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«El Artista» en «El Laberinto»: un recorrido por la prensa romántica ilustrada

Borja Rodríguez Gutiérrez






ArribaAbajoIntroducción

Desde sus inicios el texto periodístico necesitó y reclamó la presencia, a su lado o dentro de él, de una imagen que reforzara su mensaje: la imagen incide en la veracidad de la historia, le da más fuerza y constituye un valor documental, que apoya y da relevancia al texto. Por ello, desde que hubo posibilidades técnicas para el caso, los periodistas y periódicos intentaron utilizar de forma conjunta texto e imagen: ésa es la razón de la aparición de los periódicos ilustrados, criaturas nacidas (en España) en el Romanticismo y que alcanzaron su máximo esplendor con la generación del Realismo1.

Imagen, p. 9

El primero de los periódicos ilustrados españoles es El Artista (1833-1835). A partir de ese título se inicia una abundantísima lista de revistas de muy diversa suerte: desde los periódicos de éxito prolongado y vida longeva (cuyos dos máximos exponentes serían el Semanario Pintoresco Español2 y La Ilustración Española y Americana3) hasta publicaciones de efímera existencia y escasa fortuna que no llegan a publicar jamás un segundo número. Durante el siglo la calidad gráfica de las publicaciones experimenta un notable avance, y basta para comprobarlo comparar los grabados del primer año del Semanario Pintoresco Español, todavía bastante deficientes con la espléndida calidad que ofrecen las láminas de Álbum Salón4.

Este avance de la calidad de la ilustración corre paralelo a su imbricación con el texto, a la relación entre ambos lenguajes para conseguir un mensaje único y coherente, lo que constituiría la meta ideal para un periódico con ilustraciones.

Para la consecución de esta meta los periódicos intentarán diferentes medios: la litografía en página exenta (con grabados tan espectaculares como el de Elena Feuillet que aparece en la página anterior)5, el grabado xilográfico independiente, la xilografía insertada en el texto, o la ordenación de las imágenes en columnas simultaneas a las columnas de texto.

A lo largo del siglo XIX, estos periódicos ensayaron todos los tipos posibles de impresión gráfica, buscando unos métodos que les permitieran aunar calidad de la imagen, economía de impresión, e integración con el texto. Cuando muere el siglo XIX y entramos en el XX, la fotografía ya está ganando la batalla al dibujo en la prensa, pero a lo largo de la centuria decimonónica, el dibujo es el protagonista y se ensayan múltiples formas para insertarlo en el texto6.




ArribaAbajoLa imagen litográfica en El Artista

Cuando Federico de Madrazo y Eugenio de Ochoa ponen en la calle el primer número del Artista están explorando un terreno desconocido. No había existido, hasta el momento, esa necesidad de aunar ambos lenguajes y por ello los primeros periódicos ilustrados se lanzan a explorar su camino sin una idea clara de adonde querían llegar, ni de lo que podían conseguir.

La primacía temporal del Artista y su elevada reputación entre la crítica7, que se ha mantenido incólume prácticamente desde su desaparición, allá por 1835, lleva, necesaria y fatalmente, a tomar esa publicación como paradigma o modelo de la prensa ilustrada. Pero esa elección lleva a un error. Porque, en rigor, El Artista era, fue, un camino sin salida, una propuesta imposible de continuar, una aventura no fracasada en su auténtico propósito, pero sí en la intención aparente que proclamaba a grandes voces desde sus páginas.

En otro lugar (Rodríguez Gutiérrez, 2011) he analizado estas características del Artista, a partir del estudio de las imágenes en él publicadas. Como dije en ese artículo me parece muy discutible el protagonismo de la revista en la difusión del romanticismo y en la derrota del clasicismo, como se ufanaron sus promotores toda su vida. Sí que creo que lo que constituyó en cambio, fue un formidable instrumento de autopromoción (el auténtico propósito de la revista, al que antes me he referido) de los hermanos Madrazo (Federico y Pedro) y de su futuro cuñado, Eugenio de Ochoa: vástagos jóvenes de familias cómodamente asentadas en lo más alto del régimen absolutista y que gracias a la revista adquirieron sin riesgos ni problemas reputación de audaces renovadores y reformadores de la pintura y literatura española de su época (la aparente intención de la que antes hablaba)8. Un modelo para el resto de jóvenes que por entonces empezaban a cultivar las artes.

Para todo ello contaban con el apoyo económico y técnico de José de Madrazo, personaje lleno de recovecos, rasgos luminosos y rincones sombríos, que en todo momento y ocasión se preocupó de promocionar, de la forma que fuese, y hubo muchas formas de dudosa moralidad, a su familia y amigos. De esta manera el Artista contó con el formidable apoyo del Real Establecimiento Litográfico de Madrid, que dirigía José de Madrazo y donde se elaboraban las litografías que se incluían como láminas exentas, entre las páginas de las sucesivas entregas de la revista que imprimía Sancha en su taller madrileño. Es decir la impresión del texto y la del grabado estaban físicamente separadas, se hacían en momentos diferentes y en muchas ocasiones a lo largo de la revista, la litografía no tenía relación con ningún texto aparecido en ese número.

En los casos en los que existe esa relación entre ilustración y texto nos encontramos con dos posibilidades en las páginas del Artista: el retrato y la escena. En el caso del retrato no hubo ningún problema conceptual e inmediatamente se impuso el criterio lógico que sigue dándose en la prensa de hoy en día: una biografía o semblanza de un personaje va acompañada por un retrato del mismo. La otra posibilidad es la escena, es decir, una interpretación, por parte del artista gráfico, de una parte de la narración9. Como imponía la modalidad de edición de la revista, el artista debía conocer el texto previamente, con la suficiente antelación para poder realizar la litografía, imprimirla y tenerla preparada para agregar los grabados a las entregas antes de enviarlas a los suscriptores y a las librerías. Para Romero Tobar (1990, 170), «en el esquema de trabajo de un pintor de la época, sólo cabía la exhibición parcial de un fragmento de la historia que, bien el artista, bien la empresa editorial, escogían. Las visiones incompletas del relato que estas condiciones previas comportaban dan como resultado una relación aproximativa entre texto y grabado, en la que el primero mantiene su autonomía significativa». Una escena, un instante del relato atrapado en la imagen fija de la estampa: una función subordinada de la imagen al texto10.

Así actúa, por ejemplo, el pintor que ilustra «Yago Yasck» de Pedro de Madrazo. Uno de los pintores de la casa: Carlos Luis de Ribera. Para la primera lámina que publica en la revista se centra en una de las escenas iniciales de la narración:

«Algunos gritos confusos y repetidos que salían de una puerta del coliseo, acompañados de un ruido como de carrera, precedieron a la aparición de dos bultos negros en persecución uno de otro; eran dos enmascarados. El perseguidor, a beneficio de las gentes que por allí andaban, pudo alcanzar a su enemigo y le asió fuertemente del cuello. La fatiga producía en su pecho un sonido ronco. Revolvióse el otro con presteza, y al revolverse, el dominó abriéndose dejó ver dos piernas por su forma y aparato más de Deán que de espadachín. Con su sacudimiento hizo perder a su antagonista toda la ventaja. Volvió éste a rodearle con sus brazos, y aquel levantando los suyos en calma le cogió ambas muñecas, y como quien se desprende de un niño de pecho, dando una carcajada que resonó seca como un árbol al troncharse, se libertó de su contrario arrojándole de espaldas en la nieve.

El desgraciado perdió el sentido.



Dispersáronse los curiosos como una multitud de hojas al soplo de la brisa, y desapareció con ellos el de las piernas de deán, repitiendo su carcajada más atronadora que la del mismo Estentor.

A pocos minutos volvió a pasar éste con una mujer envuelta en un largo mantón. Salía por los costados su cabellera rubia, flotando al aire y esparciendo una especie de resplandor azulado. Parecía un ángel arrebatado del cielo por un demonio.

Los ojos de él centellearon al pasar por el lado de la máscara que aún permanecía derribada, y señalándola con una mano:

-¿Le conoces? -preguntó a la mujer-; parece una mosca ahogada en un artesón de leche. Repitió su risotada, y prosiguieron su camino. Pero la mujer se estremeció y le dijo:

-Abate, ¿te ha mandado usted con algún recado a mi madre».



