Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
ArribaAbajo

El Arbolado y la Patria

Joaquín Costa



ArribaAbajo

Capítulo I

El arbolado y el hombre

Repoblación forestal y fiesta del árbol

     Van ganando rápidamente el favor universal las doctrinas que proclaman el arbolado como órgano vitalísimo en la economía del planeta y en la economía social.

     Los árboles, se dice, son los reguladores de la vida y como los socialistas y niveladores de la creación. Rigen la lluvia y ordenan la distribución del agua llovida, la acción de los vientos, el calor, la composición del aire. Reducen y fijan el carbono, con que los animales envenenan en daño propio la atmósfera y restituyen a ésta el oxígeno que aquéllos han quemado en el vivido hogar de sus pulmones; quitan agua a los torrentes y a las inundaciones, y la dan a los manantiales; distraen la fuerza de los huracanes, y la distribuyen en brisas refrescantes; arrebatan parte de su calor al ardiente estío, y templan con él la crudeza del invierno; mitigan el furor violento de las lluvias torrenciales y asoladoras, y multiplican los días de lluvia dulce y fecundante. Tienden a suprimir los extremos, aproximándolos a un medio común. Las plantas domésticas encuentran en ellos protección contra el frío, contra el calor, contra el granizo, contra los vientos y el progreso de las arenas voladoras. Almacenan el calor excesivo del verano y el agua sobrante de los aguaceros, y los van restituyendo lentamente durante el invierno y en tiempo de sequía.

     Que fomentan las lluvias, no permite ponerlo en duda la experiencia. Los vientos que vienen del mar cargados de humedad, dejan su preciosa mercancía allí donde los convidan a descansar esas factorías del comercio universal que llamamos bosques. La capa de aire frío que los circunda por todas partes, efecto de la evaporación incesante del agua por la exhalación de las hojas, produce el efecto de un vaso refrigerante, a cuyo influjo el vapor se condensa en nubes, y las nubes se precipitan en lluvia, mientras que su madre, la mar, hizo oficio de generador del grandioso alambique. Y no sólo obran como refrigerante y condensador de los vapores acuosos procedentes del mar, de los ríos, de las tierras cultivadas; son, además, generadores directos del vapor, aumentando la superficie de evaporación del agua de lluvia retenida en su follaje y en el césped y matojos que crecen a su abrigo, y exhalando por las hojas el agua de vegetación absorbida por las raíces. Verdaderas bombas aspirantes, levantan el agua oculta en las entrañas de la tierra por las raíces, y la arrojan en forma de vapor a la atmósfera por conducto de las hojas. Aumentan la masa de vapor acuoso en la atmósfera, disminuyen su temperatura, dificultan el paso de las corrientes aéreas: no hay que decir más para comprender el influjo del arbolado en la producción de las lluvias. El agua que cae en los montes, en los montes queda por lo pronto: no se hinchan con ella en gran modo las corrientes superficiales; mas luego, poco a poco la van devolviendo en forma de manantiales por el pie, y de vapor acuoso, y a la postre de lluvias, por las hojas, y abasteciendo con ella al pródigo suelo cultivado, que no supo conservar más de algunos días el agua con que lo regalaron las nubes en un día de tempestuosa orgía. Las plantaciones de Mehemet Alí en el Delta del Nilo han traído consigo treinta y seis días más de lluvia al año, donde antes no llovía sino seis veces por término medio; por causa de los descuajes había descendido el nivel del lago de Tacarigua, desde Hernández de Oviedo hasta Humboldt, en tal extremo, que muchas de sus islas quedaron fuera del agua, hechas continente, y las poblaciones de las orillas habían tenido que trasladar su asiento varias veces, siguiendo la marcha descendente de la superficie líquida: ascendió ésta de nuevo, recobrando sus antiguos dominios y obligando a la población a retroceder, después del viaje de Humboldt, a causa de haber sido abandonados muchos cultivos en las faldas de los montes que cierran el valle de Aragua, los cuales se repoblaron de bosque espontáneamente. Así, pues, la ley de la distribución general del agua en el planeta se especifica, se hace local, gracias al arbolado, y las lluvias adquieren con él un carácter de uniformidad que les permite sujetarse a previsión y a cálculo.

