«El cervantismo» de Pereda y la crítica esotérica del Quijote
Salvador García Castañeda
Para Paolo Cherchi
Como es sabido, desde los tiempos de su aparición y hasta nuestros días, el Quijote dio lugar a innumerables ediciones y estudios, a críticas entusiastas, a glosas y a interpretaciones acerca de lo que su autor quiso decir que enfrentaron a los estudiosos en no pocas polémicas. Además, la influencia de Cervantes y del Quijote se ha manifestado desde entonces en alusiones, citas, personajes, situaciones y referencias que están presentes en la obra de numerosos autores de la literatura universal1.
Los contemporáneos de Cervantes alabaron en el Quijote la limpieza del estilo, el «regocijado ingenio», la fantasía en la invención y, sobre todo, la discreta sátira de las costumbres contemporáneas. En el siglo XVIII, los editores y comentadores del Quijote, como Mayans y Síscar, Boyle, Pellicer, Clemencín y Vicente de los Ríos representaron la tradición neoclásica y, para ellos, la sátira de Cervantes acabó con los libros de caballerías, y el Quijote tuvo un carácter moralizador y didáctico. El prefacio de Mayans es seminal pues contiene en germen la mayor parte de las ideas que usaron los críticos de la segunda mitad del siglo y, según Vicente de los Ríos, Cervantes fue un clásico a la altura de los grandes poetas burlescos y satíricos de la antigüedad.
Los románticos alemanes cambiaron completamente la interpretación de los neoclásicos. La nueva interpretación del Quijote comenzó en Alemania a principios del XIX y formó parte de la revolución romántica contra el neoclasicismo dieciochesco. En cabeza estuvieron los hermanos Schlegel, Tieck, y Jean Paul Richter, quienes consideraron el Quijote como una obra de arte y a su protagonista como un personaje romántico y un representante fiel de la filosofía idealista, y de la misma manera pensaron los románticos franceses e ingleses.
Aunque la interpretación romántica del Quijote tuvo menos partidarios en España que en otros países, ésta era ya conocida antes de 1859, lo que explicaría su rápida difusión en las décadas del 1860 a 1870. A lo largo del siglo, el libro de Cervantes se fue convirtiendo en una obra simbólica que despertó cada vez más el interés de los estudiosos españoles. Especialmente entorno a 1905, cuando se celebró con profusión de actos oficiales y de publicaciones, el tercer centenario de la primera parte de la novela, y en aquellas publicaciones se reflejan los diversos modos de pensar de sus autores y sus interpretaciones del Quijote.
En su artículo «Cervantes, un proyecto de modernidad para el Fin de Siglo (1880-1905)», Carlos M. Gutiérrez, siguiendo la división de Anthony Close (1978: 88), señala tres tipos de cervantismo en el XIX: el que llama «cervantismo intrínseco», de tendencias más academicistas e inmanentes a la recepción filológico-positivista cervantina; y el «extrínseco», por lo general de carácter extra-académico, ya sea a) de carácter panegírico como los estudios sobre un aspecto específico de la obra cervantina como la medicina, el derecho o la economía; b) interpretativo esotérico representado por Nicolás Díaz de Benjumea y sus seguidores; y c) hermenéutico simbólico como los estudios en torno al Quijote de Ramiro de Maeztu, Ortega y Gasset y Unamuno (1999:114).
En general, la crítica española sobre el Quijote de los años que van entre la edición de Clemencín (1833) y los artículos de Benjumea (1859) continuó la interpretación neoclásica y sus representantes consiguieron esclarecer la biografía de Cervantes y hacer de él un clásico. Mientras el enfoque neoclásico estuvo en manos de eruditos especializados, el romántico estuvo en las de filósofos o historiadores de la literatura comparada (como los Schlegel, Coleridge, Unamuno y Ortega), es decir, gente con perspectivas más amplias que las del cervantista erudito (Close 50).
Benjumea no
aceptaba la lectura literal que hicieron sus predecesores y en sus
Comentarios filosóficos del Quijote
(1859)2
escribía que «El querer evitar las
revoluciones con la fuerza, el querer dominar en las conciencias
con las piras, cae directamente bajo la sátira de Cervantes
que por esto y sólo por esto llamó a su héroe
el Ingenioso, pues en verdad Ingeniosa por
extremo fue la manera de que se valió para flagelar todas
las preocupaciones, errores, extravagancias, flaquezas y
debilidades del linaje humano»
(9-10). En La estafeta
de Urganda o Aviso de Cid Asam-Ouzad Benengeli sobre el desencanto
de Don Quijote (1861), se proponía
«desencantar» a Don Quijote dando a conocer a
través de su propia interpretación el verdadero
sentido del libro. Incluso, escribía, «En la parte biográfica grande ha sido la
labor y mucho he tenido que recomponer, soldar, destruir, quitar y
añadir. La suma total de las biografías me presentaba
la caricatura, no el retrato de Cervantes»
(1861: 33).
Tanto aquí como en El correo de Alquife, o Segundo aviso
de Cid Asam-Ouzad Benengeli sobre el desencanto del Quijote
(1866) y en El mensaje de Merlín (1875) relacionaba
los diversos episodios del libro con otros de la vida de su autor;
así, en el primero de estos libros, interpreta el episodio
de los disciplinantes como un ataque clarísimo contra Blanco
de Paz (55 ss.), Sansón
Carrasco es un falso amigo que representa la Inquisición, y
Don Quijote va a Barcelona, cuyo nombre es anagrama de «era
Blanco». Y comenta Benjumea «¡Qué casualidad!»
(68). Y
en El Correo de Alquife atribuía la
interpretación tradicional de la obra cervantina al
partidismo religioso y político de quienes controlaban el
mundo literario: «Lo que parece desde
luego evidente, es que ha sido el fato del
Quijote caer por lo general en nuestra patria en manos de
personas las menos a propósito para juzgarle y comprenderle,
por la oposición abierta entre su carácter, ideas y
creencias, con las creencias, ideas y carácter del
autor»
(214) pero «fuera
imposible [...] citar todas las frases en que Cervantes
insinúa a los lectores su doble intención, y las
cuales se encuentran a cada paso, y a veces envueltas en
contradicciones, por si acaso se hubiese descubierto más de
lo que convenía a su seguridad personal»
(219). En
suma, «Cervantes se atrevió a dar
un golpe tan certero como peligroso a tanto error y preocupaciones,
a tanta astucia e injusticia de los que tenían a su cargo la
felicidad de los hombres en esta vida y su destino en la
otra»
(218)3.
Años después, en La Verdad sobre el Quijote
(1878), «generalizando algo que
había iniciado en La Estafeta de Urganda, ofrece el
tema de que el protagonista de la celebérrima obra es el
mismo Cervantes, siempre guiado por nobles pensamientos, siempre en
lucha con la escasez de sus medios y con la mala voluntad de
poderosos enemigos»
(Asensio 1904: 10).
Como escribe
José María Asensio, aunque la originalidad de sus
trabajos despertó el interés de muchos, al cabo se
vio que Benjumea «no tenía base
alguna en sus comentarios, ni le guiaba tal pensamiento
filosófico en la interpretación; y que cambiaba de
ideas con el único propósito fijo de distraer la
atención de los lectores»
. Pero a juicio de
Anthony Close (1978: 100-103) la interpretación
romántica del Quijote en España se
debería principalmente a Benjumea, cuyos artículos en
La América, seguidos por La Estafeta de
Urganda (1861) originaron y dieron lugar a numerosas
controversias. En aquellos artículos sostenía que el
Quijote contenía un mensaje social que presagiaba
los ideales humanitarios y liberales de la edad moderna, y que
ilustraba la lucha entre el idealismo y el sensualismo, el
espíritu y la materia, y concluía con el triunfo del
espíritu.
El primero en
enfrentarse con esta interpretación esotérica del
Quijote fue don Juan Valera, con tres artículos
publicados en 1862 en los que respondía a otros tantos
comunicados enviados desde Londres por Benjumea, en los que le
pedía que enjuiciara La estafeta de Urganda (1861).
Valera comenzaba por alabar los conocimientos y la «extraordinaria agudeza y no común
vivacidad de fantasía»
de Benjumea pero dejaba
bien claro que «en esta bellísima
novela no hay ni puede haber esa doctrina esotérica, esa
filosofía oculta, esa maravillosa ciencia que el
Sr. Benjumea pretende haber
hallado. El Quijote es, en nuestro sentir, una obra de
arte, una poesía, un libro de entretenimiento, y nada
más»
(1942: 275). Y añadía que
esperaba la aparición de los Comentarios filosóficos
a La estafeta de Urganda, anunciados por su autor, para
refutarlos. Y con la fina ironía que le caracterizaba
añadía: «No permita el
Cielo que por culpa nuestra se desazone y desaliente el
señor Benjumea, y prive a las personas de gusto de la
sabrosa lectura del libro singular que nos tiene
ofrecido»
. Para este último, al igual que para los
esoteristas que vinieron luego, demostrar sus teorías era la
razón de su existencia y confesaba a Valera que para
dedicarse a la aclaración «del enigma del
Quijote», había abandonado «la carrera en que había consumido gran
parte de sus intereses, gran parte de su juventud»
(1942:
276).