La lámina presenta a la figura inconsciente, el enmascarado, tendido en la nieve, y a su contrincante, señalándole, mientras pasa por su lado, abrazando a una mujer. Ribera presenta a estos tres personajes, siguiendo fielmente las indicaciones del texto narrado, pero la pintura añade una serie de detalles, con lo que el elemento significante de la imagen va más allá de la mera representación del texto literario, Ello se ve claramente en el empleo de las caretas o máscaras que llevan los tres personajes principales de la lámina (hay otros al fondo, como luego veremos). El texto, como hemos visto, habla de dos enmascarados, y no indica que la mujer lleve careta alguna. La imagen presenta en cambio ese rasgo de forma destacada de manera que la máscara que cada uno de esos personajes ostenta forma parte del diseño de su personalidad, al menos de la personalidad que nos llega mediante el mensaje irónico.

El personaje que está tendido lleva una máscara que deja al descubierto la boca y la barbilla, mientras que los otros dos llevan la cara totalmente cubierta. Hay que recordar que Jenaro es el personaje inconsciente y que el desarrollo de la historia le va a convertir en la víctima del demoníaco abate Yago Yasck, que es quien está de pie junto a él. Esa media máscara le da un rasgo de humanidad de la que carecen los dos personajes que están con él en el centro de la lámina. Además la postura, semejante a la de un Cristo crucificado aumenta esa impresión de víctima, metras que la media máscara que lleva puesta simplemente se superpone a sus rasgos sin deformarlos ni caricaturizarlos en absoluto.

Imagen, p. 13

La mujer, Ángela, ya como dice el texto, envuelta en un mantón y lleva al aire su rubia cabellera, pero Ribera añade a la descripción de Madrazo una muy evidente careta que recubre todo su rostro. La máscara es blanca, inexpresiva y despersonaliza aún más a esa figura, la cosifica. De forma intencionada Ribera le ha dado a esa máscara un claro aspecto de muñeca, de objeto. Ojos redondos y fijos, boca breve y congelada en un gesto, una mancha de color en las mejillas: una mascarilla de porcelana, una marioneta. A eso se añade que el tercer enmascarado que es quien preside la escena la agarra fuertemente, casi la aprisiona, marcando así claramente su carácter de posesión, de instrumento. Para dar a la figura ese aspecto de muñeca, Ribera tiene en cuenta un fragmento que Madrazo incluye en un apartado posterior del cueto en el que Yasck, efectivamente, maneja a Ángela como a una muñeca, como a una marioneta:

«¡Y a pesar de todas las apariencias, la malignidad de Yasck había encontrado un reflejo, aunque débil, en el cristal de aquella alma, y la había corrompido; no había allí ya virtud, era un frío escepticismo, una indiferencia interrumpida por el rastro de lo pasado, pero sin fuerza para entusiasmarse, crear, espiritualizar la realidad que la envolvía!...

[...]

La mandó reírse y estar alegre, y ella se rió, y se levantó esbelta y ligera. Mas en su risa flotaba aquel matiz que sólo da a unos ojos azules en la inocencia, el júbilo del corazón.

[...]

Pero otras veces adoptaba de tal manera sus acciones a la voluntad del abate, que hubiera podido compararse a una sombría virgen de las que solo aparecen en la niebla, tomando lecciones de brujería de una vieja gitana».



Como he dicho, es el tercer enmascarado quien preside la escena. Su máscara es un pozo de negrura que recubre totalmente su rostro, negrura a la que se añade la sombra que proyecta la capucha que lleva puesta. En esa negrura en la que se adivinan bigote y barba, destaca el brillo de unos ojos que el pintor sabe poner en el centro de la percepción del contemplador, sin apenas incluir más que un mínimo blanco en la careta. La cara de Yasck es tan negra como su alma y el contrate entre la blancura de la máscara de Ángela y la lobreguez de la del malvado abate, causa un efecto en el espectador que hace que nos concentremos en esa figura maléfica de negro rostro y, quizás, negra alma, que señala al caído con una mano que parece una garra, mientras aprisiona con su otro brazo a la joven que va ser, primero su marioneta e instrumento, y después su segunda víctima.

Toda esta escena ocurre a la puerta de un teatro, el madrileño teatro de la Cruz, en el que se celebra un baile de disfraces. Escenario recurrente este entre los románticos, y que podemos encontrar también, aunque con distintos objetivos y formas, en el relato de Antonio Ros de Olano, «La Noche de Máscaras». Los románticos amaban los efectos de misterio, equívoco y ambigüedad que se podían conseguir en este escenario. Ejemplos ilustres son «La máscara de la muerte roja» de Edgar Allan Poe o la ópera Un bailo in maschera de Giuseppe Verdi, adaptación de una anterior de Auber con libreto de Scribe. Madrazo lo utiliza como elemento ambiental y como escenario perfecto para la equivocación de dominó que luego se desvelará en la conversación entre Jenaro y Rafael, y con la que se explicará, posteriormente, el significado de la confusa escena que contemplamos al principio del relato. Pero Ribera sabe aprovechar mejor que Madrazo las posibilidades de ese escenario, y utiliza esa ambigüedad entre lo real y lo irreal que permite el disfraz, para crear un efecto que añade y da profundidad al personaje demoníaco que Madrazo pretende crear con el abate Yasck.

Y es que al fondo, tras los tres protagonistas, se divisan las siluetas de algunas figuras, trazadas con arte por el dibujante, insinuando más que mostrando. Una pareja sale del baile y se aleja en una dirección distinta a la que están nuestros tres protagonistas: se les entrevé entre las sombras. Al otro lado de la puerta, y también confundido en la oscuridad se adivina otro enmascarado con el correspondiente dominó esperando algo, o quizás mirando la escena protagonizada por Jenaro, Ángela y Yasck. Tanto la pareja que se va como el enmascarado que espera están malamente iluminados por la luz que sale de la puerta del teatro. Y en esa puerta queda silueteada claramente una figura con cuernos y rabo que, justo en el umbral, parece salir detrás de la pareja. Con los brazos abiertos y las piernas igual, puede ser muy bien otro asistente al baile de máscaras disfrazado de diablo. Pero, y tengamos en cuenta ahora la personalidad demoníaca que a lo largo del relato va demostrando Yasck, también nos puede hacer pensar que se trata del demonio en persona, que está contemplando satisfecho desde la puerta, los hechos de su secuaz. Lo que está claro es que a esta figura no le afecta el frío, pues, mientras que el resto de personajes, incluido el caído, van cubiertos de gruesos ropajes, el no lleva ninguno. Esta sugerencia de la presencia del demonio la incorpora Ribera pues ese personaje no aparece en ningún momento en el cuento de Madrazo.

La segunda estampa que ilustra este cuento, nos presenta otro de los escenarios preferidos de los románticos, sean escritores o pintores: el estudio del joven artista.

El artista romántico tiene unas características muy definidas. Es un personaje fundamental para los integrantes de ese movimiento, paladín de la verdad y de la integridad, enviado de los dioses, mensajero de lo absoluto. Su imaginación, su inspiración, su libertad construyen el «genio» que hay dentro de él. El genio es la actividad constante, incesante, el entusiasmo, el fervor emocional y de sentimiento, la espontaneidad y sobre todo la originalidad.

Con el romanticismo se afirma el carácter individual de la obra de arte, la idea de que el artista nos da una visión propia, creación libre de su ser particular. El artista quiere imponer su personalidad en la representación del mundo y no permitir que el mundo se la imponga. Su individualismo va a llevar a que el artista sea cada vez más independiente de patronatos, cortes, mecenas, academias, y otras entidades que le protegen o mantienen, pero que le imponen temas, formas y gustos.

El artista busca imponer su visión al mundo. Se trata de un fenómeno concomitante a la ascensión de una burguesía que pueda constituirse en público. Esta visión de la misión y la figura del artista se lleva a la propia literatura. Así se explica la aparición de diversas novelas, entre finales del XVIII y principios del XIX, cuyo protagonista es un artista. Pero en seguida se va a producir un cierto efecto de rechazo: el artista no se siente aceptado por el público burgués, que desconfía de su libertad, y, al mismo tiempo, él desconfía de ese público a quien en el fondo no puede interesar sus ideales de cambio absoluto: es el desarraigo social o nacional. Tal vez las tertulias, los cenáculos literarios respondan a la necesidad del artista de protegerse, de encontrar a otros como él.