     Los bosques son el proveedor universal de los manantiales. Hacen más esponjoso y más absorbente el suelo: la mullida alfombra de césped que se tiende a su sombra, lo consolida: los brezales aprisionan como otras tantas redes las hojas secas; y las hojas, obrando como esponja, retienen el agua de lluvia y la obligan a filtrarse a través de la roca, hasta los depósitos formados en las entrañas de los montes, o a derramarse por los estratos inclinados que la llevan a largas distancias. Las torrenteras están en razón inversa de los bosques, como las tinieblas están en oposición con el sol; son incompatibles: se descuaja el monte, y al punto se abren torrentes por doquiera, y por su cauce se precipita la tierra vegetal, y los ríos se hinchan, inundan y devastan campiñas, matan hombres y animales; repuéblanse los montes, y las torrenteras desaparecen como por encanto, y las antiguas fuentes, nuevamente surtidas, vuelven a manar. A menos árboles, más torrentes; a más torrentes, menos manantiales: esta es la cadena. Como el potentado consume en un día de orgía lo que pudiera ser el patrimonio y el sustento de cien pobres en un año, así el pródigo torrente lleva en una hora al cauce desbordado de los ríos el turbio caudal que estaba destinado a destilar por las hendiduras de las rocas y las raíces de los arbustos y de los árboles, en la escondida urna que nutría en lo más ardiente del estío las fuentes y los ríos, y daba impulso a las fábricas, salud a las poblaciones, vida a los cultivos. El caudal de los manantiales y, por consiguiente, el número de ellos, es doble en los terrenos poblados que en los desarbolados: primero, porque del agua llovida se infiltra en aquéllos mucha mayor cantidad que en éstos; y segundo, porque el derretimiento de las nieves se verifica más lentamente en los montes que en los yermos y páramos, y por lo mismo, se infiltra en ellos una cantidad mayor del agua producto de la fusión. Bosch cita multitud de fuentes que se han secado en los valles de Montesa y Aguasvivas, a causa de haber sido desarbolados los montes de donde brotaban; Boussingault y Ruiz Amado refieren hechos de desaparición y reaparición sucesiva de unos mismos manantiales por consecuencia de descuajes y de repoblación de unos mismos montes, el primero en la isla de la Ascensión, el segundo en la cuenca del Francolí; y yo podría citar análogos y numerosos ejemplos en el vallecillo de Secastilla y Volturina, en el Alto-Aragón. Ahora, menguando o agotándose el caudal de los manantiales, no se alimentan los regatos, éstos no pueden pagar su acostumbrado tributo a los arroyos, con nada pueden contribuir los arroyos a mantener el curso de los ríos; y por este camino, los ríos degeneran en riachuelos, los riachuelos en torrentes, los torrentes en regatos y arroyos, ramblizos, éstos en sosares, y en torrenteras, y en cauces eternamente secos: toda esta escala ha ido recorriendo, en su rápido declinar, el Xanthus, en Grecia, desde río navegable que fue, a cauce seco que es hoy. La población va descendiendo poco a poco, desde el agua clara corriente, a la estadiza y atarquinada; y cuando el aljibe y la charca se agotan, los carros tienen que atravesar leguas y leguas de un suelo caldeado en busca de ese licor de la vida, más precioso para ellos que el pan; del Gallego tiene que proveerse algunas veces la rica villa de Almudébar, situada a 20 kilómetros de aquel río; y hay poblaciones en la provincia de Huesca que tienen que ir más lejos a adquirir el agua para todos los usos domésticos; en otros lugares, como Tardienta, se ha reunido el concejo para distribuir el agua del municipal, situado a hora y media, y no han logrado salir a cántaro por familia. Parecen plazas bloqueadas; y es que los montes devastados toman represalias nunca más legítimas. ¡Hablad aquí de progresos agrícolas y de población rural! La población rural supone a la fuente, como la fuente al árbol. ¡Hablad aquí también de industria! Menguando el número o el caudal de los manantiales, degeneran en áridos secanos muchos huertos que se fertilizaban con sus aguas; y muchas fábricas tienen que desmontar y trasladar su maquinaria, privadas del motor hidráulico que les daba el impulso: tal les ha sucedido a los bocartes de Marmato, a algunos molinos de Bocairente, a algunas fábricas de La Riba, desde que fueron despojados de sus pomposas selvas los montes de San Jorge, en Italia, de Mariola y Poblet en España.

