURA, VENANCIO, GREGORIA y EL CONDE, a paso lento, apoyado en su palo. Nótase más deterioro y descuido en su ropa. Avanza muy abstraído, sin parar mientes en las personas que están en la habitación.

 

EL CURA.-   Señor Conde, ¿cómo va ese valor?

EL CONDE.-   ¡Ah!, pastor Curiambro, ¿estás aquí? No te había visto...  (Examinando las personas.)  ¿Y este bulto...?

EL CURA.-   No es bulto, es nuestro gran médico...

EL MÉDICO.-    (Saludándole.)  Señor Conde...

EL CONDE.-    (Muy afectuoso.)  Perdona, hijo... ¡Veo tan poco! Y aquél es Venancio... a ese le conozco sin verle. Y Gregoria... Ya está aquí todo el cónclave... Bien, bien... Antes de que me lo preguntes, médico   —170→   ilustre, te digo que, fuera de este achaque de la vista, me encuentro muy bien... ¡Y qué contento vivo en la Pardina! Venancio, Gregoria, sabed que estoy contentísimo, y que tendréis la satisfacción de alojarme por mucho tiempo...

VENANCIO.-   Es lo que deseamos...

EL MÉDICO.-   ¿Va el señor Conde a dar su paseo?...

EL CONDE.-   Si ustedes no disponen otra cosa... Pero me quedaré un poquito por hacer los honores a las dignas personas que honran mi casa.  (Se sienta en el sillón.) 

EL CURA.-   Mil gracias, señor Conde. Veníamos...

EL CONDE.-   Ya me lo figuro: a pasar revista a la huerta y examinar los tomates, y armar las grandes peloteras con Gregoria sobre si son mejores los de allá o los de acá...  (Todos ríen.) 

EL CURA.-   Los míos son así de gordos.

GREGORIA.-   Ya quisiera...

  —171→  

EL CONDE.-   Basta de polémicas, y si arrojáis en esta placentera reunión el tomate de la discordia, yo, deferente con el bello sexo, adjudico el premio a mi patrona... Gregoria, Venancio, Dios os colme de prosperidades... a ver si salís de pobres...  (Con ironía sutil.)  En ello voy ganando, porque de lo que tengáis hijos míos, algo ha de participar siempre este pobre viejo... ¿Verdad que sí?...

VENANCIO.-    (Secamente.)  Sí, señor.

EL MÉDICO.-    (Que, sentado a su lado, le pone la mano en el hombro.)  ¿Con que bien...?

EL CONDE.-   Pero no de la vista. Cada día se nublan más mis ojos.

GREGORIA.-    (En un alarde de osadía.)  El señor se pondría bueno de la vista... y de la cabeza... ¿lo digo?, si no tuviera tan mal genio.

EL CONDE.-   ¡Mal genio yo! Si con la voluntad siempre en guardia he logrado dominarme, y ya no riño, ya no me oiréis gruñir...

VENANCIO.-   Nos dice palabras blandas, pero con intención dura... Entre flores esconde el látigo con que...

  —172→  

EL CONDE.-   ¿Yo? No, hijo mío. Precisamente quería aprovechar esta ocasión para decirte que admiro y alabo tus hábitos de arreglo, y tus grandes dotes de administrador.

VENANCIO.-    (Sobresaltado.)  ¿Qué quiere decir Vuecencia?

EL CONDE.-   Que eres un ejemplo digno de ser imitado por cuantos manejan intereses propios o ajenos. Así prosperan las casas. Si no eres ya rico, Venancio, yo te auguro que lo que posees en tomates y berenjenas lo tendrás pronto en peluconas. Carmelo, Salvador, oigan este golpe: cuando llegué a la Pardina, este buen amigo mío y antiguo servidor puso a mis órdenes a un muchacho llamado Rogelio, inteligente, listo, para que fuese mi ayuda de cámara. Toda mi vida he tenido un servidor de esta clase. Mentira me parecía que pudiera pasarme sin él... Pero me paso, sí, señor, me paso... porque ayer me quitaron el criadito, y ya ven... estoy perfectamente.

VENANCIO.-    (Mascando las palabras.)  Señor, es que... Rogelio...