Pero en último término está condenado a la soledad. Ese es otro de los grandes temas románticos: el artista incomprendido que padece su talento como una maldición divina. En literatura esto lleva a los escritores a buscar figuras del pasado con las que identificarse, pero también al cultivo de las memorias, de la autobiografía. Rousseau inicia el camino que otros van a seguir, llegando a autores como Byron, en donde el tema constante es él mismo. El arte es una enfermedad que aísla y en muchas ocasiones mata. Una de estas manifestaciones es la extrema sensibilidad y la naturaleza enfermiza de Shelley, de Gil y Carrasco, de Bécquer. Otra es la fascinación por la neurosis y la locura tan presente en la obra de Poe.

Jenaro, solitario, desgraciado, y al final loco es una representación del artista romántico y su estudio una representación de su personalidad, una extensión de su sensibilidad.

«Y tomando en seguida un violín que descansaba todo empolvado sobre un pequeño estante de libros, abrió una portezuela disimulada en un rincón de su habitación, y se escondió en aquella especie de nicho, después de lo cual siguió un profundo silencio. Considere el lector a este joven, pintor-músico, incrustado en su nicho apenas iluminado por la pálida luz que por lo alto mandaba un reducido ventanillo, vestido con una negra bata cuyos pliegues parecían salir de la tierra, su cabeza rubia iluminada superiormente, clavados los ojos en el cielo como un alma del purgatorio en el momento de la inspiración divina, y teniendo en su mano el instrumento, inmóvil como un santo de escaparate, y rodeado de esqueletos, momias, instrumentos de anatomía, retortas y otros objetos de alquimia no menos dignos de atención. Una armadura de reluciente acero colgada a un lado de la portezuela, aumentaba lo misterioso del cuadro. Visto todo a la luz del crepúsculo de la tarde, el cerebro menos pensador y positivo se hubiera hecho de repente visionario, y creería ver el purgatorio en miniatura al reparar en aquellos jeroglíficos infernales, al sentir aquel sabor a edad media y a encantamiento a pesar del polvo y de las cuantiosas telarañas que a guisa de arabescos colgaban por toda la antigua alacena.

Levantó majestuosamente el arco, y dejándolo caer sobre las cuerdas, empezó un canto lleno de sentimiento y de misterio. Participaba aquella armonía de ideas a un mismo tiempo extravagantes y tiernas, y resonaba en aquel nicho con un inexplicable sabor romancesco y enérgico. Entraban las vibraciones del sonido por entre la armazón de hueso de un esqueleto colgado por el cráneo en el fondo de la alacena. Los huesos parecían responder por dentro con un murmullo vago a las vibraciones de afuera. Balanceábanse las piernas de aquel despojo de hombre con solemne compás, chocaban a veces una con otra con seco estallido, temblaban todas sus costillas como movidas por el chispazo eléctrico, y la amarillenta calavera formaba en sus yertas cavidades sonidos desconocidos que expedía con un no sé qué de sardónico y feroz».



Ribera, en esta ocasión, ante las indicaciones del texto no aumenta y añade, como en el caso anterior, sino que extracta aquellos elementos, de la abigarrada descripción de Madrazo, que pueden formar parte de la composición gráfica de la estampa. Y es que la enumeración de elementos que Madrazo hace, si bien en el texto literario tienen una función acumulativa, creando un ambiente muy adecuado para la historia por la abundancia de elementos que hablan de misterio, fantasía y oscuridad, resultaría excesiva y poco organizada en un cuadro, en un dibujo. En el texto esta acumulación de elementos tiene un motivo, pues se está preparando el decorado propicio para la escena fantástica posterior en la que diversos espíritus, entre ellos el de Yasck van a tomar cuerpo ante el joven protagonista. Pero lo que Ribera se plantea, únicamente, es presentar el estudio del artista, en su desorden y confusión y misterio.

La imagen está centrada en Jenaro, en el interior del nicho. La luz cae de lleno en su rostro y en el violín que está tocando, mientras que la parte inferior de su cuerpo queda en la oscuridad hasta tal punto que apenas se distingue. Al fondo del nicho, tras Jenaro, se percibe la silueta de un esqueleto. Fuera del nicho, a la izquierda se ve una parte de una armadura y de la banqueta del pintor, con sus ruedas, mientras que a la derecha, y a plena luz está el cuadro en que ha estado trabajando Jenaro: una virgen con el niño. Sobre el lienzo está apoyada una regla de pintor, mientras que en el suelo se ve una paleta rota, pinceles esparcidos y los colores mezclados: testimonios, todos ellos, del acceso de ira del pintor antes de encerrarse a tocar en su nicho.

Imagen, p. 17

«La paleta y los pinceles desparramados por el suelo, y un chafarrinazo dado con rabia en la tela, indicaban la ninguna superioridad de la pintura sobre su desesperación.

-¡Nunca he podido hacer una madona! -gritó lleno de despecho.

Murmuraba por intervalos algunos nombres con voz bronca y cascada. Quería también pronunciar el de Ángela, y gesticulaba como un demente sin poder pasar del primer sonido. Levantóse de su banqueta, hízola rodar de un puntapié un buen espacio sobre sus ruedas, se frotó las cavidades de los ojos con ambos puños hasta hacerles saltar lágrimas. Y repetidas veces se llevaba las manos a la cabeza, y después de un prolongado quejido que parecía salir de sus entrañas, hacía una especie de risa mezclada de dolor como la de un niño antes de llorar».



Ribera ha escogido de entre todos los elementos que Madrazo apunta una serie de ellos para destacar: el cuadro, la banqueta, la armadura. El nicho queda en la oscuridad, por lo que los elementos que en el texto se mencionan en su interior, esqueletos, retortas, instrumentos de anatomía, no se ven, sino que aparecen como líneas que se adivinan entre las sombras. Como pintor consciente, Ribera añade al estudio la regla de pintor que ha quedado apoyada en el marco, y un par de detalles que complementan el abandono bohemio del personaje: una botella, al fondo tras el cuadro y una copa rota volcada en el suelo mezclada con los colores pisoteados. Pero fundamentalmente lo que hace el pintor es colaborar con el escritor y hacer que ese escenario fantástico y abigarrado del estudio del joven artista sea convertido a imágenes comprensibles por organizadas internamente: es decir que para dar la impresión de desorden, esta lámina ha sido minuciosamente estudiada y ordenada en su composición.

Las dos ilustraciones litográficas de Ribera para el cuento de Madrazo nos presentan con claridad una forma de abordar la ilustración en las revistas románticas. Un pintor de talento, conocimientos y habilidad estudia a fondo el relato y de él se fija en dos escenas que permiten desarrollar dos cuadros que en sí mismos tienen significado y entidad. La cuidada composición, el detallismo, la preocupación por los fondos, el uso de primeras y segundas e incluso de terceras capas de profundidad en el dibujo (recuérdese que en la primera lámina, tras la primera capa de profundidad que son los personajes, está la segunda, que es el diablo en el umbral, y aún hay una tercera capa pues tras el diablo se perciben unas siluetas que aún están dentro del teatro -¿o del infierno?- y que no podemos identificar con certeza, pero cuya presencia es indudable); todo ello nos habla de un trabajo meditado, pensado y elaborado con cuidado. Y también de una voluntad de colaboración con el autor, plasmada en una atenta lectura del texto de manera que los elementos que se añaden en el dibujo y que no parecían previamente en el texto, tienden a acentuar más la impresión que el texto quiere causar, respetan su sentido y su composición, ayudan a la lectura y potencian el efecto que el autor literario busca.

Un trabajo de lectura, comprensión del texto, y plasmación en imágenes de la interpretación que el dibujante hace, al servicio del texto. Y ello porque el procedimiento litográfico impone, para la ilustración literaria, la necesidad de que haya un texto anterior al dibujo.