Su insistencia en
hacerle comprender el sentido de La estafeta de Urganda
dio lugar a una polémica en la que Valera no cejó ni
un ápice en su rechazo aunque contestó siempre con
gran corrección4.
Y como Benjumea insistiera en que los partidarios de la
interpretación filológico-positivista y Valera
estaban equivocados, éste concluía que el
Quijote no necesitaba de explicación «salvo la histórica y tener por cierto que
toda otra explicación es inútil, si no nociva a su
hermosura poética»
(1942: 286). Y así
cerró la polémica.
Los valiosos trabajos que dedicó Valera al Quijote como el discurso Sobre el Quijote y las diferentes maneras de comentarle y juzgarle (1864), o el Discurso escrito por encargo de la Real Academia Española para conmemorar el tercer centenario de la publicación de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha», que apareció póstumamente (1905), le definen como un crítico clarividente que anticipó los estudios de Menéndez Pelayo y los de muchos estudiosos que vinieron después. Tanto su crítica como la de Milá y Fontanals, la de Menéndez Pelayo y después la de Menéndez Pidal acusan la influencia de la crítica patriótica y castiza de Agustín Durán quien hallaba en el pasado medieval las raíces de la civilización española. En la crítica de Valera hay elementos de carácter romántico como la idealización del héroe y su identificación casticista con la tradición épica y romanceril castellana, y otros de índole clásica, como el rechazo de las interpretaciones esotéricas, e insiste en los inimitables valores del Quijote como creación literaria y humana, y en considerar a Cervantes como un genio intuitivo5.
Desde su juventud
se mostró Menéndez Pelayo tan amante de la obra de
Cervantes como atestiguan sus cartas en la Revista Europea
(1876), La ciencia española (1876), la Historia
de los heterodoxos españoles (desde 1880), la
Historia de las ideas estéticas en España (desde
1883) y sus discursos Interpretaciones del Quijote,
(1904), y Cultura literaria de Miguel de Cervantes y
elaboración del Quijote (1905). Para Menéndez
Pelayo, Cervantes creó un mundo de ficción
basándose en la realidad que le circundaba a la que dio
substancia poética: «Quiero decir
que la intuición que el artista tiene no es la
intuición de altas verdades científicas [...] sino
sólo la intuición de la forma, que es el mundo
intelectual en que él vive [...] Cervantes era poeta, y
sólo poeta, ingenio lego, como en su tiempo se
decía. Sus ideas científicas no podían ser
[...] sino las del número mayor, las ideas
oficiales [...]»
(Historia de las ideas
estéticas, II, 1962:266)
Lo mismo que Valera tampoco admitió las interpretaciones esotéricas del Quijote y, refriéndose a ellas escribía,
(Historia de las ideas estéticas, 1883, II, 1962: 264-265) |
Unos veinte
años después, Menéndez Pelayo modificó
algo estos juicios, y en el discurso «Cultura literaria de
Miguel de Cervantes y elaboración del
Quijote», pronunciado en la Universidad Central en
1905, retiró el calificativo de «ingenio lego» e
insistió en la amplia cultura literaria de Cervantes.
También José María Asensio, comenzando por su
«Comentario de comentarios, que es como
si dijéramos cuento de cuentos»
publicado en
Cartas literarias sobre el Quijote (Cádiz, 1868)
rechazó repetidamente las conclusiones de Benjumea por
considerar que eran absurdas y que no aportaban nada nuevo. Y
dedicó su discurso de entrada en la Real Academia
Española en 1904, a las Interpretaciones del
Quijote, especialmente de aquellas que habían
pretendido darle los cervantistas del siglo XIX y de principios del
XX. Entre ellos mencionaba a Benjumea y a otros que estaban en su
misma línea6.
Cronológicamente, la última interpretación era
la de Baldomero Villegas, autor de varias obras encaminadas a
demostrar que la obra de Cervantes era un libro simbólico
que encubría una doctrina filosófica, moral y
política. Y Asensio afirmaba que todas aquellas
interpretaciones fueron acogidas con incredulidad y desconfianza,
que no tuvieron eco entre da gran masa de lectores, que tan solo
despertaron interés entre los estudiosos de la obra
cervantina y que poco a poco fueron cayendo en el olvido (1904:
14).
Dentro de este
ambiente polémico habrá que situar «El
cervantismo», que es el artículo objeto de este
estudio. Pereda fue un enamorado de la obra cervantina, que
influyó sobre su estilo, un admirador del Quijote,
que citó con gran frecuencia, y un católico ferviente
y por todas estas razones se entiende que no aceptara las
interpretaciones que convertían al autor de aquel libro en
un enemigo oculto del catolicismo y de la monarquía.
«El cervantismo», fechado en 1880, vio luz en
compañía de otros artículos, la mayoría
costumbristas, en Esbozos y Rasguños, un volumen
compuesto con las «rebañaduras» de lo que el
autor llamaba sus «cartapacios»7.
Para José María de Cossío, tres de aquellos
artículos, «Manías», «La
intolerancia» y «El cervantismo», «tienen una marcada orientación de
sátira social que, con otros de este tono que notaremos, les
sitúa en atmósfera completamente extraña a la
de los mejores y más de sus libros»
(III, 1973:
202), y no hay duda que estos artículos y algún otro
más como «Las bellas teorías» y
«Las tres infancias», se diferencian de los
demás del libro por su carácter
ensayístico.
Sin embargo, «El cervantismo», que tiene más de crítica literaria que de «sátira social», merece especial atención, en primer lugar, porque revela de manera explícita el interés de Pereda por un tema que le preocupó durante medio siglo como muestran sus escritos fechados entre 1864 y 1905. Y después, porque le incorpora a la polémica que enfrentó durante varias décadas a los partidarios de la interpretación filológica y positivista del Quijote con unos esoteristas tan entusiastas como persistentes. En esta ocasión adquirió un curioso matiz regional pues se vieron envueltos en ella, velis nolis, Baldomero Villegas, Pereda, Ángel de los Ríos, G. A. Galvarriato, director de la revista El Eco Montañés, de Madrid, y Menéndez Pelayo8, y su estudio nos lleva a dar a la luz algunas cartas inéditas o poco conocidas que, a mi parecer, son de interés para la historia de esta polémica.
El primer
testimonio que conozco es el artículo «Variedades. A
Miguel de Cervantes Saavedra», firmado
«P.»[Pereda] y publicado en el número 1684 de
La Abeja Montañesa del 23 de Abril de 1864, en el
que aplaudía el entusiasmo que despertaba entonces Cervantes
y pedía a los españoles que le alzasen «el monumento que publique la veneración
que os merece en cambio de la gloria que os da»
. Y a la
vez, prevenía contra el celo de aquellos estudiosos que le
comentaban y analizaban «en cada obra, en
cada página, en cada frase y, tal vez con esmero excesivo,
se pretende desentrañar hasta el más trivial de sus
conceptos»
.
La revista
literaria santanderina La Tertulia (1876-1877) contaba con
una sección titulada «El Averiguador de
Cantabria», destinada a recibir y contestar preguntas sobre
materias de erudición y, con preferencia, las relativas a la
historia de la provincia. Aquella sección era de gran
interés pues tenía una función divulgadora y
colaboraban en ella los lectores aunque duró poco,
posiblemente por no haber quienes contestaran la avalancha de
preguntas que sobrevino. Quienes participaban solían firmar
con una o más iniciales; y son identificables «M. de
C. M.» [el Marqués de Casa-Mena], «L. R.»
[Laverde Ruiz], «M.» [Menéndez Pelayo],
«E. P.» [Eduardo de la Pedraja] y «P.»
[Pereda]. En el número 2 (15 del Octubre de 1876,
«Pregunta Núm.
22», pág. 62)
preguntaba este último: «¿Qué fruto saca la humanidad de
las investigaciones de algunos cervantistas intérpretes del
sentido esotérico u oculto del Quijote?»
y a poco contestó un «C. M. de la R.», a quien
no he logrado identificar, que tales estudios eran muy
útiles y recomendaba a «P.» la lectura de una
obra sobre Los refranes económicos del
Quijote9.
Dos números después contestó Pereda
(No 9, 1 de Diciembre de 1877),
en tono un tanto mordaz, arremetiendo contra quienes «en su afán de escarbar el
Quijote han llevado su devoción cervantesca, muy
justificada y hasta patriótica cuando está en su
punto, a los extremos de una manía pueril, sino
ridícula»
; entre quienes han pretendido «hallar el intríngulis de aquella
fábrica admirable»
está el Sr. Benjumea, «el
cual ha gastado lo mejor de su vida en averiguar que donde dice
Dulcinea debemos leer patria los simples
mortales, y libertad donde dice no se qué, y Juan
donde se lee Pedro, sobre cuyas interpretaciones parece que tiene
el infatigable cervantómano la friolera de catorce
volúmenes escritos»
.