GREGORIA.-   Fue preciso mandarle a traer yerba...

 

(EL MÉDICO y EL CURA se miran, hablan con los ojos.)

 
  —173→  

EL CONDE.-    (Con ironía finísima.)  Pero, tontos, si no os riño; si me parece bien lo que habéis hecho... si os lo agradezco, porque así me vais educando en la pobreza, y enseñándome a ser como vosotros, económico, administrativo... No quiero ser gravoso; quiero que prosperéis; y con medidas como ésta claro es que habéis de llegar a ser riquísimos.

VENANCIO.-   Señor, díganos las cosas claras.

EL CONDE.-   Digo lo que siento. Y otra: tienes una mujer que no te la mereces. Esta Gregoria vale más que pesa, y con su instinto de gobernante de casa te ayudará, te empujará para que subas pronto a la cima de la opulencia.

GREGORIA.-    (Asustada.)  Señor, ¿por qué lo dice?

EL CONDE.-   Porque es verdad. ¡Cuánto siento no estar ya en edad de tomaros por modelo!

EL CURA.-   ¿Pero qué...?

EL CONDE.-   Que esta Gregoria, con su arte sublime de mujer casera, me ha suprimido mi bebida favorita: el buen café.

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GREGORIA.-   Señor, si se lo llevé esta mañana.

EL CONDE.-   Me serviste un cocimiento de achicoria, recalentado y frío, que... Pero no te riño, no. Si está muy bien. Siempre me dais mucho más de lo que merece este pobre viejo inútil, enfadoso... Prosperad, prosperad vosotros, y que os vea yo llenos de bienestar, desde el fondo de esta miseria en que he caído.

VENANCIO.-   No somos ricos, ni aspiramos a serlo.

EL MÉDICO.-    (Con severidad.)  Conviene que se sirva al señor Conde un café muy bueno. Yo lo mando.

EL CURA.-   Y yo... Y si no se le da como es debido, lo haré yo en casa, y se lo enviaré.

EL CONDE.-   Gracias... Pero ya veis que no me enfado... Soy pobre, y como a pobre quiero que me traten. Este Venancio, esta Gregoria, que tanto me quieren y no pueden olvidar los beneficios que de mí han recibido, desean hacerme a su imagen y semejanza, y que como ellos viva, y como ellos coma, para de este modo sujetarme y tenerme siempre a su lado. ¿Verdad que es esto lo que anheláis? Pues me tendréis. De aquí   —175→   no me muevo. Estad tranquilos, que vuestro huésped seré... tendréis Conde de Albrit para un rato.

EL MÉDICO.-   Seguramente. Estos aires le prueban bien.

EL CONDE.-    (Con gravedad.)  No me cuido yo de los aires, sino de la misión que tengo que cumplir.

EL CURA.-    (Receloso.)  ¿Aquí precisamente?

EL CONDE.-   Aquí... al menos por ahora.

 

(EL MÉDICO y EL CURA se sientan junto al CONDE, uno por cada lado. VENANCIO y GREGORIA se retiran y vuelven de puntillas, poniéndose tras el sillón a escuchar lo que hablan.)

 

EL MÉDICO.-   Pues si el señor Conde quiere oír un consejo de amigo y de médico... de médico más que de amigo, me permitiré decirle que la misión más adecuada a su edad y a sus achaquillos es darse buena vida.

EL CURA.-   Y no cuidarse de nada y de nadie.

EL CONDE.-   La ancianidad da derecho al egoísmo; pero a mí, pásmense ustedes, me han rejuvenecido las desgracias, y tras las desgracias han venido las ideas a darme vigor. Por unas y otras,   —176→   yo tengo aún que hacer algo en el mundo.

 

(EL MÉDICO y EL CURA se miran, comunicándose con los ojos sus impresiones.)

 

EL MÉDICO.-   ¿Sería tan amable el Sr. D. Rodrigo que nos dijera qué misión es esa?

EL CONDE.-   Misión que, en cierto modo, tiene cierto paralelismo con la tuya, Salvador, y con la tuya, Carmelo.

EL CURA.-   Tres misiones paralelas.

