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El descubrimiento del sánscrito: tradición y novedad en la lingüística europea

Alberto Bernabé Pajares


Universidad Complutense




ArribaAbajoEl «giro del sánscrito»

Es ya un tópico en la mayoría de los manuales de historia de la lingüística la afirmación de que el descubrimiento del sánscrito por parte de la ciencia europea condicionó de un modo decisivo el espectacular desarrollo de la lingüística histórica y comparada del siglo XIX. El conocimiento del sánscrito por los lingüistas de Occidente vendría así a convertirse en la puerta de entrada a la Lingüística con mayúsculas, antes de la cual sólo habría especulaciones de corte logicista, desbordada imaginación para la etimología y acumulación más o menos desordenada de datos en manos de una legión de aficionados, carentes de método alguno, entre los cuales unos pocos privilegiados habrían alcanzado a vislumbrar aquí y allá algún que otro atisbo de verdad perdido en la hojarasca de los errores o las improvisaciones.

Corresponde el honor de haber abierto esa puerta de entrada a un funcionario de Su Majestad Británica, al juez de Calcuta Sir William Jones, quien en una comunicación a la Royal Asiatic Society de Calcuta, en 1786, incluía un párrafo revelador, reproducido en todas las historias de la lingüística, en el que, tras pregonar las excelencias de la lengua sánscrita, apuntaba la posibilidad de un parentesco entre ella y el griego, el latín y las lenguas germánicas.

El efecto beneficioso del descubrimiento del sánscrito sobre la ciencia europea, siempre según la opinión común de los historiadores de la cuestión, habría sido doble. De un lado, habría abierto rápidamente paso al fulgurante y rápido desarrollo de la lingüística, al brindar una nueva lengua, emparentada con las clásicas tradicionales (griego y latín) y con las lenguas cultas europeas, lo que favorecía la constitución de la hipótesis indoeuropea y, por ende, la configuración de los métodos de la lingüística histórica y comparada. De otro, habría puesto ante los ojos atónitos de los lingüistas occidentales la sabiduría secular de los gramáticos indios, que habían logrado elaborar una gramática de alto nivel y sobre bases muy distintas de las que habían configurado la lingüística europea, esto es, las postuladas por los gramáticos griegos (cf., por ejemplo, Leroy, 1969: p. 27; Robins, 1974: p. 135; Meillet, 1937: p. 456).

Los tópicos siempre tienen, claro está, su parte de razón, pues de no ser así no se admitirían con tanta facilidad, pero la ciencia no puede edificarse sobre la base de los tópicos. No es por ello extraño que en los últimos años se hayan alzado una serie de voces discordantes ante este planteamiento de los hechos y se haya avanzado bastante en el esfuerzo por cerrar esta brecha fronteriza entre el XVIII y el XIX (particularmente significativo en este contexto Hymes, ed., 1974). En otras palabras, tanto en estudios parciales como en otros de corte más general, se tiende a una valoración más positiva de los precedentes y pioneros de los siglos XVII y XVIII y a una consideración menos «revolucionaria», más continuista, del XIX, hasta el extremo de que algún historiador de la lengua ha llegado a tildar de «falacia de la historia de la lingüística» y de fable convenue la sobreestimación del XIX (Hoenigswald, 1974: p. 346).

Ya que la Sociedad de Lingüística tomó el acuerdo -el buen acuerdo- de que en el XII Simposio se volviera la vista a la historia de nuestra ciencia para tratar de iluminar nuestro presente con las viejas aportaciones, creo que es buena cosa que nos asomemos a los albores de la lingüística moderna en un intento de ponderar el influjo real que tuvo el descubrimiento del sánscrito en Europa, cuestión indisolublemente unida, por todo lo que hasta ahora he expuesto, al problema de si la lingüística decimonónica significa una verdadera revolución respecto de la del siglo precedente.




ArribaAbajoAlgunas confusiones sobre la cuestión

Antes de avanzar por este camino quisiera poner de manifiesto que hay una cierta confusión de principio que enturbia no poco la claridad de ideas respecto de esta cuestión. Me refiero a la forma como se entremezclan con demasiada frecuencia conceptos afines y que en el XIX marchan juntos, pero que no son necesariamente indisolubles. Se piensa que comparación lingüística es sinónimo de gramática comparada y ésta de gramática histórica, y que todo ello es asimismo inmediatamente solidario de una concepción científica del cambio lingüístico que permite una etimología científica y, por ende, la reconstrucción lingüística. La confusión en la práctica de todos estos elementos, que se hallan, desde luego, presentes en la última lingüística decimonónica, en los Neogramáticos, por ejemplo, pero que ni se ponen en marcha todos a la vez, ni todos por primera vez en el siglo XIX, ni todos por causa del descubrimiento del sánscrito, hace que se pueda llegar en ocasiones a posiciones sumamente peregrinas. Así por ejemplo en el excelente tratado de Mounin (Mounin, 1968), se analizan de forma breve, pero lúcida, las aportaciones de los siglos XV al XVIII y especialmente el desarrollo durante el siglo XVIII «de la actitud (se refiere a la histórica), cada día más firme, que va a desembocar en la gramática comparada del siglo XIX» (Mounin, 1968: p. 152). Obsérvese cómo se afirma que una actitud histórica propicia un método comparado como hechos naturalmente correlativos. Con todo, el capítulo dedicado al siglo XIX comienza con un apartado titulado «El giro del sánscrito» (160), en el que se afirma que «la toma en consideración del sánscrito es sin discusión posible el hecho principal de los años 1786 a 1816». Tras esta rotunda afirmación, el autor reconoce, primero, que el contacto de los lingüistas europeos con la excelente descripción articulatoria de los gramáticos hindúes no tiene influencia inmediata sobre la observación fonética (160); luego, que el contacto de la joven lingüística europea con la morfología «transparente» del sánscrito tampoco revoluciona su reflexión gramatical (161); más tarde, que la descripción de lenguas ignora también en el cambio de siglo el descubrimiento del sánscrito (163), para terminar diciendo (163) que «a decir verdad, el hecho, importante de la época no es el descubrimiento del sánscrito». Sorprendente. ¿Dónde está, pues, el «giro del sánscrito»? Todo parece como si Mounin tuviera la idea de que la lingüística decimonónica es un desarrollo natural de la del dieciocho, de modo que la referencia al «giro del sánscrito» es una concesión a lo comúnmente admitido, al tópico.