     Obran también los bosques a modo de mares interiores, moderando las temperaturas extremas. Refrigeran el aire en el verano y lo entibian durante el invierno; así como en un pozo, la temperatura del agua y del aire se mantiene casi uniforme en todo tiempo, pareciéndonos por esto fresca en el estío y templada en el invierno, así los bosques levantan termométricamente la superficie del suelo a la altura de las copas, y cierran un espacio menos expuesto a las variaciones atmosféricas que el espacio circundante. Mantienen el aire saturado de humedad, evaporando lentamente el agua que en los suelos desnudos desaparece en obra de días o de horas; multiplican la superficie de emisión calorífica a los espacios; refrescan el aire interarbóreo, interceptando el paso directo a los rayos solares y a las corrientes aéreas que los suelos descubiertos han caldeado; determinan brisas frescas de montaña durante las horas de más calor. En el curso del día disminuyen la acción calorífica del sol, y la frigorífica de la radiación nocturna; en el curso del verano, obran como refrigerantes por dos vías diferentes, evaporando grandes masas de agua, que hacen latente el calor sensible de los árboles y del aire, y descomponiendo el ácido carbónico por el acto de la vegetación, que transforma igualmente el calor solar haciéndolo pasar a estado latente; en invierno, por la combustión de sus ramas, lo convierten de latente en sensible; pudiendo decirse con propiedad que almacenan el sobrante de los calores estivales, para protegernos contra los fríos rigorosos del invierno; prenden al sol entre las mallas de sus tejidos, para que no nos abrase durante el verano, y lo dejan en libertad en vuestras chimeneas en la estación cruda, para restituir su flexibilidad a nuestros ateridos miembros. Libre en parte de la radiación celeste y de la acción perniciosa de los vientos septentrionales, el aire interarbóreo conserva una temperatura más elevada que el aire exterior, y no tardan en participar de ella las plantas que crecen al lado o en medio de los bosques, gracias al comercio que establecen entre ellos las brisas de montaña y la emisión directa. Las plantas que temen los ardores estivales, buscan espontáneamente la sombra protectora de los árboles; aquéllas que padecen del frío y de los vientos, se abrigan también detrás de los matorrales y espesuras. El labrador recibe esa lección de la Naturaleza; y cuando el andaluz trata de cultivar legumbres en invierno para la exportación, principia por resguardar de los vientos del Norte y de Poniente sus siembras o sus plantaciones con empalizadas de ramas o de cañas. Aprovechando la radiación calorífica de un bosque, consiguió Becquerel que madurase la viña en el Loiret, cuyo clima no es propicio a esta clase de cultivo. Con la desaparición de las selvas, se hace imposible en ciertas regiones el cultivo de aquellas plantas que hallaban en ellas inexpugnable baluarte contra las heladas tempranas y las variaciones bruscas de la temperatura.

     También ejercen dominio sobre los vientos: quebrantan su fuerza, sirviéndoles de elástico muro y valladar, infinitamente diversificado en troncos y ramas; defienden contra sus perniciosos efectos las poblaciones y los cultivos establecidos bajo su protectora égida; dan fijeza a las movibles arenas del litoral, y garantías de vida a las humildes hierbecillas y arbustos que las traban con sus raíces y empiezan a darles aquella consistencia propia de los suelos arables; por su medio, Steffens y Bremontier protegieron los cultivos y utilizaron las dunas del país de Eifel y las landas de Gascuña; por su medio se han resguardado en Sanlúcar y otros puntos de nuestras costas meridionales, cultivos y poblaciones que las arenas voladoras invadían con ímpetu irresistible; los árboles del Frich-Nehrung fortalecían y sujetaban en otro tiempo las dunas que separaban del Báltico el golfo Frisch Haff, pero en cuanto los derribó el hacha codiciosa de un señor, el viento ha empezado a empujar las arenas sobre el golfo, hasta convertirlo en inmenso pantano cubierto de algas, ha imposibilitado la pesca, antes tan productiva, y amenaza concluir con la navegación entre Königsber y Elbing. -Por el extremo opuesto, determinan los bosques brisas intracontinentales, que imprimen al aire una agitación saludable y establecen un comercio ventajosísimo entre la temperatura y la humedad del aire de montaña por una parte, y el aire de las superficies cultivadas y desnudas de árboles por otra; con ellas, refrescan el ambiente exterior durante los calores estivales, y lo dulcifican y templan cuando empieza a obrar la radiación celeste.