EL CONDE.-   Tú, pastor Curiambro, luchas en el terreno de la moral, disputando almas al pecado; tú, Salvador, te bates con la muerte en el terreno físico, tratando de arrancarle los pobres cuerpos humanos; yo combato en la esfera moral contra el deshonor, (Pausa. D. CARMELO y ANGULO se hacen guiños.) que es lo mismo que decir: por el derecho, por la justicia...  (Pausa. Sonríe benévolamente.)  Veo poco, amigos míos; pero lo bastante para hacerme cargo de que os reís de mí.

EL CURA.-   ¡Oh!, no, Sr. D. Rodrigo...

EL CONDE.-   Si no me enfado, no. ¡Ay! El quijotismo inspira siempre más lástima que respeto. Si compadecéis el mío, yo compadeceré el vuestro: el   —177→   religioso y el científico... ¡Cómo ha de ser! En la relajación a que hemos llegado, el honor ha venido a ser un sentimiento casi burlesco.

EL CURA.-   Reconozcamos, mi señor D. Rodrigo, que lo han desacreditado los duelistas...

EL CONDE.-   Sí, sí, y los nobles presumidos. Aparte de eso, ¿no alcanzáis a ver la relación íntima del honor con la justicia, con el derecho público y privado? No, no la veis... Sin duda sois más ciegos que yo... Y decidme ahora, tontainas: ¿también os parecen cosa baladí la pureza de las razas, el lustre y grandeza de los nombres, bienes que no existen, que no pueden existir sin la virtud acrisolada de las personas que...?  (Sus interlocutores callan, observándole.)  No, no me entendéis. Tú, clérigo, y tú, doctorcillo, vivís envenenados por los miasmas de la despreocupación actual de ese asqueroso lo mismo da, de ese inmundo ¿y qué?

EL CURA.-   Comprendemos la idea; pero...

EL MÉDICO.-   Es una idea feliz; pero...

EL CONDE.-    (Irritándose.)  ¡Pero qué!...  (Se calma y sonríe con desdén.)  Si tuviera tiempo y ganas de entretenerme, os   —178→   explicaría...  (Sintiendo ruido detrás del sillón.)  ¿Quién anda ahí?  (Descubre a VENANCIO y su mujer.)  Venancio, Gregoria, ¿por qué andáis por ahí acechando como espías? Venid a mi lado, que lo que digo, decirlo puedo y quiero también delante de vosotros. Ya todos somos iguales. Venid.  (Se acercan tímidamente.)  Pues decía: a ti y a ti,  (Por EL CURA y EL MÉDICO.)  según veo, os importa un ardite que las familias honradas... y no me refiero sólo a las aristocráticas, sino a toda familia pundonorosa y decente... conserven la limpieza del nombre de la sangre...  (A VENANCIO y GREGORIA.)  Y vosotros, ¿qué pensáis, papanatas? También a vosotros os tienen sin cuidado las usurpaciones ignominiosas de estado civil, nombre, riqueza...  (Callan los cuatro, observándole compadecidos.)  ¡Ah, todos lo mismo: el sabio, el ignorante, igualmente ciegos ante el sol de la moral pura, de la verdad!  (Bruscamente, levantándose.)  Me voy... no quiero más conversación, no quiero...

EL CURA.-    (Queriendo detenerle.)  Pero, señor Conde...

EL MÉDICO.-   Señor, aguarde...

EL CONDE.-    (Nervioso, rechazándoles.)  No quiero, no... Me voy... Abur, abur.  (Sale.) 


  —179→  

ArribaAbajoEscena V

 

EL CURA, EL MÉDICO, VENANCIO, GREGORIA.

 

VENANCIO.-    (Viéndole alejarse.)  Allá va: habla solo, golpea el suelo con su palo.

GREGORIA.-   ¿Qué les parece a ustedes?

EL CURA.-   A mí, cosa perdida.

VENANCIO.-   A mí... peligroso.

EL MÉDICO.-    (Más reflexivo que los otros.)  No precipitarse a juzgar. Le tengo por uno de tantos. El hombre piensa; su idea le invade el espíritu; su voluntad aspira a la realización de la idea. Uno de tantos, digo, como usted y como yo, mi querido D. Carmelo.