Me interesa aquí llamar la atención sobre el complicado proceso que supone la impresión en dos talleres distintos de la misma revista y el trabajo manual de insertar las páginas exentas en las entregas antes de los transportes y envíos. Una fórmula de trabajo absolutamente antieconómica que sólo es comprensible si pensamos que Ochoa y Madrazo no se planteaban conseguir una rentabilidad con la publicación su revista, que no necesitaban ganar dinero puesto que su interés era otro y que esa falta de interés del Artista por la supervivencia económica le hace absolutamente distinto de todos los periódicos ilustrados que después aparecieron en España. Fue la litografía un método caro, más caro aún tal como lo practicaba El Artista, poco práctico y que nadie más intentó utilizar11.

De hecho la litografía como sistema de impresión de imágenes junto a un texto, despareció de la prensa tras la muerte del Artista y se refugió en libros de gran formato y lujosa edición como la celebérrima Recuerdos y Bellezas de España, con textos de Piferrer, Quadrado y otros y litografías de Parcerisa, o la España Artística y Monumental que escribió Escosura e ilustró Pérez Villamil12.




ArribaAbajoLa xilografía en el Semanario Pintoresco Español

Imagen, p. 21

El Semanario Pintoresco Español, que fue el auténtico iniciador de una prensa ilustrada profesional en España, apostó por la xilografía que permitía imprimir simultáneamente texto e imagen y esta técnica, con las variantes que fueron provocando los adelantos técnicos en la impresión de imágenes, fue la que adoptaron todos los sucesivos periódicos ilustrados13. Mesonero quería una publicación profesional y barata. Para este último aspecto era fundamental un proceso eficiente y económico de la impresión de imagen y texto y para ello Mesonero cuidó todos los aspectos desde la adquisición de una imprenta de tipos metálicos para conseguir una impresión más rápida y continuada hasta la inclusión simultánea de textos e imagen en la misma página gracias a la técnica xilográfica14.

Fueron Mesonero y el Semanario, pues, quienes iniciaron de forma real y efectiva, la existencia de periódicos ilustrados y es a partir de sus páginas cuando se puede estudiar la evolución de esas ilustraciones, de los textos que los acompañan y la relación entre ambos lenguajes.

Un examen del Semanario y de otras revistas de la época romántica (Observatorio Pintoresco15, No me olvides16, El Laberinto17, El Siglo Pintoresco18, El Panorama19, Revista literaria del Español20, La Alhambra21, Museo de las Familias22) nos indica que los textos que se ilustran son cuentos y novelas, artículos de costumbres, poemas (la mayor parte de ellos narrativos), artículos de viajes, artículos de curiosidades científicas, descripciones de monumentos y obras de arte, y biografías de personajes ilustres. Autores e ilustradores se enfrentaban al reto de conseguir la plena integración de ambos lenguajes, en esas modalidades y por otra parte los editores y directores tenían que ir aprendiendo cuales eran los grabados y dibujos que más agradaban al público y que por lo tanto, más podían incidir en el éxito comercial de la revista.

La narración (cuentos, leyendas, novelas, poemas narrativos) fue en seguida objeto de la ilustración, preferentemente de aquellas escenas que más espectaculares podían resultar. Un ejemplo claro lo encontramos en dos cuentos publicados en 1836 en primer año de existencia del Semanario: El Marqués de Lombay23 y La Peña de los Enamorados24, las dos obras de Mariano Roca de Togores, Marqués de Molins.

Ambos relatos van ilustrados por medio de una xilografía que recrea el momento que el dibujante (¿el director? ¿el autor?) ha juzgado más dramático y más apropiado para la ilustración.

En el caso de El Marqués de Lombay se trata del descubrimiento de la podredumbre del cadáver de la Emperatriz Isabel. Este hecho provoca el final del ensimismamiento enajenado en el que Lombay permanece durante toda la comitiva fúnebre. Ocurre en el momento en que el cortejo llega, habiendo salido de la residencia imperial, ante la iglesia donde debía ser sepultada la Emperatriz:

«Delante ya de la iglesia metropolitana, se apeó la comitiva, y colocado que fue el féretro en la capilla mayor y abierta junto a él la sepultura al lado del enterramiento de los Reyes Católicos, el Prelado levantó la voz y dijo por tres veces: «¿Dónde está S. M.? Mostrádmela», y los gentiles hombres abrieron la puertecilla del ataúd y no pudieron resistir la fetidez. Acercóse entonces Lombay al sitio que ellos abandonaron; el semblante se le encendió, los ojos casi se le saltaban, y sus facciones se le inmutaron de tal suerte, que dio bien a entender la sensación que tan terrible espectáculo le causaba, y con una voz rueca y terrible, como si quisiera penetrar hasta el abismo y ser oído desde la eternidad, gritó tres veces:

-¡Señora! ¡Señora! ¡Señora! -y luego rompiendo en llanto, añadió con acento débil y desmayado-: La Reina ha muerto».



En La Peña de los Enamorados es el comienzo de la tercera escena cuando un meditabundo Fadrique de Carvajal, el prisionero cristiano, está de pie ante el cuerpo inconsciente de su amada, la princesa mora Zulema, que acaba de caer desmayada a causa del abrasador calor y la angustia de no encontrar a su amado, con quien estaba citada:

«Cruzados ambos brazos, la cabeza inclinada, la barba sobre el pecho y la vista fija en un solo objeto, contempla D. Fadrique de Carvajal el descuidado cuerpo de Zulema, que yace sobre aquellos taburetes como un manto arrojado en el lecho en un instante de entusiasmo o de cólera. Lentamente, como si cada una marcase una idea dolorosísima, se deslizaban una tras otra sus lágrimas, y corriendo ardientes por las pálidas mejillas del cristiano iban a rociar los desnudos y delicados pies de la insensible mora».



En ambos casos nos encontramos con recreaciones libres de la escena y del texto que en varios aspectos contradicen o no tienen en cuenta las indicaciones de Roca de Togores. Vemos, por ejemplo, que en este último grabado, la postura de la joven nada tiene que ver con la de la desesperada enamorada que cae inconsciente, en una plástica escena, ante los ojos del lector/espectador, inmediatamente antes de la escena que refleja el dibujante25.

Imagen, p. 24

El artista gráfico se ha complacido en reflejar en su dibujo el lujo y el exotismo del escenario, pero nada sugiere en la imagen de esa joven cómodamente recostada en los almohadones, con su ropa ordenadamente dispuesta, la escena del desmayo que hay en el segundo párrafo de la nota. De la misma manera el atuendo de la figura masculina, malamente se corresponde con el prisionero que trabaja como jardinero en el exterior del castillo y que roba flores para lanzarle mensajes a su amada.

Pero sin entrar ahora a fondo en la cualidad significativa de texto e imagen en este caso, hay que decir que aquí nos encontramos en una relación entre ambos elementos idéntica a la del Artista. Es la misma situación: un dibujante interpreta una historia que ha conocido previamente y la ilustra. El hecho de que en este caso se use la xilografía en vez de la litografía no altera esa relación. Diferentes medios, pero el mismo concepto básico26. Todavía no se está aprovechando las enormes posibilidades xilográficas para unir texto e imagen.

Hay otro elemento que llama la atención en estos dos relatos y muy en concreto en los gráficos que los ilustran; en ambos casos el cuento ha «hecho la portada» de la revista. Durante toda su existencia, y a pesar de los cambios de directores y empresas, el Semanario Pintoresco Español mantuvo inalterable la apariencia básica con la que le dotó su primer director, Ramón de Mesonero Romanos. La revista no usó nunca una cabecera, ni textual ni gráfica, ni ningún motivo específico en la primera página de cada entrega, y en cambio siempre inició cada una de ellas con un grabado que ocupaba entre la mitad y los dos tercios de la página, y que servía de ilustración al primer artículo de la entrega que de esta manera quedaba convertido en el artículo «estrella» de ese número del Semanario. El hecho de usar los dos relatos de Roca de Togores para ese artículo principal que era la fuente de la ilustración de la portada indica que, en esos momentos, es el cuento una de las modalidades textuales que los editores y directores estaban usando para crear un interés del espectador por el apartado gráfico de los periódicos. Pero en seguida desaparecen los cuentos de esa privilegiada posición que es ocupada en su mayor parte por artículos de viajes que permiten ofrecer a los lectores grabados de países lejanos, de ciudades famosas, españolas y extranjeras, de zonas remotas de España, de famosas obras arquitectónicas, de fenómenos naturales27.