     El terreno suelto e incoherente, lo fijan con sus entrelazadas raíces; el consolidado, impiden que lo disgregue y remueva la fuerza erosiva de las aguas y lo arrastre al mar la violencia de los aguaceros. Los árboles son como clavos inmensos en la atmósfera y en el suelo: con sus troncos y ramas prestan cierta solidez a las capas inferiores de la atmósfera, hurtándolas a la caprichosa movilidad y a las variaciones de la masa general, imprimiéndoles una especie de individualidad, haciéndolas en cierto modo independientes de las demás: con sus raíces sujetan el suelo vegetal a la roca, y la roca a los estratos subyacentes, por encima de los cuales resbalaría aquélla más de una vez (como se ha visto en Bisalibons, orillas del Isábena) llevando consigo casas y cultivos, si no lo impidiesen esos benéficos auxiliares y conservadores del orden del mundo.

     Son el filtro químico a través del cual pasa el aire, dejando todas sus impurezas y restableciendo la composición normal de la atmósfera que respiramos: de la despoblación de los montes es hija maldita la malaria y su fúnebre cortejo de enfermedades, que han embrutecido y diezmado la población en la que fue feracísima patria de los volscos. Agente no sólo terapéutico, sino preservativo además, de la Naturaleza, son quizá el único paragranizos que puede regular la electricidad atmosférica y librar los cultivos del terrible hidrometeoro, sea que obren físicamente sobre el fluido eléctrico de las nubes, sea mecánicamente sobre la dirección de las nubes tempestuosas.

     Y no se limitan a extender su bienhechora tutela sobre aquellos vegetales domésticos que nos suministran el pan de la vida; que también ellos son a veces nodrizas directas de la humanidad y como incansables obreros que en el inmenso laboratorio de la tierra fabrican ricos y substanciosos frutos, para que el hombre descanse de las fatigas de su cuerpo en el provechoso cultivo del espíritu. A medida que el sol va pasando por su meridiano, el taitiano corta un eurus del arlocarpo que da sombra a su cabaña, y lo asa para comerlo; el indio derriba de un machetazo un platanero, y distribuye el racimo de bananas entre los miembros de la familia; el berberisco pide a la palmera un puñado de dátiles, y enteros o reducidos a harina le sirven de casi exclusivo alimento; el corso llena en el monte del común su alforja de castañas, y las macera con la leche de sus cabras, o las cuece en forma de pan o de polenta; y pocas horas después, el brasileño indígena arranca las raíces del manioc, y las tuesta debajo de la ceniza. En un minuto han obtenido, merced al arbolado, lo que a nosotros, sublimes inventores del arado, rendidos amantes de la dorada Coros, «sembradores de semillas pequeñas», nos cuesta muchas horas: el pan nuestro de cada día. En Méjico, el cultivo del plátano es al del trigo como 3 es a 400: en un área superficial, caben en número de 40, y producen 2.000 kilogramos de frutos suculentos; de trigo, podrían cosecharse a lo más 15 kilogramos. En razón inversa de estos rendimientos está el concurso que los árboles reclaman del cultivador durante el proceso de la producción; según Roscher, bastan al mejicano dos días de trabajo por semana, ínvertidos en sus plantaciones de bananeros, y tres días por año al indígena de la isla de Pascuas, para proveerse con lo necesario al mantenimiento de la vida; al decir de Cook, diez artocarpos o árboles del pan alimentan una familia en la Oceanía; y Tommaseo asegura que con seis castaños y seis cabras y el agua de una fuente tiene el corso reunida toda la riqueza que necesita. La lección no es para desaprovechada, por más que no hayamos de volver a una edad ovidiana, donde per se del omnia tellus, y el hombre se sustente como dicen autores griegos y latinos que se sustentaban los primeros progenitores de la gente española: con bellotas cocidas al rescoldo o amasadas a modo de pan.

     Vivos, regulan con sus funciones la vida de la Naturaleza; muertos, regulan con sus despojos la vida social. Vivos o muertos, los árboles nos acompañan doquiera en el curso de nuestra vida, como si fuesen una dilatación de nuestro cuerpo o el ángel tutelar de nuestro espíritu. Al nacer, nos reciben cual madre cariñosa en las cuatro tablas de una cuna; al morir, nos recogen cual clemente divinidad en las cuatro tablas de un ataúd, y nos restituyen al seno de la tierra, de donde ellos y nosotros hemos salido; y desde la cuna hasta el sepulcro, no hay minuto en que podamos declararnos independientes de ellos, ni órgano de la casa que no se reconozca pariente suyo en línea recta, ni átomo de su cuerpo que no sirva a alguna de nuestras necesidades. Conforme progresan éstas, la virtualidad del árbol se desenvuelve en nuevas manifestaciones, y progresa también: llega un día en que no necesitamos de sus valientes troncos para sostener el techo de nuestras viviendas, porque los ha destronado el hierro, ni de sus próvidas ramas y jugos para cocer nuestros alimentos y ahuyentar el frío y las tinieblas de nuestras habitaciones, porque los ha suplantado en estos oficios el carbón mineral; pero entonces su potencia se metamorfosea, y el árbol se convierte en vehículo de nuestras ideas y medio de comunicación entre los hombres, en el poste del telégrafo y el papel de madera. Lo que ayer era negro carbón, es ahora blanca hoja de carta y de periódico. Ayer calentaba los cuerpos; ahora ilumina las inteligencias. Ayer congregaba en torno del hogar los miembros dispersos de la familia; hoy reúne en la santa comunidad del pensamiento a todos los pueblos y razas que componen la gran familia humana. Muriendo la muerte de la Naturaleza, el árbol se ha dignificado, ha adquirido una vida superior; de tosca materia, casi se ha convertido en espíritu.