En 1880
está fechado «El cervantismo», un
artículo que apareció en Esbozos y
rasguños en 1881, y se podría decir que es una
glosa de la respuesta que había dado en La Tertulia
a «C. M. de la R.» en 1877. En esta ocasión
acusaba a los españoles del olvido en el que habían
tenido a un Cervantes conocido y respetado ya en el extranjero y
ridiculizaba la admiración superficial y palabrera y el
súbito entusiasmo que despertó el
«descubrimiento» del Quijote en su patria. Un
entusiasmo exagerado hijo de una moda que dio lugar a odas,
exégesis y conmemoraciones, y a ver el nombre de Cervantes y
el de Don Quijote «hasta en la popa de un
falucho carbonero [...] y hasta en la muestra de una
zapatería»
(Obras Completas, II,
1989:390).
Aunque le
hastiaban las frecuentes disquisiciones y polémicas que
aparecían en la prensa, se mostraba partidario de una
revisión definitiva del texto del Quijote a cargo
de literatos de solvencia para corregir los errores de imprenta. Y
cuando mencionaba «los catorce
volúmenes de un literato andaluz»
se burlaba
nuevamente de Benjumea (II, 1989: 392 y 396)10,
quien ejemplificaba los detestados «cervantistas
andantes, que saldrán por el mundo a buscar las
aventuras, deshaciendo escolios y enderezando notas al
Quijote y a la dudosa vida de su autor» (396). Y
concluía el artículo deseando ver aquel «¡Dichoso día [...] en que el
cervantismo pase y vuelva a reinar el Quijote en la patria
literatura, sin enmiendas, reparos ni aditamentos, y su autor
perínclito sin habilidades, ni
misterios!»
No parece que Pereda estuviera muy satisfecho con este artículo pues poco después de haberlo acabado confesaba a Menéndez Pelayo en una carta que
(Polanco, 4 de octubre de 1880 (Epistolario, 4, 1983: 265) |
Y concluía pidiéndole una respuesta rápida. Aunque la carta de Menéndez Pelayo, al parecer no se conserva, Pereda se refiere a ella en otra fechada en Santander el 27 de Noviembre de 1880, en la que escribe:
Estamos enteramente de acuerdo en la manera de entender el Cervantismo. No me refiero a mi art[ícul]o más que a la flamante manía de las academias, coplas, aniversarios cursis, sentido oculto, omnisciencia de Cervantes, &&. Por cierto, que he visto recientemente en la Ciencia Cristiana, un art[ícul]o de Catalina García11 que desflora en parte mi trabajo pues no parece sino que tomó al pie de la letra lo que yo tengo escrito sobre Cervantes marino, cocinero, &. De todas maneras mi artículo no es más que una humorada, y como tal hay que tomarla. Ya le leerás aquí cuando vengas por Navidad, y entonces será ocasión de enmendar cualquier lapsus que se haya escapado. |
De unos
años después se conservan tres cartas a Baldomero
Villegas (del 11, 17 y 25 de Octubre de 1895), a mi parecer,
inéditas (Ms. 1393,
BMP, Fondos
Modernos), que comentaré más adelante, y que
reproduzco al fin de este artículo por su interés. Y
finalmente, con ocasión de agradecer a Eduardo Huidobro su
libro Biografía de Cervantes, en una carta fechada
en Polanco el 17 de Junio de 1905 (Colección Vial,
Biblioteca Menéndez Pelayo, Fondos Modernos) le reiteraba
que «...en mi opinión, en fuerza
de haberse hecho ya cuanto de él se sabe y hasta se presume,
la materia «Cervantes» hay que darla por agotada, y
nada nuevo le queda por decir a ningún biógrafo suyo
en materia de hechos y ponderaciones. La única novedad que
cabe puede ser en el modo de decirlo, y esto lo has hecho tú
a la perfección...»
Entre los «cervantistas andantes» de aquellos tiempos, destaca don Baldomero Villegas, montañés de Cóbreces, sesentón por aquellos años y conocido, y quizás amigo, de José María Asensio, de Pereda, de Ángel de los Ríos, de Federico de Vial, de J. A. Galvarriato y de Menéndez Pelayo. Villegas era coronel de Artillería retirado, padre de diez hijos, «fundador de la Sociedad Espiritista Española», tratadista militar, enemigo del clero y en especial de los jesuitas, liberal y patriota de espíritu reformador12. Debió ser un personaje pintoresco pero íntegro y de buena fe, convencido de estar en posesión de «la Razón y la Verdad», y en lucha contra los molinos de viento de la incomprensión general.
Su obra más
destacada es, sin duda, el Estudio tropológico sobre el
Don Quijote de la Mancha del sin par Cervantes (1897) en cuya
portada, junto a la alegoría de la 4a. edición del
Quijote de 1605 (Un halcón con la leyenda
«Post tenebras spero
lucem») hay otra semejante en diseño a
la anterior, con un león y la leyenda «Después
de las tinieblas vino la luz». El texto va precedido de XXXI
páginas en papel rosa que contienen un «Discurso
preliminar», unas «Advertencias», y otro
prólogo «A mis hijos» (3-7), fechado en Burgos,
el 15 de octubre de 1896, en el que explica que escribió sus
libros debido «a cierto secreto impulso
que me empuja hacia el bien general»
, el primero a los 27
años, «creyendo hallarme en
posesión de una verdad histórica y científica
que emití lleno de entusiasmo, en bien de los
demás
» pero que ahora se hallaba cansado de luchar
con la incomprensión de «esta
sociedad tan ignorante y tan perturbada»
(5).
El Estudio
tropológico constituye una glosa o comentario
interpretativo del Quijote, capítulo por
capítulo, a cuyos personajes atribuye Villegas funciones
ocultas. Así, «El lugar de la
Mancha de que no quiere acordarse el autor es España,
donde además de la mancha con que todos nacían por el
pecado original, llevaban las de la pobreza, la holgazanería
y la ignorancia, con más la de la ignominia por las
vergüenzas que sufrían»
(45); «Los molinos de viento: Son símil de una
sociedad intransigente y fanatizada, que se mueve
automáticamente y arrolla y mata todo lo que se le pone por
medio»
(41); «Don Quijote: Es
la encarnación del criterio liberal y reformista, en sentido
noble, generoso, abnegado, sublime, que ha existido siempre en
todas las sociedades humanas con tendencia a perfeccionarlas;
razón por la cual es alguna vez la misma persona de
Cervantes»
(42); «Maritornes:
Es imagen de la Iglesia tal como estaba en el siglo XVI»
(42); y «El Cura y el Barbero: Pedro
Pérez y el que sangra y hace la barba al pueblo, son
representación del criterio opuesto a Don Quijote; el
compadrazgo de los intereses creados en el orden espiritual y en el
orden material, de todas las sociedades del mundo, razón por
la cual tratándose del momento en que escribía
Cervantes, representan la alianza entre el clero del Poder temporal
y la monarquía de la Inquisición y de los
Jesuitas»
(15).
A pesar de que sus
teorías fueron acogidas negativamente por los estudiosos,
Villegas no cejó nunca en su empeño, convencido como
estaba, de que su interpretación de la obra cervantina era
la única verdadera: «Sé que
no ha de faltar quien diga que esto que yo creo ver en Cervantes,
por un fenómeno de espejismo sobre su libro, no existe
más que en mi imaginación»
(6); «creo que al chocar este libro con las ideas y
los intereses imperantes en esta sociedad, que aspira a reformar,
no faltará quien me moteje y vitupere»
(7) y, como
un nuevo Caballero de la Triste Figura víctima de los
encantadores, «he sabido soportar con
resignación... las torpezas sociales, las infamias y
alevosías que me ha hecho la colectividad...»
(6).
Pero tal «resignación» era solamente
retórica pues nuestro coronel era un apóstol
empeñado en convencer a sus contradictores y un fiero
polemista a quien no arredraba enfrentarse con el mismísimo
Menéndez Pelayo.
Con el fin de
conocer la opinión de Pereda, Villegas le había
enviado su Estudio crítico sobre lo que dice el
Quijote, acompañado de una carta (29 de agosto de 1895)
a la que aquel tardó mes y medio en contestar. Lo hizo al
fin el 11 d e octubre, justificando su tardanza por «la
resistencia instintiva» a manifestar su «absoluta
discrepancia» con la interpretación que hacía
Villegas del pensamiento cervantino. A Pereda le sulfuraba ver al
Cervantes, caballero cristiano y fiel a su rey, convertido «en un badulaque, digno de la gacetilla
revolucionaria de hoy, haciendo terminantes, claras,
espontáneas y públicas protestas de creyente y sumiso
hijo de la Iglesia, y trabajando en cambio como libre pensador
contra ella, y un hombre de muy limitado seso escribiendo en este
sentido parabolar y alegórico que sólo habían
de comprender a medias y al cabo de los siglos tres o cuatro
personas con la ayuda de un sonámbulo»
.
En su respuesta
del 17 de octubre a la carta de Villegas del día 15, en la
que éste incluía en el número de
«stultorum infinitus» a
quienes entendían el Quijote como lo hacía
Pereda, éste no se daba por ofendido y le recordaba que se
había «limitado a exponer honrada
y mesuradamente una opinión que V. me ha pedido con reiterado
empeño»
. Añadía que había
entregado «las páginas impresas de
V.»
(se refiere el Estudio crítico) a
D. Ángel de los Ríos, amigo
de ambos, para conocer su opinión, y éste ya
había aludido a ellas en «el
extraño y discursivo artículo que publica el
Atlántico de ayer»
13.
