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  —267→  

ArribaAbajoEscena IV

 

EL CONDE, NELL; después, DOLLY.

 

EL CONDE.-   ¡Ah! Nell... ¿qué traes ahí?

NELL.-   ¿Cómo habíamos de consentir que no te desayunaras? Hemos reñido a Gregoria.

EL CONDE.-   ¡Oh!, ¡qué ángel!... A ver... ¡Oh, esto sí que es bueno!... recién hecho... ¡qué aroma!... Dios te bendiga.

NELL.-   No merezco yo las bendiciones, sino Dolly, que es quien te lo ha hecho.

EL CONDE.-   Pero la idea habrá sido tuya.  (Se sirve.) 

NELL.-   No quiero engalanarme con plumas ajenas. La idea fue de ella... Se ha puesto furiosa... Y a Venancio, le ha echado una buena peluca.

EL CONDE.-   ¡Atrevidilla!

NELL.-   Le gusta cocinar... y sabe... ¿Qué tal está?

  —268→  

EL CONDE.-   Riquísimo... ¿Dices que Dolly sabe cocinar?

NELL.-   Le gusta. Quiere aprender. Pues ahora está preparando un guisote, y luego te hará fruta de sartén. Verás qué bueno.

EL CONDE.-   ¡Qué criatura! Dile que venga.

NELL.-   Cree que estás enfadado con ella, y no se atreve a venir.

EL CONDE.-    (Imperioso.)  Que venga, digo.

NELL.-    (En la puerta de la casa, llamando.)  A Dolly, que venga. Dolly, ven... Dice que no está enfadado.

DOLLY.-    (Con mandil de arpillera, remangados los brazos.)  Abuelito, con esta facha no quería presentarme a ti.

EL CONDE.-   Ven... no seas tonta... Gracias, chiquilla, por el excelente café que me has hecho.

DOLLY.-   Y si me dejase Gregoria, te haría un arroz... que te chupabas los dedos.

  —269→  

EL CONDE.-    (Sonriendo benévolo.)  Bien, bien... Vaya, posees el genio de dos artes muy difíciles: la pintura y la culinaria.

DOLLY.-    (Haciendo una graciosa reverencia.)  Para servir a usía, señor Conde.

NELL.-   Mientras nosotras estemos aquí, no te faltará nada papaíto.

EL CONDE.-    (A DOLLY.)  Pues aplícate, hija, aplícate, y serás una excelente cocinera. Quizás te conviene más de lo que tú crees. ¿Y Nell, no guisa?

NELL.-   ¡Ay!, yo no sirvo para eso. Me da repugnancia... Además, no sé; vamos, que no me gusta.

EL CONDE.-   Cada cual según su temperamento.

DOLLY.-    (Sonriendo.)  Esta es tan finústica, que para fregar un plato, es preciso que el plato esté limpio.

NELL.-    (Riendo.)  Esta es tan a la pata llana que no lava las cosas sino cuando están muy sucias.

DOLLY.-   Claro.

  —270→  

EL CONDE.-   Cada cual, chiquillas, es como es, y no puede ser de otra manera. ¡Y yo que no veía diferencia entre vosotras! Ahora, no sólo os distingo, sino que os considero con absoluta desigualdad. Ya separo vuestros caracteres, separo vuestras voces, separo vuestras almas... Sois el día y la noche, el alfa y la omega... la... No, no os digo lo que pienso, pobrecitas; no me entenderíais.



ArribaAbajoEscena V

 

EL CONDE, NELL y DOLLY, EL CURA; después D. PÍO.

 

EL CURA.-   La paz sea en esta casa.

EL CONDE.-   Curiambro; buenos días... Yo bien, ¿y tú?

EL CURA.-   Pasando... Ya me enteré... Venancio y Gregoria se han llevado un mediano réspice. No se repetirá el disgusto; yo se lo aseguro al noble león de Albrit.

EL CONDE.-   El león de Albrit, que no teme las fieras, pero siente repugnancia por las alimañas inferiores, tendrá que buscar otra cueva.

  —271→  

EL CURA.-   A propósito de cuevas, el Prior de Zaratán, que, entre paréntesis, quedó ayer encantadísimo de la exquisita cordialidad con que usted le recibió, nos invita hoy a tomar un bocadillo en su Monasterio.

EL CONDE.-   ¿A mí también?

EL CURA.-   A usted principalmente. Iremos Monedero, Angulo y yo, en calidad de séquito, de cortesanos o chambelanes de Vuestra Señoría, por no decir majestad.

EL CONDE.-   Gracias... Pues no me opongo. A cortesía nadie me gana. Visitaré gustoso el Monasterio.

EL CURA.-    (A NELL, que le hace señas.)  No, si vosotras no vais. No queremos estorbos. Además, Vicenta Monedero, por mi conducto, os invita a comer en su casa, y a pasar allá la tarde.

EL CONDE.-   ¿La Alcaldesa?

EL CURA.-   Celebra su fiesta onomástica... Allí tendréis a toda la juventud florida de Jerusa.

  —272→  

DOLLY.-   Lo siento... Mejor me estaba yo todo el día en mi cocinita.

NELL.-   ¡Tonta, si el abuelo no ha de comer aquí!

EL CONDE.-   ¿Cómo no?