ArribaAbajoNuevas fórmulas de imbricación entre texto e imagen

Imagen, p. 27

Ahora bien, durante la primera mitad del siglo, sigue la búsqueda de nuevas formas de utilizar la imagen combinada con textos literarios en las páginas de la prensa y los directores y escritores ensayan diferentes métodos de integración de ambos elementos. Una de ellos consiste en invertir la relación que hasta ahora hemos visto; primero un texto y luego la imagen que le ilustra y complementa. En estos casos primero será la imagen y después el texto que la acompaña, explica o interpreta. Podemos citar dos relatos en los que podemos afirmar que se ha desarrollado esta operación. El primero de ellos apareció en el número 9 la revista No me olvides, el 2 de julio de 1837.

Se trata de un dibujo firmado por Federico de Madrazo, en este caso, una xilografía. El principio del relato «Una impresión supersticiosa»28 que sobre ese grabado hace su hermano Pedro deja ver que el escritor ha ido mucho más allá de lo que el pintor ha trazado sobre el papel.

«No se crea que bajo este título voy a componer un cuento o una novela. Un buen dibujo, un cuadro, un edificio, una fantasía de música alemana profunda y bien sentida, inspiran cierta clase de ideas que no pertenecen a un género de poesía decidido. Además, las reflexiones que aquí voy a consignar no existían antes de ver la estampa que a este número acompaña, de manera que este dibujo no es una viñeta hecha para un trozo de literatura: es el capricho de un artista, y estos renglones son un nuevo pensamiento de los muchos a que da lugar otro pensamiento ya realizado.

Porque, en efecto, un joven hermoso, elegante y abatido con su frente de genio, con su mirada de penetración, sentado en actitud meditabunda en una habitación veneciana, revestido de sedas y brocados, con una puerta oculta para las visitas de amor y una ventana griega para escuchar el canto de los pescadores cuando, bajo su oscuridad y su misterio, duermen las aguas del canal Orfano; y una vieja en pie a su lado, que le habla para persuadirle con la seducción de una hermosa disfrazada en una góndola, con la vehemencia en la seca voz y con el fuego en los hundidos ojos -cualidades tan notables en una vieja cortesana- forman la representación completa de una larga vida y experiencia mundana, prostituyendo una vida de pocos años, de creencias y de encantos. Ella le persuade, le seduce; él duda, rehúsa y vence. Poique otras noches el cielo estaba sereno y estrellado, y al poner el pie en las aguas dejaba en su habitación un hermoso rayo de luna; ahora está negro y tempestuoso, y las aguas del Adriático se estrellan, bramando a la entrada de los canales».



El escritor va añadiendo en su descripción de la imagen elementos que no aparecen en ella: la «puerta oculta para las visitas de amor», la «ventana griega para escuchar el canto de los pescadores»; sitúa la escena en Venecia, junto al canal Orfano, una noche que el cielo está «negro y tempestuoso», y además dota al personaje de la vieja que aparece en la imagen de «vehemencia en la seca voz y fuego en los hundidos ojos». Esta recreación de la imagen pie a una meditación sobre la superstición y sobre el espíritu romántico, que ocupa la mayor parte del artículo29. Al final la narración se resuelve en cuatro momentos, que más que escenas son casi otras pinturas: Don Luis, el enamorado, redactando una carta de despedida a su amada Lucrecia que le espera en la góndola, movido de una impresión supersticiosa; una reunión de la inquisición veneciana; el arresto de Don Luis y Lucrecia; la ejecución de ambos amantes arrojados de noche a las aguas del mar. Sin diálogo, sin personajes, sin apenas historia. Aquí el fragmentarismo de Madrazo, que es uno de sus características, llega a un límite casi infranqueable. Un poco más allá y ya no existiría narración. La inmovilidad de la imagen inicial da pie a la inmovilidad, si así se puede definir del texto. En este caso podemos hablar de una influencia de la imagen, no sólo en el tema que trata el cuento sino en la forma de contar.

Escasos días después, el 30 de julio, aparecía el número 13 de Observatorio Pintoresco. Aquí el relato se llama, simplemente, «La interpretación de un cuadro».

Imagen, p. 29

El cuento, y el cuadro, son una recreación del suicidio de Larra, que había sucedido el 13 de febrero de ese mismo año. Si bien no se trataba de un tema de «candente actualidad», hay que añadir aquí ese elemento a la unión de texto e imagen.

El grabado va firmado por Batanero y por A. El cuento por C., inicial del apellido del director de la publicación, Basilio Sebastián Castellanos30:

«No siempre ha de tomar el artista el asunto de su composición del escritor; algunas veces ha de estudiar éste en las obras de aquél y procurar interpretar la interesante escena muda de sus lienzos. Débiles son mis fuerzas para soportar la carga que, a la vista de la composición que señala la estampa que acompaña a este número, pesa sobre mí y sobre mi talento, para cumplir mi encargo si hubiese de interpretar con su verdadero sentido la intención del artista en cuadro tan reflexivo. Sin embargo merece un artículo y mi deber es contentar al autor y cumplir con mis apreciables lectores como pueda, confiado en su indulgencia».



Esta es la introducción que Castellanos hace para explicar las circunstancias de la creación de su relato. A partir de aquí nos encontramos con un texto que, como ocurría en «Una impresión supersticiosa», apenas tiene acción y desarrollo. Castellanos describe brevemente la habitación que el cuadro refleja («En una estancia adornada con los paramentos del lujo, en la cual habitaba por un lado el genio de las letras, el genio del saber... y del otro el peligroso orgullo, y cuyos aromas eran las emponzoñadas miasmas de las pasiones, se ve un joven triste a las veces, feroz otras y loco todas»), y reproduce, ampliada, la escena del diálogo de padre y niña que aparece en el cuadro. A continuación el narrador hace una inútil exhortación al personaje central para que no lleve a cabo su fatal propósito («Aleja la tórvida vista de esos fieros instrumentos de la muerte y del crimen, de esos objetos de la miseria humana. ¿Qué logras con morir? Dejar de padecer en este suelo... Es cierto, pero considera que tu nombre, tu nombre que se propaga en nobles cantares, tu nombre que la patria coloca en sus anaqueles de oro, se mancillará; tu ánima parecerá mezquina y débil y al leer tus bellas producciones, tu desastroso fin moverá a compasión y desprecio, pues recordando lo que pudiste hacer en bien de tu nación, se te mirará como un usurpador nacional, como un egoísta»). Y concluye el relato, si tal puede llamársele con el lamento del narrador por la locura del suicida.

A la vista de estos dos relatos llama la atención que ambos textos, originados en una estampa, en una imagen, se caractericen por su quietismo, por su falta de acción, por la inmovilidad de sus personajes. Es poco este acervo para concluir que ésa es una característica de los relatos que parten de imágenes, que se contagian de esa inmovilidad en su discurrir narrativo, y haría falta encontrar y analizar otros ejemplos para poder afirmarlo. Pero no cabe duda de que resulta llamativa esta coincidencia.




ArribaAbajoLa integración de imagen y texto en El Laberinto

La fórmula de impresión de las imágenes que más fruto iba a dar para su relación en el texto, es la que posibilitó la xilografía decimonónica, es decir, la inclusión de esas imágenes dentro del texto. Esa inclusión quedaba aún más realzada y evidente cuando, como ocurre en la mayor parte de los periódicos de la época, el texto se ordenaba en columnas, de manera que el lector, al deslizar su vista por los renglones del texto no podían dejar de ver la imagen inserta, y la situaba con precisión dentro de él. De esta manera la imagen contribuía a aumentar la carga significativa del texto, siempre que tuviera una relación lógica y coherente con él.

Lo que no ocurría siempre. De hecho, muchas veces las imágenes estaban tan alejadas de los motivos del texto que se convertían en un mero adorno, o incluso en un estorbo. Eso ocurre con una de los mejores relatos de los años románticos, «El lago de Carucedo» de Enrique Gil y Carrasco, cuento que es, probablemente, uno de los que tienen las ilustraciones peores de las realizadas en esos años. En las páginas del Semanario, el relato aparece acompañado de unas viñetas de bastante mala calidad y con una relación tan remota con el texto que en seguida se echa de ver que se tratan de imágenes reutilizadas, provenientes de otros números de la revista o de otras revistas y que el editor ha aprovechado para su publicación pero trayéndolas por los pelos. Así vemos como al principio del relato se describe un viaje por el lago del narrador, llevado por un barquero, que le transporta a la otra orilla. El texto insiste en la soledad del lugar, mientras que en el grabado lo que aparece es un grupo de barcas de pescadores, con una de ellas en primer término. Otros grabados son una vista general de una aldea con un puente sobre el río, un castillo con un centinela a la puerta y un guerrero con armadura a caballo: ninguna de esas imágenes guarda una relación significativa con la historia narrada.