En la ultima
carta, del día 25, responde a otra del 17 de Villegas,
«Nada esto, sin embargo, excluye la
posibilidad de que Cervantes en determinados pasajes de su libro
use el color de sus recuerdos y dé a sucesos y personas la
savia de lo real [...]»
Y de manera tan cortés
como sincera se niega a continuar discutiendo el asunto pues
«media un abismo en cuyo fondo no veo yo
nada de lo que V. ve.»
En ninguna
ocasión pierde el respeto al insistente Villegas, a quien
trata de «distinguido amigo», dice admirar su
«fuerza imaginativa» y se despide siempre como
«af[ectísi]mo amigo y paisano». Y ante los
insultos de Villegas, se autodefine en su segunda carta como quien
«tantas cosas ignora y tan honrado y a
gusto se considera entre el rebaño de tontos que toman el
Quijote por derechas y al pie de la letra»
y con
la socarronería y falsa modestia tan características
en él, concluye: «Vea V. en qué otra cosa puede servirle de algo la
insensibilidad y la estulticia de su am[ig]o y
paisano»
.
Como se recordará, en el discurso de ingreso en la Academia Española de José María Asensio en 1904 dedicado a las Interpretaciones del Quijote, éste consideraba imaginarias las teorías del Estudio tropológico, de La Revolución Española (1903) y de las demás obras de Villegas, quien pretendía demostrar que el Quijote era una fábula amena que cubría un cuerpo de doctrina filosófica, moral y política propuesta por Cervantes para reformar España, y un libro simbólico que ofrecía remedios para sus males.
Asensio trataba
amistosamente y con muchos miramientos a Villegas y al tiempo que
rebatía sus teorías loaba su inteligencia, su
entusiasmo y su conocimiento de la obra de Cervantes: Villegas
«habrá conseguido que no pocos,
encantados de su entusiasmo, admirando su imaginación, y
comprendiendo la nobleza de los sentimientos que le animan,
deploren que no haya dedicado sus vigilias al estudio directo de
las cuestiones sociales, que tan profundamente parece conocer, y no
haya expuesto por cuenta propia, en forma de teorías
filosóficas, tantas ideas nuevas, que por grande que sea el
ingenio con que ahora las presenta, no es posible demostrar que
nacen del Ingenioso Hidalgo»
(1904:16).
En su discurso de
contestación al de Asensio, Menéndez Pelayo,
alabó su valiosa labor literaria pero ni se extendió
en sus comentarios sobre las interpretaciones del Quijote
ni siquiera mencionó por su nombre a los esotéricos a
los que se había referido Asensio en su discurso. Se
limitó a decir que (1904:31) «Dios
entregó el mundo a las disputas de los hombres, y es
inevitable que a unos parezca bacía lo que a otros yelmo de
Mambrino. Entre estas interpretaciones las hay que prueban ingenio
y sagacidad en sus autores, y todas, aun las que parecen más
descarriadas, son tributos y homenajes a la gloria de
Cervantes»
.
Parece que Asensio conocía bien a don Baldomero y en el discurso mencionó la frustración y la furia que le producían la indiferencia con la que la crítica y el público recibían sus obras. No extrañará que las palabras de Menéndez Pelayo le hirieran mucho más que las de Asensio y que, arrebatado por lo que consideraba un insulto tanto personal como al gremio de interpretadores esotéricos del Quijote, sin arredrarle el prestigio intelectual de don Marcelino, le enviara tres cartas, de las que citaré algunos pasajes, pues su contenido sorprende por su tono insultante y su violencia.
Su
intención había sido publicarlas en la prensa pero
como «los periódicos de gran circulación, a
donde las llevé» se negaron a hacerlo decidió
imprimirlas por su cuenta en el fascículo La
cuestión social en el Quijote: reto en tres cartas abiertas
a D. Marcelino Menéndez y
Pelayo (1904). Iban precedidas de otra carta introductoria,
fechada en Madrid el 3 de Julio de 1904, dirigida al «Muy
estimado paisano y señor mío», en la que
explica que no habiendo podido publicarlas de otro modo lo
hacía así para «contestar a
los agravios que usted nos ha hecho, para hacer ver el respeto que
merecen nuestras ideas, y para contribuir al triunfo
pacífico de la equidad y la razón por usted
maltratadas»
.
Tras las fórmulas de cortesía iniciales le acusa de haberse comportado con
El tono de esta
carta introductoria marca el tono de las otras tres, en las que,
contra lo que podría esperarse, trata respetuosamente a
Asensio. Destaca en ellas lo mucho que había dolido a
Villegas el ningún aprecio que había mostrado don
Marcelino por aquellos estudios y por quienes se ocupaban de ellos,
y repetidamente le acusaba de «ese
desvío y menosprecio con que usted nos trata [...] esa
actitud de matón para maltratarnos y ofendernos»
(I, 5). De modo sucinto, Villegas se afirma en su creencia de que
el Quijote es «un libro en donde
hay dos: el artístico-literario que usted dice es la primera
novela del mundo, y el didáctico-literario, que es una
verdadera epopeya, presentida en el extranjero, y que con
más o menos a cierto he descubierto yo, demostrando que, por
la profundidad de sus observaciones, por la elevación de sus
juicios y por el alcance de sus enseñanzas es un verdadero
evangelio...»
(III, 10). Acusa de ceguedad crítica
a Menéndez Pelayo: «voy a
demostrar dos cosas: la primera, que esos juicios de menosprecio
con que nos ha ofendido a los partidarios del sentido
esotérico del Quijote, carecen de autoridad, porque
usted, que tanto ha estudiado y tanto sabe, no ha sabido leer el
Quijote; y la segunda, que esos juicios que usted ha hecho
con tanta ligereza son un verdadero atentado».
(6)...
«a pesar de esa vista perspicaz y
agudísima, que todos le reconocen, y de lo mucho que usted
lee y sabe, según todos dicen, no ha leído
detenidamente, o no ha sabido leer, el Quijote»
.
(II, 8). Y, sin dudar de su propia capacidad interpretativa, afirma
que «después de los estudios que
yo he hecho... no se puede dudar que, consciente o
inconscientemente, queriéndolo o sin quererlo Cervantes,
todas las entidades y todos los sucesos y todo lo que ocurre en el
libro, tiene una doble significación»
(III,
9).
Villegas se
considera un reformador con la misión de concienciar a sus
contemporáneos sobre la angustiosa situación
política por la que atravesaba entonces el país. Y
tanto en sus obras como en estas cartas se refiere repetidamente a
«esta pobre España, tan ignorante
y atrasada»
(III, 10) cuyos males achaca al «modo de ser del clero, que educa y forma
nuestras inteligencias, preside todos los actos importantes de
nuestra vida, y hasta nos entierra e influye después de
muertos»
(II, 14). La situación cambió con
el triunfo de la revolución del 68 pues «el espíritu de la época no
podía tolerar aquel modo de ser social en que hacían
papel importantísimo la camisa de sor Patrocino, la alfalfa
espiritual del P. Claret y otras manifestaciones semejantes del
clericalismo»
(III, 14). Villegas era un amante de su
patria pero su ideología liberal, quizá republicana,
y enemiga del clero chocaba con la de aquellos otros patriotas de
ideología política opuesta, «Menéndez Pelayo, Pidal y
Maura»
(III, 14). Pero a pesar de la indiferencia que
mostraba ante los gravísimos males que padecía la
patria «y la necesidad urgente de
ponerles remedios»
, a Menéndez Pelayo, le
secundaban no solamente los reaccionarios sino los liberales y
demócratas, «no prestando
atención a mi libro ni a mi réplica»
(III,
14) y concluía exhortando a los españoles a la
solidaridad y a la unión para luchar contra el clericalismo.
Al parecer, Menéndez Pelayo no se dignó contestar a
este furibundo ataque.
Aunque las palabras de Cossío podrían inducirnos a pensar que «El cervantismo» es un artículo de circunstancias situado en una «atmósfera completamente extraña» a la del resto de la obra perediana hemos visto que responde a un asunto, el de las interpretaciones esotéricas del Quijote, que irritó siempre a Pereda y del que se ocupó en repetidas ocasiones. Por el tema y por la fecha de su aparición, estos escritos forman parte de la polémica crítica que enfrentó en España durante casi un siglo a los cervantistas académicos y eruditos con unos «esotéricos andantes», tan pintorescos, tan esforzados y tan seguros de estar en posesión de la verdad como el Caballero de la Triste Figura.