EL CURA.-   Segura mente, los señores frailes no nos soltarán a dos tirones. Me figuro el convitazo que habrán dispuesto, algo así como las bodas de Camacho, o los festines de Lúculo. Ea, chiquillas, hoy secuestro al león. Yo cuidaré de que no se aburra lejos de vosotras.

DOLLY.-   Malditas ganas tengo yo de festejo.

NELL.-    (Gozosa.)  Sí que iremos. Nos divertiremos mucho.

EL CURA.-   Nell es más sociable que Dolly...  (A DOLLY.)  Pero, tonta, ¿no te avergüenzas de que te vean tiznada?... ¡Uy!, ¡cómo apestas a cebolla!

DOLLY.-   Mejor. Pues a usted bien le gusta que le den comiditas buenas... y bien se regodea y se relame.

  —273→  

EL CURA.-   Veremos lo que te dura esa ventolera de los afanes domésticos...  (Mira al CONDE como pidiéndole su parecer; pero D. RODRIGO, profundamente abstraído, no atiende a la conversación.) 

EL CONDE.-    (Con una idea fija.)  Cada cual, según es...

D. PÍO.-    (Con timidez, desde la puerta.)  ¿Dan permiso?

EL CURA.-   Adelante, gran Coronado.

DOLLY.-   Hoy no hay lección, Piito. Tengo mucho que hacer.

NELL.-   ¡Qué gracia! El juego de las comiditas.  (Al CURA.)  Pues hoy me da a mí por estudiar de firme, ea.

EL CURA.-   ¡Bravísimo!

NELL.-    (Con estímulo de amor propio.)  Quiero aprender, quiero instruirme. La ignorancia me avergüenza, y empieza a estorbarme. Hoy estudiaré por las dos. ¿Te gusta, abuelito?

EL CONDE.-    (Divagando.)  Cada una, según su natural...

  —274→  

D. PÍO.-    (A NELL.)  ¿Vamos?

DOLLY.-   Yo, a mis cacerolas.

NELL.-   Y yo, a darle la jaqueca a D. Pío.

EL CURA.-   Y yo, a ponerme de acuerdo con el Alcalde sobre la hora a que hemos de salir.  (Dando su mano al CONDE.)  Vendremos por usted.

EL CONDE.-   Hasta luego, hijo.

EL CURA.-    (A las niñas.)  Cuando terminen, la una sus lecciones, la otra su trajín, prepárense para la fiesta de Vicenta. Que os pongáis bien guapas, ¿eh?... Cuidado, chiquillas, que representáis en el mundo la gloria, la nobleza, la tradicional elegancia de Albrit.

DOLLY.-   Bueno, bueno. Estamos enteradas.  (Se detiene, esperando que el abuelo le diga algo.) 

EL CONDE.-   Dolly...

DOLLY.-    (Presentando su mejilla.)  Abuelito...

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EL CONDE.-    (Besándola.)  No estoy enfadado contigo. ¿Y tú conmigo?

DOLLY.-   Lo estuve... pero ya pasó...  (Vase gozosa.) 

EL CONDE.-    (Tomando el brazo de NELL.)  Nell, aguarda... Quiero asistir a tu lección. Llévame, hija mía. (Entran en casa seguidos de D. PÍO.) 



ArribaAbajoEscena VI

 

Dormitorio del CONDE.

 
 

EL CONDE, que entra; DOLLY, barriendo.

 

EL CONDE.-   ¿Qué haces, chiquilla?

DOLLY.-   Ya lo ves: arreglándote la leonera. ¿No has reparado que esa bribona de Gregoria, ni limpia aquí, ni barre?... Toda la casa la tiene como una tacita de plata, menos esta alcoba tuya, que debiera ser el sagrario...

EL CONDE.-   Hija mía, como no veo bien...

DOLLY.-   Te digo que la maldad de esta gente me subleva... Entérate de lo que he dispuesto. Entre   —276→   la Pacorrita y yo hemos traído el lavabo bueno, que esos indinos quitaron de aquí para ponerlo en nuestro cuarto. Luego te mudaremos la cama, poniéndola en aquel rincón, para que estés más resguardadito del aire que entra por las rendijas de la ventana.

EL CONDE.-    (Embelesado.)  ¡Admirable! ¿Y a ti se te ha ocurrido todo eso?

DOLLY.-   Todito ha salido de esta cabeza.

EL CONDE.-    (Besándola.)  ¿Y has acabado ya tus guisotes?

DOLLY.-   Como te vas a comer con los frailes, he suspendido lo que tenía preparado para hoy. Pero mañana te haré una cosa muy rica, que a ti te gusta mucho.

EL CONDE.-    (Se sienta; la abraza.)  Eres un ángel... Lo uno no quita lo otro. Cabe en lo humano que seas lo que eres... y al propio tiempo criatura inocente, buena... quizás rematadamente buena. ¿Verdad que sí?

DOLLY.-   Pero tú no me quieres.

EL CONDE.-    (Confuso.)  Sí te quiero. Es que...

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DOLLY.-   No vayas a creerte que hago yo estas cosas porque me quieras. Pégame, y haré lo mismo. Las hago porque es mi deber, porque soy tu nieta, y no puedo ver con calma que a un caballero como tú, poderoso en otro tiempo y dueño de toda esta comarca, le desatiendan gentes groseras, que no valen lo que el polvo que llevas en la suela de tus zapatos.