Sería otra revista y otro escritor/director el que sacaría mayor rendimiento a la técnica de incluir los grabados dentro del texto y organizados en columnas. Me refiero a El Laberinto y a su primer director, Antonio Flores.

El Laberinto, periódico cuya historia está muy ligada a la de Antonio Flores31, que fue su director la mayor parte de su existencia, es una de las revistas románticas ilustradas de más acusada personalidad. Impreso en formato grande (treinta y siete cms. de alto por veinticinco de ancho) dedicó a la imagen gran parte de su espacio y preocupaciones. El tomo I, proclama su portada orgullosamente, cuenta con quinientos sesenta grabados en madera, mientras que el segundo se ufana de cuatrocientos veinticinco. Teniendo en cuenta que el primer tomo cuenta con trescientas treinta y cuatro páginas y el segundo con sesenta más (trescientas noventa y cuatro), es evidente que el primer tomo está más profusamente ilustrado, en lo que sin duda no dejó de influir el cambio de director, ocurrido apenas tres meses antes de la desaparición de la revista.

El 16 de octubre de 1844, cuando un orgulloso Antonio Flores, publica una carta en El Laberinto, con motivo de su primer aniversario, hace constar al pie de la misma una relación de sus principales colaboradores: Evaristo San Miguel (1785-1862), Antonio Alcalá Galiano (1789-1865), Antonio Gil y Zárate (17893-1861), Manuel Bretón de los Herreros (1796-1873), Juan Eugenio Hartzenbusch (1806- 1880), Jacinto de Salas y Quiroga (1813-1849), Antonio Ferrer del Río (1814-1872), Isidoro Gil y Baus (1814-1866), Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873), Enrique Gil y Carrasco (1815-1846), Juan Martínez Villergas (1816-1894), Pedro de Madrazo (1816-1898), José Amador de los Ríos (1816-1878), Tomás Rodríguez Rubí (1817-1890), Cayetano Rosell (1817-1833), José Zorrilla (1817-1893), Gabino Tejado (1819-1891), Carolina Coronado (1820-1911), Luis Valladares y Garriga (¿-1856), Juan del Peral (¿- 1888) y Juan Pérez Calvo (¿-1870). Se echa de ver en seguida cómo la mayoría de los colaboradores pertenecen a la misma generación que Antonio Flores (1818-1866). Se trata de la segunda generación romántica, despreocupada de los combates contra el clasicismo, inclinada hacia un costumbrismo que invade gran parte de su producción, proclive al humorismo, a la sátira moralizante y tradicionalista y al ambiente burgués, metida ya en un camino que llevaría hacia la novela realista.

Ese grupo de colaboradores retrata con precisión el estilo y las intenciones de El Laberinto. Una revista en la que el costumbrismo campea con fuerza, tanto en el texto como en los dibujos y que, siguiendo la estela de la Enciclopedia popular de recreo (segundo nombre del Semanario Pintoresco Español), quiere ofrecer un contenido ameno, instructivo, polifacético y variado. No en vano la portada del tomo I de El Laberinto indica que en la revista aparecerán contenidos de «Biografía. Historia. Crítica Literaria. Poesía. Novela. Costumbres. Artes. Viajes. Música. Modas y sucesos contemporáneos, tanto nacionales como extranjeros, por quincenas».

El 1 de noviembre de 1843 aparecía el primer número de El Laberinto en cuya primera página figuraba el grabado a tres columnas, situado en la mancheta, que iba a constituir en lo sucesivo la primera imagen de cada número de la revista y un retrato de Tomás Rodríguez Rubí. Según informaba la portada, estaba editada por Ignacio Boix32. Era una publicación quincenal, de la que un número suelto costaba cinco reales y a la que los suscriptores de Madrid podían suscribirse por un mes por ocho reales y los de provincias por diez reales. Se trataba por lo tanto de una revista de alto precio. Para establecer comparaciones podemos decir que, en 1840, una suscripción a La Aureola de Cádiz (revista en la que participaron colaboradores de El Laberinto, como José Amador de los Ríos) costaba cinco reales, por un mes, y la revista salía todos los jueves, es decir que el número suelto costaba un real y cuarto. Del mismo año era más barato aún El Panorama, que se publicaba semanalmente, también los jueves, y cobraba a sus suscriptores cuatro reales por los cuatro números de cada mes (y llevando a las casas la revista, como decía su portada). En 1842, el Semanario Pintoresco Español cobraba treinta y seis reales por el tomo completo del año encuadernado (cincuenta y dos números). Más de diez años después, El Museo Universal, cobraba dos reales por número y once por una suscripción de tres meses. Todas ellas revistas ilustradas, todas ellas más baratas que El Laberinto.

A pesar de lo cual, el Director no deja de quejarse del escaso rendimiento económico que la revista aporta. En la carta que antes he citado, publicada, como he dicho, en el primer aniversario de la revista, Flores afirma que:

«Poco se necesita entender de achaques periodísticos para conocer que la empresa de El Laberinto no puede tener objeto alguno mercantil. Las publicaciones de este género, en España, son hijas tan sólo de un celo desinteresado por el arte tipográfico y su recompensa está en la esperanza de que nuestra nación sea algún día lo que hoy son otras muchas, que acaso con menos elementos que nosotros han visto brillar más pronto la antorcha de la civilización».



Las dificultades económicas debieron desanimar, no obstante al editor Ignacio Boix, y fruto de este desánimo fueron, sin duda, los cambios que se anunciaron el uno de mayo de 1845, siete meses después de la carta de Flores que vengo citando. El periódico se convierte en semanal (antes era quincenal), cambia su título que a partir de ahora será El Laberinto, Revista Pintoresca del Globo y del Tiempo, y Antonio Ferrer del Río se hace cargo de la dirección. La estrategia de Boix era la unión. Se funden dos publicaciones ya existentes, El Laberinto, por un lado, y la Revista Pintoresca del Globo, por otro y se pretende aprovechar la cualidad de la antigua Revista Pintoresca del Globo, de suplemento semanal del periódico de este rótulo, y se intenta involucrar además a los suscriptores de otro periódico: El Tiempo33.

Imagen, p. 33

Otro cambio, no anunciado por los responsables en ese primer número de la nueva etapa, pero claramente perceptible al examinar las páginas de la revista, fue la disminución del material gráfico, probablemente por la pretensión de Boix de abaratar la impresión de la revista. Pero los cambios no debieron ser positivos para el editor. La revista se prolongó hasta cumplir los dos años de vida (y de esa forma cumplir con los compromisos con los suscriptores) y el 3 de octubre de 184534 la revista daba fin a su vida, con una breve nota, más bien atrabiliaria:

«Con el presente número se da fin al tomo segundo y a la publicación de El Laberinto. La empresa ha creído prudente tomar esta determinación, porque continuar el periódico sería hacer interminable la colección. La novedad en España es el alma de las publicaciones y por esto El Laberinto tal vez se presente en lo sucesivo con otras formas y bajo otro nombre».



Esta breve y agónica segunda etapa de la revista, apenas aporta novedades a la revista, como no sea el empobrecimiento en cuanto a las imágenes presentes. Por ello se puede calificar, sin aventurarse demasiado, a la revista El Laberinto como una obra personal del primer director de la publicación, Antonio Flores.

Dos elementos destacan ante todo de la revista de Flores: la enorme importancia que tiene el aparato gráfico, y la tendencia al costumbrismo, mayoritaria en sus páginas.

El grabado, las imágenes de las que ya se presumen en la portada, es una de las preocupaciones principales del director. Pocas revistas habrá tan profusamente ilustradas como El Laberinto. La disposición, en tres columnas, del texto de la revista, permite a los responsables del diseño de la revista jugar con variadas formas de colocar las imágenes. Estas pueden aparecer invadiendo una, dos o las tres columnas, circunscritas a ellas o rebasando los márgenes y obligando, por tanto al texto de la columna paralela a rodear la imagen. Un ejemplo es la imagen que acompaña al título del relato «A un pícaro, otro mayor» de Luis Olona.