Por su educación clásica y por sus gustos Pereda admiró el Quijote como obra de arte, coincidiendo en ello con Laverde, Valera y Menéndez Pelayo y, a nivel local, muy posiblemente con el grupo de colaboradores de La Tertulia y de la Revista Cántabro-Asturiana. A mi parecer, el que tanto Benjumea como Villegas culparan de la decadencia de España a la Iglesia, atacaran a la Inquisición y a los jesuitas, y fueran librepensadores y liberales, añadiría a la polémica, en el caso de Pereda, un matiz político y extraliterario, casi personal. Y aunque, posiblemente por temor a las objeciones críticas al artículo por parte de Menéndez Pelayo calificara «El cervantismo» de «humorada», Pereda no podía sufrir ver a su amado Cervantes, modelo de caballero cristiano fiel a su rey, convertido, como le escribía a Villegas en 1895, «en un badulaque, digno de la gacetilla revolucionaria de hoy». Y, por su parte, don Baldomero, que era un entusiasta de aquella revolución «Gloriosa» contra la que luchó Pereda desde El Tío Cayetano, en otra carta dirigida a don Marcelino, lamentaba que los destinos de España estuvieran en manos de «Menéndez Pelayo, Pidal y Maura», la trilogía que para él representaba la cultura y la política conservadora del presente.
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«El cervantismo» es un texto inconfundiblemente perediano en el que hallamos de nuevo algunos elementos tanto ideológicos como estilísticos ya conocidos. El tono general es satírico y tiene el propósito de atacar a aquellos cervantistas que daban interpretaciones esotéricas del Quijote pues en los años de composición y publicación de este artículo estaba en su apogeo la polémica entre neoclásicos y esotéricos.
Pasados los avatares de la revolución, del gobierno provisional, del breve reinado de Don Amadeo y de la República, ya en los comienzos de la Restauración, Pereda hace balance aquí de la situación del país. Se diría que estamos leyendo algún artículo de los que publicó en El Tío Cayetano (1868-1869) en pleno triunfo de la Septembrina pues, con un pesimismo semejante al de entonces enumera sumariamente las deficiencias de la España del tiempo. A pesar del rimbombante lenguaje de los políticos que solamente ven «conquistas», «triunfos» y «progresos» la situación del país es descorazonadora pues seguimos a la zaga de otros países, a los que imitamos. Y lo mismo que en sus tiempos de crítico en La Abeja Montañesa y en el primer Tío Cayetano (1858-1859), vuelve a quejarse del público español, incluso de «las masas de levita», que prefieren las obritas de los «bufos» y las novelas folletinescas a la buena literatura.
«El cervantismo» revela la irritación y el hastío de su autor ante el súbito entusiasmo de los españoles por un autor al que, con la excepción de la gente de letras, apenas apreciaban ni conocían, y por un personaje del que algunos no sabían si era real o de invención. Como tantas otras cosas, la fama de Cervantes hubo de venirnos desde el extranjero, y desde entonces nació una moda que se caracteriza por la superficialidad, el deseo de aparentar gran amor y conocimiento del Quijote y el uso indiscriminado de frases estereotipadas refiriéndose a Cervantes como «el manco de Lepanto», o «el cautivo de Argel». Tal entusiasmo, tan superficial como tardío, se había propagado como una «peste asoladora», había dado lugar a conmemoraciones y homenajes y llegado a extremos ridículos.
Pereda, que desconfiaba tanto de los críticos, ataca a los que llevados de un espíritu revisionista llegan a negar la existencia de ciertos autores o que aquellos hubieran escrito las obras que tradicionalmente se les atribuían. El artículo entero revela la visceral antipatía que sentía por los franceses, y haciéndose eco de los relatos de aquellos viajeros que mal informados, mal intencionados o con afán de sensacionalismo pintaron una España de pandereta, imaginaba la hipotética situación de un sabio, «necesariamente francés», que en el futuro negara la existencia de Cervantes. Los descubrimientos del sabio constituyen una cómica y exageradísima versión de las hipótesis de aquellos exégetas esotéricos empeñados en descubrir conjuras de la Inquisición y mensajes crípticos en un Quijote escrito en tiempos de una España iletrada y fanática poblada de frailes, segnoritas y guitarras. Sin embargo, justifica en parte a ese futuro bibliófilo francés pues no le faltará razón en dudar de la existencia de Cervantes ya que los españoles tenemos la culpa de que los críticos extranjeros nos juzguen mal debido a la confusión de pareceres que reina entre nosotros sobre su verdadera identidad y sobre el texto definitivo de su Quijote.
Desde los tiempos
de su juventud usó Pereda del viejo recurso satírico
del diálogo entre un narrador que adopta un aire de inocente
socarronería y un interlocutor que revela lo que éste
pretende saber (y de ejemplos servirían artículos
como «Novena. Chismografía», El Tío
Cayetano, 23 de Enero de 1859), o «Los baños del
Sardinero a vista de castellano rancio», La Abeja
Montañesa, 17 de Agosto de 1865). En esta
ocasión el diálogo es entre el autor y un
«cervantista andaluz» contemporáneo al que no se
nombra pero en quien los familiarizados con su obra
reconocerían por las respuestas a Díaz de Benjumea,
el abanderado de la crítica esotérica. Y Pereda
advierte a sus lectores que no tomen a la ligera este
diálogo porque es «la quinta
esencia de las polémicas sostenidas en la prensa todos los
días, por el desenredador único de la
supuesta maraña del Quijote, contra los defensores
del servum
pecus, que no ha visto ni verá jamás en las
páginas del áureo libro otra cosa ¡y no es
poco, en gracia de Dios! que lo que en ellas se dice y se
enseña»
.
Concluye así exhortando a sus lectores a rendir tributo de admiración a Cervantes y a su obra pero sin llegar a los acostumbrados excesos que caen en lo absurdo. Hay que hacer del Quijote una obra popular para enseñanza y deleite de todos pero antes habrá que encomendar a las autoridades literarias que fijen el texto de manera definitiva pues quienes le han interpretado y corregido tan sólo han contribuido a adulterarle.
Y le consuela la
esperanza de ver aquel «Dichoso
día en que el cervantismo pase y vuelva a reinar el
Quijote en la patria literatura, sin enmiendas, reparos ni
aditamentos, y su autor perínclito sin habilidades
ni misterios!»
El Diccionario de la Academia no contiene este vocablo; pero es uno de los propuestos por el último de los individuos del insigne cuerpo literario para la edición que está imprimiéndose14. Por si la Academia no le acepta, conste que entiendo yo por Cervantismo: La manía de los Cervantistas; y por Cervantista: El admirador de Cervantes, y el que se dedica a ilustrar y comentar sus obras.
En rigor, pues, estos párrafos debieran haberse incluido entre los que, bajo el rótulo de Manías, quedan algunas páginas atrás; pero son tantos, y de tal índole la enfermedad a que se refieren, que bien merecen vivir de cuenta propia y establecerse capítulo aparte.
Dice Chateaubriand, hablando de los españoles como soldados, que nuestro empuje en el campo de batalla es irresistible; pero que nos conformamos con arrojar al enemigo de sus posiciones, en las cuales nos tendemos, con el cigarrillo en la boca y la guitarra en las manos, a celebrar la victoria.
Si despojamos a esta pintura del colorido francés que la califica, nos queda en ella un exactísimo retrato del carácter español, no sólo en la guerra, sino en todas las imaginables situaciones de la vida.
Ya que no la guitarra, la pereza nacional nos absorbe los cinco sentidos, y sólo cuando el hambre aprieta, o la bambolla empuja, o la curiosidad nos mueve, sacudimos la modorra. Entonces embestimos con el lucero del alba15 para estar donde él estuvo, medrar de lo que medró y hacer todo cuanto él hizo.
Pero de allí no pasamos. Nuestra política, nuestra industria y nuestra literatura contemporáneas lo declaran bien alto. Todo el mundo nos lleva la delantera, y siempre estamos imitando a todo el mundo, menos en andar solos y, por delante; vi vimos de sus desechos, y cada trapo que le cogemos nos vuelve locos de entusiasmo, como si se hubiera cortado para nosotros. Así estamos llenos de conquistas y de «títulos a la admiración de las naciones extranjeras»; todos somos ilustres estadistas, invictos guerreros, sabios hacendistas, insignes literatos, laboriosos industriales y honrados obreros; hemos tenido códigos a la francesa, códigos a la inglesa, códigos a la americana; revoluciones de todos los matices, reacciones de todas castas, triunfos de todos calibres, progresos de todos tamaños; y a la presente fecha, el ciudadano que tiene camisa propia se cree muy rico; la escasa industria desaparece antes que la Hacienda la devore; los bufos imperan en el teatro; el hijo de Paul de Kock en la novela16; los Panchampla en desfiladeros y caminos reales, y la navaja del honrado menestral desbandulla en las plazas públicas, a la luz del mediodía, las víctimas a pares. De manera que quien nos comprara por lo que decimos y nos vendiera por lo que hacemos, buen pelo iba a echar con el negocio. A hacer cosas nuevas y útiles nos ganará cualquiera; pero a ponderar lo que hacemos no hay quien nos eche la pata, ni a hacerlo mal y fuera de sazón, tampoco.
-Pero ¿qué tiene que ver todo esto con el cervantismo? -preguntará el lector, oliéndole lo dicho a artículo de oposición más que a otra cosa.