     Los árboles son la tradición, el elemento conservador; los cereales y viñas, la reforma, el elemento progresivo. Ahora bien; tradición y progreso son factores esenciales de todo presente, si no ha de estancarse en la muerte ni precipitarse en la ruina. Ni demasiado, ni demasiado poco: estos dos extremos en el arbolado engendraron las eternas fiebres de las Lagunas Pontinas y las de la isla de Java. Cohibir el progreso es fomentar la muerte o incubar los gérmenes de la revolución; destruir la tradición, es suprimir el áncora que modera los impulsos motores en la máquina universal, o dar alas a la reacción. Y en plena reacción estamos en materia de árboles, lo mismo que en materia de libertades; nuestro pueblo no ha sabido conservar éstas, y ha ayudado a destruir aquéllos; y no urge menos restaurar los unos que las otras. Sucedió en Prusia, a principios de siglo, que se dieron a exterminar los gorriones por bando de buen gobierno, fundándose en que comían mucho trigo; mas luego de exterminados advirtieron que, más que trigo, devoraban insectos cereófagos, y entonces hubieron de pedir con gran apremio gorriones a Francia y fomentar su cría, porque sin su auxilio no podían cultivar el trigo. En este punto nos hallamos nosotros: hemos talado el arbolado porque ocupaba el espacio que se juzgó necesario para el cultivo de viñas y de panes, y ahora sentimos la necesidad apremiante de restablecerlo, porque sin él no hay certidumbre ni regularidad en los vientos ni en las lluvias, ni corren los manantiales para beber, ni los ríos para regar, ni las acequias para poner en movimiento nuestras fábricas. El Ayuntamiento de la Espluga (Gerona) hubo de repoblar un monte para conseguir la reaparición de los antiguos manantiales que daban vida a la población, y que se habían secado casi por entero; el gobierno inglés ha debido repoblar apresuradamente algunos montes de la Australia para restablecer el nivel de las antiguas lluvias, que había descendido a una mitad en el pluviómetro. Ha sido preciso retroceder. Y no hay otro camino que éste: para los árboles no hay sucedáneos como para el café; en el ejercicio de las funciones que desempeñan en el mundo, sólo pueden sustituirse y heredarse ellos mismos. El trigo ha ido trepando por las laderas de los montes, invasor y absorbente como lo son todas las democracias; retroceded, retroceded aprisa, revolucionarios mal aconsejados, en busca del elemento moderador, y vaya desalojando de nuevo el arbolado al trigo, de esas regiones usurpadas, y restaurando el curso regular de los meteoros, que las talas y los descuajes han envuelto en la confusión y el desorden.

*

     Hasta aquí el anverso de la medalla, en que todo es crédito para el arbolado. El reverso lo ocupamos nosotros, el hombre del hacha y de la sierra, con un «debe» colosal y un «haber» insignificante. España consume mucha más madera de la que produce, figurando este material en las estadísticas de importación por muchísimos millones de pesetas al año. Y menos mal si a eso se redujesen los dañosos efectos de la despoblación forestal: lo grave es que por causa de ella, el valor del suelo de la Península disminuye cada año en proporciones verdaderamente aterradoras.