EL CURA.-   ¿No ves la demencia en ese pobre anciano?

EL MÉDICO.-   Veo la exaltación de un sentimiento, una inteligencia que trabaja sin desmayar nunca, una voluntad agitándose en el vacío, con fuerza hercúlea que no puede aplicarse...

  —180→  

VENANCIO.-    (Desdeñoso.)  Estos médicos siempre han de dar a las cosas nombres raros.

GREGORIA.-   Para que no entendamos.

VENANCIO.-   ¿Es eso locura, o qué es?

EL MÉDICO.-   ¿Queréis que os hable con toda sinceridad, como médico honrado? Pues no lo sé.

EL CURA.-    (Confuso.)  ¿Es o no clara la monomanía?

EL MÉDICO.-   En toda monomanía hay una razón.

EL CURA.-    (Mirando al techo en busca de una idea que se le escapa.)  Bueno: yo veo...

VENANCIO.-    (Rascándose el cráneo.)  Sí: yo veo también...

GREGORIA.-    (Más sincera que los demás.)  Todos vemos que... Lo diré claro: las barrabasadas de la señora Condesa han influido en que nuestro D. Rodrigo esté tan perdido del caletre...

  —181→  

EL CURA.-   Exactamente... De ahí le viene la tos al gato.

EL MÉDICO.-   Porque... aquí, que nadie nos oye, señores... la Condesa...

EL CURA.-    (Limpiándose sus galas.)  Todo lo que digas es poco.

VENANCIO.-   No siga usted, D. Salvador... La señora...

GREGORIA.-   Callamos por respeto; pero ello es que la tal Doña Lucrecia...

EL CURA.-    (Sonriente.)  Chitón...

VENANCIO.-   No chistamos...

EL CURA.-    (Poniéndose las gafas.)  Nos sale al encuentro un caso delicadísimo de la vida privada, y ante él cerramos nuestros picos, y nos lavamos nuestras manos. La misión de los que ahora estamos aquí reunidos no es enmendar los yerros de la Condesa de Laín, ni tampoco sacarla a la vergüenza pública. Nuestra misión...  (Tosiendo, para tomar luego un tonillo oratorio.)  nuestra misión, digo, es tan sólo aliviar, en lo que de nosotros dependa, la triste situación física y moral de ese anciano desvalido, de ese   —182→   prócer ilustre, verdadero mártir de la sociedad, amigos míos. Y recordando que en la época de su poderío y grandeza él nos tendió la mano y fue nuestro sostén, correspondámosle ahora con nuestra filial solicitud y cariñoso amparo.

 

(Demostraciones de asentimiento. Sigue a ellas amplísima y a ratos calurosa discusión. Aceptada en principio por los cuatro vocales la conveniencia de alojar al anciano ALBRIT en los Jerónimos de Zaratán, surgen criterios distintos acerca de la forma y manera de realizar lo que creen benéfica y santa obra. Mientras VENANCIO opina que debe conducírsele al monasterio con toda la derechura y sencillez con que se traslada un buey de éste al otro prado, GREGORIA, más delicada y benigna, propone que los propios monjes vengan por él, y le conviden a una fiesta, y le hagan muchas carantoñas hasta llevársele; y una vez allí, que le trinquen bien y le pongan ronzal de seda. EL MÉDICO, por el contrario, niégase a autorizar nada que trascienda a forzado encierro, y sostiene que D. RODRIGO debe entrar en Zaratán voluntaria y libremente, y quedarse allí sin ninguna violencia,única manera de precaver un desorden mental verdaderamente grave. Y EL CURA, hombre conciliador, que todo lo pesa y mide, se ofrece a buscar una fórmula que sea como resultante mecánica de las diversas opiniones expuestas, y a proponer un procedimiento que a unos y a otros satisfaga. Nómbranle por unanimidad Comisión ejecutiva, y como él se pirra por todo lo que sea dirección y mangoneo, promete desplegar en el asunto toda su diplomacia, y el hábil manejo con que sabe acometer las empresas más arriesgadas y dificultosas.)