Ante este conflicto entre la consideración de la lingüística decimonónica como heredera de la del XVIII o como «revolucionaria», a partir del detonante del descubrimiento del sánscrito, me parece interesante tratar de analizar cuánto hay de lo uno y de lo otro: cuantificar en lo posible lo que esa lingüística pionera del XIX debe al descubrimiento del sánscrito y cuánto a la tradición europea. Para ello creo que el método más seguro es huir de la confusión metodológica a la que antes me he referido, de meter en un mismo saco elementos tan dispares como la tradición lingüística hindú, la gramática comparada, la comparación lingüística, la lingüística histórica, la concepción científica del cambio, la etimología científica o la reconstrucción de lenguas perdidas. Intentaré poner un cierto orden metodológico en este revoltijo y trataré de valorar lo que hay de tradición y lo que hay de revolucionario dentro de cada uno de estos apartados.




ArribaAbajoFilología y acopio de materiales

Ante todo, antes de pasar a examinar desarrollos de metodologías creo importante destacar que hay dos componentes importantes para el desarrollo de la lingüística decimonónica, que proceden claramente del siglo anterior y sin los cuales ésta no habría sido sencillamente posible: el auge de la filología y el interés por el acopio de materiales lingüísticos.

La filología ha sido tradicionalmente motor de la lingüística: no olvidemos que los gramáticos griegos surgen de los filólogos que tratan de hacer inteligible a Homero, igual que el interés de Schlegel era aún el de conocer «la lengua y la sabiduría» de los indios, como reza el título de su conocida obra (Schlegel, 1808). Fue pues el interés por los textos antiguos, promovido por una inclinación hacia la historia, el que motivó la necesidad paralela de conocer suficientemente las lenguas en que estaban escritos los viejos textos. Las novedades respecto a las grandes filologías tradicionales, es decir, la grecolatina y la hebrea, serán fundamentalmente dos: una, el interés despertado por el desarrollo de los nacionalismos hacia la búsqueda de señas de identidad en los testimonios escritos del pasado, lo que promueve el estudio, por ejemplo, de las lenguas germánicas antiguas. Otra, y posterior, será la admiración por la sabiduría de Oriente, que no se manifiesta sólo en la que producirán los textos indios; piénsese en la expedición bonapartiana a Egipto a comienzos del siglo y en el revuelo despertado con la publicación en 1824 del Précis de Champollion, que abría las puertas a la comprensión de los textos egipcios.

Como apunte adicional hay que señalar que, además de promover su desarrollo por el interés que despiertan los viejos textos, la filología ha legado a la lingüística algunos logros metodológicos, fruto de su experiencia. Así, se ha señalado cómo el modelo del árbol genealógico para la clasificación de las lenguas debido a Schleicher no se basa tanto en los modelos biológicos de Linneo como en los stemmata codicum propios de la crítica textual (Hoenigswald, 1974: pp. 352-353).

En cuanto al acopio de materiales lingüísticos es una actividad muy antigua, ya iniciada en el Renacimiento en obras tan importantes como el primer Mithridates, el de Gessner, de 1555. El descubrimiento y conquista de América propició el interés por el conocimiento de nuevas lenguas indígenas, pero es en el siglo XVIII, cuando este interés aumenta cuantitativa y cualitativamente, ahora con el añadido de un nuevo frente, Rusia, donde a partir de Pedro el Grande se investiga en la historia y antropología de la variedad racial e idiomática del imperio ruso, actividad a la que, como se sabe, no fue ajena la intervención de Leibniz. Así Messerschmidt estudia desde 1720 a 1727 las lenguas de Siberia por encargo del zar, y en su expedición participa también Strahlenberg, autor de un catálogo de lenguas en 1730, de considerable importancia (Strahlenberg, 1730). Continuaron su labor otros varios investigadores (cf. Gulya, 1974: pp. 260-265), de entre los cuales el más conocido es Pallas, ya en el reinado de Catalina de Rusia, que publica entre 1787 y 1789 dos versiones, en ruso y latín, de un vocabulario comparativo «de las lenguas de todo el orbe», un año después reeditado con adiciones y correcciones por de Miriewo.