-No sé -respondo- por cual de los lados encajará mejor en el asunto prometido; pero lo cierto es que a las mientes se me ha venido con él y como eslabón de la misma cadena de ideas. Acaso en el cervantismo vea yo algo de la intemperancia, que, entre nosotros, lleva en todo lo demás hasta el ridículo las cosas más serias y respetables; quizá esa manía me ha hecho recordar la tendencia española a perder en escarbar el huerto del vecino, el tiempo que necesitamos para cultivar el propio; quizá me asaltó las mientes el dicho de Chateaubriand pensando en los valientes que conquistan el Quijote, y no pasan de allí, y allí se quedan, rebuscando hasta las polillas, como si ya no hubiera otra cosa que leer ni que estudiar en el mundo; acaso coinciden los dos asuntos por el lado de la facilidad con que pasamos de la apatía al asombro, de la indiferencia al entusiasmo, de la fiebre al delirio... ¿Quién sabe? Pero el hecho existe, y ya no borro lo escrito, aunque el lector me diga que soy uno de tantos como en España malgastan sin fruto, la hacienda, echando siempre los garbanzos fuera de la olla.... Y vamos al caso.
Y el caso es que ya estaba el mundo cansado de admirar a Cervantes y de reproducir las ediciones del Quijote en todas las lenguas que se hablan sobre la haz de la tierra, y aún eran muy contadas en España las librerías en que se vendiera la obra inmortal del ilustre soldado, que vivió de las limosnas de los próceres y fue enterrado de caridad. Conocíanla los literatos, poseíanla los menos de ellos, y veíase de vez en cuando en los mezquinos estantes de algún particular, al lado de Bertoldo17, cuyos chistes saboreaba con preferencia la patriarcal familia. Los nombres de don Quijote y Sancho Panza eran populares; pero contadísimas las personas que conocían a estos personajes más que de oídas; teníanlos unas por históricos, las menos por novelescos; pero ni unas ni otras habían oído jamás el nombre del padre que los engendró en su fantasía.
De pronto, ayer, como quien dice, alguien, y no español ciertamente, nos aguija y nos apunta el Quijote con el dedo18; sacudimos la tradicional modorra, y allá vamos en tropel, y caen como espeso granizo sobre la obra señalada; las prensas gimen vomitando ediciones populares del libro insigne, entre los cuadernos de Jaime el Barbudo19 y Las cavernas del crimen; y aunque las masas de levita siguen prefiriendo estas creaciones para solaz del espíritu, el nombre de Cervantes suena en todas partes y a todas horas, y las plumas y las lenguas ya no saben decir sino «el Cautivo de Argel» y «el Manco de Lepanto».
¡Qué baraúnda! ¡Qué vocerío! Hay hombre, ya con canas, que acaba de leer a saltos el Quijote, y se escandaliza de buena fe al saber que un mozo imberbe no le conoce todavía; otro no le ha visto ni por el forro, y mira con lástima a quien declara noblemente que no ha podido adquirir un ejemplar para leerle... ¡Y cómo abunda esta clase de admiradores!
-«Pero ¡qué hombre!... Pero ¡qué libro!... Pero ¡qué tiempos aquellos en que se morían de hambre tan preclaros ingenios! Como esa obra no hay otra... El mundo la admira, y España no necesita más que ella para su gloria... ¡Ah, Cervantes! ¡Ah, el Manco de Lepanto!... ¡Ah, el Cautivo de Argel!»
Verdades como puños, enhorabuena; pero que tienen suma gracia dichas por una generación, ya vieja, que no ha reparado en ellas hasta que se las han metido por los ojos; y aun así no las ha visto bien.
-Y sigue el estrépito, y llena los ámbitos de la patria, y se conmueven los poetas de circunstancias y los periodistas de afición y hasta los filántropos de la usura; y allá van odas Al Manco de Lepanto, y sonetos Al Cautivo de Argel, y llega a verse el nombre de Cervantes en la popa de un falucho carbonero, y en el registro de una mina de turba, y en los membretes de una sociedad anónima, y hasta en la muestra de una zapatería; y hoy se celebra el aniversario de su muerte, y mañana el de su nacimiento, y al otro día el de su redención por los frailes trinitarios, y al otro, el de su casamiento; y aquí brota una Academia cervantina, y allí un Semanario cervantino y un Averiguador cervantesco20; y en los unos y en los otros, y acá y allá, no se trata sino de Cervantes y sus obras; y Cervantes aparece en discursos, en gacetillas, en charadas, en rompe-cabezas y en acertijos.
Lo que era de temer, sucede al cabo: la fiebre se propaga, hácese peste asoladora, y no se libran de ella ni los que tienen el juicio más aplomado; caen hasta los cervantistas de buena casta, y caen sobre el Quijote y sobre la memoria de su autor, como antes cayera el servum pecus, y allí se están cual si hubieran jurado, en el paroxismo de su manía, gastar en la empresa hasta el último soplo de la vida; porque cada cual cree encontrar en aquellas páginas inmortales lo que más se acomoda a sus deseos y aficiones.
Imagínomelos yo como aquellos sabios resucitados de que nos habla Balmes, husmeando el amplísimo establecimiento, y tráenme a la memoria el caso de Mabillon despitojándose sobre un viejo pergamino para descubrir algún renglón medio borrado, cuando llega un naturalista y tira hacia sí del pergamino, para ver si halla en él huevos de polilla.
Merced a estas faenas sobrehumanas, sabemos hoy, por otros tantos señores cervantistas, cuyas plumas lo han afirmado en sendos escritos, a cual más serio y pespunteado, que de las obras de Cervantes resulta que fue éste sobresaliente
- Teólogo,
- Jurisperito,
- Cocinero,
- Marino,
- Geógrafo,
- Economista,
- Médico,
- Liberal (¡patriotero!)
- Administrador militar
- Protestante (¡¡¡ !!!)
- Viajero, etc., etc., etc.21
Es decir, Cervantes omniscio, y sus obras la suma de los humanos conocimientos.
Pero ni con todo esto, ni con más de otro tanto por el estilo, que no hay para qué mentar, ni con el pintoresco catálogo de los cervantómanos que han contado las veces que dice si don Quijote, o Sancho vuesa merced, y otros admiradores de parecida ralea, hemos llegado, al delirium tremens de la enfermedad; puesto que hay un español que ha dicho, y dice sin tregua ni descanso, porque sospecho yo que por eso y para eso alienta y ha nacido22.
-Caballeros, nada de lo que el mundo ha leído en el Quijote es la obra de Cervantes.
Asombró el aserto, y preguntósele:
-Pues ¿qué otra cosa puede ser?
-Quiero decir -repuso el crítico-, que hasta ahora nadie ha sabido leer el Quijote. No hay tal Dulcinea, ni tal Sancho Panza, ni tales molinos, ni tales yangüeses, ni tal ínsula Barataria, ni nada de lo que allí aparece tal como suena. El Quijote, en suma, es una alegoría.
-¡Canastos! Y ¿quién se lo ha dicho a usted?
-Me lo han dicho treinta años de estudio incesante de esa obra maravillosa, y lo demuestro en catorce volúmenes de comentarios, que he escrito y tengo en casa esperando un editor que se atrevería con ellos.
-¡Tendrán que leer! Y diga usted, señor sabio, ¿qué especie de alegoría es esa que usted ha visto en el famoso libro?
-Es, como si dijéramos, el siglo XIX hablando en profecía en el siglo XVII; la luz de nuestras libertades columbrada por un ojo sutil, a tan larga distancia; la protesta de un alma generosa contra la cadena de la tiranía y las mazmorras de la Inquisición.
-¡Cáspita! Luego Cervantes...
-Cervantes fue un libre-pensador; un demócrata que nos precedió cosa de tres siglos.
-Pero, hombre, aquellas declaraciones terminantes de neto y fervoroso católico, que a cada instante hace; aquel su único propósito, que jamás oculta, de escribir el Quijote para matar los libros de caballerías...
-No hagan ustedes caso de ello. También dice (no lo niega al menos) que lo de cabalgar Sancho en el Rucio después de habérsele robado Ginés de Pasamonte, fue un lapsus de su memoria, si no descuido del impresor, y, sin embargo, se le ha demostrado todo lo contrario... A Cervantes hay que saber leerle, desengáñense ustedes.
-Corriente; pero ¿cómo teniendo ese hombre tanto talento, no logró hacerse entender de sus lectores?
-Porque temía a la Inquisición y al tirano.
-Callárase entonces y ahorrárase el riesgo y la fatiga.
-No debía callar, porque había nacido para escribir.
-Pero no alegorías; pues, por las trazas, no le daba el naipe para ellas.
-¿Cómo que no?
-Hombre, me parece a mí que una alegoría que no halla en cerca de tres siglos más que un sabio que la desentrañe, no es cosa mayor que digamos.
-¿Y qué son tres siglos en la vida de la humanidad?
-Trescientos años nada más; y aunque a usted le parezcan pocos, pienso yo que, para desentrañar un libro, sobran de ellos casi todos, aunque el libro esté en vascuence, cuanto más en neto castellano...
No se eche a broma el precedente diálogo, porque es la quinta esencia de las polémicas sostenidas en la prensa, todos los días, por el desenredador único de la supuesta maraña del Quijote, contra los defensores del servum pecus, que no ha visto ni verá jamás en las páginas del áureo libro otra cosa ¡y no es poco, en gracia de Dios! que lo que en ellas se dice y se enseña.