 
 

(Despídese ANGULO para continuar sus visitas, y DON CARMELO, con los dueños de la casa, se dirige al espacioso y bien poblado gallinero de la Pardina. Examinando huevos,   —183→   pollos y echaduras, se pasa parte de la mañana, y, por último,se convida a comer. GREGORIA le aconseja que prefiera la cena, y propone invitar también al MÉDICO. Aprobación unánime.)

 


ArribaAbajoEscena VI

 

Bosque.

 

EL CONDE.-    (Solo, paseando lentamente.)  ¡Qué hermoso día!... aire manso y tibio, cielo claro, las nubes replegadas sobre el horizonte, el mar azul, tendido, adormilado... el bosque en silencio. ¡Qué solemne tranquilidad! El paso del hombre no ensucia este cuadro grandioso y puro...  (Mira hacia el sendero que corta el bosque en dirección a Jerusa, y detiénese, creyendo sentir voces.)  ¿Vendrán las nenas de paseo? Pareciome oír sus voces lejanas... El corazón me ha saltado en el pecho... No son ellas, no. Es que el bosque tiene ruidos extraños, modulaciones misteriosas que a veces semejan llanto de niños, a veces risotadas de muchachas que anduvieran volando entre el ramaje. (Óyense, en efecto, voces, risas.)  ¡Ah! ¿Serán ellas? No... son insectos o no sé qué animaluchos, que remedan la voz humana.  (Aparecen mujeres del campo, charlando y riendo.)  Por allí vienen... Pero no son ellas. Esas voces ordinarias no son las de las graciosas niñas de Albrit.  (Pasan las aldeanas y le saludan respetuosas; EL CONDE contesta con afecto paternal al saludo.)  Adiós, hijas; que os divirtáis mucho...  (Sigue andando.)  Ya estoy solo otra vez... No sé qué voz del alma me   —184→   dice que no vendrán por aquí mis chiquillas. ¡Cómo han de venir las pobres, si toda la mañana las tienen encerradas con el preceptor, un simple, a quien se paga para embrutecerlas! Pero no conseguirán haceros idiotas, ¿verdad, hijas mías?...  (Suspirando.)  ¡Nell, Dolly! ¿cuál de vosotras es mi nieta, heredera de mi sangre y de mi nombre?  (Deteniéndose y cruzando las manos, dolorido.)  Señor, ¿las amo o las aborrezco? En mi corazón hay plétora de amor a mi descendencia. Pero la certidumbre de que una de las dos, una... no es de ley, me vuelve loco... No, no es esto locura, no puede serlo; esto es razón, derecho, justicia, el sentimiento del honor en toda su grandeza...  (Desesperado.)  Daría mi vida por ellas... las mataría... no sé.  (Continúa andando, agitadísimo.)  No puedo, no debo consentir intrusos en mi linaje... Al fuego la hierba mala, traída a mi hogar con engaño, contrabando del vicio... Esa diabólica mujer no ha querido decirme cuál es la falsa; pero no importa... Verás, verás, infame, cómo yo lo averiguo sin ajeno auxilio, sin interrogar a los que seguramente conocen tus secretos... Dios me dé una intensa penetración para desentrañar la verdad; sabré leer la historia de mi deshonra en esas preciosas caras; y si por mi ceguera no acierto a descifrar los rostros, leeré la invisible cifra de los pensamientos, penetraré en la hondura de los caracteres, y no necesito más, pues los caracteres son el temperamento, la sangre, el organismo, la casta... Adelante, Rodrigo de Albrit... Voy a sentarme en aquel altozano del bosque que parece suspendido sobre el mar, y que está siempre seco y bien bañado de sol.  (Apresura   —185→   el paso.)  No sé que tengo hoy, que no me canso nada, pero nada. Andaría mis dos leguas como un hombre... (Otra parte del bosque.)  (Terreno quebrado, donde escasean los árboles, y abundan los chaparros y arbustería silvestre entre las rocas musgosas. Al Norte, el cantil que desciende con rápido declive hasta la playa, la cual se extiende limpia y arenosa en toda la profundidad del paisaje. En una peña que le ofrece cómodo asiento se recuesta el anciano, meditabundo, y contempla abstraído la costa, y el oleaje manso y rumoroso.)  ¡Cómo pica el sol! Turbonada esta tarde... Allá lejos, en la playa, distingo unos bultitos blancos que se mueven... Dios mío, ¿serán ellas?  (Haciendo anteojo con su puño para ver mejor.)  Sí, sí... juraría que son ellas... Aquel vagar rápido, aquel vuelo de mariposas...  (Con súbita alegría.)  Ellas son. Hasta me parece que oigo sus chillidos alegres.  (Bajando un poco, entre las peñas.)  Y distingo también un bulto negro, una especie de cigarrón que las persigue... Es el maestro, el pobre Coronado... ¿Qué haré? ¿Las llamo, les hago una seña con el pañuelo, voy a buscarlas?  (Vuelve a sentarse, indeciso.)  ¡Dios mío, estas lindas criaturas serían mi encanto, mi gloria, mi consuelo, si no me amargara la vida el convencimiento de que una de ellas es intrusa, fraudulenta, usurpadora! Quiero idolatrarlas; pero antes, urge separar la verdad de la mentira, para poder amar exclusivamente a la que lo merezca... ¿Cuál es, cuál de las dos, Señor?  (Se golpea el cráneo con el puño cerrado.)  Misterio terrible, ¿será   —186→   posible que yo no pueda penetrar en ti...?  (Pausa.)  ¿Qué atracción es ésta que hacia ellas me llama?... Fuerza superior a mi voluntad. No quiero ir, y voy... Atracción del enigma, el ansia inmensa del ¡qué será!...  (Se levanta.)  ¡Ah, parece que me han visto! Creo notar una agitación de cosas blancas, como si me saludaran con los pañuelos. Sí, sí: ya percibo sus vocecitas más dulces, más musicales que cuantos sones hay en la Naturaleza...  (Gritando.)  Sí, sí, Nell, Dolly; aquí estoy... Ya os había visto... os veo en medio de la inmensidad... ¿Queréis que baje, o subís vosotras?...  (Gozoso.)  Ya, ya vienen. No corren, vuelan.