     Millares de años ha tenido que trabajar la Naturaleza para vestir las rocas de una capa de tierra muelle, que ha constituido el capital fundamental de la humanidad y que todavía hoy representa la primera y más importante partida de su patrimonio. Pero ese capital, al mismo tiempo que produce, necesita ser conservado; y el instrumento de conservación, en países tan montuosos como el nuestro, lo constituye, por punto general, el instrumento mismo de producción: los árboles, los arbustos y las hierbas. Talada la selva, con el criterio de la gallina de los huevos de oro, asolado el monte bajo, acaso roturado el suelo, queda éste indefenso, sin el sostén de las raíces y la protectora techumbre del ramaje, y los aguaceros lo arrastran al mar, engendrando el azote de las torrenteras, desnudan la roca, y de camino levantan con los materiales de acarreo el lecho de los barrancos y de los ríos, remueven de su asiento y se llevan la principal despensa de los pueblos, los huertos, creados en sus orillas por la labor perseverante de muchas generaciones.

     Este trabajo de desintegración se halla en España más adelantado de lo que pudiera creerse. Espanta leer las respuestas de los ingenieros de Montes en las Informaciones públicas sobre la Crisis agrícola y pecuaria y sobre Reformas sociales. Para que nadie me lo contase y adquirir una impresión directa del fenómeno, recorrí en dos veranos consecutivos una parte del Pirineo alto-aragonés (1877-78); y las observaciones por mí hechas y recogidas en Jaca, Boltaña, Ainsa, Puebla de Roda, Huesca, Graus, etc., y que se han publicado varias veces, certifican la verdad y el fundamento de cuantas alarmas había leído en los libros. Cuando el Ebro baja crecido, con ímpetu de torrente, formando olas de color de barro, pocos se dan cuenta de que ese barro es la corteza vegetal del Pirineo que se pulveriza y disuelve; el suelo de la patria, que desciende flotante por donde antes flotó su tutor y complemento el árbol, para ir a sumergirse en los abismos del Mediterráneo, dejando al descubierto la roca viva sobre la cual nutrieron un día sus raíces la encina sagrada de Sobrarbe y el pino venerable de San Juan, cuna de la nacionalidad aragonesa. No otra cosa significan las famosas cuanto frecuentes turbias de Madrid. Se vendieron y arrasaron los montes del valle del Lozoya, y ahora se impone el problema de restablecerlos a fuerza de millones, empedrando y encespedando las vertientes para que no acaben de perder su costra vegetal y Madrid no carezca la mitad del año de agua clara.

     Pues todavía hay algo peor. España no dispone de recursos suficientes para remediar ese daño por vía de repoblación directa y destrucción de las torrenteras a estilo de Francia, y ni siquiera para prevenir su continuación, fuera de límites relativamente insignificantes. La cuestión, por esto, se le plantea a la Nación como una reconquista del suelo por el árbol a partir principalmente de las planicies y de los valles, a partir de las vías de comunicación y de los ejidos de las poblaciones a partir, sobre todo, de la escuela, en la cual hay que formar un espíritu nuevo de sana y amorosa compenetración con la Naturaleza, que dé por resultado, en lo físico y económico, la multiplicación del arbolado, el fomento de los alumbramientos y represas de agua, la restauración del suelo vegetal, el mejoramiento del clima, la universalización del huerto.

     Un millón de árboles, o poco más, tiene plantados el Estado en las cunetas de sus carreteras; y serían hasta seis millones, si en las provincias de la Península estuviesen aquéllas tan arboladas como en Canarias (93 árboles por kilómetro, término medio). Ahora bien; en los caminos vecinales y provinciales y en sus recodos y ensanches, en los ejidos, plazas y paseos, en las gleras de ríos y barrancos, en las dehesas del común, en las antiguas vías abandonadas, etc., podrían los niños de las escuelas, bajo la dirección de sus maestros, plantar muy holgadamente un millón de árboles todos los años, alternando los frutales con los industriales, forrajeros y maderables (cerezo, manzano, castaño, nogal, morera, plátano, eucalipto, acacia, sauce, álamo, roble, olmo, etc.), según climas, suelos y costumbres. En muchísimos trozos, los caminos, por su escasa amplitud o por otras causas, no admitirían ni un solo árbol; pero en otros podrían plantarse dos, tres y más filas en alguno de sus lados, o en ambos, hasta formar en algunos parajes espesas franjas y aun macizos de consideración. Además, el legislador liaría extensiva a esta mejora de notoria utilidad pública la ley de expropiación forzosa, limitada a lo necesario para una hilera de árboles a cada lado del camino. Naturalmente, lo más próximo a la población se arbolaría lo primero; desde allí se iría avanzando hacia lo más remoto, hasta invadir las cumbres y breñales, dándose la mano con la obra de los Ingenieros de Montes allí donde como en el Júcar, haya podido el Estado emprender la obra de la repoblación de las cabeceras de las cuencas hidrográficas. En algunas localidades, el vecindario, especialmente los padres de los alumnos, ayudarían, voluntariamente o por prestación vecinal, y podría duplicarse el número de árboles plantados cada año. La obligación de plantar anualmente cada vecino un cierto número de cerezos y castaños en los montes del común, a beneficio de la municipalidad, se halla consagrada en las Ordenanzas de muchos lugares del Norte de la Península; por ejemplo, en las de Bello, Casamera, Cabañaquinta, Pelúgano y Llamas, del concejo de Aller (Asturias); y Boutelou, a fines de la centuria última, dio noticia de cierto lugar, junto a Castel Ruiz en las inmediaciones de Agreda (Soria), donde para ser admitido uno por vecino había de plantar y dar asegurado un nogal en la dehesa concejil, con lo cual se había formado un verdadero bosque de aquel frutal, cuyo producto cubría las contribuciones de todos los vecinos, sin que hubiese necesidad de repartir entre éstos cuota alguna.