En este contexto es de suma importancia un nombre español, el de Lorenzo Hervás (v. Hervás, 1784, 1800), sobre cuyas contribuciones al establecimiento de las varias familias lingüísticas había atraído la atención Coseriu (Coseriu, 1978). Tovar ha estudiado recientemente a Hervás, primero en un artículo sobre su aportación al estudio de las lenguas indias de América del Norte y su influjo sobre Adelung y Vater (Tovar, 1981a), luego en un trabajo sobre la posición de Hervás en la víspera del descubrimiento del indoeuropeo (Tovar, 1981b).

Cierra este período, como canto de cisne de esta actividad recopiladora, Adelung, con su nuevo Mithridates, que comenzó a publicarse en 1806 y del que su autor sólo pudo ver publicado el primer volumen.

Toda esta extraordinaria documentación condiciona la facilidad para la comparación e incluso da pie a hipótesis como la indoeuropea en Hervás (Tovar, 1981b) o la fino-ugria en Strahlenberg (Gulya, 1974: p. 240). Resultado de su recogida -además de los materiales, ya de por sí un aporte fundamental-, es un embrión de metodología, tanto para la clasificación de afinidades como para el estudio etimológico, un buen número de problemas que resolver, y el haber atraído a la opinión pública científica hacia estos temas (Gulya, 1974: p. 266).




ArribaAbajoRasgos de la lingüística del XIX

Tras el somero análisis de estos dos condicionamientos básicos e imprescindibles para percibir en toda su magnitud la multiplicidad y variedad en el tiempo y en el espacio del hecho lingüístico, pasemos a examinar en qué marco se desarrolla la metodología decimonónica, que acomete el estudio de estos materiales desde una perspectiva científica. Los rasgos de la lingüística del XIX, los considerados «revolucionarios» son, en síntesis, primero, que es histórica; segundo, que es comparada; tercero, que se interesa por el parentesco de las lenguas y de sus relaciones genealógicas, y cuarto, que trata de explicar el cambio lingüístico en términos de regularidad o, lo que es lo mismo, que confiere a la etimología un carácter científico. De acuerdo con el objetivo que nos hemos propuesto, analicemos uno a uno estos rasgos para determinar qué hay de legado de los siglos anteriores y qué de aporte producido por la nueva perspectiva abierta por el descubrimiento del sánscrito en cada uno de ellos.




ArribaAbajoLa consideración histórica

Comencemos, pues, por la concepción histórica de la lingüística, que había estado totalmente ausente, tanto de la gramática grecolatina como de la hindú. Es en el Renacimiento, con su vuelta a la Antigüedad, cuando comienza a desarrollarse una mentalidad histórica también en lingüística, primero referida al problema de determinar el modo en que unas lenguas derivan de otras. Naturalmente los estudiosos de una Europa confesional intentan hacer esta indagación compatible con la revelación bíblica. Resultado de este intento de compromiso son obras tan conocidas como las de Postel (Postel, 1538) o Bibliander (Bibliander, 1548), investigaciones sobre el origen de las lenguas basadas en hechos de vocabulario que tratan de apoyar la hipótesis de la monogénesis del hebreo, que tanto predicamento conocería hasta su refutación por Leibniz (Leibniz, 1710). Pero esta tendencia no se dirige sólo a tales intentos de conciliar la ciencia con la religión, sino que trata de extender su ámbito al de las lenguas romances, terreno en el que florecen en el XVII y XVIII los numerosos Orígenes propuestos. Por citar algunos especialmente importantes dentro de nuestro propio ámbito cultural, destacan los de Aldrete (Aldrete, 1606) y Mayans (Mayans, 1737), con una aportación metodológica de nivel bastante aceptable (para Mayans, cf. Tovar, 1982). Si bien el método de comparaciones de vocabulario da pie a los parentescos casuales y, de ahí, a múltiples conclusiones más que pintorescas, no es menos cierto que se comienza a mejorar en aspectos concretos como en la búsqueda de fuentes para estadios antiguos de la lengua y en la formulación de reglas para garantizar la validez de una evolución propuesta -tema sobre el cual he de volver luego-. En todo caso está claro que la consideración histórica no es originaria del siglo XIX, si bien es cierto que en siglos anteriores no se halla defendida por una metodología solvente que permita discernir los numerosos aciertos que se postulan de los no menos numerosos espejismos o despropósitos asimismo propuestos.