ArribaAbajoEscena VII

 

EL CONDE, NELL, DOLLY, D. PÍO.

 

NELL.-    (Cuya voz suena lejos.)  ¡Abuelo, abuelo!...

EL CONDE.-   No corráis, hijas, que podéis caeros.

DOLLY.-    (Suena la voz menos lejana.)  Abuelo, te vimos, te vimos.

NELL.-    (Cerca.)  Yo fui la que primero te vi.

DOLLY.-    (Más cerca.)  No, que fui yo.

  —187→  

EL CONDE.-   Yo bajaría; pero este camino, lleno de zarzas, es tan quebrado que temo caerme.

NELL.-    (Próxima.)  No te muevas, que allá vamos.

DOLLY.-    (Más próxima.)  Por esta veredita, Nell.

NELL.-   Por aquí.  (Llegan a un tiempo las dos, sofocadas, sin aliento, junto al anciano, que las abraza y las besa.) 

EL CONDE.-   ¿Por qué habéis venido tan a prisa? Claro, como sois ángeles, nada os cuesta volar.

NELL.-   D. Pío no quería que viniésemos.

DOLLY.-    (Sujetándose el cabello, que el viento le ha soltado.)  Allá sube como una tortuga el pobre viejo... ¡Qué trabajo le cuesta seguirnos!

EL CONDE.-   Sentaos ya, y descansad aquí conmigo.

DOLLY.-   ¿Estás ya contento?

EL CONDE.-   ¿No lo ves? ¿Por qué me lo preguntas?

  —188→  

NELL.-   ¡Como esta mañana estabas de tan mal humor!...  (Sorpresa del anciano.)  Sí, sí... y cuando entramos a darte los buenos días, nos asustaste.

DOLLY.-   Nos dijiste: «¡Idos; dejadme solo!».

EL CONDE.-   No hagáis caso. ¡Es que Gregoria me había servido tan mal...!

DOLLY.-    (Con mimo.)  De veras, ¿no estás enfadado con nosotras?

EL CONDE.-   Nunca. Os quiero, os idolatro.