     En muchos países del Norte de Europa, los árboles de las carreteras son frutales y producen al Estado una renta de alguna consideración: por ejemplo, en Sajonia, cerca de medio millón de pesetas; en Wurtenberg, más de un millón. En Alsacia y Lorena se calcula que cada uno de los frutales plantados en las carreteras produce de tres a cinco duros, término medio al año. La Cámara Agrícola del Alto-Aragón, en su mensaje y programa de 1898, y la Asamblea Nacional de Productores de Zaragoza en el suyo de 1899, con sentido verdaderamente práctico, pusieron como remate y complemento al capítulo de reforma de los caminos carreteros y de herradura de la Península lo siguiente: «Plantación de moreras y de árboles forrajeros en sus orillas por los niños de las escuelas». La indicación del género de arbolado sugería indirectamente la necesidad de promover otra vez la cría del gusano de seda y de multiplicar por todos los medios los recursos forrajeros del agricultor. Precisamente por los mismos días, el Colegio del Arte mayor de la seda de Valencia se dirigió a los alcaldes de la provincia con una circular, excitándoles a plantar moreras en los caminos vecinales de su respectiva jurisdicción, con objeto de restaurar el antiguo esplendor de aquella industria y su crédito en los mercados de Europa, reforzando al propio tiempo los ingresos del labrador. Por cada mil árboles (decía), los criadores podrían obtener 300 arrobas de capullo, o sea un producto líquido de cerca de 5.000 duros, y el Ayuntamiento su parte por la venta de la hoja.

     No estará de más advertir que el concepto ese de «plantación de árboles por los niños de las escuelas» no coincide con el de la «fiesta del árbol», instaurada modernamente en los Estados Unidos, y es independiente de ella. Esa fiesta, como todas aquellas en que maestros y alumnos se exhiben al público y son materia de espectáculo, y más aún cuando median premios y distinciones, no tienen las simpatías de la pedagogía moderna, porque atentan a la dignidad de la función educadora, son antihigiénicas, y despiertan o alimentan en uno u otro orden la pasión de la envidia, de la vanidad o del orgullo; y únicamente pueden recibirse a título provisional, para iniciar desde fuera un movimiento de opinión favorable al árbol y a la restauración del arbolado, y a condición de que la intervención del niño en ellas no sea más que un accidente secundario en el conjunto del programa, el cual debe ir encaminado principalmente a mover y enseñar a maestros, párrocos y alcaldes, y en general a granjear la simpatía y el concurso de la sociedad para la obra fecunda y callada de la escuela.

*

     He anticipado que la Fiesta del Árbol es importación extranjera; pero no se puede decir así sin alguna reserva. Más de una vez, hojeando Revistas viejas para mis pequeñas investigaciones sociales, he tropezado con verdaderas «fiestas del árbol» celebradas en España con anterioridad a la guerra de la Independencia y no imitadas de nadie. Los que simpatizan con este género de solemnidades, leerán con gusto la siguiente noticia de dos de ellas, que cuentan alrededor de un siglo de fecha.