ArribaAbajoLa comparación lingüística

En cuanto a la comparación lingüística, no fue tampoco practicada ni por los gramáticos griegos ni por la tradición hindú. Sí que existe en cambio en la tradición europea posterior un temprano interés por ella. Dejando aparte algunos precedentes aislados, como Dante, hay varias formas de ejercer la comparación lingüística en los siglos XVI al XVIII. Comparativa es a su modo la gramática de Port-Royal, que buscaba conceptos semánticos universales, considerando las categorías de las diferentes lenguas como puras variantes de un sistema general y universal (Diderichsen, 1974: p. 287). Comparativos en cierta medida son los Mithridates con una muestra idéntica en varias lenguas (el padrenuestro). Pero la forma más frecuente de ejercer la comparación en estas épocas es el empleo de la «palabra única» (como hace Escalígero con la palabra «dios») para la búsqueda de agrupación de lenguas. En efecto, es éste el objetivo fundamental de la actividad comparatista de los siglos XVI al XVIII: el hallazgo de criterios, generalmente de vocabulario, para determinar parentescos lingüísticos. Salvo las conocidas aportaciones de Escalígero, nada de esto habría de llamar nuestra atención, de no ser por las vigorosas reacciones contra la comparación de elementos azarosos que plantea De Laet en sus Notae contra Grotius (De Laet, 1643, 1644) por su peregrina teoría de que las lenguas amerindias del norte procedían del noruego. Contra tal despropósito De Laet propuso una metodología que garantizara un tanto la validez de una propuesta. Pero es a finales del XVII cuando se inicia una etapa mucho más seria en la que destaca el nombre del sueco Jäger, quien en 1686 presenta una hipótesis que, en líneas generales, sigue siendo aún válida respecto al indoeuropeo, esto es, que existió en tiempos una lengua primitiva (a la que llama «escita»), hablada en la zona del Caúcaso y extendida luego por sucesivas migraciones de sus hablantes por Europa y Asia. Tal lengua, en su forma original, se habría perdido, pero habría sido «madre» de otras, a su vez «madres» de otras, entre las que se cuentan el persa, el griego, el itálico, el eslavo, el celta, el gótico y otras lenguas germánicas. Asimismo está ya presente en Jäger la terminología e imaginería usada posteriormente por los primeros comparatistas decimonónicos, la «arbórea» (Jäger habla de una lengua radix y sus rami, los dialectos) o la «familiar» (lenguas «madres», «hijas» y «hermanas»; Jäger, 1686: p. 18). Un caso como el de Jäger no puede considerarse precisamente como una de esas voces aisladas que atinan más o menos por azar con una verdad o parte de una verdad, pero que no son representativas del pensamiento de su tiempo o que carecen de influjo sobre los autores posteriores. No sólo está inserto en una corriente bastante amplia, especialmente cultivada en el norte de Europa (Metcalf, 1974: pp. 233-278), sino que un siglo más tarde de su primera edición, la obra es aún reeditada (Oelrichs, 1774: 2, pp. 1-64), lo que indica la gran repercusión obtenida por sus ideas.

Junto al nombre de Jäger cabe destacar el de Stiernhielm, que compara el paradigma del verbo gótico haban con el del verbo latino habeo. Esta última propuesta ha sido especialmente denostada y citada como muestra de hasta qué extremo pueden cometerse errores por falta de una metodología segura, ya que la semejanza entre ambas raíces es casual y no existe verdadero parentesco entre ellas. En honor a la verdad hay que decir que la similitud entre ambas raíces constituye sólo una parte de la aportación de Stiernhielm, quien establecía una comparación completa entre ambos paradigmas verbales, para deducir que el gótico y el latín eran lenguas emparentadas, y en este punto sí que tenía toda la razón (Stiernhielm, 1671, citado por Diderichsen, 1974: p. 284).

El siglo XVIII es particularmente fecundo en aciertos en la clasificación de lenguas por criterios genéticos, y la lista de nuevas aportaciones es larga. Por citar los hallazgos más significativos, mencionaría el nombre de Ludolf, que establece la relación entre hebreo, árabe, sirio y etíope, con interesantes innovaciones metodológicas (Ludolf, 1702); el de Lhuyd y su emparentamiento de las lenguas célticas de Bretaña, Gales e Irlanda (Lhuyd, 1707); el de Lambert Ten Kate, que desarrolla en el primer cuarto del siglo su hipótesis sobre el parentesco del gótico y el holandés (Ten Kate, 1723), y el de Leibniz, con su organización de familias lingüísticas y sus aportaciones metodológicas que, por conocidas, no merece la pena mencionar (Leibniz, 171, cf. la excelente selección de textos de Arens, 1975: pp. 135-139), así como los ya citados de Hervás y Mayans en nuestro país, pero sobre todo, los de Sajnovics y Gyarmathi, el primero de los cuales establece el parentesco entre el húngaro y el lapón (Sajnovics, 1770), y el segundo, el que existe entre el húngaro y el finlandés (Gyarmathi, 1799). Pero no sólo se trata de una agrupación acertada. El método de Gyarmathi es básicamente el comparativo, utilizado sin duda alguna con mayor solidez científica que la de Bopp, ya que sus aseveraciones y etimologías son básicamente correctas en un alto porcentaje (Zsirai, 1951: p. 14). Es asimismo notorio su influjo sobre Rask, que lo cita apreciativamente en más de una ocasión.

En este terreno la lingüística decimonónica se encuentra, pues, con un inmenso camino recorrido antes del reconocimiento del indio por los estudiosos occidentales: una más que incipiente clasificación de las lenguas, numerosas aportaciones metodológicas, copiosos materiales reunidos y ya colacionados y un interés generalizado por el tema en el ambiente científico general.