EL CONDE.-    (Con viva emoción.)  Deja que te bese una y mil veces, criatura. ¿Con que tú...?

DOLLY.-   Y a esos indecentes, que no se acuerdan de la miseria que tú les remediaste, ni de que crecieron, yerbecitas chuponas, en el tronco de Albrit; a esos puercos, arrastrados, canallas, les estaría yo dando en la cabeza con el palo de esta escoba, hasta que aprendieran a respetar al que honra su casa sólo con pisar en ella.

EL CONDE.-    (Empañada la voz por la emoción.)  ¡Y tú... tú piensas eso!

DOLLY.-   Y lo digo... y lo hago...Esta noche, cuando vuelva del convite, te arreglaré toda la ropa, que la tienes bien destrozadita. Esa pánfila de Gregoria no da una puntada en tu ropa. Fíjate en la de Venancio, que parece un Duque.

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EL CONDE.-    (Cruza las manos y la contempla extático, tratando de estimular la visión en sus ojos enfermos.)  ¡Y lo haces por mí, por mí!

DOLLY.-    (Se sienta a su lado, la escoba entre las manos.)  Sabiendo que me quieres menos que a Nell. Reconozco que Nell lo merece más que yo, porque es más fina... y además tan buena...

EL CONDE.-    (Algo perturbado.)  Pero a ti... a ti te quiero también. Dime la verdad: ¿te incomodaste porque no te dejé subir conmigo?

DOLLY.-   ¡Vaya con el desprecio que me has hecho... dos noches seguidas! La primera vez, D. Carmelo y el Médico, que cenaron aquí, me consolaban... Pero anoche... ¡ay!, me entró tal tristeza, que no pude dormir, y los ratos que dormí tuve sueños muy malos.

EL CONDE.-   ¿Qué soñaste? A ver si lo recuerdas.

DOLLY.-    (Con emoción un tanto picaresca.)  Pues soñé... Primero soñé que tú eras malo... ¡Ya ves qué desatino! Después soné que entraba en nuestro cuarto mi papá... con una cara tan triste, tan triste... y se llegaba a mi cama, y me daba muchos besos...

EL CONDE.-   Antes iría a la cama de Nell...

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DOLLY.-   Ni antes ni después... Yo soñaba que Nell no dormía en mi cuarto. Ya ves, otro desatino.

EL CONDE.-   ¿Y no te dijo nada tu papá?

DOLLY.-   Sí: algo me dijo, juntando su cara con la mía; pero no puedo acordarme: de eso sí que no me acuerdo... ¡Luego hablaba tan bajito, tan bajito...!

EL CONDE.-   Es lástima...

DOLLY.-    (Con donaire.)  No hagas caso. Lo que soñamos es todo mentira, ilusión.

EL CONDE.-   No aseguro yo tanto. Mi vejez resulta más candorosa que tu infancia. Yo creo en los sueños.

DOLLY.-   ¡Pues cuando tú lo dices...!  (El anciano cae en profunda meditación. DOLLY le observa cariñosa, esperando que reanude la conversación.)  ¿Qué tienes, papaíto? ¿Por qué estás triste?

EL CONDE.-   Hija mía, tu charla inocente, tu ingenuidad, tu alma, que sale con tu voz, y aletea en tus   —280→   resoluciones, hacen en mí el efecto de un tremendo huracán... ¿no entiendes?... sí, de un huracán que me envuelve, me arrebata, me arroja en medio de la mar...

DOLLY.-   ¡Abuelo...!

EL CONDE.-    (Levantándose, consternado.)  Sí: aquí me tienes forcejeando en medio de este oleaje de la duda. Una onda me trae y otra me lleva... y yo... ahogándome sin morir en esta inmensidad negra y fría... ¡Oh, no puedo vivir, no quiero vivir!... Señor, o la verdad o la muerte... No te asustes, niña querida. Son arrebatos que me dan. Tras esta duda quizás venga la certidumbre que deseo, que pido a Dios con toda mi alma; certidumbre que no será la que perdí: será otra, qué sé yo...  (Con intensa ternura.)  Dolly, ¿dónde estás? Ven a mí; suelta la escobita y abrázame.  (La abraza estrechamente y la besa llorando.)  Si eres tú, porque lo eres... si no, porque... no sé por qué... porque sí... no lo sé.



ArribaAbajoEscena VII

 

EL CONDE, DOLLY, EL CURA.

 

EL CURA.-    (En la puerta.)  Pero, señor león de Albrit, ¿se olvida de que abajo estamos esperándole?

EL CONDE.-    (Limpiándose las lágrimas.)  Voy... Perdona... me entretuvo esta chiquilla.

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EL CURA.-    (Dando prisa.)  No nos sobrará el tiempo.

DOLLY.-   Adiós, abuelito. Toma tu palo y el gabán.  (Le da ambas cosas.)  El día está bueno. Te divertirás mucho.

EL CONDE.-    (Resignado, dejándose llevar.)  Adiós, hija mía. Quieren que vaya a Zaratán... Pues a Zaratán. Hasta la noche.



ArribaAbajoEscena VIII

 

Monasterio de Zaratán (Jerónimos).