     Celebróse la una en Villanueva de la Sierra, y hace relación de ella el botánico D. F. A. Zea en el Semanario de Agricultura y Artes, número de 24 de Octubre de 1805. Cierto ilustrado y celoso eclesiástico de aquella villa, persuadido de la importancia extraordinaria que tiene el arbolado para la salubridad, la higiene, la alimentación y el ornato público, y del influjo considerable que ejerce en la potencia productiva del suelo, humedad del aire, templanza del clima y hasta en el carácter y costumbres del pueblo, ideó interesar en su fomento y conservación al clero y demás clases directoras de la localidad; pero comprendiendo «quanto importa dar a estas empresas el ayre de una fiesta, no sólo para excitar los ánimos, sino para fixar en ellos la idea de su mérito y utilidad, convocó a la juventud por medio de su respetable párroco y señores alcaldes Pedro Barquero y Andrés Hernández, animados todos de los mismos sentimientos patrióticos, disponiendo un banquete y bayle para después que solemnemente se hubiese hecho el plantío de álamos proyectado en el valle del Exido y arroyada de la Fuente de la Mora».

     La fiesta obtuvo el más brillante éxito. «El exemplo del párroco, que se mira como el padre y maestro del lugar; el de un eclesiástico ilustrado y generoso, y de los depositarios de la justicia y del orden; el alborozo de la juventud, la novedad del espectáculo, las circunstancias del día (martes de Carnaval), las diversiones inocentes y la alegría campestre, todo contribuyó a la solemnidad de aquella memorable instalación de la Naturaleza.»

     Ni paró en esto la cosa: al día siguiente, circulóse a los clérigos y personas acaudaladas del lugar, por medio de escribano, un oficio, que Zea cree ha de pasar a la historia, excitándoles a que imitaran el ejemplo que acababan de dar los niños: «Señores eclesiásticos y pudientes (decía la invitación circular: nuestra desidia y una culpable indulgencia con los que sacrifican la utilidad pública a sus intereses, han arruinado los antiguos árboles que tantas veces repararon nuestros cansancios, nos defendieron de la inclemencia del sol y de las lluvias y dieron a nuestra respiración un ambiente fresco y saludable. Nosotros debemos reparar esta pérdida, imitando el zelo de nuestros ascendientes. La juventud ha desempeñado esta obligación por su parte, plantando un crecido número de árboles; pero aún restan sitios amenos, susceptibles de estas plantas. Perfeccionemos esta obra, que alabará la posteridad, vistiendo de nuevos álamos nuestros valles, fuentes y paseos, para que nuestros nietos reposen a su sombra y nos bendigan; y miremos en adelante con ceño y con horror la pérfida mano que intentase aplicar la segur a sus troncos o a sus ramas». El resultado fue que una multitud de personas, tanto de la localidad como de fuera, cuya relación trae el Semanario, se suscribieran cuáles por un árbol, cuáles por dos, «habiéndose realizado (dice) sus generosos designios», es decir, que se llevó a cabo la plantación.

     El otro caso debe ser de fecha anterior, pero no la precisa el Semanario industrial, que lo dio a conocer en 1840. El Ayuntamiento de una villa (viene a decir en substancia), hostil, como, tantas otras, al arbolado, interesó del vicario eclesiástico que interpusiera su influencia para persuadir al vecindario de que obraba mal destruyendo cuantos árboles se plantaban. Habiendo accedido a ello el requerido, convocó al pueblo un domingo para dirigirse en procesión al lugar destinado para el plantío, sin prevenirle del objeto. Llegados al sitio, el sacerdote dirigió, una plática encareciéndoles cuán gratos eran a Dios los trabajos útiles de los hombres y el respeto y obediencia a las autoridades; les enteró del objeto de su excursión cívico-religiosa, bendijo el terreno, e inició por propia mano la apertura de los hoyos, a cuyo ejemplo, entusiasmados todos, pusieron manos a la obra: días después, con otra igual solemnidad, hízose la plantación; las hileras de árboles fueron confiadas a la protección de los santos especialmente venerados en la localidad; y por último, «interesaron el amor propio y la vanidad de las familias, encomendando a los jóvenes y a los niños la custodia de cierto número de árboles». «Los hijos y los nietos de los que asistieron a aquella inolvidable ceremonia (añade), aún miran el plantío con aprecio y veneración.»

     Algunas de las particularidades que acaban de leerse en los dos casos españoles, traen a la memoria importantes detalles de la fiesta norteamericana. En la sociedad Arborday (día del árbol), fundada por Sterlin-Morton en 1872, los socios habían de contribuir con 5 pesetas anuales cada uno y además plantar varios árboles. Instituida luego la Fiesta del Árbol oficialmente como fiesta nacional, cada ciudadano americano planta en ese día un árbol, dedicándolo a un político, a un sabio, a un poeta o a un guerrero de su devoción.

Arriba