ArribaAbajoLa etimología científica

Queda pues por considerar sólo el último aspecto que señalábamos: la creación de una etimología científica, cuya acta de nacimiento suele situarse en las Etymologische Forschungen, de Pott, cuya primera edición data de 1833 a 1836. No obstante, también en este punto hemos de limitar un tanto el carácter revolucionario del nuevo método. Dejando aparte sorprendentes apuntes de ley fonética como el de Tolomei (1555, citado por Arens, 1975: p. 104) o incluso aciertos ocasionales como los que aparecen en las etimologías de Giambullari (recientemente valoradas por Coseriu, 1977: p. 103 y ss.), que evidentemente son hechos aislados y sin continuadores, podemos señalar el comienzo de una línea ininterrumpida hacia la configuración de una etimología científica en Abraham Mylius, quien en 1612 rompía con la caprichosa etimología clásica (cuyos rasgos resume excelentemente Diderichsen 1974: p. 280), primero, por la distinción fundamental entre préstamos y palabras heredadas, y segundo, por su propuesta de dar por buenos tan sólo los cambios que pueden atestiguarse en dialectos de la misma lengua o fases temporales de la misma, como por ejemplo, el cambio de f a h que se registra entre latín filius, español hijo, o el cambio entre t y ss que hay entre flamenco water, alto alemán wasser (Mylius, 1612: pp. 21-23, citado por Metcalf, 1974: p. 244 y ss.).

Años más tarde Schottelius introduce un nuevo factor de limitación: tras practicar en la palabra una división entre Stammwort (literae radicales), Hauptendung (terminatio derivandi) y Zufällige Endung (literae accidentales), considera admisible tan sólo la comparación de raíces con raíces o de desinencias con desinencias (Schottelius, 1663: pp. 68-71).

Otro paso más lo dará en 1737 Wachter, quien afirma que los cambios deben estar fisiológicamente motivados y además dialectalmente limitados, esto es, sólo se admitirán aquellos que comprobadamente se dan en la misma lengua, no los que se dan en cualesquiera otras (Wachter, 1737: sec. III).

En otro orden de cosas hay intentos de presentar listas de cambios de sonidos en numerosos autores. Por referirme sólo a nuestro país, ya alude a algunos cambios Nebrija, pero las listas son particularmente interesantes en Aldrete (1606), recogidas luego por el Tesoro de Covarrubias y continuadas por Mayans (1737), para una serie de aportaciones etimológicas, todas ellas utilizadas con provecho por Diez, el fundador de la Romanística moderna (Malkiel, 1974: p. 318 y ss.).

Todos estos puntos de vista, así como otros aportes menos fundamentales, que no recojo aquí (cf. Diderichsen, 1974), se codifican y sintetizan en el interesantísimo artículo «Etymologie» de la Encyclopédie Française (Turgot, 1756), donde pueden leerse, entre otras muchas, afirmaciones tan avanzadas como la pretensión de regularidad y exhaustividad de cada cambio fonético en cada lengua, en medio de un extenso número de criterios para apreciar la exactitud de una etimología. Aquí nos hallamos ya muy lejos de la etimología acientífica que se achacaba tradicionalmente a la lingüística anterior al siglo XIX. Y no puede decirse tampoco, evidentemente, que la Enciclopedia, obra en que tales afirmaciones se vierten, fuera obra de poca difusión o de escasa repercusión. Sabemos, por ejemplo, que Rask cita y, por tanto, conoce, este artículo de Turgot.

Se trata, por tanto, de una actitud generalizada: desde comienzos del XVII se había iniciado en la investigación lingüística europea una línea continua de progreso que intentaba sustituir la antigua etimología grecolatina (búsqueda, al estilo platónico, del e/tumoj lo/goj o sentido auténtico original, en la idea de que las palabras eran originariamente designación natural de las cosas), por una modesta búsqueda de orígenes, de formas antecesoras, desprovistas de esa cuasi sacralidad del étimo, pero sometida a controles científicos progresivamente más precisos. En este aspecto, el descubrimiento del sánscrito viene solamente a aportar nuevos materiales y a ampliar el espectro comparativo.




ArribaAbajoSituación al advenimiento del XIX

Ésta es, pues, en sus líneas generales, la situación en la que se adviene al siglo XIX: una hipótesis relativamente extendida sobre la existencia primitiva de una lengua ya dejada de hablar, pero que había producido una serie de grupos lingüísticos de Asia y Europa, esto es, lo que luego será llamado indoeuropeo; otros grupos lingüísticos correctamente establecidos (amerindio, finougrio, semítico, etcétera), un concepto básicamente correcto de la progresiva dialectalización de grupos lingüísticos mayores en otros menores, un interés por el origen de las lenguas actualmente habladas y el reconocimiento del valor de la comparación lingüística para perfeccionar nuestro conocimiento sobre las mismas, así como unos mínimos, pero progresivamente más precisos, recursos metodológicos para determinar la manera en que deben compararse palabras o segmentos de las mismas y para distinguir qué semejanzas se deben a un origen común y cuáles a meros préstamos.

Al llegar a ese punto, en el que parece que todas las condiciones estaban dadas para facilitar un salto cualitativo, ¿qué importancia tiene el descubrimiento del sánscrito en los posteriores desarrollos? Quisiera detenerme, antes de ponderar esta influencia, en un caso particularmente significativo, el de Rasmus Rask, para tratar de hallar en el análisis de su personalidad lingüística el punto de partida para posteriores conclusiones.