¡Ah! y si al pasar esto -porque ha de pasar como pasan las epidemias y las tempestades- nos viéramos libres de las extravagancias del cervantismo, pudiéramos darnos con un canto en los pechos; pero, no obstante lo impresionables que somos y lo propensos, por ende, a olvidar mañana lo que hoy nos alborota, como el mal deja semillas, éstas germinarán andando los años, y, cuando menos, ha de nacer de ellas una raza que, empezando por ver zurcidos en el Quijote, -acabe por negar la existencia de su autor.
Todos los grandes hombres van teniendo, en la posteridad, su fama roída por este género de gusanos. Yo no sé qué demonios anda por la mollera de ciertos sabios cuando examinan las obras que admira el mundo, que, no bien las contemplan, cuando ya exclaman: «esto nació ello solo». ¡Como si no fueran más maravillosas estas producciones espontáneas que la existencia de un padre que las engendrara! A Homero le niega ya el último zarramplín de la crítica, y hay una Escuela antihomérica, a la cual se van arrimando todos los catasalsas del helenismo; se está negando también a Hesiodo, y hasta a Guttemberg y a Dante, y luego se negará la luz del mediodía. Y ¿por qué no? ¿No hay historiador que niega toda autoridad a los cinco siglos de Roma? Y la maña es vieja: cien años hace aseguró el P. Harduino23, y hasta intentó probarlo, que todos los libros griegos y latinos, excepción hecha de unos pocos de Cicerón, Plinio, Horacio y Virgilio, habían sido forjados en el siglo XII por una comunidad de frailes.
¡Y qué luz derraman estos sabios negativos en las oscuridades con que van topando en sus investigaciones! ¡Con qué primor reconstruyen lo que derriban de un voleo! Paréceles mucha obra la Iliada para un hombre solo, de tan remotos siglos; niegan la existencia de Homero fundándose en aquella potísima razón; pregúntaseles entonces cómo se formó ese admirable poema, y responde uno de ellos, Dissen24, por ejemplo:
-De la manera más fácil: se reunió una especie de academia de cantores que se propusieron hacer una epopeya; encargose cada cual de un canto, y el resultado de esta asociación fue la Iliada.
De modo que nos salen, por esta cuenta, veintiséis Homeros, por lo menos, ¡Y al sabio que los presenta le asombraba, por su grandeza, un Homero solo!
Dos cuartos de lo mismo ocurre con los sabios de otra catadura, cuando nos hablan del Universo. Le niegan un Autor, porque no les cabe en la cabeza la idea de tanto poder, y se le adjudican al átomo, y sudan y se retuercen entre los laberintos de una tecnología convencional y de unos procedimientos fantasmagóricos, para venir a demostrar... que no saben lo que traen entre manos, y que, a pesar de sus humos de gigantes, no pasan de gusanillos de la tierra, como el más indocto de los que en ella moramos.
Por eso creo yo que a los sabios de la crítica les pasa algo grave en la mollera, cada vez que se las han con otras de gran calibre. No diré que este algo, y aun algos, sean tufillos de la envidia; pero tampoco aseguro que lo sean de la caridad.
Volviendo al asunto, digo que nacerá quien niegue la existencia de Cervantes, apoyando el aserto en la autoridad, por supuesto, de otro sabio, necesariamente francés. Este tal habrá descubierto que en el siglo XVII no sabían leer ni escribir en España sino los frailes, a los cuales se debió la traducción, del francés al castellano, de aquel teatro admirable que ha estado pasando tantísimos años por español de pura raza; que los nombres de Lope, Moreto, Tirso, Calderón, etc., etc., no son otra cosa que seudónimos con que se disfrazaban los traductores temiendo a la Inquisición, que prohibía el culto de las bellas letras a la gente de cogulla. -En cuanto al Quijote (seguirá diciendo el sabio de mañana), basta examinarle una vez para convencerse de que no pudo ser la obra de un hombre solo. La novela de Grisóstomo, la de Dorotea y Luscinda, la del Curioso impertinente, la del Cautivo, la del Mozo de mulas, etc., intercaladas, violentamente en la primera parte, y desenlazadas, con otros varios sucesos, en la Venta de Juan Palomeque el Zurdo, en una sola noche, lo prueban hasta la evidencia. Esas historias las narrarían los ciegos por las calles al ronco son de la guitarra, o las recitarían los inquisidores en las tertulias de los señores de horca y cuchillo, mientras las segnoritas y las monjas bailaban el zapateado y el Jaleo de Jerez. Algún fraile ingenioso las recogió, engarzolas en las populares aventuras de un loco legendario, llamado, según doctas pesquisiciones de un bibliómano cochinchino, don Fidalgo de la Manga, y publicolo todo bajo el rótulo con que se conoce la obra del supuesto Cervantes. Por lo que toca a la segunda parte de la misma ¿quién ignora que se debe a los frailes Agustinos, que la escribieron en odio al autor de otro Quijote falsificado, al P. Avellaneda, Prior de los Jerónimos del Escorial?25.
Cosa parecida se dirá de las Novelas ejemplares, del Persiles y la Galatea: tradiciones popularísimas en España, aunque de procedencia francesa, recogidas y dadas a luz por frailes codiciosos que explotaban el prestigio del imaginario Cervantes, hecho célebre desde la aparición de la primera parte del Quijote.
-Pero
-seguirá diciendo el futuro bibliófilo francés
¿qué mayor prueba de la no existencia de Cervantes
que la que nos dan los cervantistas españoles del siglo XIX,
en el que ya comenzaba a leer y escribir la clase media, porque se
había secularizado la enseñanza? En el último
tercio de aquel siglo no trataron los escritores de España
más que de Cervantes, y, sin embargo, no pudieron hallar un
solo rastro de su persona. Quién le supuso soldado en
Lepanto; quién cautivo en Argel; quién
teólogo; quién marino; quién abogado;
quién cocinero; quién médico; quién
ardiente propagandista de la Reforma; quién afirmó
que había nacido en Madrid; quién que en
Alcalá; quién que estuvo preso en Argamasilla;
quién que en Valladolid; y nada se prueba en limpio, ni
nadie supo jamás en qué punto de la tierra descansan
sus cenizas. La misma confusión de pareceres se observa en
lo relativo al texto primitivo y a la intención generadora
de la novela. Cada edición de ella en aquel siglo
salía ilustrada por un nuevo comentarista, que quitaba y
añadía, a su antojo, frases y períodos, so
pretexto de enmendar así los errores tipográficos del
impresor Juan de la Cuesta. Esto nos hace creer que el
Quijote que salió del siglo XIX no se parece en
nada al que, por primera vez, publicaron los frailes del XVII, -de
cuyas ediciones no ha llegado un solo ejemplar a nuestros
días. Afortunadamente, se conservan catorce volúmenes
de un literato andaluz de aquella centuria en cuya obra se pone de
manifiesto la verdadera importancia del libro del supuesto
Cervantes26.
El tal libro es una ingeniosísima alegoría,
según afirma el intérprete feliz de los catorce
volúmenes; y a su parecer nos adherimos, no sin declarar que
si el perspicuo andaluz sudó tinta para dar con la clave del
enigma, nosotros hemos sudado pez para acomodar nuestro criterio a
las angosturas, nebulosidades y retortijones de sus ingeniosos
razonamientos. Pero a gimnasias más abstrusas y complicadas
nos tiene avezados el intelecto la filosofía alemana; y al
influjo de esa ciencia, madre de la actual sabiduría,
debemos este descubrimiento portentoso27.
De modo que bien podemos decir, con otro ingeniosísimo
comentarista, contemporáneo del de los catorce
volúmenes (el cual comentarista se jactaba de poseer el
autógrafo del famoso libro): «Ni Cervantes es Cervantes, ni el Quijote es
el Quijote»
28.
Estos y otros tales dichos del sabio francés de los futuros siglos, llegarán a formar escuela; y esta escuela se acreditará en España; y habrá españoles que se pasarán la vida cotejando el fárrago cervantista del siglo XIX con los asertos de la escuela; y al fin perderán el juicio, y quizás den origen a una nueva orden de cervantistas andantes, que saldrán por el mundo a buscar las aventaras, deshaciendo escolios y enderezando notas al Quijote y a la dudosa vida de su autor, que es cuanto queda ya que ver.
Entre tanto, cosa es que abruma el espíritu la contemplación del cervantismo de nuestros días, malgastando lo mejor de la vida en resobar, sin pizca de respeto, al más ilustre de los nombres y a la más hermosa de las creaciones del humano ingenio; apesta y empalaga ese fervor monomaníaco con que todo el mundo se da hoy a buscar misterios en el fondo del libro, y habilidades en el autor. Debémosle admiración, y es justo que se la tributemos; pero no con cascabeles ni vestidos de payasos. Popularícese el Quijote, y, si es necesario, declárese de texto en las escuelas; pero no el que nos ofrezca, arreglado a su caletre, el cervantismo al uso.