 
 

Hállase situado en un fértil llano, con ligera inclinación y corriente de aguas hacia el Mediodía. Lo resguardan de los vientos septentrionales el verde muro de una selva espesísima, y la fortaleza de un monte, estribación de la sierra que por el Este se extiende en escalones hasta la mar. Rodeándolo frondosas arboledas de sombra, adorno y fruto, y tierras de cultivo y pasto, cerradas por tapia o setos vivos, en extensión considerable.

 
 

La construcción románica de la iglesia y de parte del convento aparece bastardeada, y en algunos puntos ridículamente sustituida por horribles superfetaciones del pasado siglo, de una imbecilidad que causa enojo y tristeza. En el frontis de la iglesia, en distintas puertas y ventanas, campea el escudo de Albrit, león rampante con banderola en la garra, y el lema: Potestas Virtus.

 
 

No lejos de la fachada de la iglesia, separado de ella por anchurosa calle de chopos viejos, podados, llenos de jorobas y arrugas, está el portalón de ingreso. Es una   —282→   plazoleta mal pavimentada de losetones verdinegros y resbaladizos, que fuera de él se extiende, se para el coche que conduce al CONDE DE ALBRIT y su acompañamiento. Sale toda la Comunidad a recibirle, con el Prior a la cabeza.

 
 

El CONDE DE ALBRIT, EL CURA, EL MÉDICO, EL ALCALDE, EL PRIOR y monjes.

 
 

(Es el PADRE MAROTO varón tosco y agradabilísimo, con sesenta años que parecen cincuenta; ni bajo ni flaco, ni gordo, admirablemente construido por dentro y por fuera, con equilibrio perfecto de músculos, hueso y cualidades espirituales. La ingeniosa Naturaleza supo armonizar en él, como en ninguno, la potente estructura corporal con la agudeza del entendimiento. Su índole nativa de organizador y gobernante en todo se revela; pero reviste tan hábilmente de dulzura y gracia el báculo de su autoridad, que ni siquiera duelen los estacazos que suele aplicar a los díscolos de su corto rebaño. Sin su energía, actividad y metimiento prodigioso, el fénix de Zaratán no habría renacido de sus cenizas.)

 

EL CONDE.-    (Muy afectuoso, contestando con exquisita urbanidad al saludo de bienvenida que en el portalón le dirige EL PRIOR.)  Me anonada usted, señor Prior, saliendo a recibirme con la dignísima Comunidad... Vamos, que esto es hacer de mí un Emperador Carlos V.

EL PRIOR.-   Para nosotros, imperio ha sido la casa de Albrit, y las glorias de Zaratán se confunden en la historia con la grandeza de las Potestades.  (Entran en la calle de chopos jorobados; detrás, respetuosamente, el séquito civil y frailuno.) 

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EL CONDE.-    (Con tristeza.)  ¡Oh, grandezas desplomadas!... Albrit y Laín no son ya más que polvo y ruinas.  (Pausa solemne.)  Y agradezco más los honores que en esta ocasión se me tributan, porque veo en ellos un absoluto desinterés. Señor Prior de Zaratán, el último Albrit no puede corresponder a tan noble agasajo con ninguna clase de beneficios. Es pobre.

EL PRIOR.-   Nosotros también. En los tiempos que corren, no hay más riquezas que la virtud y el trabajo, y más vale así.

EL CONDE.-    (Parándose con intento de admirar las hermosas campiñas que a un lado y otro de la chopera se ven.)  Admirable cultivo. Esta santidad agricultora es un encanto... y un gran progreso, el único progreso verdad.

EL PRIOR.-   Trabajamos porque Dios lo manda. Dios quiere que no cultivemos sólo el cielo, sino la tierra; la tierra, que es el complemento de la fe.

EL CONDE.-   Y, como la fe, la tierra no engaña. Ella nos alimenta vivos; muertos nos acoge...

 

(Entran en el convento, y pasan a una sala cuadrilonga, en cuyas paredes se ven rastros de un fresco decorativo, que borroso asoma por entre los remiendos de yeso. La sillería es moderna y ordinaria, porque los monjes no   —284→   tienen para más. EL PRIOR hace al CONDE la presentación de los Padres más ancianos, o más significados por sus talentos. El uno es notable por su facultad oratoria; el otro despunta en la agronomía; aquél es teólogo insigne; esotro, arquitecto. No falta el organista ni el veterinario, que al propio tiempo es algo canonista, y muy buen castrador de colmenas. Terminadas las presentaciones, EL PRIOR quiere obsequiar al CONDE y acompañamiento con un Málaga superior, que le han enviado de su tierra para celebrar. Acéptalo EL CONDE con galantería y D. CARMELO con júbilo. Sirve un lego y catan todos el finísimo licor.)

 

EL ALCALDE.-    (Repantigado en un sillón.)  ¡Compadres, vaya una vida que se dan ustedes!

EL CURA.-    (Repitiendo.)  ¡Bendita sea la cepa que da este caldo! Debe de ser la que plantó Noé.

EL MÉDICO.-    (En voz baja, a un fraile con quien platica.)  Conviene que vea y aprecie las excelencias de Zaratán bajo el punto de vista de la vida orgánica y de las comodidades, porque, como buen aristócrata, se inclina al sibaritismo.

