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«El alma de los perros» por Juan José de Soiza Reilly [Prólogo]

Manuel Ugarte





Si digo que Juan José de Soiza Reilly ha dado nacimiento a un matiz especial dentro de la literatura y el periodismo sudamericano, no es para sorprender con una afirmación definitiva. No soy ni crítico ni profeta, y al expresarme así solo añado un comentario a la circunvalación de una lectura. Pero bastan las crónicas que este autor viene publicando en la revista «Caras y Caretas», de Buenos Aires, para evidenciar el empuje de su temperamento personal. Esas páginas nerviosas, irreverentes, rudas, llenas de malicia, de franqueza y de espíritu «frondeur», tienen algo que, después de tantas biografías de hombres célebres, provoca la atención o la sorpresa. No avanzo que sean superiores o inferiores, digo que son «diferentes». Y al expresarme así descubro quizá el origen de la simpatía intelectual que me inspira el autor de este libro. A través de la prosa al mismo tiempo amarga y clownesca que se desmigaja, se retuerce y se eriza de monosílabos y de puntos, asoma a cada instante una sensibilidad autónoma que puede ser diversamente juzgada, pero que nadie puede poner en duda. Y eso es después de todo lo que, por encima de los detalles invasores, acabamos siempre por apreciar en quien escribe.

En la obra que el lector tiene en las manos se acentúa la fisonomía esbozada. EL ALMA DE LOS PERROS es un volumen cruel en ciertas páginas brutal y excesivo, pero particularmente atrayente. A pesar de la perversidad que se insinúa en algunos episodios, estos «canes flacos» tienen rebeldías anárquicas. No sé si acierto. Pero en el fondo de los símbolos, me parecen una imagen de las dolientes caravanas menesterosas, de las almas pisoteadas por el destino, de las vidas tétricas en que nos agotamos, de la miseria social que sube en las calles hasta impedirnos ver el sol. Los hombres y las bestias confunden aquí sus dolores y fraternizan bajo una media luz borrosa, donde gime con cierta lentitud impresionante la misma campana de fatalismo, entre una brusca gesticulación de párrafos breves que parecen epilépticos a fuerza de ser movidos y flexibles. Un vago pesimismo lo obscurece todo. Los lectores sentirán acaso como yo estremecimientos de piedad, de repulsión o de cólera ante esas vidas incapaces de erguirse y romper con el cansancio que las roe. Pero, por encima de las reservas y las incompatibilidades, el ritmo doloroso de los capítulos acaba por llenar el alma de una melancolía inexplicable.

Ya he dejado adivinar que no aplaudo completamente la manera de ver del autor. Estamos hechos de tal modo, que solo aprobamos de lleno lo que el pasado sancionó o lo que se ajusta a nuestras rectificaciones. Pero las divergencias que suscita un espíritu son una confirmación de su originalidad. Despojándonos de lo que nos subdivide o nos ata, entiendo que esta obra contiene mucha belleza, mucho ensueño, mucha vida superior. El capítulo en que se desarrollan como en un cinematógrafo las diversas fases de un entierro, es de un realismo tan crudo, tan glacial, y al mismo tiempo tan humano y tan palpitante, que nos conquista aunque nos hiere. En otros cuadros hay perspectivas extrañas. No cito pasajes por no alargar lo que solo debe ser un apretón de manos en el umbral del libro. Pero puedo afirmar que Juan José de Soiza Reilly me ha procurado con la lectura de EL ALMA DE LOS PERROS una de las sensaciones más complejas de mi vida literaria. El porvenir dirá si me equivoco. Pero me parece que hemos de tener que hablar a menudo de este hombre soñador y satírico, cuyos ojos brillan de una manera singular detrás de unos lentes de forma arcaica como los de Quevedo.

Las críticas favorables u hostiles dan a las obras su verdadera significación. Cada nombre que surge es un blanco donde van a clavarse todas las flechas, las que traen alada una rosa y las que dan alas a una injusticia. Y estas como aquellas, son igualmente útiles, porque si solo existieran los elogios faltaría el ímpetu y el empuje primordial. Es bueno que nos ataquen, que nos ridiculicen y que nos nieguen, porque ello confirma los destinos y aumenta la fe inquebrantable que debemos tener en nuestras propias fuerzas. La única actitud que no engendra reflujos en la abstención. Cada uno de nuestros movimientos tiene que desgarrar fatalmente la atmósfera. Los que maldicen contra la diatriba, la burla o el silencio se elevan, en resumen, contra su propia superioridad. Por eso es por lo que siempre que se adelanta un nuevo campeón siento ganas de decirle: «La crítica se limita generalmente a insistir sobre las disonancias que existen entre el alma del autor y la del que juzga. No conviene atribuir a la maldad lo que nace de las diferenciaciones cerebrales. No hay que protestar contra el oxígeno que nos da vida. El secreto de la victoria consiste en no esperarla de los demás y en evitar, no las injusticias de los otros, sino las que cometemos nosotros mismos». Claro está que estos consejos no los necesita Soiza Reilly, que ya ha sentido las asperezas de la lucha. Pero son verdades elementales que debemos tener presentes todos.

Manuel Ugarte.

Niza. Mayo 1909.





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