ArribaAbajoRask, entre el XVIII y el XIX

No voy a entrar aquí a estimar en detalle las aportaciones de una figura tan compleja y multiforme como la de Rask, durante años valorado tan sólo por sus aportaciones a la lingüística histórico-comparada, desde los 50 y especialmente por obra de Hjelmslev (Hjelmslev, 1951), reivindicado como un precursor de teorías lingüísticas mucho más modernas y recientemente mejor estudiado como totalidad (especialmente por Diderichsen, 1960, 1974). Menos aún me interesan las numerosas y bizantinas discusiones sobre quién fue antes, si Bopp o Rask. No creo que en la historia de la ciencia sea fundamental una prioridad de seis meses. No se trata de una competición deportiva. Sólo quiero referirme a un aspecto de la personalidad de Rask: que de hecho llegó a formulaciones histórico-comparadas tan correctas o más que las de Bopp, antes o al tiempo que él (ya en una carta de 1809 declara Rask haber hallado una «fundamental coherencia» entre griego, latín, islandés, gótico y germánico), a partir de presupuestos del XVIII y desde luego sin conocimiento del indio. Sus puntos de partida son conocidos: cita el trabajo de Turgot en la Enciclopedia Francesa, conoce y sigue las teorías evolucionistas de Locke, Leibniz y Adam Smith, consulta la bibliografía sobre genealogía lingüística del XVIII y cita apreciativamente a Sajnovics y Gyarmathi (Diderichsen, 1974: p. 296 y ss.).

Sus aportaciones son asimismo reconocidas. Ya Pedersen entendía que su Gramática islandesa «puede ser llamada una gramática comparada indoeuropea en embrión» (cf. Pedersen, 1962: pp. 248-254 citado por Diderichsen, 1974: p. 298); Meillet lo considera «más riguroso y más moderno que Bopp» (Meillet, 1937: p. 460). Baste aquí un detalle que creo suficientemente significativo. Grimm publicó la primera edición de su Deutsche Grammatik en 1819; agotada en un año, se disponía a preparar la segunda cuando conoce la Undesøgelse de Rask, lo que le hace retrasar hasta 1822 la segunda edición, que pasa de 662 páginas a 1082 (del influjo de Rask sobre Grimm y, a través de él, sobre Bopp y Pott, cf. Tonnelat, 1912: pp. 316-327, 383-387; Diderichsen, 1960: p. 132 y ss.; Pedersen, 1931: 38, pp. 254-264 citado por Diderichsen, 1974: p. 301). Rask es, pues, la mejor prueba de que la continuidad entre el XVIII y el XIX es un hecho, y demostración viva de la posibilidad de que la lingüística comparada pudo llegar a desarrollarse sin la aportación del sánscrito (cf. Pedersen, 1962: 12; Mounin, 1968: p. 175).




ArribaAbajoLa «vía sánscrita» al comparativismo

Todo lo dicho hasta aquí no debe interpretarse, sin embargo, como un intento por mi parte de negar la enorme influencia que el descubrimiento del sánscrito tuvo en la evolución (que no en la revolución) de la lingüística del XIX. Hay, en efecto, una «vía sánscrita» al comparativismo. Pero en ella, lo primero, creo, que debemos puntualizar un tanto, es la importancia de Sir William Jones. Es ya archisabido que Jones no fue el primero en observar las semejanzas del indio con las lenguas europeas, antiguas o modernas (los nombres de Sasseti y Coeurdoux son, entre otros, repetidamente citados al respecto). Merecería destacarse Jones sobre sus antecesores si su observación hubiera estado fundamentada en un sólido método, o en un número particularmente considerable de hechos lingüísticos observados, pero no es ése el caso. Su aportación carece en absoluto de una base lingüística medianamente aceptable. Apenas pasa del párrafo que recogen las historias de la lingüística, que no es siempre el mismo por casualidad, sino porque es prácticamente el único pertinente para el tema, dentro de una comunicación cuyo interés central era muy otro. Sacado de su contexto adquiere un valor que, dentro de él, disminuye notablemente. Pero sobre todo es de señalar que ni siquiera se trata de una observación totalmente original: se ha establecido inequívocamente el influjo que sobre él ejercieron las ideas lingüísticas de su compatriota Halhed, de quien proceden incluso algunas expresiones casi textuales de Jones (Rocher, 1980).

La llegada al comparativismo por la vía del estudio del sánscrito se produce, ya con toda claridad, en Alemania, de la mano de Schlegel, quien en 1808 publica su famosa monografía sobre la lengua y la sabiduría de los indios, y sobre todo, de la de Franz Bopp, en quien la afirmación generalizada de la importancia del estudio del indio para el desarrollo de la lingüística comparada tiene su confirmación (y sería absolutamente cierta de no ser por la existencia de Rask, en quien se demuestra la posibilidad de la otra vía, la de la continuidad con el XVIII). En efecto, Bopp llega a la metodología lingüística de forma casi casual y a partir de presupuestos bien distintos. Es ya tópica, en este caso por su profunda verdad, la afirmación de Meillet (1937: p. 458) de que Bopp «se encontró con la gramática comparada intentando explicar el indoeuropeo como Cristóbal Colón descubrió América buscando la ruta de las Indias».

Con todo, incluso en Bopp hay numerosos aportes del pasado, como son, por ejemplo, su intento de llegar, por la vía del indoeuropeo, al origen del lenguaje, tema tan del gusto del XVIII. En ese camino, intentó encontrar concomitancias entre el indoeuropeo y las lenguas caucásicas, melanesias y polinesias. Asimismo son propios del siglo anterior al suyo su concepto de la evolución lingüística como «degradación» o su continuo empeño por hallar en los tiempos verbales la presencia de la raíz es-, del verbo «ser», conforme al postulado logicista de Port-Royal de que el verbo debía analizarse en cópula y predicado (Meillet, 1937: p. 457; Mounin, 1968: p. 177).

