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1

Véase Antonio Flores, El Laberinto, 26 de octubre de 1844 («No hay una línea traducida en los 24 números que llevamos publicados»). García Castañeda, 1971, págs. 151-152, cita otro testimonio publicado en este mismo año: el de Wenceslao Ayguals de Izco, que en el prospecto anunciador de El Fandango señala que es un «periódico nacional [...] puramente español, contra todo bicho extranjero».

 

2

Las raíces de este tipo de relato, cuyo mejor exponente en la literatura decimonónica española es la Galería fúnebre de Agustín Pérez Zaragoza remiten, no sólo a la precedente novela gótica inglesa, sino también a la literatura áurea: la novela cortesana del XVII (Cuenca, 1984, pág. 108) y las refundiciones de las novelas cortas de Bandello realizadas por Boaistuan y Belleforest bajo el título de Histoires tragiques, traducidas al español en 1589 bajo el título de Historias trágicas ejemplares (Krömer, 1979, págs. 193-194).

 

3

Salvador Costanzo, en el prólogo a una composición titulada Mapah (El Museo de las Familias, 1864, número 33, págs. 260-263), define las leyendas en términos de «cuentos histórico-fabulosos, envueltos en el tupido velo de la oscuridad y el silencio de los tiempos más remotos». Esta definición únicamente hace referencia a la fuente histórica a la que buena parte de las leyendas remiten: la otra es la tradición popular. Ambas las resume, unos años más tarde, Manuel Milá y Fontanals (1873, pág. 221): «Leyenda. Esta palabra, sinónima de lectura, se aplicó principalmente, en su origen, a la de narraciones piadosas, muchas veces históricas. Los modernos han designado con este nombre la narración poética de tradiciones populares, a menudo de carácter maravilloso».

 

4

La finalidad moral es uno de los preceptos insoslayables del género breve en esta etapa. A esta finalidad se subordinan, por ejemplo, los cuentos publicados en revistas como La Violeta (1862-1866), los de Antonio de Trueba y de María del Pilar Sinués, los Proverbios ejemplares de Ruiz Aguilera y las relaciones de Fernán Caballero: «No obstante, aun para la creación de las relaciones nos confesamos tímidos, como tan instintiva e indesprendiblemente apegadas a la verdad, de la que decía Diderot que es la trinidad en las artes, dimanando de ella el bien que engendra lo bello, que es el espíritu santo» (Caballero, 1857, pág. 1). Véase Ezama, 1995, pág. 49.