EL ALCALDE.-    (A un monje que despunta en la agronomía.)  Dígame, compañero, ¿de dónde demonios han sacado ustedes la simiente de esa remolacha forrajera que he visto en algunos tablares?

EL FRAILE.-    (Con acento italiano.)  Es de Lombardía, y también el grano turco.

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EL ALCALDE.-   ¿Qué es eso?... ¡Ah!... el maíz... Buenas cañas. Me han de dar ustedes unas mazorcas. Pues ¿y la alfalfa? Dan ganas de comerla... También quiero simiente... Yo no ando con repulgos; soy muy francote... barro para adentro... Verdad que también doy cuanto tengo... el corazón inclusive...  (Pasando junto al CONDE.)  Señor D. Rodrigo, yo que usía, francamente, me dejaría ya de hacer el caballero andante, y me vendría a vivir con estos compadres, que me parece... vamos... que no lo pasan mal.

EL PRIOR.-    (Que, descuidándose a veces, emplea los tratamientos italianos.)  ¡Oh!... si monseñor viviera con nosotros, nos honraría extraordinariamente.

EL CURA.-    (Repitiendo.)  Yo... se lo he dicho... ¡las veces que se lo he dicho!... Pero no quiere hacerme caso... Él se lo pierde.

EL PRIOR.-   Eccellenza, otra copita.

EL CONDE.-   No... Muchísimas gracias.

EL MÉDICO.-   No puede desechar el recelo de que en Zaratán carecería de libertad. ¿Verdad, señores, que aquí estaría tan libre como en su casa?

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EL PRIOR.-   Viviría en la más hermosa y abrigada celda que tenemos; comería lo que más fuese de su agrado; se pasearía de largo a largo por nuestros plantíos y praderas, y estaría dispensado de asistir a los oficios, y de ayunos y penitencias. Si esto no es buena vida, que me traigan al que descubra otra mejor.

EL CURA.-    (Repitiendo.)  Su edad exige cuidados exquisitos, que aquí tendría como en ninguna parte.

EL CONDE.-    (Con afabilidad.)  Señores míos, yo agradezco infinito su solicitud, y me siento orgulloso del afecto que me demuestran, deseando tenerme en su compañía. Lo agradezco en el alma; pero no puedo acceder a sus nobles deseos, no y no. Y rechazo la oferta, no por mí, sino por la Comunidad, por lo mucho que la quiero, la respeto y la admiro.

EL MÉDICO.-    (Aparte a un fraile.)  ¡Viejo más marrullero!...

EL ALCALDE.-   Veremos por dónde sale.

EL CONDE.-   Estoy bien seguro de que los señores monjes, a los pocos días de alojarme aquí, no me podrían   —287→   aguantar, y renegarían de haberme traído. Créanlo: tengo un genio imposible.

EL PRIOR.-   ¡Eccellenza... por Dios...!

EL ALCALDE.-    (Volviendo al grupo distante.)  ¡Zorro de Albrit, remolón, pamplinero, si acabarás por venir aquí y tomar lo que te den, aunque sean sopas!

EL CONDE.-   Sí, soy inaguantable. Cuando no ha podido domarme el infortunio, ¿quién me domará?

EL PRIOR.-    (Echándose a reír y palmeteándole en el hombro.)  Yo... sí, monseñor, yo... ¡También suelo gastar un geniecillo!...

EL CURA.-    (Repitiendo.)  La dulzura, el tacto, el don de gentes del Padre Maroto, son una garantía de concordia... Vivirán en santa paz.

EL CONDE.-   Además, hay otro inconveniente. En mi vejez triste no puedo vivir sin afectos; me moriría de pena si no pudiera tener a mi lado a mis nietecillas, una de ellas por lo menos, la que escogiera yo para mi compañía.

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EL ALCALDE.-    (En voz alta.)  Pues que las traigan. Es lo único que falta en Zaratán para que esto sea completo: un par de niñas...

EL PRIOR.-   ¡Ah!, eso no. Aquí no pueden vivir mujeres. Las señoritas le escribirían con frecuencia.

EL CURA.-    (Repitiendo, sin beber, y aplicándose, con finura, la palma de la mano a la boca.)  Ya se iría jaciendo. Y alguna vez podrían las niñas venir a visitarle.

EL CONDE.-    (Un poco molesto.)  Que no me conformo. ¿Cuántas veces he de decirlo?

EL PRIOR.-   Sí, sí... No se hable más.

EL CONDE.-    (Con fina marrullería.)  No desconozco la fuerza de las razones expuestas para convencerme. Ni quiero que vean ustedes en mí un hombre terco, atrabiliario y desagradecido... No, Prior; no, amigos míos. Mal genio tengo; pero de las tempestades de mis nervios suele surgir el juicio sereno y claro. Hermoso es Zaratán, simpáticos y agradabilísimos el Prior y sus dignos cofrades. ¿Quieren tenerme por compañero y amigo? No digo que sí; no digo que no... No debo aparecer ingrato, ni tampoco ansioso de un bien que no merezco.

  —289→  

EL PRIOR.-    (Repitiendo los palmetazos afectuosos.)  ¡Si al fin, monseñor, hemos de comer juntos muchos potajitos... y nos hemos de pelear aquí... como buenos hermanos!