Si las investigaciones hechas por doctos y respetables literatos, desde Navarrete hasta Hartzenbusch, no bastan a poner en claro cuáles son, en las primeras ediciones de Juan de la Cuesta, errores del impresor, y cuáles descuidos de Cervantes, inténtese esa empresa; pero una sola vez y por gentes erigidas en autoridad literaria; y lo que resulte del expurgo, sin más notas que las precisas para aclarar la significación de palabras poco conocidas hoy del vulgo, o para mostrar los pasajes en que Cervantes parodia escenas y trozos de los libros de caballerías, algo, en suma, de lo que hizo Clemencín (y no digo todo, porque este comentarista cayó también en la impertinente tentación de meterse en pespuntes y reparos gramaticales, como si quisiera enmendar la plana a Cervantes), guárdese como oro en paño y sea el modelo a que se ajusten cuantas ediciones del Quijote se hagan en lo sucesivo; pues el mal no está en que un literato de autoridad y de juicio meta su escalpelo en las páginas del áureo libro, sino el precedente que de ese modo se sienta para que todos nos demos a expurgadores de faltas y a zurcidores de conceptos. Y aun sin este riesgo, ¿qué se saca en limpio de las enmiendas de los doctos, si cada uno de estos señores está tan discorde con las de los demás, como lo están todos ellos con el asendereado Juan de la Cuesta? Y si ya entran por miles las confesadas alteraciones hechas en el texto de las primeras ediciones por esos respetables literatos, ¿qué lector, al poner el dedo sobre una palabra del Quijote, se atreve hoy a asegurar que esta palabra sea de Cervantes y no de alguno de sus correctores? Y ¿quién se atreverá mañana si a la afición reinante no se le ponen trabas?
Volviendo al cervantismo inconsciente e intemperante, digo que no mezcle berzas con capachos, ni confunda tan lastimosamente lo serio con lo bufo. Elévese una estatua en cada plaza pública española al príncipe de nuestros novelistas, y sea cada edición de sus obras un monumento tipográfico; pero, por el amor de Dios, no pidamos fiestas nacionales para cada uno de sus aniversarios, ni nos demos todos a académicos cervantinos, ni estampemos el egregio nombre en desvencijadas diligencias, ni en sociedades de bailes públicos, ni salgamos a la calle con cara de parientes del ilustre difunto, ni asociemos su memoria a todas nuestras debilidades y sandeces. Léase y estúdiese la inmortal obra, que deleite y enseñanzas contiene para doctos e indoctos en todas las edades de la vida; pero no pretenda cada lector imponerse a los demás con el fruto de la tarea; pues cada hombre es un carácter, y, como dijo un insigne escritor, disputando sobre reparos hechos, y no del todo mal, a unas enmiendas suyas al Quijote,
«Cada uno tiene, don Zacarías, | |||
Sus aprensiones y sus manías». |
¡Y adónde iríamos a parar si se diera, como se va dando, en la gracia de remendar e interpretar el libro, al tenor de esa suma de aprensiones, y conforme al parecer de cada aprensivo?
Dudo mucho que el Gobierno de la nación permitiera a los aficionados a la arquitectura poner sus manos en determinados detalles artísticos de un monumento público, so pretexto de que así lo quiso el arquitecto, a quien no deben achacarse los errores de los canteros. ¿Ha habido pincel que se atreva a borrar el tercer brazo con que aparece en el Museo uno de los mejores caballos de Velázquez? Antes al contrario, ¿no se lleva el respeto al gran pintor al extremo de hacerse las copias de tal cuadro hasta con ese glorioso arrepentimiento?
¿Por qué no ha de merecernos iguales deferencias y consideraciones el blasón de nuestra nobleza literaria?
Por lo que a mí toca, desde luego aseguro que, si tuviera poder para ello, declaraba el Quijote monumento nacional, y no consentiría, bajo las penas más severas, que se alterara en una sola tilde el texto de la edición que, por los medios indicados, o por otros análogos que se juzgasen mejores, se hubiera declarado oficial, con todas las solemnidades y garantías apetecibles.
¿Que tiene erratas?... Que las tenga. ¿Que lo del Rucio?... Mejor que mejor, ¿Habrá trastrueque de párrafos, ni razonamientos que valgan lo que dice del caso el mismo Cervantes en la segunda parte de la novela? ¿No son estos descuidos y aquellos arrepentimientos y los otros deslices gramaticales, el mejor testimonio de la frescura y espontaneidad de la obra? ¿O creen los químicos del cervantismo que un libro como el Quijote puede hacerse con regla, compás y tiralíneas?
Si Cervantes hubiera tenido que estar atento a cuantos tiquis-miquis le quieren sujetar sus admiradores; si lo que dijo de herir de soslayo los rayos del sol a su personaje al lanzarse al mundo de las aventuras, lo dijo para que la posteridad no dudara que salía de Argamasilla de Alba y no de otro lugar manchego; si no fueron donaires de su pluma y primores de lengua otros mil pasajes de su libro, sino estudiados disfraces de otros tantos propósitos transcendentales; si cada frase es un jeroglífico y cada nombre un anagrama; si, amén de esto y mucho más, necesitó trabajar con el calendario a la vista, y encarrilar a su caballero por cualquiera de los itinerarios que le han trazado sus comentaristas de ogaño, y conocer a palmos los senderos para no dar con una aventura en martes, cuando, por el cómputo del mapa y del almanaque, podía demostrársele que la fazaña debió tener lugar en miércoles, día de vigilia además, con otros muy curiosos pormenores que el lector habrá visto, tan bien como yo, en escolios, notas y folletos; si a todo esto, y a lo de la cocina, la teología, la jurisprudencia, el protestantismo (!!!), la economía política, etc., etc., etc... y otro tanto más, tuvo que estar atento, repito, el glorioso novelista, más le valiera no haber salido nunca del cautiverio de Argel; que entre escribir un libro con tales trabas, o arrastrar las de hierro bajo la penca de un moro argelino, aun con el ingenio de Cervantes optara yo por el cautiverio, y saldría mejorado en tercio y quinto.
¡Dichoso día aquél en que el cervantismo pase y vuelva a reinar el Quijote en la patria literatura, sin enmiendas, reparos ni aditamentos, y su autor perínclito sin habilidades ni misterios! Venga, pues, la inmortal obra sin teologías, náutica ni jurisprudencia, y, sobre todo, sin claves ni itinerarios ni almanaques; venga, en fin, como la hemos conocido los que peinamos ya canas, cuando en ella aprendimos a leer, a pensar y a sentir; que así, al pie de la letra y hasta con las erratas y garrafales descuidos de los primeros impresores, ha sido admirada de todos los hombres y traducida a todas las lenguas, y servido de pedestal a la fama de Cervantes, que ya no cabe en el mundo.
1880
3 cartas a D. Baldomero Villegas (Ms 1393, Biblioteca Menéndez Pelayo, Fondos Modernos, Santander).
Santander, 11 de Oct[ubr]e/
95 Muy Sr. mío y distinguido am[ig]o: No se cómo disculparme del silencio que he guardado con V. desde que recibí en Polanco su muy estimada carta del 29 de Agosto. Un muy ingenioso amigo mío suele decir que esas cartas, que no olvida un momento, y cuya contestación va dejando «para mañana», que las tiene en el negociado de los remordimientos. Pues en ese negociado he tenido yo la citada de V. hasta la llegada de un recordatorio del 1º. del corriente, o mejor dicho, hasta hoy. Sin embargo, creo que de la causa de esta falta mía no han sido los principales componentes ni ciertas apremiantes ocupaciones ni algún que otro viaje premioso ni la castiza y proverbial dejadez española: es posible que haya entrado en mayores dosis que todo eso, mi absoluta discrepancia con V. en el modo de ver lo que había de constituir el asunto principal de mi carta y la resistencia instintiva a manifestárselo a V. en crudo. Porque es lo cierto que yo mentiría si le dijera a V. que veo en el Quijote otra cosa distinta a la que en él se ve, entendido al pie de la letra: que no fue Cervantes un «caballero cristiano» a machamartillo y un súbdito fidelísimo de su «Rey y señor»; que no hubiera sido un badulaque, digno de la gacetilla revolucionaria de hoy, haciendo terminantes, claras, espontáneas y públicas protestas de creyente y sumiso hijo de la Iglesia, y trabajando en cambio como libre pensador contra ella, y un hombre de muy limitado seso escribiendo en este sentido parabolar y alegórico que sólo habían de comprender a medias y al cabo de los siglos tres o cuatro personas con la ayuda de un sonámbulo; que no puede interpretarse el sentido esotérico de cada libro que no sea, al gusto de cada lector, dando a la máquina interpretadora la fuerza caprichosa que ha dado V. a la suya en este caso... y en fin, mi señor don Baldomero, que no sería una fecha infausta para mí la del día en que, por una ofuscación de mi pobre entendimiento, o porque creyera que el de V., más luminoso, había dado en lo cierto, tuviera que trocar la mentira del caudal inagotable de honrados, grandes, nobles o intensos deleites que, desde niño, he encontrado en ese libro sin segundo, por la verdad de una diatriba insulsa, digna de los vacuos tiempos de La Iberia29, contra los desmanes del clero y la tiranía de los poderes públicos. Perdone V. la franqueza con que le hablo porque así creo y siento el caso de que se trata y yo no sé mentir; y porque nada en ello impide que rinda yo el debido tributo de admiración a la fuerza imaginativa que el trabajo de V. representa. Su af[ectísi]mo am[ig]o y coterráneo Q. S. M. B. J. M. de Pereda |