El conjunto es muy variado, y distinto en todas las páginas y contrasta fuertemente con el tradicionalismo del Semanario Pintoresco Español, que tiene una colocación muy fija de los grabados, y que impreso a dos columnas, prácticamente limita su disposición gráfica a la media página, la página completa o el grabado inserto en columna.

Esa capacidad de aventurarse que tiene El Laberinto con la composición de la página, es la causa de que imagen y texto aparezcan con una interrelación muy directa e inevitable de ignorar para el lector. Unidos en la misma página, en la misma columna, fundiéndose uno en el otro y consiguiendo una gran relación entre imagen y texto. Un ejemplo puede ser el relato humorístico de Antonio Flores, «Los misterios de Chamberí cuyas tres páginas están plagadas de ilustraciones.

La ilustración de página completa, que era la tónica habitual, por ejemplo, en El Artista, es muy excepcional en El Laberinto, precisamente por esa intención de reunir texto e imagen en íntima unión, La imagen exenta, impresa en hoja aparte e independiente, siempre aparece, de una forma u otra desvinculada del texto y en muchas ocasiones, separada físicamente de él por razón de necesidades de la mecánica de la impresión, con lo que el lector no llega a advertir ese profundo ensamblaje de ambos medios de comunicación que es tan patente en muchas de las páginas de El Laberinto. Pero esta técnica de la aparición de imágenes en página exenta, no obstante, se sigue manteniendo en la impresión de las revistas ilustradas del XIX español, y una de las más famosas de ellas, La Ilustración Española y Americana, lo usa como elemento habitual de composición y, podemos decir, como medio distintivo de su excelencia gráfica. En muy raras ocasiones, a lo largo de la historia de La Ilustración Española y Americana se da esa unión entre imagen y texto que vemos en las páginas de El Laberinto. En lugar de dos medios unidos en un mensaje tenemos diferentes mensajes, transmitidos por distintos medios. La Ilustración Española y Americana sacrificará, a los adelantos técnicos y de fotograbado esa yuxtaposición de texto e imagen, que, colocada la imagen junto al fragmento textual correspondiente iba a proporcionar a la literatura un medio suplementario de comunicación con el lector.

Imagen, p. 35

Imagen, p. 36

Imagen, p. 37

En El Laberinto esta imagen exenta sólo aparece en tres ocasiones a lo largo de la revista, y la primera vez que lo hace, en un hecho absolutamente extraordinario en una revista ilustrada de la época, es para dar una muestra inequívoca de apoyo a Juan Prim, que en ese momento estaba enfrentándose a un tribunal que le condenaría a prisión, hallándole culpable de conspiración e intento de asesinato en la persona de otro general y, a la sazón, Presidente de Gobierno, Narváez, El Espadón de hoja35.

Las otras dos imágenes en página exenta son bastante menos conflictivas: una colección de vistas de Guipúzcoa y las diferentes figuras del baile de la Polca.

La impresión a tres columnas de la imagen, que de esta manera ocupa todo el ancho de página, se utiliza para grabados que podríamos denominar de «gran espectáculo»: vistas de amplios paisajes o acontecimientos que implican gran número de personajes. Entre los primeros casos estaría la vista general de Cuba que acompaña a un artículo de Antonio Ferrer del Río: «Viaje marítimo de Cádiz a La Habana» (16 de diciembre de 1843).

Imagen, p. 38

Siguiendo con la imagen a tres columnas no deja de ser interesante la utilización que hace la revista de esta imagen para describir, y al mismo tiempo dar publicidad, de la imprenta de Boix, el editor de El Laberinto. Se trata de un artículo publicado en el segundo número de la revista, titulado: «Tipografía. Reseña histórica de la imprenta» y que en una sola página inserta tres grabados a tres columnas en los que aparecen, respectivamente, el salón de cajistas, el local de las prensas, y el almacén de papel.

Imagen, p. 39

Todo ello da una imagen de importancia de la imprenta que, por entonces, estaba en plena producción. Sin poder certificar hasta qué punto esas imágenes correspondían a la realidad, podemos anotar que en el salón de cajas aparecen unas treinta y tres personas trabajando; en el de las prensas un número similar, y en el almacén de papel probablemente más, lo que da idea de la relevancia de la imprenta en ese momento.

La imagen a tres columnas es también utilizada por su director, Antonio Flores para marcar el «madrileñismo» de la revista. En la primera página de cada número de la revista, la mancheta destaca por ofrecer una imagen de la capital de España que ocupa todo el ancho de página. Son tres las vistas que ofrece El Laberinto de la capital a lo largo de sus dos años de vida. En los primeros ocho números se trata de una visión idealizada del paisaje madrileño, presidido por la puerta de Alcalá, que domina la composición, Esta construcción artificial, combinando diversos edificios existentes y elementos simbólicos sería llevada a una de sus más conseguidas expresiones años después, en el grabado que ilustra la mancheta de La Ilustración Española y Americana.

Imagen, p. 40

A partir del número nueve, la imagen de la mancheta cambia y aparece ahora una vista del Palacio Real de Madrid, encuadrada en un ambiente arcaico, simbolizado por el jinete con sombrero de plumas que pasa frente al palacio. Esta imagen se mantiene el resto del tomo 1.

Imagen, p. 41

El tomo dos de la revista (y último) aparece con la misma imagen de mancheta en todos los números: una vista general del paseo del Prado, con la Cibeles a la derecha. Es la imagen que más tiempo se mantiene, probablemente porque el cese de Flores como director de la revista hizo disminuir mucho los grabados de la misma, y la renovación de la imagen del título no se consideró necesaria por los nuevos responsables.

Hay que decir que lo más significativo de El Laberinto en cuanto a la imagen es la capacidad que tiene de acumular grabados en una página llegando a ocupar en ocasiones tanto espacio o más que el texto. Cuando se hojean las páginas de la revista llama varias veces la atención esta profusión de imágenes, esta capacidad que tenía la publicación de acumular grabados en una sola página de la revista.

Aunque la distribución de grabados es irregular y en algunos casos puede resultar, desde nuestros parámetros actuales, un tanto sorprendente. Así nos encontramos, por ejemplo, con que autores que hoy en día mantienen un alto prestigio en la historia literaria del romanticismo, como Enrique Gil y Carrasco o Gertrudis Gómez de Avellaneda no tienen el beneficio de los grabados en sus artículos. El autor de El señor de Bembibre publica en El Laberinto dos bellos artículos de viajes «Rouen» y «Viaje de Lyon a París», muy adecuados para ser ilustrados con pinturas de algunos de los paisajes que Gil describe con su conocida capacidad para la descripción, pero ninguna imagen ilustra esos dos artículos. Más llamativo aún es el caso de «Tula», cuya novela, Espatolino, fue publicada en diversas entregas a lo largo de trece números de la revista, sin recibir ni una sola ilustración. En cambio otras colaboraciones, de autores hoy en día mucho menos valorados, o incluso desconocidos, aparecen llenas de grabados. Es el caso del primer artículo de Gabino Tejado sobre Santa Teresa de Jesús que acumula trece grabados en tres páginas y media; de «Las casas de juego» de Juan Pérez Calvo, en el que hay doce pinturas costumbristas en poco más de dos páginas y del relato humorístico «Los misterios de Chamberí» de Antonio Flores (anteriormente reproducidas), que acumula veintitrés ilustraciones a lo largo de tres páginas del periódico. La abigarrada disposición gráfica resultante de esta acumulación de imágenes la podemos ver en las dos páginas de «Las casas de juego».

Imagen, p. 42

Aún sin conocer el texto se puede ver que la sucesión de imágenes forma una cadena de significación que, al correr paralela y simultánea a la lectura del texto, le dota al mismo de una nueva cualidad de lectura, diferente de aquellos textos que van apoyados por la imagen de una página exenta que el lector tiene que buscar en las páginas del periódico, o también de los que aparecen con una única imagen, bien sea al principio o al final del texto. De alguna manera, en la colocación de estas imágenes esta el germen del diseño gráfico periodístico que armoniza el texto con la imagen.