EL ALCALDE.-    (Dando resoplidos.)  ¡Si digo que...!

 

(EL MÉDICO y EL CURA cambian una mirada de satisfacción. Propone EL PRIOR enseñar la sacristía, y dar un paseo por la huerta antes de comer, y a todos les parece idea felicísima. Aunque el buen ALBRIT ve poco, se presta con galana urbanidad a que le muestren prolijamente las imágenes, los ornamentos, los vasos sagrados. El pobre señor, en obsequio a los bondadosos frailes, hace como que lo ve todo, y con discreta lisonja de buena sociedad, todo lo admira y alaba, hasta que EL PRIOR, abriendo un estuche, saca de él un cáliz y se lo enseña, diciéndole: «Esta hermosa pieza es donación de la CONDESA DE LAÍN». Inmútase el anciano, y después de preguntar a MAROTO si celebra en la hermosa pieza, y de responderle el fraile que sí, suelta un terno... y tras el terno una denominación que es escándalo y azoramiento de todos los que cerca están. Hace EL PRIOR como que no ha oído nada, y siguen.)

 
 

(Se sirve la suculentísima y abundante comida en una salita próxima al refectorio, mientras come la Comunidad, y sólo asisten a ella, a más de los forasteros, EL PRIOR y un monje anciano, el más calificado de la casa. Muéstrase, desde la sopa al café, decidor y jovial el buen PRIOR, arrancándose a contar salados chascarrillos andaluces de buena ley; y EL CONDE, aunque con pocas ganas de conversación, y como atacado de tristeza o nostalgia, se esfuerza en cumplir la tiránica ley de cortesía, riendo todos los chistes incluso los del Alcalde, el cual, después de un impertinente disputar sobre cosas triviales, barre   —290→   para su casa, sosteniendo la supremacía de las pastas españolas para sopa entre todas las del mundo, incluso las italianas. Termina despotricando contra el Gobierno, porque no protege la industria nacional recargando fuertemente en el Arancel... ¡el fideo extranjero!)

 
 

(De sobremesa, propone EL PRIOR un agradable plan para la tarde: siesta, el que quiera dormirla; después, paseo hasta la casa de labor de abajo, que es la más interesante; visita a los corrales, establos y cabañas, y, por fin, solemnes vísperas con órgano, Salve, etc.)

 


ArribaAbajoEscena IX

 

Coro de la iglesia conventual de Zaratán.

 
 

EL PADRE MAROTO, en la silla prioral. A su lado EL CONDE DE ALBRIT. Siguen a derecha e izquierda los monjes, ocupando con sus venerables cuerpos más de la mitad de la sillería. En el centro, frente al facistol, los cantores. No hay verja que separe el coro de la iglesia, que es tenebrosa, sepulcral, cavidad cuyos límites y contornos se deslíen en un misterioso ambiente, tachonado por las luces de los cirios. En el fondo lejano se adivina, más que se ve, el altar mayor, disforme carpintería barroca y estofada. A la derecha un órgano pequeño, nuevecito, de excelente son. Toca con maestría el mismo fraile italiano que antes hablaba de la simiente de alfalfa y remolacha forrajera.

 

EL CONDE.-    (Que sin darse cuenta de ello, entrelaza y confunde su rezo con sus meditaciones.)  Señor de los cielos y la tierra, ilumíname, dame la verdad que busco... No muera yo sin conocerla... Que acabe mi vida con mis dudas horribles... Padre nuestro que estás... Creí que la   —291→   falsa es Dolly, y la legítima Nell... y ahora creo lo contrario: Dolly es la buena, Nell la mala, la intrusa... Señor, que no prevalezca en mi familia la usurpación infame... El pan nuestro...

EL CORO.-   Recordare Domine quid acciderit nobis... Intuere et respice opprobrium nostrum.

EL CONDE.-   No me tengas, Señor, sobre esta zarza de las dudas... Me revuelco en ella, y mi cuerpo es todo una llaga... Dame la verdad, y que la verdad sea puerta para entrar en la muerte... Líbrame del oprobio de mi nombre, y aparta de mi descendencia el deshonor.

EL CORO.-   Haereditas nostra versa es ad alienos, domus nostrae ad extraneos...

 

(Suena con dulcísimos acordes el órgano. Encantado de oírle, EL CONDE se inclina hacia EL PRIOR para elogiar el instrumento y las hábiles manos que lo tocan.)

 

EL PRIOR.-   ¡Excelente organito!... Regalo de su hijo de usted, el señor Conde de Laín, que nos lo mandó de París. La carta en que me anunciaba este obsequio fue la última que de él recibí.

EL CONDE.-    (Que desvaría un poco, afectado de la solemnidad del lugar y ocasión y de la lúgubre poesía que allí emana de todas las cosas.)  Pues me lo había figurado... Como apenas veo, mi oído tiene una sutileza extremada, y   —292→   en esos dulces acentos escuché la propia voz de mi pobre Rafael resonando en la iglesia... ¡Desdichado hijo mío! ¿Verdad, P. Maroto, que mi hijo merecía mejor suerte? Pero la felicidad no es para los buenos.