NELL.-    (Cariñosa.)  Y como Gregoria y Venancio te sirvan mal, ya les ajustaremos las cuentas. ¡Vaya...!

EL CONDE.-   Niñas mías, la gente pequeña, cuando se hincha de vanidad y coge debajo a los que fueron grandes, es terrible, es peor que las fieras.

D. PÍO.-    (Que llega jadeante, medio muerto de fatiga, y se arroja en el suelo.)  Señor Conde, saludo a usía. Como soy viejo, no puedo seguir a estas criaturas, que tienen alas de mariposa.

  —189→  

EL CONDE.-   ¡Pobre Coronado, cuánto le marean a usted! ¿Y qué tal? ¿Se han sabido la lección?

D. PÍO.-    (Con suprema honradez.)  Señor, ni palotada. Me lo puede creer.

EL CONDE.-   ¡Habrá picaruelas...!

D. PÍO.-   Como usía es tan tolerante, puedo decírselo: hacen burla de la ciencia y de mí.

EL CONDE.-   ¡Qué monas! ¡Ángeles divinos! Besadme otra vez, Nell y Dolly, amables borriquitas. Vuestro D. Pío, que os consiente todas las travesuras y juega con vosotras cultivándoos en la ignorancia, demuestra ser un verdadero sabio.

NELL.-    (Irónica.)  Di que queremos sorprenderle, y aprendemos sin que él lo note.

DOLLY.-    (Maleante.)  Le hacemos rabiar un poquito para amansarle el genio, porque este D. Pío, aquí donde le ves, tan suavecito, es un tigre.

EL CONDE.-   No, hijas mías, es un cordero, un santo cordero... ¿No le veis esa cara?... Dios le hizo santo,   —190→   y su familia le ha hecho mártir. Yo le quiero. Seremos amigos.

D. PÍO.-    (Con emoción.)  Señor, usía me honra demasiado.

NELL.-    (Con lástima.)  ¿Y por qué es mártir D. Pío?

DOLLY.-   ¿No tiene muchas hijas?

EL CONDE.-   Pero no son buenas, como vosotras.

NELL.-   ¡Ay, pobrecito, cuánto padecerá!

DOLLY.-    (Compadecida.)  Ya no volveremos a hacerle rabiar.

EL CONDE.-    (Notando, por los hondos suspiros que exhala CORONADO, su disgusto de aquella conversación.)  No se hable más de eso. Y ahora que nos hemos encontrado y no necesita usted estar al cuidado de las señoritas, puede irse a descansar, Sr. Coronado.

D. PÍO.-    (Tímidamente.)  Señor Conde, yo no puedo dejar a las señoritas, porque el Sr. Venancio me encargó mucho que no les consintiera separarse de mí; que con ellas salía y con ellas tenía que volver a casa.

  —191→  

EL CONDE.-    (Picado.)  Ya que no es usted su maestro, porque ellas no aprenden, le mandan a usted que sea su pastor. Pues para pastorear este rebaño, me basto y me sobro, Sr. Coronado.

D. PÍO.-   No se incomode, señor. Yo no hago más que cumplir órdenes de Venancio.

EL CONDE.-    (Dominando su ira por hallarse frente a un ser débil e inofensivo.)  ¿Y mis órdenes no significan nada para usted? Esa bestia mandará en su casa, pero no en mi familia.

NELL.-    (Asustada.)  Abuelito, por amor de Dios, no te incomodes.

DOLLY.-   ¡Si D. Pío se va!... ¿Qué tiene que hacer más que lo que tú le mandes?

EL CONDE.-   Ya ves cómo no lo hace, y me obligará a decirlo por segunda vez, cuando estoy acostumbrado a que a la primera se me obedezca.

NELL.-   Váyase, D. Pío... Piito, lárgate.

D. PÍO.-    (Levantándose perezoso.)  Señor Conde, yo creí...

  —192→  

EL CONDE.-    (Impaciente, sin poder contenerse.)  Pronto... Retírese usted.

D. PÍO.-    (Tocando las castañuelas.)  Me retiro, puesto que lo manda usía con tanto imperio... Y si me riñen allá, que me riñan... Lo que yo digo: es malo ser bueno.  (Saluda y se aleja.)