Es en Alemania donde se le da primero al sánscrito ese gran valor para la lingüística comparada, y donde se estudia sistemáticamente desde ese punto de vista. Los pioneros tuvieron que aprenderlo fuera de Alemania, ya que los estudios del sánscrito en Europa se iniciaron primero en Inglaterra, como metrópoli del Imperio, y en Francia, al hilo de sus intereses imperialistas y dentro del ambiente del nuevo interés por Oriente despertado por Napoleón, pero fue en Alemania donde el sánscrito estuvo íntimamente relacionado con la actividad comparativista, lo cual creo que debe hacernos pensar que el descubrimiento del valor del sánscrito para el comparativismo no es algo cuasi automático como parecen dar a entender las historias de la lingüística (no se dio ni en Inglaterra ni en Francia), sino que tiene que ver con la peculiar situación de Alemania en la cultura de su tiempo. ¿Por qué los historiadores de la lingüística han valorado, pues, tanto al sánscrito como detonante y punto de arranque fundamental de la nueva lingüística? O en otros términos, ¿por qué se ha elevado a la categoría de única la «línea Bopp» y se ha minusvalorado la «línea Rask»? ¿Y por qué ese empeño en resaltar el carácter revolucionario de la nueva lingüística? Creo importante tratar de contestar a esas preguntas haciendo un análisis somero de las condiciones en que se desarrolló esta forma de hacer lingüística, ya que esas condiciones son, en mi opinión, las que explican también las valoraciones posteriores sobre esos propios orígenes.




ArribaAbajoCondiciones para la creación de una «historia»

Se ha puesto, con razón, de manifiesto cómo lo que hace a Bopp fundar un paradigma no es el mérito científico de sus investigaciones, sino los intereses sociales y culturales que motivaron y sustentaron una obra de ese tipo en esa ocasión (Gulya, 1974: p. 272). Es éste el momento histórico en que se desarrolla el nacionalismo alemán, que intenta reaccionar contra el clasicismo francés, de la mano de un historicismo romántico que busca la alternativa de una cultura primitiva considerada «natural», no encorsetada por las reglas clásicas. En el terreno que nos ocupa, una ideología como ésta se manifiesta en una serie de medidas prácticas. Así Humboldt desde su puesto en el Gobierno, dota en Alemania una serie de cátedras de sánscrito. Una medida como ésta facilita la especialización y la dedicación a este terreno concreto de una serie de investigadores (Bopp, el primero de ellos), y asimismo favorece la continuidad de la investigación, que se asienta sobre una enorme masa de materiales ya recogidos. Esta «apropiación cultural» del terreno indoeuropeo por los investigadores alemanes es clara: un ejemplo típico es la denominación de la nueva lengua que se pretende reconstruir, «indogermánico» (término que, por cierto, Bopp rechazaba). Sus efectos duran durante mucho tiempo, de forma más o menos consciente. Resulta muy curioso, a este respecto, traer aquí a colación dos citas de Arens, quien, todavía en 1955, sin corregir en la edición de 1969, afirma, de un lado:

Todo el mundo coincide en afirmar que el mérito de haber puesto estos cimientos (sc. los de la gramática comparada) corresponde a Franz Bopp.


(Arens, 1979: p. 235).                


a pesar de que ya eran numerosas las referencias (por ejemplo, de Pedersen) a la fundamental aportación de Rask, pero luego añade:

Parece como si la Lingüística comenzase siendo una ciencia germánica, pues el único sabio no alemán que hay que citar en esta época es el danés Rasmus Kristian Rask.


(Arens, 1975: p. 257).                


Y es asimismo casi patético su afán por magnificar la aportación de Bopp, incluso en sus principios más discutibles. Hay, pues, mucho de patriotero en esta visión parcial de la historia.

El hecho es que, por intereses culturales y medidas de gobierno que favorecen la continuidad en la investigación, en Alemania se sintetizan la línea que venimos llamando «sánscrita» y la tradicional, esto es, la de Rask. Vemos operada esta síntesis en Grimm, cuya ley de mutación consonántica (que, no olvidemos, deriva de Rask) y cuya metodología gramatical marcan un sendero que va a tener ya muy pocas alteraciones sustanciales hasta los Neogramáticos. Es entonces cuando la nueva lingüística comparada, ya constituida, da una importancia fundamental al estudio del sánscrito que suministra materiales de primer orden para la comparación. Así Max Müller dice en 1868 que «un filólogo sin conocimiento del sánscrito es como un astrónomo sin conocimiento de las matemáticas» (citado por Collado, 1973: p. 82). Esta sobrevaloración del indio para la comparación pesa durante muchas décadas, incluso con efectos negativos. Así por ejemplo, los primeros comparativistas se empeñaron en atribuir al indoeuropeo el sistema vocálico del indio. Asimismo durante muchos años el sistema nominal y verbal del indio se ha proyectado sobre la reconstrucción del indoeuropeo y se consideraba sin análisis que las múltiples lenguas que presentaban sistemas más reducidos habían perdido todas las categorías que no poseían en comparación con las del indio. El descubrimiento de los textos tocarios y sobre todo el desciframiento del hetita, con sus sistemas nominal y verbal mucho más elementales pese a tratarse de una lengua inequívocamente arcaica, originó una nueva forma de interpretación del indoeuropeo que sólo a duras penas y en medio de enormes discusiones se va abriendo paso en la moderna lingüística, sin que haya dejado de desempeñar un papel importante en esta resistencia conservadora el peso del prestigio de la gran lingüística alemana del XIX.