 

(EL PRIOR contesta con cabeceos, por no creer que es ocasión de largas conversaciones, y continúa rezando. Pasa tiempo. La placidez del sitio, la suave temperatura, el monótono canto, determinan en el viejo ALBRIT una sedación dulcísima, y recostándose sobre la derecha en el amplio sitial, se adormece. A ratos se despabila, y perdida la noción de la realidad, olvidado de dónde está, dirige al PRIOR palabras que este estima de una incongruencia absoluta. En aquel sopor, cuyas intercadencias no es posible apreciar, ve y oye el desdichado prócer extrañísimas cosas. Si al despertar tiene algunas por disparates, otras quedan en su mente como verdades incontrovertibles. No puede dudar que su hijo Rafael se aparece en el coro, viniendo de la iglesia, vestido de monje, y avanzando lentamente se llega a su padre, y le habla... Bien seguro está de que le dice algo, y más le dijera si su imagen no desapareciese súbitamente como una luz que el viento apaga.)

 

EL PRIOR.-   ¿Qué dice el señor D. Rodrigo?

EL CONDE.-   Me parece que hablo claro... La falsa es Nell. Me lo dice quien lo sabe...  (Enteramente despabilado.)  ¡Ah!... perdone usted... No he dicho nada. Estas cosas no deben decirse.  (Mira en torno suyo, y nada ve. Pero advierte que han cesado los cánticos, y que el oficio ha concluido. La Comunidad se retira.) 

EL PRIOR.-    (Levantándose.)  Eccellenza... hemos terminado nuestro rezo. Tome usted mi brazo, y saldremos.

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EL CONDE.-     (Apoyado en el brazo del PRIOR.)  Es hermoso poseer la verdad...

EL PRIOR.-   Cuando se posee.

EL CONDE.-   Yo la tengo.

EL PRIOR.-   Verdades hay, amigo mío, que no merecen que las poseamos. Vale más la duda que ciertas verdades. Lo que hay que tener es fe.

EL CONDE.-   También la tengo. A ella me acojo, y de ella tomo mi energía para esta batalla con la espantosa duda...  (Con grande extrañeza.)  Pero dígame, ¿dónde se meten Carmelo y el Alcalde y el Médico de Jerusa? No les siento. ¿Es que están todavía examinando carneros y vacas?

EL PRIOR.-    (Retardando la contestación, que supone ha de ser penosa para el anciano.)  Pues D. Carmelo...

EL CONDE.-   ¿Es que duerme aún la siesta para empalmar mejor la comida con la merienda? Me asombra que el Alcalde, que es tan beato... por dar ejemplo a las masas, como él dice... no haya venido a las vísperas.

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EL PRIOR.-    (Arrancándose, por aquello de «el mal camino andarlo pronto».)  Señor Conde de Albrit, esos señores se han vuelto a Jerusa.

EL CONDE.-    (Parándose en firme, erguido. El estupor contiene aún el estallido de su ira.)  ¡Se han vuelto a Jerusa...!

EL PRIOR.-    (Resuelto.)  Esos caballeros piensan, como yo, que el señor Conde debe permanecer aquí.

EL CONDE.-    (Airado.)  Me han traído con engaño, me dejan con perfidia... se van... Me encierran como a una bestia dañina... ¡Me ponen en manos del carcelero, que es usted, la Comunidad... Zaratán maldito!



ArribaAbajoEscena X

 

Atrio de la iglesia. Alameda. Portalón.

 
 

EL CONDE, EL PRIOR; algunos monjes, que a distancia se mantienen observando la escena, prontos a intervenir en ella, si lo ordena el Superior con seña o simple mirada.

 

EL PRIOR.-   Yo ruego al ilustre Albrit que se sosiegue, y que vea en esto un acto sencillísimo, dictado por la amistad, por el afecto que todos le profesamos.

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EL CONDE.-   ¡Encerrarme traidoramente, como a un loco, como a un criminal!

EL PRIOR.-    (Empleando la persuasión y buenos modos, que estima más eficaces.)  Eccellenza, considere que está en su casa... ¿No dice nada a su espíritu la paz de este santo instituto? Cuantos aquí vivimos con sagrados al servicio de Dios y al trabajo de la tierra, somos sus amigos, no sus carceleros.

EL CONDE.-   Estimo la buena intención, señor mío; pero a mí no se me enjaula, atentando inicuamente a mi libertad.

EL PRIOR.-   ¿Y para qué quiere usted esa libertad más que para calentarse los sesos, acometiendo empresas ideológicas en busca de una luz que no ha de encontrar?  (Queriendo acariciarle.)  Créame a mí, que soy su amigo. Estos señores dejan a mi cuidado al león de Albrit, y yo respondo de que, pasada esta efervescencia de amor propio, monseñor nos lo agradecerá. Mi orden me manda acoger al desvalido, y practicar en todo caso las obras de Misericordia.

EL CONDE.-    (Decidido a partir.)  Muy bien. La novena dice: «No encerrar al prójimo contra su voluntad...». Dígame usted por dónde se sale.

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EL PRIOR.-    (Dominándose, y persistiendo en los procedimientos de dulzura.)  Por segunda vez, Sr. D. Rodrigo, le invito a considerar que es locura oponerse a esta santa reclusión, dispuesta por la familia, patrocinada por los amigos, aconsejada por la Facultad... En ninguna parte tendrá monseñor la paz, la tranquilidad y los bienes materiales que aquí le prodigaremos sin tasa.