Imagen, p. 43

Estas cadenas de imágenes que aparecen en las páginas del Laberinto adoptan dos modalidades diferentes: la sucesión de escenas (como en los ejemplos que arriba indicamos) y la galería de personajes. En este caso nos encontramos con que las descripciones de personajes que hay en un relato van acompañadas de la correspondiente figura. Para aumentar la interrelación y la complementariedad entre ambos lenguajes el grabado va colocado en la columna de texto, justamente en el momento en que la descripción se inicia.

Imagen, p. 44

Página 247. Columna 1Página 249. Columna 1
Figúrense Vds., si no han a mal, un padre viudo de 70 años, con una hija única de diez y ocho (sic), buena sencillita y recogida, con una educación en onzas de oro que está diciendo comedme; a merced de una bruja de cincuenta inviernos que con el carácterNo menos satisfecho que el anterior venía el otro personaje que acompañaba a Pedraza, y no era, por cierto, el perfumado caballero que se llevó depositada a Pilar
Imagen, p. 44aImagen, p. 44b
de ama de gobierno, despide, recibe, toma, da y vuelve locos a los demás criados, declara guerra abierta al clero, llenado de chismes la vecindad, reprende a su amo, le indispone con todos sus amigos, sirviéndole de mujer buena en los juicios conciliatorios a que da lugar con su chismografía y últimamente se titula madre de la niña para manejarla a su antojo, sin desmentir en nada su facha encubridora y satánica.Era por el contrario un galancete de mediana estatura, pelo rojo, ojos azules, patilla rubia, interceptada a la mitad de la mejilla por la navaja del barbero y las aprensiones de cierto suegro futuro.

Es lo que ocurre en estos dos casos del relato de Antonio Flores «Don Liborio de Cepeda»36 (1845. Tomo 2. Págs. 247-251). (Hay que recordar que las páginas de la revista tenían tres columnas de texto).

En ambos casos la representación gráfica del personaje aparece simultáneamente a la descripción textual, reforzando el texto la significación del gráfico y el gráfico la significación del texto.

Esta segunda modalidad de sucesión de imágenes tiene una directa relación con la literatura costumbrista, pues es evidente que con mucha facilidad estos personajes descritos por ambos lenguajes pueden ser «tipos» sacados directamente de piezas costumbristas. Y en el caso del Laberinto efectivamente es así: las imágenes que representan a los personajes principales de esta historia son grabados que ya habían aparecido en la edición que había hecho Boix de Los españoles pintados por sí mismos, en 1844. Así la ilustración aparecida en esta colección costumbrista con el artículo «El ama de llaves» de Juan Eugenio Hartzenbusch, se convierte en la intrigante «bruja de cincuenta años» que atormenta a Don Liborio; el grabado del galán que pretende a la hija del mismo personaje ya había aparecido para ilustrar el artículo «El hospedador de provincia» del Duque de Rivas; la presencia en el relato de un escribano es la perfecta excusa para que aparezca el grabado que representa al escribano en Los españoles... un artículo redactado por Bonifacio Gómez; y por fin, al final del relato, se incluye la imagen del «Escritor público» (Artículo de José María de Andueza) sin que el lector pueda identificar con precisión cuál es el personaje de la historia que representa.

Con ello nos encontramos con el tan debatido y complicado tema de las diferencias, parecidos, distancias y coincidencias de la literatura de costumbres y la narrativa. En nuestro caso, es decir, en la relación de grabado y texto, Romero Tobar (1990, 164) veía una clara diferencia en la utilización del grabado en las dos modalidades literarias (o géneros o como quiera llamárseles), en tanto en cuanto, el dibujo tendría con la narrativa una relación de contigüidad, mientras que en los textos costumbristas tendría una relación de analogía37.

Ahora bien la existencia de esa analogía de la que habla Romero Tobar exigiría, de forma obligada, una coincidencia de propósitos y de criterios entre dibujante y escritor, y más aún, no un «realismo», que aplicar tal concepto sería probablemente anacrónico, sino una «apetencia de realidad» en ambas manifestaciones (texto e imagen). Y cuando hablo de «apetencia de realidad» entiendo que escritor y dibujante deben intentar reflejar la realidad circundante, seleccionando unas determinadas escenas y tipos. Esa parece que es la situación lógica, natural, de las escenas costumbristas ilustradas. Pero en ese punto nos encontramos con la sorpresa de que uno de los artículos costumbristas de Antonio Flores en El Laberinto, «Una semana en Madrid», publicado en siete entregas que reflejan los siete días de la semana, esta complementado con unas espléndidas ilustraciones firmadas por J. J. Grandville, es decir, por Jean Ignace Isidore Gerard Grandville, dibujante e ilustrador francés, nacido en 1803 en Nancy, y muerto en 1847, en Vanves.

Tras de lo cual se abren diferentes posibilidades. ¿Ilustró Grandville un texto original de Antonio Flores? Parece difícil. Además, tenemos la evidencia de que en «Don Liborio de Cepeda», aparece una ilustración firmada por Grandville con una relación muy remota con el texto38, lo que hace pensar en un deseo de Flores de reutilizar unas imágenes de indudable calidad39. Ahora bien si Flores utilizó dibujos previos de Grandville y adaptó a ellos su semana en Madrid, la «apetencia de realidad» de Grandville es inexistente, ya que está reflejando una realidad diferente de la que, en principio, trata Flores. Y el presumible realismo del costumbrismo de Antonio Flores queda también en entredicho, pues está introduciendo en una pretendida pintura realista de las costumbres madrileñas una serie de estampas que reflejan escenas cotidianas de la vida francesa, y para ello, necesariamente, ha de forzar y retorcer el hilo de su discurso. Veamos dos ejemplos:

El Laberinto. Tomo 1. N.° 2. 16 de noviembre de 1843.
Página 19. Columna 1. «Una semana en Madrid. Martes»
El Laberinto. Tomo 1. N.° 3. 1 de diciembre de 1843.
Página 33. Columna 1. «Una semana en Madrid. Miércoles»
Y sale de su casa, el que no durmió en ella, a pesar de haber pasado la noche en su aposento; y se dirige a la lotería, que está cerrada y espera que abran, y no lleva talego ni cosa que valga para guardar los 3000 rs. que le deben en monedas de a diez y medio; y gracias a cuatro duros de propina, le pagan en duros franceses. Pero él se acuerda que está en España y no quiere atravesar las calles de Madrid con una bolsa en la mano, y lleva un gabán viejo, y los bolsillos dicen que no pueden más en medio de la calle y se pronuncian y salen a moneda batiente los 3000 rs. y el hombre se queda pálido y no acierta a hablar, y las gentes le ayudan repartiéndose el dinero.Las tertulias suelen ser algo notables en este día de la semana, y aunque en todos los del año, se dice siempre que una persona cualquiera, tiene la cándida necedad de sentarse en medio de otra: Este hombre parece un miércoles, con más razón se podrá decir que está en medio como el miércoles, ese pobre extranjo, como él dice, que hace pocos días, como vi 5m, le llevaron a una tertulia, diciéndole que haría un gran furor si se presentaba en el traje que veis a continuación:
Imagen, p. 46aImagen, p. 46b

La firma de J. J. Grandville aparece en ambos grabados en la esquina inferior izquierda, y en el del miércoles se ve también la firma de grabador «Guenom».

Para poder insertar ambas imágenes en el texto, Flores introduce episodios, generados por el propio grabado, «desnaturalizándolos», acomodándolos a la realidad madrileña, creando una realidad inexistente en un texto que aparentemente refleja la cotidianeidad de la época. Lo cual, desde luego, no encaja, no se asimila a lo que llamamos literatura costumbrista.

Pero, al mismo tiempo, confirma que Flores es uno de los autores que más tempranamente integra en un mensaje único texto e imagen puesto que aprovecha imágenes preexistentes y las inserta en su texto para conseguir un todo unitario. Es decir que la «autoría» de Flores sobre ese texto «híbrido» que integra las imágenes en el discurso es total. No hay aquí una interpretación del dibujante del texto literario, ni tampoco una apoyatura en una imagen para crear una historia. Se trata de una actividad profesional del periodista que en estas ocasiones se impone sobre el literato para sacar adelante la publicación de su revista con los materiales de los que dispone.






ArribaBibliografía

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