De otra parte, la mayoría de los muchos progresos que el conocimiento del sánscrito podía haber aportado son ignorados durante todo el siglo XIX. Discuto, y mucho, el postulado archirrepetido de que el descubrimiento de los textos gramaticales indios influyó enormemente sobre la ciencia europea del siglo pasado. Es una de esas afirmaciones que se heredan de unos autores a otros, pero que nunca se ha materializado en precisiones concretas. Tal pretendido influjo, si se analiza la cuestión de cerca, no va mucho más allá de algunas mejoras en la organización de materiales en las gramáticas sánscritas o en la terminología. No creo necesario insistir aquí, por lo sabido, en que la lingüística hindú es sincrónica, en que se preocupa por cuestiones de lingüística general, en que nos ofrece una magnífica descripción articulatoria o hallazgos tan «modernos» como los alomorfos o el signo cero (ver por ejemplo Robins, 1974: p. 136 y ss., o la comunicación de Rosa Pedrero al XII Simposio), y que nada de todo ello se aprovecha en una lingüística empeñada en marchar por el camino supuestamente revolucionario de la lingüística exclusivamente histórica y comparada.

Puede por todo ello decirse, sin exagerar demasiado, que el influjo del sánscrito es importante en el siglo XIX sólo en calidad de material para la comparación y como tal, sí, pieza clave de la lingüística indoeuropea. Como consecuencia de ello la historiografía de este período ha tomado un efecto, el de la importancia del sánscrito para la comparación, como una causa desencadenante de un proceso, la configuración de la lingüística histórico-comparada que en realidad llevaba siglos en marcha. La apropiación por los indoeuropeístas (junto con los romanistas) de la lingüística del XIX y la natural tendencia de todo movimiento a considerarse novedoso y rupturista con el pasado han condicionado una visión histórica injusta de la importancia de sus predecesores. Creo que un par de síntomas bastarán para apoyar lo que afirmo. Los síntomas a menudo son más reveladores, en lo que tienen de manifestación típica de una realidad general, que una acumulación de testimonios. Cuando Pedersen, un indoeuropeísta e historiador de la lingüística, analiza la aportación de Gyarmathi al método comparado, no puede menos que reconocer su importancia, pero señala (Pedersen, 1962: p. 241) que era imposible para la lingüística desarrollarse primero (se entiende primero que en el indoeuropeo) en el campo fino-ugrio. Sus razones son infantiles y han sido adecuadamente desautorizadas (Gulya, 1974: p. 268 y ss.). Se deben a un cierto «complejo de superioridad indogermanístico» respecto de los estudiosos de los demás grupos lingüísticos.

El segundo síntoma al que me refería es la afirmación de Mounin de que Rask, dada su visión sistemática, «pertenece sin duda mucho más al siglo XVIII que al XIX a pesar de las apariencias» (Mounin, 1968: p. 175). Por la misma razón habría sido posible afirmar que es más bien un hombre de nuestro siglo, pero no, se le relega al pasado. Parece como si inconscientemente se admitiera la ecuación «lingüística del XIX = lingüística alemana = lingüística indoeuropea y romanística». Lo demás carecería, ante esto, de valor, sería prehistoria, improvisación, casi casi, barbarie. Se ha insistido en abrir la brecha con el siglo XVIII (que es una lingüística, no se olvide, en que la aportación alemana es mínima, por no decir, casi inexistente) y convertir la lingüística decimonónica en original, nueva, revolucionaria. Se olvidan piadosamente las monstruosidades metodológicas que sirven de base a la teoría lingüística de Bopp y se magnifican sus logros: se insiste en los desaciertos del XVIII y los muchos hallazgos y aportaciones al desarrollo de la lingüística procedentes de este siglo se toman como voces clamando en medio del desierto, sin continuidad, sin importancia, pura casualidad, aciertos de aficionado.

Todo lo dicho creo que puede ser instructivo para confirmar algunas perogrulladas que todo el mundo admite en teoría, pero que no siempre se tienen presentes en el análisis científico: la primera, el principio general de la continuidad de la ciencia, que nunca se alza sobre el vacío, sino que, pese a que los propios innovadores no lo perciban a veces en su plenitud, se asienta firmemente en las aportaciones del pasado. La segunda, la absoluta inadecuación del «siglo» como unidad clasificatoria o periodizadora cerrada. La tercera, la comprobación de que la proximidad a los hechos y especialmente los intereses de escuela o de mera patriotería desvirtúan la historia más o menos inconscientemente. Y la cuarta y última, la resistencia de los tópicos a ser negados, o siquiera analizados. Quisiera que estas palabras mías introdujeran al menos un factor de contraste ante los tópicos históricos que habitualmente hallamos en las interpretaciones sobre los inicios de la lingüística moderna, y que sirvieran -junto con las aportaciones de un número ya bastante crecido de autores- para ponerlos en tela de juicio, proseguir en su discusión y, si es procedente que así se haga, negarlos o, al menos, matizarlos.






ArribaReferencias bibliográficas

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