EL CONDE.-    (Cada vez más colérico.)  Maldigo a la familia, maldigo a los amigos, a la Facultad y a este endiablado laberinto de Zaratán, donde quieren que yo me vuelva loco... Pronto, señor Prior, mande usted que me franqueen la salida.  (Avanza con paso resuelto por la alameda de chopos jorobados.) 

EL PRIOR.-    (Tras él, suplicante.)  Reflexione usía, señor Conde; considere que ofende a Dios renegando de este santo recogimiento, en que la Religión y la Naturaleza le ofrecen descanso y paz...

EL CONDE.-    (Revolviéndose furioso.)  No me hable usted de religión... Aquí no la quiero... ¡aquí, donde tendría que oír las misas que dice usted con ese cáliz!...  (Con ligera inflexión humorística, que chisporrotea en medio de su indignación.)  Del cáliz nada tengo que decir, porque está consagrado... ¡Qué culpa tiene el pobre cáliz!... ¡Pero la misa... usted... esa tal!... No, no quiero vivir en Zaratán, no quiero estar preso... ¿Ni quién esa cuál para encerrarme a   —297→   mí?... Me encierra porque no haga públicas sus ignominias... ¡Y el Prior de Zaratán es su cómplice; el Prior de Zaratán dice misa en su cáliz; el Prior de Zaratán se presta a ser mi carcelero para que no hable, para que no investigue, para que no descubra la verdad odiosa!... Pero no les vale, no, porque ahora mismo, señor D. Maroto o señor don Diablo, va usted a mandar que me abran aquella puerta, que jamás, jamás ha de volver a abrirse para el Conde de Albrit.

EL PRIOR.-    (Ya cargado, con fuertes ganas de meter mano al prócer, y hacerle entrar en razón por el procedimiento más expedito.)  Señor Conde, que ya me va faltando la paciencia.

EL CONDE.-   ¡La salida... pronto, la salida!

EL PRIOR.-    (Apretando los puños.)  Le digo a usted que conmigo no se juega. Albrit es un niño, y como a tal habrá que tratarle. A los niños mañosos se les sujeta y se les...

 

(Acércanse varios frailes, a quienes EL PRIOR ha hecho seña. EL CONDE, que en sus tiempos ha sido un excelente boxeador, se prepara de puños y brazos, dando a entender su propósito de romper cráneo o clavícula, si hay alguien tan osado que ponga la mano en su ancianidad venerable.)

 

EL CONDE.-    (Con bravura caballeresca.)  Abusas tú, Prior, de la desigualdad de nuestras fuerzas, y porque me ves solo pretendes acoquinarme. Pero yo te aseguro que si me   —298→   vence el número, no será sin que caiga al suelo alguno de estos bigardones, y bien podría suceder que el que caiga no se levante más.

EL PRIOR.-    (Aunque no ha boxeado nunca, es hombre de empuje; sus puños cerrados igualan a la maza de Fraga, y los músculos de su brazo compiten en elasticidad y fuerza con el acero. La actitud guerrera del anciano le saca de quicio, y su primer impulso es dar cuenta de él, sin ayuda de sus cofrades.)  Ahora lo veremos. ¡Leoncitos a mí!...

EL CONDE.-    (Ciego de ira, poniéndose en guardia.)  ¡Aquí te espero!

 

(Rodean los frailes al PRIOR, haciéndole ver con gestos y palabras expresivas la inconveniencia de emplear la fuerza. Basta un momento de reflexión para que así lo comprenda MAROTO; se domina; encuéntrase en la posesión plena de sus facultades perfectamente equilibradas; se ríe de sí mismo, se ríe del CONDE con más lástima que menosprecio, y manda que se le abra la puerta.)

 

EL CONDE.-   ¡Ah! Se me obedece al fin... Abierta la jaula, el león recobra su libertad... ¡Ay del que quiera sujetarle!  (Sale presuroso, y se aleja con tal viveza, sacando bríos de sus piernas cansadas, que su rápido andar parece milagroso.) 

EL PRIOR.-    (Rodeado de los frailes, viéndole partir.)  ¡Pobre demente! Te ofrecemos el descanso y lo rehúsas; te damos el olvido de lo pasado, y prefieres revolver las escorias inmundas de tu deshonrada familia. Rechazas nuestra dulce compañía por correr tras un enigma cuya solución   —299→   no has de encontrar... no, no la encontrarás, porque Dios no lo quiere...  (Hablando para sí.)  No, no lo quiere; yo, único mortal que sabe la verdad, no puedo decírtela, y aunque pudiera, menguado y díscolo viejo, no te la diría...  (Alto.)  Mirad, mirad cómo corre. Ni una sola vez ha mirado para atrás. La inseguridad de su paso denuncia el tumulto de sus ideas...

UN FRAILE.-   Toma la dirección del Páramo.

EL PRIOR.-   Quiere ir como hacia la mar.

OTRO FRAILE.-   Hacia el cantil de Santorojo.

EL PRIOR.-   Dios ataje sus pasos si van en busca de la muerte. Recémosle un Padrenuestro.  (Rezan.)  Ya no se le ve... Cae la tarde, hermanos; vámonos a cenar en paz y en gracia de Dios.